EL REY DE LAS HORMIGAS
MITOLOGÍA PERSONAL
ZBIGNIEW HERBERT
EDICIÓN Y NOTAS DE RYSZARD
KRYNICKI
TRADUCCIÓN DEL POLACO DE ANNA
RUBIÓ Y JERZY SŁAWOMIRSKI
I
EL CUENCO DE FIGURAS NEGRAS DEL ALFARERO EXEQUIAS
A Joseph Brodsky
Adónde navega Dioniso a través
del mar rojo como el vino
hacia qué islas peregrina bajo la
vela de pámpana?
Duerme y no sabe nada, luego
tampoco nosotros sabemos
adónde llevan las corrientes su
barca veloz de madera de haya.
II
LOS DIOSES DE LOS CUADERNOS ESCOLARES
H. E. O.
Para Kasia.
—¿Es necesario?—pregunta
Eurídice.
Hermes sonríe y permanece
callado. Caminan. Las tinieblas se abren frente a ellos, para cerrarse al
instante. Cruzan así innumerables puertas.
—¿Es realmente necesario?—pregunta
Eurídice—. Orfeo es viejo—prosigue—, ya no me queda mucho tiempo junto a él. He
olvidado por completo a base de qué hierbas se prepara la pócima para su
garganta dolorida por el canto. Y qué significa levantarse de madrugada. Y qué
quiere un hombre cuando toca mi vientre.
—Te acordarás de todo—dice Hermes
con voz dulce y poca convicción.
—Es hermoso que intentes
consolarme—dice Eurídice.
La vereda se encarama. No es una
vereda, sino un hendirse sumiso de las rocas. Los pedernales huelen a relámpago
reseco y los guijarros bajo sus pies han perdido por completo la memoria del
mar.
—¿Nos está viendo?—pregunta
Eurídice con desasosiego.
Hermes niega con la cabeza.
—Pero yo sí veo sus espaldas.
Siempre, es decir, mientras estaba viva, me han conmovido las espaldas
masculinas. Son indefensas. Pero ahora ya no lo siento así. ¿Ternura? ¿Qué es
la ternura?
—La alegría del roce. Un éxtasis
inferior—contesta Hermes.
—Ya no tengo dedos vivos—se queja
Eurídice—. Ni siquiera sabría enhebrar una aguja o sacar una mota de polvo del
ojo de mi amado.
Un giro más y empieza la
pendiente. Una oscuridad, diríase sesgada, inclinada sobre otra más profunda.
—Eurídice—dice Hermes en voz
queda—, te voy a revelar el secreto del destino. Orfeo morirá pronto en
circunstancias sospechosas. Entonces serás libre. Tomarás por esposo a un
fortachón sano, de brazos como las ramas de un roble; a un joven de pocas
luces, pero lo bastante sabio para no desear lo inalcanzable. No puedes
imaginar cuán reconfortante te resultará esto, tras toda una vida al lado de un
llorón talentoso.
—Me temo—dice Eurídice
precipitadamente—que mis paisanos me lapidarán antes de consentir que vuelva a
contraer matrimonio. Seré para ellos un anuncio publicitario de la fidelidad y
de la poesía, una especie de viuda nacional. Me harán permanecer sentada sobre
una roca para que balbucee oráculos inspirados o, lo que da lo mismo, me
encerrarán en un templo. Y luego volveré a morir. ¿Cómo se vuelve a morir?
Espero que la segunda vez no sea tan dolorosa y molesta como la primera.
Orfeo escucha todo aquello a
través de la oscuridad borrascosa. Por primera vez, la cordura de Eurídice lo
deja admirado. ¿De veras hay que morir para madurar?
Ante sus ojos se abre un paisaje
esculpido en basalto, venerable como un bosque quemado, impertérrito como el
ojo de un volcán, el seno de la densa materia, el azul de la noche reducido a
cenizas.
Canté albas y coronaciones del sol
la travesía de los colores entre amanecer y ocaso
mas a ti te olvidé,
perpetua noche.
De pronto, Orfeo se vuelve hacia
las sombras de Eurídice y de Hermes y, transportado, profiere a voz en grito
una sola palabra: «¡Eureka!».
Las sombras se desvanecen. Orfeo
sale a la luz del día. El pecho se le hincha de orgullo jubiloso por haber
experimentado una iluminación y haber descubierto un nuevo género literario,
que será llamado desde entonces lírica de la meditación y las tinieblas.
ANTEO
Anteo era hijo de Poseidón y
Gaia, un matrimonio—por decirlo suavemente—poco armonioso. Pero ¿qué otra cosa
podía esperarse de dos elementos, el mar y la tierra, enredados en una lucha
sin cuartel? Así pues, parece más que probable que Anteo fuera un niño—¡cuánto
nos cuesta imaginar la infancia de un gigante!—abandonado y desatendido. Las
discusiones salvajes de sus padres debieron de influir negativamente en el
desarrollo de su carácter.
Todas las fuentes coinciden en
que Anteo se convirtió en un bucéfalo violento dotado de una fuerza
sobrenatural. Su acervo intelectual era más bien escaso, a diferencia de su
cuerpo, que creció sobremanera. Y aunque Anteo nunca frecuentó la escuela, sacó
de esta asimetría una conclusión correcta desde el punto de vista de la lógica,
a saber, se hizo deportista.
Cualquier intento de situar a
Anteo en un mapamundi tropieza con serias dificultades. En los mitos antiguos,
su patria era Libia—es allí donde se encontró con Heracles—pero, más tarde, a
raíz de la colonización griega de la costa norteafricana, aquella figura
fabulosa se vio empujada cada vez más hacia Occidente, hasta Mauritania, es
decir, el país de donde los mercaderes púnicos habían desalojado a los griegos.
Los colonizadores no crean mitos, pero trabajan sin tregua en su distribución
geográfica. Sencillamente, colocan monstruos en los territorios ocupados por
sus competidores. Este procedimiento ha perdurado gloriosamente hasta nuestros
días.
Poco sabemos de Anteo, excepto
que se alimentaba a base de la carne de los leones que mataba a brazo partido,
puesto que despreciaba la civilización moderna: la porra, la lanza y la trampa
excavada en el suelo. Su ocupación predilecta era retar a un combate de lucha
libre a los transeúntes que se le cruzaban por el camino. Aquellas pugnas
acababan inevitablemente en la muerte del adversario, obligado por la fuerza a
pelear.
Un modo de vida así no puede despertar
simpatía ni merece aprobación. Pero he aquí—cosa extraordinaria—que al poeta
Píndaro se le ocurre erigirse en defensor de Anteo, arremetiendo contra quienes
lo acusan de ser un vulgar asesino o un repugnante genocida. En una de las odas
ístmicas, intenta descubrir el sentido de sus actividades delictivas, o al
menos hacerlas comprensibles.
En los parajes donde vivía Anteo,
la piedra escaseaba. Sólo de vez en cuando, el viento erigía ilusorios
monumentos de arena y, en el horizonte agostado, aparecían ciudades de mármol
imaginarias.
Píndaro humanizó a Anteo, le
atribuyó la encomiable virtud del amor filial. Dice que soñaba con erigir un
templo en honor a su padre. Y que la única sustancia sólida de la que disponía
eran los restos mortales de sus desdichados adversarios. No tuvo otro remedio
que aprovecharlos como material de construcción. Esta idea, bastante macabra en
sí, no está muy alejada de la estética del Barroco.
De modo que Anteo reunía los
huesos de los muertos como un buen constructor reúne amorosamente piedras,
ladrillos y maderamen. Procuraba que estuvieran al socaire, a la sombra,
protegidos de las arenas omnívoras y de la humedad.
Cada dos por tres, modificaba el
proyecto de su edificación. Deseaba que el mausoleo que construía para honrar a
sus padres tuviese las proporciones ideales del cuerpo humano.
Los ábsides estaban hechos de
costillas, y las costillas servían también para sustentar la bóveda del templo.
De la bóveda colgaban huesecillos de las muñecas a modo de abalorios, creando
la ilusión de lámparas y candelabros.
Las espinas dorsales hacían de
columnas. Las ataba en haces para proporcionar la resistencia necesaria al
edificio.
Año tras año, el templo se venía
abajo durante la temporada de lluvias y vendavales, y todo el esfuerzo del
constructor recordaba un campamento de hienas abandonado.
Los huesos yacían desparramados
sobre la arena. Aquello parecía un escarnio de los dioses, que castigan la
soberbia.
Y año tras año, Anteo empezaba
desde cero, con igual tesón, piedad y amor desesperado.
Visto de lejos e iluminado desde
las alturas, Anteo parecía un peñasco que surca lentamente los páramos. Sus
andares recordaban los de los actores amanerados de las películas del oeste.
Sólo que, en el caso del gigante, aquello no era amaneramiento, sino necesidad
pura y dura: sacaba toda su energía y todas sus fuerzas de la tierra, del
contacto físico con las rocas, el barro e incluso con el polvo.
Si no hubiera sido hijo de
dioses—cosa que nadie se atrevía a poner en duda—, podría decirse que la naturaleza
lo había tratado como una madrastra y, por un descuido, le había negado un
puesto definido en el orden de las especies ¿Quién sabe si la forma de un
árbol—pongamos por caso un cedro—no habría sido más adecuada para su esencia?
Pero Anteo era una criatura de superficie, privada de raíces y marcada por el
miedo a las inmensidades del aire que lo asediaban de todos lados. Los pájaros
y las estrellas suspendidas en las alturas le repugnaban, y cada brinco le
costaba un mareo y un desvanecimiento.
Cuando el sol se inclinaba hacia
el ocaso—en el desierto, anochece muy pronto: el relámpago gris del crepúsculo
y, luego, nada más que la oscuridad—, Anteo, que no tenía casa ni paradero
fijo, se construía un refugio, una profunda galería subterránea tan estrecha
que sólo cabía en ella su cuerpo tendido. Se embutía en aquel asilo tenebroso y
húmedo cual si fuera un gusano enorme, y conciliaba un sueño dulce y reparador.
Aquellas prácticas nocturnas de
Anteo se prestan a explicaciones simbólicas: pueden significar el retorno al
seno materno o un peregrinaje nostálgico a los orígenes. Pero ¿a qué
multiplicar significados ocultos, si todo puede explicarse de un modo sencillo,
a saber, en términos de ciclos vegetativos?
Quienquiera que haya estado en el
desierto, sin duda ha visto el viento arrastrar haces de ramillas y hojas,
aparentemente del todo marchitas. Parecen basura de la creación, migajas que
han caído de la mesa de la Madre Naturaleza. Pero, con las primeras lluvias, se
produce una metamorfosis repentina, y lo que parecía repudiado para siempre por
la vida echa raíces, florece, despide un perfume embriagador y da fruto o, para
decirlo en pocas palabras, vive con profusión, lozano y magnífico.
Hay buenas razones para creer que
el encuentro de Anteo con Heracles fue una casualidad no prevista en la agenda
del héroe—una función de tantas de su gira por el mundo—y, por lo tanto, no
consta en las tablas de bronce que recogen sus trabajos más importantes. Todas
las fuentes coinciden en el resultado de la lucha, pero relatan su desarrollo
de mil maneras distintas.
Diodoro Sículo describe el duelo
como un combate de lucha libre en el que los contendientes apostaron la vida
(aunque no dice si el perdedor tenía que morir por mano propia o ejecutado por
el vencedor). Ésta es una versión insulsa y vulgar que hace pensar en las
luchas de los gladiadores o, todavía peor, en las reglas de la ruleta rusa.
Otras crónicas, tampoco muy
edificantes, sostienen que Heracles cubrió con su cuerpo la entrada del refugio
subterráneo de Anteo, maniobra que en el lenguaje de los estrategas de tiempos
venideros iba a llamarse «asedio por hambre».
Pero, en realidad, fue un duelo
abierto entre dos varones, mano nella
mano, letal.
Píndaro no fue el único en
humanizar a Anteo. Platón hizo otro tanto al atribuirle una buena dosis de
inteligencia profesional, y en particular la invención de algunas llaves de
lucha libre. Así pues, la poesía, el paso del tiempo y la filosofía han
colaborado codo con codo para otorgar a aquel combate las características de un
verdadero agón, donde los adversarios
tenían estadísticamente las mismas posibilidades de ganar.
Heracles comprendió enseguida que
estaba librando una lucha sin precedentes. Tanto las batallas como las
competiciones de forzudos tienen la finalidad de hacer perder al enemigo la
posición vertical y reducirlo a la categoría de objeto tendido en el suelo. Sin
embargo, cada vez que Anteo caía derribado en tierra, se levantaba aún más
robusto, decidido, vocinglero y agresivo.
De modo que el héroe se vio
obligado a abandonar su táctica habitual y, por si fuera poco, tuvo que
sobreponerse a la noción espacial del «arriba-abajo» tan arraigada en nuestras
mentes, al enaltecimiento del triunfador y a la caída en el polvo del vencido.
Porque, para Anteo, ser alzado significaba precisamente morir.
Los relatos literarios sobre
aquel encuentro son escasos, por lo que resulta complicado reconstruir con
detalle su desarrollo. Por naturaleza, los mosaicos, las esculturas y las
pinturas inmortalizan el instante, no el proceso.
En mi opinión, es el pintor
renacentista Antonio Pollaiuolo quien mejor ha logrado captar el contenido del
duelo, su pura esencia. El cuadro es pequeño, casi una miniatura que puede
esconderse bajo una mano, pero desprende tanta energía que, en cuanto a
expresividad, está a cien leguas de los grandilocuentes frescos.
Pollaiuolo no cedió a la
tentación de representar a Anteo como un gigante. Las reglas del humanismo
prohibían tamaña bravata expresionista, de modo que los dos adversarios tienen
proporciones humanas. Y carecen de la belleza clásica; son más bien una pareja
de salvajes melenudos y anchos de espaldas que se parecen como dos gotas de
agua. Una intuición muy acertada, porque el duelo fue brutal y tuvo un final
naturalista, vulgar, sin rastro de noble sencillez ni de tácita grandeza.
Los brazos de Heracles se
estrechan alrededor de las caderas de su contrincante como aros de hierro. El
héroe lo ha arrancado de la tierra y lo levanta hasta la altura de los hombros
como un campesino espatarrado que forcejea con un saco para echárselo a
cuestas.
Anteo ya no se defiende. Apoya
sus puños contra los codos de Heracles, y echa la cabeza y las piernas dobladas
hacia atrás. Su impotente resistencia recuerda las convulsiones de un gran pez
atrapado en la red: una sacudida del cuerpo hacia atrás, luego hacia delante,
hasta que el movimiento pendular se detiene.
Tiene la boca muy abierta, pero
aparentemente no grita. Los asmáticos que bregan por ingerir migajas de aire no
malgastan sus fuerzas en alaridos e improperios. El final está a punto de
llegar.
Heracles esperará prudentemente a
que los brazos de su adversario caigan a lo largo del cuerpo y las piernas
empiecen a columpiarse, inertes como las de un ahorcado. Entonces auscultará
con atención el corazón silencioso de Anteo. Y luego, aliviado, arrojará aquel
peso al suelo. Permanecerá un rato mirándolo desde arriba. Tal vez reflexione
con una pizca de melancolía sobre la ausencia del concepto de resurrección en
la mitología griega.
Y, sin embargo, Anteo regresa,
llama a las puertas de nuestra memoria. Ya no salvaje y primitivo, sino
despojado de violencia y casi nostálgico.
En el Alto Egipto le concedieron
la dignidad de dios a título póstumo. Bautizaron con su nombre una de las
ciudades. ¡Quién podía imaginar que aquel monstruo ctónico se transformaría en
un apóstol de la civilización y del aburguesamiento!
En las inmediaciones de la ciudad
mauritana de Tingis fue descubierto un otero, bajo el cual—según la creencia
general—descansan los restos mortales del gigante. Era una sepultura, pero
también un lugar de brujería. Basta con retirar una capa de tierra para que
lleguen las precipitaciones atmosféricas. ¡De salteador de caminos a conjurador
de tormentas, menuda carrera asombrosa!
Podemos aventurar la tesis de que
el significado profundo del mito de Anteo es el apego—un sentimiento más que
una ideología, por ello resulta tan difícil transmitirlo a los demás—. Resulta
tremendamente complicado convencer a alguien de que merece la pena amar un
miserable trocito de tierra, pequeño como la sombra de un asno o de un álamo,
una casa derruida, o una ciudad asolada a orillas de un río seco, es decir, el
lugar que nos vio nacer y que no pudo alimentarnos ni darnos amparo.
Para los nómadas de la
civilización moderna, para los que habitan en los aviones a reacción, Anteo
será siempre el símbolo del bárbaro primitivo. Parecen dejarse llevar por la
ilusión de que romper los vínculos y moverse de forma enfermiza son condiciones
imprescindibles del progreso. Y olvidan que la persecución del sol, las utopías
globales, acabarán por fuerza en catástrofe. En última instancia, todo se
reduce a la elección o a la adjudicación de un sitio en el cementerio.
A la sombra de los amplios brazos
de Anteo, encontrarán apacible refugio todos los exiliados estrambóticos que, a
los implacables ojos de los lugareños, parecen adefesios o incluso monstruos.
Sólo han podido salvar dos
tesoros insignificantes: su lengua y su nombre que, en los oídos extranjeros,
suenan como los cascabeles del gorro de un bufón. Les han arrebatado la tierra
y los han despojado del agua que reflejaba los rostros de su dios y de sus
invasores.
Y ahora agonizan en silencio en
el aire enrarecido de la libertad ajena.
EL CAN INFERNAL
A Julia Hartwig
y Artur Międzyrzecki.
Se han conservado bastantes
testimonios sobre la anatomía de Cerbero y su vida vegetativa y psíquica, pero
todos contienen incongruencias inquietantes. La ambición del presente estudio
es arrojar un haz de luz nueva sobre este asunto tan intrincado.
Según el archipoeta, Cerbero era
sencillamente un perro. Dante lo define como gusano. Hesíodo lo menciona en dos
ocasiones en su Teogonía, pero no
puede decidir si sólo tenía una cabeza o si tenía cincuenta. Píndaro dobla el
número, y Horacio adorna a Cerbero con una melena hecha de serpientes. Los
escultores y pintores, en cambio, se limitan a representarlo con un máximo de
tres cabezas. Y los trágicos también se muestran contenidos y se conforman
igualmente con tres. Llegados a este punto, se nos ocurre que el lenguaje
incita a la hipérbole y a la exageración, o—¿quién sabe?—tal vez incluso a la
mentira, mientras que un enunciado esculpido en mármol o pintado sobre un
lienzo impone una sencillez objetiva.
Por culpa de la escasa
iluminación del lugar de los hechos, el desarrollo de la lucha de Heracles con
Cerbero, el guardián del Reino del Más Allá, resulta confuso. Aquél era el
duodécimo, el último y el más arduo de los trabajos del héroe. De ahí esa
tenebrosidad de ultratumba.
¿Qué clase de lucha fue aquélla?
Los restos literarios no permiten formarse una opinión inequívoca: las
versiones no coinciden y a veces se contradicen. Oscilan entre un combate
sangriento a brazo partido y una simple partida de caza dominical en busca de
una presa fácil. Algunos dicen que Cora le regaló Cerbero a Heracles, tal como
suena, a semejanza de los progenitores que le regalan una bicicleta a su
retoño, en recompensa por una buena conducta. Otros sostienen que Hades, el
soberano del inframundo, se aburría mortalmente y decidió organizar una especie
de torneo. El combate entre el animal y el hombre fue largo y doloroso.
Otra cuestión es el carácter de
Cerbero. Aunque ha sido terriblemente demonizado, en los dominios de Hades
desempeñaba en realidad el papel decorativo de un portero de hotel. La cantidad
de muertos que deseaban volver a la tierra era insignificante. Cerbero no se
mataba a trabajar. Era como uno de esos carteles que advierten CUIDADO CON EL
PERRO o CALLEJÓN SIN SALIDA. ¿Qué clase de demonio se deja sobornar con
pasteles de miel? Toda su temible función se reducía a menear la cola.
Comoquiera que fuese, el hecho es
que ninguno de los dos adversarios resultó herido, lo que nos lleva a la
conclusión de que no se trató de una batalla sensu stricto, sino de una maniobra estratégica, de un cerco al
enemigo para forzar su rendición incondicional. Probablemente, Heracles utilizó
su método clásico: la estrangulación. Pero esto es sólo un detalle. Lo
importante es que el héroe salió jadeante a la superficie del mundo, llevando
su botín consigo.
Aquello ocurrió…, sí, exacto,
¿dónde ocurrió? Las fuentes vacilan otra vez y señalan varios puntos del
mapamundi. Es un problema puramente académico. La experiencia nos enseña que
todas las civilizaciones maduras disponen de múltiples vías de descenso al
infierno. Incluso son más numerosas que los puestos de bebidas o los buzones de
correos.
Cerbero ladraba en el infierno
con su voz estentórea de bajo. En el Museo del Louvre, hay un ánfora silente en
la que Andócides captó el sentido del duelo entre Heracles y Cerbero. Heracles
adopta la posición de un corredor en la línea de salida: el cuerpo inclinado
hacia delante, la mano derecha tendida hacia la frente de la bestia y, en la
izquierda, una pesada cadena. Cerbero es bicéfalo: una de sus cabezas parece
atenta y amenazadora, pero la otra está gacha, como si aguardara la caricia del
hombre. Es el comienzo de la tragedia llamada domesticación.
¿Qué sentía Cerbero, la víctima
del atentado? Ya se había repuesto del ligero trauma causado por la lucha, y
ahora tenía que enfrentarse a otro, un trauma tan potente que ponía en peligro
su corazón. Cerbero era como un pez abisal arrojado sobre la arena.
Los sonidos, las formas y los
olores se le echaron encima como un alud. El mundo se le manifestó con los
colores rabiosamente intensos de los lienzos fauvistas: la hierba flameante, el
rojo cinabrio de los árboles, el morado oscuro de las rocas calcáreas y el
verde del cielo. Sólo Heracles tenía una tonalidad suave y los contornos de su
figura palpitaban delicadamente.
Lo más difícil de soportar era
aquella avalancha de quinientos mil olores.
Un sol flamígero sobre la tierra
agostada.
En una colina encumbrada bajo un
roble, yacían uno junto al otro el hombre y el perro.
No dejaban de observarse.
Desconfiados, más que hostiles.
Heracles olía a sangre, cuero y
tempestades. Cerbero, a proteínas en descomposición. Pertenecían a dos mundos
irreconciliables.
De repente, a Heracles se le
ocurrió que si Cerbero quisiera abandonarlo, no lograría impedírselo. Decidió
hablar. En casos como éste, el sonido de la palabra tiene una fuerza
arrolladora.
HERACLES: ¡Escúchame, monstruo,
eres mi prisionero! Si intentas huir, te romperé la cabeza, las
cabezas—rectificó—, y lo haré de acuerdo con el derecho internacional.
Cerbero profirió un gruñido
prolongado.
Es de noche y brilla una luna
enorme.
Cerbero se levanta sobre las
patas traseras. Heracles busca con la mano su maza ensangrentada. Y entonces
suena un canto.
No tiene mucho sentido describir
la música. Sólo quien durante una noche de invierno ha oído alguna vez la voz
del lobo en las planicies nevadas puede hacerse la idea de lo que era la
cantata de Cerbero. A los que jamás han presenciado este milagro, les ofrecemos
una burda transcripción, tan poco lograda como pueda serlo, en comparación con
el original, la reproducción de un cuadro de Rembrandt publicada en un
periódico.
Citamos aquí la paráfrasis que
Alexander Schmook propone en su estudio titulado Der Wolf: sein Wesen und seine Stimme (Tubinga, 1848):
Húrr hau-u-uh
hau hau
Ú-i jaur-huuu
ho hau
Húrrrrr ho hauuuh
jaú-jaú ho hurrr hau-uh
Luego, un silencio estridente. Y
repeticiones a intervalos iguales.
La voz de Cerbero arrebató a
Heracles como una gran oleada del océano. Siguió escuchando. Ardía en deseos de
aullar con él, pero sabía que haría el ridículo, porque no era capaz de
arrancar de su garganta tanto orgullo y tanta desesperación. Intentaría en vano
describir con el sonido las cordilleras de tierra, los abismos de aire, las
innumerables fuentes de sangre ocultas en el cuerpo de los animales, los
secretos del agua y de la sed, los escondrijos de la luz y la inmensidad de la
negrura.
El camino que conducía al rey
Euristeo, que tenía que liberar a Heracles de la maldición, era largo. Cerbero
empezó a tomarle cariño al héroe sin que éste lo pretendiese. Su naturaleza de
monstruo sufrió una metamorfosis y se transformó en naturaleza de perro.
Un sentimental podría encontrar
algo conmovedor en eso, pero el testigo de aquella transformación poseía un
temperamento vehemente y estaba desprovisto de sentimientos. Tenía que
esforzarse mucho por controlar la ira al ver que, cada vez que levantaba la
cabeza, Cerbero lo imitaba. El perro se convirtió en el espejo del amo, aunque,
todo sea dicho, el cuadrúpedo era por fuerza un espejo deformante.
Pero lo peor aún estaba por
llegar. Cerbero empezó a hablar. Al principio, sólo sabía pronunciar
torpemente, echando babas, las palabras mimir
y ñam-ñam, pero su vocabulario se fue
enriqueciendo día a día, y su sintaxis se volvió cada vez más compleja.
A ratos, y especialmente por la
noche, Heracles llegaba a olvidar que peregrinaba acompañado de un perro.
Reprimía sus sentimientos, ya que seguía teniendo muy presente su papel de
escolta de un prisionero.
HERACLES: No me gustas, no me
gustas nada.
CERBERO (en tono filosófico): No todos podemos ser Heracles.
HERACLES: No se trata de ir a la
moda, pero por lo menos podrías fingir que eres un perro normal. Me temo que,
en este plan, no tendrás mucho éxito con las perras.
Llegado a este punto, Heracles
enmudeció. Había tocado un tema delicado. Por el camino, se habían cruzado con
algunos ejemplares femeninos de la especie canina, pero Cerbero no les había
hecho ningún caso.
CERBERO: Si hubieras vivido como
yo entre cuerpos en estado de descomposición, también habrías perdido todos los
apetitos.
HERACLES: ¿Por qué comes hierba y
olisqueas flores, en vez de cazar algo, ni que sea alguna liebre? ¡Habrase
visto semejante despropósito! (Suavemente)
Cerbero, ¿y si aullaras un poco? ¿Recuerdas nuestra primera noche bajo el
roble? ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Aúllas muy bien.
CERBERO: ¡Pero ¿qué dices?!
¿Aullar yo? ¿Y tus esfuerzos por domesticarme?
HERACLES: Oye, chucho. Hablar
sabe cualquier imbécil. Tú tienes que aullar, ¿entendido?
CERBERO: No aullaré.
HERACLES: Pues, duerme.
«Sí—pensaba Heracles
febrilmente—, hay que romper esta absurda relación. Cuando el rey Euristeo vea
a Cerbero, se dará cuenta de que es un personaje más cómico que temible y me
endilgará otro trabajo más. Y la gente, a su vez, comprobará con sus propios
ojos que la vida de ultratumba no vale un pimiento. ¿Y qué pasará entonces con
la moda de morir y la presencia discreta a la par que llena de reticencias de
la muerte en vida?».
Amanece. Heracles y Cerbero se
despiertan al mismo tiempo, como si su sueño y su vigilia estuviesen conectados
por un hilo.
HERACLES: Oye, tuso, hace mucho
que no hago una ofrenda, por tu culpa.
CERBERO: ¿Cómo que por mi culpa?
HERACLES: Tengo que vigilarte.
CERBERO: ¡Muy bonito!
HERACLES: De bonito, nada, me
estoy volviendo ateo, desatiendo mis deberes religiosos. Ya es hora de ponerle
remedio. Ahora se presenta una buena ocasión. ¿Ves aquel templo en el
horizonte?
CERBERO: La verdad es que me
falla la vista; tantos años a oscuras…
HERACLES: ¡Basta de
autocompasión! El templo está bastante lejos. Llegaré antes de que anochezca.
Mañana al romper el alba haré mis ofrendas. Regresaré a la medianoche, tal vez
un poco más tarde. Y tú, ¡quieto aquí! No te muevas ni un paso para que no
tenga que buscarte. ¿Ha quedado claro?
CERBERO: Me estaré quieto.
Y así empezó la evasión del
héroe.
Corría a ciegas. De vez en
cuando, se detenía alarmado, aguzaba los oídos y miraba inquieto a su
alrededor. Culebreaba, cambiaba de rumbo, se colocaba de cara al viento,
atajaba a través de las ciénagas y cruzaba los arroyos para no dejar pistas y
neutralizar aquella vaharada persistente que se pegaba a cada hierba y a cada
grano de arena, aquella mezcla de olores del amo y de su perro que cualquier
cuadrúpedo reconoce de inmediato como una fragancia única, familiar y divina.
En fin, no sólo se huye de los
enemigos, sino también del peso de los vínculos (lo hacemos todos o, por lo
menos, todos conocemos bien esta tentación).
A la puesta del sol, Heracles se
preparó una yacija entre las ramas gruesas de un viejo olmo para pasar la
noche. Se durmió como si estuviese en lo alto de una torre, lejos de la zona de
peligro.
Por la mañana, dos pares de ojos
seguían cada movimiento del héroe recién despierto.
Continuaron la peregrinación—¿puede
llamarse peregrinación a una carrera pertinaz hasta los límites de la
resistencia de un corazón humano y un corazón canino?—, acortando las horas de
sueño y los descansos.
Heracles se aburría y decidió
darle clases de historia natural a Cerbero tomando en cuenta los
descubrimientos más recientes de la ciencia.
Como buen partidario del método
descriptivo, hundió su mano en la hierba cual si de agua verde se tratara:
—Mire usted, señorito, esto es el
Trifolium pratense, llamado
popularmente trébol. Planta perenne o bianual de raíz pivotante con ejes
secundarios. En sus delicadas raíces, se forman nódulos que contienen las
bacterias fijadoras del nitrógeno (como en todas las papilionáceas). Tiene
tallos pilosos y flores rosadas o intensamente purpúreas, recogidas en racimos
esféricos y envueltas por debajo en brácteas. Cáliz tubular acampanado.
Volvió a hurgar en la hierba y
sacó un objeto oblongo de color rojizo.
—Y aquí tenemos un ciervo volante
menor, el Dorcus parallelopipedus.
Muy voraz, su hábitat natural son los bosques caducifolios. Las larvas se
hallan en los robles y las hayas carcomidos. ¿Me sigues?
»Mañana hablaremos de la
fotosíntesis y de una obra temprana de Kant titulada Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels. Y ahora
duérmete, tontorrón.
Al anochecer, llegaron a Micenas.
La ciudad parecía abandonada.
Caía una llovizna fría y pertinaz, porque el otoño estaba cerca. Caminaron a
través de las calles desiertas a lo largo de la muralla de color hígado. A la
cabeza, Heracles, que hacía lo imposible por poner cara de vencedor. En pos de
él, Cerbero, con un aire cretinamente alegre, intentando marchar al compás como
un recluta disciplinado.
O sea que no hubo entrada
triunfal ni nada parecido. Y eso que aquél era un acontecimiento dramático de
los que ocurren sólo una vez en la historia del mundo y, por lo tanto, merecen
guirnaldas, vítores de la multitud, toques de añafil y campanillazos.
Pero, desde el principio hasta el
final, un gusano roía la hermosa flor de la victoria y, sobre el héroe, se
cernía el peor de los hados, el de la banalidad, que lo atenuaba todo, lo
despojaba de gloria y hacía que aquello que tenía que haber sido una hazaña
cayera muy bajo, bajísimo, hasta el nivel de la pura anécdota.
Tal vez hubiera sido un consuelo
para Heracles saber que, mientras se abría paso a través de la lluvia y el
barro en compañía de su espantajo, el rey Euristeo los observaba con un terror
creciente desde una ventana de su palacio.
Cerbero enloqueció. Jamás había
visto a tanta gente que oliera a vino y a ajo. Se convirtió en el terror de los
mercados de verduras. Devoraba cantidades infinitas de coliflores—su manjar
preferido—, alcachofas y pepinos. Merodeaba entre los puestos impregnados de
fragancia a apio, ahuyentando a los vendedores. Los niños lo idolatraban y lo
montaban a pelo.
El rey Euristeo se negó a recibir
a Heracles y a Cerbero. Ni corto ni perezoso, ordenó que se largaran de la
ciudad.
—¿Sabes qué, chucho?—dijo
Heracles—. Ya estoy harto de peregrinar sin más de ciudad en ciudad. Deberíamos
fundar un circo. Caminarás sobre las patas traseras ante una muchedumbre de
mirones y yo haré chasquear amenazadoramente el látigo. ¿Sabes caminar sobre
las patas traseras?
—¡Cómo no!—contestó Cerbero, un
poco dolido. La idea le había gustado.
Un día, Heracles se trajo de un
pueblo cercano un saco de esparto y, como quien no quiere la cosa, le mencionó
a Cerbero que iba a utilizarlo como colchón, ya que sus huesos empezaban a
resentirse de las noches pasadas sobre el duro suelo. Cerbero se lo creyó como
solía creerse todo lo que decía su amo, y por ninguna de sus dos cabezas se le
pasó la idea de que se avecinaba el final trágico de aquella historia.
Para siempre quedará sin
respuesta la apremiante pregunta de cómo tuvo Heracles agallas para enterrar en
el fondo de un hoyo oscuro aquel saco sucio y húmedo, repleto de gritos de
impotencia y aullidos de amor traicionado.
TRIPTÓLEMO
He aquí un mito para los que
están cansados de la crueldad del mundo (la irreflexiva crueldad de los hombres
y la calculada crueldad de los dioses), un mito llano como una pradera, un mito
sedante, razón por la que los narradores ávidos de sangre e intrigas lo
esquivan desde lejos.
Triptólemo era hijo de Céleo, rey
de Eleusis, en cuya corte se hospedó Deméter.
Así pues, era un modesto héroe de
ámbito local, pero su significado supera con creces la excelsitud del Gotha.
Agradecida por la ayuda que la
casa de Triptólemo le había prestado en la búsqueda de Perséfone, Deméter
inició al joven vástago en el rito de la siembra.
Y Triptólemo se puso a recorrer
el mundo, predicando el evangelio de la siembra, de la cosecha, del trigo, del
centeno, y de la avena. Pregonaba el evangelio de los cereales desde un carro
de guerra tirado por dos serpientes.
¡A fe que el aspecto de los
pueblos recolectores provocaba una mezcla de compasión y de repugnancia!
Imaginemos enormes hatajos de vagabundos de ambos sexos—niños, adultos y
ancianos—que recorren las lindes de los bosques primarios, de los calveros y de
los matorrales, se agachan, arrancan de un zarpazo un manojo de hierbajos,
toman del suelo algo pegajoso, lo introducen a toda prisa en su orificio bucal
abierto con avidez y luego lo mastican con una mueca de desgana.
El lugar de acampada preferido de
los recolectores eran los vertederos de la naturaleza, los bordes accidentados
de los barrancos, de los cenagales y de las oquedades misteriosas donde
pululaban ranas, escorpiones y arañas.
Así eran los recolectores.
Si alguien deseara pintar el
retrato de alguno de ellos, tendría que representarlo con un puñado de hierbas
arrancadas de cuajo en la mano derecha—al igual que en la efigie de un
astrónomo suele aparecer un anteojo, y en la de un geógrafo, un globo
terráqueo—, y el brazo izquierdo caído a lo largo del cuerpo, con la muñeca
doblada en un gesto de resignación.
Y precisamente a esas manos, a
esos brazos y a esos hombros apelaba Triptólemo, los incitaba a luchar y les
inculcaba el hábito de hacer movimientos intencionados. Imbuía en esas espaldas
dobladas con sumisión el movimiento del sembrador, aquel meneo narcótico y
pendular de los hombros, tan semejante a las braceadas de un guerrero durante
una gran batalla.
Así pues, Triptólemo era una
necesidad histórica. Cualquier omisión suya constituía para los recolectores la
amenaza de iniciar un proceso de retrogradación, una caída libre hasta lo más
bajo de la escala evolutiva de las especies: la promiscua familia de los
homínidos.
Sólo había un instante en que los
recolectores ascendían a un nivel superior. Al atardecer, se sentaban en
cuclillas en el umbral de sus miserables guaridas y contemplaban la puesta del
sol. Extasiados, no podían controlar los esfínteres. En momentos así, estaban
totalmente indefensos. Siendo por naturaleza poco agraciados, conseguían volar
hacia la región de la gran belleza, por lo que la estética, que busca
desesperadamente una razón de ser, debería guardar grata memoria de ellos.
La clase de los jinetes era otra
cosa.
Los jinetes dedicaban toda su
vida a la caza. Vestidos con elegantes uniformes multicolores de todos los
ejércitos coloniales del mundo, arrastraban sus trofeos hasta las casas
solariegas ocultas en los calveros de los bosques milenarios, y colgaban pieles
y cornamentas en las paredes de sus espaciosos aposentos como si de exvotos se
tratara, lo que ponía de manifiesto no tanto su devoción, como su vanidosa
opulencia. Los jinetes:
- vivían períodos de entusiasmo
que alternaban con períodos de melancolía, y sucumbían a la peligrosa costumbre
de registrar sus pensamientos por escrito,
- mostraban una clara tendencia,
ora al ascetismo, ora al desenfreno seguido de abatimiento y desesperación,
- hacían caso omiso de los
recolectores, excepto un día marcado en el calendario, en el que se entregaban
a la masacre ritual de sus primos hermanos.
Un mejor acceso a los alimentos
hizo que, a medida que los primates superiores evolucionaban, su dentadura
delantera fuera perdiendo gradualmente el predominio prístino a favor de los
molares.
El precavido Triptólemo emprendió
sus viajes apostólicos pertrechado de una cuantiosa biblioteca científica y de
todo lo que solemos llamar una buena infraestructura: diagramas, tablas, mapas
y laboratorios.
Recolectores eminentes asistían a
sus clases y a sus prácticas, primero a regañadientes, pero luego en masa. Al
apóstol del trigo, el corazón no le cabía en el pecho. Sabía que la adopción de
la agricultura amansaría a las fieras.
Sin embargo, resulta difícil
ceñirse a la imagen de Triptólemo que nos ha transmitido el mito: un agrónomo
inspirado que recorre el mundo enseñándole a la gente el beneficioso arte de
arrojar semillas en un surco para cosecharlas luego centuplicadas, y diseñando
un way of life propio, cuyos pilares
eran el trabajo y el ahorro.
Aunque no disponemos de ninguna
prueba fehaciente de ello, es de suponer que Triptólemo cumplía a rajatabla la
voluntad de la vieja diosa Deméter, pero, al tiempo que educaba, también se
perfeccionaba interiormente. Sus actos y sus enseñanzas ganaban en precisión,
aunque adquirían el toque maniático propio de los cuerpos docentes, a saber:
desviaciones ideológicas o esperanzas vanas, convertidas en la fe—una fe que
iba a ser el cimiento de los futuros partidos campesinos—en que es posible
cambiar al hombre y hacerlo más perfecto, y en que existe el orgullo de ser agricultor,
un oficio mucho mejor que cualquier otra profesión, vocación u orientación de
las manos y de la mente.
El invariable buen humor de
Triptólemo se basaba en su convicción de personificar los avances de las
fuerzas del progreso de la humanidad. Por eso, en vista de lo que estaba
ocurriendo, los dioses que tan celosamente guardaban el secreto del fuego
optaron por una política de no intervención y se limitaron a hacer de
espectadores. Creían a pies juntillas que los hombres sabrían inventar y aplicarse
un castigo lo bastante severo. De hecho, tal castigo era inmanente al concepto
de fiesta de la recolección, ya que los bodorrios, las consagraciones de la
primavera y las celebraciones de la cosecha terminaban invariablemente en
jubilosos sacrificios humanos. El bueno de Triptólemo ignoraba por completo
este efecto colateral de su piadosa misión.
Triptólemo ardía en ansias de
popularizar la agricultura, pero carecía de imaginación, por lo que debía
ilustrar con láminas y diagramas sus clases teóricas de agronomía y pedología o
sus lecciones sobre el ciclo del nitrógeno en los seres vivos. Decía que,
después de una temporada de duro trabajo, los campesinos disfrutarían de largos
meses de ocio en los que algunos podrían dedicarse a la literatura y a la música
sinfónica o a la música ligera, mientras que para otros, de gustos menos
refinados, estaría reservada la política (visión que a los devoradores de
caracoles les parecía paradisíaca a la par que totalmente abstracta).
Ingenuo como un niño, ¿cómo pudo
sospechar el pacífico Triptólemo que los campesinos le tomarían gusto a la
guerra, se lanzarían a las conquistas y se meterían en las trifulcas de ilíadas
y egiptos de variado pelaje, convirtiéndose en sujetos y objetos de la
historia? ¿O que los de a caballo, que habían sido la aristocracia del género
humano, sufrirían un profundo declive convirtiéndose en la presa predilecta de
los campesinos, y serían diezmados y esclavizados sin piedad hasta perder por
completo la memoria de sus orígenes?
Cada advenimiento de Triptólemo
iba precedido por la fama de sus logros milagrosos. Su retirada era discreta,
sin adioses ni ceremonias de agradecimiento. Los apóstoles no deben volver la
cabeza. Un benefactor no debe mirar atrás. Como recordatorio, ha quedado este
canto:
Triptólemo, Triptólemo,
Triptólemo, Triptólemo (bis)
Todavía hoy, numerosos grupos de rock and roll diseminados a lo largo y
ancho de este mundo lo incluyen en su repertorio. Pero su protagonista no
reclama elogios ni espera aplausos. Entre la niebla, desaparece su rostro
dócil, algo afeado por un belfo colgante, el belfo de un fanático del
cooperativismo, misionero de los cereales y evangelista del almidón.
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