sábado, 26 de diciembre de 2020

EL REY DE LAS HORMIGAS MITOLOGÍA PERSONAL (Fragmento) ZBIGNIEW HERBERT

 




 EL REY DE LAS HORMIGAS

 

MITOLOGÍA PERSONAL

 

ZBIGNIEW HERBERT

 

 

EDICIÓN Y NOTAS DE RYSZARD KRYNICKI

 

TRADUCCIÓN DEL POLACO DE ANNA RUBIÓ Y JERZY SŁAWOMIRSKI

 



 



 



 

 

I

EL CUENCO DE FIGURAS NEGRAS DEL ALFARERO EXEQUIAS

 

A Joseph Brodsky

 

Adónde navega Dioniso a través del mar rojo como el vino

hacia qué islas peregrina bajo la vela de pámpana?

Duerme y no sabe nada, luego tampoco nosotros sabemos

adónde llevan las corrientes su barca veloz de madera de haya.


 II

LOS DIOSES DE LOS CUADERNOS ESCOLARES

H. E. O.

Para Kasia.

—¿Es necesario?—pregunta Eurídice.

Hermes sonríe y permanece callado. Caminan. Las tinieblas se abren frente a ellos, para cerrarse al instante. Cruzan así innumerables puertas.

—¿Es realmente necesario?—pregunta Eurídice—. Orfeo es viejo—prosigue—, ya no me queda mucho tiempo junto a él. He olvidado por completo a base de qué hierbas se prepara la pócima para su garganta dolorida por el canto. Y qué significa levantarse de madrugada. Y qué quiere un hombre cuando toca mi vientre.

—Te acordarás de todo—dice Hermes con voz dulce y poca convicción.

—Es hermoso que intentes consolarme—dice Eurídice.

La vereda se encarama. No es una vereda, sino un hendirse sumiso de las rocas. Los pedernales huelen a relámpago reseco y los guijarros bajo sus pies han perdido por completo la memoria del mar.

—¿Nos está viendo?—pregunta Eurídice con desasosiego.

Hermes niega con la cabeza.

—Pero yo sí veo sus espaldas. Siempre, es decir, mientras estaba viva, me han conmovido las espaldas masculinas. Son indefensas. Pero ahora ya no lo siento así. ¿Ternura? ¿Qué es la ternura?

—La alegría del roce. Un éxtasis inferior—contesta Hermes.

—Ya no tengo dedos vivos—se queja Eurídice—. Ni siquiera sabría enhebrar una aguja o sacar una mota de polvo del ojo de mi amado.

Un giro más y empieza la pendiente. Una oscuridad, diríase sesgada, inclinada sobre otra más profunda.

—Eurídice—dice Hermes en voz queda—, te voy a revelar el secreto del destino. Orfeo morirá pronto en circunstancias sospechosas. Entonces serás libre. Tomarás por esposo a un fortachón sano, de brazos como las ramas de un roble; a un joven de pocas luces, pero lo bastante sabio para no desear lo inalcanzable. No puedes imaginar cuán reconfortante te resultará esto, tras toda una vida al lado de un llorón talentoso.

—Me temo—dice Eurídice precipitadamente—que mis paisanos me lapidarán antes de consentir que vuelva a contraer matrimonio. Seré para ellos un anuncio publicitario de la fidelidad y de la poesía, una especie de viuda nacional. Me harán permanecer sentada sobre una roca para que balbucee oráculos inspirados o, lo que da lo mismo, me encerrarán en un templo. Y luego volveré a morir. ¿Cómo se vuelve a morir? Espero que la segunda vez no sea tan dolorosa y molesta como la primera.

Orfeo escucha todo aquello a través de la oscuridad borrascosa. Por primera vez, la cordura de Eurídice lo deja admirado. ¿De veras hay que morir para madurar?

Ante sus ojos se abre un paisaje esculpido en basalto, venerable como un bosque quemado, impertérrito como el ojo de un volcán, el seno de la densa materia, el azul de la noche reducido a cenizas.

Canté albas y coronaciones del sol

la travesía de los colores entre amanecer y ocaso

mas a ti te olvidé,

perpetua noche.

De pronto, Orfeo se vuelve hacia las sombras de Eurídice y de Hermes y, transportado, profiere a voz en grito una sola palabra: «¡Eureka!».

Las sombras se desvanecen. Orfeo sale a la luz del día. El pecho se le hincha de orgullo jubiloso por haber experimentado una iluminación y haber descubierto un nuevo género literario, que será llamado desde entonces lírica de la meditación y las tinieblas.


 ANTEO

Anteo era hijo de Poseidón y Gaia, un matrimonio—por decirlo suavemente—poco armonioso. Pero ¿qué otra cosa podía esperarse de dos elementos, el mar y la tierra, enredados en una lucha sin cuartel? Así pues, parece más que probable que Anteo fuera un niño—¡cuánto nos cuesta imaginar la infancia de un gigante!—abandonado y desatendido. Las discusiones salvajes de sus padres debieron de influir negativamente en el desarrollo de su carácter.

Todas las fuentes coinciden en que Anteo se convirtió en un bucéfalo violento dotado de una fuerza sobrenatural. Su acervo intelectual era más bien escaso, a diferencia de su cuerpo, que creció sobremanera. Y aunque Anteo nunca frecuentó la escuela, sacó de esta asimetría una conclusión correcta desde el punto de vista de la lógica, a saber, se hizo deportista.

Cualquier intento de situar a Anteo en un mapamundi tropieza con serias dificultades. En los mitos antiguos, su patria era Libia—es allí donde se encontró con Heracles—pero, más tarde, a raíz de la colonización griega de la costa norteafricana, aquella figura fabulosa se vio empujada cada vez más hacia Occidente, hasta Mauritania, es decir, el país de donde los mercaderes púnicos habían desalojado a los griegos. Los colonizadores no crean mitos, pero trabajan sin tregua en su distribución geográfica. Sencillamente, colocan monstruos en los territorios ocupados por sus competidores. Este procedimiento ha perdurado gloriosamente hasta nuestros días.

Poco sabemos de Anteo, excepto que se alimentaba a base de la carne de los leones que mataba a brazo partido, puesto que despreciaba la civilización moderna: la porra, la lanza y la trampa excavada en el suelo. Su ocupación predilecta era retar a un combate de lucha libre a los transeúntes que se le cruzaban por el camino. Aquellas pugnas acababan inevitablemente en la muerte del adversario, obligado por la fuerza a pelear.

Un modo de vida así no puede despertar simpatía ni merece aprobación. Pero he aquí—cosa extraordinaria—que al poeta Píndaro se le ocurre erigirse en defensor de Anteo, arremetiendo contra quienes lo acusan de ser un vulgar asesino o un repugnante genocida. En una de las odas ístmicas, intenta descubrir el sentido de sus actividades delictivas, o al menos hacerlas comprensibles.

En los parajes donde vivía Anteo, la piedra escaseaba. Sólo de vez en cuando, el viento erigía ilusorios monumentos de arena y, en el horizonte agostado, aparecían ciudades de mármol imaginarias.

Píndaro humanizó a Anteo, le atribuyó la encomiable virtud del amor filial. Dice que soñaba con erigir un templo en honor a su padre. Y que la única sustancia sólida de la que disponía eran los restos mortales de sus desdichados adversarios. No tuvo otro remedio que aprovecharlos como material de construcción. Esta idea, bastante macabra en sí, no está muy alejada de la estética del Barroco.

De modo que Anteo reunía los huesos de los muertos como un buen constructor reúne amorosamente piedras, ladrillos y maderamen. Procuraba que estuvieran al socaire, a la sombra, protegidos de las arenas omnívoras y de la humedad.

Cada dos por tres, modificaba el proyecto de su edificación. Deseaba que el mausoleo que construía para honrar a sus padres tuviese las proporciones ideales del cuerpo humano.

Los ábsides estaban hechos de costillas, y las costillas servían también para sustentar la bóveda del templo. De la bóveda colgaban huesecillos de las muñecas a modo de abalorios, creando la ilusión de lámparas y candelabros.

Las espinas dorsales hacían de columnas. Las ataba en haces para proporcionar la resistencia necesaria al edificio.

Año tras año, el templo se venía abajo durante la temporada de lluvias y vendavales, y todo el esfuerzo del constructor recordaba un campamento de hienas abandonado.

Los huesos yacían desparramados sobre la arena. Aquello parecía un escarnio de los dioses, que castigan la soberbia.

Y año tras año, Anteo empezaba desde cero, con igual tesón, piedad y amor desesperado.

Visto de lejos e iluminado desde las alturas, Anteo parecía un peñasco que surca lentamente los páramos. Sus andares recordaban los de los actores amanerados de las películas del oeste. Sólo que, en el caso del gigante, aquello no era amaneramiento, sino necesidad pura y dura: sacaba toda su energía y todas sus fuerzas de la tierra, del contacto físico con las rocas, el barro e incluso con el polvo.

Si no hubiera sido hijo de dioses—cosa que nadie se atrevía a poner en duda—, podría decirse que la naturaleza lo había tratado como una madrastra y, por un descuido, le había negado un puesto definido en el orden de las especies ¿Quién sabe si la forma de un árbol—pongamos por caso un cedro—no habría sido más adecuada para su esencia? Pero Anteo era una criatura de superficie, privada de raíces y marcada por el miedo a las inmensidades del aire que lo asediaban de todos lados. Los pájaros y las estrellas suspendidas en las alturas le repugnaban, y cada brinco le costaba un mareo y un desvanecimiento.

Cuando el sol se inclinaba hacia el ocaso—en el desierto, anochece muy pronto: el relámpago gris del crepúsculo y, luego, nada más que la oscuridad—, Anteo, que no tenía casa ni paradero fijo, se construía un refugio, una profunda galería subterránea tan estrecha que sólo cabía en ella su cuerpo tendido. Se embutía en aquel asilo tenebroso y húmedo cual si fuera un gusano enorme, y conciliaba un sueño dulce y reparador.

Aquellas prácticas nocturnas de Anteo se prestan a explicaciones simbólicas: pueden significar el retorno al seno materno o un peregrinaje nostálgico a los orígenes. Pero ¿a qué multiplicar significados ocultos, si todo puede explicarse de un modo sencillo, a saber, en términos de ciclos vegetativos?

Quienquiera que haya estado en el desierto, sin duda ha visto el viento arrastrar haces de ramillas y hojas, aparentemente del todo marchitas. Parecen basura de la creación, migajas que han caído de la mesa de la Madre Naturaleza. Pero, con las primeras lluvias, se produce una metamorfosis repentina, y lo que parecía repudiado para siempre por la vida echa raíces, florece, despide un perfume embriagador y da fruto o, para decirlo en pocas palabras, vive con profusión, lozano y magnífico.

Hay buenas razones para creer que el encuentro de Anteo con Heracles fue una casualidad no prevista en la agenda del héroe—una función de tantas de su gira por el mundo—y, por lo tanto, no consta en las tablas de bronce que recogen sus trabajos más importantes. Todas las fuentes coinciden en el resultado de la lucha, pero relatan su desarrollo de mil maneras distintas.

Diodoro Sículo describe el duelo como un combate de lucha libre en el que los contendientes apostaron la vida (aunque no dice si el perdedor tenía que morir por mano propia o ejecutado por el vencedor). Ésta es una versión insulsa y vulgar que hace pensar en las luchas de los gladiadores o, todavía peor, en las reglas de la ruleta rusa.

Otras crónicas, tampoco muy edificantes, sostienen que Heracles cubrió con su cuerpo la entrada del refugio subterráneo de Anteo, maniobra que en el lenguaje de los estrategas de tiempos venideros iba a llamarse «asedio por hambre».

Pero, en realidad, fue un duelo abierto entre dos varones, mano nella mano, letal.

Píndaro no fue el único en humanizar a Anteo. Platón hizo otro tanto al atribuirle una buena dosis de inteligencia profesional, y en particular la invención de algunas llaves de lucha libre. Así pues, la poesía, el paso del tiempo y la filosofía han colaborado codo con codo para otorgar a aquel combate las características de un verdadero agón, donde los adversarios tenían estadísticamente las mismas posibilidades de ganar.

Heracles comprendió enseguida que estaba librando una lucha sin precedentes. Tanto las batallas como las competiciones de forzudos tienen la finalidad de hacer perder al enemigo la posición vertical y reducirlo a la categoría de objeto tendido en el suelo. Sin embargo, cada vez que Anteo caía derribado en tierra, se levantaba aún más robusto, decidido, vocinglero y agresivo.

De modo que el héroe se vio obligado a abandonar su táctica habitual y, por si fuera poco, tuvo que sobreponerse a la noción espacial del «arriba-abajo» tan arraigada en nuestras mentes, al enaltecimiento del triunfador y a la caída en el polvo del vencido. Porque, para Anteo, ser alzado significaba precisamente morir.

Los relatos literarios sobre aquel encuentro son escasos, por lo que resulta complicado reconstruir con detalle su desarrollo. Por naturaleza, los mosaicos, las esculturas y las pinturas inmortalizan el instante, no el proceso.

En mi opinión, es el pintor renacentista Antonio Pollaiuolo quien mejor ha logrado captar el contenido del duelo, su pura esencia. El cuadro es pequeño, casi una miniatura que puede esconderse bajo una mano, pero desprende tanta energía que, en cuanto a expresividad, está a cien leguas de los grandilocuentes frescos.

Pollaiuolo no cedió a la tentación de representar a Anteo como un gigante. Las reglas del humanismo prohibían tamaña bravata expresionista, de modo que los dos adversarios tienen proporciones humanas. Y carecen de la belleza clásica; son más bien una pareja de salvajes melenudos y anchos de espaldas que se parecen como dos gotas de agua. Una intuición muy acertada, porque el duelo fue brutal y tuvo un final naturalista, vulgar, sin rastro de noble sencillez ni de tácita grandeza.

Los brazos de Heracles se estrechan alrededor de las caderas de su contrincante como aros de hierro. El héroe lo ha arrancado de la tierra y lo levanta hasta la altura de los hombros como un campesino espatarrado que forcejea con un saco para echárselo a cuestas.

Anteo ya no se defiende. Apoya sus puños contra los codos de Heracles, y echa la cabeza y las piernas dobladas hacia atrás. Su impotente resistencia recuerda las convulsiones de un gran pez atrapado en la red: una sacudida del cuerpo hacia atrás, luego hacia delante, hasta que el movimiento pendular se detiene.

Tiene la boca muy abierta, pero aparentemente no grita. Los asmáticos que bregan por ingerir migajas de aire no malgastan sus fuerzas en alaridos e improperios. El final está a punto de llegar.

Heracles esperará prudentemente a que los brazos de su adversario caigan a lo largo del cuerpo y las piernas empiecen a columpiarse, inertes como las de un ahorcado. Entonces auscultará con atención el corazón silencioso de Anteo. Y luego, aliviado, arrojará aquel peso al suelo. Permanecerá un rato mirándolo desde arriba. Tal vez reflexione con una pizca de melancolía sobre la ausencia del concepto de resurrección en la mitología griega.

Y, sin embargo, Anteo regresa, llama a las puertas de nuestra memoria. Ya no salvaje y primitivo, sino despojado de violencia y casi nostálgico.

En el Alto Egipto le concedieron la dignidad de dios a título póstumo. Bautizaron con su nombre una de las ciudades. ¡Quién podía imaginar que aquel monstruo ctónico se transformaría en un apóstol de la civilización y del aburguesamiento!

En las inmediaciones de la ciudad mauritana de Tingis fue descubierto un otero, bajo el cual—según la creencia general—descansan los restos mortales del gigante. Era una sepultura, pero también un lugar de brujería. Basta con retirar una capa de tierra para que lleguen las precipitaciones atmosféricas. ¡De salteador de caminos a conjurador de tormentas, menuda carrera asombrosa!

Podemos aventurar la tesis de que el significado profundo del mito de Anteo es el apego—un sentimiento más que una ideología, por ello resulta tan difícil transmitirlo a los demás—. Resulta tremendamente complicado convencer a alguien de que merece la pena amar un miserable trocito de tierra, pequeño como la sombra de un asno o de un álamo, una casa derruida, o una ciudad asolada a orillas de un río seco, es decir, el lugar que nos vio nacer y que no pudo alimentarnos ni darnos amparo.

Para los nómadas de la civilización moderna, para los que habitan en los aviones a reacción, Anteo será siempre el símbolo del bárbaro primitivo. Parecen dejarse llevar por la ilusión de que romper los vínculos y moverse de forma enfermiza son condiciones imprescindibles del progreso. Y olvidan que la persecución del sol, las utopías globales, acabarán por fuerza en catástrofe. En última instancia, todo se reduce a la elección o a la adjudicación de un sitio en el cementerio.

A la sombra de los amplios brazos de Anteo, encontrarán apacible refugio todos los exiliados estrambóticos que, a los implacables ojos de los lugareños, parecen adefesios o incluso monstruos.

Sólo han podido salvar dos tesoros insignificantes: su lengua y su nombre que, en los oídos extranjeros, suenan como los cascabeles del gorro de un bufón. Les han arrebatado la tierra y los han despojado del agua que reflejaba los rostros de su dios y de sus invasores.

Y ahora agonizan en silencio en el aire enrarecido de la libertad ajena.

 


 EL CAN INFERNAL

A Julia Hartwig

y Artur Międzyrzecki.

Se han conservado bastantes testimonios sobre la anatomía de Cerbero y su vida vegetativa y psíquica, pero todos contienen incongruencias inquietantes. La ambición del presente estudio es arrojar un haz de luz nueva sobre este asunto tan intrincado.

Según el archipoeta, Cerbero era sencillamente un perro. Dante lo define como gusano. Hesíodo lo menciona en dos ocasiones en su Teogonía, pero no puede decidir si sólo tenía una cabeza o si tenía cincuenta. Píndaro dobla el número, y Horacio adorna a Cerbero con una melena hecha de serpientes. Los escultores y pintores, en cambio, se limitan a representarlo con un máximo de tres cabezas. Y los trágicos también se muestran contenidos y se conforman igualmente con tres. Llegados a este punto, se nos ocurre que el lenguaje incita a la hipérbole y a la exageración, o—¿quién sabe?—tal vez incluso a la mentira, mientras que un enunciado esculpido en mármol o pintado sobre un lienzo impone una sencillez objetiva.

Por culpa de la escasa iluminación del lugar de los hechos, el desarrollo de la lucha de Heracles con Cerbero, el guardián del Reino del Más Allá, resulta confuso. Aquél era el duodécimo, el último y el más arduo de los trabajos del héroe. De ahí esa tenebrosidad de ultratumba.

¿Qué clase de lucha fue aquélla? Los restos literarios no permiten formarse una opinión inequívoca: las versiones no coinciden y a veces se contradicen. Oscilan entre un combate sangriento a brazo partido y una simple partida de caza dominical en busca de una presa fácil. Algunos dicen que Cora le regaló Cerbero a Heracles, tal como suena, a semejanza de los progenitores que le regalan una bicicleta a su retoño, en recompensa por una buena conducta. Otros sostienen que Hades, el soberano del inframundo, se aburría mortalmente y decidió organizar una especie de torneo. El combate entre el animal y el hombre fue largo y doloroso.

Otra cuestión es el carácter de Cerbero. Aunque ha sido terriblemente demonizado, en los dominios de Hades desempeñaba en realidad el papel decorativo de un portero de hotel. La cantidad de muertos que deseaban volver a la tierra era insignificante. Cerbero no se mataba a trabajar. Era como uno de esos carteles que advierten CUIDADO CON EL PERRO o CALLEJÓN SIN SALIDA. ¿Qué clase de demonio se deja sobornar con pasteles de miel? Toda su temible función se reducía a menear la cola.

Comoquiera que fuese, el hecho es que ninguno de los dos adversarios resultó herido, lo que nos lleva a la conclusión de que no se trató de una batalla sensu stricto, sino de una maniobra estratégica, de un cerco al enemigo para forzar su rendición incondicional. Probablemente, Heracles utilizó su método clásico: la estrangulación. Pero esto es sólo un detalle. Lo importante es que el héroe salió jadeante a la superficie del mundo, llevando su botín consigo.

Aquello ocurrió…, sí, exacto, ¿dónde ocurrió? Las fuentes vacilan otra vez y señalan varios puntos del mapamundi. Es un problema puramente académico. La experiencia nos enseña que todas las civilizaciones maduras disponen de múltiples vías de descenso al infierno. Incluso son más numerosas que los puestos de bebidas o los buzones de correos.

Cerbero ladraba en el infierno con su voz estentórea de bajo. En el Museo del Louvre, hay un ánfora silente en la que Andócides captó el sentido del duelo entre Heracles y Cerbero. Heracles adopta la posición de un corredor en la línea de salida: el cuerpo inclinado hacia delante, la mano derecha tendida hacia la frente de la bestia y, en la izquierda, una pesada cadena. Cerbero es bicéfalo: una de sus cabezas parece atenta y amenazadora, pero la otra está gacha, como si aguardara la caricia del hombre. Es el comienzo de la tragedia llamada domesticación.

¿Qué sentía Cerbero, la víctima del atentado? Ya se había repuesto del ligero trauma causado por la lucha, y ahora tenía que enfrentarse a otro, un trauma tan potente que ponía en peligro su corazón. Cerbero era como un pez abisal arrojado sobre la arena.

Los sonidos, las formas y los olores se le echaron encima como un alud. El mundo se le manifestó con los colores rabiosamente intensos de los lienzos fauvistas: la hierba flameante, el rojo cinabrio de los árboles, el morado oscuro de las rocas calcáreas y el verde del cielo. Sólo Heracles tenía una tonalidad suave y los contornos de su figura palpitaban delicadamente.

Lo más difícil de soportar era aquella avalancha de quinientos mil olores.

Un sol flamígero sobre la tierra agostada.

En una colina encumbrada bajo un roble, yacían uno junto al otro el hombre y el perro.

No dejaban de observarse. Desconfiados, más que hostiles.

Heracles olía a sangre, cuero y tempestades. Cerbero, a proteínas en descomposición. Pertenecían a dos mundos irreconciliables.

De repente, a Heracles se le ocurrió que si Cerbero quisiera abandonarlo, no lograría impedírselo. Decidió hablar. En casos como éste, el sonido de la palabra tiene una fuerza arrolladora.

HERACLES: ¡Escúchame, monstruo, eres mi prisionero! Si intentas huir, te romperé la cabeza, las cabezas—rectificó—, y lo haré de acuerdo con el derecho internacional.

Cerbero profirió un gruñido prolongado.

Es de noche y brilla una luna enorme.

Cerbero se levanta sobre las patas traseras. Heracles busca con la mano su maza ensangrentada. Y entonces suena un canto.

No tiene mucho sentido describir la música. Sólo quien durante una noche de invierno ha oído alguna vez la voz del lobo en las planicies nevadas puede hacerse la idea de lo que era la cantata de Cerbero. A los que jamás han presenciado este milagro, les ofrecemos una burda transcripción, tan poco lograda como pueda serlo, en comparación con el original, la reproducción de un cuadro de Rembrandt publicada en un periódico.

Citamos aquí la paráfrasis que Alexander Schmook propone en su estudio titulado Der Wolf: sein Wesen und seine Stimme (Tubinga, 1848):

Húrr hau-u-uh

hau hau

Ú-i jaur-huuu

ho hau

Húrrrrr ho hauuuh

jaú-jaú ho hurrr hau-uh

Luego, un silencio estridente. Y repeticiones a intervalos iguales.

La voz de Cerbero arrebató a Heracles como una gran oleada del océano. Siguió escuchando. Ardía en deseos de aullar con él, pero sabía que haría el ridículo, porque no era capaz de arrancar de su garganta tanto orgullo y tanta desesperación. Intentaría en vano describir con el sonido las cordilleras de tierra, los abismos de aire, las innumerables fuentes de sangre ocultas en el cuerpo de los animales, los secretos del agua y de la sed, los escondrijos de la luz y la inmensidad de la negrura.

El camino que conducía al rey Euristeo, que tenía que liberar a Heracles de la maldición, era largo. Cerbero empezó a tomarle cariño al héroe sin que éste lo pretendiese. Su naturaleza de monstruo sufrió una metamorfosis y se transformó en naturaleza de perro.

Un sentimental podría encontrar algo conmovedor en eso, pero el testigo de aquella transformación poseía un temperamento vehemente y estaba desprovisto de sentimientos. Tenía que esforzarse mucho por controlar la ira al ver que, cada vez que levantaba la cabeza, Cerbero lo imitaba. El perro se convirtió en el espejo del amo, aunque, todo sea dicho, el cuadrúpedo era por fuerza un espejo deformante.

Pero lo peor aún estaba por llegar. Cerbero empezó a hablar. Al principio, sólo sabía pronunciar torpemente, echando babas, las palabras mimir y ñam-ñam, pero su vocabulario se fue enriqueciendo día a día, y su sintaxis se volvió cada vez más compleja.

A ratos, y especialmente por la noche, Heracles llegaba a olvidar que peregrinaba acompañado de un perro. Reprimía sus sentimientos, ya que seguía teniendo muy presente su papel de escolta de un prisionero.

HERACLES: No me gustas, no me gustas nada.

CERBERO (en tono filosófico): No todos podemos ser Heracles.

HERACLES: No se trata de ir a la moda, pero por lo menos podrías fingir que eres un perro normal. Me temo que, en este plan, no tendrás mucho éxito con las perras.

Llegado a este punto, Heracles enmudeció. Había tocado un tema delicado. Por el camino, se habían cruzado con algunos ejemplares femeninos de la especie canina, pero Cerbero no les había hecho ningún caso.

CERBERO: Si hubieras vivido como yo entre cuerpos en estado de descomposición, también habrías perdido todos los apetitos.

HERACLES: ¿Por qué comes hierba y olisqueas flores, en vez de cazar algo, ni que sea alguna liebre? ¡Habrase visto semejante despropósito! (Suavemente) Cerbero, ¿y si aullaras un poco? ¿Recuerdas nuestra primera noche bajo el roble? ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Aúllas muy bien.

CERBERO: ¡Pero ¿qué dices?! ¿Aullar yo? ¿Y tus esfuerzos por domesticarme?

HERACLES: Oye, chucho. Hablar sabe cualquier imbécil. Tú tienes que aullar, ¿entendido?

CERBERO: No aullaré.

HERACLES: Pues, duerme.

«Sí—pensaba Heracles febrilmente—, hay que romper esta absurda relación. Cuando el rey Euristeo vea a Cerbero, se dará cuenta de que es un personaje más cómico que temible y me endilgará otro trabajo más. Y la gente, a su vez, comprobará con sus propios ojos que la vida de ultratumba no vale un pimiento. ¿Y qué pasará entonces con la moda de morir y la presencia discreta a la par que llena de reticencias de la muerte en vida?».

Amanece. Heracles y Cerbero se despiertan al mismo tiempo, como si su sueño y su vigilia estuviesen conectados por un hilo.

HERACLES: Oye, tuso, hace mucho que no hago una ofrenda, por tu culpa.

CERBERO: ¿Cómo que por mi culpa?

HERACLES: Tengo que vigilarte.

CERBERO: ¡Muy bonito!

HERACLES: De bonito, nada, me estoy volviendo ateo, desatiendo mis deberes religiosos. Ya es hora de ponerle remedio. Ahora se presenta una buena ocasión. ¿Ves aquel templo en el horizonte?

CERBERO: La verdad es que me falla la vista; tantos años a oscuras…

HERACLES: ¡Basta de autocompasión! El templo está bastante lejos. Llegaré antes de que anochezca. Mañana al romper el alba haré mis ofrendas. Regresaré a la medianoche, tal vez un poco más tarde. Y tú, ¡quieto aquí! No te muevas ni un paso para que no tenga que buscarte. ¿Ha quedado claro?

CERBERO: Me estaré quieto.

Y así empezó la evasión del héroe.

Corría a ciegas. De vez en cuando, se detenía alarmado, aguzaba los oídos y miraba inquieto a su alrededor. Culebreaba, cambiaba de rumbo, se colocaba de cara al viento, atajaba a través de las ciénagas y cruzaba los arroyos para no dejar pistas y neutralizar aquella vaharada persistente que se pegaba a cada hierba y a cada grano de arena, aquella mezcla de olores del amo y de su perro que cualquier cuadrúpedo reconoce de inmediato como una fragancia única, familiar y divina.

En fin, no sólo se huye de los enemigos, sino también del peso de los vínculos (lo hacemos todos o, por lo menos, todos conocemos bien esta tentación).

A la puesta del sol, Heracles se preparó una yacija entre las ramas gruesas de un viejo olmo para pasar la noche. Se durmió como si estuviese en lo alto de una torre, lejos de la zona de peligro.

Por la mañana, dos pares de ojos seguían cada movimiento del héroe recién despierto.

Continuaron la peregrinación—¿puede llamarse peregrinación a una carrera pertinaz hasta los límites de la resistencia de un corazón humano y un corazón canino?—, acortando las horas de sueño y los descansos.

Heracles se aburría y decidió darle clases de historia natural a Cerbero tomando en cuenta los descubrimientos más recientes de la ciencia.

Como buen partidario del método descriptivo, hundió su mano en la hierba cual si de agua verde se tratara:

—Mire usted, señorito, esto es el Trifolium pratense, llamado popularmente trébol. Planta perenne o bianual de raíz pivotante con ejes secundarios. En sus delicadas raíces, se forman nódulos que contienen las bacterias fijadoras del nitrógeno (como en todas las papilionáceas). Tiene tallos pilosos y flores rosadas o intensamente purpúreas, recogidas en racimos esféricos y envueltas por debajo en brácteas. Cáliz tubular acampanado.

Volvió a hurgar en la hierba y sacó un objeto oblongo de color rojizo.

—Y aquí tenemos un ciervo volante menor, el Dorcus parallelopipedus. Muy voraz, su hábitat natural son los bosques caducifolios. Las larvas se hallan en los robles y las hayas carcomidos. ¿Me sigues?

»Mañana hablaremos de la fotosíntesis y de una obra temprana de Kant titulada Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels. Y ahora duérmete, tontorrón.

Al anochecer, llegaron a Micenas.

La ciudad parecía abandonada. Caía una llovizna fría y pertinaz, porque el otoño estaba cerca. Caminaron a través de las calles desiertas a lo largo de la muralla de color hígado. A la cabeza, Heracles, que hacía lo imposible por poner cara de vencedor. En pos de él, Cerbero, con un aire cretinamente alegre, intentando marchar al compás como un recluta disciplinado.

O sea que no hubo entrada triunfal ni nada parecido. Y eso que aquél era un acontecimiento dramático de los que ocurren sólo una vez en la historia del mundo y, por lo tanto, merecen guirnaldas, vítores de la multitud, toques de añafil y campanillazos.

Pero, desde el principio hasta el final, un gusano roía la hermosa flor de la victoria y, sobre el héroe, se cernía el peor de los hados, el de la banalidad, que lo atenuaba todo, lo despojaba de gloria y hacía que aquello que tenía que haber sido una hazaña cayera muy bajo, bajísimo, hasta el nivel de la pura anécdota.

Tal vez hubiera sido un consuelo para Heracles saber que, mientras se abría paso a través de la lluvia y el barro en compañía de su espantajo, el rey Euristeo los observaba con un terror creciente desde una ventana de su palacio.

Cerbero enloqueció. Jamás había visto a tanta gente que oliera a vino y a ajo. Se convirtió en el terror de los mercados de verduras. Devoraba cantidades infinitas de coliflores—su manjar preferido—, alcachofas y pepinos. Merodeaba entre los puestos impregnados de fragancia a apio, ahuyentando a los vendedores. Los niños lo idolatraban y lo montaban a pelo.

El rey Euristeo se negó a recibir a Heracles y a Cerbero. Ni corto ni perezoso, ordenó que se largaran de la ciudad.

—¿Sabes qué, chucho?—dijo Heracles—. Ya estoy harto de peregrinar sin más de ciudad en ciudad. Deberíamos fundar un circo. Caminarás sobre las patas traseras ante una muchedumbre de mirones y yo haré chasquear amenazadoramente el látigo. ¿Sabes caminar sobre las patas traseras?

—¡Cómo no!—contestó Cerbero, un poco dolido. La idea le había gustado.

Un día, Heracles se trajo de un pueblo cercano un saco de esparto y, como quien no quiere la cosa, le mencionó a Cerbero que iba a utilizarlo como colchón, ya que sus huesos empezaban a resentirse de las noches pasadas sobre el duro suelo. Cerbero se lo creyó como solía creerse todo lo que decía su amo, y por ninguna de sus dos cabezas se le pasó la idea de que se avecinaba el final trágico de aquella historia.

Para siempre quedará sin respuesta la apremiante pregunta de cómo tuvo Heracles agallas para enterrar en el fondo de un hoyo oscuro aquel saco sucio y húmedo, repleto de gritos de impotencia y aullidos de amor traicionado.

 


 TRIPTÓLEMO

He aquí un mito para los que están cansados de la crueldad del mundo (la irreflexiva crueldad de los hombres y la calculada crueldad de los dioses), un mito llano como una pradera, un mito sedante, razón por la que los narradores ávidos de sangre e intrigas lo esquivan desde lejos.

Triptólemo era hijo de Céleo, rey de Eleusis, en cuya corte se hospedó Deméter.

Así pues, era un modesto héroe de ámbito local, pero su significado supera con creces la excelsitud del Gotha.

Agradecida por la ayuda que la casa de Triptólemo le había prestado en la búsqueda de Perséfone, Deméter inició al joven vástago en el rito de la siembra.

Y Triptólemo se puso a recorrer el mundo, predicando el evangelio de la siembra, de la cosecha, del trigo, del centeno, y de la avena. Pregonaba el evangelio de los cereales desde un carro de guerra tirado por dos serpientes.

¡A fe que el aspecto de los pueblos recolectores provocaba una mezcla de compasión y de repugnancia! Imaginemos enormes hatajos de vagabundos de ambos sexos—niños, adultos y ancianos—que recorren las lindes de los bosques primarios, de los calveros y de los matorrales, se agachan, arrancan de un zarpazo un manojo de hierbajos, toman del suelo algo pegajoso, lo introducen a toda prisa en su orificio bucal abierto con avidez y luego lo mastican con una mueca de desgana.

El lugar de acampada preferido de los recolectores eran los vertederos de la naturaleza, los bordes accidentados de los barrancos, de los cenagales y de las oquedades misteriosas donde pululaban ranas, escorpiones y arañas.

Así eran los recolectores.

Si alguien deseara pintar el retrato de alguno de ellos, tendría que representarlo con un puñado de hierbas arrancadas de cuajo en la mano derecha—al igual que en la efigie de un astrónomo suele aparecer un anteojo, y en la de un geógrafo, un globo terráqueo—, y el brazo izquierdo caído a lo largo del cuerpo, con la muñeca doblada en un gesto de resignación.

Y precisamente a esas manos, a esos brazos y a esos hombros apelaba Triptólemo, los incitaba a luchar y les inculcaba el hábito de hacer movimientos intencionados. Imbuía en esas espaldas dobladas con sumisión el movimiento del sembrador, aquel meneo narcótico y pendular de los hombros, tan semejante a las braceadas de un guerrero durante una gran batalla.

Así pues, Triptólemo era una necesidad histórica. Cualquier omisión suya constituía para los recolectores la amenaza de iniciar un proceso de retrogradación, una caída libre hasta lo más bajo de la escala evolutiva de las especies: la promiscua familia de los homínidos.

Sólo había un instante en que los recolectores ascendían a un nivel superior. Al atardecer, se sentaban en cuclillas en el umbral de sus miserables guaridas y contemplaban la puesta del sol. Extasiados, no podían controlar los esfínteres. En momentos así, estaban totalmente indefensos. Siendo por naturaleza poco agraciados, conseguían volar hacia la región de la gran belleza, por lo que la estética, que busca desesperadamente una razón de ser, debería guardar grata memoria de ellos.

La clase de los jinetes era otra cosa.

Los jinetes dedicaban toda su vida a la caza. Vestidos con elegantes uniformes multicolores de todos los ejércitos coloniales del mundo, arrastraban sus trofeos hasta las casas solariegas ocultas en los calveros de los bosques milenarios, y colgaban pieles y cornamentas en las paredes de sus espaciosos aposentos como si de exvotos se tratara, lo que ponía de manifiesto no tanto su devoción, como su vanidosa opulencia. Los jinetes:

- vivían períodos de entusiasmo que alternaban con períodos de melancolía, y sucumbían a la peligrosa costumbre de registrar sus pensamientos por escrito,

- mostraban una clara tendencia, ora al ascetismo, ora al desenfreno seguido de abatimiento y desesperación,

- hacían caso omiso de los recolectores, excepto un día marcado en el calendario, en el que se entregaban a la masacre ritual de sus primos hermanos.

Un mejor acceso a los alimentos hizo que, a medida que los primates superiores evolucionaban, su dentadura delantera fuera perdiendo gradualmente el predominio prístino a favor de los molares.

El precavido Triptólemo emprendió sus viajes apostólicos pertrechado de una cuantiosa biblioteca científica y de todo lo que solemos llamar una buena infraestructura: diagramas, tablas, mapas y laboratorios.

Recolectores eminentes asistían a sus clases y a sus prácticas, primero a regañadientes, pero luego en masa. Al apóstol del trigo, el corazón no le cabía en el pecho. Sabía que la adopción de la agricultura amansaría a las fieras.

Sin embargo, resulta difícil ceñirse a la imagen de Triptólemo que nos ha transmitido el mito: un agrónomo inspirado que recorre el mundo enseñándole a la gente el beneficioso arte de arrojar semillas en un surco para cosecharlas luego centuplicadas, y diseñando un way of life propio, cuyos pilares eran el trabajo y el ahorro.

Aunque no disponemos de ninguna prueba fehaciente de ello, es de suponer que Triptólemo cumplía a rajatabla la voluntad de la vieja diosa Deméter, pero, al tiempo que educaba, también se perfeccionaba interiormente. Sus actos y sus enseñanzas ganaban en precisión, aunque adquirían el toque maniático propio de los cuerpos docentes, a saber: desviaciones ideológicas o esperanzas vanas, convertidas en la fe—una fe que iba a ser el cimiento de los futuros partidos campesinos—en que es posible cambiar al hombre y hacerlo más perfecto, y en que existe el orgullo de ser agricultor, un oficio mucho mejor que cualquier otra profesión, vocación u orientación de las manos y de la mente.

El invariable buen humor de Triptólemo se basaba en su convicción de personificar los avances de las fuerzas del progreso de la humanidad. Por eso, en vista de lo que estaba ocurriendo, los dioses que tan celosamente guardaban el secreto del fuego optaron por una política de no intervención y se limitaron a hacer de espectadores. Creían a pies juntillas que los hombres sabrían inventar y aplicarse un castigo lo bastante severo. De hecho, tal castigo era inmanente al concepto de fiesta de la recolección, ya que los bodorrios, las consagraciones de la primavera y las celebraciones de la cosecha terminaban invariablemente en jubilosos sacrificios humanos. El bueno de Triptólemo ignoraba por completo este efecto colateral de su piadosa misión.

Triptólemo ardía en ansias de popularizar la agricultura, pero carecía de imaginación, por lo que debía ilustrar con láminas y diagramas sus clases teóricas de agronomía y pedología o sus lecciones sobre el ciclo del nitrógeno en los seres vivos. Decía que, después de una temporada de duro trabajo, los campesinos disfrutarían de largos meses de ocio en los que algunos podrían dedicarse a la literatura y a la música sinfónica o a la música ligera, mientras que para otros, de gustos menos refinados, estaría reservada la política (visión que a los devoradores de caracoles les parecía paradisíaca a la par que totalmente abstracta).

Ingenuo como un niño, ¿cómo pudo sospechar el pacífico Triptólemo que los campesinos le tomarían gusto a la guerra, se lanzarían a las conquistas y se meterían en las trifulcas de ilíadas y egiptos de variado pelaje, convirtiéndose en sujetos y objetos de la historia? ¿O que los de a caballo, que habían sido la aristocracia del género humano, sufrirían un profundo declive convirtiéndose en la presa predilecta de los campesinos, y serían diezmados y esclavizados sin piedad hasta perder por completo la memoria de sus orígenes?

Cada advenimiento de Triptólemo iba precedido por la fama de sus logros milagrosos. Su retirada era discreta, sin adioses ni ceremonias de agradecimiento. Los apóstoles no deben volver la cabeza. Un benefactor no debe mirar atrás. Como recordatorio, ha quedado este canto:

Triptólemo, Triptólemo,

Triptólemo, Triptólemo (bis)

Todavía hoy, numerosos grupos de rock and roll diseminados a lo largo y ancho de este mundo lo incluyen en su repertorio. Pero su protagonista no reclama elogios ni espera aplausos. Entre la niebla, desaparece su rostro dócil, algo afeado por un belfo colgante, el belfo de un fanático del cooperativismo, misionero de los cereales y evangelista del almidón.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Louis Aragon Los ojos de Elsa

 


Los ojos de Elsa, publicado por Louis Aragon en 1942, es el libro más reconocido del autor y considerado una de las obras mayores de la poesía francesa del siglo XX. Los ojos de Elsa constituye uno de los más bellos cantos de amor que un poeta haya jamás escrito. Inspirado en Elsa Triolet, su mujer y una de las más importantes escritoras francesas de origen ruso, comprende veintiún poemas de excepcional belleza, transidos de historia íntima, imágenes conmovedoras y una penetrante sensibilidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, Louis Aragon tomó partido por la resistencia contra el nazismo. Denominado el último poeta cortés, Aragon rememora la gloria de los viejos trovadores provenzales a través de su canto a la mujer amada. Precisamente escribe estos poemas en la zona no ocupada del sureste francés, el mismo territorio donde floreció la lírica occitana trovadoresca, que el poeta considera un símbolo de cultura propia y motivo de orgullo nacional ante el invasor. Convencido de que la poesía puede ser una efectiva arma de combate, Los ojos de Elsa supone una contribución poética a la resistencia francesa y un himno desgarrado de amor a Francia.

 

Louis Aragon

Los ojos de Elsa

Título original: Les jeux d’Eisa

Louis Aragon, 1942

Traducción: Raquel Lanseros

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

EL AMOR SOBREVIVE

Cuando Louis Aragon conoció a Elsa Triolet en 1928 en el café La Coupole de París, frecuentado por muchos artistas y escritores de la época, su vida cambió para siempre. Pero no se trató tan sólo de un cambio amoroso y sentimental, sino también poético, puesto que Elsa se convirtió desde entonces en su musa, la mujer que le insuflaba energía y fomentaba sus poderes creativos.

Los ojos de Elsa, el poemario que están ustedes a punto de leer —o releer— es el primero de un largo ciclo de libros de poesía consagrados por Aragon a su compañera, con la cual formó una pareja mítica hasta la defunción de Eisa en 1970. Es, además, el libro más leído, estudiado, conocido y admirado de todos los que escribió el poeta, y unánimemente considerado una de las obras mayores de la poesía francesa del siglo XX. Publicado en 1942, reúne veintiún poemas dispuestos siguiendo el orden cronológico en el que fueron escritos, desde diciembre de 1940 hasta febrero de 1942. El propio autor indicó que poco importaba saber el lugar exacto de la zona no ocupada de Francia donde los escribió, apuntando no obstante algunos sitios como Carcassone, Villeneuve-lès-Avignon y Niza.

Los ojos de Elsa constituye uno de los más bellos cantos de amor que un poeta haya jamás escrito. En palabras de Aragon, «un hombre no tiene nada mejor, ni más puro, ni más digno de ser perpetuado que su amor». Amor verdadero, historia íntima, imágenes emocionantes habitan estos poemas transidos de sensibilidad y de belleza. Las palabras del poeta trascienden sus versos y llegan al corazón del lector con la fuerza que mana de la verdad, la más profunda y clara, que sólo acierta a verbalizar el alma cuando está conectada con el latido del universo.

El último poeta cortés fue uno de los apelativos que mereció Aragon, tras componer tantos maravillosos poemas en honor de la mujer amada. Y no se trata de un apelativo baladí, porque el propio poeta recuerda explícitamente en sus poemas la gloria de los antiguos trovadores provenzales que hicieron florecer en la Edad Media este concepto de amor rendido, sincero, noble y caballeresco hacia una mujer a veces desdeñosa o imposible, a la que cantaron en la melodiosa lengua occitana, forjando una visión del amor que, con sus cambios y transformaciones, ha permanecido en el imaginario colectivo hasta nuestros días. Entre las numerosas referencias a distintos géneros de las canciones de trovadores, Aragon menciona por ejemplo el descort (que expresa un desacuerdo) o la reverdie (canción caracterizada por la alegría del advenimiento primaveral).

Es importante recordar que es en este territorio mítico del sureste francés donde el poeta escribe los poemas que compondrían Los ojos de Eisa. En medio de la ocupación nazi de Francia, que Aragon vivencia con profundo dolor como la más cruel humillación a su país, crece su admiración por la tierra de los poetas trovadores occitanos que desde el siglo XI con Guillermo IX, duque de Aquitania, hasta el XIV imprimieron a la literatura medieval europea su propio sentido del honor, del erotismo y del amor. En el remoto florecimiento de su propia lírica, el poeta ve un símbolo de cultura propia y motivo de orgullo nacional ante el invasor.

Miembro hasta su muerte del Partido Comunista Francés, Aragon estuvo entre los poetas que tomaron partido, durante la Segunda Guerra Mundial, por la resistencia contra el nazismo. Convencido de que la poesía puede ser una efectiva arma de combate, Los ojos de Elsa es una contribución poética a la resistencia francesa, un doble himno que canta por igual el amor a su amada y el amor a Francia, invadida y mortificada.

También Elsa entró en la resistencia y colaboró activamente en la elaboración y difusión de periódicos. Es importante remarcar el alto nivel intelectual y literario de la figura de Elsa Triolet, una de las más importantes escritoras francesas de origen ruso. Nacida en Moscú como Elza Yúrievna Kagán en el seno de una familia acomodada y cosmopolita, su hermana mayor Lilia Brik fue amiga íntima y musa poética de Vladimir Maiakovski, y bautizada por Pablo Neruda como «la musa de la Vanguardia Rusa». El propio Aragon, en el segundo poema de su «Cántico a Elsa» dice en claro homenaje a ambos: «Y Lili como tú hecha para canciones / Escucha para siempre a su poeta que yo amo / Muerto una hermosa tarde sobre su poema».

La torrencial poesía que contienen estos prodigiosos versos está repleta de alusiones culturales de todo tipo: históricas, poéticas, populares y geográficas, que hacen de su poesía un complejo y rico entramado. Superviviente de las dos guerras mundiales —en ambas fue condecorado por su valentía con una Cruz de Guerra— Aragon es uno de los más destacados y comprometidos poetas franceses del siglo XX, y uno de los que mejor supieron cantar el amor por la patria y el deseo inaplazable de libertad. La patria y la mujer amada se entremezclan en Los ojos de Eisa para componer un canto poético único, hímnico y poderoso, a la vez que tierno y desesperado, rebosante de desencanto y de fe.

Este libro que ustedes sujetan entre sus manos supone la primera vez que Los ojos de Elsa se ha traducido íntegramente al español, en la exacta versión original que se publicó en 1942. Les confieso que siento como un auténtico privilegio la oportunidad de haber vertido a mi lengua materna, para disfrute de los lectores en español, uno de los más grandes libros de amor de la historia y un emblema imprescindible de la poesía francesa. Un libro, en suma, para el que no existe el tiempo, porque, como canta Louis Aragon: «el amor sobrevive».

Raquel Lanseros

LOS OJOS DE ELSA

LOS OJOS DE ELSA

Tus ojos son tan hondos que me incliné a beber

Y vi todos los soles venir a contemplarse

Arrojarse a morir a los desesperados

Tus ojos son tan hondos que pierdo la memoria

A la sombra del pájaro está turbio el océano

De repente el buen tiempo surge y tus ojos cambian

El estío labra nubes en mandiles de ángeles

Nunca es azul el cielo como lo es sobre el trigo

El viento sigue en vano las penas del horizonte

Tus ojos más claros que él cuando brillan con lágrimas

Tus ojos ponen celoso al cielo tras la lluvia

Nunca es azul el vidrio como cuando se quiebra

Madre de los siete dolores oh, luz mojada

Siete espadas punzaron el prisma de colores

El día más doloroso despunta entre las lágrimas

Fresado en negro el iris más azul por el luto

En el dolor tus ojos abren la doble brecha

Por donde se repite el milagro de los Reyes

Cuando vieron los tres —su corazón latiendo—

El manto de María colgado en el pesebre

Una boca abastece a mayo de palabras

Por todas las canciones y todos los suspiros

Muy poco firmamento para millones de astros

Les faltaban tus ojos y sus gemelos íntimos

El niño acaparado por las bellas imágenes

Abre mucho los suyos menos grandiosamente

Cuando fijas los ojos yo no sé si tú mientes

Parece un aguacero que abre flores silvestres

Quizá ocultan relámpagos en la lavanda donde

Los insectos deshacen sus amores violentos

Estoy preso en la red de las estrellas fugaces

Como un marino que muere en el mar en agosto

Partiendo la pecblenda he obtenido este radio

Me he quemado los dedos en el fuego prohibido

Oh, paraíso cien veces recobrado perdido

Tus ojos mi Perú mi Golconda mis Indias

Sucedió que una noche se quebró el universo

Sobre los arrecifes de hogueras de piratas

Y yo veía brillar por encima del mar

Los ojos de Elsa los ojos de Elsa los ojos de Elsa

LAS NOCHES

LA NOCHE DE MAYO

Los espectros rehuían el camino por donde pasé

Pero la bruma de los campos delataba su aliento

La noche se hizo tenue sobre la llanura

Después de haber dejado los muros de La Bassée

El fuego de una granja arde al fondo de este desierto

En las hierbas de las cunetas se agacha el silencio

Un avión reza el rosario y te arroja

Un proyectil por encima de Ablain Saint-Nazaire

Los espectros perdidos confunden sus propias huellas

Los pasos cien veces dados agotan su razón

Bocanadas de miedo suben al horizonte

Sobre las casas de Arras presa de los tanques Arras

Interferencias de dos guerras os veo

Aquí está la necrópolis y aquí está la colina

Aquí la noche se suma a la noche huérfana

A las sombras de hoy las sombras del pasado

Nosotros que tan bien soñamos en la hierba sin coronas

La tierra un agujero la fecha y el nombre sin aquí yace

Va a haber que renacer a vuestras mitologías

Sin embargo ya no se oye el chirrido de los cicerones

Oh, fantasmas lívidos de Vimy veinte años después

Muertos a medias Yo soy el camino del alba hélice

Que gira en torno al obelisco y me arriesgo

Donde vosotros vagáis Maldormidos Malenterrados

Panorama del recuerdo Tan sufrido

Ah, se acabó Descanso Quién de vosotros gritó No

Al ruido recuperado del cañón Falso Trianon

De un calvario real de cruces blancas y alfombra verde

Los vivos y los muertos se parecen si tiemblan

Los vivos son los muertos que duermen en sus camas

Esta noche los vivos son exhumados

Y los muertos reanimados tiemblan y se les parecen

Se hizo de noche alguna vez tan perfectamente de noche

Dónde se fueron Musset tu Musa y tus pesadillas

Flota en alguna parte un perfume de laburno

Es mil novecientos cuarenta y es la noche de mayo

LA NOCHE DE DUNKERQUE

Francia bajo nuestros pies como una tela usada

Se ha ido poco a poco negando a nuestros pasos

En el mar donde muertos y algas se entremezclan

Están barcos volcados como mitras de obispo

Cien mil hacen vivac en el borde del cielo

y el agua extiende al cielo la playa de Malo

Sube a la noche donde los caballos se pudren

Un son de pisoteo de animales que migran

El paso a nivel sube sus dos brazos a rayas

Redescubrimos nuestros corazones aislados

Cien mil amores latiendo en el pecho de los Juan-sin-tierra

Se quedarán por siempre cien mil veces callados

Oh, San Sebastianes que la vida acribilla

Cómo os parecéis a mí cómo os parecéis

Sólo me oirán seguro quienes tengan el ánimo

De siempre anteponer la herida al corazón

Yo al menos gritaré este amor que declaro

Se ven mejor de noche las flores del incendio

Gritaré gritaré en la ciudad que arde

Hasta de los tejados tirar a los sonámbulos

Proclamaré mi amor igual que de mañana

El afilador canta sus Cuchillos Cuchillos

Gritaré gritaré Mis ojos que yo amo dónde

estáis dónde estás mi alondra mi gaviota

Gritaré gritaré más fuerte que las bombas

Que los heridos y que los borrachos

Gritaré gritaré Tu labio el vaso donde

Yo bebí el largo amor igual que el vino tinto

La yedra de tus brazos a este mundo me ata

Yo no puedo morir Aquel que muere olvida

Me acuerdo de los ojos de los que se embarcaron

Quién podría olvidar su amor por Dunkerque

No consigo dormir con estos proyectiles

Quién podría olvidar el alcohol que lo embriaga

Los soldados cavaron hoyos de altura real

Y parecen probarse la sombra de las tumbas

Rostros petrificados Gestos de dementes

Aparenta su sueño siempre un presentimiento

Los vahos de primavera la arena los ignora

Así agoniza mayo en las dunas del Norte

LA NOCHE DE EXILIO

Qué importa al exiliado si son colores falsos

Juraría dice que es París, si uno

No se negara a creer en las apariciones

Oigo el violín preludiar en la orquesta

Es la Ópera dice este fuego fatuo cambiante

Me habría gustado fijar en mis ojos medio abiertos

Esos balcones iluminados esos bronces ese tejado verde

Esa esmeralda apagada y ese zorro de plata

Reconozco dice estas bailarinas de piedra

La que las guía lleva una pandereta

Pero quién pone en su frente esos reflejos submarinos

El durmiente despierta y se frota los ojos

Medusas dice lunas halos

Bajo mis dedos finos despliegan sin fin su palidez

En la Ópera adornada con ópalos y lágrimas

La orquesta entera imita mis sollozos

Me habría gustado fijar en mi memoria loca

Esa rosa dice esa malva desconocida

Ese dominó fantasma al final de la avenida

Que cambiaba de ropa cada noche sólo para nosotros

Esas noches te acuerdas Recordarlas me duele

Tenían tantos relámpagos como el ojo negro de las palomas

Nada nos queda ya de esas joyas de sombra

Ahora sabemos lo que es la noche

Quienes se aman sólo tienen el amor por morada

Ytus labios mantenían cada noche la apuesta

De un cielo de ciclamen por encima de París

Oh, noches apenas noches color de la ternura

El firmamento se abovedaba de diamantes para ti

Yte jugué mi corazón en igualdad de probabilidades

Sol giratorio de los bulevares luces de Bengala

Cuántas estrellas por tierra y sobre los tejados

Cuando lo pienso hoy las estrellas hacían trampa

El viento arrastraba muchos sueños a la deriva

Ylos pasos de los soñadores resonaban en las calles

Los amantes se abrazaban bajo las puertas cocheras

Poblábamos los dos el infinito de nuestros brazos

Tu blancura encendía la penumbra eterna

Yyo no podía ver al fondo de tus pupilas

Los ojos de oro de las aceras que no se apagaban

Siguen pasando las carretas de verduras

Entonces los percherones se iban lentamente

Con hombres lívidos durmiendo en las coliflores

Los caballos de Marly se encabritaban en la bruma

Hacen allí los lecheros un alba de hojalata

Y amanece San Eustaquio en los ganchos de las tiendas

Los carniceros cuelgan animales fantásticos

Prendiendo la escarapela en sus vientres sangrientos

Acaso decidió callarse para siempre

Cuando la dulzura de amar desapareció una noche

La gramola mecánica en la esquina de nuestra calle

Que por diez monedas francesas tocaba una canción

Volveremos a ver alguna vez el paraíso lejano

Les Halles la Ópera la Concordia y el Louvre

Esas noches te acuerdas cuando la noche nos cubre

La noche que viene del corazón y no tiene mañana

LA NOCHE EN PLENO DÍA

Reina en la ciudad una noche negadora

El Arlequín blanco y negro ahora negro y blanco

No ve aquí ningún cambio, salvo que las actrices

Cuelgan por medio de imperdibles

La sombra de los rayos X en su hombro desnudo

Ecuación fantasma de bellas incógnitas

Estos días se inauguró el Carnaval de Niza

Pero nadie excepto yo se acordó

Una luz inversa mancha de tinta la mascarada

Bajo las mimosas oscuras un follaje de leche

Da a los jardines maquillados su brillo de ensalada

Suspendidos bajo las estrellas enfermas

Un chal de resplandor cubre sus chalets

En su cesta de flores inmóvil ballet

Fútbol petrificado bajando hacia el fondeadero

Los vecinos de las casas toman aspecto palaciego

Rascacielos florentinos Miniaturas de Kremlin

Laberinto de Delhi Póquer de ases con cien dados

Alhambras delirantes Villas Arquitecturas

Venecia a pequeña escala Schönbrunn caricatura

Pesadilla mil novecientos Palacios de orquídeas

Donde Peleas deletrea un oscuro a b c d

Y con el pelo revuelto sueña con formas de estuco

En camisón Melisande acodada

Balcones cerúleos decorados con figurillas

Porcelanas de Saxe desarraigadas Tanagras y amuletos

El cisne de medianoche viene a buscar a Lohengrin

Y Lanzarote del Lago que una Manon aflige

Mira fijamente en el recodo a una falsa María

Bashkirtseva que estaba charlando con las valquirias

Bedlam o Charenton Cerca de la Fornarina

Desdémona sorprendió a Otelo su marido

El gesto al ralenti que hizo el discóbolo

Lanza una luna opaca entre su época y nosotros

Que los bailarines provenzales bailan

La sospecha comienza donde se urde la trama

Donde dominós blancos parecen albornoces

Juan Tenorio a quien persiguen las locas

Le quita el lobo a una y se queda mudo

No es para rezar por lo que se arrodilla

Amor confiemos a las tinieblas mentales

Su carnaval imaginario Tengo bastante

Con el mundo tal y como es en las postales

La gesticulación de las sombras monumentales

Comenta el sol sobre su hipertrofia

Los transeúntes con nariz falsa se desafían entre sí

Oh, noche en pleno día de eclipses totales

Triste como los reyes en sus fotografías

FIESTAS GALANTES[1]

Se ven marqueses en bicicleta

Se ven proxenetas a caballito

Se ven mocosos con velo

Se ve a los bomberos quemar los pompones

Se ven palabras arrojadas a la red viaria

Se ven palabras puestas por las nubes

Se ven los pies de los hijos de María

Se ve la espalda de las rapsodas

Se ven coches de gasógeno

Se ven también ricksaws

Se ven muchachos a quienes las largas narices estorban

Se ven cobardes de dieciocho quilates

Se ve aquí lo que se ve en otro lado

Se ven damiselas descarriadas

Se ven rufianes Se ven voyeurs

Se ve bajo los puentes pasar a los ahogados

Se ve descansar a los vendedores de zapatos

Se ve morir de hastío a los examinadores de huevos

Se ven fracasar los valores seguros

Y huir la vida deprisa y corriendo

lunes, 21 de diciembre de 2020

EL AMANTE URUGUAYO. NOVELA. (UNA HISTORIA REAL). ROCANGLIOLO, SANTIAGO.


 

A la conclusión que llego después de leer: EL AMANTE URUGUAYO es: 1) La fama no se busca, llega si tiene que llegar. 2) Podés tener los amigos más famosos como escritores e incluso en ocasiones ser un lacayo y alfombra de "estos" famosos pero, si no valés por tu obra, de nada te servirá ser un adulador. 3) En el mundo del Arte - en este caso en la Literatura - las envidias abundan. 4) Podés escribir en París o en cualquier parte de Europa pero, si no tenés talento o no gusta lo que escribís, de nada te servirá vivir en una gran ciudad. 5) De esto último, Rocangliolo pone como ejemplo a Borges: mientras Amorim vivía en Europa rodeado de grandes artistas soñando ser de la "élite", Borges hacía su monumental obra literaria en Argentina en solitario y, no fue después de los 60 años que comenzó a tener una fama sin parangón el escritor de "Fervor de Buenos Aires" J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Mi blog: EL LABERINTO DEL VERDUGO. J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

 



Mi blog.

El blog El laberinto del verdugo, es un blog de orientación literaria pero, sobre todo son mis gustos literarios. En ocasiones, he tratado de hacer recorridos a través de la Historia de la Literatura mediante artículos especializados de revistas universitarias, opiniones de los mismos escritores sobre qué entienden acerca del quehacer literario hasta entrevistas y semblanzas periodísticas.

Todo lo que ha llamado  mi curiosidad lo he buscado y lo he puesto en el blog.

En otras ocasiones, he opinado y he vertido mis pensamientos de lo que creo es la Literatura. En resumen, el blog es un catador de mis gustos y preferencias literarias, es la simple visión de un escritor.

Gracias a todas las personas que visitan el sitio... el blog es de todos ustedes.

J.Méndez-Limbrick..

Tolstói, el campesino. 44 escritores de la literatura universal.



Tolstói, el campesino

Una noche, cumplidos ya los ochenta, se escapó de casa. Se levantó sigiloso de la cama, y avanzó de puntillas por el corredor —¡schhh!—; los calcetines de lana resbalando sobre la tarima (era invierno), el pijama de felpa, intentando que no le sorprendieran. Se puso el abrigo en la cocina, una gorra de lana oscura, y las botas de caucho. Hizo una bolsa en la que metió su diario, una pluma, un poco de pan, y se inventó un nombre: T. Nikolaieff. Con él, tapado hasta los ojos, compró un billete para un vagón de tercera y, acompañado de su médico, se marchó.

Huía de Yásnaia Poliana, su casa. Huía de su mujer, de sus trece hijos, de sus propiedades y, sobre todo, de su condición aristocrática, de la mirada acerada de los mujik, los campesinos que trabajaban para él y a quienes tanto se parecía —cejas gruesas, barba patriarcal, frondosa, espesa cabellera— y que lo miraban, allí montado a caballo, con el recelo subversivo, tal vez amenazante, de los siervos.

Ocurría a veces que quienes iban a visitarlo, y recorrían media Rusia nevada para rendirle respetuosa pleitesía, se sorprendían de su aspecto: fornido, musculoso, tallado por el viento de la estepa. Un hombre que montaba a caballo, que salía con frecuencia de caza o a patinar en los estanques helados, donde también pescaba, y a montar en bicicleta. Sabía segar, e interpretaba el lenguaje de la tierra, esa tierra llorosa y explotada de los terratenientes: las siembras, los barbechos, la esclavitud, el hambre.

Trabajador infatigable, observador minucioso, conversador preciso, se documentaba yendo a casa de sus amigos para ver cartas o documentos, o recoger testimonios. Se cuenta que copió Guerra y paz, completa, de arriba abajo, siete veces, y que, ya en la imprenta, telegrafiaba a menudo a Moscú para parar las máquinas y cambiar una palabra.

A los cincuenta años le dio un yuyu. La vida se paró y se volvió lúgubre, explicaba. Dormía mal, agitado. Se despertaba empapado en sudor, la mirada aterrada. Sufría pesadillas, o un insomnio abrigador y susurrante, frío como un cadáver. Renunció a sus posesiones, a sus derechos, y se mezcló con los pobres, los desfavorecidos, los que no tenían nada. Con los siervos, que le siguieron mirando con recelo. Reivindicó el amor y la igualdad; los suyos le ignoraron. Reclamó la justicia, y el gobierno prohibió sus escritos, y lo marcó con el dedo acusador de las autoridades.

Cuando murió, en una estación de tren, febril y solitario, y lo reconocieron, llegaron periodistas, y curiosos, y guardias, y un edicto de las autoridades que prohibía hacer sonar las campanas, bajo pena de cárcel.

Pero en todo el país, según se iba extendiendo la noticia, los curas ortodoxos subían a los campanarios, los ojos llenos de lágrimas, y tocaban a muerto. El tañido sonó por toda Rusia, como una salmodia, una mecha.

Más de cinco mil sacerdotes fueron detenidos.


martes, 15 de diciembre de 2020

STEVENSON el que contaba historias. 44 escritores de la literatura universal.

 


STEVENSON el que contaba historias

Lo primero es un lío con su nombre. Robert Lewis Balfour Stevenson empezó firmando R. Stevenson, por abreviar, si bien ocasionalmente añadía otro par de iniciales, R. L. B. Stevenson, cuando la situación lo requería. Hasta que, en 1868, recién cumplidos los dieciocho, pidió formalmente a su madre que lo llamara Robert Lewis, olvidando el Balfour que siempre había, secretamente, aborrecido. No del todo conforme, decidió sustituir el Lewis escocés por el francés Louis, aunque en su casa, un poco escamados con tanto cambio, siguieron llamándole Lewis que, por lo demás, se pronuncia más o menos igual.

Hijo único, lo mismo algo mimado, fue un niño enfermizo que heredó una insuficiencia respiratoria y una facilidad extrema para los catarros: mocos, dolores de garganta, estornudos y noches de insomnio visitadas por una tos seca, profunda como una sima, con algo del eco de las cavernas, las catedrales o los acantilados. Recordó siempre cómo su aya, la encantadora Cummie, lo levantaba a veces de la cama, congestionado, rojo, y lo llevaba ante un ventanal desde el que se veía buena parte de la ciudad, a oscuras, salvo una o dos ventanas, a lo lejos, iluminadas, en las que imaginaba a otros niños como él, con tos, también, febriles, que insomnes lo miraban. Cuando tenía seis años, su tío David organizó un concurso entre sus hijos y sobrinos en el que ofreció un premio para la mejor historia sobre Moisés. Louis quiso presentarse y como no escribía, durante cinco tardes de domingo dictó a su madre el texto que corrigió y tachó y que, al final, le valió una Biblia ilustrada.

Luego fue la Ingeniería, como su padre, que acabaría esquivando; el Derecho, solo de refilón, y una mácula de elegante indigencia que le obligaba a visitar lugares acordes con sus precarios medios. Tabernas que se llamaban El elefante verde, El ojo parpadeante, El alegre japonés…, en las que se sentaba a escribir, rodeado de deshollinadores, marineros, rateros que, en atención a su atuendo, lo llamaban «levita de terciopelo».

Hombre de hábitos nómadas, vagabundo, bohemio, se habituó a viajar con un mínimo equipaje: ropa, libros y un sky terrier negro, de peludas orejas, como sauces llorones y que, en consonancia con la costumbre de su amo, fue cambiando de nombre: Walter, Wattie, Woggs, Bogue…

Lo demás fueron enfermedades: el frío le ocasionaba pulmonía; el polvo, oftalmia, ciática el ejercicio… A menudo tenía que guardar reposo, en silencio, como un inválido, a oscuras, dictando a su mujer sus escritos. Acabó en los Mares del Sur, en Vailima, aquel lugar, un poco el paraíso —el sol, el mar, la paz—, en el que los nombres eran como un hechizo: Taahauku o Hiva-oa, viviendo en una casa de madera, con una biblioteca en la que barnizó las tapas de los libros para protegerlos de la humedad. Allí lo llamaban Tusitala, aquel que cuenta historias. No es mal mote.

sábado, 12 de diciembre de 2020

"Principios nocturnos", de Jorge Méndez Limbrick, se adjudica el III Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas

 


"Principios nocturnos", de Jorge Méndez Limbrick, se adjudica el III Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas


En total, se recibieron 70 novelas participantes en esta tercera convocatoria

La obra será publicada por la EUNED en el 2021 y se presentará en la próxima Feria Internacional del Libro de Costa Rica

El ganador fue dado a conocer en la Entrega Anual de Libros de la EUNED

limEl III Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas, convocado por la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED) en el género novela, ya tiene ganador: "Principios nocturnos", de Jorge Méndez Limbrick.

El jurado calificador, compuesto por Karen Calvo Díaz y Carlos Morales Castro, destacadas personalidades del mundo cultural y literario de Costa Rica y la región, seleccionó la obra entre un grupo de 70 novelas participantes en la convocatoria 2020, un número importante a pesar de la pandemia generada por el COVID-19.

De acuerdo con el jurado calificador, nombrado por el Consejo Editorial de la EUNED, la obra ganadora presenta novedad temática en el contexto costarricense y reflexiona sobre temas universales como la fama y la muerte. En su dictamen agrega, además, que plantea preocupaciones propias de la posmodernidad.

Entre sus cualidades, el jurado destaca que la obra recurre a una serie de referencias intertextuales vastas y no localistas; construye un mundo ficcional basado en el discurso de lo fantástico; critica el mundo cultural y académico del país, y posee un estilo cuidado y ágil, junto a una buena técnica narrativa.

El ganador recibirá un premio de 2 500 dólares y la publicación por la EUNED durante el 2021. También, será presentada en la Feria Internacional del Libro del próximo año.

Debido a la calidad de las obras recibidas, este año el jurado recomendó dos obras “Mentiras veniales, pecados mortales”, de la autora Silvia Lorena Rodríguez Ruiz, y “Los recuerdos del burro Marín”, del autor Cristóbal Gerardo Montoya Marín.

Sobre el autor ganador 2020

Jorge Méndez Limbrick, autor de “Principios nocturnos”, nació en San José el 6 de noviembre de 1954. Es abogado y escritor costarricense de novela negra y policial.

Ha ganado el Premio Editorial Costa Rica y el certamen “UNA Palabra”, de la Universidad Nacional (UNA). Obtuvo, en el 2010, el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría, en novela.

Fue colaborador de las antologías “Para no cansarlos con el cuento” (1989, Editorial Universidad de Costa Rica) y “La gruta y el arcoíris” (2008, Editorial Costa Rica).

En 2010, publicó “El laberinto del verdugo”, secuela de “Mariposas negras para un asesino”, que forma parte de una trilogía, cuya última obra está en producción.

Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2021

Para el próximo año, la EUNED convocará nuevamente el género de cuento. Según acuerdo del Consejo Editorial, presidido por la Dra. María Eugenia Bozzoli, las obras se recibirán del 15 de febrero al 30 de junio de 2021, aunque la fecha límite está sujeta a las condiciones de emergencia nacional y podría ser cambiada por la editorial, según su conveniencia.

Las obras participantes se deben enviar al correo electrónico: premio_narrativa@uned.ac.cr. Puede leer las bases completas del Premio 2021 aquí.

Es importante tomar en cuenta que el Consejo Editorial no recibirá, para dictamen, obras del género que esté vigente para el Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas; es decir, no recibirá cuentos fuera de concurso en el 2021.

El I Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas fue otorgado a la novela Las armas de Psique de Javier I. Guevara, mientras que el II Premio lo recibió el cuentario El elixir de Changó, de Sergio Murillo. Ambos libros están disponibles en Librerías UNED y en la plataforma librosuned.cr.

https://www.uned.ac.cr/acontecer/a-diario/gestion-universitaria/4251-principios-nocturnos-de-jorge-mendez-limbrick-se-adjudica-el-iii-pr

viernes, 11 de diciembre de 2020

Stendhal, las doce en punto. 44 escritores de la literatura universal.

 


Stendhal, las doce en punto

Se llamaba Henri Beyle. Un caballero grueso, según él mismo escribió, que compraba muchos libros, escribía de historia, comía en un café y se acostaba todas las noches a las doce. Tenía una extraña barba que le nacía en las patillas, y que se prolongaba bajo el rostro enmarcando su cara redonda. Todavía adolescente se enamoró de una joven actriz y vivió tal pasión, tal locura amorosa, que iba todas las noches al teatro solo para verla. Aquel primer amor le redimió de una infancia desdichada; una madre tempranamente muerta, y siempre condolida, idealizada, y un trío de enemigos familiares. Su padre, rígido y autoritario; su tía Séraphie, severa como su propio nombre indica, y el abate Raillane, su preceptor, puritano y estricto, amenazante como el ángel de la espada flamígera.

Uno de sus recuerdos, imborrables, de infancia, fue el de Luis XVI muerto en la guillotina. Su padre entró en casa demudado, desencajado, lacio, con un correo en la mano, dejándose caer sobre un diván como una marioneta descordada: «Se ha terminado», murmuró, «ha muerto asesinado».

Fue oficial de dragones, uno de aquellos tipos arrogantes, juerguistas y arrojados que recorrieron Europa de taberna en taberna, con la Enciclopedia de Diderot debajo del brazo, las botas de charol y los chacós de entorchados imperiales. Fue después funcionario, cónsul y auditor: un uniforme de terciopelo azul bordado de hilo de plata, un sombrero de plumas, y una espada colgada del cinturón de seda que probablemente no sacó nunca de la funda.

Vivió un mundo poblado de condesas, bailes, gasas y tules, cuellos y puñetas de encaje, en un tiempo agitado: polvos blancos, de arroz, y pólvora negra.

Y Napoleón, claro, de paso por la Historia, con mayúsculas. Lo siguió con su ejército, siempre en puestos administrativos desde los que pudo contemplar, a resguardo de los cañones y los sables, la grandeur de los mariscales pintada al óleo, con marcos de oropel, y también la débâcle, la de los veteranos cercados en las estepas rusas, que traducían el heroísmo en subsidios y cruces pensionadas, su ambición en limosnas.

Administró, también, un ejército de amantes, novias y enamoradas. Todas con nombres de pastel o merengue: Angela, Adèle, Métilde, Pauline, Alexandrine, Mina, Angéline… En una visita a su editor, inquirió por sus obras, almacenadas en la trastienda de la imprenta: «Aquí las tiene», dijo malhumorado, abriendo un arco exagerado con el brazo. «Como libros sagrados: sin que nadie los toque».

A última hora, se dedicó a redactar infinidad de testamentos, aterrado por la idea de una muerte que, finalmente, se presentó, dulce y condescendiente, y se metió en su cama. Fue su amigo Romain Colomb quien buscó para él, en Montmartre, un lugar tranquilo y agradable donde hoy está su tumba, con su cara, de perfil, enmarcada, y su nombre con hache intercalada.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Simenon, los cuatrocientos libros. 44 escritores de la literatura universal.

 


Simenon, los cuatrocientos libros

 Había dos Simenon. Ambos iguales, en apariencia, o parecidos. Ambos, por ejemplo, sombrero de ala ancha. Ambos pipa, sujeta entre los dientes —llegó a tener cuarenta—. Ambos rostro afilado, un poco de roedor, gesto sonriente. Ojillos diminutos, vivarachos, pajarita o corbata. Ambos, porte elegante; ambos también, delgados. Y a partir de ahí todo eran diferencias, sutiles u ostensibles, discretas o notables.

Había un Simenon familiar y hogareño, educado y jovial con los vecinos, amante esposo y padre, con algo de colono, de explorador, pionero: tuvo un barco, una canoa y una casa con bosque, donde iba a cazar con una carabina. Todo idílico, apacible, muy de documental, de postal o de libro.

Sorprendía su inesperada, pasmante voluntad de escapismo. Cambiaba con frecuencia de ciudad, de casa —en París vivió en veintisiete, una detrás de otra—, de habitación de hotel. Viajero empedernido, enfermizo y voraz, a menudo hacía la maleta, cogía el coche, en silencio, por sorpresa, recién amanecido, y desaparecía.

Eso y una descomunal pasión creadora. A los dieciséis años había publicado su primer libro. Después, en tres años, escribió tres mil cuentos. Un día se compró una colección de novelas populares. Contó las líneas, las páginas, los capítulos, e hizo sus cálculos. Ideó una veintena de seudónimos —Christian Brulls, Jacques Dersonne, Luc Dorsan o George Sim, entre otros— y con ellos escribió más de cuatrocientas novelas que enviaba a los editores en un Chrysler de color chocolate, con chófer, porque también sabía ser excéntrico cuando correspondía. «No es un gran libro lo que me he planteado hacer», dijo en una ocasión, «sino muchos pequeños».

La «Fábrica Simenon», afirmaba, irónico, de su literatura. Al final de su vida escribía un libro cada dos meses; trescientos días de vacaciones al año, presumía. Cuando le tocaba, hablaba con su mujer, fijaba una fecha en el calendario, iba al médico a que lo reconocieran, anulaba citas y compromisos, y el día señalado se encerraba en una habitación, con las ventanas cerradas, y un flexo. El otro Simenon: no cogía el teléfono, ni leía el correo, ni hablaba, ni comía durante horas, o días. Bebía solo cuando lo hacían sus personajes, tomaba las mismas píldoras que ellos… Terminaba un capítulo al día, casi siempre desnudo porque se iba quitando ropa: el pantalón, y una camisa de franela que no se cambiaba hasta que acababa la historia. Diez días exactos después, exhausto, sucio, sin afeitar, delgado, con los ojos todavía perdidos, desorbitados, las manos temblorosas, como el superviviente de un secuestro, salía del cuarto. Había acabado. Durante dos meses volvía a ser el Simenon de siempre. El de la vida tranquila y ordenada. La pipa y el sombrero.

Se pasó media vida suspirando por recibir el Nobel. Cuando se lo dieron a Camus dijo: «Ce petit con», masticando las palabras una a una.

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