domingo, 17 de mayo de 2020

4 El género del diálogo es anterior a Platón.George Steiner La poesía del pensamiento Del helenismo a Celan




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El género del diálogo es anterior a Platón. Los diálogos de Aristóteles se han perdido. De todas las formas es la del diálogo la que más se aproxima a aquellos ideales de pregunta y refutación, de corrección y reprise prescrito por Platón en su crítica de la escritura. El diálogo pone en ejecución la oralidad; sugiere, incluso en la escritura, posibilidades de una espontaneidad y un juego limpio antiautoritarios. Así pues, este género desempeñará un papel señero en la filosofía occidental.
Se siguen produciendo diálogos metafísicos y teológicos, dos rúbricas que habitualmente es imposible distinguir, en la Antigüedad tardía, el helenismo y el cristianismo primitivo. La biblioteca de Cluny, a la que Abelardo tenía acceso, contenía ejemplos de Cicerón, Justino, Atanasio y Boecio. Ante todo, habría conocido los extensos diálogos heurísticos y especulativos de san Agustín. El Dialogus inter Philosophum, Judaeum et Christianem de Abelardo es al parecer su obra postrera y quedó inconclusa. Los estudiosos la fechan en torno a 1140. El sueño visionario de tres figuras que se acercan al narrador-árbitro desde tres direcciones es tradicionalmente alegórico. Pero el bajo continuo de melancolía, las delicadas indicaciones de una justicia más allá del dogma y la ortodoxia son enteramente de Abelardo. Convierten su texto en un cautivador documento humano.
Los contendientes tienen en común un fundamental monoteísmo. De otro modo no sería viable ningún intercambio con sustancia. El judío se basa exclusiva pero orgullosamente en el Antiguo Testamento. En la percepción mosaica de Dios como mysterium fascinans, augustum et tremendum. Sin embargo, sí trata de satisfacer la exigencia de racionalidad, de demostración ética que plantea el filósofo. Evoca sombríamente la condición del judío medieval en «el pozo ardiente del sufrimiento […] despreciado y odiado». No obstante, cita el salmo XVII y su exultante perspectiva de una reunión escatológica con Yaveh: «Veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza». Es posible que Abelardo nunca hubiera oído entonar este salmo, pero su propia experiencia de sufrimiento y de verse convertido en un paria otorga a su figuración del judío una singular equidad y patetismo (tiene un lastre teológico que supera el de Shylock). Abelardo concede al judaísmo un rango religioso e histórico único. Hace constar pero no comparte la insistencia del filósofo sobre la mordacidad y la exclusividad judías. Repitiendo su anterior comentario sobre la Carta a los Romanos, Abelardo define la elección del judío como un «preliminar». La circumcisio Abrahae se convertirá en «una circuncisión del corazón». Aunque de un modo que el judío no admitiría, el futuro es un futuro de promesa y regreso al hogar.
El filósofo cuestiona las reivindicaciones de universalidad de la vengativa y tribal deidad del Sinaí. Aduce su imperfectio caritatis. La historia posterior, opina, ha mostrado las insuficiencias de la ley mosaica. Philosophus alude a los defectos lógicos pero también morales de la respuesta de Dios a Job. Los estudiosos sugieren que esta dialéctica está inspirada en exégetas islámicos activos entonces en España y conocidos de Abelardo. La vera ethica Christi desarrolla el llamamiento judaico a unas prescripciones éticas, a la sumisión al Todopoderoso, y lo combina con la exigencia del filósofo de unas pruebas racionales. El cristiano afirma que la Ley (Nomos) está contenida en la Palabra revelada (Logos). La lógica y la metafísica de Abelardo se conjugan en esta versión cristológica del summum bonum. En la elocuencia del cristiano, tan segura de sí misma, abundan los ecos paulinos y agustinianos. Sólo la Encarnación puede validar aquella promissio illae vitae eternae que hizo el judaísmo. Sólo ella puede dar cumplimiento a la tremenda garantía otorgada por el salmo CXXXIX de una presencia divina incluso en el infierno. Al mismo tiempo, el cristiano discute con el filósofo sin despreciar las legítimas objeciones de éste. Esta dialéctica conduce a la idea capital de que existen unas verdades inaccesibles al lenguaje o al razonamiento deductivo y que no pueden ser expresadas por ellos. Es posible, y Abelardo habla aquí desde lo más profundo, que el silencio se convierta en la única forma consecuente de oración. En todo ello es el formato de diálogo el que dota de poder a una justicia psicológica que no volverá a aparecer en la literatura europea hasta Natán el sabio de Lessing.
Los intereses informados y críticos de Galileo iban más allá de las ciencias naturales y las matemáticas. Incluían la literatura, la música, las bellas artes (véase el artículo clásico de Erwin Panofsky de 1954 sobre «Galileo como crítico de las artes»). Ya los contemporáneos de Galileo se maravillaban de sus innumerables inquietudes. Tenemos sus Postille (notas) sobre Ariosto y Petrarca y dos conferencias públicas dadas en Florencia en 1588 sobre la cosmografía del Infierno de Dante. Están las polémicas Considerazioni al Tasso. Unos estudiosos fechan estas dos obras en los años entre 1589 y 1592; otros, en la década de 1620. Sus asperezas un tanto altivas, por las cuales se sintieron agraviados lectores posteriores como el poeta romántico Foscolo, hacen pensar que se trata de una obra juvenil. Las comparaciones entre Ariosto y Tasso, que llevaban insertas otras entre Homero y Virgilio, era un ejercicio rutinario. Galileo aporta a la argumentación una vehemencia característica. La fabulación es patente y lícita en su preciado Orlando furioso. El indecoroso y travieso erotismo de Tasso es indigno de una epopeya heroica. A Galileo lo desconcierta el Gerusalemme vaneggiamento, el «desenfreno» y la anarquía hiperbólica de sus tropos. Posteriormente, en el Saggiatore, hay indicios de que Galileo está suavizando este juicio.
Como dice Alexandre Koyré, en el Dialogo dei massimi sistemi, publicado en febrero de 1632, retirado en agosto bajo la presión eclesiástica, la forma de diálogo «es tan importante como lo es para Platón, por análogas razones, unas razones muy profundas relacionadas con la concepción misma del conocimiento científico». Este texto magistral se propone persuadir al lego, l’honnête homme, así como al cortesano de la corrección del sistema copernicano, aunque expresado en la prudente y casi tentativa interpretación de Galileo. Hay que inducir al lector a una reflexión personal; tiene que comprender y evaluar por sí mismo unas proposiciones complejas y en parte técnicas. Es éste un modelo pedagógico, una crítica de principios de autorización aristotélica y tomista, a la luz del platonismo galileano. El Timeo está muy cerca. Las teorías aristotélicas del movimiento presuponen axiomáticamente algo que en realidad requiere ser demostrado. Pero son tratadas con escrupulosa cortesía. Se concede amplia representación al empirismo de sentido común, a la voz aparentemente inocente de Simplicio. De ahí la reiteración y la prolijidad del Dialogo. No se menciona a Giordano Bruno; se alude a Kepler sólo de pasada. Sin embargo, como dijo Giorgio di Santillana, estos cuatro días de conversazione «llevan consigo todo un mundo de significados antiguos, ricos y un tanto indeterminados […]. El Dialogo es y sigue siendo una obra maestra de estilo barroco». A menudo pasa con dramática brusquedad de un buen humor relajado a «la solemnidad de la invectiva profética».
Salviati, un aristócrata florentino que moriría joven, recibe a sus dos invitados en su palazzo del Gran Canal. Se ha pasado «una hora larga en la ventana aguardando la llegada en cualquier momento la góndola que ha enviado a recoger a sus amigos». Sagredo también es un personaje histórico, un bon vivant y un amatore en el sentido más atractivo de la palabra. La construcción de Galileo es profundamente filosófica. Aunque virtualmente funda el concepto moderno de dinámica, las cuestiones en liza son epistemológicas y ontológicas. ¿Qué es la realidad en relación con la percepción? ¿En qué aspectos legítimos el pensamiento analítico es antiintuitivo y desafía el buen sentido? Prefigurando a Bergson, el Universo de Galileo es vitalista y está sujeto al cambio. Contradice lo que se entendía como la fijeza aristotélica (de ahí la alarma del Santo Oficio). Cuando el profuso debate concluye, los participantes se van a «gozar del fresco de la tarde en la góndola de Salviati». Una pincelada platónica en la despedida. Y, al igual que en la saga platónica de Sócrates, el lector percibe un regusto de tragedia: el Dialogo desencadenará la persecución de Galileo y su triste fin.
Hume era más político. Partes de los Diálogos sobre la religión natural se remontan quizá a 1751. La catástrofe de Lisboa de 1755 habría de convertir la teodicea y la divina providencia en asuntos candentes en toda la teología y la metafísica europeas. Son testigos Leibniz y Voltaire. Hume estaba revisando su texto inmediatamente antes de su muerte. Apreciaba mucho los Diálogos, que circularon en manuscrito entre sus amigos y los teólogos tolerantes de Edimburgo. Una y otra vez Hume se mostró decidido a publicarlos. Una inhibición era la censura; la falta de un editor adecuado en Londres era otra. En más de una ocasión, Hume parece deplorar haberse abstenido de una declaración pública y reconocida. Dejó instrucciones para la publicación «en cualquier momento dentro de los dos años posteriores a mi muerte». Los Diálogos no aparecieron hasta 1779 y 1804.
Los Diálogos de Luciano han ejercido una enorme influencia. Los especialistas enumeran más un centenar de imitaciones de Luciano entre la década de 1660 y Hume. Entre ellas figuran las obras de Dryden, Shaftesbury y —la más célebre— Berkeley. Aunque hay alusiones a Platón y al platonismo en el debate de Hume, el modelo principal es el de De natura deorum de Cicerón, con sus intercambios entre un escéptico, un estoico y un epicúreo. La tríada de Hume —Cleante, que se basa en buena medida en el obispo Butler, Demea y Filón, la voz más próxima al propio Hume— recuerda al elenco de Cicerón. La discusión se desarrolla dentro del «espíritu natural de la buena compañía» y con una relajada urbanidad verdaderamente ciceroniana. Situados en la biblioteca de Cleante, los Diálogos hacen uso no forzado de tropos como «el libro de la naturaleza» y «el libro de la vida». El preludio del narrador es en algunos aspectos tan contradictorio como la dialéctica de Hume. Pánfilo hace notar que el diálogo es inferior a la exposición sistemática. Sin embargo, concede que, para la consideración de temas destacados y trascendentes pero también oscuros e inciertos, la fluidez provisional de la conversación amable y la trivialidad tolerante tienen sus ventajas. La habilidad estilística de Hume permite una sutil pero importante diferenciación de tonalidades. Cleante se inclina por la oratoria, a la manera episcopal. Aunque dentro de los límites del deísmo de la Ilustración, tiende a una franqueza «fundamentalista». La expresión de Filón es tan lúcida y coherente como la de la Investigación sobre los principios morales de Hume, cuyas objeciones a los milagros y el designio providencial con frecuencia repite. En un momento capital de la parte II, Filón invoca a Galileo, «ese gran genio, uno de los más sublimes que jamás han existido», y el cauteloso anticipo de la hipótesis copernicana que contiene su Diálogo. Como en Galileo, también en Hume las artes del diálogo permiten, incitan el fluir ascendente del cuestionamiento intelectual.
En las partes XI y XII, Filón recurre a un verdadero monólogo. En lo que, con excesiva facilidad, se ha considerado un volteface inducido por la «autocensura preventiva» (véase el estudio de Carabelli sobre la retórica de Hume), Filón viene a aceptar el argumento teleológico del diseño, aducido por Cleante. En realidad las cosas son más complicadas. Sólo una lectura más atenta aclara la matizada táctica, casi la duplicidad del propósito de Hume. Como señalaba a Adam Smith en una carta de agosto de 1776, «no puede haber nada más cauto y más astutamente escrito». El «genuino sentimiento» de Filón está plagado de reservas irónicas, con esa sonrisa seca particular de Hume. «Diseño» resulta no ser nada más que «orden». Las causas del orden en el Universo «tienen probablemente alguna remota analogía con la inteligencia humana», una insinuación que Kant aprovechará y profundizará. La postura minimalista de Filón implica agnosticismo. No puede haber ningún acceso verificable a la esfera de lo sobrenatural. Aunque tiene ecos de Cicerón, la prosa de Hume logra una tranquila elocuencia:
Sin duda la grandeza del objeto provocará, naturalmente, un cierto asombro, y su oscuridad, una cierta melancolía, un cierto desprecio de la razón humana, porque no puede dar ninguna solución más satisfactoria a una cuestión tan extraordinaria y espléndida.
La observación de Pánfilo de que los principios defendidos por Cleante «se acercan todavía más a la verdad» parece ser poco más que cortesía hacia un maestro de más edad y un invitado benévolo. La respuesta real a Hume, el incisivo diálogo entre diálogos se encontrará en esa sombría obra maestra, las Veladas de San Petersburgo de De Maistre. Una lectura comparativa de estos dos textos proporciona pruebas de cómo los recursos literarios, la poética de la voz humana, modulan y fortalecen la abstracción.
Paul Valéry escogió a Leonardo como espíritu tutelar, pues también él se esforzó por tender un arco de la estética a las matemáticas, de la arquitectura y las bellas artes a las ciencias naturales. No era al polímata al que valoraba sino al unificador, al artesano de la metáfora unificadora. El genio del poeta fue encontrar su espejo en el de la filosofía. Aunque manifestaba que le aburría leer a Platón en inevitable traducción —el aburrimiento es una de sus tácticas distracciones—, Valéry configuró sus diálogos filosóficos a la explícita luz de su precedente platónico. En una vena totalmente distinta de la del Barroco, Valéry era verdaderamente un poeta metafísico.
Se sintió atraído por la filosofía de las matemáticas cultivada por Poincaré. Las paradojas de Zenón lo fascinaban. Descartes fue una presencia constante, en estilo y en espíritu. Halló confirmación, así como motivos de desacuerdo, en Bergson. Fue en Nietzsche en quien Valéry situó la simbiosis entre lírica y argumentación a la que él mismo aspiraba. Monsieur Teste es una fábula epistemológica, una parábola ontológica que, dijo Gide, no tiene paralelo en la literatura universal. Es una concisa alegoría del absoluto cuyo estilo ascético trata de limpiar el lenguaje de las desaliñadas exigencias de la contingencia, el despilfarro y las vulgaridades de lo empírico (lo que Husserl quizá habría denominado Lebenswelt [el mundo vital]). Monsieur Teste intenta «pensar el pensamiento». Como en Fichte, aunque no hay ninguna prueba de contacto directo, sólo el pensamiento valida la conciencia de uno mismo. Si hay en las economías de la meditación de Teste una proximidad al nihilismo, se trata de un nihilismo animado por el estado de las matemáticas y la física en el cambio de siglo. Lo axiomático estaba en crisis. Liberada de lo evidente y de lo pragmático, la mente es libre para generar un juego ilimitado de teorías y de hipótesis cognitivas de las cuales las geometrías no euclidianas y la física de la relatividad son bella y antiintuitivamente representativas. Valéry encontró esto en Descartes.
Para el primer Valéry, la capacidad de transmutar el puro intelecto en forma estética queda demostrada por lo que él denominaba «método» Da Vinci (el Valéry tardío asigna este potencial metafórico a Goethe). Es esta misma búsqueda de simbiosis, donde las purezas matemáticas y las formas ejecutivas son fusionadas por fin todas ellas, lo que ocasiona la inconclusión, la autodestrucción de una serie de proyectos y obras capitales de Leonardo. El Leonardo de Valéry ilustra la aseveración de Poincaré según la cual la invención es descubrimiento. Las líneas de fuerza de las ecuaciones de Maxwell estimulan las percepciones espaciales del artista. Dan testimonio de ello las geometrías vivas que hay en Piero della Francesca, en la Última Cena de Leonardo. Pero también en el cubismo, del cual Valéry es un cauto testigo. A su vez, la arquitectura despliega profundas analogías con la música, al igual que las matemáticas. De esta congruencia y de este «punto de fuga» en el horizonte del significado nace una belleza platónica.
Valéry apreciaba mucho la restricción. «Lo más bello es necesariamente tiránico». ¡Cuando los editores de una revista en papel cuché sobre arquitectura hicieron un encargo a Valéry, insistieron en que su texto, en lujosa tipografía, tenía que tener exactamente 115 800 caracteres! Así, Eupalinos o el arquitecto (1921) encarna la dualidad antitética que Valéry heredó de Mallarmé: la del azar, una tarea casual, y la de una estricta necesidad contractual y del imperativo del número de caracteres, absurdamente coactivo.
Como residen en el otro mundo, Sócrates y sus interlocutores están liberados de la servidumbre corporal, pero recuerdan, dolorosamente, su pasado sensual. La cuestión que se discute son las relaciones entre entendimiento y creación, entre concepción imaginativa y plasmación real. Es sobre todo la arquitectura la que conjuga totalidad conceptual y detalle construido, forma estable y movimiento interiorizado. Solamente ella «llena nuestra alma de la experiencia total de las facultades humanas». En el edificio, el modelo interior del arquitecto logra «claridad y diferenciación», los dos criterios de la verdad cartesiana. Casi paradójicamente, la inspiración es querida. Este principio antirromántico, basado en el «ejercicio» —otra palabra clave— disciplinado, es canónico para Valéry. Más que ninguna otra realización estética, además, la arquitectura puede comunicar la inmediatez de la presencia divina. Aquí Valéry anticipa la interpretación del Hegel tardío de un templo griego como la expresión, existencialmente informadora, de la trascendencia. Más elevado que el discurso poético, afirma Sócrates, es el lenguaje del intelecto mismo, impenetrable pero que todo lo penetra. En su esencia ideal, este lenguaje es, como decretó Platón al fundar su Academia, el de la geometría. En última instancia, las meditaciones y conjeturas filosóficas, aunque se hallen apresadas en los modos más austeros y purgados del discurso, son niables [negables], están sujetas a la negación o a la refutación. Solamente la encarnación de la visión intelectual en los edificios de Eupaulinos alcanza validez. «Conocer el mundo es construirlo», como hizo el Demiurgo, el maestro constructor del Timeo. El Sócrates de Valéry se ve acosado por la vanidad de su empeño dialéctico.
El alma y la danza es una obra saturada hasta el preciosismo de referencias implícitas a Mallarmé y a Debussy. Los arrebatos de la danza llegan a poseer a los interlocutores en el diálogo como hicieron con Zaratustra. Generan una percepción dinámica del tiempo. «El instante engendra la forma y la forma hace ver el instante». Sócrates afirma que la danza expresa las sucesivas apariencias metamórficas del fluir universal. Pero lo hace de una manera rigurosamente ordenada, casi algebraica (es decir, coreografía). Mallarmé hablaba de «ecuaciones sumarias de toda fantasía». Detrás está el antiguo topos de la danza de los cuerpos celestes. A su vez pone en bienaventurado movimiento el ballet del Paraíso de Dante y los murales de Matisse. En última instancia, admite Valéry, el cuerpo humano reafirma sus limitaciones mortales, su gravedad debilitadora. Pero el latido del movimiento significante sigue palpitando en nuestro interior.
Escrito en el sombrío año 1943, el breve Diálogo del árbol se sitúa en el centro de nuestro tema. Recurre a un precedente latino: Valéry estaba traduciendo las Bucólicas de Virgilio. El asunto es el crecimiento orgánico, el despliegue desde dentro de las potencias naturales y del pensamiento humano. Compuesto en prosa, como reflejo del intercambio que mantuvo toda su vida con Gide, El árbol es una «danza de ideas» y explora una vez más la paradoja de la espontaneidad formal calculada, de lo orgánico dentro de lo organizado que se había encontrado en las baladas de Poe y en su tratado Eureka. El diálogo crea como lo hace el eros, que es también un fenómeno de diálogo. Nuestras indagaciones binarias o dialécticas oscilan entre un impulso hacia lo absoluto y el reconocimiento autoirónico de que este élan es vanidad y acabará en renuncia. Pero las palabras continúan vibrando mágicamente en el alma del hablante, en las cámaras de ecos donde el intelecto y la imaginación se encuentran. El ensayo de Valéry sobre Bossuet cristaliza este convencimiento: «La estructura de la expresión posee una especie de realidad, mientras que el sentido o idea no es más que una sombra». En las formas, sean orales o materiales, existe «el vigor y la elegancia de los actos; y no encuentran en los pensamientos más que la inestabilidad de los acontecimientos». Cuando el recinto sagrado está desierto, «gana el arco». La filosofía pervive en virtud de la realización estilística.
Valéry fue afortunado con su lector electivo. Con Alain, moralista, estudioso de las artes y de la literatura, comentador de Platón, de Hegel y Comte, maître à penser de generaciones posteriores. Alain acompañó los poemas de Valéry como una sombra luminosa. Sus lecturas nos introducen directamente en el taller donde la hermenéutica y la intuición filosóficas experimentan las inmediateces de la poesía, donde ambas son convertidas en metáfora, como quizá lo son «las relaciones del cuerpo y el alma».
Alain lee línea por línea. Después de lo cual, responde Valéry, el poema queda inalterado pero capacitado para asumir una nueva significación. «Paul Valéry es nuestro Lucrecio». Instintivamente, su arte se resiste a la sospechosa inmovilidad de la cognición. En una poesía como «La durmiente», la forma «devora al pensamiento». En «Palma», el canto siempre es canto: «La idea debe concordar con el movimiento» del verso, y esta «coincidencia milagrosa supone un trabajo secreto». «Esbozo de una serpiente», uno de los mejores poemas de Valéry, sugiere la posibilidad de que el pensamiento «sea un error en el Universo». Este poema filosófico, que se basa en Mallarmé, «ha conservado la impronta teológica». Como el pensamiento es «una muerte anticipada», la serpiente, como Descartes sabía, no piensa. Lo que distingue a un gran poeta es que sus pensamientos contengan el conflicto entre existencia y esencia, por su parte una abstracción sin vida. Si hay en «Cántico de las columnas» una idea elemental, «esa idea es joven, como de un jonio». Es de la mañana, antes de que la percepción se separase del canto. Valéry, en este poema y otros relacionados con él, nos enseña que en sus comienzos «nuestros pensamientos son flechas», aquellas «flechas aladas» de los presocráticos.
¿Existe algún poema más logrado que La joven Parca, una cualidad que se hace doble en la asombrosa maravilla que es la traducción de Paul Celan? El comentario de Alain de 1953 va al fondo. Como dijo Valéry, «el poema, un día, encontró a su filósofo». ¿Qué sería el hombre despojado de misterio? Hasta un tonto está adornado de los enigmas de la muerte. Si La joven Parca es una obra oscura es sólo porque el lector permanece inmóvil en lugar de lanzarse hacia delante, pues «la clave de los pensamientos está siempre en las ondas fluidas». Alain oye en el texto de Valéry toda la eternidad del yo dentro de la vida transitoria: «He aprendido este gran misterio en los metafísicos alemanes» (Alain es un apasionado expositor de Kant). De nuevo responde Valéry: «La razón quiere que el poeta prefiera la rima a la razón […]. La idea entra por esta puerta dichosa». Y los dos coinciden en que sólo la poesía puede hacer realidad el a priori de la filosofía consumando formas que circunscriban el conocimiento antes de que exista el conocer. En La joven Parca la fuente de la forma, incomparablemente cercana, es el silencio.
Los concentrados intercambios entre Valéry, «que no se perdona el no haber sido filósofo» (Cioran) y Alain, que tal vez no se perdonaba el no haber sido un gran novelista, como su amado Balzac, son a su vez elementos de un diálogo cardinal. La taquigrafía y el magnetófono han devuelto a la filosofía moderna algo de la naturaleza espontánea y abierta al cuestionamiento, los rasgos viva voce que propugnaba Platón. Una parte considerable de las enseñanzas de Wittgenstein se ha conservado en la forma de notas tomadas por oyentes y conversaciones tal como las recuerdan alumnos o amigos íntimos. A la orilla del Cam igual que del Iliso. Hasta un procesador de palabras tan descomunal como Heidegger propone sus ponderadas opiniones sobre el lenguaje en diálogo con un visitante japonés. El tenor antiautoritario y antisistemático de la enseñanza filosófica del siglo XX está devolviendo a la oralidad algo de su antiguo papel. De un seminario de Strauss o Kojève emana innovación, estímulo. Los discípulos discrepan fructíferamente acerca de los dictámenes e intenciones del maestro. Ya hay algo de polvoriento y contraproducente en los extensos y magistrales mamotretos como los de Jaspers sobre la verdad o Sartre sobre la imaginación, unos tratados a modo de monólogos. «El sueño es saber», enseñó Valéry en El cementerio marino, y los sueños suelen ser breves.

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