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El género del diálogo es anterior a Platón. Los diálogos de Aristóteles
se han perdido. De todas las formas es la del diálogo la que más se aproxima a
aquellos ideales de pregunta y refutación, de corrección y reprise prescrito por Platón
en su crítica de la escritura. El diálogo pone en ejecución la oralidad;
sugiere, incluso en la escritura, posibilidades de una espontaneidad y un juego
limpio antiautoritarios. Así pues, este género desempeñará un papel señero en la
filosofía occidental.
Se siguen produciendo diálogos metafísicos y teológicos, dos rúbricas
que habitualmente es imposible distinguir, en la Antigüedad tardía, el
helenismo y el cristianismo primitivo. La biblioteca de Cluny, a la que
Abelardo tenía acceso, contenía ejemplos de Cicerón, Justino, Atanasio y
Boecio. Ante todo, habría conocido los extensos diálogos heurísticos y
especulativos de san Agustín. El Dialogus inter Philosophum, Judaeum et Christianem de
Abelardo es al parecer su obra postrera y quedó inconclusa. Los estudiosos la
fechan en torno a 1140. El sueño visionario de tres figuras que se acercan al
narrador-árbitro desde tres direcciones es tradicionalmente alegórico. Pero el
bajo continuo de melancolía, las delicadas indicaciones de una justicia más
allá del dogma y la ortodoxia son enteramente de Abelardo. Convierten su texto
en un cautivador documento humano.
Los contendientes tienen en común un fundamental monoteísmo. De otro
modo no sería viable ningún intercambio con sustancia. El judío se basa
exclusiva pero orgullosamente en el Antiguo Testamento. En la percepción
mosaica de Dios como mysterium
fascinans, augustum et tremendum. Sin embargo, sí trata de
satisfacer la exigencia de racionalidad, de demostración ética que plantea el
filósofo. Evoca sombríamente la condición del judío medieval en «el pozo
ardiente del sufrimiento […] despreciado y odiado». No obstante, cita el salmo
XVII y su exultante perspectiva de una reunión escatológica con Yaveh: «Veré tu
rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza». Es
posible que Abelardo nunca hubiera oído entonar este salmo, pero su propia
experiencia de sufrimiento y de verse convertido en un paria otorga a su
figuración del judío una singular equidad y patetismo (tiene un lastre
teológico que supera el de Shylock). Abelardo concede al judaísmo un rango
religioso e histórico único. Hace constar pero no comparte la insistencia del
filósofo sobre la mordacidad y la exclusividad judías. Repitiendo su anterior
comentario sobre la Carta a los Romanos, Abelardo define la elección del judío
como un «preliminar». La circumcisio Abrahae se convertirá en «una circuncisión
del corazón». Aunque de un modo que el judío no admitiría, el futuro es un
futuro de promesa y regreso al hogar.
El filósofo cuestiona las reivindicaciones de universalidad de la
vengativa y tribal deidad del Sinaí. Aduce su imperfectio caritatis. La
historia posterior, opina, ha mostrado las insuficiencias de la ley mosaica. Philosophus
alude a los defectos lógicos pero también morales de la respuesta de Dios a
Job. Los estudiosos sugieren que esta dialéctica está inspirada en exégetas
islámicos activos entonces en España y conocidos de Abelardo. La vera ethica Christi
desarrolla el llamamiento judaico a unas prescripciones éticas, a la sumisión
al Todopoderoso, y lo combina con la exigencia del filósofo de unas pruebas
racionales. El cristiano afirma que la Ley (Nomos) está contenida en la
Palabra revelada (Logos).
La lógica y la metafísica de Abelardo se conjugan en esta versión cristológica
del summum bonum.
En la elocuencia del cristiano, tan segura de sí misma, abundan los ecos
paulinos y agustinianos. Sólo la Encarnación puede validar aquella promissio illae vitae
eternae que hizo el judaísmo. Sólo ella puede dar cumplimiento a
la tremenda garantía otorgada por el salmo CXXXIX de una presencia divina
incluso en el infierno. Al mismo tiempo, el cristiano discute con el filósofo
sin despreciar las legítimas objeciones de éste. Esta dialéctica conduce a la
idea capital de que existen unas verdades inaccesibles al lenguaje o al
razonamiento deductivo y que no pueden ser expresadas por ellos. Es posible, y
Abelardo habla aquí desde lo más profundo, que el silencio se convierta en la
única forma consecuente de oración. En todo ello es el formato de diálogo el
que dota de poder a una justicia psicológica que no volverá a aparecer en la
literatura europea hasta Natán el sabio de Lessing.
Los intereses informados y críticos de Galileo iban más allá de las
ciencias naturales y las matemáticas. Incluían la literatura, la música, las
bellas artes (véase el artículo clásico de Erwin Panofsky de 1954 sobre
«Galileo como crítico de las artes»). Ya los contemporáneos de Galileo se
maravillaban de sus innumerables inquietudes. Tenemos sus Postille (notas) sobre Ariosto
y Petrarca y dos conferencias públicas dadas en Florencia en 1588 sobre la
cosmografía del Infierno
de Dante. Están las polémicas Considerazioni al Tasso. Unos estudiosos fechan estas dos
obras en los años entre 1589 y 1592; otros, en la década de 1620. Sus asperezas
un tanto altivas, por las cuales se sintieron agraviados lectores posteriores
como el poeta romántico Foscolo, hacen pensar que se trata de una obra juvenil.
Las comparaciones entre Ariosto y Tasso, que llevaban insertas otras entre
Homero y Virgilio, era un ejercicio rutinario. Galileo aporta a la
argumentación una vehemencia característica. La fabulación es patente y lícita
en su preciado Orlando
furioso. El indecoroso y travieso erotismo de Tasso es indigno de
una epopeya heroica. A Galileo lo desconcierta el Gerusalemme vaneggiamento, el
«desenfreno» y la anarquía hiperbólica de sus tropos. Posteriormente, en el Saggiatore,
hay indicios de que Galileo está suavizando este juicio.
Como dice Alexandre Koyré, en el Dialogo dei massimi sistemi,
publicado en febrero de 1632, retirado en agosto bajo la presión eclesiástica,
la forma de diálogo «es tan importante como lo es para Platón, por análogas
razones, unas razones muy profundas relacionadas con la concepción misma del
conocimiento científico». Este texto magistral se propone persuadir al lego, l’honnête homme,
así como al cortesano de la corrección del sistema copernicano, aunque
expresado en la prudente y casi tentativa interpretación de Galileo. Hay que
inducir al lector a una reflexión personal; tiene que comprender y evaluar por
sí mismo unas proposiciones complejas y en parte técnicas. Es éste un modelo
pedagógico, una crítica de principios de autorización aristotélica y tomista, a
la luz del platonismo galileano. El Timeo está muy cerca. Las teorías aristotélicas del
movimiento presuponen axiomáticamente algo que en realidad requiere ser
demostrado. Pero son tratadas con escrupulosa cortesía. Se concede amplia
representación al empirismo de sentido común, a la voz aparentemente inocente
de Simplicio. De ahí la reiteración y la prolijidad del Dialogo. No se menciona a
Giordano Bruno; se alude a Kepler sólo de pasada. Sin embargo, como dijo Giorgio
di Santillana, estos cuatro días de conversazione «llevan consigo todo un mundo de
significados antiguos, ricos y un tanto indeterminados […]. El Dialogo es y
sigue siendo una obra maestra de estilo barroco». A menudo pasa con dramática
brusquedad de un buen humor relajado a «la solemnidad de la invectiva
profética».
Salviati, un aristócrata florentino que moriría joven, recibe a sus dos
invitados en su palazzo
del Gran Canal. Se ha pasado «una hora larga en la ventana aguardando la
llegada en cualquier momento la góndola que ha enviado a recoger a sus amigos».
Sagredo también es un personaje histórico, un bon vivant y un amatore en
el sentido más atractivo de la palabra. La construcción de Galileo es
profundamente filosófica. Aunque virtualmente funda el concepto moderno de
dinámica, las cuestiones en liza son epistemológicas y ontológicas. ¿Qué es la
realidad en relación con la percepción? ¿En qué aspectos legítimos el
pensamiento analítico es antiintuitivo y desafía el buen sentido? Prefigurando
a Bergson, el Universo de Galileo es vitalista y está sujeto al cambio.
Contradice lo que se entendía como la fijeza aristotélica (de ahí la alarma del
Santo Oficio). Cuando el profuso debate concluye, los participantes se van a
«gozar del fresco de la tarde en la góndola de Salviati». Una pincelada
platónica en la despedida. Y, al igual que en la saga platónica de Sócrates, el
lector percibe un regusto de tragedia: el Dialogo desencadenará la
persecución de Galileo y su triste fin.
Hume era más político. Partes de los Diálogos sobre la religión natural
se remontan quizá a 1751. La catástrofe de Lisboa de 1755 habría de convertir
la teodicea y la divina providencia en asuntos candentes en toda la teología y
la metafísica europeas. Son testigos Leibniz y Voltaire. Hume estaba revisando
su texto inmediatamente antes de su muerte. Apreciaba mucho los Diálogos,
que circularon en manuscrito entre sus amigos y los teólogos tolerantes de
Edimburgo. Una y otra vez Hume se mostró decidido a publicarlos. Una inhibición
era la censura; la falta de un editor adecuado en Londres era otra. En más de
una ocasión, Hume parece deplorar haberse abstenido de una declaración pública
y reconocida. Dejó instrucciones para la publicación «en cualquier momento
dentro de los dos años posteriores a mi muerte». Los Diálogos no aparecieron hasta
1779 y 1804.
Los Diálogos
de Luciano han ejercido una enorme influencia. Los especialistas enumeran más
un centenar de imitaciones de Luciano entre la década de 1660 y Hume. Entre
ellas figuran las obras de Dryden, Shaftesbury y —la más célebre— Berkeley.
Aunque hay alusiones a Platón y al platonismo en el debate de Hume, el modelo
principal es el de De
natura deorum de Cicerón, con sus intercambios entre un
escéptico, un estoico y un epicúreo. La tríada de Hume —Cleante, que se basa en
buena medida en el obispo Butler, Demea y Filón, la voz más próxima al propio
Hume— recuerda al elenco de Cicerón. La discusión se desarrolla dentro del
«espíritu natural de la buena compañía» y con una relajada urbanidad
verdaderamente ciceroniana. Situados en la biblioteca de Cleante, los Diálogos
hacen uso no forzado de tropos como «el libro de la naturaleza» y «el libro de
la vida». El preludio del narrador es en algunos aspectos tan contradictorio
como la dialéctica de Hume. Pánfilo hace notar que el diálogo es inferior a la
exposición sistemática. Sin embargo, concede que, para la consideración de
temas destacados y trascendentes pero también oscuros e inciertos, la fluidez
provisional de la conversación amable y la trivialidad tolerante tienen sus
ventajas. La habilidad estilística de Hume permite una sutil pero importante
diferenciación de tonalidades. Cleante se inclina por la oratoria, a la manera
episcopal. Aunque dentro de los límites del deísmo de la Ilustración, tiende a
una franqueza «fundamentalista». La expresión de Filón es tan lúcida y
coherente como la de la Investigación sobre los principios morales de Hume, cuyas
objeciones a los milagros y el designio providencial con frecuencia repite. En
un momento capital de la parte II, Filón invoca a Galileo, «ese gran genio, uno
de los más sublimes que jamás han existido», y el cauteloso anticipo de la
hipótesis copernicana que contiene su Diálogo. Como en Galileo, también en Hume las artes del
diálogo permiten, incitan el fluir ascendente del cuestionamiento intelectual.
En las partes XI y XII, Filón recurre a un verdadero monólogo. En lo
que, con excesiva facilidad, se ha considerado un volteface inducido por la
«autocensura preventiva» (véase el estudio de Carabelli sobre la retórica de
Hume), Filón viene a aceptar el argumento teleológico del diseño, aducido por
Cleante. En realidad las cosas son más complicadas. Sólo una lectura más atenta
aclara la matizada táctica, casi la duplicidad del propósito de Hume. Como
señalaba a Adam Smith en una carta de agosto de 1776, «no puede haber nada más
cauto y más astutamente escrito». El «genuino sentimiento» de Filón está
plagado de reservas irónicas, con esa sonrisa seca particular de Hume. «Diseño»
resulta no ser nada más que «orden». Las causas del orden en el Universo
«tienen probablemente alguna remota analogía con la inteligencia humana», una
insinuación que Kant aprovechará y profundizará. La postura minimalista de
Filón implica agnosticismo. No puede haber ningún acceso verificable a la
esfera de lo sobrenatural. Aunque tiene ecos de Cicerón, la prosa de Hume logra
una tranquila elocuencia:
Sin duda la grandeza del
objeto provocará, naturalmente, un cierto asombro, y su oscuridad, una cierta
melancolía, un cierto desprecio de la razón humana, porque no puede dar ninguna
solución más satisfactoria a una cuestión tan extraordinaria y espléndida.
La observación de Pánfilo de que los principios defendidos por Cleante
«se acercan todavía más a la verdad» parece ser poco más que cortesía hacia un
maestro de más edad y un invitado benévolo. La respuesta real a Hume, el
incisivo diálogo entre diálogos se encontrará en esa sombría obra maestra, las Veladas de San Petersburgo
de De Maistre. Una lectura comparativa de estos dos textos proporciona pruebas
de cómo los recursos literarios, la poética de la voz humana, modulan y
fortalecen la abstracción.
Paul Valéry escogió a Leonardo como espíritu tutelar, pues también él
se esforzó por tender un arco de la estética a las matemáticas, de la
arquitectura y las bellas artes a las ciencias naturales. No era al polímata al
que valoraba sino al unificador, al artesano de la metáfora unificadora. El
genio del poeta fue encontrar su espejo en el de la filosofía. Aunque
manifestaba que le aburría leer a Platón en inevitable traducción —el
aburrimiento es una de sus tácticas distracciones—, Valéry configuró sus
diálogos filosóficos a la explícita luz de su precedente platónico. En una vena
totalmente distinta de la del Barroco, Valéry era verdaderamente un poeta
metafísico.
Se sintió atraído por la filosofía de las matemáticas cultivada por
Poincaré. Las paradojas de Zenón lo fascinaban. Descartes fue una presencia
constante, en estilo y en espíritu. Halló confirmación, así como motivos de desacuerdo,
en Bergson. Fue en Nietzsche en quien Valéry situó la simbiosis entre lírica y
argumentación a la que él mismo aspiraba. Monsieur Teste es una fábula
epistemológica, una parábola ontológica que, dijo Gide, no tiene paralelo en la
literatura universal. Es una concisa alegoría del absoluto cuyo estilo ascético
trata de limpiar el lenguaje de las desaliñadas exigencias de la contingencia,
el despilfarro y las vulgaridades de lo empírico (lo que Husserl quizá habría
denominado Lebenswelt
[el mundo vital]). Monsieur
Teste intenta «pensar el pensamiento». Como en Fichte, aunque no hay ninguna
prueba de contacto directo, sólo el pensamiento valida la conciencia de uno
mismo. Si hay en las economías de la meditación de Teste una proximidad al
nihilismo, se trata de un nihilismo animado por el estado de las matemáticas y
la física en el cambio de siglo. Lo axiomático estaba en crisis. Liberada de lo
evidente y de lo pragmático, la mente es libre para generar un juego ilimitado
de teorías y de hipótesis cognitivas de las cuales las geometrías no
euclidianas y la física de la relatividad son bella y antiintuitivamente
representativas. Valéry encontró esto en Descartes.
Para el primer Valéry, la capacidad de transmutar el puro intelecto en
forma estética queda demostrada por lo que él denominaba «método» Da Vinci (el
Valéry tardío asigna este potencial metafórico a Goethe). Es esta misma
búsqueda de simbiosis, donde las purezas matemáticas y las formas ejecutivas
son fusionadas por fin todas ellas, lo que ocasiona la inconclusión, la
autodestrucción de una serie de proyectos y obras capitales de Leonardo. El
Leonardo de Valéry ilustra la aseveración de Poincaré según la cual la
invención es descubrimiento. Las líneas de fuerza de las ecuaciones de Maxwell
estimulan las percepciones espaciales del artista. Dan testimonio de ello las
geometrías vivas que hay en Piero della Francesca, en la Última Cena de Leonardo. Pero
también en el cubismo, del cual Valéry es un cauto testigo. A su vez, la
arquitectura despliega profundas analogías con la música, al igual que las
matemáticas. De esta congruencia y de este «punto de fuga» en el horizonte del
significado nace una belleza platónica.
Valéry apreciaba mucho la restricción. «Lo más bello es necesariamente
tiránico». ¡Cuando los editores de una revista en papel cuché sobre
arquitectura hicieron un encargo a Valéry, insistieron en que su texto, en
lujosa tipografía, tenía que tener exactamente 115 800 caracteres! Así, Eupalinos o el arquitecto
(1921) encarna la dualidad antitética que Valéry heredó de Mallarmé: la del
azar, una tarea casual, y la de una estricta necesidad contractual y del
imperativo del número de caracteres, absurdamente coactivo.
Como residen en el otro mundo, Sócrates y sus interlocutores están
liberados de la servidumbre corporal, pero recuerdan, dolorosamente, su pasado
sensual. La cuestión que se discute son las relaciones entre entendimiento y
creación, entre concepción imaginativa y plasmación real. Es sobre todo la
arquitectura la que conjuga totalidad conceptual y detalle construido, forma
estable y movimiento interiorizado. Solamente ella «llena nuestra alma de la
experiencia total de las facultades humanas». En el edificio, el modelo
interior del arquitecto logra «claridad y diferenciación», los dos criterios de
la verdad cartesiana. Casi paradójicamente, la inspiración es querida.
Este principio antirromántico, basado en el «ejercicio» —otra palabra clave—
disciplinado, es canónico para Valéry. Más que ninguna otra realización
estética, además, la arquitectura puede comunicar la inmediatez de la presencia
divina. Aquí Valéry anticipa la interpretación del Hegel tardío de un templo
griego como la expresión, existencialmente informadora, de la trascendencia.
Más elevado que el discurso poético, afirma Sócrates, es el lenguaje del
intelecto mismo, impenetrable pero que todo lo penetra. En su esencia ideal,
este lenguaje es, como decretó Platón al fundar su Academia, el de la
geometría. En última instancia, las meditaciones y conjeturas filosóficas, aunque
se hallen apresadas en los modos más austeros y purgados del discurso, son niables
[negables], están sujetas a la negación o a la refutación. Solamente la
encarnación de la visión intelectual en los edificios de Eupaulinos alcanza
validez. «Conocer el mundo es construirlo», como hizo el Demiurgo, el maestro
constructor del Timeo.
El Sócrates de Valéry se ve acosado por la vanidad de su empeño dialéctico.
El alma y la danza es una obra saturada hasta el preciosismo de referencias implícitas a
Mallarmé y a Debussy. Los arrebatos de la danza llegan a poseer a los
interlocutores en el diálogo como hicieron con Zaratustra. Generan una
percepción dinámica del tiempo. «El instante engendra la forma y la forma hace
ver el instante». Sócrates afirma que la danza expresa las sucesivas
apariencias metamórficas del fluir universal. Pero lo hace de una manera
rigurosamente ordenada, casi algebraica (es decir, coreografía). Mallarmé
hablaba de «ecuaciones sumarias de toda fantasía». Detrás está el antiguo topos de la
danza de los cuerpos celestes. A su vez pone en bienaventurado movimiento el ballet del Paraíso de
Dante y los murales de Matisse. En última instancia, admite Valéry, el cuerpo
humano reafirma sus limitaciones mortales, su gravedad debilitadora. Pero el
latido del movimiento significante sigue palpitando en nuestro interior.
Escrito en el sombrío año 1943, el breve Diálogo del árbol se sitúa en
el centro de nuestro tema. Recurre a un precedente latino: Valéry estaba
traduciendo las Bucólicas
de Virgilio. El asunto es el crecimiento orgánico, el despliegue desde dentro
de las potencias naturales y del pensamiento humano. Compuesto en prosa, como
reflejo del intercambio que mantuvo toda su vida con Gide, El árbol es una «danza de
ideas» y explora una vez más la paradoja de la espontaneidad formal calculada,
de lo orgánico dentro de lo organizado que se había encontrado en las baladas
de Poe y en su tratado Eureka.
El diálogo crea como lo hace el eros, que es también un fenómeno de diálogo.
Nuestras indagaciones binarias o dialécticas oscilan entre un impulso hacia lo
absoluto y el reconocimiento autoirónico de que este élan es vanidad y acabará en
renuncia. Pero las palabras continúan vibrando mágicamente en el alma del
hablante, en las cámaras de ecos donde el intelecto y la imaginación se
encuentran. El ensayo de Valéry sobre Bossuet cristaliza este convencimiento:
«La estructura de la expresión posee una especie de realidad, mientras que el
sentido o idea no es más que una sombra». En las formas, sean orales o materiales,
existe «el vigor y la elegancia de los actos; y no encuentran en los
pensamientos más que la inestabilidad de los acontecimientos». Cuando el
recinto sagrado está desierto, «gana el arco». La filosofía pervive en virtud
de la realización estilística.
Valéry fue afortunado con su lector electivo. Con Alain, moralista,
estudioso de las artes y de la literatura, comentador de Platón, de Hegel y
Comte, maître à
penser de generaciones posteriores. Alain acompañó los poemas de
Valéry como una sombra luminosa. Sus lecturas nos introducen directamente en el
taller donde la hermenéutica y la intuición filosóficas experimentan las
inmediateces de la poesía, donde ambas son convertidas en metáfora, como quizá
lo son «las relaciones del cuerpo y el alma».
Alain lee línea por línea. Después de lo cual, responde Valéry, el
poema queda inalterado pero capacitado para asumir una nueva significación.
«Paul Valéry es nuestro Lucrecio». Instintivamente, su arte se resiste a la
sospechosa inmovilidad de la cognición. En una poesía como «La durmiente», la
forma «devora al pensamiento». En «Palma», el canto siempre es canto: «La idea
debe concordar con el movimiento» del verso, y esta «coincidencia milagrosa
supone un trabajo secreto». «Esbozo de una serpiente», uno de los mejores
poemas de Valéry, sugiere la posibilidad de que el pensamiento «sea un error en
el Universo». Este poema filosófico, que se basa en Mallarmé, «ha conservado la
impronta teológica». Como el pensamiento es «una muerte anticipada», la
serpiente, como Descartes sabía, no piensa. Lo que distingue a un gran poeta es
que sus pensamientos contengan el conflicto entre existencia y esencia, por su
parte una abstracción sin vida. Si hay en «Cántico de las columnas» una idea
elemental, «esa idea es joven, como de un jonio». Es de la mañana, antes de que
la percepción se separase del canto. Valéry, en este poema y otros relacionados
con él, nos enseña que en sus comienzos «nuestros pensamientos son flechas»,
aquellas «flechas aladas» de los presocráticos.
¿Existe algún poema más logrado que La joven Parca, una cualidad
que se hace doble en la asombrosa maravilla que es la traducción de Paul Celan?
El comentario de Alain de 1953 va al fondo. Como dijo Valéry, «el poema, un
día, encontró a su filósofo». ¿Qué sería el hombre despojado de misterio? Hasta
un tonto está adornado de los enigmas de la muerte. Si La joven Parca es una obra
oscura es sólo porque el lector permanece inmóvil en lugar de lanzarse hacia
delante, pues «la clave de los pensamientos está siempre en las ondas fluidas».
Alain oye en el texto de Valéry toda la eternidad del yo dentro de la vida
transitoria: «He aprendido este gran misterio en los metafísicos alemanes»
(Alain es un apasionado expositor de Kant). De nuevo responde Valéry: «La razón
quiere que el poeta prefiera la rima a la razón […]. La idea entra por esta
puerta dichosa». Y los dos coinciden en que sólo la poesía puede hacer realidad
el a priori
de la filosofía consumando formas que circunscriban el conocimiento antes de
que exista el conocer. En La joven Parca la fuente de la forma, incomparablemente
cercana, es el silencio.
Los concentrados intercambios entre Valéry, «que no se perdona el no haber
sido filósofo» (Cioran) y Alain, que tal vez no se perdonaba el no haber sido
un gran novelista, como su amado Balzac, son a su vez elementos de un diálogo
cardinal. La taquigrafía y el magnetófono han devuelto a la filosofía moderna
algo de la naturaleza espontánea y abierta al cuestionamiento, los rasgos viva voce
que propugnaba Platón. Una parte considerable de las enseñanzas de Wittgenstein
se ha conservado en la forma de notas tomadas por oyentes y conversaciones tal
como las recuerdan alumnos o amigos íntimos. A la orilla del Cam igual que del
Iliso. Hasta un procesador de palabras tan descomunal como Heidegger propone
sus ponderadas opiniones sobre el lenguaje en diálogo con un visitante japonés.
El tenor antiautoritario y antisistemático de la enseñanza filosófica del siglo
XX está devolviendo a la oralidad algo de su antiguo papel. De un
seminario de Strauss o Kojève emana innovación, estímulo. Los discípulos
discrepan fructíferamente acerca de los dictámenes e intenciones del maestro.
Ya hay algo de polvoriento y contraproducente en los extensos y magistrales
mamotretos como los de Jaspers sobre la verdad o Sartre sobre la imaginación,
unos tratados a modo de monólogos. «El sueño es saber», enseñó Valéry en El cementerio marino,
y los sueños suelen ser breves.
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