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La incandescencia de la creatividad intelectual y poética en la Grecia
continental, Asia Menor y Sicilia durante los siglos VI y V a. C. sigue siendo
única en la historia humana. En algunos aspectos, la vida intelectual posterior
es una profusa nota a pie de página a ella. Esto ha sido evidente durante mucho
tiempo. Sin embargo, las causas de este rompimiento del sol entre las nubes,
los motivos que lo provocaron en aquella época y en aquel lugar continúan sin
estar claros. La penitencial «corrección política» ahora dominante, el
remordimiento del poscolonialismo, hacen difícil hasta plantear las que son
quizá las cuestiones pertinentes, preguntar por qué el ardiente milagro que es
el pensamiento puro no prevaleció casi en ninguna otra parte (¿qué teorema ha
salido de África?).
Tuvo que haber múltiples y complejos factores interactivos,
«implosivos», por usar un concepto crucial de las compactas colisiones de la
física atómica. Entre ellos figuran un clima más o menos benigno y una
facilidad en las comunicaciones marítimas. El razonamiento viajó deprisa: era,
en el sentido antiguo y figurativo, «mercurial». La disponibilidad de
proteínas, cruelmente negadas a tan gran parte del mundo subsahariano, fue tal
vez capital. Los nutricionistas hablan de las proteínas como «el alimento del
cerebro». El hambre, la desnutrición debilitan la gimnasia del espíritu. Hay
muchas cosas que todavía no comprendemos —aunque Hegel percibió su papel
central acerca de la atmósfera cotidiana de esclavitud, acerca de la incidencia
de la esclavitud en la sensibilidad individual y social. Sin embargo, es
evidente que para los privilegiados, y eran relativamente numerosos, la
propiedad de esclavos comportaba ocio y exención de las tareas manuales y
domésticas. Concedía tiempo y espacio para el libre juego del intelecto. Esto
es una enorme licencia. Ni Parménides ni Platón tuvieron necesidad de ganarse
la vida. Bajo unos cielos templados, un hombre nutrido puede proceder a debatir
o escuchar en el ágora, en las arboledas de la Academia. El tercer elemento es
el más difícil de evaluar. Con excepciones estelares, las mujeres desempeñaban
un papel que las confinaba en casa, un papel a menudo subordinado en cualquier
asunto, indudablemente en los asuntos filosófico-retóricos de la polis. Quizá
algunas tuvieran acceso a la educación superior, pero hay pocos testimonios
anteriores a Plotino. Esta abstención (¿impuesta, tradicional?) ¿contribuyó al
lujo e incluso a la arrogancia de los hombres entregados a reflexión? ¿Llega, a
través de la sorprendentemente modesta contribución de las mujeres a las
matemáticas y a la metafísica, hasta nuestro tiempo, ahora metamórfico?
Proteína, esclavitud, prepotencia masculina: ¿cuál fue su causalidad acumulativa
en el milagro griego?
Porque, seamos claros, aquello fue un milagro.
Consistió en el descubrimiento —aunque ese concepto sigue siendo
esquivo— y el cultivo del pensamiento abstracto. De la meditación y
cuestionamiento absolutos, no contaminados por las demandas utilitarias de la
economía agraria, la navegación, el control de las inundaciones, la profecía
astrológica dominante, muchas veces con brillantez, en las civilizaciones
circundantes, la del Mediterráneo, la de Oriente Próximo y la de la India.
Solemos dar por sentada esta revolución, siendo como somos producto de ella. En
realidad es extraña y escandalosa. La ecuación de Parménides entre pensamiento
y ser, el dictamen de Sócrates de que la vida no examinada no es digna de ser
vivida, son provocaciones de una dimensión verdaderamente fantástica. Encarnan
la primacía de lo inútil, como presentimos en la música. En la orgullosa
expresión de Kant, aspiran al ideal de lo desinteresado. Lo cual es más
extraño, quizá éticamente más sospechoso, que la disposición a sacrificar la
vida a una obsesión abstracta e inaplicable, como hace Arquímedes cuando cavila
sobre las secciones cónicas o como Sócrates. La fenomenología del pensamiento
puro es casi demoníaca en su extrañeza. Pascal, Kierkegaard dan testimonio de
ello. Pero las corrientes profundas de radiante «autismo» que relacionan las
matemáticas griegas y el debate especulativo y teórico, que exalta la búsqueda
de la verdad por encima de la supervivencia personal, lanza el gran periplo
occidental. Impulsa ese «viajar por extraños mares de pensamiento solo» que
Wordsworth atribuye a Newton. Nuestra concepción de teorías, nuestras ciencias,
nuestros desacuerdos razonados y funciones de verdad, tantas veces abstrusos,
avanzan bajo esa lejana luz jónica. Como proclama Shelley, «todos somos
griegos». Repito: milagro hay, pero también extrañeza y, acaso, un toque
inhumano.
La prosa literaria y filosófica, es más, la prosa misma, llega tarde.
Su conciencia de sí misma es apenas anterior a Tucídides. La prosa es
totalmente permeable al desaliño y a las corrupciones del «mundo real». Es
ontológicamente mundana (mundum). La secuencia narrativa lleva a menudo consigo la
promesa espuria de una relación y una coherencia lógicas. Milenios de oralidad
preceden al uso de la prosa para algo que no sean anotaciones administrativas y
mercantiles (esas listas de animales domésticos en Lineal B). Dejar constancia
en prosa de proposiciones y debates filosóficos, de ficciones y de la historia,
es una ramificación especializada. Es posible que sea síntoma de decadencia.
Como es bien sabido, Platón lo ve con disgusto. La escritura —exhorta— socava,
debilita las primordiales fuerzas y artes de la memoria, madre de las musas.
Implica una fingida autoridad al impedir el cuestionamiento y la autocorrección
inmediatos. Reivindica una falsa monumentalidad. Sólo los intercambios orales,
la licencia para interrumpir, como en la dialéctica, pueden avivar la
indagación intelectual encaminada al discernimiento responsable, un
discernimiento que es adecuado para la discrepancia.
De ahí el repetido recurso al diálogo en las obras del propio Platón,
en los libros perdidos de Aristóteles, en Galileo, Hume o Valéry. Porque
preserva dentro de sus formas fijadas por escrito la dinámica de la voz que habla,
porque en esencia es vocal y afín a la música, la poesía no sólo precede a la prosa sino que es,
paradójicamente, el modo performativo más natural. La poesía ejercita, nutre la
memoria como no hace la prosa. Su universalidad es incluso la de la música;
muchos legados étnicos no tienen otro género. En las escrituras hebreas, los
elementos prosaicos están imbuidos del redoble del verso. Leídos en voz alta,
tienden al canto. Un buen poema comunica el postulado de un nuevo comienzo, la vita nuova
de lo inaudito. Gran parte de la prosa es animal de costumbres.
Las demarcaciones que suponemos, poco menos que casualmente, entre la
metafísica, las ciencias, la música y la literatura, no tenían ninguna
relevancia en la Grecia arcaica. No sabemos casi nada de los orígenes
oraculares, rapsódicos y didácticos de lo que había de llegar a ser el
pensamiento cosmológico. No sabemos nada de los chamanes de la metáfora a los
que debemos la identidad de la mente occidental, que cimentaron lo que Yeats
denominó «monumentos del intelecto que no envejece». Las atribuciones a
círculos órficos, a cultos mistéricos, a rudimentarios contactos con prácticas
adivinatorias persas, egipcias, tal vez indias, siguen siendo como mucho
hipotéticas. Hay razón para creer que las enseñanzas presocráticas eran
recitadas oralmente, quizá cantadas, como intuyó Nietzsche. Durante mucho
tiempo, las fronteras entre los relatos de la creación, las ficciones
mitológico-alegóricas, por una parte, y las máximas filosóficas con sus
enunciados, por otra, fueron enteramente fluidas (Platón es un virtuoso del
mito). En alguna etapa irrecuperable, la abstracción, el cogito, asume su autonomía
imperativa, su ideal extrañeza. Las teorías —ellas mismas un formidable
concepto cuestionador ajeno a tantas culturas sobre los elementos y la
regulación del mundo natural, sobre la naturaleza del hombre y su condición
moral, sobre lo político en el sentido abarcador, podrían formularse de la
manera más incisiva en modos poéticos. Éstos, a su vez, podrían facilitar el
recuerdo y la memorización. El precedente rapsódico, sus subversiones de la
textualidad, perturban a Platón. Son testimonio de ello las inquietas ironías
de su Ión.
Lo encontramos nuevamente en las paradojas de Wittgenstein sobre lo no escrito.
Persiste la creencia de que Homero y Hesíodo son los verdaderos maestros de la
sabiduría. El paradigma del poema filosófico, de un perfecto ajuste entre
expresión estética y contenido cognitivo sistemático, llega a la modernidad. La
«aspiración» de Lucrecio a «verter el claro de los cantos sobre el más oscuro
de los temas» nunca ha perdido su hechizo.
La estética del fragmento ha llamado la atención en los últimos
tiempos. No solamente en la literatura. En las artes, el boceto, la maqueta, el
borrador, han sido valorados por encima de la obra acabada. El romanticismo los
invistió del aura de lo inconcluso, de la gracia inacabada que la muerte
prematura otorga. Mucho de lo que es emblemático de lo moderno queda
inconcluso: Proust y Musil en la novela, Schönberg y Berg en la ópera, Gaudí en
la arquitectura. Rilke exalta el torso escultórico, T. S. Eliot apuntala
fragmentos «contra nuestra destrucción».
Son cuestiones importantes. Los movimientos centrífugos, anárquicos, de
la política moderna, el accelerando de la ciencia y la tecnología, la socava de
las estabilidades clásicas en nuestro modo de entender la conciencia y el
significado, como en el psicoanálisis y en la deconstrucción, hacen
inverosímiles la armonía y la inteligibilidad sistemáticas. «El centro no puede
resistir». Las ambiciones enciclopédicas de la Ilustración, las enormes
construcciones del positivismo, como las de Comte y Marx, ya no convencen. Nos
resulta difícil contar o escuchar las «grandes historias». Nos vemos
arrastrados a lo indefinido, a la forma aperta. Levinas distingue entre la exclusión y las
aserciones coactivas de la «totalidad» y la promesa totalitaria y liberadora,
mesiánica en esencia, de la «infinitud». Adorno se limita a equiparar la
completitud con la falsedad.
Estas antinomias son tan antiguas como la propia filosofía. En
consonancia con unas polaridades radicales de la sensibilidad humana, han
estado quizá los maestros constructores y los mercuriales profesionales de la
taquigrafía, de la percepción en movimiento provisional. El linaje de
Aristóteles es el de un intento de recolección y cosecha total. Inspira la
plenitud de Agustín y la Summa de Aquino. Suscribe la coherencia axiomática de la Ética de
Spinoza y el universalismo newtoniano de Kant. Primordial entre los
constructores sistemáticos es Hegel, cuyo recurso mismo al término
«enciclopedia» corona una ambición milenaria. Cuando prometen al marinero que
pasa la revelación de todo cuando ha sido y será, las sirenas ponen música a
Hegel.
La contracorriente se remonta a los presocráticos y a los abruptos y
paratáxicos aforismos del Eclesiastés. Aun siendo formalmente profusos y
discursivos, los ensayos de Montaigne —no debemos pasar por alto el significado
literal de la palabra «ensayo»— avanzan a pasos agigantados digresivos. Avanzan
a base de notas marginales y de una existencia anotada. Los Pensamientos de Pascal llevan
a cabo la aparente contradicción de una magnitud fragmentada, de unas
inmensidades fracturadas. Este modelo se hará realidad en la «fotografía con flash» de
Novalis y Coleridge, precisamente donde estos pensadores se vieron perseguidos
por el espejismo de un omnium
gatherum (la coletilla macarrónica de Coleridge). Todo Nietzsche,
todo Wittgenstein son fragmento, unas veces querido, otras impuesto por
circunstancias contingentes. Por el contrario, los escritos de Heidegger
alcanzarán los noventa tomos, y la inconclusión de Ser y tiempo es enmendada
incesantemente con posterioridad. Sólo aquellos demasiado débiles o vanidosos
para no hacerlo así escriben, publican libros, dijo Wittgenstein. Puede que las
verdades del fragmento, si hay suerte, rocen las del silencio.
El formato en que el pensamiento presocrático ha llegado hasta nosotros
es, sin duda, en buena medida fortuito. Lo que tenemos son restos. Muchos de
estos adagios están incrustados, tal vez de manera inadecuada, en contextos
posteriores, a menudo polémicos y adversativos (en los Padres de la Iglesia o
en detractores de Aristóteles). Los requisitos materiales para la conservación
de obras escritas extensas se desarrollaron con lentitud. Preceden en poco a la
redacción de las epopeyas homéricas. Sólo una vez consulta Sócrates un
pergamino escrito. Pero hay también motivos de peso para el tenor aforístico y
apodíctico de estas declaraciones aurorales.
Cuando el magus
de Mileto anuncia que toda materia tiene su fundamento en el agua, cuando un
sabio rival de Éfeso afirma que todo es en última instancia fuego, cuando un
vidente siciliano proclama la unidad de todas las cosas mientras un sofista
errante insiste en su multiplicidad, no hay, estrictamente considerado, nada
que añadir. La demostración paso a paso, tal como se expone en matemáticas,
llega sólo gradualmente a la cosmología y a la metafísica. Al principio,
pensamiento y máxima están, por así decirlo, ebrias del absoluto, del poder de
una frase para expresar el mundo en palabras. La extrema concisión, además,
saca efecto de la exposición oral y llama en su ayuda a la memoria. El volumen
mismo de los diálogos de Platón no es lo menos importante de su genio revolucionario.
Aunque también aquí se recurre con frecuencia a ficciones de oralidad, a la
rememoración reproductiva. Las lapidarias enseñanzas de los presocráticos
pueden ser difundidas de boca en boca y memorizadas por toda una comunidad
preletrada. «De una longitud pigmea» (la expresión de Jonathan Barnes), estos
arcaicos vestigios hablan de las que sin duda fueron unas audaces —en cierto
sentido extasiadas— incursiones a mares desconocidos. El símil del pensamiento
filosófico como una Odisea persistirá hasta Schelling.
Tal vez lo oscuro de muchos de estos vestigios no sea accidental, si
bien nuestra ignorancia del entorno relevante y de las especificidades
lingüísticas contribuye a ello. Si lo «órfico», lo «heraclitiano», lo
«pitagórico» poseen connotaciones de lo hermético, esta asociación implica la
posible existencia de unos círculos teosóficos, filosóficos, incluso políticos,
más o menos iniciados. Los acólitos de Wittgenstein ofrecen un equivalente
moderno. Nos señalan también el camino hacia unas conexiones entre la génesis
de la racionalidad filosófica y la recitación, mucho más antigua y en ocasiones
ritual, de poesía. El tema de Orfeo es inextricablemente mítico, pero apunta a
lo que podemos presentir de las fuentes tanto de la música como del lenguaje.
La extrema fuerza de la fábula no ha disminuido con el paso de los milenios. Ya
para los antiguos, la sabiduría visionaria de Orfeo instruye a sus hechizados
oyentes acerca de los orígenes del Cosmos y la instauración de una jerarquía
olímpica. Para los mitógrafos, artistas y poetas medievales y renacentistas,
este programa cantado, tal como se presenta en los Argonautas de Apolonio de
Rodas, hizo de Orfeo el engendrador del entendimiento cosmológico. Un
engendrador trágico, en cuya estela la filosofía nunca evadirá la configuradora
sombra de la muerte.
La armonía de poesía, música y metafísica sigue rondando a la filosofía
como un fantasma fraternal. Cerca del fin, Sócrates vuelve a Esopo y al canto.
Hobbes traduce a Homero en verso. El áspero Hegel escribe un poema hondamente
sentido sobre la Dichtung
[poesía]. Se ha puesto música a pasajes de Platón y del Tractatus. Como hemos visto,
en su más alto grado, estas actividades tienen en común una enorme inutilidad.
Ya de Tales se dijo que había rechazado todo provecho material. Es
pragmáticamente absurdo sacrificar la vida en defensa de una hipótesis
intelectual especulativa; renunciar a la seguridad económica y a la estima
social para pintar cuadros que nadie desea ver, mucho menos comprar; componer
música sin expectativas realistas de que sea interpretada u oída (los aparatos
electrónicos han matizado un tanto esta paradoja); proyectar espacios
topológicos para siempre más allá de la demostración o de la decidibilidad.
Asociar la poesía con las locuras del amor constituye un tópico
adecuado, pero las soledades interiores y las abstinencias de la normalidad que
activaron la lógica en Gödel no son menos extrañas. El eros puede tener su
recompensa. ¿Qué es lo que hace que el abstruso razonamiento filosófico sea
indispensable para ciertos hombres y mujeres? ¿Qué pasión desinteresada o
arrogancia induce a Parménides y a Descartes a identificar la reflexión y el
ser? En realidad no lo sabemos.
He sugerido que el «descubrimiento» de la metáfora encendió el pensamiento
abstracto, desinteresado. ¿Hay algún animal que haga metáforas? No es solamente
el lenguaje lo que está saturado de metáforas. Es nuestra compulsión, nuestra
capacidad para inventar y examinar mundos alternativos, para construir
posibilidades lógicas y narrativas más allá de cualesquiera limitaciones
empíricas. La metáfora desafía, vence a la muerte —como en la historia de Orfeo
de Tracia—, lo mismo que trasciende el tiempo y el espacio. De manera
frustrante, somos incapaces de establecer, incluso de imaginar, en qué hora un
agente humano de la antigua Grecia o Jonia vio que el océano era oscuro como el
vino, que el hombre en la batalla se había convertido en un voraz león. O de
comprender cómo el autor del Libro de Job vio las estrellas arrojando sus lanzas. ¿De
qué modo plausible, además, se puede entender que la música y las matemáticas
son metafóricas? ¿Qué es lo metafórico en la relación de ambas con la
experiencia cotidiana y en su radical autodistanciamiento de ella? ¿De qué es
metáfora una sonata de Mozart o una conjetura de Goldbach?
La filosofía presocrática parece hacer erupción de un magma metafórico
(lo volcánico no está lejos). Una vez que un viajero de Argos hubo visto a los
pastores en las colinas pedregosas como «pastores de los vientos», una vez que
un marinero que había salido del Pireo hubo sentido que su quilla estaba
«labrando el mar», el camino a Platón y a Immanuel Kant estaba abierto. Empezó
en la poesía y nunca ha estado lejos de ella.
«La fuerza del pensamiento y del estilo de Heráclito es tan abrumadora
que es capaz de arrastrar la imaginación de sus lectores […] más allá de los
límites de la interpretación sensata». Esto observó Hermann Fränkel, el más
comedido de los estudiosos. La misma historia de los intentos de dilucidar los
fragmentos heraclitianos, a menudo truncados o imperfectamente transmitidos
dentro de unos contextos posteriores, adversativos, figura entre las más altas
aventuras intelectuales desde antes de Platón hasta Heidegger. Heráclito es,
para Blanchot, el primer virtuoso del juego surrealista. Para numerosos
artistas y poetas, el icono mismo de la soledad meditativa, del aislamiento
aristocrático. «Ce
genie fier, stable et anxieux» [«Este genio orgulloso, estable y
ansioso»], escribe René Char, hechizado, como T. S. Eliot, por una voz que
consume la cáscara de una traducción desconcertada. Sin embargo, Sexto Empírico
y Marco Aurelio hallan a Heráclito cívicamente comprometido y escrupuloso en la
observancia colectiva. Para Nietzsche, su «legado nunca envejecerá». Junto con
Píndaro, dictamina Heidegger, Heráclito domina un lenguaje que exhibe la sin
par «nobleza del comienzo». Los albores del significado.
Filólogos, filósofos, historiadores de la Hélade arcaica, se han
esforzado en definir, en circunscribir esta fuerza auroral. Las máximas de
Heráclito son arcos de voltaje comprimido que prenden fuego al espacio entre
palabras y cosas. Su concisión metafórica sugiere proximidades de encuentro
existencial, primacías de experiencia en buena medida irrecuperables para las
racionalidades y la lógica secuencial al estilo de Aristóteles. El Logos es a
un tiempo enunciación performativa y un principio inherente a lo que significa.
Esta enunciación, la descodificación del pensamiento, asume una realidad
sustantiva, de un modo u otro exterior al hablante (die Sprache spricht [el habla
habla] de Heidegger). En algunos aspectos, Heráclito da testimonio de los
orígenes de la conciencia inteligible (Bruno Snell). Así, Heráclito celebra y
combate a la vez —toda celebración es agonal— el terrible poder del lenguaje
para engañar, para degradar, para burlarse, para sumergir un merecido renombre
en la oscuridad del olvido. Dialécticamente, la capacidad del lenguaje para
adornar y atesorar el recuerdo conlleva también sus facultades para el olvido,
para el ostracismo del recuerdo.
Heráclito «trabaja de una manera original con la materia prima de la
lengua humana, donde “original” significa al mismo tiempo lo inicial y lo
singular» (Clémence Ramnoux, uno de los comentadores más perspicaces). Abre una
cantera en el lenguaje antes de que se debilite convirtiéndose en imaginería,
en erosionada abstracción. Sus abstracciones son radicalmente sensoriales y
concretas, pero no al modo oportunista de la alegoría. Ejecutan, ponen en
escena el pensamiento allí donde todavía es, por así decirlo, incandescente —el
tropo del fuego es inevitable—, allí donde sigue a la conmoción de un
descubrimiento, de una confrontación desnuda con su propio dinamismo, ilimitado
y constreñido al mismo tiempo. Heráclito no narra. Para él, las cosas poseen
una evidencia y un enigma de presencia total como la del rayo (su propio
símil). ¿Cómo sería el pasado verbal del fuego? No todos han sido seducidos. La
contradicción, el instrumento elegido de Heráclito, «implica falsedad, y no hay
más que hablar» (Jonathan Barnes). Era un «paradojógrafo» cuya «incompetencia
conceptual» es patente. Es un veredicto al que Platón, aunque fascinado por
Heráclito, alude en el Sofista.
Ya para los antiguos, Heráclito era proverbialmente críptico. Un
proponente de oscuros acertijos, igualmente desdeñoso de sus inferiores
plebeyos y de aquellos, la gran mayoría de la humanidad, que son incapaces de
entender una paradoja o un argumento filosófico. Pero ¿qué significa para el
pensamiento articulado, para el discurso ejecutivo, ser «difícil»? En otro
lugar he intentado bosquejar una teoría de la dificultad. Lo más corriente es
contingente y circunstancial. No sabemos casi nada del trasfondo lingüístico y
social del lenguaje peculiar de Heráclito y su terreno de alusiones. No podemos
investigar. Desecha con crudeza a Homero y a Arquíloco porque no han
comprendido la armonía de opuestos que gobierna la existencia humana, porque
derrochan palabras en fantasías pueriles. Pero en los textos de Heráclito
aparecen de repente hexámetros épicos y, en sus referencias a los animales,
algo que podrían ser elementos de fábulas preesópicas. Los nombres metafóricos
que a menudo enumera en lugar de nombres comunes apuntan a las gnómicas
formulaciones de lo oracular. Sencillamente, no sabemos lo suficiente sobre las
convenciones oraculares, mánticas y órficas para valorar su influencia en
Heráclito. Como es sabido, el frag. XXXIII afirma que Apolo, «cuyo oráculo se
halla en Delfos, ni declara ni oculta, sino que da un indicio» (una jugada
wittgensteiniana). Contrario a un acto adánico de dar nombre a las cosas,
Heráclito no etiqueta ni define la sustancia sino que infiere su esencia
contradictoria. Las ambigüedades semánticas, un segundo orden de dificultad,
relacionan lo interior con lo exterior y a la vez marcan su disociación.
También acaso como derivación de precedentes arcaicos, los acertijos son
cruciales (son la cruz, el quid). El retruécano, el juego de palabras, la
sinonimia engañosa comunican los abismos polisémicos, la constante movilidad de
los fenómenos y su supuesto equivalente lingüístico. Las afinidades poéticas,
por ejemplo, con la etiología del Caos en Hesíodo, son admisibles, pero no
pueden ser demostradas. Algunos estudiosos han propuesto analogías entre la
cosmología de Heráclito y los mitos de Oriente Próximo sobre la creación. ¿Qué
sabían, si es que sabían algo, de Egipto? Es casi imposible no pensar que el
simbolismo zoroastriano del fuego encuentra eco en Heráclito. Éfeso linda con
Irán. En términos generales, sin embargo, el nervio de la gramática y del
vocabulario heraclitiano, de sus construcciones paratácticas y elisiones es
suyo. Sólo ciertas odas corales de la tragedia, sólo ciertos tropos de Píndaro
ofrecen algún paralelismo. No es verbalmente sino en la música donde tienen su
análogo las suspensiones de la lógica lineal y las simultaneidades en
movimiento contrario (cánones inversos) de Heráclito. Nietzsche percibió esta
afinidad. También aquí, como en Zaratustra y en las melodías a medianoche de Nietzsche,
la oscuridad puede tornarse luminosa.
La «oscuridad» es indudablemente parte del hechizo que Heráclito ha
ejercido sobre la literatura. Este «penseur-poète» tan hipnótico es representativo de una
tradición y una estética de la «materia oscura». De un linaje que incluye a
Píndaro, a Góngora, a Hölderlin, a Mallarmé y a Paul Celan. Tenemos la
tentación de decir que donde la poesía es más ella misma, donde más se acerca
la fusión de contenido y forma en música, es donde su inclinación hacia lo
hermético será más poderosa. Hay una persistente concepción de la poesía como
insurgente contra el lenguaje natural, contra toda dialektike techne, los
criterios secuenciales de la demostración racional y de la persuasión ordenada.
Las dificultades resultantes son lo que he llamado «ontológico». Lo pensado y
lo dicho tratan de trascender los medios a su alcance, imponer unas
potencialidades transgresoras. T. S. Eliot alude a esta «condición límite» en
los ecos heraclitianos de los Cuatro cuartetos (la cita musical es evidente). Heráclito
empuja la expresión hacia la aporía, hacia unas antinomias e indecidibilidades
que están en el borde mismo del lenguaje, como si el lenguaje, al igual que las
matemáticas, pudiera generar desde dentro de sí mismo un entendimiento
innovador, que se haga valer. Precisamente Char invoca sus «contraires —ces mirages ponctuels et
tumultueux […] poésie et vérité, comme nous savons, étant synonimes»
[«contrarios, estos espejismos puntuales y tumultuosos […], al ser sinónimos,
como sabemos, poesía y verdad».
Son los más «estilosos» de los filósofos, los que están más alerta a
las limitaciones y recursos expresivos del pensamiento enunciado, a su
implícita cadencia, como Kierkegaard y Nietzsche, los que se fijan en
Heráclito. Son Novalis, profesional del fragmento órfico, y Heidegger, el
neologista, el artesano de la tautología. Los intelectos rapsódicos y
oraculares reconocen en Heráclito el choque fundamental, generativo, entre la
esquiva opacidad de la palabra y la claridad y evidencia de las cosas,
igualmente esquiva pero convincente. La aprehensión inmediata o apresurada, lo
coloquial, pierde esta tensión decisiva, la del arco y la lira, en la famosa
dualidad de Heráclito. Escuchar atentamente —Nietzsche definió la filología
como «leer despacio»— es experimentar, siempre de manera imperfecta, la
posibilidad de que el orden de las palabras, especialmente en la métrica y en
el sistema nervioso métrico que hay en la buena prosa, refleje, quizá sostenga
la coherencia del Cosmos, oculta pero manifiesta. Una conjetura esencial para
la metafísica. La analogía con los modelos pitagórico o kepleriano de la
concordancia entre las relaciones armónicas e intervalos en la música y los
movimientos planetarios es relevante. Una vez más, la música es el tránsito
entre la especulación metafísico-cosmológica, es decir, el «reflejo», y la
articulación semántica.
La oculta violencia de la inspiración fascinó a Heráclito no menos que
a Rimbaud o a Rilke. Invoca a la «sibila de boca delirante» cuya voz, añade
Plutarco, «atraviesa un milenio». Alude, aunque cautelosamente, a los acólitos
que «deliran por Dionisos» en extática posesión. Pero la excelencia de
Heráclito como escritor se halla en su exponencial economía. Muy pocas y
escuetas palabras se extienden al infinito (un efecto que se hace realidad en
el díptico de Ungaretti —M’illumino d’immenso—, donde lo inmenso ilumina e
ilustra). Ya me he referido a cómo utiliza Heráclito la palabra «arco», que se
diferencia de la «vida» por un simple acento[1]: «El nombre del
arco es vida; su obra es la muerte». Una concisión en la que están presentes
Artemis y Apolo como sombras incipientes. La construcción gramatical puede
hacer de un aparente acertijo o paradoja una fuente de intuición en expansión:
«la muerte es todas las cosas que vemos despiertos; todo lo que vemos dormidos
es sueño». Las estructuras circulares descienden en espiral hasta unos abismos
esotéricos que, erróneamente, podríamos ver como psicoanalíticos: «El hombre
vivo toca al muerto en su sueño; al despertar, toca al durmiente» (Heráclito es
nuestro gran pensador sobre el sueño). Con audacia, quizá el único entre los antiguos,
Heráclito, desafía a los dioses en un aforismo tensamente equilibrado: los
inmortales y los mortales están unidos «viviendo la muerte del otro, muertos en
la vida del otro». Nietzsche atiende a las implicaciones de este frag. XCII y
Eurípides le dará eco: «¿Quién sabe si la vida es muerte pero la muerte a su
vez / es reconocida allá abajo como vida?». «La realeza pertenece al niño». «El
rayo gobierna todas las cosas», que Heidegger hace capital para sus enseñanzas.
Un surrealismo cognitivo que casi desafía la paráfrasis.
Dieciséis palabras bastan para poner en escena un drama cósmico: «El
sol no transgredirá su medida. Si lo hace, las Furias, ministras de justicia,
lo descubrirán». El choque entre métrica y medida universal (métra) y justicia infernal
inspirará el prólogo del Fausto de Goethe. Aunque la cita en sí sea una paráfrasis
plutarquiana, Heráclito está inconfundiblemente incrustado: «Las almas husmean
en el Hades, utilizan su sentido del olfato». Como los poetas, Heráclito sigue
al lenguaje a donde lo lleve, a donde sea receptivo a su autoridad interior y
autónoma, con una confianza de sonámbulo y sin embargo extremadamente lúcida.
De ahí sus recurrentes intentos por describir, por hacernos partícipes de la
nebulosa zona entre el sueño y la vigilia. El día que se funde con la noche, la
noche que engendra el día destruyendo la cruda luz mediterránea. No hay aquí
distinción alguna entre hallazgo filosófico o científico y forma poética. Las
fuentes del pensamiento son idénticas en ambos (poiesis). La poesía traiciona
a su daimon
cuando es demasiado perezoso o autocomplaciente para pensar profundamente (el astreindre
de Valéry). A su vez, el intelecto refuta la música configuradora que lleva en
su interior cuando olvida que es poesía.
Cuentan los antiguos que Heráclito depositó el pergamino que contenía
sus escritos en el templo de Artemisa en Éfeso. Wittgenstein observa que habría
deseado dedicar las Investigaciones
filosóficas a Dios. Son llamativos otros aspectos comparables de
método y sensibilidad. Ambos pensadores no dejan ni un instante de ser
conscientes de lo que hay más allá de la expresión verbal racional, de las
afirmaciones del misticismo y del silencio, que a un tiempo revocan y validan
la legitimidad de la palabra. El autor del Tractatus, no menos que
Heráclito, desconfiaba al parecer de la completitud sistemática. Lo
fragmentario hablaba de un pensamiento en movimiento provisional. Dotaba de
poder a un aliento comprimido. El timbre, el tono del estilo de ambos, es a
menudo afín. Como también lo es la virtud o la desventaja que posee ese estilo
para generar el aura del mito, de la inspiradora extrañeza que emana de las dos
personae.
Un retraimiento, un palpitar de secretismo refuerza las proposiciones de los
dos: «Dios no se revela en el mundo» (Tractatus 6432); «Toda consecuencia sucede a priori»
(5133); «Yo soy mi mundo (el microcosmos)» (5.65); «La filosofía no es una
enseñanza, sino una actividad» (4112).
Esta economía oracular se traslada a unos dicta de Wittgenstein más
técnicos y heurísticos. Ambos sabios poseen el raro don de convertir acertijos
lógicos o provocaciones didácticas en algo similar a un destello de poesía
pura. «¿Son rojas las rosas en la oscuridad?». «El verbo soñar ¿tiene
presente?». Heráclito y Wittgenstein hacen «juegos de lenguaje» en los que la
sintaxis y las convenciones de lo coloquial son corregidas por las de las
matemáticas y la música. En § 459 de Zettel, Wittgenstein cita lo que dice Heráclito de que no
es posible bañarse dos veces en el mismo río. «En cierto sentido nunca es
excesivo el cuidado que se tiene al tratar errores filosóficos, contienen
demasiada verdad». Justo como las adivinanzas de Delfos. Recordamos el legein de
Heráclito y sus posibles contactos con el Eclesiastés cuando Wittgenstein anota
en 1937: «También en el pensar hay un tiempo para arar y un tiempo para recoger
la cosecha». Y durante las tinieblas de 1944: «Si en la vida estamos rodeados
por la muerte, igualmente en la salud de nuestro intelecto estamos rodeados por
la locura» (aquellas «bocas delirantes» de Heráclito). ¿Podría haber algo más
acorde con el espíritu de Heráclito que la exhortación wittgensteiniana de
1947: «Siempre olvidamos descender hasta los fundamentos. No ponemos los signos
de interrogación a suficiente profundidad»?
La cuestión es sencilla: tanto en la filosofía como en la literatura,
el estilo es la sustancia. La amplitud retórica y la contracción lacónica
ofrecen imágenes e interpretaciones opuestas del mundo. La puntuación es por
tanto epistemología. En la filosofía reside la perenne tentación de lo poético,
a la que se puede dar la bienvenida o rechazarla. Los matices de tensión e
interacción son múltiples. Enseñanzas aparentemente dispares se tornan
contingentes por obra de unas afinidades de voz. «Cuando filosofas, tienes que
descender al caos primitivo y sentirte a tus anchas en él». ¿Estaba
Wittgenstein, en su cuaderno de 1948, trascribiendo un fragmento de Heráclito
que aún no estaba al alcance de los demás? Otro minimalista de la inmensidad es
Samuel Beckett. Son frecuentes los ecos de Spinoza y Schopenhauer. Nuevamente,
los cruces no son necesariamente los de una doctrina específica. El tema es el
de la rima, la entonación, el giro gramatical. Se da resonancia al esqueleto
mismo del lenguaje. Palabras, muchas veces monosílabos, presionan contra lo no
dicho. Las conjunciones copulativas y disyuntivas, formalmente vacías,
adquieren una finalidad normativa, monumental: «CLAMABAIS por la noche y llegó.
CAE; ahora clamad en la oscuridad… Momentos para nada, ahora igual que siempre,
el tiempo nunca fue y el tiempo ha terminado, la cuenta está cerrada y la
historia concluida» (no es un mal resumen del fin de la historia de Hegel).
Considérese la marea heraclitiana de movimiento perpetuo, de flujo cósmico en La última cinta de Krapp:
«Estábamos allí tendidos, sin movernos. Pero por debajo de nosotros se movía
todo, suavemente, para arriba y para abajo y de un lado a otro». Tanto en el
filósofo como en el dramaturgo, el ministerio del tiempo es insondable: «De vez
en cuando, el centeno, agitado por un ligero viento, proyecta y retira su
sombra». Cuán vívida es la cosmogonía presocrática en la demencial monodia de
Lucky de Esperando a
Godot: «en el campo en las montañas y a orillas del mar y de
corrientes y de agua y de fuego el aire es el mismo y la tierra a saber el aire
y la tierra por los grandes fríos el aire y la tierra hechos para las piedras
por los grandes fríos», donde la elisión de la puntuación manifiesta
percepciones arcaicas de una armonía elemental anterior a las empobrecedoras y
distorsionantes fragmentaciones de la lógica y las ciencias. Tierra, aire,
fuego y agua, tan inmediatos para Beckett como para los visionarios anteriores
a Platón. Al igual que en Heráclito, las brevedades de Beckett salvaguardan su implosivo
secreto. Reprenden «¡esa manía de explicar! ¡El punto sobre cada i hasta
matarla!» (Catástrofe).
¿Y cómo podría Shakespeare haber dejado de observar lo que dice Heráclito de
los condenados que husmean su camino al infierno cuando al torturado Gloucester
le dicen burlonamente que se guíe por el olfato, a ciegas, para llegar a Dover?
Igual que entre la metafísica y la poesía, la atmósfera está cargada de ecos.
También de fracasos. Con la frustración de no ser capaces de plasmar,
de comunicar en el lenguaje y a través de él el nacimiento, incipiente y
vacilante, del significado. Como mucho, presentimos ese nacimiento en
Anaximandro, en Heráclito, en las desesperadas franquezas de las Investigaciones
filosóficas. ¿Qué tumultos, que celebraciones pero también
reveses de la conciencia acompañaron sin duda al descubrimiento, absolutamente
inquietante, de que el lenguaje puede decir cualquier cosa, pero nunca
agota la integridad existencial de su referencia? Cuando Beckett nos manda que
fracasemos, volvamos a fracasar pero «fracasemos mejor», establece la sinapsis
en la cual engranan el pensamiento y la poesía, la doxa y la literatura. «Es el
comienzo lo que es difícil».
Ese inicio, ese tenor del alborear del pensamiento, es puesto de
relieve por Heidegger en sus conferencias sobre Parménides de 1942-1943. Los
intentos editoriales y exegéticos de discernir entre poema y cosmología en
Parménides son anacrónicos. Ninguna disociación de ese tipo es válida. En lugar
del Lehrgedicht
o poema didáctico, Heidegger propone el Sagen, una «totalidad de lo
enunciado», como la única categoría apropiada para lo que podemos comprender de
la visión y la intención de Parménides. Nos resulta difícil hacer justicia a
esta forma porque somos incapaces de «ir hacia el principio», de remontar la
corriente para ir donde el significado ha tenido tal vez su origen.
El brillo autocrático de Heidegger —fundado en el dogma, escandaloso
pero no del todo fácil de refutar, según el cual solamente los antiguos griegos
y los alemanes posteriores a Kant están dotados de los medios ejecutivos de la
metafísica magisterial— posee una fascinación aforística propia. Los contrastes
que traza entre la alegoría de Parménides, entre el latido alterno de
descubrimiento de uno mismo y el retraimiento que hay en el griego aletheia
(«verdad»), por una parte, y la celebración de la «franqueza» de la VII de las Elegías de Duino
de Rilke, por otra, cristalizan casi todas las facetas del tema y la historia
de la poesía del pensamiento. El comentario de Heidegger es casi intraducible,
como lo es la poesía con la que está entretejido: «Das Haus der Göttin ist der Ort der ersten
Ankunft der denkenden Wanderung» [«La casa de la diosa es el
lugar adonde primero llega el deambular pensante»]. El viaje hacia la morada de
la deidad que pone en marcha el texto de Parménides «ist das Hindenken zum Anfang»
[«es el pensar hacia el comienzo»]. Es el «pensamiento del inicio». A la
filología académica y a la crítica textual les parece irresponsable este
lenguaje.
La manera en que Parménides hace uso del ritmo, de las yuxtaposiciones
simétricas, recuerda un friso arcaico. Lo que tenemos que extraer, sostiene
Karl Reinhardt en su influyente monografía de 1916, son las reglas de la
composición arcaica. ¿En qué modos, característicos de los presocráticos,
compendia Parménides la suma de sus argumentos en cada sección aparentemente
diferenciada? Los rasgos mitológicos del poema no son vestidura ni mascarada en
el sentido barroco. Lo mitológico encarna, permite, el único acceso directo a
la invocación y expresión de lo abstracto cuando el lenguaje, antes de
Aristóteles, no ha desarrollado todavía modos de predicación lógica. Pero ya
Gorgias el sofista entendió que los versos de Parménides tienen la misma
alineación imperativa que los movimientos de pensamiento que aquéllos tratan de
verbalizar y unificar. Para Parménides, el mundo no es nada más que el espejo
de mi pensamiento, una propuesta cuya enormidad a través de los milenios nunca
debería pasarnos inadvertida. Así, la forma poética se convierte en la
configuración natural para la más radical, abrumadora y sin embargo también
extraña y tal vez antiintuitiva de las aseveraciones: la de la identidad de
pensamiento y ser. Esta identidad existencial será un factor determinante en la
génesis y peregrinación de la conciencia occidental. En cierto sentido,
Descartes y Hegel son notas a pie de página. El vocabulario y la sintaxis de
Parménides, hasta donde podemos discernirlos, representan el pensamiento como
la voz del ser. La atmósfera aleccionadora de la prosa vendrá después.
Hay destellos de poesía en nuestros textos fragmentarios. Imitando a
Homero, Parménides habla de la Luna «vagando en torno a la Tierra, una luz
extranjera». Otro pasaje, que prefigura misteriosamente la astrofísica moderna,
narra «cómo empezó a nacer la fuerza ardiente de las estrellas». Algunos
estudiosos han sugerido que Parménides poseía una sensibilidad de poeta para
las connotaciones psicológicas y las asociaciones acústicas de las palabras.
Como Heráclito, Parménides utiliza el oxímoron —¿cómo se descubrió
éste?— para dramatizar, para «representar» su tesis central sobre un conflicto
que tiende hacia una resolución armónica: el sol nos ciega, apagando las
estrellas y haciendo así invisibles los objetos. Parménides parece dar
constancia de una conciencia de poeta, de una capacidad para oír la naciente
oleada y la prodigalidad del lenguaje antes de que se anquilosara en el uso
coloquial, utilitario. Oportunamente, las salutaciones que inician el Parménides
de Platón son eco de la bienvenida de la diosa en Sobre la naturaleza de
Parménides. Estos procederes llevan la impronta del amanecer. Por el contrario,
dice Heidegger, la nuestra es el Abendland, la tierra vespertina de la puesta de sol.
Formalmente, Empédocles es el mejor y más memorable de los dos poetas.
Su lenguaje es a un tiempo arcaico y lleno de inventiva. La expresión del ciclo
cósmico «ejerce una sutil fascinación estética; el estilo poético de
Empédocles, grandioso, formulario, repetitivo, hierofántico, aumenta este poder
de seducción» (Jonathan Barnes). Aristóteles menciona que Empédocles también
había escrito poesía épica. El vivo jonio de Empédocles está salpicado de
neologismos y giros locales. Muchas veces, sus pródigos epítetos provienen de
Homero. La deuda con Hesíodo es evidente. Ciertos toques se derivan tal vez de
Pitágoras y la jerga formularia de los cultos mistéricos. Empédocles hará en
algunos momentos acto de presencia en Esquilo, sobre todo en la Orestíada.
La matriz doctrinal es literaria. El verso filosófico de Empédocles, en
especial sus Purificaciones,
fue declamado en Olimpia por el rapsoda Cleomenes. El pensamiento se canta. Lo
que surge es pura poesía: «Zeus, el esplendor blanco», «la muda muchedumbre de
los peces, que desovan con profusión» (¿conocía Yeats ese verso?). Un terror
surreal marca la descripción que hace Empédocles de los desgarrados pero
errantes cuerpos de los muertos y la turbulencia del Caos (la bufera de
Dante). Hay locuciones que, observa Barnes, hacen pensar en «un artista
cartesiano». Empédocles habla de la dañosa avalancha de imágenes y conocimiento
que se vierte en la mente humana. Su presión es polimórfica: «He sido ya niño y
muchacha y arbusto / y pájaro y pez mudo en las ondas salobres». La radiante
Afrodita anulará las escisiones agonísticas, los crueles odios y el
derramamiento de sangre que entenebrecen nuestro mundo. A través de la poética
de Empédocles, las limitaciones lógicas de la escuela eleática ceden ante
tropos metafísicos e intuiciones líricas. La técnica de las variadas
reiteraciones tiene su musicalidad didáctica.
De ahí la recurrente presencia de Empédocles en toda la literatura
occidental. La leyenda de su suicidio, de su sandalia (¿de oro?) hallada al
borde del cráter, ha otorgado a esta presencia un rasgo de icono. Empédocles
sigue siendo el filósofo-poeta celebrado en la poesía. Ningún documento de la
mitografía del pensamiento, ninguna reconstrucción de la extrañeza y el
aislamiento sacrificiales de la creatividad intelectual supera las tres sucesivas
versiones de la Muerte
de Empédocles de Hölderlin. Los comentarios sobre este texto
sobresaliente constituyen por sí solos un género metapoético y metafilosófico.
Todas las cuestiones que trato de aclarar en este ensayo están expuestas en
Hölderlin. Se da expresión íntima y monumental a la vez a una cosmología
cíclica, al sino de un filósofo-rey que trae armonía a los trabajos y los días
de los hombres, a la enseñanza hecha eros. No hay otra exégesis que se aproxime
a cómo entiende Hölderlin la transición de Empédocles del ritual y la magia a
la ética y la política. A su metamórfica interpretación de las exigencias
autodestructivas, casi inhumanas, del pensamiento especulativo puro, que
embelesa y consume los frágiles contornos de la razón. Hölderlin era el igual
teórico de Hegel, pero empujado a adentrarse más en el torbellino del
cuestionamiento y la experimentación del desastre que anticipa en su Empédocles.
Sea cual fuere su capacidad de comunicación, el pensador preeminente está
condenado a la soledad: «Allein zu sein / und ohne Götter, ist der Tod» [«Estar
solo y sin dioses es la muerte»]. La soledad sin dioses es la muerte. Ni
siquiera el ser humano al que más amemos puede pensar con nosotros.
La seriedad pedagógica del Empédocles en el Etna de Matthew Arnold no puede en modo
alguno mitigar el dolor del autorretrato:
Antes de que la cavilación sofística haya cargado
de palabras la última chispa de conciencia del hombre,
antes de que el ser del hombre, antes de que el mundo,
sean despojados de su divinidad,
antes de que el alma pierda todas sus solemnes alegrías
y el pavor haya muerto y la esperanza sea imposible
y llegue la profunda noche eterna del alma,
¡recíbeme, ocúltame, sáciame, llévame a casa!
Lo que tenemos de los varios intentos nietzscheanos de componer un
«Empédocles» no sólo es enigmático de por sí sino que apunta directamente a la
figura de Zaratustra. McLuhan llama la atención sobre la herencia que hay en
los Cuatro cuartetos
de T. S. Eliot del discurso de Empédocles sobre la doble verdad. La muerte de
Empédocles en las llamas es evocada por Yeats, Ezra Pound y Joyce. Está
presente en A una
hora incierta, de Primo Levi, de 1984.
Estos encuentros y permutaciones literarios se extienden a los
presocráticos en su conjunto. La pervivencia de Pitágoras en la tradición
matemática, en la teoría musical, en la arquitectura y en el ocultismo llega
desde la época helenística y Bizancio hasta el escolasticismo y la actualidad.
Zenón y la paradoja de la inmovilidad de su flecha hacen su entrada meteórica
en El cementerio
marino de Valéry. El atomismo materialista de Demócrito forma
parte del panteón marxista y del ansia de Marx por encontrar un precedente que
le preste validez.
Posteriores corrientes en el pensamiento occidental se dejan percibir,
aunque sea de forma embrionaria, en las declaraciones eleáticas, jonias,
pitagóricas y heraclitianas. Son enteramente poéticas o, dicho con más
exactitud, son anteriores a la diferenciación entre verso y prosa, entre
narrativa anclada en la mitología y lo analítico. De esta fuente híbrida brota
la permanente tensión entre imagen y axioma en toda nuestra filosofía. El canto
de la sirena sobre la poética, el potencial de metáfora subversiva que
conlleva, habita el pensamiento sistemático. Intentos de valerse de esta
subversión, como en Nietzsche, o mantenerla rigurosamente a distancia, como en
Spinoza o Kant, son el legado no resuelto del milagro de la meditación sonora
que tuvo su origen (pero ¿cómo?) en Tales, Anaxágoras y sus inspirados sucesores.
Sin duda, Lucrecio acudió a Empédocles en busca de guía. El suicidio
del magus
estimula las evocaciones del Etna en De rerum natura VI: «flamma foras vastis Aetnea fornacibius
efflet»: «como un torbellino de fuego sale repentinamente
bramando del Etna». Santayana sitúa el poema de Lucrecio junto a la Comedia y al
Fausto
de Goethe. Es el locus
classicus de nuestro tema. Pero las diferencias con estas otras
cimas son fundamentales. Lucrecio aspira a una «alta vulgarización» de las
enseñanzas cosmológicas y morales de Epicuro, a una exposición de cuanto
instruye su maestro sobre la vida y la muerte, si bien les da un giro personal.
Puede que se nos escapen muchas cosas de algo que bien pudiera ser una obra
incompleta. Sin embargo, está claro que las reflexiones de Lucrecio y su visión
del mundo, tal vez ecléctica, de influencia estoica, poseen un ímpetu propio.
Las fuentes de la visión son dobles. Al modo epicúreo, Lucrecio aspira a liberar a hombres y mujeres de la
sumisión a las supersticiones y del miedo a la muerte. Los dioses están
lejos y posiblemente son mortales (Nietzsche conocía este texto). Iguales que
nuestro mundo son los cielos, «que deben empezar y terminar». Al mismo tiempo,
Lucrecio celebra y trata de explicar múltiples fenómenos naturales, la vida
orgánica, cuyas maravillas y terrores transformativos observa sin inmutarse.
El himno inicial a Venus, patrona de la generación, ha resonado a
través de los siglos. En
la festiva versión de Dryden:
For every kind, by thy
prolific might,
springs, and beholds the
regions of the light.
[Pues toda especie, por tu poder prolífico,
nace, y contempla las regiones de la luz].
Las extensiones mismas del océano ríen ante este milagro generativo: tibi rident aequora ponti.
Animados por el amor, por un cósmico élan vital [impulso vital], «los rebaños se tornan
salvajes y brincan en sus pastos»; como el latín: «ferae pecudes persultant».
Como contrapunto a este exultante naturalismo, Lucrecio muestra un implacable
sentido del «principio de realidad», de la irremediable exposición humana al
desastre. ¿Quién, salvo Tucídides, ha igualado su manera de presentar la peste,
esa «marea de muerte» venida de Egipto que engulle a Atenas, agostando a los
hombres hasta volverlos locos? Lucrecio insiste en la fuerza de la razón, del
diagnóstico racional. Pero impone sus limitaciones. La observación es
estremecedora: mussabat
tacito medicina timore. En la traducción de C. H. Sissons:
The doctors muttered and
did not know what to say:
they were frightened of so
many open, burning eyes
turning towards them
because they could not sleep.
[Los médicos enmudecieron y no supieron qué decir:
tenían miedo de tantos ardientes ojos abiertos
vueltos hacia ellos porque no podían dormir].
El sueño es fundamental en De rerum natura. Libera al espíritu de la agitación y la
angustia. ¿Por qué inquietarse, si va a ser eterno después de la tensión de la
vida pasajera? Es un axioma tan lapidario como el de Wittgenstein. Lucrecio
concluye que «la muerte no puede vivirse», es inofensiva, está fuera de la
existencia.
Lucrecio es el más latino de los poetas romanos, el único cuyo oído y
sensibilidad lingüística coinciden intrínsecamente con el genio de la lengua
donde está menos moldeada, como en Virgilio, por el griego como modelo. Ningún
otro poeta romano iguala el peso, el caminar como de una legión en marcha:
ergo animus sive agrescit, mortalia signa
mittit, uti docui, seu
flectitur a medicina.
usque adeo falsae rationi vera videtur
res occurrere et effugium praecludere
eunti
ancipitique refutatu convincere falsum.
[Así pues, ya enferme el
alma, ya sea restablecida por la medicina, manifiesta, como he mostrado, su
naturaleza mortal. Tanto es verdad que una falsa doctrina viene siempre a
oponerse a la verdad, que le corta la retirada y, mediante una doble
refutación, la convence de su error].
Este símil de la verdad en combate con el razonamiento falso,
cortándole la retirada cuando huye y venciendo el error con una refutación
sobre dos flancos es enteramente militar. El fragor de la batalla armoniza con
las fricativas, los sonidos r y f que dirigen el avance. Walter Savage Landor describió
el registro de De
rerum natura como «masculino, simple, concentrado y enérgico».
Esto define la latinidad.
Lucrecio nos hace sentir que hay en ciertos movimientos de pensamiento,
de razonamiento abstracto, una gravitas, un peso material (la pesanteur de Simone Weil). Las
sílabas, donde cobran vigor las consonantes, y la sintaxis compacta, en
ocasiones repelente, parecen doblarse y luego lanzarse hacia delante bajo el
peso de la especulación filosófica. Cuando hay velocidad en la cadencia es la
de una rapidez acorazada, de un belicoso accelerando. Como el de los
jóvenes que danzan «revestidos de sus armaduras, chocando bronce con bronce a
compás». No hay traducción que iguale el peso mercurial, si existe algo que se
pueda llamar así, del original:
cum pueri circum pueri pernice chorea
armati in numerum pulsarent aeribus aera.
El genio de Lucrecio para la «interanimación» —el término es de I. A.
Richards— de enseñanzas morales, cognitivas, científicas, médicas y políticas
con una inspirada puesta en escena poética resultó ser ejemplar. Numerosos
poetas de tendencia filosófica o científica se esforzaron por competir con De rerum natura.
En todo lugar y en todo momento en que la sensibilidad especulativa occidental
inclina hacia el ateísmo, franco o disimulado, hacia el materialismo y el
humanismo estoico, Lucrecio es un talismán. Su tranquila audacia, la
tonificante conformidad con la brevedad y las aflicciones de la vida que dan
forma a su razonamiento, fueron indispensables para los poemas y diálogos
filosóficos de Leopardi. Como Voltaire antes que él, el joven Leopardi vio en De rerum natura
un texto que, incomparablemente, empuja el conocimiento hacia la luz de la
razón. El Lucrecio
de Tennyson es una meditación tal vez atípicamente teñida de erotismo. Pero su
paráfrasis de pasajes de Lucrecio es excelente: «Vi las llameantes corrientes
de átomos/y los torrentes de su miríada de Universos». Como mucho, los dioses
simplemente «vagan/por el luminoso espacio entre un mundo y otro». Quizá no
esté lejos la hora en que el hombre, transitorio,
ya no le parecerá nada a sí mismo,
sino que él, sus odios y esperanzas, su hogar y templos,
e incluso sus huesos, extendidos dentro de la tumba,
los flancos mismos de la tumba, desaparezcan,
desvaneciéndose, átomo y vacío, átomo y vacío,
en lo nunca visto para siempre […]
Fechado en 1868, el escenario tennysoniano del supuesto suicidio de
Lucrecio es ilustrativo de sus propios y ansiosos esfuerzos por reconciliar con
la confianza humana las enconadas disputas científicas y tecnológicas de su
época.
La descripción de Lucrecio por el joven Marx en los prolegómenos a una
proyectada historia de la filosofía epicúrea y escéptica es difícil de mejorar:
«La guerra heroica de todos contra todos, la firme postura de autonomía, la
naturaleza vaciada de los dioses y de un Dios ajeno al mundo». Citando De rerum natura
I, 922-934, Marx observa su «canto atronador». Un texto que proclama el «eterno
regocijo del espíritu».
Ese regocijo del intelecto figura en las raras veces citadas pero
extensas «Notas sobre Lucrecio» que Leo Strauss incluyó en su Liberalismo antiguo y
moderno (1968). En el poema de Lucrecio, «por no decir en el
epicureísmo en general, el pensamiento premoderno parece acercarse más al
pensamiento moderno que en ninguna otra parte. A ningún escritor premoderno
parece haber conmovido tan profundamente como a Lucrecio la idea de que nada
amable es eterno o sempiterno o inmoral, o de que lo eterno no es amable».
Parafraseando, Strauss considera que el tema es oscuro, «pero el poema es
luminoso». Lucrecio nos demuestra que «el poeta filosófico es el vínculo o
mediación entre religión y filosofía». Haciéndose eco de su propia postura
exegética, Strauss opina que «el poeta filosófico es el mediador perfecto entre
el apego al mundo y el apego al desapego del mundo». La alegría o el placer que
suscita el poema de Lucrecio son, por consiguiente, austeros. Y nos recuerda el
placer que suscita la obra de Tucídides. En otro lugar, Strauss volverá a esta
analogía.
Si Lucrecio marca la cúspide de la «poesía del pensamiento», de la
instauración y exposición poéticas de unas intenciones filosóficas sistemáticas
que se remontan a los presocráticos, De rerum natura señala asimismo un prolongado epílogo.
¿Qué epopeya filosófica lograda ha venido después?
El caso de Dante es extremadamente complejo y la casi inconmensurable
bibliografía a que ha dado lugar hace que lo sea aún más. Las aportaciones de
Dante a la teología filosófica, a la ontología postaristotélica, a la teoría
política, a la estética, a las especulaciones cosmológicas son, desde luego, de
capital importancia. No tenemos testimonio de un intelecto más sutil, más
compendioso, de unas supremas capacidades poéticas más dotadas de penetración
analítica, de una sensibilidad en la que se haya puesto a actuar más
creativamente en el lenguaje una disciplinada atención lógica y psicológica. La
gama de referencias filosóficas de Dante es omnívora. Incluye el legado de
Aristóteles, Séneca, los estoicos, Cicerón, los Padres de la Iglesia, Averroes,
Aquino y, quizá, otras fuentes islámicas. Es posible que la Comedia revele indicios de
contactos con material hebraico y cabalístico accesible en Verona. El tomismo
de Dante posee una fuerza de asimilación y reafirmación sin rival. En algunos
momentos, a Aristóteles le falta poco para ser equiparado a Dios. No obstante,
la manera en que Dante utiliza la astronomía ptolemaica contradice la ortodoxia
aristotélica. Y aunque las pruebas siguen siendo discutidas, es posible que la Comedia
coqueteara con la metafísica herética de Siger de Brabante. En resumen, a
partir del neoplatonismo de la poesía amorosa temprana, con su intrincado juego
de eros e intelecto, la obra de Dante tanto en verso como en prosa está inmersa
en el lenguaje —con frecuencia técnico— y en los factores determinantes
conceptuales de lo filosófico. Doña Filosofía nunca se apartó de su lado.
Hay quien ha dicho —Étienne Gilson, entre otros— que Dante imaginaba
una metafísica total que incluyera la teología, desentrañando así los secretos
del ser y del Universo. Que describiera, por ejemplo, los orígenes de nuestro Universo.
Que desvelara, por ejemplo, por qué el cielo gira de este a oeste y revelara
los orígenes de nuestro Universo. Esta filosofía y cosmología metafísica
soberanas recompensarían los esfuerzos de la razón lo mismo que la teología
premiaba los de la fe. Sin embargo, Dante sabía que esta summa summarum de lo
inteligible está fuera del alcance de la mente humana: «Dio lo sa, che a me pare presuntuoso a
giudicare» [«Dios sabe que juzgar me parece presuntuoso»]. Una
cosa está clara: en la oeuvre
de Dante, la teología preside, guía el discurso intelectual, a menudo
abstracto, la dialéctica moral y las ciencias. La ardua peregrinación del
espíritu tiene una motivación y una coronación teológicas. La filosofía de la
historia de Dante, pródigamente informada, su doctrina política, su filología
políglota, hasta su utilización de los análogos o el simbolismo matemático y
musical, son ramificaciones de un meridiano teológico. El alcance es amplio y,
más de una vez, idiosincrásico. Pero las limitaciones son las de una armazón y
prescripción escolásticas, por definitivo que sea el entendimiento que hay más
allá de éstas.
Después de Dante, la epopeya heroica, la alegórica, la romántica tiene
su historia múltiple. Está viva, junto con unas aspiraciones que se asemejan a
las de la Comedia,
en los Cantos
de Pound. Pero el poema filosófico a gran escala, el uso del verso para
manifestar y exponer una doxa metafísica se hace raro. Coleridge planeó
precisamente un empeño de este tipo con ferviente resolución. Oyendo a Wordsworth
recitar una parte de El
preludio la noche del 7 de enero de 1807, saluda
¡Un canto órfico en verdad,
un canto divino de altos y apasionados pensamientos
cantados con su propia música!
Brillaba aquí la luz de unos «pensamientos demasiado profundos para las
palabras». A Coleridge le parecía convincente que una vez concluidos, El recluso y
La excursión
de Wordsworth harían realidad esa función del canto y la filosofía, de lo
rapsódico y lo cognitivo, que el mito había atribuido a la revelación órfica.
Pero el concepto de filosofía implícito en los encomios de Coleridge es difuso
y metafórico. Reside en la conciencia introspectiva más que en el pensamiento
sistemático.
Las últimas epopeyas escatológicas de Victor Hugo no llegaron a leerse.
Si hay una excepción, muchas veces desdeñada, es la del Ensayo sobre el hombre de
Pope, de 1732-1733. Curiosamente, no era el suyo un talante filosófico. Pope sí
que intuye hasta cierto punto la talla de Abelardo. El Ensayo está inspirado en
Newton y Bolingbroke, posiblemente en Leibniz, como Lucrecio se había inspirado
en Epicuro. Formalmente, la deuda con las Epístolas de Horacio es
manifiesta. Pero la circunspecta mordacidad de los pareados heroicos de Pope
presta autoridad a la ética providencial y a la cosmología que propone:
El cielo oculta a todas las criaturas el libro del destino,
todo salvo la página prescrita, su condición presente:
a los brutos lo que saben los hombres; a los hombres lo que
los espíritus:
de otro modo, ¿quién podría soportar el estar aquí abajo?
El cordero que tu derroche condena a ser hoy desangrado,
si tuviera tu razón, ¿saltaría y jugaría?
Contento hasta al fin, mordisquea el florido alimento
y lame la mano levantada para verter su sangre.
¡Oh ceguera del futuro, amablemente dada!
Que llene cada cual el círculo marcado por el cielo:
quien ve con ojo ecuánime, como Dios de todo,
perecer un héroe o caer un gorrión,
átomos o sistemas arrojados a la destrucción,
estallar ahora una burbuja, ahora un mundo.
Obsérvense la transición del «libro del destino» a la «página
prescrita», la alusión a Hamlet y a los Evangelios al mismo tiempo en la caída
del gorrión y la exacta dicotomía de «átomos» y «sistemas». Kant, que no es
juez indulgente, admiraba el Ensayo de Pope por su mensaje filosófico y por su
economía poética.
Fuente:
George Steiner
La poesía del
pensamiento
Del
helenismo a Celan
Título original: The poetry of thought. From
the Hellenism to Celan
George Steiner, 2011
Traducción: María Condor
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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