sábado, 16 de mayo de 2020

3 De nuevo, como sucede con Dante, las fuentes secundarias forman una montaña. George Steiner La poesía del pensamiento Del helenismo a Celan



3

De nuevo, como sucede con Dante, las fuentes secundarias forman una montaña. La industria de los comentarios sobre Platón, de comentarios —a menudo polémicos— sobre estos comentarios. Las bibliografías constituyen mamotretos ellas solas. Sin embargo, en esta perenne marea parece haber un vacío central. Es el estudio del genio literario de Platón, de su supremacía como dramaturgo y de la manera en que ese genio y esa supremacía generan necesariamente la esencia de sus enseñanzas metafísicas, epistemológicas, políticas y estéticas. Ha habido extensos estudios sobre el inicio y el uso del mito en Platón. Ha habido intentos intermitentes de trazar el «juego de personajes» dentro de los diálogos. Ha habido raras noticias de la presencia de tal o cual figura histórica en las conversaciones (por ejemplo, Critias en el Timeo). Encontramos observaciones agudas pero dispersas en la innovadora «retórica de motivos» de Kenneth Burke. El vocabulario, la sintaxis, la heurística y los giros oratorios de la prosa de Platón han sido minuciosamente diseccionados.
Lo que nos falta (aunque hay aproximaciones en la obra de Lidia Palumbo sobre la Mimesis, sobre «teatro y mundo» en los diálogos [2008]) es un análisis de la incomparable dramaturgia de Platón, de su manera de inventar y situar personajes, que rivaliza con la de Shakespeare, Molière o Ibsen. Ha habido ingeniosas indagaciones sobre el guión de las primeras líneas de los principales diálogos, pero no un examen crítico sistemático de cómo unos marcos urbanos y rurales, privados o públicos, unas mises en scène, inician la subsiguiente dialéctica y le dan forma. No conozco ninguna visión integral del papel que tienen en los diálogos las entradas y salidas, aunque tienen tanto ritmo y son tan determinantes como en cualquier gran obra de teatro.
El relato platónico del juicio y la muerte de Sócrates ha sido considerado durante mucho tiempo, junto con el Gólgota, arquetipo del arte y el sentimiento trágicos occidentales in toto. Sabemos que Platón empezó escribiendo tragedias. Algunos diálogos, el Banquete y el Fedro entre ellos, han sido llevados a la escena. El arreglo musical de Erik Satie de La muerte de Sócrates es cristalino. Pero no contamos con ninguna investigación literaria filosóficamente autorizada sobre los múltiples aspectos en que el pensamiento platónico y el neoplatonismo son producto de un escritor, de una sensibilidad y una técnica dramáticas insuperables en vena trágica ni, más raramente, cómica o irónica. Lo que falta es un análisis a fondo de recursos literarios tan complejos como las narraciones indirectas de Platón, del postulado deliberadamente antirrealista de un extenso coloquio comunicado por la memoria de un testigo o participante o, a tres grados, por alguien a quien ese participante había dado noticia de él (una maniobra de triple «alienación», como quizá diría Brecht). Necesitamos considerar la dramaturgia de las ausencias: la de Platón en la hora de la muerte de su maestro, la de Sócrates —¡si no es el Extranjero Ateniense!— del último y más compacto diálogo de Platón, las Leyes.
En este ensayo trataré de aclarar en qué medida toda filosofía es estilo. Ninguna proposición filosófica fuera de la lógica formal es separable de sus medios y contexto semánticos. Tampoco es totalmente traducible, como halló Cicerón con respecto a sus fuentes griegas. Allí donde la filosofía anhela universalidad abstracta, como en el more geometricum de Spinoza o en la epistemología de Frege, las tensiones y frustraciones resultantes son inconfundibles. Así, no es sólo que toda la filosofía occidental sea una nota a pie de página a Platón, como dijo A. N. Whitehead. Es que los diálogos y cartas platónicos son actos literarios performativos de excepcional riqueza y complicación. En estos textos se encarna o, como dice Shakespeare, se «da cuerpo» a un pensamiento abstracto y especulativo. Se da expresión dramática a movimientos y contramovimientos intelectuales. Hay ocasiones en las que la Comedia o Fausto II o Ulises —en el inspirado debate sobre Hamlet— alcanzan esta encarnación. Tenemos la parábola teológico-mística del «Gran Inquisidor» de Dostoievski y las alegorías de Kafka. Pero ninguno de estos destacados ejemplos, con la posible excepción de Dante, iguala el ámbito, la variedad y las inmediateces del teatro mental de Platón.
Hay muchas cosas que siguen siendo enigmáticas en la capacidad de la literatura, de las palabras y frases orales y escritas, para crear, para comunicarnos, para presentar personajes inolvidables. Personajes más complejos, amables u odiosos, reconfortantes o amenazadores, con mucho, que la gran mayoría de los vivos. Personae con las cuales podemos llegar a identificar nuestras vulgares vidas y que perduran —una radiante paradoja que a Flaubert le pareció insultante— mucho más allá de la vida individual del escritor y del lector. ¿Qué imitatio de creación divina u orgánica, qué técnica vitalizadora hace posible la generación y la permanencia de un Ulises, de una Emma Bovary, de un Sherlock Holmes o de una Molly Bloom? La opinión de Sartre de que no son más que rasguños en una página es a un tiempo indiscutible y risiblemente insuficiente.
No menos que la búsqueda del «Jesús histórico», la del Sócrates «real» sigue sin ser concluyente, posiblemente artificiosa. No sabemos, no podemos saber con ninguna seguridad cómo era el Sócrates de carne y hueso ni qué enseñaba. Los estudiosos se inclinan a pensar que tal vez se asemejara al moralista y «economista» domesticado y un tanto prosaico descrito por Jenofonte. ¿Cuánta información auténtica se oculta en el retrato satírico de Sócrates de Las nubes de Aristófanes? Mi intuición «inocente» (el indulgente epíteto de Quine) es ésta: el Sócrates de Platón es una construcción literario-dramática sin par. Ni Hamlet ni Fausto, ni Don Quijote ni el capitán Acab superan la prodigalidad psicológica, las características físicas y mentales, la «presencia real» del Sócrates de los diálogos, animado por una vida casi inagotable. Ni llegan a igualar el ironizado pathos del juicio y la muerte de Sócrates como Platón los enriqueció, compuso e inventó: sencillamente, no lo sabemos. Lo que es más, ningún otro personaje de nuestro legado puede competir con las profundidades cognitivas y la urgencia ética manifiestas en el montage de Platón, si en efecto lo es. Hamlet, Fausto, el Narrador de Proust son presencias intelectuales de talla trascendental. Como lo es el Virgilio de Dante. Alioscha Karamázov irradia provocación moral. Pero ni siquiera estas dramatis personae alcanzan las dimensiones filosófico-morales del Sócrates de Platón, dimensiones que empujan a buena parte de la conciencia y el cuestionamiento occidentales a seguir sus pasos. Me parece que no ha habido mayor «forjador de palabras» que Platón.
Esto hace que sea fascinante y fundamental para nuestro tema la famosa disputa de Platón con los poetas y la poesía, una disputa anticipada, como hemos visto, por Heráclito pero notable también en Jenófanes y en la crítica de Homero que hace Hesíodo. Platón, que había compuesto tragedias en su juventud y que en el Libro X de la República confiesa que es penoso para él liberar su espíritu de los encantos de la poética. Sin embargo, el veredicto es rotundo: nada debe permitirse en la polis posible o ideal sino la poesía didáctica y cívicamente ornamental. Los bardos y rapsodas peregrinos que habían desempeñado un papel tan destacado en el naciente discurso y en la paideia griegos debían ser desterrados. Una vez más, el corpus del comentario es inabarcablemente voluminoso y contribuye en buena medida a hacer más confusa una cuestión ya compleja, tal vez ambigua.
Siempre que entran en liza la filosofía y la literatura, afloran elementos de la polémica platónica. Ésta se repite en las condenas eclesiásticas de los espectáculos teatrales y los escritos licenciosos a lo largo de los siglos. El ideal platónico moldea las acusaciones de Rousseau contra los teatros. Subyace a la iconoclasia fundamentalista de Tolstói. Está implícito en la interpretación de Freud de la poesía como un sueño diurno infantil que debe ser superado por el acceso adulto, cognitivo, al conocimiento positivo y al «principio de la realidad». De consecuencias todavía más graves es la draconiana percepción de Platón según la cual el arte y la literatura no censurados, la musicalidad indisciplinada son intrínsecamente anárquicos, que debilitan los deberes pedagógicos, la coherencia ideológica y la gobernanza del Estado. Esta convicción, expuesta con escalofriante severidad en las Leyes, ha generado numerosos programas de «control del pensamiento» y censura, ya sea inquisitorial, puritana, jacobina, fascista o leninista. El poeta o novelista libre de toda traba fortalece, ejemplifica las díscolas irresponsabilidades de la imaginación. Está siempre a la izquierda del sentir oficial. En la economía, siempre bajo presión, de medios y obligaciones cívicos, lo estético puede conllevar derroche y subversión a la vez. Desde este punto de vista, Platón hace algo peor que repudiar la «sociedad abierta» (la célebre acusación de Popper): repudia la mente abierta. Trata de disciplinar al demonio sensual, desenfrenado, que hay dentro de nosotros, un potencial en marcado contraste con el daimon de la justicia de Sócrates.
El problema es que esta posición, aun despojada de sus ironías, mezcla unos motivos metafísicos, políticos, morales, estéticos y posiblemente psicológicos que son extremadamente difíciles de desenmarañar y de reproducir.
Hay consenso en que el meollo de la argumentación de Platón es epistemológico, en que su condena de la poesía y las artes se deriva directamente de su triple arquitectura del ser. Abstractas, eternas, inmunes a la aprehensión sensorial son las Ideas o Formas arquetípicas, únicas que suscriben una verdad ontológica. Estos «elementos primeros» son sólo parcialmente accesibles al lenguaje filosófico, al arte de la indagación en la dialéctica. El nivel secundario es el del reino pasajero, mudable e imperfecto de lo empírico, del mundo cotidiano. A dos grados de la verdad están los modos de la representación, de la mimesis. El carpintero hace una mesa a la luz interiorizada, «recordada», de su Forma trascendente. El pintor, incapaz de fabricar ese objeto, nos ofrece una imagen de él. Todas las representaciones son sombras chinescas, parásitos de la realidad. Las imágenes son simples imágenes: eidola, eikones, mimemata. Hay algo peor. Estos fantasmas simulan ser verdaderos. Toda ficción finge. Querría hacerse pasar por auténtica. Despierta y cultiva emociones, empatías, terrores, más allá de los que suscitan la percepción y la experiencia verdaderas. Este poder fraudulento, puesta en escena de lo inauténtico, corrompe literalmente el alma humana y compite fatalmente con lo que debería ser la educación, la consecución de la madurez en nuestra conciencia y en la ciudad. (En su Poética, Aristóteles opina exactamente lo contrario). Esa corrupción seductora se hace más profunda con la manera en que utilizan el mito el rapsoda o el dramaturgo, con sus invenciones no autorizadas —pródigas en Homero— de escandalosos cotilleos sobre la conducta de los dioses. Las tragedias están repletas de horrores, incestos e inverosimilitudes melodramáticas (véase la mordaz crítica que hace Tolstói del salto de Gloucester desde los acantilados de Dover en El rey Lear). No es accidental, sugiere Platón, que los poetas alaben a los tiranos y prosperen bajos sus regímenes. Al ceder a la lascivia y a la crueldad, el déspota encarna unos deseos y un eros desenfrenados. Es el eros, en el sentido radical, lo que exalta el poeta, generando injusticia, como hace Trasímaco en la República (Leo Strauss está de acuerdo). Que los encantos corruptores de lo ficticio, del «fantasma» ejerzan su máximo dominio sobre los jóvenes, sobre la sensibilidad cuando es embrionaria, acentúa el peligro. La esencial importancia pedagógica de Homero en la paideia es verdaderamente culpable. El Homero ciego que inventa las hazañas de Aquiles sin saber nada de batallas, que narra los viajes de Ulises sin tener ni idea de navegación. T. E. Lawrence meditará acerca de esta falsedad en el prefacio a su traducción de la Odisea. Él, por lo menos, había construido barcas y «matado hombres[2]». De ahí la imperiosa necesidad de expurgación y censura, de unas versiones de Homero apropiadas para la educación, de un arte y una música que acompañen y celebren las habilidades marciales y las armonías del Derecho. De ahí el mandato, más o menos cortés, a los poetas, mimos y flautistas de que abandonen la politeia y se vayan a otra parte a traficar con el narcótico de la simulación.
La acusación epistemológica es convincente y sutil. Las relaciones en profundidad entre «funciones de verdad» y ley y orden son expuestas de manera persuasiva. Las asociaciones entre el poeta y el sofista –Píndaro en las alusiones contenidas en la República y en el Protágoras es un ejemplo estelar— siguen siendo inquietantes. Nuestras perplejidades actuales en cuanto a la posible legitimidad de la censura aplicada al material pornográfico y sádico en los medios de comunicación indican la vitalidad de los criterios platónicos. Pero tal vez haya influido un conflicto más personal.
Cuando propone desterrar a los cantores y a los trágicos (aunque, como san Pablo, cita a Eurípides), cuando busca pelea con el mentiroso de Homero, es posible que en el fondo Platón esté luchando consigo mismo. Está tratando de mantener a raya al supremo dramaturgo, al fabricante de mitos y narrador de genio que hay dentro de sus propias facultades. Hasta en un diálogo tan rigurosamente abstracto como el Teeteto o en los tramos áridos de las Leyes se puede percibir la atracción gravitatoria del arte literario. Obsérvese la hábil mise en scène que desencadena el debate sobre el conocimiento en el Teeteto. Las perennes tentaciones y amenazas son cosa del estilo, del arte mimética, de la deflexión de las cuestiones metafísicas, políticas o cosmológicas por obra de las técnicas literarias. El pensador riguroso, el maestro de la doxa, el lógico y el celebrador de las matemáticas lidia con el escritor imaginativo, líricamente inspirado.
La lucha es aún más vehemente porque las dos partes, como si dijéramos, conocen su armonía o íntimo parentesco. Indivisible del lenguaje natural, la filosofía utilizará para su provecho o tratará de eliminar la magnética atracción de lo literario. Bergson cede a ella. De ahí sus incómodas relaciones con Proust, una malaise paralela a la que hay entre William y Henry James. Spinoza, Wittgenstein, se resisten todo lo posible. Es la casi despótica creencia de Heidegger de que la filosofía superará este genérico dualismo y esta escisión interna forjando un lenguaje propio. Sin embargo, incluso aquí la presencia de Hölderlin es a la vez un paradigma y una inhibición.
La tensión entre lo poético y lo dialéctico, el cisma de la conciencia, invade la obra de Platón. El combate fingido es clave. Tanto en el Fedro como en la Carta VII se pone en tela de juicio la praxis de la palabra escrita con sus relaciones funcionales con la literatura. La escritura reduce el esencial papel y los recursos de la memoria. Contiene una autoridad artificiosa. Bloquea la saludable inmediatez del cuestionamiento, la discrepancia y la corrección. Sólo el intercambio viva voce, abierto a la interjección, puede alcanzar una polémica fructífera o un acuerdo consensual. El alfabeto y el texto escritos han tenido sus pros y sus contras. Sócrates no escribe. Es difícil saber qué gravitas va unida a estas astutas animadversiones. Esta ironía es recurrente en Platón. Puede que haya filamentos de humor hasta en la más magistral de las aseveraciones de Platón. Esta reprimenda a la escritura proviene de un sobresaliente escritor. Tiene algo del empuje autonegador de la voluntad, expresada al final del Timón de Atenas de Shakespeare, de que «se extinga el lenguaje». Se permite que la abstención de Sócrates de la palabra escrita pese sobre Platón, sobre el genio literario de su modo de configurar y dramatizar a su maestro.
Las ironías y la burla que hay en Ión son chispeantes. El rapsoda, el bardo extasiado es, muy en la línea de Molière, desconocedor de la deconstrucción a que es sometido. Quien no sabe manejar un esquife describe navíos sacudidos por las tempestades. En inocente vanagloria, Ión habla de estrategas y héroes. Justifica esta incompetente pericia reivindicando una inspiración oracular. Lo cual es en realidad una especie de locura pueril que en El sueño de una noche de verano comparte con el lunático y con el enamorado. En esta sátira temprana, que apunta tan directamente a Homero, la víctima es causa de más jolgorio que daño. Las cosas se tornan más oscuras en la República y en las Leyes.
La sección Leyes 817b me parece tan decisiva como opaca. Este pasaje ha sido frecuentemente ignorado, incluso por Leo Strauss y sus discípulos, para quienes este diálogo final es canónico. Cuando le preguntan por qué no hay lugar para los trágicos, aunque sean eminentes, en la polis que está proyectando Platón, el ateniense replica:
Nosotros mismos somos autores de tragedias y, en la medida de lo posible, autores de la más bella y la mejor tragedia, pues toda nuestra constitución no tiene otra razón de ser que imitar la vida más bella y más excelente, y ahí se encuentra, según nuestra opinión, la tragedia más auténtica. Así pues, vosotros sois autores y también lo somos nosotros, de la misma clase de poesía; somos vuestros rivales en la creación y representación del drama más bello, el único naturalmente apto para crear la verdadera ley.
¿Qué es lo que nos está diciendo Platón en este «escandaloso diálogo» (Thomas L. Pangle)? ¿Y en este pasaje sobre todo? No he encontrado ninguna explicación satisfactoria.
Algunas declaraciones que aparecen en contextos modernos pueden arrojar una luz indirecta. Croce —aunque esto pudiera ser un mero eco— califica las acciones políticas de «grandiosas, terribles» y, en última instancia, de trágicas. Al anunciar a bombo y platillo las «Tareas del teatro alemán» en mayo de 1933, Goebbels manifiesta que «la política es el arte más elevado que existe, ya que el escultor sólo da forma a la piedra, la piedra muerta, y el poeta sólo a la palabra, que en sí misma está muerta. Pero el hombre de Estado da forma a las masas, les da ley y estructura, les infunde forma y vida para que surja un pueblo de ellas». En una de sus últimas notas, Hannah Arendt dice que, más que cualquier literatura, la polis conserva y transmite el recuerdo, garantizando así el prestigio de las generaciones futuras. Pero una vez más esta máxima es quizá una paráfrasis de Platón. Más cercana a las fuentes nos parece el aserto de Pericles de que Atenas ya no necesita a Homero ni a Demócrito. Los seres humanos hallan su realización a través del «arte supremo» que es sin duda el de la política. Un hallazgo que se repite a su vez en el republicanismo de Maquiavelo.
¿No es esto desdeñar el meollo de rivalidad, de parentesco antagonístico que hay en nuestro texto? «Somos vuestros rivales en la creación y representación…». Lo poético, por inspirado que esté, no es solamente subversivo: es superfluo porque el entendimiento político y la codificación de la «verdadera ley» contienen lo mejor del drama. Proporcionan una sensibilidad razonada tanto hacia los ideales como hacia los aspectos prácticos del orden social, de la maduración institucional, más ricos, más adultos (el criterio de Freud) que las fingidas representaciones miméticas. Una vez más, se percibe, Platón se está esforzando por dominar o, mejor dicho, incorporar —Ben Jonson diría «ingerir»— al gran estilista y dramaturgo que tiene dentro. Está tratando de abolir la distancia entre pensador y poeta pero en provecho del primero.
Pero, como tantas veces en Platón, una implicación más amplia se dibuja en el horizonte, como la luz después de ponerse el sol. Aun en su mejor y más verdadera política, la instauración de la ciudad justa es, al final, «la tragedia más auténtica». La política forma parte ineluctablemente de la esfera de lo contingente, de lo pragmático. Por tanto, es transitoria y, en última instancia, está destinada al fracaso. Es el Platón anciano el que habla, el aspirante a legislador y consejero de príncipes dos veces derrotados en Sicilia. ¿Qué tragedia escénica, qué pathos poético sobrepasa la desolación moral y psicológica del saqueo de Mileto o la humillación de Atenas por los vencedores espartanos?
No obstante, fuera cual fuese su ambigüedad, Platón no pudo escapar a su genio literario. No pudo eliminar de sus diálogos el lenguaje cargado de mitos, la dramaturgia en la cual están compuestos. No hay filosofía que sea más íntegramente literatura. «Rivales en la creación y representación», pero él es los dos.
Es tal la riqueza del material que sólo puedo referirme a unos pocos ejemplos.
Como en el teatro o en la novela, los escenarios de Platón son frecuentemente temáticos. El preludio bucólico del Fedro —ese día de verano a la orilla del Iliso, cerca del lugar donde el dios alado Bóreas raptó a la ninfa Oritia— establece el tono lírico, mágicamente iluminado y sin embargo en algunos momentos angustioso, para el subsiguiente discurso sobre el amor. Cuando cede el calor, Sócrates ofrece una oración de despedida a Pan y a las deidades nemorosas. Ahora «¡adelante, pues!». Las indicaciones escénicas que encontramos en las Leyes son de la mayor sutileza. Tres ancianos se encuentran en un camino, en Creta. La distancia de Knossos a la cueva y santuario de Zeus es considerable, preparándonos así para la extensión de su coloquio. El día es sofocante, casi en armonía con todo lo que el modelo político de Platón tiene de opresivo. Pero hay esperanzas de encontrar «lugares de descanso a la sombra», entre ellos «bosques sagrados» donde hay «cipreses de una altura y una belleza sorprendentes», unos árboles a la vez sepulcrales y refrescantes.
El decorado para el Protágoras es una miniatura cómica. El ilustre visitante se aloja en casa de Calias. Pasa la mayor parte del tiempo metido en casa, un delicada pulla viniendo de Sócrates, que hace la vida en espacios abiertos y públicos. Aún no ha amanecido. Tras la puerta de Calias, el portero, un eunuco, está de un humor de perros. Malditos sean los sofistas y su enjambre de acólitos. Sigue uno de los pasajes más fascinantes de la prosa occidental. Protágoras se pasea por el pórtico con una larga fila de ansiosos oyentes a cada lado. Su voz, como la de Orfeo, ha encantado a hombres de numerosas ciudades. La coreografía es notable. A Sócrates «la visión de este coro» le causó «una grata impresión por la belleza de las evoluciones que hacía para no encontrarse nunca delante de Protágoras obstaculizándole su marcha: cada vez que éste daba media vuelta con los que le acompañaban en primera fila, los oyentes, con una admirable exactitud, abrían sus filas hacia la derecha y hacia la izquierda y, con un desplazamiento circular, volvían a encontrarse detrás de él, de forma bellísima». Este ballet imita exactamente las circularidades de la retórica sofística y se mofa de ellas. Al identificar a los embelesados oyentes, Sócrates cita la Odisea, 11, 601: una loa de la disciplina marcial. Conociendo los recelos que abrigaba Platón en relación con Homero, podemos calibrar la ironía. Pero también la parte de admiración. El diálogo se cerrará con una nota halagadora. Protágoras predice que su joven oponente llegue a ocupar «una primera fila entre los sabios más ilustres». El Eutidemo comienza con una estampa reveladora. Sócrates estaba hablando y conversando en el Liceo. Crito deseaba escuchar pero la multitud circundante es tan densa que no puede acercarse: «Sin embargo, empinándome por encima de los otros, conseguí llegar a ver algo».
Los rodeos del Parménides son «antirrealistas» hasta cierto punto. Cuatro interlocutores se encuentran en la plaza del mercado de Atenas. Los visitantes que vienen de Clazomene han oído decir —una interposición más— que Antifón «tuvo trato frecuente con un tal Pitodoro, discípulo de Zenón, y que le habló de la conversación que mantuvieron en otro tiempo Sócrates, Zenón y Parménides». Dicen que Antifón, de esta conversación, «escuchada repetidamente de labios de Pitodoro, guarda perfecto recuerdo». Este tropo hiperbólico, quizá cargado de autoironía, ilustra el culto platónico a la gimnasia de la memoria. La casa de Antifón está cerca, en Melito. Él se encuentra allí dando instrucciones a un herrero sobre la forja de un freno para uno de sus caballos, objeto de su principal interés. De forma un tanto renuente, accede a reproducir el diálogo completo. ¿Podría ser que estas complicaciones y estos «efectos distanciadores», aparentemente gratuitos, sirvan para situar un texto filosófico caracterizado por incertidumbres y cosas sin terminar?
Cuando se inicia el Cármides, Sócrates acaba de regresar de la dura batalla de Potidea. Al verlo junto al santuario de Basiles, Querefonte, «siempre un tanto alocado y alborotado», corre hacia él, lo toma de la mano y exclama: «Sócrates, ¿qué tal librado has salido de la batalla?». Platón indica casi siempre ubicaciones precisas, gran parte de cuyas referencias implícitas o de su simbolismo se nos escapan sin remedio. Así, Sócrates va de la Academia al Liceo por el camino que bordea la muralla de la ciudad por el exterior. «Una vez llegado a la portezuela en que se halla la fuente de Pánope», se topa con un grupo de jóvenes anhelantes de que tome parte en sus conversaciones. De este encuentro no premeditado brota el Lisis, uno de los textos donde el tratamiento de la pedagogía socrática es más determinante.
No hace falta insistir en los virtuosismos performativos que sitúan el Fedón y el Banquete entre las cumbres mismas de toda la literatura. La versión que ofrece Platón de la muerte de Sócrates ha dado forma a la conciencia occidental. Comparable sólo con los relatos del Evangelio, ha sido piedra de toque de las aspiraciones morales e intelectuales. De manera abstracta, a modo de proposición, puede que la «prueba» socrática de la inmortalidad del alma sea débil. Como poesía en acción, es trascendente. Las maravillas compositivas del Banquete han sido incesantemente aclamadas. Los recursos dramáticos de Platón son inagotables: el festín en casa de Agatón después de su victoria en el teatro; fuera, la calle, sumida en la oscuridad nocturna; el guión del pórtico, la llegada del alba y el juego dialéctico de entradas y salidas, formidablemente calculado. La llegada tardía de Sócrates y su sobria y solitaria partida son maravillas de significado implícito o manifiesto. La llegada de Alcibíades, causa a la vez de tumulto y ovación, apenas tiene rival en ningún drama o novela. La intervención de Aristófanes sugiere astutamente su genio cómico. La mujer sabia de Mantinea, Diotima, está a la vez ausente y formidablemente presente a través de la relación que hace Sócrates de su doctrina del amor, una relación que está en la raíz del neoplatonismo y de la vida y la obra de Hölderlin. La embriaguez, la fatiga y el sueño van envolviendo a los protagonistas y su oratoria. Cada movimiento está trazado por su supremo director. Hasta el de la flautista que sostiene a Alcibíades cuando entra tambaleándose «coronado con una espesa corona de hiedra y de violetas y con un gran número de cintas sobre la cabeza» (seguramente Caravaggio se había topado con esta imagen). Las vivacidades gráficas iluminan cada gesto. Sólo un artista supremo podría haber ideado el epílogo. Primero Aristófanes y luego Agatón sucumben a un sueño inducido por la bebida. Sócrates, con la mente tan clara como siempre, los arropa y se marcha al Liceo y a tomar un baño. En otro lugar he tratado de mostrar qué fatalidades ensombrecen esta salida, aparentemente auroral, qué profundas analogías existen entre el «mutis a la noche» del Banquete y la Última Cena.
¿Tiene un Hamlet, un Falstaff, una mayor «presencia real» que el Sócrates de Platón, hay una suma de humanidad más variada en un Don Quijote? He expresado mi convicción de que solamente un oído sordo al lenguaje puede abrigar dudas en cuanto a que el Sócrates presentado por Platón sea en muy gran medida el producto de una creación intelectual, psicológica y estilística; en cuanto a que la complejidad de su papel, que se hace más madura a través de los sucesivos diálogos, es prueba del arte de Platón. En cuanto a que llama en su ayuda a los medios compositivos y corrosivos de la época, como hace Proust.
Un mosaico de instantáneas atestigua la destreza de Platón. Sócrates a la vez tranquilo y perdido en sus reflexiones durante la difícil retirada de la batalla; Sócrates caviloso e inmóvil de camino a casa de Agatón; Sócrates volviendo a Esopo y al canto al aproximarse la muerte. Se hacen observaciones filosóficas y psicológicas mediante figuras físicas. En el combate fingido de la dialéctica —el símil del propio Platón—, Sócrates no es indefectiblemente recto ni sale siempre victorioso. No prevalece contra Protágoras. En la República no se refuta de modo convincente al indignado Trasímaco, por su parte un personaje sorprendente. El debate clave sobre el rango ontológico de las Ideas en el Parménides termina sin llegar a ningún resultado, incluso de manera confusa. Dentro de los diálogos hay modulaciones controladas y cambios de clave. Al final del Cratilo, las ironías juguetonas y burlonas ceden a un impulso ascendente, lírico y cargado de filosofía al mismo tiempo, de alabanza a la bondad y a la belleza «más allá de las palabras». En el Timeo, durante tanto tiempo el más influyente de los escritos platónicos, una tangible incapacidad para resolver ciertos dilemas cosmológicos inicia una «poética de la eternidad» que deja ver certidumbre. Quizá los esfuerzos epistemológicos del Teeteto, como afirma un comentario autorizado, «nos dejen más a oscuras que nunca». Pero viene a continuación, en una clave fundamental, un exultante reconocimiento del «desconocimiento», de lo que Keats denominará «capacidad negativa» y Heidegger elogiará como Gelassenheit. El pensamiento se hace cadencia y carácter.
La animación dramática llega mucho más allá de Sócrates. Hemos visto la silueta de la vanagloria en Ión. La galería de sofistas habla de una complicidad entre la acrobacia verbal y los discernimientos morales o lógicos que Platón capta tal vez en su interior. Al «receloso» Protágoras que «batalla con sus respuestas» se le concede un alarde de oratoria acorde con su edad y preeminencia. La deslumbrante elocuencia de Gorgias literalmente se cansa, se deshilacha bajo las aguijoneadoras preguntas de Sócrates. El sofista acaba por quedarse callado, un detalle inolvidable. Polo y Calicles «saltan» a la brecha. Considérense las diferencias, los matices de peso intelectual que hay entre Glaucón, Adimanto y Trasímaco en la República. O entre Critias y Timeo en los dos diálogos, posiblemente inacabados, que llevan sus nombres. Tratando de vencer a Timeo y, más allá de él, a Sócrates, Critias se torna casi puerilmente arrogante, un miles gloriosus de razonamiento superficial pero bravucón. Las diversas representaciones de Alcibíades, de su conducta inmadura y pomposa, de su amoroso y frustrado cortejo a Sócrates, cuya fealdad se hace eróticamente convincente, exhiben unas técnicas dramáticas del más alto calibre. Pensemos en el frágil nacimiento y despliegue de la duda, de la sincera perplejidad que se percibe en la voz de Parménides. Los símiles que encontramos en el comienzo de su gran monólogo son retóricos y conmovedores a un tiempo. Es un viejo caballo de carreras en Íbico, temblando en la línea de salida; un viejo poeta obligado, como Yeats, «a entrar en la liza del amor»; sus propios recuerdos «me hacen temer lanzarme a mi edad a cruzar tan vasto y peligroso mar». Pero sentados a sus pies «después de todos estos años» están Zenón, Aristóteles, Pitodoro y el propio Sócrates. ¿Hubo alguna vez un seminario más estelar? Los poetas están presentes por doquier. Sócrates discute la valoración que hace Protágoras de Simónides. Se opone a la concepción que tiene Antístenes de Ulises como un sabio ejemplar. En un pasaje crucial del Protágoras (347-348), Platón rechaza que se utilice la interpretación poética para fines filosóficos. Sin embargo, hay entre poesía y pensamiento un «exultante antagonismo» (Maurice Blanchot). Las enigmáticas imágenes de las intuiciones poéticas permiten que las intuiciones filosóficas salgan a la luz. Quizá, como sugiere Blanchot, esta «extraña sagacidad» es demasiado antigua para Sócrates.
Tolstói nos manda tomar nota de la justicia distributiva por la que un escritor da vida memorable a un personaje menor, transitorio, a un lacayo. ¿Quién puede olvidar al esclavo del Menón o a Teodoro, que aparece un momento y cuya metedura de pata en aritmética lanza el Político a su tortuoso camino? Voces, movimientos, encarnaciones que compiten con los de Shakespeare pero al servicio de la filosofía.

viernes, 15 de mayo de 2020

Cap. 2. George Steiner La poesía del pensamiento.



2

La incandescencia de la creatividad intelectual y poética en la Grecia continental, Asia Menor y Sicilia durante los siglos VI y V a. C. sigue siendo única en la historia humana. En algunos aspectos, la vida intelectual posterior es una profusa nota a pie de página a ella. Esto ha sido evidente durante mucho tiempo. Sin embargo, las causas de este rompimiento del sol entre las nubes, los motivos que lo provocaron en aquella época y en aquel lugar continúan sin estar claros. La penitencial «corrección política» ahora dominante, el remordimiento del poscolonialismo, hacen difícil hasta plantear las que son quizá las cuestiones pertinentes, preguntar por qué el ardiente milagro que es el pensamiento puro no prevaleció casi en ninguna otra parte (¿qué teorema ha salido de África?).
Tuvo que haber múltiples y complejos factores interactivos, «implosivos», por usar un concepto crucial de las compactas colisiones de la física atómica. Entre ellos figuran un clima más o menos benigno y una facilidad en las comunicaciones marítimas. El razonamiento viajó deprisa: era, en el sentido antiguo y figurativo, «mercurial». La disponibilidad de proteínas, cruelmente negadas a tan gran parte del mundo subsahariano, fue tal vez capital. Los nutricionistas hablan de las proteínas como «el alimento del cerebro». El hambre, la desnutrición debilitan la gimnasia del espíritu. Hay muchas cosas que todavía no comprendemos —aunque Hegel percibió su papel central acerca de la atmósfera cotidiana de esclavitud, acerca de la incidencia de la esclavitud en la sensibilidad individual y social. Sin embargo, es evidente que para los privilegiados, y eran relativamente numerosos, la propiedad de esclavos comportaba ocio y exención de las tareas manuales y domésticas. Concedía tiempo y espacio para el libre juego del intelecto. Esto es una enorme licencia. Ni Parménides ni Platón tuvieron necesidad de ganarse la vida. Bajo unos cielos templados, un hombre nutrido puede proceder a debatir o escuchar en el ágora, en las arboledas de la Academia. El tercer elemento es el más difícil de evaluar. Con excepciones estelares, las mujeres desempeñaban un papel que las confinaba en casa, un papel a menudo subordinado en cualquier asunto, indudablemente en los asuntos filosófico-retóricos de la polis. Quizá algunas tuvieran acceso a la educación superior, pero hay pocos testimonios anteriores a Plotino. Esta abstención (¿impuesta, tradicional?) ¿contribuyó al lujo e incluso a la arrogancia de los hombres entregados a reflexión? ¿Llega, a través de la sorprendentemente modesta contribución de las mujeres a las matemáticas y a la metafísica, hasta nuestro tiempo, ahora metamórfico? Proteína, esclavitud, prepotencia masculina: ¿cuál fue su causalidad acumulativa en el milagro griego?
Porque, seamos claros, aquello fue un milagro.
Consistió en el descubrimiento —aunque ese concepto sigue siendo esquivo— y el cultivo del pensamiento abstracto. De la meditación y cuestionamiento absolutos, no contaminados por las demandas utilitarias de la economía agraria, la navegación, el control de las inundaciones, la profecía astrológica dominante, muchas veces con brillantez, en las civilizaciones circundantes, la del Mediterráneo, la de Oriente Próximo y la de la India. Solemos dar por sentada esta revolución, siendo como somos producto de ella. En realidad es extraña y escandalosa. La ecuación de Parménides entre pensamiento y ser, el dictamen de Sócrates de que la vida no examinada no es digna de ser vivida, son provocaciones de una dimensión verdaderamente fantástica. Encarnan la primacía de lo inútil, como presentimos en la música. En la orgullosa expresión de Kant, aspiran al ideal de lo desinteresado. Lo cual es más extraño, quizá éticamente más sospechoso, que la disposición a sacrificar la vida a una obsesión abstracta e inaplicable, como hace Arquímedes cuando cavila sobre las secciones cónicas o como Sócrates. La fenomenología del pensamiento puro es casi demoníaca en su extrañeza. Pascal, Kierkegaard dan testimonio de ello. Pero las corrientes profundas de radiante «autismo» que relacionan las matemáticas griegas y el debate especulativo y teórico, que exalta la búsqueda de la verdad por encima de la supervivencia personal, lanza el gran periplo occidental. Impulsa ese «viajar por extraños mares de pensamiento solo» que Wordsworth atribuye a Newton. Nuestra concepción de teorías, nuestras ciencias, nuestros desacuerdos razonados y funciones de verdad, tantas veces abstrusos, avanzan bajo esa lejana luz jónica. Como proclama Shelley, «todos somos griegos». Repito: milagro hay, pero también extrañeza y, acaso, un toque inhumano.
La prosa literaria y filosófica, es más, la prosa misma, llega tarde. Su conciencia de sí misma es apenas anterior a Tucídides. La prosa es totalmente permeable al desaliño y a las corrupciones del «mundo real». Es ontológicamente mundana (mundum). La secuencia narrativa lleva a menudo consigo la promesa espuria de una relación y una coherencia lógicas. Milenios de oralidad preceden al uso de la prosa para algo que no sean anotaciones administrativas y mercantiles (esas listas de animales domésticos en Lineal B). Dejar constancia en prosa de proposiciones y debates filosóficos, de ficciones y de la historia, es una ramificación especializada. Es posible que sea síntoma de decadencia. Como es bien sabido, Platón lo ve con disgusto. La escritura —exhorta— socava, debilita las primordiales fuerzas y artes de la memoria, madre de las musas. Implica una fingida autoridad al impedir el cuestionamiento y la autocorrección inmediatos. Reivindica una falsa monumentalidad. Sólo los intercambios orales, la licencia para interrumpir, como en la dialéctica, pueden avivar la indagación intelectual encaminada al discernimiento responsable, un discernimiento que es adecuado para la discrepancia.
De ahí el repetido recurso al diálogo en las obras del propio Platón, en los libros perdidos de Aristóteles, en Galileo, Hume o Valéry. Porque preserva dentro de sus formas fijadas por escrito la dinámica de la voz que habla, porque en esencia es vocal y afín a la música, la poesía no sólo precede a la prosa sino que es, paradójicamente, el modo performativo más natural. La poesía ejercita, nutre la memoria como no hace la prosa. Su universalidad es incluso la de la música; muchos legados étnicos no tienen otro género. En las escrituras hebreas, los elementos prosaicos están imbuidos del redoble del verso. Leídos en voz alta, tienden al canto. Un buen poema comunica el postulado de un nuevo comienzo, la vita nuova de lo inaudito. Gran parte de la prosa es animal de costumbres.
Las demarcaciones que suponemos, poco menos que casualmente, entre la metafísica, las ciencias, la música y la literatura, no tenían ninguna relevancia en la Grecia arcaica. No sabemos casi nada de los orígenes oraculares, rapsódicos y didácticos de lo que había de llegar a ser el pensamiento cosmológico. No sabemos nada de los chamanes de la metáfora a los que debemos la identidad de la mente occidental, que cimentaron lo que Yeats denominó «monumentos del intelecto que no envejece». Las atribuciones a círculos órficos, a cultos mistéricos, a rudimentarios contactos con prácticas adivinatorias persas, egipcias, tal vez indias, siguen siendo como mucho hipotéticas. Hay razón para creer que las enseñanzas presocráticas eran recitadas oralmente, quizá cantadas, como intuyó Nietzsche. Durante mucho tiempo, las fronteras entre los relatos de la creación, las ficciones mitológico-alegóricas, por una parte, y las máximas filosóficas con sus enunciados, por otra, fueron enteramente fluidas (Platón es un virtuoso del mito). En alguna etapa irrecuperable, la abstracción, el cogito, asume su autonomía imperativa, su ideal extrañeza. Las teorías —ellas mismas un formidable concepto cuestionador ajeno a tantas culturas sobre los elementos y la regulación del mundo natural, sobre la naturaleza del hombre y su condición moral, sobre lo político en el sentido abarcador, podrían formularse de la manera más incisiva en modos poéticos. Éstos, a su vez, podrían facilitar el recuerdo y la memorización. El precedente rapsódico, sus subversiones de la textualidad, perturban a Platón. Son testimonio de ello las inquietas ironías de su Ión. Lo encontramos nuevamente en las paradojas de Wittgenstein sobre lo no escrito. Persiste la creencia de que Homero y Hesíodo son los verdaderos maestros de la sabiduría. El paradigma del poema filosófico, de un perfecto ajuste entre expresión estética y contenido cognitivo sistemático, llega a la modernidad. La «aspiración» de Lucrecio a «verter el claro de los cantos sobre el más oscuro de los temas» nunca ha perdido su hechizo.
La estética del fragmento ha llamado la atención en los últimos tiempos. No solamente en la literatura. En las artes, el boceto, la maqueta, el borrador, han sido valorados por encima de la obra acabada. El romanticismo los invistió del aura de lo inconcluso, de la gracia inacabada que la muerte prematura otorga. Mucho de lo que es emblemático de lo moderno queda inconcluso: Proust y Musil en la novela, Schönberg y Berg en la ópera, Gaudí en la arquitectura. Rilke exalta el torso escultórico, T. S. Eliot apuntala fragmentos «contra nuestra destrucción».
Son cuestiones importantes. Los movimientos centrífugos, anárquicos, de la política moderna, el accelerando de la ciencia y la tecnología, la socava de las estabilidades clásicas en nuestro modo de entender la conciencia y el significado, como en el psicoanálisis y en la deconstrucción, hacen inverosímiles la armonía y la inteligibilidad sistemáticas. «El centro no puede resistir». Las ambiciones enciclopédicas de la Ilustración, las enormes construcciones del positivismo, como las de Comte y Marx, ya no convencen. Nos resulta difícil contar o escuchar las «grandes historias». Nos vemos arrastrados a lo indefinido, a la forma aperta. Levinas distingue entre la exclusión y las aserciones coactivas de la «totalidad» y la promesa totalitaria y liberadora, mesiánica en esencia, de la «infinitud». Adorno se limita a equiparar la completitud con la falsedad.
Estas antinomias son tan antiguas como la propia filosofía. En consonancia con unas polaridades radicales de la sensibilidad humana, han estado quizá los maestros constructores y los mercuriales profesionales de la taquigrafía, de la percepción en movimiento provisional. El linaje de Aristóteles es el de un intento de recolección y cosecha total. Inspira la plenitud de Agustín y la Summa de Aquino. Suscribe la coherencia axiomática de la Ética de Spinoza y el universalismo newtoniano de Kant. Primordial entre los constructores sistemáticos es Hegel, cuyo recurso mismo al término «enciclopedia» corona una ambición milenaria. Cuando prometen al marinero que pasa la revelación de todo cuando ha sido y será, las sirenas ponen música a Hegel.
La contracorriente se remonta a los presocráticos y a los abruptos y paratáxicos aforismos del Eclesiastés. Aun siendo formalmente profusos y discursivos, los ensayos de Montaigne —no debemos pasar por alto el significado literal de la palabra «ensayo»— avanzan a pasos agigantados digresivos. Avanzan a base de notas marginales y de una existencia anotada. Los Pensamientos de Pascal llevan a cabo la aparente contradicción de una magnitud fragmentada, de unas inmensidades fracturadas. Este modelo se hará realidad en la «fotografía con flash» de Novalis y Coleridge, precisamente donde estos pensadores se vieron perseguidos por el espejismo de un omnium gatherum (la coletilla macarrónica de Coleridge). Todo Nietzsche, todo Wittgenstein son fragmento, unas veces querido, otras impuesto por circunstancias contingentes. Por el contrario, los escritos de Heidegger alcanzarán los noventa tomos, y la inconclusión de Ser y tiempo es enmendada incesantemente con posterioridad. Sólo aquellos demasiado débiles o vanidosos para no hacerlo así escriben, publican libros, dijo Wittgenstein. Puede que las verdades del fragmento, si hay suerte, rocen las del silencio.
El formato en que el pensamiento presocrático ha llegado hasta nosotros es, sin duda, en buena medida fortuito. Lo que tenemos son restos. Muchos de estos adagios están incrustados, tal vez de manera inadecuada, en contextos posteriores, a menudo polémicos y adversativos (en los Padres de la Iglesia o en detractores de Aristóteles). Los requisitos materiales para la conservación de obras escritas extensas se desarrollaron con lentitud. Preceden en poco a la redacción de las epopeyas homéricas. Sólo una vez consulta Sócrates un pergamino escrito. Pero hay también motivos de peso para el tenor aforístico y apodíctico de estas declaraciones aurorales.
Cuando el magus de Mileto anuncia que toda materia tiene su fundamento en el agua, cuando un sabio rival de Éfeso afirma que todo es en última instancia fuego, cuando un vidente siciliano proclama la unidad de todas las cosas mientras un sofista errante insiste en su multiplicidad, no hay, estrictamente considerado, nada que añadir. La demostración paso a paso, tal como se expone en matemáticas, llega sólo gradualmente a la cosmología y a la metafísica. Al principio, pensamiento y máxima están, por así decirlo, ebrias del absoluto, del poder de una frase para expresar el mundo en palabras. La extrema concisión, además, saca efecto de la exposición oral y llama en su ayuda a la memoria. El volumen mismo de los diálogos de Platón no es lo menos importante de su genio revolucionario. Aunque también aquí se recurre con frecuencia a ficciones de oralidad, a la rememoración reproductiva. Las lapidarias enseñanzas de los presocráticos pueden ser difundidas de boca en boca y memorizadas por toda una comunidad preletrada. «De una longitud pigmea» (la expresión de Jonathan Barnes), estos arcaicos vestigios hablan de las que sin duda fueron unas audaces —en cierto sentido extasiadas— incursiones a mares desconocidos. El símil del pensamiento filosófico como una Odisea persistirá hasta Schelling.
Tal vez lo oscuro de muchos de estos vestigios no sea accidental, si bien nuestra ignorancia del entorno relevante y de las especificidades lingüísticas contribuye a ello. Si lo «órfico», lo «heraclitiano», lo «pitagórico» poseen connotaciones de lo hermético, esta asociación implica la posible existencia de unos círculos teosóficos, filosóficos, incluso políticos, más o menos iniciados. Los acólitos de Wittgenstein ofrecen un equivalente moderno. Nos señalan también el camino hacia unas conexiones entre la génesis de la racionalidad filosófica y la recitación, mucho más antigua y en ocasiones ritual, de poesía. El tema de Orfeo es inextricablemente mítico, pero apunta a lo que podemos presentir de las fuentes tanto de la música como del lenguaje. La extrema fuerza de la fábula no ha disminuido con el paso de los milenios. Ya para los antiguos, la sabiduría visionaria de Orfeo instruye a sus hechizados oyentes acerca de los orígenes del Cosmos y la instauración de una jerarquía olímpica. Para los mitógrafos, artistas y poetas medievales y renacentistas, este programa cantado, tal como se presenta en los Argonautas de Apolonio de Rodas, hizo de Orfeo el engendrador del entendimiento cosmológico. Un engendrador trágico, en cuya estela la filosofía nunca evadirá la configuradora sombra de la muerte.
La armonía de poesía, música y metafísica sigue rondando a la filosofía como un fantasma fraternal. Cerca del fin, Sócrates vuelve a Esopo y al canto. Hobbes traduce a Homero en verso. El áspero Hegel escribe un poema hondamente sentido sobre la Dichtung [poesía]. Se ha puesto música a pasajes de Platón y del Tractatus. Como hemos visto, en su más alto grado, estas actividades tienen en común una enorme inutilidad. Ya de Tales se dijo que había rechazado todo provecho material. Es pragmáticamente absurdo sacrificar la vida en defensa de una hipótesis intelectual especulativa; renunciar a la seguridad económica y a la estima social para pintar cuadros que nadie desea ver, mucho menos comprar; componer música sin expectativas realistas de que sea interpretada u oída (los aparatos electrónicos han matizado un tanto esta paradoja); proyectar espacios topológicos para siempre más allá de la demostración o de la decidibilidad.
Asociar la poesía con las locuras del amor constituye un tópico adecuado, pero las soledades interiores y las abstinencias de la normalidad que activaron la lógica en Gödel no son menos extrañas. El eros puede tener su recompensa. ¿Qué es lo que hace que el abstruso razonamiento filosófico sea indispensable para ciertos hombres y mujeres? ¿Qué pasión desinteresada o arrogancia induce a Parménides y a Descartes a identificar la reflexión y el ser? En realidad no lo sabemos.
He sugerido que el «descubrimiento» de la metáfora encendió el pensamiento abstracto, desinteresado. ¿Hay algún animal que haga metáforas? No es solamente el lenguaje lo que está saturado de metáforas. Es nuestra compulsión, nuestra capacidad para inventar y examinar mundos alternativos, para construir posibilidades lógicas y narrativas más allá de cualesquiera limitaciones empíricas. La metáfora desafía, vence a la muerte —como en la historia de Orfeo de Tracia—, lo mismo que trasciende el tiempo y el espacio. De manera frustrante, somos incapaces de establecer, incluso de imaginar, en qué hora un agente humano de la antigua Grecia o Jonia vio que el océano era oscuro como el vino, que el hombre en la batalla se había convertido en un voraz león. O de comprender cómo el autor del Libro de Job vio las estrellas arrojando sus lanzas. ¿De qué modo plausible, además, se puede entender que la música y las matemáticas son metafóricas? ¿Qué es lo metafórico en la relación de ambas con la experiencia cotidiana y en su radical autodistanciamiento de ella? ¿De qué es metáfora una sonata de Mozart o una conjetura de Goldbach?
La filosofía presocrática parece hacer erupción de un magma metafórico (lo volcánico no está lejos). Una vez que un viajero de Argos hubo visto a los pastores en las colinas pedregosas como «pastores de los vientos», una vez que un marinero que había salido del Pireo hubo sentido que su quilla estaba «labrando el mar», el camino a Platón y a Immanuel Kant estaba abierto. Empezó en la poesía y nunca ha estado lejos de ella.
«La fuerza del pensamiento y del estilo de Heráclito es tan abrumadora que es capaz de arrastrar la imaginación de sus lectores […] más allá de los límites de la interpretación sensata». Esto observó Hermann Fränkel, el más comedido de los estudiosos. La misma historia de los intentos de dilucidar los fragmentos heraclitianos, a menudo truncados o imperfectamente transmitidos dentro de unos contextos posteriores, adversativos, figura entre las más altas aventuras intelectuales desde antes de Platón hasta Heidegger. Heráclito es, para Blanchot, el primer virtuoso del juego surrealista. Para numerosos artistas y poetas, el icono mismo de la soledad meditativa, del aislamiento aristocrático. «Ce genie fier, stable et anxieux» [«Este genio orgulloso, estable y ansioso»], escribe René Char, hechizado, como T. S. Eliot, por una voz que consume la cáscara de una traducción desconcertada. Sin embargo, Sexto Empírico y Marco Aurelio hallan a Heráclito cívicamente comprometido y escrupuloso en la observancia colectiva. Para Nietzsche, su «legado nunca envejecerá». Junto con Píndaro, dictamina Heidegger, Heráclito domina un lenguaje que exhibe la sin par «nobleza del comienzo». Los albores del significado.
Filólogos, filósofos, historiadores de la Hélade arcaica, se han esforzado en definir, en circunscribir esta fuerza auroral. Las máximas de Heráclito son arcos de voltaje comprimido que prenden fuego al espacio entre palabras y cosas. Su concisión metafórica sugiere proximidades de encuentro existencial, primacías de experiencia en buena medida irrecuperables para las racionalidades y la lógica secuencial al estilo de Aristóteles. El Logos es a un tiempo enunciación performativa y un principio inherente a lo que significa. Esta enunciación, la descodificación del pensamiento, asume una realidad sustantiva, de un modo u otro exterior al hablante (die Sprache spricht [el habla habla] de Heidegger). En algunos aspectos, Heráclito da testimonio de los orígenes de la conciencia inteligible (Bruno Snell). Así, Heráclito celebra y combate a la vez —toda celebración es agonal— el terrible poder del lenguaje para engañar, para degradar, para burlarse, para sumergir un merecido renombre en la oscuridad del olvido. Dialécticamente, la capacidad del lenguaje para adornar y atesorar el recuerdo conlleva también sus facultades para el olvido, para el ostracismo del recuerdo.
Heráclito «trabaja de una manera original con la materia prima de la lengua humana, donde “original” significa al mismo tiempo lo inicial y lo singular» (Clémence Ramnoux, uno de los comentadores más perspicaces). Abre una cantera en el lenguaje antes de que se debilite convirtiéndose en imaginería, en erosionada abstracción. Sus abstracciones son radicalmente sensoriales y concretas, pero no al modo oportunista de la alegoría. Ejecutan, ponen en escena el pensamiento allí donde todavía es, por así decirlo, incandescente —el tropo del fuego es inevitable—, allí donde sigue a la conmoción de un descubrimiento, de una confrontación desnuda con su propio dinamismo, ilimitado y constreñido al mismo tiempo. Heráclito no narra. Para él, las cosas poseen una evidencia y un enigma de presencia total como la del rayo (su propio símil). ¿Cómo sería el pasado verbal del fuego? No todos han sido seducidos. La contradicción, el instrumento elegido de Heráclito, «implica falsedad, y no hay más que hablar» (Jonathan Barnes). Era un «paradojógrafo» cuya «incompetencia conceptual» es patente. Es un veredicto al que Platón, aunque fascinado por Heráclito, alude en el Sofista.
Ya para los antiguos, Heráclito era proverbialmente críptico. Un proponente de oscuros acertijos, igualmente desdeñoso de sus inferiores plebeyos y de aquellos, la gran mayoría de la humanidad, que son incapaces de entender una paradoja o un argumento filosófico. Pero ¿qué significa para el pensamiento articulado, para el discurso ejecutivo, ser «difícil»? En otro lugar he intentado bosquejar una teoría de la dificultad. Lo más corriente es contingente y circunstancial. No sabemos casi nada del trasfondo lingüístico y social del lenguaje peculiar de Heráclito y su terreno de alusiones. No podemos investigar. Desecha con crudeza a Homero y a Arquíloco porque no han comprendido la armonía de opuestos que gobierna la existencia humana, porque derrochan palabras en fantasías pueriles. Pero en los textos de Heráclito aparecen de repente hexámetros épicos y, en sus referencias a los animales, algo que podrían ser elementos de fábulas preesópicas. Los nombres metafóricos que a menudo enumera en lugar de nombres comunes apuntan a las gnómicas formulaciones de lo oracular. Sencillamente, no sabemos lo suficiente sobre las convenciones oraculares, mánticas y órficas para valorar su influencia en Heráclito. Como es sabido, el frag. XXXIII afirma que Apolo, «cuyo oráculo se halla en Delfos, ni declara ni oculta, sino que da un indicio» (una jugada wittgensteiniana). Contrario a un acto adánico de dar nombre a las cosas, Heráclito no etiqueta ni define la sustancia sino que infiere su esencia contradictoria. Las ambigüedades semánticas, un segundo orden de dificultad, relacionan lo interior con lo exterior y a la vez marcan su disociación. También acaso como derivación de precedentes arcaicos, los acertijos son cruciales (son la cruz, el quid). El retruécano, el juego de palabras, la sinonimia engañosa comunican los abismos polisémicos, la constante movilidad de los fenómenos y su supuesto equivalente lingüístico. Las afinidades poéticas, por ejemplo, con la etiología del Caos en Hesíodo, son admisibles, pero no pueden ser demostradas. Algunos estudiosos han propuesto analogías entre la cosmología de Heráclito y los mitos de Oriente Próximo sobre la creación. ¿Qué sabían, si es que sabían algo, de Egipto? Es casi imposible no pensar que el simbolismo zoroastriano del fuego encuentra eco en Heráclito. Éfeso linda con Irán. En términos generales, sin embargo, el nervio de la gramática y del vocabulario heraclitiano, de sus construcciones paratácticas y elisiones es suyo. Sólo ciertas odas corales de la tragedia, sólo ciertos tropos de Píndaro ofrecen algún paralelismo. No es verbalmente sino en la música donde tienen su análogo las suspensiones de la lógica lineal y las simultaneidades en movimiento contrario (cánones inversos) de Heráclito. Nietzsche percibió esta afinidad. También aquí, como en Zaratustra y en las melodías a medianoche de Nietzsche, la oscuridad puede tornarse luminosa.
La «oscuridad» es indudablemente parte del hechizo que Heráclito ha ejercido sobre la literatura. Este «penseur-poète» tan hipnótico es representativo de una tradición y una estética de la «materia oscura». De un linaje que incluye a Píndaro, a Góngora, a Hölderlin, a Mallarmé y a Paul Celan. Tenemos la tentación de decir que donde la poesía es más ella misma, donde más se acerca la fusión de contenido y forma en música, es donde su inclinación hacia lo hermético será más poderosa. Hay una persistente concepción de la poesía como insurgente contra el lenguaje natural, contra toda dialektike techne, los criterios secuenciales de la demostración racional y de la persuasión ordenada. Las dificultades resultantes son lo que he llamado «ontológico». Lo pensado y lo dicho tratan de trascender los medios a su alcance, imponer unas potencialidades transgresoras. T. S. Eliot alude a esta «condición límite» en los ecos heraclitianos de los Cuatro cuartetos (la cita musical es evidente). Heráclito empuja la expresión hacia la aporía, hacia unas antinomias e indecidibilidades que están en el borde mismo del lenguaje, como si el lenguaje, al igual que las matemáticas, pudiera generar desde dentro de sí mismo un entendimiento innovador, que se haga valer. Precisamente Char invoca sus «contraires —ces mirages ponctuels et tumultueux […] poésie et vérité, comme nous savons, étant synonimes» [«contrarios, estos espejismos puntuales y tumultuosos […], al ser sinónimos, como sabemos, poesía y verdad».
Son los más «estilosos» de los filósofos, los que están más alerta a las limitaciones y recursos expresivos del pensamiento enunciado, a su implícita cadencia, como Kierkegaard y Nietzsche, los que se fijan en Heráclito. Son Novalis, profesional del fragmento órfico, y Heidegger, el neologista, el artesano de la tautología. Los intelectos rapsódicos y oraculares reconocen en Heráclito el choque fundamental, generativo, entre la esquiva opacidad de la palabra y la claridad y evidencia de las cosas, igualmente esquiva pero convincente. La aprehensión inmediata o apresurada, lo coloquial, pierde esta tensión decisiva, la del arco y la lira, en la famosa dualidad de Heráclito. Escuchar atentamente —Nietzsche definió la filología como «leer despacio»— es experimentar, siempre de manera imperfecta, la posibilidad de que el orden de las palabras, especialmente en la métrica y en el sistema nervioso métrico que hay en la buena prosa, refleje, quizá sostenga la coherencia del Cosmos, oculta pero manifiesta. Una conjetura esencial para la metafísica. La analogía con los modelos pitagórico o kepleriano de la concordancia entre las relaciones armónicas e intervalos en la música y los movimientos planetarios es relevante. Una vez más, la música es el tránsito entre la especulación metafísico-cosmológica, es decir, el «reflejo», y la articulación semántica.
La oculta violencia de la inspiración fascinó a Heráclito no menos que a Rimbaud o a Rilke. Invoca a la «sibila de boca delirante» cuya voz, añade Plutarco, «atraviesa un milenio». Alude, aunque cautelosamente, a los acólitos que «deliran por Dionisos» en extática posesión. Pero la excelencia de Heráclito como escritor se halla en su exponencial economía. Muy pocas y escuetas palabras se extienden al infinito (un efecto que se hace realidad en el díptico de Ungaretti —M’illumino d’immenso—, donde lo inmenso ilumina e ilustra). Ya me he referido a cómo utiliza Heráclito la palabra «arco», que se diferencia de la «vida» por un simple acento[1]: «El nombre del arco es vida; su obra es la muerte». Una concisión en la que están presentes Artemis y Apolo como sombras incipientes. La construcción gramatical puede hacer de un aparente acertijo o paradoja una fuente de intuición en expansión: «la muerte es todas las cosas que vemos despiertos; todo lo que vemos dormidos es sueño». Las estructuras circulares descienden en espiral hasta unos abismos esotéricos que, erróneamente, podríamos ver como psicoanalíticos: «El hombre vivo toca al muerto en su sueño; al despertar, toca al durmiente» (Heráclito es nuestro gran pensador sobre el sueño). Con audacia, quizá el único entre los antiguos, Heráclito, desafía a los dioses en un aforismo tensamente equilibrado: los inmortales y los mortales están unidos «viviendo la muerte del otro, muertos en la vida del otro». Nietzsche atiende a las implicaciones de este frag. XCII y Eurípides le dará eco: «¿Quién sabe si la vida es muerte pero la muerte a su vez / es reconocida allá abajo como vida?». «La realeza pertenece al niño». «El rayo gobierna todas las cosas», que Heidegger hace capital para sus enseñanzas. Un surrealismo cognitivo que casi desafía la paráfrasis.
Dieciséis palabras bastan para poner en escena un drama cósmico: «El sol no transgredirá su medida. Si lo hace, las Furias, ministras de justicia, lo descubrirán». El choque entre métrica y medida universal (métra) y justicia infernal inspirará el prólogo del Fausto de Goethe. Aunque la cita en sí sea una paráfrasis plutarquiana, Heráclito está inconfundiblemente incrustado: «Las almas husmean en el Hades, utilizan su sentido del olfato». Como los poetas, Heráclito sigue al lenguaje a donde lo lleve, a donde sea receptivo a su autoridad interior y autónoma, con una confianza de sonámbulo y sin embargo extremadamente lúcida. De ahí sus recurrentes intentos por describir, por hacernos partícipes de la nebulosa zona entre el sueño y la vigilia. El día que se funde con la noche, la noche que engendra el día destruyendo la cruda luz mediterránea. No hay aquí distinción alguna entre hallazgo filosófico o científico y forma poética. Las fuentes del pensamiento son idénticas en ambos (poiesis). La poesía traiciona a su daimon cuando es demasiado perezoso o autocomplaciente para pensar profundamente (el astreindre de Valéry). A su vez, el intelecto refuta la música configuradora que lleva en su interior cuando olvida que es poesía.
Cuentan los antiguos que Heráclito depositó el pergamino que contenía sus escritos en el templo de Artemisa en Éfeso. Wittgenstein observa que habría deseado dedicar las Investigaciones filosóficas a Dios. Son llamativos otros aspectos comparables de método y sensibilidad. Ambos pensadores no dejan ni un instante de ser conscientes de lo que hay más allá de la expresión verbal racional, de las afirmaciones del misticismo y del silencio, que a un tiempo revocan y validan la legitimidad de la palabra. El autor del Tractatus, no menos que Heráclito, desconfiaba al parecer de la completitud sistemática. Lo fragmentario hablaba de un pensamiento en movimiento provisional. Dotaba de poder a un aliento comprimido. El timbre, el tono del estilo de ambos, es a menudo afín. Como también lo es la virtud o la desventaja que posee ese estilo para generar el aura del mito, de la inspiradora extrañeza que emana de las dos personae. Un retraimiento, un palpitar de secretismo refuerza las proposiciones de los dos: «Dios no se revela en el mundo» (Tractatus 6432); «Toda consecuencia sucede a priori» (5133); «Yo soy mi mundo (el microcosmos)» (5.65); «La filosofía no es una enseñanza, sino una actividad» (4112).
Esta economía oracular se traslada a unos dicta de Wittgenstein más técnicos y heurísticos. Ambos sabios poseen el raro don de convertir acertijos lógicos o provocaciones didácticas en algo similar a un destello de poesía pura. «¿Son rojas las rosas en la oscuridad?». «El verbo soñar ¿tiene presente?». Heráclito y Wittgenstein hacen «juegos de lenguaje» en los que la sintaxis y las convenciones de lo coloquial son corregidas por las de las matemáticas y la música. En § 459 de Zettel, Wittgenstein cita lo que dice Heráclito de que no es posible bañarse dos veces en el mismo río. «En cierto sentido nunca es excesivo el cuidado que se tiene al tratar errores filosóficos, contienen demasiada verdad». Justo como las adivinanzas de Delfos. Recordamos el legein de Heráclito y sus posibles contactos con el Eclesiastés cuando Wittgenstein anota en 1937: «También en el pensar hay un tiempo para arar y un tiempo para recoger la cosecha». Y durante las tinieblas de 1944: «Si en la vida estamos rodeados por la muerte, igualmente en la salud de nuestro intelecto estamos rodeados por la locura» (aquellas «bocas delirantes» de Heráclito). ¿Podría haber algo más acorde con el espíritu de Heráclito que la exhortación wittgensteiniana de 1947: «Siempre olvidamos descender hasta los fundamentos. No ponemos los signos de interrogación a suficiente profundidad»?
La cuestión es sencilla: tanto en la filosofía como en la literatura, el estilo es la sustancia. La amplitud retórica y la contracción lacónica ofrecen imágenes e interpretaciones opuestas del mundo. La puntuación es por tanto epistemología. En la filosofía reside la perenne tentación de lo poético, a la que se puede dar la bienvenida o rechazarla. Los matices de tensión e interacción son múltiples. Enseñanzas aparentemente dispares se tornan contingentes por obra de unas afinidades de voz. «Cuando filosofas, tienes que descender al caos primitivo y sentirte a tus anchas en él». ¿Estaba Wittgenstein, en su cuaderno de 1948, trascribiendo un fragmento de Heráclito que aún no estaba al alcance de los demás? Otro minimalista de la inmensidad es Samuel Beckett. Son frecuentes los ecos de Spinoza y Schopenhauer. Nuevamente, los cruces no son necesariamente los de una doctrina específica. El tema es el de la rima, la entonación, el giro gramatical. Se da resonancia al esqueleto mismo del lenguaje. Palabras, muchas veces monosílabos, presionan contra lo no dicho. Las conjunciones copulativas y disyuntivas, formalmente vacías, adquieren una finalidad normativa, monumental: «CLAMABAIS por la noche y llegó. CAE; ahora clamad en la oscuridad… Momentos para nada, ahora igual que siempre, el tiempo nunca fue y el tiempo ha terminado, la cuenta está cerrada y la historia concluida» (no es un mal resumen del fin de la historia de Hegel). Considérese la marea heraclitiana de movimiento perpetuo, de flujo cósmico en La última cinta de Krapp: «Estábamos allí tendidos, sin movernos. Pero por debajo de nosotros se movía todo, suavemente, para arriba y para abajo y de un lado a otro». Tanto en el filósofo como en el dramaturgo, el ministerio del tiempo es insondable: «De vez en cuando, el centeno, agitado por un ligero viento, proyecta y retira su sombra». Cuán vívida es la cosmogonía presocrática en la demencial monodia de Lucky de Esperando a Godot: «en el campo en las montañas y a orillas del mar y de corrientes y de agua y de fuego el aire es el mismo y la tierra a saber el aire y la tierra por los grandes fríos el aire y la tierra hechos para las piedras por los grandes fríos», donde la elisión de la puntuación manifiesta percepciones arcaicas de una armonía elemental anterior a las empobrecedoras y distorsionantes fragmentaciones de la lógica y las ciencias. Tierra, aire, fuego y agua, tan inmediatos para Beckett como para los visionarios anteriores a Platón. Al igual que en Heráclito, las brevedades de Beckett salvaguardan su implosivo secreto. Reprenden «¡esa manía de explicar! ¡El punto sobre cada i hasta matarla!» (Catástrofe). ¿Y cómo podría Shakespeare haber dejado de observar lo que dice Heráclito de los condenados que husmean su camino al infierno cuando al torturado Gloucester le dicen burlonamente que se guíe por el olfato, a ciegas, para llegar a Dover? Igual que entre la metafísica y la poesía, la atmósfera está cargada de ecos.
También de fracasos. Con la frustración de no ser capaces de plasmar, de comunicar en el lenguaje y a través de él el nacimiento, incipiente y vacilante, del significado. Como mucho, presentimos ese nacimiento en Anaximandro, en Heráclito, en las desesperadas franquezas de las Investigaciones filosóficas. ¿Qué tumultos, que celebraciones pero también reveses de la conciencia acompañaron sin duda al descubrimiento, absolutamente inquietante, de que el lenguaje puede decir cualquier cosa, pero nunca agota la integridad existencial de su referencia? Cuando Beckett nos manda que fracasemos, volvamos a fracasar pero «fracasemos mejor», establece la sinapsis en la cual engranan el pensamiento y la poesía, la doxa y la literatura. «Es el comienzo lo que es difícil».
Ese inicio, ese tenor del alborear del pensamiento, es puesto de relieve por Heidegger en sus conferencias sobre Parménides de 1942-1943. Los intentos editoriales y exegéticos de discernir entre poema y cosmología en Parménides son anacrónicos. Ninguna disociación de ese tipo es válida. En lugar del Lehrgedicht o poema didáctico, Heidegger propone el Sagen, una «totalidad de lo enunciado», como la única categoría apropiada para lo que podemos comprender de la visión y la intención de Parménides. Nos resulta difícil hacer justicia a esta forma porque somos incapaces de «ir hacia el principio», de remontar la corriente para ir donde el significado ha tenido tal vez su origen.
El brillo autocrático de Heidegger —fundado en el dogma, escandaloso pero no del todo fácil de refutar, según el cual solamente los antiguos griegos y los alemanes posteriores a Kant están dotados de los medios ejecutivos de la metafísica magisterial— posee una fascinación aforística propia. Los contrastes que traza entre la alegoría de Parménides, entre el latido alterno de descubrimiento de uno mismo y el retraimiento que hay en el griego aletheia («verdad»), por una parte, y la celebración de la «franqueza» de la VII de las Elegías de Duino de Rilke, por otra, cristalizan casi todas las facetas del tema y la historia de la poesía del pensamiento. El comentario de Heidegger es casi intraducible, como lo es la poesía con la que está entretejido: «Das Haus der Göttin ist der Ort der ersten Ankunft der denkenden Wanderung» [«La casa de la diosa es el lugar adonde primero llega el deambular pensante»]. El viaje hacia la morada de la deidad que pone en marcha el texto de Parménides «ist das Hindenken zum Anfang» [«es el pensar hacia el comienzo»]. Es el «pensamiento del inicio». A la filología académica y a la crítica textual les parece irresponsable este lenguaje.
La manera en que Parménides hace uso del ritmo, de las yuxtaposiciones simétricas, recuerda un friso arcaico. Lo que tenemos que extraer, sostiene Karl Reinhardt en su influyente monografía de 1916, son las reglas de la composición arcaica. ¿En qué modos, característicos de los presocráticos, compendia Parménides la suma de sus argumentos en cada sección aparentemente diferenciada? Los rasgos mitológicos del poema no son vestidura ni mascarada en el sentido barroco. Lo mitológico encarna, permite, el único acceso directo a la invocación y expresión de lo abstracto cuando el lenguaje, antes de Aristóteles, no ha desarrollado todavía modos de predicación lógica. Pero ya Gorgias el sofista entendió que los versos de Parménides tienen la misma alineación imperativa que los movimientos de pensamiento que aquéllos tratan de verbalizar y unificar. Para Parménides, el mundo no es nada más que el espejo de mi pensamiento, una propuesta cuya enormidad a través de los milenios nunca debería pasarnos inadvertida. Así, la forma poética se convierte en la configuración natural para la más radical, abrumadora y sin embargo también extraña y tal vez antiintuitiva de las aseveraciones: la de la identidad de pensamiento y ser. Esta identidad existencial será un factor determinante en la génesis y peregrinación de la conciencia occidental. En cierto sentido, Descartes y Hegel son notas a pie de página. El vocabulario y la sintaxis de Parménides, hasta donde podemos discernirlos, representan el pensamiento como la voz del ser. La atmósfera aleccionadora de la prosa vendrá después.
Hay destellos de poesía en nuestros textos fragmentarios. Imitando a Homero, Parménides habla de la Luna «vagando en torno a la Tierra, una luz extranjera». Otro pasaje, que prefigura misteriosamente la astrofísica moderna, narra «cómo empezó a nacer la fuerza ardiente de las estrellas». Algunos estudiosos han sugerido que Parménides poseía una sensibilidad de poeta para las connotaciones psicológicas y las asociaciones acústicas de las palabras.
Como Heráclito, Parménides utiliza el oxímoron —¿cómo se descubrió éste?— para dramatizar, para «representar» su tesis central sobre un conflicto que tiende hacia una resolución armónica: el sol nos ciega, apagando las estrellas y haciendo así invisibles los objetos. Parménides parece dar constancia de una conciencia de poeta, de una capacidad para oír la naciente oleada y la prodigalidad del lenguaje antes de que se anquilosara en el uso coloquial, utilitario. Oportunamente, las salutaciones que inician el Parménides de Platón son eco de la bienvenida de la diosa en Sobre la naturaleza de Parménides. Estos procederes llevan la impronta del amanecer. Por el contrario, dice Heidegger, la nuestra es el Abendland, la tierra vespertina de la puesta de sol.
Formalmente, Empédocles es el mejor y más memorable de los dos poetas. Su lenguaje es a un tiempo arcaico y lleno de inventiva. La expresión del ciclo cósmico «ejerce una sutil fascinación estética; el estilo poético de Empédocles, grandioso, formulario, repetitivo, hierofántico, aumenta este poder de seducción» (Jonathan Barnes). Aristóteles menciona que Empédocles también había escrito poesía épica. El vivo jonio de Empédocles está salpicado de neologismos y giros locales. Muchas veces, sus pródigos epítetos provienen de Homero. La deuda con Hesíodo es evidente. Ciertos toques se derivan tal vez de Pitágoras y la jerga formularia de los cultos mistéricos. Empédocles hará en algunos momentos acto de presencia en Esquilo, sobre todo en la Orestíada. La matriz doctrinal es literaria. El verso filosófico de Empédocles, en especial sus Purificaciones, fue declamado en Olimpia por el rapsoda Cleomenes. El pensamiento se canta. Lo que surge es pura poesía: «Zeus, el esplendor blanco», «la muda muchedumbre de los peces, que desovan con profusión» (¿conocía Yeats ese verso?). Un terror surreal marca la descripción que hace Empédocles de los desgarrados pero errantes cuerpos de los muertos y la turbulencia del Caos (la bufera de Dante). Hay locuciones que, observa Barnes, hacen pensar en «un artista cartesiano». Empédocles habla de la dañosa avalancha de imágenes y conocimiento que se vierte en la mente humana. Su presión es polimórfica: «He sido ya niño y muchacha y arbusto / y pájaro y pez mudo en las ondas salobres». La radiante Afrodita anulará las escisiones agonísticas, los crueles odios y el derramamiento de sangre que entenebrecen nuestro mundo. A través de la poética de Empédocles, las limitaciones lógicas de la escuela eleática ceden ante tropos metafísicos e intuiciones líricas. La técnica de las variadas reiteraciones tiene su musicalidad didáctica.
De ahí la recurrente presencia de Empédocles en toda la literatura occidental. La leyenda de su suicidio, de su sandalia (¿de oro?) hallada al borde del cráter, ha otorgado a esta presencia un rasgo de icono. Empédocles sigue siendo el filósofo-poeta celebrado en la poesía. Ningún documento de la mitografía del pensamiento, ninguna reconstrucción de la extrañeza y el aislamiento sacrificiales de la creatividad intelectual supera las tres sucesivas versiones de la Muerte de Empédocles de Hölderlin. Los comentarios sobre este texto sobresaliente constituyen por sí solos un género metapoético y metafilosófico. Todas las cuestiones que trato de aclarar en este ensayo están expuestas en Hölderlin. Se da expresión íntima y monumental a la vez a una cosmología cíclica, al sino de un filósofo-rey que trae armonía a los trabajos y los días de los hombres, a la enseñanza hecha eros. No hay otra exégesis que se aproxime a cómo entiende Hölderlin la transición de Empédocles del ritual y la magia a la ética y la política. A su metamórfica interpretación de las exigencias autodestructivas, casi inhumanas, del pensamiento especulativo puro, que embelesa y consume los frágiles contornos de la razón. Hölderlin era el igual teórico de Hegel, pero empujado a adentrarse más en el torbellino del cuestionamiento y la experimentación del desastre que anticipa en su Empédocles. Sea cual fuere su capacidad de comunicación, el pensador preeminente está condenado a la soledad: «Allein zu sein / und ohne Götter, ist der Tod» [«Estar solo y sin dioses es la muerte»]. La soledad sin dioses es la muerte. Ni siquiera el ser humano al que más amemos puede pensar con nosotros.
La seriedad pedagógica del Empédocles en el Etna de Matthew Arnold no puede en modo alguno mitigar el dolor del autorretrato:

Antes de que la cavilación sofística haya cargado
de palabras la última chispa de conciencia del hombre,
antes de que el ser del hombre, antes de que el mundo,
sean despojados de su divinidad,
antes de que el alma pierda todas sus solemnes alegrías
y el pavor haya muerto y la esperanza sea imposible
y llegue la profunda noche eterna del alma,
¡recíbeme, ocúltame, sáciame, llévame a casa!

Lo que tenemos de los varios intentos nietzscheanos de componer un «Empédocles» no sólo es enigmático de por sí sino que apunta directamente a la figura de Zaratustra. McLuhan llama la atención sobre la herencia que hay en los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot del discurso de Empédocles sobre la doble verdad. La muerte de Empédocles en las llamas es evocada por Yeats, Ezra Pound y Joyce. Está presente en A una hora incierta, de Primo Levi, de 1984.
Estos encuentros y permutaciones literarios se extienden a los presocráticos en su conjunto. La pervivencia de Pitágoras en la tradición matemática, en la teoría musical, en la arquitectura y en el ocultismo llega desde la época helenística y Bizancio hasta el escolasticismo y la actualidad. Zenón y la paradoja de la inmovilidad de su flecha hacen su entrada meteórica en El cementerio marino de Valéry. El atomismo materialista de Demócrito forma parte del panteón marxista y del ansia de Marx por encontrar un precedente que le preste validez.
Posteriores corrientes en el pensamiento occidental se dejan percibir, aunque sea de forma embrionaria, en las declaraciones eleáticas, jonias, pitagóricas y heraclitianas. Son enteramente poéticas o, dicho con más exactitud, son anteriores a la diferenciación entre verso y prosa, entre narrativa anclada en la mitología y lo analítico. De esta fuente híbrida brota la permanente tensión entre imagen y axioma en toda nuestra filosofía. El canto de la sirena sobre la poética, el potencial de metáfora subversiva que conlleva, habita el pensamiento sistemático. Intentos de valerse de esta subversión, como en Nietzsche, o mantenerla rigurosamente a distancia, como en Spinoza o Kant, son el legado no resuelto del milagro de la meditación sonora que tuvo su origen (pero ¿cómo?) en Tales, Anaxágoras y sus inspirados sucesores.
Sin duda, Lucrecio acudió a Empédocles en busca de guía. El suicidio del magus estimula las evocaciones del Etna en De rerum natura VI: «flamma foras vastis Aetnea fornacibius efflet»: «como un torbellino de fuego sale repentinamente bramando del Etna». Santayana sitúa el poema de Lucrecio junto a la Comedia y al Fausto de Goethe. Es el locus classicus de nuestro tema. Pero las diferencias con estas otras cimas son fundamentales. Lucrecio aspira a una «alta vulgarización» de las enseñanzas cosmológicas y morales de Epicuro, a una exposición de cuanto instruye su maestro sobre la vida y la muerte, si bien les da un giro personal. Puede que se nos escapen muchas cosas de algo que bien pudiera ser una obra incompleta. Sin embargo, está claro que las reflexiones de Lucrecio y su visión del mundo, tal vez ecléctica, de influencia estoica, poseen un ímpetu propio. Las fuentes de la visión son dobles. Al modo epicúreo, Lucrecio aspira a liberar a hombres y mujeres de la sumisión a las supersticiones y del miedo a la muerte. Los dioses están lejos y posiblemente son mortales (Nietzsche conocía este texto). Iguales que nuestro mundo son los cielos, «que deben empezar y terminar». Al mismo tiempo, Lucrecio celebra y trata de explicar múltiples fenómenos naturales, la vida orgánica, cuyas maravillas y terrores transformativos observa sin inmutarse.
El himno inicial a Venus, patrona de la generación, ha resonado a través de los siglos. En la festiva versión de Dryden:

For every kind, by thy prolific might,
springs, and beholds the regions of the light.
[Pues toda especie, por tu poder prolífico,
nace, y contempla las regiones de la luz].

Las extensiones mismas del océano ríen ante este milagro generativo: tibi rident aequora ponti. Animados por el amor, por un cósmico élan vital [impulso vital], «los rebaños se tornan salvajes y brincan en sus pastos»; como el latín: «ferae pecudes persultant». Como contrapunto a este exultante naturalismo, Lucrecio muestra un implacable sentido del «principio de realidad», de la irremediable exposición humana al desastre. ¿Quién, salvo Tucídides, ha igualado su manera de presentar la peste, esa «marea de muerte» venida de Egipto que engulle a Atenas, agostando a los hombres hasta volverlos locos? Lucrecio insiste en la fuerza de la razón, del diagnóstico racional. Pero impone sus limitaciones. La observación es estremecedora: mussabat tacito medicina timore. En la traducción de C. H. Sissons:

The doctors muttered and did not know what to say:
they were frightened of so many open, burning eyes
turning towards them because they could not sleep.
[Los médicos enmudecieron y no supieron qué decir:
tenían miedo de tantos ardientes ojos abiertos
vueltos hacia ellos porque no podían dormir].

El sueño es fundamental en De rerum natura. Libera al espíritu de la agitación y la angustia. ¿Por qué inquietarse, si va a ser eterno después de la tensión de la vida pasajera? Es un axioma tan lapidario como el de Wittgenstein. Lucrecio concluye que «la muerte no puede vivirse», es inofensiva, está fuera de la existencia.
Lucrecio es el más latino de los poetas romanos, el único cuyo oído y sensibilidad lingüística coinciden intrínsecamente con el genio de la lengua donde está menos moldeada, como en Virgilio, por el griego como modelo. Ningún otro poeta romano iguala el peso, el caminar como de una legión en marcha:

ergo animus sive agrescit, mortalia signa
mittit, uti docui, seu flectitur a medicina.
usque adeo falsae rationi vera videtur
res occurrere et effugium praecludere eunti
ancipitique refutatu convincere falsum.
[Así pues, ya enferme el alma, ya sea restablecida por la medicina, manifiesta, como he mostrado, su naturaleza mortal. Tanto es verdad que una falsa doctrina viene siempre a oponerse a la verdad, que le corta la retirada y, mediante una doble refutación, la convence de su error].
Este símil de la verdad en combate con el razonamiento falso, cortándole la retirada cuando huye y venciendo el error con una refutación sobre dos flancos es enteramente militar. El fragor de la batalla armoniza con las fricativas, los sonidos r y f que dirigen el avance. Walter Savage Landor describió el registro de De rerum natura como «masculino, simple, concentrado y enérgico». Esto define la latinidad.
Lucrecio nos hace sentir que hay en ciertos movimientos de pensamiento, de razonamiento abstracto, una gravitas, un peso material (la pesanteur de Simone Weil). Las sílabas, donde cobran vigor las consonantes, y la sintaxis compacta, en ocasiones repelente, parecen doblarse y luego lanzarse hacia delante bajo el peso de la especulación filosófica. Cuando hay velocidad en la cadencia es la de una rapidez acorazada, de un belicoso accelerando. Como el de los jóvenes que danzan «revestidos de sus armaduras, chocando bronce con bronce a compás». No hay traducción que iguale el peso mercurial, si existe algo que se pueda llamar así, del original:

cum pueri circum pueri pernice chorea
armati in numerum pulsarent aeribus aera.

El genio de Lucrecio para la «interanimación» —el término es de I. A. Richards— de enseñanzas morales, cognitivas, científicas, médicas y políticas con una inspirada puesta en escena poética resultó ser ejemplar. Numerosos poetas de tendencia filosófica o científica se esforzaron por competir con De rerum natura. En todo lugar y en todo momento en que la sensibilidad especulativa occidental inclina hacia el ateísmo, franco o disimulado, hacia el materialismo y el humanismo estoico, Lucrecio es un talismán. Su tranquila audacia, la tonificante conformidad con la brevedad y las aflicciones de la vida que dan forma a su razonamiento, fueron indispensables para los poemas y diálogos filosóficos de Leopardi. Como Voltaire antes que él, el joven Leopardi vio en De rerum natura un texto que, incomparablemente, empuja el conocimiento hacia la luz de la razón. El Lucrecio de Tennyson es una meditación tal vez atípicamente teñida de erotismo. Pero su paráfrasis de pasajes de Lucrecio es excelente: «Vi las llameantes corrientes de átomos/y los torrentes de su miríada de Universos». Como mucho, los dioses simplemente «vagan/por el luminoso espacio entre un mundo y otro». Quizá no esté lejos la hora en que el hombre, transitorio,

ya no le parecerá nada a sí mismo,
sino que él, sus odios y esperanzas, su hogar y templos,
e incluso sus huesos, extendidos dentro de la tumba,
los flancos mismos de la tumba, desaparezcan,
desvaneciéndose, átomo y vacío, átomo y vacío,
en lo nunca visto para siempre […]

Fechado en 1868, el escenario tennysoniano del supuesto suicidio de Lucrecio es ilustrativo de sus propios y ansiosos esfuerzos por reconciliar con la confianza humana las enconadas disputas científicas y tecnológicas de su época.
La descripción de Lucrecio por el joven Marx en los prolegómenos a una proyectada historia de la filosofía epicúrea y escéptica es difícil de mejorar: «La guerra heroica de todos contra todos, la firme postura de autonomía, la naturaleza vaciada de los dioses y de un Dios ajeno al mundo». Citando De rerum natura I, 922-934, Marx observa su «canto atronador». Un texto que proclama el «eterno regocijo del espíritu».
Ese regocijo del intelecto figura en las raras veces citadas pero extensas «Notas sobre Lucrecio» que Leo Strauss incluyó en su Liberalismo antiguo y moderno (1968). En el poema de Lucrecio, «por no decir en el epicureísmo en general, el pensamiento premoderno parece acercarse más al pensamiento moderno que en ninguna otra parte. A ningún escritor premoderno parece haber conmovido tan profundamente como a Lucrecio la idea de que nada amable es eterno o sempiterno o inmoral, o de que lo eterno no es amable». Parafraseando, Strauss considera que el tema es oscuro, «pero el poema es luminoso». Lucrecio nos demuestra que «el poeta filosófico es el vínculo o mediación entre religión y filosofía». Haciéndose eco de su propia postura exegética, Strauss opina que «el poeta filosófico es el mediador perfecto entre el apego al mundo y el apego al desapego del mundo». La alegría o el placer que suscita el poema de Lucrecio son, por consiguiente, austeros. Y nos recuerda el placer que suscita la obra de Tucídides. En otro lugar, Strauss volverá a esta analogía.
Si Lucrecio marca la cúspide de la «poesía del pensamiento», de la instauración y exposición poéticas de unas intenciones filosóficas sistemáticas que se remontan a los presocráticos, De rerum natura señala asimismo un prolongado epílogo. ¿Qué epopeya filosófica lograda ha venido después?
El caso de Dante es extremadamente complejo y la casi inconmensurable bibliografía a que ha dado lugar hace que lo sea aún más. Las aportaciones de Dante a la teología filosófica, a la ontología postaristotélica, a la teoría política, a la estética, a las especulaciones cosmológicas son, desde luego, de capital importancia. No tenemos testimonio de un intelecto más sutil, más compendioso, de unas supremas capacidades poéticas más dotadas de penetración analítica, de una sensibilidad en la que se haya puesto a actuar más creativamente en el lenguaje una disciplinada atención lógica y psicológica. La gama de referencias filosóficas de Dante es omnívora. Incluye el legado de Aristóteles, Séneca, los estoicos, Cicerón, los Padres de la Iglesia, Averroes, Aquino y, quizá, otras fuentes islámicas. Es posible que la Comedia revele indicios de contactos con material hebraico y cabalístico accesible en Verona. El tomismo de Dante posee una fuerza de asimilación y reafirmación sin rival. En algunos momentos, a Aristóteles le falta poco para ser equiparado a Dios. No obstante, la manera en que Dante utiliza la astronomía ptolemaica contradice la ortodoxia aristotélica. Y aunque las pruebas siguen siendo discutidas, es posible que la Comedia coqueteara con la metafísica herética de Siger de Brabante. En resumen, a partir del neoplatonismo de la poesía amorosa temprana, con su intrincado juego de eros e intelecto, la obra de Dante tanto en verso como en prosa está inmersa en el lenguaje —con frecuencia técnico— y en los factores determinantes conceptuales de lo filosófico. Doña Filosofía nunca se apartó de su lado.
Hay quien ha dicho —Étienne Gilson, entre otros— que Dante imaginaba una metafísica total que incluyera la teología, desentrañando así los secretos del ser y del Universo. Que describiera, por ejemplo, los orígenes de nuestro Universo. Que desvelara, por ejemplo, por qué el cielo gira de este a oeste y revelara los orígenes de nuestro Universo. Esta filosofía y cosmología metafísica soberanas recompensarían los esfuerzos de la razón lo mismo que la teología premiaba los de la fe. Sin embargo, Dante sabía que esta summa summarum de lo inteligible está fuera del alcance de la mente humana: «Dio lo sa, che a me pare presuntuoso a giudicare» [«Dios sabe que juzgar me parece presuntuoso»]. Una cosa está clara: en la oeuvre de Dante, la teología preside, guía el discurso intelectual, a menudo abstracto, la dialéctica moral y las ciencias. La ardua peregrinación del espíritu tiene una motivación y una coronación teológicas. La filosofía de la historia de Dante, pródigamente informada, su doctrina política, su filología políglota, hasta su utilización de los análogos o el simbolismo matemático y musical, son ramificaciones de un meridiano teológico. El alcance es amplio y, más de una vez, idiosincrásico. Pero las limitaciones son las de una armazón y prescripción escolásticas, por definitivo que sea el entendimiento que hay más allá de éstas.
Después de Dante, la epopeya heroica, la alegórica, la romántica tiene su historia múltiple. Está viva, junto con unas aspiraciones que se asemejan a las de la Comedia, en los Cantos de Pound. Pero el poema filosófico a gran escala, el uso del verso para manifestar y exponer una doxa metafísica se hace raro. Coleridge planeó precisamente un empeño de este tipo con ferviente resolución. Oyendo a Wordsworth recitar una parte de El preludio la noche del 7 de enero de 1807, saluda

¡Un canto órfico en verdad,
un canto divino de altos y apasionados pensamientos
cantados con su propia música!

Brillaba aquí la luz de unos «pensamientos demasiado profundos para las palabras». A Coleridge le parecía convincente que una vez concluidos, El recluso y La excursión de Wordsworth harían realidad esa función del canto y la filosofía, de lo rapsódico y lo cognitivo, que el mito había atribuido a la revelación órfica. Pero el concepto de filosofía implícito en los encomios de Coleridge es difuso y metafórico. Reside en la conciencia introspectiva más que en el pensamiento sistemático.
Las últimas epopeyas escatológicas de Victor Hugo no llegaron a leerse. Si hay una excepción, muchas veces desdeñada, es la del Ensayo sobre el hombre de Pope, de 1732-1733. Curiosamente, no era el suyo un talante filosófico. Pope sí que intuye hasta cierto punto la talla de Abelardo. El Ensayo está inspirado en Newton y Bolingbroke, posiblemente en Leibniz, como Lucrecio se había inspirado en Epicuro. Formalmente, la deuda con las Epístolas de Horacio es manifiesta. Pero la circunspecta mordacidad de los pareados heroicos de Pope presta autoridad a la ética providencial y a la cosmología que propone:

El cielo oculta a todas las criaturas el libro del destino,
todo salvo la página prescrita, su condición presente:
a los brutos lo que saben los hombres; a los hombres lo que
los espíritus:
de otro modo, ¿quién podría soportar el estar aquí abajo?
El cordero que tu derroche condena a ser hoy desangrado,
si tuviera tu razón, ¿saltaría y jugaría?
Contento hasta al fin, mordisquea el florido alimento
y lame la mano levantada para verter su sangre.
¡Oh ceguera del futuro, amablemente dada!
Que llene cada cual el círculo marcado por el cielo:
quien ve con ojo ecuánime, como Dios de todo,
perecer un héroe o caer un gorrión,
átomos o sistemas arrojados a la destrucción,
estallar ahora una burbuja, ahora un mundo.
Obsérvense la transición del «libro del destino» a la «página prescrita», la alusión a Hamlet y a los Evangelios al mismo tiempo en la caída del gorrión y la exacta dicotomía de «átomos» y «sistemas». Kant, que no es juez indulgente, admiraba el Ensayo de Pope por su mensaje filosófico y por su economía poética.
Fuente:
George Steiner
La poesía del pensamiento
Del helenismo a Celan
Título original: The poetry of thought. From the Hellenism to Celan
George Steiner, 2011
Traducción: María Condor
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2



Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas