sábado, 16 de mayo de 2020

3 De nuevo, como sucede con Dante, las fuentes secundarias forman una montaña. George Steiner La poesía del pensamiento Del helenismo a Celan



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De nuevo, como sucede con Dante, las fuentes secundarias forman una montaña. La industria de los comentarios sobre Platón, de comentarios —a menudo polémicos— sobre estos comentarios. Las bibliografías constituyen mamotretos ellas solas. Sin embargo, en esta perenne marea parece haber un vacío central. Es el estudio del genio literario de Platón, de su supremacía como dramaturgo y de la manera en que ese genio y esa supremacía generan necesariamente la esencia de sus enseñanzas metafísicas, epistemológicas, políticas y estéticas. Ha habido extensos estudios sobre el inicio y el uso del mito en Platón. Ha habido intentos intermitentes de trazar el «juego de personajes» dentro de los diálogos. Ha habido raras noticias de la presencia de tal o cual figura histórica en las conversaciones (por ejemplo, Critias en el Timeo). Encontramos observaciones agudas pero dispersas en la innovadora «retórica de motivos» de Kenneth Burke. El vocabulario, la sintaxis, la heurística y los giros oratorios de la prosa de Platón han sido minuciosamente diseccionados.
Lo que nos falta (aunque hay aproximaciones en la obra de Lidia Palumbo sobre la Mimesis, sobre «teatro y mundo» en los diálogos [2008]) es un análisis de la incomparable dramaturgia de Platón, de su manera de inventar y situar personajes, que rivaliza con la de Shakespeare, Molière o Ibsen. Ha habido ingeniosas indagaciones sobre el guión de las primeras líneas de los principales diálogos, pero no un examen crítico sistemático de cómo unos marcos urbanos y rurales, privados o públicos, unas mises en scène, inician la subsiguiente dialéctica y le dan forma. No conozco ninguna visión integral del papel que tienen en los diálogos las entradas y salidas, aunque tienen tanto ritmo y son tan determinantes como en cualquier gran obra de teatro.
El relato platónico del juicio y la muerte de Sócrates ha sido considerado durante mucho tiempo, junto con el Gólgota, arquetipo del arte y el sentimiento trágicos occidentales in toto. Sabemos que Platón empezó escribiendo tragedias. Algunos diálogos, el Banquete y el Fedro entre ellos, han sido llevados a la escena. El arreglo musical de Erik Satie de La muerte de Sócrates es cristalino. Pero no contamos con ninguna investigación literaria filosóficamente autorizada sobre los múltiples aspectos en que el pensamiento platónico y el neoplatonismo son producto de un escritor, de una sensibilidad y una técnica dramáticas insuperables en vena trágica ni, más raramente, cómica o irónica. Lo que falta es un análisis a fondo de recursos literarios tan complejos como las narraciones indirectas de Platón, del postulado deliberadamente antirrealista de un extenso coloquio comunicado por la memoria de un testigo o participante o, a tres grados, por alguien a quien ese participante había dado noticia de él (una maniobra de triple «alienación», como quizá diría Brecht). Necesitamos considerar la dramaturgia de las ausencias: la de Platón en la hora de la muerte de su maestro, la de Sócrates —¡si no es el Extranjero Ateniense!— del último y más compacto diálogo de Platón, las Leyes.
En este ensayo trataré de aclarar en qué medida toda filosofía es estilo. Ninguna proposición filosófica fuera de la lógica formal es separable de sus medios y contexto semánticos. Tampoco es totalmente traducible, como halló Cicerón con respecto a sus fuentes griegas. Allí donde la filosofía anhela universalidad abstracta, como en el more geometricum de Spinoza o en la epistemología de Frege, las tensiones y frustraciones resultantes son inconfundibles. Así, no es sólo que toda la filosofía occidental sea una nota a pie de página a Platón, como dijo A. N. Whitehead. Es que los diálogos y cartas platónicos son actos literarios performativos de excepcional riqueza y complicación. En estos textos se encarna o, como dice Shakespeare, se «da cuerpo» a un pensamiento abstracto y especulativo. Se da expresión dramática a movimientos y contramovimientos intelectuales. Hay ocasiones en las que la Comedia o Fausto II o Ulises —en el inspirado debate sobre Hamlet— alcanzan esta encarnación. Tenemos la parábola teológico-mística del «Gran Inquisidor» de Dostoievski y las alegorías de Kafka. Pero ninguno de estos destacados ejemplos, con la posible excepción de Dante, iguala el ámbito, la variedad y las inmediateces del teatro mental de Platón.
Hay muchas cosas que siguen siendo enigmáticas en la capacidad de la literatura, de las palabras y frases orales y escritas, para crear, para comunicarnos, para presentar personajes inolvidables. Personajes más complejos, amables u odiosos, reconfortantes o amenazadores, con mucho, que la gran mayoría de los vivos. Personae con las cuales podemos llegar a identificar nuestras vulgares vidas y que perduran —una radiante paradoja que a Flaubert le pareció insultante— mucho más allá de la vida individual del escritor y del lector. ¿Qué imitatio de creación divina u orgánica, qué técnica vitalizadora hace posible la generación y la permanencia de un Ulises, de una Emma Bovary, de un Sherlock Holmes o de una Molly Bloom? La opinión de Sartre de que no son más que rasguños en una página es a un tiempo indiscutible y risiblemente insuficiente.
No menos que la búsqueda del «Jesús histórico», la del Sócrates «real» sigue sin ser concluyente, posiblemente artificiosa. No sabemos, no podemos saber con ninguna seguridad cómo era el Sócrates de carne y hueso ni qué enseñaba. Los estudiosos se inclinan a pensar que tal vez se asemejara al moralista y «economista» domesticado y un tanto prosaico descrito por Jenofonte. ¿Cuánta información auténtica se oculta en el retrato satírico de Sócrates de Las nubes de Aristófanes? Mi intuición «inocente» (el indulgente epíteto de Quine) es ésta: el Sócrates de Platón es una construcción literario-dramática sin par. Ni Hamlet ni Fausto, ni Don Quijote ni el capitán Acab superan la prodigalidad psicológica, las características físicas y mentales, la «presencia real» del Sócrates de los diálogos, animado por una vida casi inagotable. Ni llegan a igualar el ironizado pathos del juicio y la muerte de Sócrates como Platón los enriqueció, compuso e inventó: sencillamente, no lo sabemos. Lo que es más, ningún otro personaje de nuestro legado puede competir con las profundidades cognitivas y la urgencia ética manifiestas en el montage de Platón, si en efecto lo es. Hamlet, Fausto, el Narrador de Proust son presencias intelectuales de talla trascendental. Como lo es el Virgilio de Dante. Alioscha Karamázov irradia provocación moral. Pero ni siquiera estas dramatis personae alcanzan las dimensiones filosófico-morales del Sócrates de Platón, dimensiones que empujan a buena parte de la conciencia y el cuestionamiento occidentales a seguir sus pasos. Me parece que no ha habido mayor «forjador de palabras» que Platón.
Esto hace que sea fascinante y fundamental para nuestro tema la famosa disputa de Platón con los poetas y la poesía, una disputa anticipada, como hemos visto, por Heráclito pero notable también en Jenófanes y en la crítica de Homero que hace Hesíodo. Platón, que había compuesto tragedias en su juventud y que en el Libro X de la República confiesa que es penoso para él liberar su espíritu de los encantos de la poética. Sin embargo, el veredicto es rotundo: nada debe permitirse en la polis posible o ideal sino la poesía didáctica y cívicamente ornamental. Los bardos y rapsodas peregrinos que habían desempeñado un papel tan destacado en el naciente discurso y en la paideia griegos debían ser desterrados. Una vez más, el corpus del comentario es inabarcablemente voluminoso y contribuye en buena medida a hacer más confusa una cuestión ya compleja, tal vez ambigua.
Siempre que entran en liza la filosofía y la literatura, afloran elementos de la polémica platónica. Ésta se repite en las condenas eclesiásticas de los espectáculos teatrales y los escritos licenciosos a lo largo de los siglos. El ideal platónico moldea las acusaciones de Rousseau contra los teatros. Subyace a la iconoclasia fundamentalista de Tolstói. Está implícito en la interpretación de Freud de la poesía como un sueño diurno infantil que debe ser superado por el acceso adulto, cognitivo, al conocimiento positivo y al «principio de la realidad». De consecuencias todavía más graves es la draconiana percepción de Platón según la cual el arte y la literatura no censurados, la musicalidad indisciplinada son intrínsecamente anárquicos, que debilitan los deberes pedagógicos, la coherencia ideológica y la gobernanza del Estado. Esta convicción, expuesta con escalofriante severidad en las Leyes, ha generado numerosos programas de «control del pensamiento» y censura, ya sea inquisitorial, puritana, jacobina, fascista o leninista. El poeta o novelista libre de toda traba fortalece, ejemplifica las díscolas irresponsabilidades de la imaginación. Está siempre a la izquierda del sentir oficial. En la economía, siempre bajo presión, de medios y obligaciones cívicos, lo estético puede conllevar derroche y subversión a la vez. Desde este punto de vista, Platón hace algo peor que repudiar la «sociedad abierta» (la célebre acusación de Popper): repudia la mente abierta. Trata de disciplinar al demonio sensual, desenfrenado, que hay dentro de nosotros, un potencial en marcado contraste con el daimon de la justicia de Sócrates.
El problema es que esta posición, aun despojada de sus ironías, mezcla unos motivos metafísicos, políticos, morales, estéticos y posiblemente psicológicos que son extremadamente difíciles de desenmarañar y de reproducir.
Hay consenso en que el meollo de la argumentación de Platón es epistemológico, en que su condena de la poesía y las artes se deriva directamente de su triple arquitectura del ser. Abstractas, eternas, inmunes a la aprehensión sensorial son las Ideas o Formas arquetípicas, únicas que suscriben una verdad ontológica. Estos «elementos primeros» son sólo parcialmente accesibles al lenguaje filosófico, al arte de la indagación en la dialéctica. El nivel secundario es el del reino pasajero, mudable e imperfecto de lo empírico, del mundo cotidiano. A dos grados de la verdad están los modos de la representación, de la mimesis. El carpintero hace una mesa a la luz interiorizada, «recordada», de su Forma trascendente. El pintor, incapaz de fabricar ese objeto, nos ofrece una imagen de él. Todas las representaciones son sombras chinescas, parásitos de la realidad. Las imágenes son simples imágenes: eidola, eikones, mimemata. Hay algo peor. Estos fantasmas simulan ser verdaderos. Toda ficción finge. Querría hacerse pasar por auténtica. Despierta y cultiva emociones, empatías, terrores, más allá de los que suscitan la percepción y la experiencia verdaderas. Este poder fraudulento, puesta en escena de lo inauténtico, corrompe literalmente el alma humana y compite fatalmente con lo que debería ser la educación, la consecución de la madurez en nuestra conciencia y en la ciudad. (En su Poética, Aristóteles opina exactamente lo contrario). Esa corrupción seductora se hace más profunda con la manera en que utilizan el mito el rapsoda o el dramaturgo, con sus invenciones no autorizadas —pródigas en Homero— de escandalosos cotilleos sobre la conducta de los dioses. Las tragedias están repletas de horrores, incestos e inverosimilitudes melodramáticas (véase la mordaz crítica que hace Tolstói del salto de Gloucester desde los acantilados de Dover en El rey Lear). No es accidental, sugiere Platón, que los poetas alaben a los tiranos y prosperen bajos sus regímenes. Al ceder a la lascivia y a la crueldad, el déspota encarna unos deseos y un eros desenfrenados. Es el eros, en el sentido radical, lo que exalta el poeta, generando injusticia, como hace Trasímaco en la República (Leo Strauss está de acuerdo). Que los encantos corruptores de lo ficticio, del «fantasma» ejerzan su máximo dominio sobre los jóvenes, sobre la sensibilidad cuando es embrionaria, acentúa el peligro. La esencial importancia pedagógica de Homero en la paideia es verdaderamente culpable. El Homero ciego que inventa las hazañas de Aquiles sin saber nada de batallas, que narra los viajes de Ulises sin tener ni idea de navegación. T. E. Lawrence meditará acerca de esta falsedad en el prefacio a su traducción de la Odisea. Él, por lo menos, había construido barcas y «matado hombres[2]». De ahí la imperiosa necesidad de expurgación y censura, de unas versiones de Homero apropiadas para la educación, de un arte y una música que acompañen y celebren las habilidades marciales y las armonías del Derecho. De ahí el mandato, más o menos cortés, a los poetas, mimos y flautistas de que abandonen la politeia y se vayan a otra parte a traficar con el narcótico de la simulación.
La acusación epistemológica es convincente y sutil. Las relaciones en profundidad entre «funciones de verdad» y ley y orden son expuestas de manera persuasiva. Las asociaciones entre el poeta y el sofista –Píndaro en las alusiones contenidas en la República y en el Protágoras es un ejemplo estelar— siguen siendo inquietantes. Nuestras perplejidades actuales en cuanto a la posible legitimidad de la censura aplicada al material pornográfico y sádico en los medios de comunicación indican la vitalidad de los criterios platónicos. Pero tal vez haya influido un conflicto más personal.
Cuando propone desterrar a los cantores y a los trágicos (aunque, como san Pablo, cita a Eurípides), cuando busca pelea con el mentiroso de Homero, es posible que en el fondo Platón esté luchando consigo mismo. Está tratando de mantener a raya al supremo dramaturgo, al fabricante de mitos y narrador de genio que hay dentro de sus propias facultades. Hasta en un diálogo tan rigurosamente abstracto como el Teeteto o en los tramos áridos de las Leyes se puede percibir la atracción gravitatoria del arte literario. Obsérvese la hábil mise en scène que desencadena el debate sobre el conocimiento en el Teeteto. Las perennes tentaciones y amenazas son cosa del estilo, del arte mimética, de la deflexión de las cuestiones metafísicas, políticas o cosmológicas por obra de las técnicas literarias. El pensador riguroso, el maestro de la doxa, el lógico y el celebrador de las matemáticas lidia con el escritor imaginativo, líricamente inspirado.
La lucha es aún más vehemente porque las dos partes, como si dijéramos, conocen su armonía o íntimo parentesco. Indivisible del lenguaje natural, la filosofía utilizará para su provecho o tratará de eliminar la magnética atracción de lo literario. Bergson cede a ella. De ahí sus incómodas relaciones con Proust, una malaise paralela a la que hay entre William y Henry James. Spinoza, Wittgenstein, se resisten todo lo posible. Es la casi despótica creencia de Heidegger de que la filosofía superará este genérico dualismo y esta escisión interna forjando un lenguaje propio. Sin embargo, incluso aquí la presencia de Hölderlin es a la vez un paradigma y una inhibición.
La tensión entre lo poético y lo dialéctico, el cisma de la conciencia, invade la obra de Platón. El combate fingido es clave. Tanto en el Fedro como en la Carta VII se pone en tela de juicio la praxis de la palabra escrita con sus relaciones funcionales con la literatura. La escritura reduce el esencial papel y los recursos de la memoria. Contiene una autoridad artificiosa. Bloquea la saludable inmediatez del cuestionamiento, la discrepancia y la corrección. Sólo el intercambio viva voce, abierto a la interjección, puede alcanzar una polémica fructífera o un acuerdo consensual. El alfabeto y el texto escritos han tenido sus pros y sus contras. Sócrates no escribe. Es difícil saber qué gravitas va unida a estas astutas animadversiones. Esta ironía es recurrente en Platón. Puede que haya filamentos de humor hasta en la más magistral de las aseveraciones de Platón. Esta reprimenda a la escritura proviene de un sobresaliente escritor. Tiene algo del empuje autonegador de la voluntad, expresada al final del Timón de Atenas de Shakespeare, de que «se extinga el lenguaje». Se permite que la abstención de Sócrates de la palabra escrita pese sobre Platón, sobre el genio literario de su modo de configurar y dramatizar a su maestro.
Las ironías y la burla que hay en Ión son chispeantes. El rapsoda, el bardo extasiado es, muy en la línea de Molière, desconocedor de la deconstrucción a que es sometido. Quien no sabe manejar un esquife describe navíos sacudidos por las tempestades. En inocente vanagloria, Ión habla de estrategas y héroes. Justifica esta incompetente pericia reivindicando una inspiración oracular. Lo cual es en realidad una especie de locura pueril que en El sueño de una noche de verano comparte con el lunático y con el enamorado. En esta sátira temprana, que apunta tan directamente a Homero, la víctima es causa de más jolgorio que daño. Las cosas se tornan más oscuras en la República y en las Leyes.
La sección Leyes 817b me parece tan decisiva como opaca. Este pasaje ha sido frecuentemente ignorado, incluso por Leo Strauss y sus discípulos, para quienes este diálogo final es canónico. Cuando le preguntan por qué no hay lugar para los trágicos, aunque sean eminentes, en la polis que está proyectando Platón, el ateniense replica:
Nosotros mismos somos autores de tragedias y, en la medida de lo posible, autores de la más bella y la mejor tragedia, pues toda nuestra constitución no tiene otra razón de ser que imitar la vida más bella y más excelente, y ahí se encuentra, según nuestra opinión, la tragedia más auténtica. Así pues, vosotros sois autores y también lo somos nosotros, de la misma clase de poesía; somos vuestros rivales en la creación y representación del drama más bello, el único naturalmente apto para crear la verdadera ley.
¿Qué es lo que nos está diciendo Platón en este «escandaloso diálogo» (Thomas L. Pangle)? ¿Y en este pasaje sobre todo? No he encontrado ninguna explicación satisfactoria.
Algunas declaraciones que aparecen en contextos modernos pueden arrojar una luz indirecta. Croce —aunque esto pudiera ser un mero eco— califica las acciones políticas de «grandiosas, terribles» y, en última instancia, de trágicas. Al anunciar a bombo y platillo las «Tareas del teatro alemán» en mayo de 1933, Goebbels manifiesta que «la política es el arte más elevado que existe, ya que el escultor sólo da forma a la piedra, la piedra muerta, y el poeta sólo a la palabra, que en sí misma está muerta. Pero el hombre de Estado da forma a las masas, les da ley y estructura, les infunde forma y vida para que surja un pueblo de ellas». En una de sus últimas notas, Hannah Arendt dice que, más que cualquier literatura, la polis conserva y transmite el recuerdo, garantizando así el prestigio de las generaciones futuras. Pero una vez más esta máxima es quizá una paráfrasis de Platón. Más cercana a las fuentes nos parece el aserto de Pericles de que Atenas ya no necesita a Homero ni a Demócrito. Los seres humanos hallan su realización a través del «arte supremo» que es sin duda el de la política. Un hallazgo que se repite a su vez en el republicanismo de Maquiavelo.
¿No es esto desdeñar el meollo de rivalidad, de parentesco antagonístico que hay en nuestro texto? «Somos vuestros rivales en la creación y representación…». Lo poético, por inspirado que esté, no es solamente subversivo: es superfluo porque el entendimiento político y la codificación de la «verdadera ley» contienen lo mejor del drama. Proporcionan una sensibilidad razonada tanto hacia los ideales como hacia los aspectos prácticos del orden social, de la maduración institucional, más ricos, más adultos (el criterio de Freud) que las fingidas representaciones miméticas. Una vez más, se percibe, Platón se está esforzando por dominar o, mejor dicho, incorporar —Ben Jonson diría «ingerir»— al gran estilista y dramaturgo que tiene dentro. Está tratando de abolir la distancia entre pensador y poeta pero en provecho del primero.
Pero, como tantas veces en Platón, una implicación más amplia se dibuja en el horizonte, como la luz después de ponerse el sol. Aun en su mejor y más verdadera política, la instauración de la ciudad justa es, al final, «la tragedia más auténtica». La política forma parte ineluctablemente de la esfera de lo contingente, de lo pragmático. Por tanto, es transitoria y, en última instancia, está destinada al fracaso. Es el Platón anciano el que habla, el aspirante a legislador y consejero de príncipes dos veces derrotados en Sicilia. ¿Qué tragedia escénica, qué pathos poético sobrepasa la desolación moral y psicológica del saqueo de Mileto o la humillación de Atenas por los vencedores espartanos?
No obstante, fuera cual fuese su ambigüedad, Platón no pudo escapar a su genio literario. No pudo eliminar de sus diálogos el lenguaje cargado de mitos, la dramaturgia en la cual están compuestos. No hay filosofía que sea más íntegramente literatura. «Rivales en la creación y representación», pero él es los dos.
Es tal la riqueza del material que sólo puedo referirme a unos pocos ejemplos.
Como en el teatro o en la novela, los escenarios de Platón son frecuentemente temáticos. El preludio bucólico del Fedro —ese día de verano a la orilla del Iliso, cerca del lugar donde el dios alado Bóreas raptó a la ninfa Oritia— establece el tono lírico, mágicamente iluminado y sin embargo en algunos momentos angustioso, para el subsiguiente discurso sobre el amor. Cuando cede el calor, Sócrates ofrece una oración de despedida a Pan y a las deidades nemorosas. Ahora «¡adelante, pues!». Las indicaciones escénicas que encontramos en las Leyes son de la mayor sutileza. Tres ancianos se encuentran en un camino, en Creta. La distancia de Knossos a la cueva y santuario de Zeus es considerable, preparándonos así para la extensión de su coloquio. El día es sofocante, casi en armonía con todo lo que el modelo político de Platón tiene de opresivo. Pero hay esperanzas de encontrar «lugares de descanso a la sombra», entre ellos «bosques sagrados» donde hay «cipreses de una altura y una belleza sorprendentes», unos árboles a la vez sepulcrales y refrescantes.
El decorado para el Protágoras es una miniatura cómica. El ilustre visitante se aloja en casa de Calias. Pasa la mayor parte del tiempo metido en casa, un delicada pulla viniendo de Sócrates, que hace la vida en espacios abiertos y públicos. Aún no ha amanecido. Tras la puerta de Calias, el portero, un eunuco, está de un humor de perros. Malditos sean los sofistas y su enjambre de acólitos. Sigue uno de los pasajes más fascinantes de la prosa occidental. Protágoras se pasea por el pórtico con una larga fila de ansiosos oyentes a cada lado. Su voz, como la de Orfeo, ha encantado a hombres de numerosas ciudades. La coreografía es notable. A Sócrates «la visión de este coro» le causó «una grata impresión por la belleza de las evoluciones que hacía para no encontrarse nunca delante de Protágoras obstaculizándole su marcha: cada vez que éste daba media vuelta con los que le acompañaban en primera fila, los oyentes, con una admirable exactitud, abrían sus filas hacia la derecha y hacia la izquierda y, con un desplazamiento circular, volvían a encontrarse detrás de él, de forma bellísima». Este ballet imita exactamente las circularidades de la retórica sofística y se mofa de ellas. Al identificar a los embelesados oyentes, Sócrates cita la Odisea, 11, 601: una loa de la disciplina marcial. Conociendo los recelos que abrigaba Platón en relación con Homero, podemos calibrar la ironía. Pero también la parte de admiración. El diálogo se cerrará con una nota halagadora. Protágoras predice que su joven oponente llegue a ocupar «una primera fila entre los sabios más ilustres». El Eutidemo comienza con una estampa reveladora. Sócrates estaba hablando y conversando en el Liceo. Crito deseaba escuchar pero la multitud circundante es tan densa que no puede acercarse: «Sin embargo, empinándome por encima de los otros, conseguí llegar a ver algo».
Los rodeos del Parménides son «antirrealistas» hasta cierto punto. Cuatro interlocutores se encuentran en la plaza del mercado de Atenas. Los visitantes que vienen de Clazomene han oído decir —una interposición más— que Antifón «tuvo trato frecuente con un tal Pitodoro, discípulo de Zenón, y que le habló de la conversación que mantuvieron en otro tiempo Sócrates, Zenón y Parménides». Dicen que Antifón, de esta conversación, «escuchada repetidamente de labios de Pitodoro, guarda perfecto recuerdo». Este tropo hiperbólico, quizá cargado de autoironía, ilustra el culto platónico a la gimnasia de la memoria. La casa de Antifón está cerca, en Melito. Él se encuentra allí dando instrucciones a un herrero sobre la forja de un freno para uno de sus caballos, objeto de su principal interés. De forma un tanto renuente, accede a reproducir el diálogo completo. ¿Podría ser que estas complicaciones y estos «efectos distanciadores», aparentemente gratuitos, sirvan para situar un texto filosófico caracterizado por incertidumbres y cosas sin terminar?
Cuando se inicia el Cármides, Sócrates acaba de regresar de la dura batalla de Potidea. Al verlo junto al santuario de Basiles, Querefonte, «siempre un tanto alocado y alborotado», corre hacia él, lo toma de la mano y exclama: «Sócrates, ¿qué tal librado has salido de la batalla?». Platón indica casi siempre ubicaciones precisas, gran parte de cuyas referencias implícitas o de su simbolismo se nos escapan sin remedio. Así, Sócrates va de la Academia al Liceo por el camino que bordea la muralla de la ciudad por el exterior. «Una vez llegado a la portezuela en que se halla la fuente de Pánope», se topa con un grupo de jóvenes anhelantes de que tome parte en sus conversaciones. De este encuentro no premeditado brota el Lisis, uno de los textos donde el tratamiento de la pedagogía socrática es más determinante.
No hace falta insistir en los virtuosismos performativos que sitúan el Fedón y el Banquete entre las cumbres mismas de toda la literatura. La versión que ofrece Platón de la muerte de Sócrates ha dado forma a la conciencia occidental. Comparable sólo con los relatos del Evangelio, ha sido piedra de toque de las aspiraciones morales e intelectuales. De manera abstracta, a modo de proposición, puede que la «prueba» socrática de la inmortalidad del alma sea débil. Como poesía en acción, es trascendente. Las maravillas compositivas del Banquete han sido incesantemente aclamadas. Los recursos dramáticos de Platón son inagotables: el festín en casa de Agatón después de su victoria en el teatro; fuera, la calle, sumida en la oscuridad nocturna; el guión del pórtico, la llegada del alba y el juego dialéctico de entradas y salidas, formidablemente calculado. La llegada tardía de Sócrates y su sobria y solitaria partida son maravillas de significado implícito o manifiesto. La llegada de Alcibíades, causa a la vez de tumulto y ovación, apenas tiene rival en ningún drama o novela. La intervención de Aristófanes sugiere astutamente su genio cómico. La mujer sabia de Mantinea, Diotima, está a la vez ausente y formidablemente presente a través de la relación que hace Sócrates de su doctrina del amor, una relación que está en la raíz del neoplatonismo y de la vida y la obra de Hölderlin. La embriaguez, la fatiga y el sueño van envolviendo a los protagonistas y su oratoria. Cada movimiento está trazado por su supremo director. Hasta el de la flautista que sostiene a Alcibíades cuando entra tambaleándose «coronado con una espesa corona de hiedra y de violetas y con un gran número de cintas sobre la cabeza» (seguramente Caravaggio se había topado con esta imagen). Las vivacidades gráficas iluminan cada gesto. Sólo un artista supremo podría haber ideado el epílogo. Primero Aristófanes y luego Agatón sucumben a un sueño inducido por la bebida. Sócrates, con la mente tan clara como siempre, los arropa y se marcha al Liceo y a tomar un baño. En otro lugar he tratado de mostrar qué fatalidades ensombrecen esta salida, aparentemente auroral, qué profundas analogías existen entre el «mutis a la noche» del Banquete y la Última Cena.
¿Tiene un Hamlet, un Falstaff, una mayor «presencia real» que el Sócrates de Platón, hay una suma de humanidad más variada en un Don Quijote? He expresado mi convicción de que solamente un oído sordo al lenguaje puede abrigar dudas en cuanto a que el Sócrates presentado por Platón sea en muy gran medida el producto de una creación intelectual, psicológica y estilística; en cuanto a que la complejidad de su papel, que se hace más madura a través de los sucesivos diálogos, es prueba del arte de Platón. En cuanto a que llama en su ayuda a los medios compositivos y corrosivos de la época, como hace Proust.
Un mosaico de instantáneas atestigua la destreza de Platón. Sócrates a la vez tranquilo y perdido en sus reflexiones durante la difícil retirada de la batalla; Sócrates caviloso e inmóvil de camino a casa de Agatón; Sócrates volviendo a Esopo y al canto al aproximarse la muerte. Se hacen observaciones filosóficas y psicológicas mediante figuras físicas. En el combate fingido de la dialéctica —el símil del propio Platón—, Sócrates no es indefectiblemente recto ni sale siempre victorioso. No prevalece contra Protágoras. En la República no se refuta de modo convincente al indignado Trasímaco, por su parte un personaje sorprendente. El debate clave sobre el rango ontológico de las Ideas en el Parménides termina sin llegar a ningún resultado, incluso de manera confusa. Dentro de los diálogos hay modulaciones controladas y cambios de clave. Al final del Cratilo, las ironías juguetonas y burlonas ceden a un impulso ascendente, lírico y cargado de filosofía al mismo tiempo, de alabanza a la bondad y a la belleza «más allá de las palabras». En el Timeo, durante tanto tiempo el más influyente de los escritos platónicos, una tangible incapacidad para resolver ciertos dilemas cosmológicos inicia una «poética de la eternidad» que deja ver certidumbre. Quizá los esfuerzos epistemológicos del Teeteto, como afirma un comentario autorizado, «nos dejen más a oscuras que nunca». Pero viene a continuación, en una clave fundamental, un exultante reconocimiento del «desconocimiento», de lo que Keats denominará «capacidad negativa» y Heidegger elogiará como Gelassenheit. El pensamiento se hace cadencia y carácter.
La animación dramática llega mucho más allá de Sócrates. Hemos visto la silueta de la vanagloria en Ión. La galería de sofistas habla de una complicidad entre la acrobacia verbal y los discernimientos morales o lógicos que Platón capta tal vez en su interior. Al «receloso» Protágoras que «batalla con sus respuestas» se le concede un alarde de oratoria acorde con su edad y preeminencia. La deslumbrante elocuencia de Gorgias literalmente se cansa, se deshilacha bajo las aguijoneadoras preguntas de Sócrates. El sofista acaba por quedarse callado, un detalle inolvidable. Polo y Calicles «saltan» a la brecha. Considérense las diferencias, los matices de peso intelectual que hay entre Glaucón, Adimanto y Trasímaco en la República. O entre Critias y Timeo en los dos diálogos, posiblemente inacabados, que llevan sus nombres. Tratando de vencer a Timeo y, más allá de él, a Sócrates, Critias se torna casi puerilmente arrogante, un miles gloriosus de razonamiento superficial pero bravucón. Las diversas representaciones de Alcibíades, de su conducta inmadura y pomposa, de su amoroso y frustrado cortejo a Sócrates, cuya fealdad se hace eróticamente convincente, exhiben unas técnicas dramáticas del más alto calibre. Pensemos en el frágil nacimiento y despliegue de la duda, de la sincera perplejidad que se percibe en la voz de Parménides. Los símiles que encontramos en el comienzo de su gran monólogo son retóricos y conmovedores a un tiempo. Es un viejo caballo de carreras en Íbico, temblando en la línea de salida; un viejo poeta obligado, como Yeats, «a entrar en la liza del amor»; sus propios recuerdos «me hacen temer lanzarme a mi edad a cruzar tan vasto y peligroso mar». Pero sentados a sus pies «después de todos estos años» están Zenón, Aristóteles, Pitodoro y el propio Sócrates. ¿Hubo alguna vez un seminario más estelar? Los poetas están presentes por doquier. Sócrates discute la valoración que hace Protágoras de Simónides. Se opone a la concepción que tiene Antístenes de Ulises como un sabio ejemplar. En un pasaje crucial del Protágoras (347-348), Platón rechaza que se utilice la interpretación poética para fines filosóficos. Sin embargo, hay entre poesía y pensamiento un «exultante antagonismo» (Maurice Blanchot). Las enigmáticas imágenes de las intuiciones poéticas permiten que las intuiciones filosóficas salgan a la luz. Quizá, como sugiere Blanchot, esta «extraña sagacidad» es demasiado antigua para Sócrates.
Tolstói nos manda tomar nota de la justicia distributiva por la que un escritor da vida memorable a un personaje menor, transitorio, a un lacayo. ¿Quién puede olvidar al esclavo del Menón o a Teodoro, que aparece un momento y cuya metedura de pata en aritmética lanza el Político a su tortuoso camino? Voces, movimientos, encarnaciones que compiten con los de Shakespeare pero al servicio de la filosofía.

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