sábado, 18 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Fue por este río de sueñera y de barro
que vinieron las proas a fundarme la patria.
Jorge Luis Borges,
La fundación mitológica de Buenos Aires.



El gran Martínez Estrada, el hombre que caló hasta los tuétanos a su país, hace una observación aterradora so­bre los europeos que cruzaban el océano: los hombres que venían aquí desde otras partes del mundo creían ve­nir a hacer la historia; en realidad, estaban entrando en la prehistoria.
Esto se reflejaba en la paleontología, en los monstruos enormes y mansos que estudiaron Ameghino y Darwin, en esos reptiles que aparecen en las pesadillas infantiles y las películas de terror; de algún modo, la paleontología marcó a los seres humanos. Según Martínez Estrada, hay algo pétreo en el hombre argentino.
Esta cualidad pétrea, esta condición dura e inamovi­ble era totalmente ignorada por los argentinos de 1899, el año en que Borges nació. Ezequiel Martínez Estrada entendió y definió a su país. Borges habría de padecerlo, en el sentido de la Passio Domini. En su infancia y su ju­ventud chocó con esta «cualidad pétrea». No nació en las pampas, no conoció la soledad y la latitud de esas llanu­ras, la falta de puntos de referencia, la chatura de esas tie­rras que a veces dan impresión de cercanía cuando inusitadamente se ve un árbol -un ombú, que no es un árbol, sino un hongo gigantesco- y lo lejano parece próximo. Las distancias no son calculables en la pampa. En sus tempranos poemas, tratando de entenderla, Borges la idealizó. Había nacido en Buenos Aires, una ciudad con un puerto artificial, junto a un río que no es un río sino una inmensa charca, un estuario lleno «de sueñera y de barro». Aquí, junto a este río estancado, «vinieron las proas a fundarme la patria». También era posible esca­par por este río, dejando detrás la sueñera y el barro.
Estas amargas metáforas estaban muy lejos de las mentes de los argentinos en 1899. La Historia aún no nos había dado su último y gran revolcón. En 1899 Buenos Aires soñaba un beatífico sueño. La carne de sus vacas, muy bien pagada, parecía inagotable; incluso se la tiraba desdeñosamente a los pantanos y al río. Buenos Aires tenía confianza en el futuro: una confianza total. Sin em­bargo, todo el siglo había estado sacudido por turbios y turbulentos choques entre facciones, aspiraciones falli­das, coraje sin sentido, batallas sucias y sangrientas, con­vulsiones. En 1853 había triunfado una de las facciones: los moderados, los ilustrados, «los que sabían». En reali­dad, había sido un triunfo ficticio, nominal. Por debajo del barniz de civilización -los políticos que se vestían con chaquetas de cola y sombreros de copa, remedando a prestigiosas figuras europeas- se agitaba el mundo ven­cido de los gauchos, postergados, resentidos, amargados.
Pero la fachada estaba mejorando. A principios de si­glo pudo decirse que el escenario ya estaba listo y servía a los fines buscados. La Argentina era «el país del futuro». La Argentina era refinada, culta y democrática. Nor­teamérica era democrática, sí, pero nadie consideraba a los norteamericanos «refinados» o «cultos». Brasil era un país de mulatos; México era indio y tendía al extremismo político; sólo la Argentina, con su «pura» sangre europea y su clima nórdico (?!) podía levantar orgullosamente la cabeza. «Éste es el más europeo de los países latinoame­ricanos», decían los extranjeros que desembarcaban en los chatos llanos argentinos, en parte para halagar a sus anfitriones, en parte porque no encontraban aquí el co­lorido, la exuberancia, la exótica belleza de Río de Janei­ro. La implicación era que no había gente de color aquí. Los argentinos se complacían en este cumplido secreto, basado en una generalización hecha a la ligera. Se sen­tían superiores a los otros latinoamericanos por compar­tir esta deliciosa complicidad con los europeos. Esta du­dosa «pura» sangre blanca de los argentinos les permitía entender a los europeos y saber lo que éstos querían. Só­lo los argentinos podían actuar como europeos.
Jean Paul Sartre ha escrito en alguna parte que Hitler, un hombre capaz de profundas intuiciones en las zonas bajas de la naturaleza humana, confirió títulos de noble­za a toda la nación alemana al establecer que la sangre aria convertía a cualquier salchichero alemán en el miembro de un pueblo de señores (Herrenvolk). Nada necesitaba hacer el alemán para adquirir este exaltado sta­tus. Una cosa, una sola cosa le bastaba: no tener sangre judía en sus venas. Del mismo modo, los argentinos se sentían superiores a los otros sudamericanos por no te­ner sangre negra o india en sus venas. Lo cierto es que la tenían -no mucha, no conspicua-, pero los mitos son más tenaces que las estadísticas.
A comienzos del siglo los gauchos rebeldes habían de­saparecido y los indios habían sido exterminados en una o dos expediciones al desierto. No había nada que temer de los olvidados, los sofocados. Las riendas del gobierno eran mantenidas firmemente por los que sabían, los pro­pietarios de tierras y ganados, la gente del dinero y el po­der, los que eran capaces de interpretar lo que estaba ocu­rriendo en el mundo y prever lo que le hacía falta al país. Esta nueva clase emergió en 1853, después de la derrota de Rosas, para unos un «tirano», para otros, el Restaura­dor de las Leyes, odiado y adorado como habría de serlo Perón cien años más tarde. El poder de esta clase se fortaleció después de una guerra con Paraguay, que la Ar­gentina ganó nominalmente y Brasil, de hecho. Ésta fue la clase que marcó con su sello al país y la ciudad. En 1899 no podía hablarse de la Argentina sin mencionar a Buenos Aires: Buenos Aires era ya la República Argenti­na, más que todo el resto del país, que la capital repre­sentaba por propio derecho.
Los que mandaban en 1900 eran hombres muy pu­dientes. El dinero entraba en las arcas casi sin esfuerzo. Bastaba dejar sueltos a los animales, que se reproducían por millares. Las líneas férreas, recién tendidas sobre el país, aumentaron enormemente el valor de las tierras ele­gidas, permitiendo a los que estaban en antecedentes hacer rápidas fortunas. Esta situación está implícita en la alusión que se hace a una transacción turbia (the Argentine Scheme) que trae el deshonor al héroe poco heroico de Un marido ideal, la famosa comedia de Wilde.
Además, había trigo. La Argentina era «el granero del mundo». El precio del trigo y la carne en los mercados extranjeros era cuatro o cinco veces su precio actual, puesto en moneda actualizada. Las cosas eran así y ha­brían de seguir así para siempre. Algunas familias de las clases dirigentes fueron conscientes de los grandes privi­legios que tenían. Y decidieron aprovechar estos privile­gios, exhibirse, ya que la ostentación es una de las pecu­liaridades de los países que no tienen nada que mostrar, países con desiertos de piedra y pantanos.
El argentino fue ostentoso no ante los extranjeros, si­no ante los otros argentinos. Es lo que ocurre cuando se tiene la sensación de chapalear en el vacío.
Había que llenar ese vacío. Pero la pampa no puede llenarse. Cuando se mira al horizonte, en la chatura de la pampa, se tiene una sensación de soledad y de ámbito cerrado. Se echa a andar y se descubre que ese ámbito ce­rrado es interminable, que nunca se sale de él. Hay que llenarlo. Y el argentino llenó la pampa con sus sueños. El primero fue el sueño de la riqueza; el segundo, una con­secuencia del primero, fue la enorme importancia de la Argentina. El mundo necesitaba a la Argentina. El mun­do pasaba hambre sin la Argentina. No había ningún mo­tivo de preocupación.
Y se inició la «exploración» de Europa. Es verdad que esa «exploración», después de una breve visita a España -¡ese desdichado país, tan pobre en comparación con la Argentina!- y una corta excursión por el norte de Italia, terminaba al alcanzar La Meca del peregrinaje: ¡París!
¿Qué era París para los argentinos? En primer térmi­no, el lugar en donde tenían una conciencia intensifica­da de su riqueza. Eran argentins; hasta el nombre del país tenía resonancias de plata. Ser argentin era ser argenté. En segundo término, para los hombres, París represen­taba la realización de pecaminosas fantasías sexuales; pa­ra las mujeres significaba la adquisición del chic (una pa­labra de esos tiempos) que podía comprarse en una renombrada casa de costura.
Naturalmente, el cruce del océano tenía sus riesgos. Con encomiable previsión, las familias argentinas adine­radas viajaban con vacas y gallinas a fin de contar con le­che y huevos frescos para los niños. A nadie se le ocurría encontrar grosero o vulgar este despliegue: era un ejem­plo más del poderío argentino. Nunca se supo cuál era el destino de las vacas y gallinas que cruzaban el océano pa­ra asegurar la salud de los niños argentinos. No sabemos si terminaban el viaje en un matadero de Francia o, a la vuelta, en un matadero de la Argentina. Lo cierto es que, después de pasar cierto tiempo en Europa, uno empeza­ba a husmear que no era elegante viajar con estos pobres animales.
Los argentinos aprendieron algo en Europa, pese a que nadie se sentía allí a gusto. Se iba a Europa para mostrar que uno había estado en Europa. Lo único que interesa­ba era el efecto que ese viaje habría de producir a otros argentinos.
Esta actitud habría de echar hondas raíces en el carác­ter argentino y se iba a reflejar en lo que para un suda­mericano, de origen más o menos latino, es lo más importante, el fundamento secreto de la vida: el sexo.
Finalmente, un poco antes de la Primera Guerra Mun­dial e inmediatamente después, los argentinos de las cla­ses altas adquirieron buenos modales. Se logró una exce­lente imitación de la vida europea de gran tren. En Buenos Aires, mansiones suntuosas, como chateaux franceses, surgieron en lo que habría de llamarse el Barrio Norte; réplicas de hôtels parisienses del sixième arrondissement eran favorecidas por los más perceptivos. No se desdeña­ron el confort y los hábitos higiénicos de los ingleses; los muebles ingleses compitieron con los franceses. Hablar francés y -más adelante- inglés era un logro que lo situa­ba a uno socialmente. Como era de esperarse, nadie hablaba italiano. El italiano era el idioma de los inmigran­tes que, junto con los españoles de las provincias más pobres de España, habían inundado el país en busca de mejores condiciones de vida. Ser español (con excepción de los vascos) era malo; ser italiano era peor.
Debajo de esta clase social que, por ser de formación reciente, era pusilánime, artificiosa y egoísta, estaban las masas de inmigrantes de las clases menesterosas. Estos nuevos argentinos trabajaban, se consideraban argenti­nos y estaban orgullosos de pertenecer a su reciente país. La legislación social era casi inexistente y se sentían tratados como parias en su propio país. Éstas fueron las fuerzas que habrían de explotar en 1945, en apoyo a Pe­rón, quien, desde el Ministerio de Trabajo y Previsión, se limitó a hacer cumplir viejas leyes laborales que no se res­petaban. Y se produjo la colisión entre las dos Argenti­nas, la aparente y la real; la nueva tenía la excusa de ha­ber sido sofocada; la otra demostró su incompetencia.
Insisto en el punto porque el peronismo fue un mojón en la vida de Borges. Y la situación del país, a comienzos de siglo, iba a marcarlo.
En este país dividido había un solo denominador co­mún: el sexo. El sexo y la protesta social estaban en la le­tra de todos los tangos, en las crónicas criminales de los diarios, en los prostíbulos, rebosantes de prostitutas po­lacas o rusas, en general muchachas no arias, que habían logrado escapar de los pogromos y las hambrunas de Eu­ropa oriental, pero no del esnobismo argentino, que les exigía que se hicieran pasar por francesas, expertas en las artes del amor.
Las clases olvidadas, cerradas en su marasmo renco­roso, sumidas en una ignorancia recelosa, buscaron su identidad en las formas humilladas del sexo, en un bajo fondo que permitía destellos de cierto orgullo bravío, en una ignorancia que se afirmaba y se complacía en sí mis­ma, en un sentimentalismo a veces no desprovisto de cierto penacho. De este modo surgió el tango. Y este mundo de burdeles y cuchilleros (criminales muchas ve­ces promocionados a guardaespaldas de algún político) infectó al otro, el de las galeras, le transmitió su voluntad de ocultación, su deliberada ceguera, el uso del sexo co­mo instrumento para rebajar al prójimo. Hay que dete­nerse en este punto para entender las fuerzas que forma­ron y deshicieron al niño que iba a ser Jorge Luis Borges.
La palabra «hombría» tiene diferentes resonancias en cada país, diversas implicaciones. Sólo puede saberse con certeza lo que no es «hombría» en un lugar y tiempo determinados. Para el hombre argentino de principios de siglo la hombría no consistía en vencer dificultades y nada tenía que ver con enfrentar las duras realidades de la vida, con proteger o defender a los débiles (mujeres, niños y viejos). El mero hecho de ser varón implicaba una superioridad. No se era «hombre» por haber gana­do una posición, sino por haberla heredado. No se era «hombre» por haber conquistado el amor de una deter­minada mujer: se era hombre por haberse acostado, a los doce o trece años, con una criada, o haberse compor­tado bien en el burdel adonde algún tío complaciente nos había llevado.
Esta era la prueba de la virilidad. Si la criada se emba­razaba, era irrelevante. Lo único que debía hacerse era li­brarse del producto de esa picardía.2
Y naturalmente, años después, era una buena señal te­ner una gresca en un cabaret de moda, con botellas y co­pas rotas. Mientras tanto, tal vez se había contraído una enfermedad venérea. Naturalmente, después de haberse divertido un tiempo había que establecerse, casándose con una prima más o menos lejana, alguien del mismo círculo en todo caso, una mujer oficialmente virgen y que tuviera -conditio sine qua non- la fortuna que permitía añadir algunas hectáreas más de tierra a los millares que uno ya tenía. De este modo los apellidos se unían a otros apellidos, pues los casamientos dentro del mismo grupo de los terratenientes eran tan comunes como en las fami­lias reales. Esta gente se casaba entre ella, comía, gasta­ba dinero y fornicaba con las espaldas vueltas al país real.
En lo que se refiere al sexo, voy a contar dos anécdo­tas, tan coloridas como indecorosas, que dejan ver clara­mente, más que ninguna consideración abstracta, la actitud de la gente de este medio.
Un caballero (nacido en 1892) comentó triunfalmente en una ocasión: «¡Decían que el hijo de Máximo era ma­rica! ¡Y ahí lo tienen, está con una mala enfermedad!»
A fin de evitar cualquier desentendimiento en el lector no aborigen, debo señalar que para este caballero la sífi­lis era exclusiva y selectivamente heterosexual, un accidente doloroso, pero que suscitaba orgullo, como el que podría tener un guerrero de sus heridas.
Otra anécdota. Un caballero muy pudiente, cuñado de un ministro de Economía, quedó muy sorprendido cuan­do la regenta de una «casa» de la cual era asiduo cliente le preguntó por qué razón no decía una sola palabra a las mujeres con quienes se acostaba. Altaneramente, el ca­ballero contestó: «Nunca hablo cuando estoy sentado en la letrina.»
La víctima de esta petulancia bestial era una prostitu­ta, pero se diría que cualquier mujer tendría que sentir el insulto a todo el sexo que está implícito en esta anécdo­ta. No es el caso. La anécdota me fue contada por una so­brina del caballero en cuestión, quien probablemente la había oído a uno de sus hermanos. Esta mujer, una figu­ra muy prominente en círculos políticos y literarios, estaba lejos de ser insensible. Sin embargo, contaba la anécdota atendiendo a su lado cómico (sin duda lo tiene) sin advertir los otros.
Los hombres no percibían la bestialidad de esta acti­tud. Tampoco sus mujeres, que daban la bestialidad por supuesta cuando de hombres se trataba. Había un abis­mo entre la vida íntima y la que se mostraba exteriormente en la familia argentina de alta burguesía. El abismo no provenía de ideas religiosas o prejuicios morales, como en la Inglaterra victoriana. La recóndita causa era el tor­tuoso deseo de afirmar una superioridad que el Destino le negaba a la Argentina. Había un «mundo de hombres», cerrado y exclusivo, en el cual los hombres actuaban pa­ra y frente a otros hombres. En un famoso tango, Patote­ro, un joven echa de menos a una mujer que él ha aban­donado, aunque los dos se querían y ella le era fiel. Pero sus amigos estaban ahí. Y se lamenta:

La patota me miraba,
no era de hombres aflojar.

La coquetería del gesto estaba enderezada a los hom­bres. Ellos eran los jueces.
La mujer era un receptáculo de sucios humores o un adorno caro, nunca una compañera o una amiga. La pro­pia mujer era un mal necesario, necesario para continuar la familia y consolidar la fortuna. Por supuesto, uno po­día tener una «mantenida» en caso de contar con los me­dios. Por largo tiempo los teatros de Buenos Aires prove­yeron esta clase de mujeres, como en el resto del mundo. Pero aquí había una diferencia. Uno no «compraba» una mujer por gustar especialmente de ella, sino para demos­trar que uno podía comprarla. Era algo que uno podía permitirse, como el viaje a Europa o el auto último mo­delo.
Todo contribuía a intensificar la separación entre los sexos. En los bares y «confiterías» había un sector reser­vado llamado «Salón Familias». Los lugares que no lo te­nían eran tabú para las mujeres que se preocupaban por su reputación. Por ejemplo, el Richmond de la calle Flo­rida contaba con una gran clientela de personajes políti­cos y literarios, padres, maridos y hermanos de mujeres que no podían entrar a ese lugar. Y ese tabú duró más o menos hasta la década de los cuarenta.





2 Uno de estos productos irrelevantes fue Eva Perón.

viernes, 17 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Conocí a Borges en el mes de agosto de 1944, unos días antes de la liberación de París. Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, me habían invitado a una reunión en su casa, un tríplex en la esquina de Santa Fe y Ecuador. Los Bioy -Adolfito y Silvina-, casados hacía po­cos años, talentosos, atrayentes, con cualidades muy excepcionales, tenían casa abierta para sus amigos litera­tos. Unos meses antes, mi hermano Patricio me había presentado a Silvina, de quien era muy amigo.
La reunión iba a ser literaria y yo sentía cierta timidez. El grupo de los Bioy era más selecto, incluso más rarifi­cado que el grupo de Victoria Ocampo, la hermana de Silvina (la menor de una larga familia, todas mujeres). En casa de Victoria, en San Isidro, uno solía encontrar gen­te que nada tenía que ver con la literatura: diplomáticos, estrellas de cine, políticos, un ex presidente, personas excepcionalmente acaudaladas con una debilidad por las artes, eminencias extranjeras de paso por el país, etc. Adolfito y Silvina sólo recibían a escritores o a personas que aspiraban a serlo (mi caso). En ocasiones podía ha­ber gente que, en virtud de alguna peculiaridad interesan­te, se unía al grupo, hasta que su originalidad empezaba a mellarse.
Era evidente que mis méritos literarios no justificaban mi entrada en aquel círculo restringido: dos cuentos pu­blicados en Sur y uno, en el suplemento literario de La Nación.
En esos tiempos Borges era muy apreciado en los me­dios intelectuales, pero el gran público no lo conocía. En la Argentina no teníamos aún esa prensa amarilla que está a la caza de personajes célebres y es cazada por los que aspiran a serlo. En líneas generales, los escritores eran «secretos». Muchos de ellos solían pagarse magras ediciones de sus obras, alrededor de unos quinientos ejem­plares, que eran distribuidos entre los amigos, con dedi­catorias llenas de tacto, discernimiento y esperanzas, y que eran comentadas favorablemente en Sur, Nosotros o La Nación. Había poca cosa más. Otras revistas literarias tenían una existencia breve y azarosa. Pocas lograban du­rar más de dos o tres números.
En Sur yo había leído La muerte y la brújula, que me había maravillado. Pero no estaba mayormente interesa­da en conocer a Borges: nunca me he sentido atraída por los hombres de letras.
Ese invierno (austral) de 1944 habría de ser decisivo para el mundo, incluida la Argentina. Alemania apenas podía seguir resistiendo y las tropas soviéticas avanza­ban ya por el centro de Europa. El mundo estaba tomando una nueva forma, adquiriendo un nuevo tono. Las simpatías del gobierno argentino por el nazismo, casi francas en 1940, menos calurosas después de Stalingrado, se volvían cada vez más íntimas y secretas. El nazis­mo se desmoronaba, pero los jerarcas alemanes que po­dían pagar el elevado precio que se pide al ex poderoso acosado compraban nuevos refugios e identidades en la Argentina.
Un golpe de Estado en 1943 había reinstalado lo que habría de ser una larga serie de gobiernos militares. Una nueva voz, con un tono fascista modernizado, más perceptivo, atronaba desde la recién creada Secretaría de Trabajo y Previsión. Éste no es el momento de analizar el peronismo. Lo haremos más adelante, ya que la concien­cia política de Borges estuvo vinculada a este trastorno social que él nunca entendió y -lo que es más- nunca qui­so entender, como si entender fuera un poco aprobar. Baste decir aquí que el «peronismo» -palabra que aún no había sido acuñada- nos parecía a algunos el coletazo del tambaleante fascismo europeo.
Esa reunión en casa de los Bioy era, en realidad, más política que literaria y representaba un intento por jun­tar fuerzas democráticas entre los intelectuales y frenar el avance de lo que no podía ser frenado. Aquí estaban los escritores más conspicuos de ideas liberales; los escrito­res pronazis, o nacionalistas meramente anglófobos, eran despreciados por este grupo, pese a que tenían una rela­ción mucho más fluida y positiva con las fuerzas reales del poder.
En medio de estas personas prominentes, yo me sentía envarada y joven. Ya roto el primer hielo, cuando las conversaciones se habían generalizado, aparecieron Borges y Bioy Casares, que hasta el último momento habían estado trabajando en la redacción de Seis problemas pa­ra Isidro Parodi, una saga de cuentos policiales que escri­bían juntos, en el piso bajo del tríplex.
Yo había oído que Borges no era exactamente buen mozo, que ni siquiera tenía un físico agradable. Sin em­bargo, estaba por debajo de lo que yo había esperado. Por mi parte, yo no le impresioné a él ni bien ni mal. Cuando Adolfito nos presentó, me tendió la mano con aire desa­tento e inmediatamente dirigió sus grandes ojos celestes en otra dirección. Era casi descortés. E inesperado. En aquellos días yo daba por supuesto que los hombres te­nían que impresionarse conmigo.
Borges era regordete, más bien alto y erguido, con una cara pálida y carnosa, pies notablemente chicos y una mano que, al ser estrechada, parecía sin huesos, flo­ja, como molesta por tener que soportar el inevitable contacto. La voz era temblorosa, parecía tantear y pedir permiso. Me llevó tiempo el percibir los matices y el en­canto de esa voz trémula, en la cual se sentía algo que­brado.
Durante varios meses no ocurrió nada nuevo entre él y yo. Mi hermano Patricio se había ido a Oxford con una beca y, en cierto sentido, yo lo reemplacé en aquella ca­sa, convirtiéndome en íntima amiga de Silvina. En ese trí­plex lleno de libros, con las paredes cubiertas de estantes que parecían tener todo lo que se había escrito en el mundo, escuchábamos a Brahms, Porgy and Bess, música popular: Silvina y yo solíamos bailar, creando en ocasiones nuevos pasos, ya que los hombres del grupo -Eduardo Mallea, Manuel Peyrou, J. R. Wilcock, José Bianco, Ri­cardo Baeza- no sabían o no querían bailar. Nos reunía­mos en el piso de arriba y muy rara vez alguno de noso­tros bajaba. En ese santuario que era el estudio de Adolfito, Borges y el dueño de casa escribían Isidro Parodi, que iba a publicarse con el nom de plume de Bustos Domecq. De cuando en cuando oíamos las homéricas carcajadas de Borges celebrando alguna salida de sus per­sonajes.
Isidro Parodi, el detective de estos cuentos, era un hombre entrado en años, encarcelado en la Penitenciaría de la calle de Las Heras. Tal vez el único mérito de los re­latos de Bustos Domecq, que más adelante cambió su nombre por el de Suárez Lynch, fuera la gran diversión que proporcionaban a sus autores. Son relatos intrinca­dos, confusos, con una trama engorrosa que no se desa­ta con nitidez. Sus efectos cómicos provienen por lo ge­neral de la presentación de tics y manierismos de amigos y conocidos de los autores; el efecto era logrado cuando el lector reconocía al original, pero se perdía cuando és­te no era el caso.
Menciono estos relatos -que no merecen recordarse- porque en ellos está el tema del prisionero detrás de las rejas, o el inválido, el hombre atado. El tema había aparecido ya en el magnífico Funes el Memorioso y reapare­cería después en La escritura del dios. En los tres casos se produce algo desusado: el hombre viejo y encarcelado encuentra la solución a todos los enigmas que se le plantean; Funes, el indiecito de Fray Bentos, en la campaña oriental, paralítico y condenado a vivir en una cama, es capaz de ver y entender el universo; el héroe de La escri­tura del dios lee el mensaje divino en las manchas del leo­pardo que cruza todos los días, por unos pocos segundos, la abertura de la siniestra mazmorra donde él es un con­denado de por vida.


Por lo general Borges se retiraba directamente, sin mo­lestarse en subir a despedirse. Al parecer, siempre tenía prisa. Rara vez se quedaba a charlar después de trabajar con Adolfito.
Una noche de verano, antes de los grandes calores, por pura casualidad, Borges y yo salimos juntos de la casa. El aire estaba embalsamado, los jacarandás cubiertos de racimos de espesas flores lilas que, al caer formaban alfom­bras de color en torno a los troncos negros. Una brisa fres­ca soplaba desde el río. Era alrededor de la medianoche.
Borges me preguntó a dónde iba. Le contesté que a ca­sa y que iba a tomar el subterráneo en Santa Fe y Pueyrredón, que estaba a una cuadra. Ah, sí..., él también iba a tomar el subte.
Llegamos a la estación. Ya nos disponíamos a bajar la escalera cuando Georgie se detuvo y tartamudeó: «Eh... ¿no te gustaría que camináramos unas cuadras?».1
Acepté de buena gana. Algo había dicho yo en el tra­yecto hasta la estación que le había llamado la atención. Echamos a andar, olvidados de las próximas estaciones y los horarios. Tomamos por la avenida Santa Fe. Die­ciocho cuadras después, cuando llegamos a la Plaza San Martín, donde él vivía, me propuso continuar la cami­nata.
Le encantó enterarse de que yo vivía en el Sur. La no­che era tan linda..., era una pena perderla..., además, ha­bía trenes hasta después de la una y media.
«¿Puedo acompañarte hasta tu casa?», me preguntó.
Y emprendimos la marcha hacia el Sur, que él sentía como algo vasto y libre.
No recuerdo exactamente de qué hablamos. Probable­mente comentamos la situación política del país, que a los dos nos parecía ominosa. Pero había una diferencia: el peronismo era para él una pesadilla de la cual íbamos a despertar; para mí era ya algo real, que estaba a la vuel­ta de la esquina. Supongo que hablamos de nuestros ami­gos y de algunos escritores. Me acuerdo claramente de que yo mencioné mi admiración por Bernard Shaw y ci­té el fin de Cándida y la muerte de Louis Dubedat en El dilema del doctor. A él le gustó que yo pudiera citar en in­glés y, a partir de entonces, el inglés se convirtió para no­sotros en un segundo idioma, al cual él recurría en mo­mentos de angustia o de exaltación lírica. Habíamos llegado a la Avenida de Mayo. Entramos a un bar. Yo pe­dí un café y él un vaso de leche. Al alejarse el mozo, él me escudriñó con la mirada, como si me estuviera viendo por primera vez (exactamente lo que estaba pasando) y dijo en inglés: «La sonrisa de la Gioconda y los movimientos de un caballito de ajedrez.»
Me sentí halagada. Ahora estaba pisando suelo firme. Borges era un hombre a quien yo impresionaba, uno más, y -al parecer- no sólo por lo que veía. Y añadió: «Es la primera vez que encuentro a una mujer a quien le gus­ta Bernard Shaw. ¡Qué extraño!».
No fue en ese instante, sino mucho más tarde, que en­tendí el sentido de esta observación, que revela la actitud de Borges hacia las mujeres en general. Para él eran frá­giles «diosas» con intelectos débiles, sensibles y limita­das. Por cierto, una opinión poco original de este hom­bre original. Aunque se las arreglaba para ocultarlo a sus amigas mujeres, sólo sentía desdén por la literatura fe­menina o, mejor dicho, por lo que él consideraba que era la literatura femenina.
En todo caso, lo que yo admiraba en Shaw no era lo que él admiraba. A mí me gustaba la denuncia que hace Shaw de las mentiras y convenciones sociales, la rebeldía de algunos de sus personajes. A Georgie le interesaban las situaciones extrañas de sus dramas, como la que llevaba a un hombre intachable a cometer un crimen (Sir Colenso Ridgeon en El dilema del doctor) o al enfrentamiento que culmina en el fogoso y paradojal diálogo entre Vivien Warren y su madre, la de la célebre profesión.
Reanudamos la marcha. Aparte de ese entendimien­to -que fue un desentendimiento- sobre Shaw (ahora pienso que su punto de vista era más original que el mío), no me acuerdo qué otras cosas dijimos. Sólo sé que, al llegar a la esquina de Chile y Tacuarí, donde yo vivía, él propuso, ya que estábamos «cerca», ir al Par­que Lezama.
De modo que caminamos las doce cuadras hasta el parque. En total, esa noche hicimos unas cincuenta cua­dras. Tomando en cuenta la longitud de las cuadras en Buenos Aires, anduvimos algo más de siete kilómetros. He sido y sigo siendo una caminadora incansable, pero nunca sospeché que Borges iba a igualarme.
Dimos vuelta al parque arrasado, que muy poco tenía ya que ver con el parque secreto, exuberante y románti­co de mi infancia, con sus barandas cubiertas de jazmi­nes, sus cercos de lirios, el perfumado rosedal en verano, con su estanque lleno de renacuajos, las glorietas techa­das de madreselvas, sus barrancos y jardines de rocas. En fin, era el Parque Lezama, por lo menos, un nombre má­gico para los niños de mi generación, tal vez para la de Borges.
Nos sentamos en los escalones que miran a la calle Brasil, en el ruinoso anfiteatro que quiso ser un teatro griego y fracasó en la empresa. Frente a nosotros estaba la cúpula azul, en forma de cebolla, de la iglesia ortodo­xa rusa.
Aún recuerdo el juego de luces y sombras de las hojas, movidas por la brisa. En modo reminiscente, recordamos que el parque había sido propiedad privada y comenta­mos el paso del tiempo, el diseño geométrico de las som­bras de las hojas en el suelo, los reflejos y las zonas oscu­ras. Todo lo que Borges decía tenía una cualidad mágica. Como un prestidigitador, sacaba objetos inesperados de un sombrero inagotable. Creo que eran sus señales. Y eran mágicas porque aludían al hombre que era, al hom­bre escondido detrás del Georgie que conocíamos, un hombre que, en su timidez, luchaba por emerger, por ser reconocido.
A eso de las tres y media de la mañana echó una mira­da a su reloj y dijo que ya era tiempo de volver. Llamó un taxi y me dejó en casa.
A la mañana siguiente, es decir, unas pocas horas des­pués, vino y entregó un libro a la criada que teníamos en el pequeño apartamento donde yo vivía con mi madre y mi tía. Era Youth, de Joseph Conrad. Y se fue sin verme.
Esa noche volvió para que fuéramos juntos a casa de los Bioy. Le pregunté por qué razón se había ido esa ma­ñana sin preguntar por mí. Contrariado, me dijo que temía molestar, ser demasiado insistente. De algún modo, parecía avergonzado de los momentos poéticos e inocen­tes que habíamos pasado en el Parque Lezama. Repitió que no le gustaba ser entrometido y la cosa quedó ahí. Tuve la impresión de que había habido una interferencia.
Youth fue el primer libro de una serie. Ese primer ges­to se convirtió en un hábito: todas las mañanas, antes de las diez, Borges me hablaba desde un teléfono público; yo oía el ruido de las fichas al caer. Incluso cuando yo no estaba en casa, venía y dejaba un libro de regalo. Si yo es­taba en casa, salíamos juntos, aunque nos veíamos todas las noches para ir al cine o comer con los Bioy. El lugar de encuentro era la entrada a la estación del subterráneo en Constitución.
Cerca de Navidad, los Bioy se fueron al campo y tuvi­mos todas las noches para nosotros. Como es de suponerse, las largas caminatas se reanudaron. Solíamos comer en restaurantes de precios medios. Recuerdo el restau­rante del Hotel Comercio Larre, un hotel para viajantes de comercio en Constitución, donde él siempre pedía lo mismo: sopa de arroz, un bife muy hecho -insistía en que debía estar muy cocinado- dulce de membrillo y queso. Y «grandes cantidades de agua» (sic). Yo pedía vino y cualquier cosa que me atrajera en el momento. Me daba la impresión de que prefería estas salidas a nuestras co­midas diarias con los Bioy. Desde Constitución íbamos a Barracas, la Boca o transitábamos por las desconocidas calles que se extienden al oeste de la estación. Solíamos pasar por el siniestro manicomio de la calle Vieytes sin notar que era siniestro. Cruzábamos una y otra vez el pri­mer puente de Constitución entre Vieytes y Hornos, por encima de los rieles; a mí me gustaba la trepidación de los trenes que entraban o partían; a él le gustaba que esos trenes fueran hacia el Sur. Años más tarde, en este mismo puente, habría de concebir y crear el poema Mateo XXV, un poema cuajado de alusiones. En una ocasión se detuvo en la esquina de Suárez y Necochea y me habló del coronel Suárez, un antepasado suyo no especialmen­te notable.
Algunas mañanas, cuando yo no estaba, se quedaba en casa y hablaba con mi madre, con quien trabó amistad muy pronto. Escudriñaba la biblioteca de mi hermano. Aunque siempre traía libros, lo cierto es que también se los llevaba, de tal modo que el intercambio estaba más o menos equilibrado. Según mi hermano, fue más lo que sacó que lo que trajo. En lo que se refiere a libros, tenía una naturaleza adquisitiva. Se sentaba en el suelo y em­pezaba a retirar libros de los estantes más bajos. Los exa­minaba y los leía con la página casi tocándole la nariz. (Le vi hacer esto en casa de los Bioy, en la biblioteca pú­blica en donde era un modesto empleado y en Mackern´s y Mitchell's, las librerías inglesas, donde era conocido y se le permitía revolver todo lo que quisiera.)
«Casi lloré esta mañana al pasar por el Parque Lezama», me escribió poco tiempo después. Yo quedé vincu­lada al parque, como habría de estarlo al Zoológico, a la Costanera, a Barracas, a Adrogué, a Mármol, incluso a la esquina de Belgrano y Pichincha, donde yo había nacido en una vieja casa de altos, encima de una farmacia, a la iglesia de Balvanera, donde me habían bautizado. Era inútil decirle que esa iglesia y esa esquina no me decían nada, ya que mi familia se había mudado cuando yo te­nía tres meses, que en la parte oeste de la ciudad no so­naba ninguna campana para mí, que yo pertenecía a San Telmo y Montserrat, en el Este, donde la ciudad se acer­ca al río. Inútil. Insistía en que debíamos ir a la esquina de Belgrano y Pichincha.
La farmacia y la casa todavía estaban ahí entonces. Nos deteníamos y él contemplaba estático, fascinado, el aviso luminoso de un dentífrico, «Odol», con luces azu­les y amarillas.
Me quería. Yo lo admiraba intelectualmente y gozaba con su compañía.


1 En el grupo, si bien en esos años el tuteo no estaba generalizado, nos tuteábamos, o sea, nos voseábamos. Por razones de fidelidad mantengo el voseo rioplatense en mis conversaciones con Borges.

Fuente:
Diseño de cubierta: Mario Blanco

Diseño de interior: Orestes Pantelides
© 1989, Herederos de Estela Canto
© 1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
Primera edición argentina: mayo de 1999
Derechos exclusivos de edición en castellano:
© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta
ISBN 950-852-140-6
Hecho el depósito que prevé la ley 11 723
Impreso en la Argentina


jueves, 16 de abril de 2020

BORGES. A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Este libro no tiene bibliografía.
Hablo aquí del Borges vivo, del hombre que conocí. Lo presento en una dimensión que se ignora, a través de las cartas que me escribió, aunque todo el tiempo indago la relación entre el hombre y su obra, explicando a ésta por aquél y a aquél por ésta.
Borges aparece como ser humano, dentro del marco de su país y de las vicisitudes que le tocó vivir.
Él pensaba que la patria es una «decisión», que uno es argentino porque ha decidido serlo. Con esta sim­plificación negaba la otra cara de la moneda: la fata­lidad de haber nacido en un lugar, la fatalidad de un condicionamiento. En estas páginas tomo en cuenta la cara de la fatalidad -que él negaba- cotejándola to­do el tiempo con la patria como elección, que él reco­nocía.
Paso de lo íntimo a lo político, de lo anecdótico a lo fi­losófico, componiendo su figura con estos elementos de distintos planos, incesantemente referidos al contacto personal que tuve con él.
Las anécdotas son numerosas, pero únicamente de dos clases: las que viví con él y las que él me contó. Sólo en el caso de su hermana, Norah Borges, me he permitido con­tar dos anécdotas de oídas. En dos ocasiones cedo a las conjeturas, a las cuales era él tan aficionado. En el caso del Poema conjetural, cuando se refiere a «un remoto día de la niñez», y al indagar los motivos que lo impulsaron a su primer casamiento.





La perfecta forma que supo
Dios desde el principio.

Jorge Luis Borges



Sólo frente a la muerte podrá ver un hombre «su in­sospechado rostro eterno». Sólo frente a la muerte podre­mos nosotros, los que quedamos, ver indicios de ese ros­tro insospechado, «la forma perfecta» que supo Dios.
Borges insistió en casi todos sus cuentos, en sus poe­mas, hasta en algunas entrevistas deformadas -como son la mayoría- que un hombre es «todos los hombres». Es decir, el hombre encierra en sí todas las posibilidades; el hombre es el microcosmos.
La idea, por cierto, no era nueva. Se remonta a la An­tigüedad tardía, fue alambicada infinitamente por los cabalistas españoles de la Edad Media, rejuvenecida por los ardorosos filósofos del Renacimiento, y sigue vivien­do hasta el día de hoy, sin gloria, en los manuales popu­lares de teosofía. Borges no la halló en éstos, sino en los libros cabalísticos -en El Libro de los Esplendores, en Moisés de León-, que tanta atracción tenían para él. Hay dos vertientes de esta idea del hombre como microcosmos: una débil (esotérica y aria) y otra fuerte (secre­ta, tradicional y judía). Borges seguía la tradición de sig­no fuerte.
Esta tradición exige que se tienda un velo sobre las úl­timas verdades, y Borges, un hombre gárrulo, cumplió a un cierto nivel con el mandamiento. Desde sus primeras obras fue enigmático y contradictorio. Uno de sus tem­pranos ensayos está encabezado por una cita de Thomas De Quincey que expresa plenamente su ambigua actitud: «Un modo de verdad, no de verdad central y coherente, sino angular y fragmentada».
La personalidad de Borges era elusiva, escurridiza; era un cierto hombre para cada una de las personas que lo conocían, o creían conocerlo. Y muchas veces éste tenía poco que ver con el hombre que otros habían visto, ad­miradores ocasionales que lo visitaban en su apartamen­to de la calle de Maipú. Su básica coquetería, velada y que solía pasar inadvertida, lo llevaba a mostrar a esta gente el Borges que ellos querían ver.
Yo tuve la suerte de conocerlo en los años tal vez más decisivos de su vida, los años de su madurez como escri­tor; fui su íntima amiga desde sus cuarenta y cinco has­ta sus cincuenta y dos años. Entonces me dedicó el cuen­to que muchos consideran su obra más importante: El Aleph.
Voy a escribir sobre el Borges de El Aleph, el hombre a medio camino entre una juventud que él consideraba fra­casada y una vejez en la cual el triunfo llegó a ser, por mo­mentos, abrumador.
Borges ha sido probablemente el escritor más original de la segunda mitad de nuestro siglo. El Aleph arroja luz sobre su compleja, patética, exaltada y dramática perso­nalidad. Las cartas que me escribió en esos años son un flagrante ejemplo de sus ilusiones, frustraciones y espe­ranzas.
Aunque he de concentrarme en el Borges de este perío­do, nuestra amistad duró, con altibajos, hasta los últimos días de 1985. En noviembre de ese año lo vi por última vez, antes de irse de Buenos Aires a dar la forma final a su vi­da, cerrar el círculo, rubricar su destino y morir.
La tarea no es fácil; demasiadas cosas de mi juventud están implicadas en ese período que va de 1945 a 1952. Me veré forzada a referirme a hechos que tal vez parezcan desagradables o indiscretos. Todos somos entidades cerradas, sólo podemos adivinar a los otros y, por lo ge­neral, vemos en ellos lo que queremos ver.
Borges ha dado claves para penetrar en el laberinto que era su carácter. Una es El Aleph; otra, El Zahír; otra, La escritura del dios, que inventó una mañana que está­bamos en el Jardín Zoológico, junto a una jaula, contem­plando el paseo continuo, desesperado, detrás de las re­jas, de un magnífico tigre de Bengala. Hay otras claves {Funes el Memorioso, El Sur, La intrusa, etc.) que comen­taré reiteradamente en este estudio. La clave de estas cla­ves son dos o tres de las cartas que me escribió.
Cuando se publicó El Aleph, yo lo comenté en una re­vista (Sur). Allí me refería yo a un estado de ánimo mís­tico; a él le gustó el comentario. El agnóstico Borges no era un místico, por supuesto, pero sí una persona capaz de momentos místicos.
Muchos años más tarde, un periodista me preguntó de repente: «¿Qué es El Aleph?» y yo contesté: «Es el re­lato de una experiencia mística». Cuando mencioné es­to a Georgie, me encontré con que él no había olvidado mi artículo, escrito treinta y cinco años antes. Me dijo: «Has sido la única persona que ha dicho eso», dando a entender que podía haber cierta verdad en la cosa. Le gustaba esta apreciación, que se oponía a la difundida idea entre los escritores argentinos, que lo juzgaban un autor frío y geométrico, un creador de juegos puramen­te intelectuales.
Una experiencia mística es secreta, inefable, como el acto del amor o la creación del arte. En el arte y el amor, cuando son genuinos, tratamos de romper una barrera. Si lo logramos, alcanzamos una especie de experiencia mística. Esta clase de secretos no se puede compartir. Co­mo el nombre de Dios para los hebreos, es algo que no se puede pronunciar.
Por naturaleza y por circunstancias, Borges era un hombre sumiso. Él aceptaba el fardo de convenciones y las ataduras establecidas por un medio social presuntuo­so, profundamente tribal, tosco y primitivo.
Los místicos hablan de «la noche oscura del alma». «¿Quién puede distinguir entre la oscuridad y el alma?», se pregunta Yeats, un poeta muy admirado por Borges. Y más allá de esa noche están los éxtasis de la liberación. A su manera tenue, pero empecinada, él luchaba por alcan­zar esa liberación. Los místicos suelen ser tácitos, a veces escriben, rara vez hablan.
Borges, que tanto habló en su larga vida, comentaba sus enamoramientos o pequeños chascos amorosos, pe­ro el pudor le impedía mencionar lo que realmente le im­portaba. Picasso solía decir que para él no había nada más que dos clases de mujeres: las diosas y los felpudos. Borges se acercaba a las mujeres como si fueran diosas, pero algún hecho en su vida demuestra que eventualmente tropezó con algún felpudo.
Para ciertos místicos, el sexo puede ser un medio de romper las barreras. Para otros, la mayoría de ellos, es un instrumento diabólico. La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico, como si temiera la revelación que en él podía hallar. Sin embargo, toda su vida fue una lu­cha por alcanzar esa revelación.
No era un hombre convencional, pero sí un prisione­ro de las convenciones. Anhelaba la libertad por encima de todas las cosas, pero no se atrevía a mirar a la cara esa libertad.
En la Argentina, su elección de Ginebra para morir fue sentida como una especie de traición. Sólo el enorme res­peto que inspiraba su celebridad -no su obra, no entendida, apenas leída, conocida a través de fatigados clichés, repetidos ad nauseam- inhibió los reproches «patrióti­cos». No fue eso: fue su gran gesto de liberación.
Por otra parte, amaba intensamente la vida y quería «entender». Los hindúes dicen que la meta de la vida no es la felicidad, sino el conocimiento, que sólo a través del conocimiento podremos alcanzar la felicidad. Borges buscó esa felicidad en los libros y en algunas mujeres. Co­mo todos, debió aprender en la dura escuela del dolor y del fracaso. La felicidad la encontró finalmente en el conocimiento, en el amor sublimado y -no más y no me­nos- en la admiración que suscitaba en todas partes. Es­to era una especie de amor. Una de las últimas veces que lo vi me dijo: «No hay un solo día en que no tenga uno o dos momentos de felicidad perfecta».
Esto quería decir que «el círculo se iba a cerrar», que la espera estaba terminando, que la muerte, su «libera­ción», ya estaba ahí. Y sólo sentía curiosidad por el lugar, la hora, las últimas imágenes. El lugar lo eligió.
Nuestra amistad es el relato de un amor frustrado. To­dos sus amores lo fueron hasta una tarde, en Nara, cuan­do al tocar un Buda descubrió su voz verdadera, esa voz que también eran sus ojos. El hecho de que lo entendie­ra creó sentido, trazó la forma perfecta que él estaba bus­cando y que Dios le tenía destinada.


Voy a contar la historia de un desencuentro. Tal vez es­te desencuentro sirva para lograr un mejor entendimien­to de Borges.
Él era un hombre cauteloso. Temía herir o escandali­zar. Sabía que era distinto y esto creaba una inhibición. (A veces, cuando sentía celos o no le gustaba una perso­na, podía salir de su reserva y ser agresivo, pero esto no era frecuente.)
En vez de mencionar, él prefería aludir. Todos sus es­critos -cuentos, poemas o artículos- abundan en insinua­ciones, en cosas nombradas a medias, en nombres cambiados. Era una especie de juego secreto en él. Daré un ejemplo. En La muerte y la brújula, curioso relato, una alegoría que el autor disfraza de «cuento policial», el hé­roe, Erik Lönnrot, es llevado por sus conclusiones y cálcu­los a tres de los puntos cardinales de la ciudad. Un hom­bre había muerto en cada uno de esos puntos: sólo queda el Sur. Y a ese sur se dirige Erik Lönnrot, sabiendo que la muerte lo está esperando en un paraje determinado, Triste-le-Roy.
Triste-le-Roy era Las Delicias de Adrogué, un hotel donde «gente bien», de mediana posición económica, solía tomarse unos días de vacaciones a principios de siglo. Esa gente no iba a Mar del Plata, donde grandes mansiones, en forma de chateaux franceses, empezaban a ser construidas por los terratenientes con prosapia o sin ella. Los Borges, una vieja familia del Río de la Pla­ta, no eran terratenientes. Sus medios eran limitados. En consecuencia, pasaban el verano en el hotel de Adro­gué. Más adelante iban a una casita en Adrogué, desde donde me escribió algunas de sus cartas más conmove­doras.
Borges adoraba Las Delicias, donde la familia ya no se alojaba, aunque solía ir a comer allí. No sé qué recuerdos el lugar encerraba para él, pero las caminatas por los sen­deros del jardín, bajo los grandes y viejos eucaliptos, eran uno de sus placeres. Y se sintió apenado cuando echaron abajo los árboles.
En la década de los cuarenta Las Delicias era un edifi­cio venido a menos, con el encanto nostálgico y la elegan­cia inesperada de los nuevos pobres. Las palmeras y helechos en tiestos habían desaparecido, pero las grandes ventanas con rombos rojos, azules y amarillos de vidrio fascinaban a Borges. En La muerte y la brújula describe estos rombos, dotándolos de un significado mágico.
Las Delicias aparece en el cuento con el extravagante nombre francés de «Triste-le-Roy». Me pregunto si esto no es una alusión a sí mismo, a alguna triste experiencia de su adolescencia en ese lugar. ¿Era él mismo Triste-le-Roy? ¿Era él mismo que se veía destinado a la muerte después de ver las señales en tres puntos de la ciudad, en ese Adrogué donde quizá conoció una fugaz dicha, una duradera melancolía? «La primera letra del nombre ha sido articulada», del nombre que no debemos mencionar. La última letra está en Triste-le-Roy. ¿Era él ese rey tris­te y derrotado? ¿Era Borges mismo ese Erik Lönnrot que marcha deliberadamente hacia su muerte? En todo caso, él marchó conscientemente a la suya, que no fue en el de­solado sur de las pampas, sino en el norte y el este, por donde sale el sol.
En sus cartas a mí hay alusiones a lugares que, en su mente, estaban asociados a mi persona: el Parque Lezama, Constitución, el Hervidero, en el Uruguay, donde la familia de mi madre había tenido tierras.
Estas anotaciones han sido necesarias antes de contar la historia, a veces dolorosa, a veces trivial, de nuestras relaciones.
Espero ser clara. La sinceridad la tengo. Nada que no sea sincero y fidedigno tiene interés. Y Jorge Luis Borges no merece nada menos.

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Diseño de cubierta: Mario Blanco
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© 1989, Herederos de Estela Canto
© 1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
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© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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