viernes, 11 de octubre de 2019

GEORGES BATAILLE. EL EROTISMO.



Prólogo

El espíritu humano está expuesto a los requerimientos más sorprendentes. Constantemente se da miedo a sí mismo. Sus movimientos eróticos le aterrorizan. La santa, llena de pavor, aparta la vista del voluptuoso: ignora la unidad que existe entre las pasiones inconfesables de éste y las suyas.
Con todo, no es imposible hallar la coherencia del espíritu humano, cuyas posibilidades se extienden en un territorio que va desde la santa hasta el voluptuoso.
Me sitúo en un punto de vista desde el que percibo estas posibilidades, que son opuestas, en concierto. No intento de ninguna manera reducirlas unas a otras, sino que me esfuerzo en captar, más allá de toda posibilidad de negar al otro, una última posibilidad de convergencia.
No pienso que el hombre tenga la más mínima posibilidad de arrojar un poco de luz sobre todo eso sin dominar antes lo que le aterroriza. No se trata de que haya que esperar un mundo en el cual ya no quedarían razones para el terror, un mundo en el cual el erotismo y la muerte se encontrarían según los modos de encadenamiento de una mecánica. Se trata de que el hombre sí puede superar lo que le espanta, puede mirarlo de frente.
Si paga este precio, no le afecta ya la extraña falta de reconocimiento de sí mismo que hasta aquí lo ha definido.
Por lo demás, no hago más que seguir un camino en el que otros se han adentrado.
Mucho antes de la publicación de la presente obra, el erotismo ya había dejado de ser considerado un tema del que un «hombre serio» no puede tratar sin venir él a menos.
Ya hace bastante tiempo que los hombres hablan sin temor, y por extenso, del erotismo. En esta misma medida, se conoce aquello de lo que hablo. Sólo he querido buscar, en la diversidad de los hechos descritos, cohesión. He intentado mostrar, de un conjunto de conductas, un cuadro coherente.
Esta búsqueda de un conjunto consistente opone mi esfuerzo a la labor de la ciencia. La ciencia estudia cada cuestión aisladamente. Acumula trabajos especializados. Creo que el erotismo tiene para los hombres un sentido que la manera científica de proceder no puede proporcionar. El erotismo no puede ser estudiado sin, al hacerlo, tomar en consideración al hombre mismo. En particular, no se puede tratar el erotismo independientemente de la historia del trabajo y de la historia de las religiones.
En esta misma medida, los capítulos de este libro se alejan a menudo de la realidad sexual. Y además he dejado de lado algunas cuestiones que alguna vez parecerán más importantes que las tratadas.
Lo he sacrificado todo a la búsqueda de un punto de vista desde el cual sobresalga la unidad del espíritu humano.
La presente obra se compone de dos partes. En la primera he expuesto sistemáticamente, con su propia cohesión, los diferentes aspectos de la vida humana considerada desde el punto de vista del erotismo.
En la segunda he reunido varios estudios independientes, en los cuales se aborda la misma cuestión. La unidad del conjunto es innegable. En ambas partes se trata de la misma investigación. Los capítulos de la primera parte y los estudios independientes de la segunda fueron escritos al mismo tiempo, entre la guerra y el año actual (1957). Ahora bien, esta manera de proceder tiene un defecto, y es que no he podido evitar repetir alguna cosa. En la primera parte, por ejemplo, he vuelto en ocasiones sobre temas tratados de otra manera en la segunda. Esto me ha parecido un inconveniente tanto menos grave cuanto que responde al aspecto general de la obra. En este libro, una cuestión aislada engloba siempre el tema entero. En cierto sentido, este libro se reduce a una visión de conjunto de la vida humana, tomada cada vez desde un punto de vista diferente.
Con los ojos fijos en una visión de conjunto como ésta, me he dedicado más que nada a la posibilidad de hallar de nuevo, en una perspectiva general, la imagen que me obsesionó durante la adolescencia: la de Dios. Ciertamente, no vuelvo a la fe de mi juventud. Pero en este mundo abandonado en el que nos movemos como fantasmas, la pasión humana sólo tiene un objeto. Lo que varía son los caminos por los cuales la abordamos. El objeto de la pasión humana tiene los más variados aspectos, pero su sentido sólo lo penetramos cuando logramos percibir su profunda coherencia.
Insisto sobre el hecho de que, en esta obra, los movimientos de la religión cristiana y los impulsos de la vida erótica aparecen en su unidad.
No habría escrito este libro si hubiera estado solo a la hora de elaborar los problemas que me planteaba. Quisiera indicar aquí que mi esfuerzo fue precedido por Le miroir de la tauro-machie, de Michel Leiris, donde el erotismo es considerado como una experiencia vinculada a la vida; no como objeto de una ciencia, sino como objeto de la pasión o, más profundamente, como objeto de una contemplación poética.
Es, en particular, a causa de Le miroir, escrito por Michel Leiris justo antes de la guerra, por lo que este libro debía serle dedicado.
Quiero, además, agradecerle aquí de manera expresa la ayuda que me proporcionó en el momento en que, enfermo como estaba, me vi en la imposibilidad de ocuparme yo mismo de encontrar las fotografías que acompañan mi texto.
Diré aquí hasta qué punto estoy impresionado aún por el apoyo solícito y eficaz que un gran número de amigos me ha proporcionado en esta ocasión, cuando se han encargado, por las mismas razones, de procurarme la documentación correspondiente a lo que yo buscaba.

Citaré los nombres de: Jacques-André Boissard, Henri Dus-sat, Théodore Fraenkel, Max-Pol Fouchet, Jacques Lacan, André Masson, Roger Parry, Patrick Waldberg, Blanche Wiehn.
No conozco al señor Falk, ni a Robert Giraud, ni al admirable fotógrafo Pierre Verger, a quienes debo igualmente una parte de la documentación.
No dudo de que el objeto mismo de mis estudios, y el sentimiento de la exigencia a la que mi libro responde, están de manera esencial en el origen de su solicitud.
No he citado aún el nombre de mi más viejo amigo: Alfred Métraux. Pero es que debía referirme de manera general, aprovechando la ayuda que me ha prestado en esta obra, a todo lo que le debo. No solamente me introdujo, a partir de los años que siguieron a la primera guerra mundial, en el terreno de la antropología y de la historia de las religiones, sino que, además, su autoridad indiscutible me ha permitido sentirme seguro —sólidamente seguro— al hablar del tema decisivo de lo prohibido y la transgresión.


Introducción

Podemos decir del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la muerte. Propiamente hablando, ésta no es una definición, pero creo que esta fórmula da mejor que ninguna otra el sentido del erotismo. Si se tratase de dar una definición precisa, ciertamente habríamos de partir de la actividad sexual reproductiva, una de cuyas formas particulares es el erotismo. La actividad sexual reproductiva la tienen en común los animales sexuados y los hombres, pero al parecer sólo los hombres han hecho de su actividad sexual una actividad erótica, donde la diferencia que separa al erotismo de la actividad sexual simple es una búsqueda psicológica independiente del fin natural dado en la reproducción y del cuidado que dar a los hijos. Así, a partir de esta definición elemental, vuelvo inmediatamente a la fórmula que propuse para empezar, según la cual el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte. En efecto, aunque la actividad erótica sea antes que nada una exuberancia de la vida, el objeto de esta búsqueda psicológica, independiente como dije de la aspiración a reproducir la vida, no es extraño a la muerte misma. Hay ahí una paradoja tan grande que, sin esperar más, intentaré dar a mi afirmación una apariencia de razón de ser con dos citas:
«Por desgracia el secreto es demasiado firme», observa Sade, «y no hay libertino que esté un poco afianzado en el vicio y que no sepa hasta qué punto el acto de quitar la vida a otro actúa sobre los sentidos...».
El mismo escribe esta frase, más singular aún:
«No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina».
He hablado de una aparente razón de ser. En efecto, este pensamiento de Sade podría ser una aberración. De todos modos, aunque sea verdad que la tendencia a la que se refiere no es tan rara en la naturaleza humana, se trata de una sensualidad aberrante. Pero no por ello deja de existir una relación entre la muerte y la excitación sexual. La visión o la imagen del acto de dar muerte pueden despertar, al menos en algún enfermo, el deseo del goce sexual. Pero no podemos limitarnos a decir que la enfermedad es la causa de esta relación. Personalmente, admito que en la paradoja de Sade se revela una verdad. Esta verdad no está restringida a lo que abarca el horizonte del vicio; hasta creo que podría ser la base de nuestras representaciones de la vida y de la muerte. Y creo finalmente que no podemos reflexionar sobre el ser independientemente de esta verdad. El ser, las más de las veces, parece dado al hombre fuera de los movimientos de la pasión. Diré, por el contrario, que jamás debemos representarnos al ser fuera de esos movimientos.
Pido excusas por partir ahora de una consideración filosófica.
En general, la sinrazón de la filosofía es su alejamiento de la vida. Pero quiero tranquilizarles inmediatamente.1 La consideración que introduzco nos remite a la vida de la manera más íntima: nos remite a la actividad sexual, considerada esta vez a la luz de la reproducción. He dicho que la reproducción se oponía al erotismo; ahora bien, si bien es cierto que el erotismo se define por la independencia del goce erótico respecto de la reproducción considerada como fin, no por ello es menos cierto que el sentido fundamental de la reproducción es la clave del erotismo.
La reproducción hace entrar en juego a unos seres discontinuos.
Los seres que se reproducen son distintos unos de otros, y los seres reproducidos son tan distintos entre sí como de aquellos de los que proceden. Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro ser hay un abismo, hay una discontinuidad.
Este abismo se sitúa, por ejemplo, entre ustedes que me escuchan y yo que les hablo. Intentamos comunicarnos, pero entre nosotros ninguna comunicación podrá suprimir una diferencia primera. Si ustedes se mueren, no seré yo quien muera. Somos, ustedes y yo, seres discontinuos.
Pero no puedo evocar este abismo que nos separa sin experimentar de inmediato el sentimiento de haber dicho una mentira. Ese abismo es profundo; no veo qué medio existiría para suprimirlo. Lo único que podemos hacer es sentir en común el vértigo del abismo. Puede fascinarnos. Ese abismo es, en cierto sentido, la muerte, y la muerte es vertiginosa, es fascinante.
Intentaré mostrar ahora que para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser. La reproducción encamina hacia la discontinuidad de los seres, pero pone en juego su continuidad; lo que quiere decir que está íntimamente ligada a la muerte. Precisamente, cuando hable de la reproducción de los seres y de la muerte, me esforzaré en mostrar lo idénticas que son la continuidad de los seres y la muerte. Una y otra son igualmente fascinantes, y su fascinación domina al erotismo.
Quiero hablar de una desavenencia elemental, de algo cuya esencia es una alteración que nos llena de zozobra. Pero, antes que nada, los hechos de los que partiré han de parecer indiferentes. Son hechos establecidos por la ciencia y que aparentemente nada distingue de otros hechos que sin duda también nos afectan, pero de lejos y sin poner en juego nada que pueda conmovernos íntimamente. Esta aparente insignificancia es engañosa, pero empezaré hablando de ella con toda simplicidad, como si no tuviera la intención de desengañarles a renglón seguido.
Ya saben ustedes que los seres vivos se reproducen de dos maneras. Los seres elementales conocen la reproducción asexuada, pero los seres más complejos se reproducen sexualmente.
En la reproducción asexuada, el ser simple que es la célula se divide en un punto de su crecimiento. Entonces se forman dos núcleos y, de un solo ser, resultan dos. Pero ahí no podemos decir que un primer ser haya dado nacimiento a un segundo ser. Los dos seres nuevos son igualmente producto del ser primero. El primer ser desapareció. Esencialmente murió, puesto que no sobrevive en ninguno de los dos seres que ha producido. No se descompone a la manera de los animales sexuados cuando se mueren, sino que deja de existir. Deja de existir en la medida en que era discontinuo. Sólo que, en un punto de la reproducción, hubo continuidad. Existe un punto en el cual el uno primitivo se convierte en dos. A partir del momento en que hay dos, hay de nuevo discontinuidad de cada uno de los seres. Pero el paso implica entre ambos una conciencia de continuidad. El primero muere, pero en su muerte aparece un instante fundamental de continuidad de dos seres.
No podría aparecer la misma continuidad en la muerte de los seres sexuados, cuya reproducción es, en principio, independiente de la agonía y de la desaparición. Pero la reproducción sexual, que pone en juego, y sobre la misma base, la división de las células funcionales, hace intervenir, del mismo modo que en la reproducción asexuada, una nueva clase de pasaje de la discontinuidad a la continuidad. El espermatozoide y el óvulo se encuentran en el estado elemental de los seres discontinuos, pero se unen y, en consecuencia, se establece entre ellos una continuidad que formará un nuevo ser, a partir de la muerte, a partir de la desaparición de los seres separados. El nuevo ser es él mismo discontinuo, pero porta en sí el pasaje a la continuidad: la fusión, mortal para ambos, de dos seres distintos.
Para poner en claro estos cambios, que pueden parecer insignificantes, pero que están en la base de toda forma de vida, les sugiero que se imaginen arbitrariamente el paso del estado en el que están ahora a un desdoblamiento completo de su persona, al cual no podrían sobrevivir, pues las copias producidas diferirían de ustedes de una manera esencial. Necesariamente, ninguna de esas copias sería el mismo que ustedes son ahora. En efecto, para ser el mismo que ustedes, una de las copias debería ser continua con la otra, y no, como es el caso, opuesta a la otra. Hay ahí una extravagancia que a la imaginación le cuesta esfuerzo seguir. Pero si, al contrario, se imaginan entre uno de sus semejantes y ustedes mismos una fusión análoga a la del espermatozoide y el óvulo, no les costará esfuerzo representarse el cambio del que se trata.
No sugiero estas toscas imágenes con el propósito de introducir mayor precisión. Entre las conciencias claras que somos nosotros y los seres ínfimos de los que tratamos, la distancia es considerable. A pesar de ello, les pongo en guardia contra el hábito de considerar únicamente desde fuera a esos seres ínfimos. Les pongo en guardia contra el hábito de mirarlos como cosas que no tienen existencia dentro. Ustedes y yo existimos dentro. Pero lo mismo sucede con un perro o, en esta misma línea, con un insecto o con un ser aún más pequeño. Por más simple que sea un ser, no existe un umbral a partir del cual aparezca el existir dentro. Este no puede ser resultado de una complejidad creciente. Si los seres ínfimos no tuviesen, a su manera, y ya desde el comienzo, una existencia dentro, ninguna complejidad podría hacerla aparecer.
Pero no por ello es menor la distancia que existe entre esos animálculos y nosotros. No podemos, pues, conferir un sentido preciso a las imágenes horripilantes que les he propuesto. Tan sólo he querido evocar, de manera paradójica, los cambios ínfimos de los que se trata y que están en la base de nuestra vida.
En la base, hay pasajes de lo continuo a lo discontinuo o de lo discontinuo a lo continuo. Somos seres discontinuos, individuos que mueren aisladamente en una aventura ininteligible; pero nos queda la nostalgia de la continuidad perdida. Nos resulta difícil soportar la situación que nos deja clavados en una individualidad fruto del azar, en la individualidad perecedera que somos. A la vez que tenemos un deseo angustioso de que dure para siempre eso que es perecedero, nos obsesiona la continuidad primera, aquella que nos vincula al ser de un modo general. La nostalgia de la que hablo no tiene nada que ver con el conocimiento de los datos fundamentales que he introducido. Acaso a alguien pueda hacerle sufrir el no estar en el mundo a la manera de una ola perdida en la multiplicidad de las olas, ignorando los desdoblamientos y las fusiones de los más simples entre los seres. Pero esa nostalgia gobierna y ordena, en todos los hombres, las tres formas del erotismo.
Hablaré de estas tres formas una después de otra. Trataré del erotismo de los cuerpos, del erotismo de los corazones y, en último lugar, del erotismo sagrado. Hablaré de las tres a fin de mostrar claramente que se trata en todos los casos de una sustitución del aislamiento del ser —su discontinuidad— por un sentimiento de profunda continuidad.
Cuesta poco ver a qué nos referimos al hablar del erotismo de los cuerpos o del erotismo de los corazones; la idea de erotismo sagrado nos es menos familiar. Por lo demás, la expresión es ambigua, en la medida en que todo erotismo es sagrado; aunque los cuerpos y los corazones nos los encontramos sin tener que entrar en la esfera sagrada propiamente dicha. A la vez, la búsqueda de una continuidad del ser llevada a cabo sistemáticamente más allá del mundo inmediato, designa una manera de proceder esencialmente religiosa; bajo su forma familiar en Occidente, el erotismo sagrado se confunde con la búsqueda o, más exactamente, con el amor de Dios. Por su parte, Oriente lleva a cabo una búsqueda similar sin poner en juego necesariamente la representación de un Dios. El budismo, en particular, prescinde de esta idea. Sea como fuere, quiero insistir ya desde ahora mismo sobre la significación que posee mi tentativa. Me he esforzado en introducir una noción que a primera vista podría parecer extraña, inútilmente filosófica: la de continuidad, opuesta a la de discontinuidad, del ser. Puedo finalmente subrayar el hecho de que, sin esta noción, no llegaríamos a comprender de ningún modo la significación general del erotismo y la unidad de sus formas.
Lo que intento, dando el rodeo de una exposición sobre la discontinuidad y la continuidad de los seres ínfimos, comprometidos en los movimientos de la reproducción, es salir de la oscuridad que siempre ha cubierto el inmenso ámbito del erotismo. Hay un secreto del erotismo que en este momento me esfuerzo en violar. ¿Sería acaso eso posible sin ir de entrada a lo más profundo, sin ir hasta el corazón del ser?
He tenido que reconocer hace un momento que las consideraciones sobre la reproducción de los seres ínfimos podían pasar por insignificantes o indiferentes. Les falta el sentimiento de una violencia elemental, de la violencia que anima, sean cuales fueren éstos, los movimientos del erotismo. El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación. Pero reflexionemos sobre los pasos que hay entre la discontinuidad y la continuidad de los seres ínfimos. Si nos remitimos a la significación que tienen para nosotros esos estados, comprenderemos que el arrancamiento del ser respecto de la discontinuidad es siempre de lo más violento. Lo más violento para nosotros es la muerte; la cual, precisamente, nos arranca de la obstinación que tenemos por ver durar el ser discontinuo que somos. Desfallece nuestro corazón frente a la idea de que la individualidad discontinua que está en nosotros será aniquilada súbitamente. No podemos asimilar de manera demasiado simple los movimientos de los animálculos que se encuentran en el trance de reproducirse con los de nuestro corazón; pero, por más ínfimos que sean unos seres, no podemos representarnos sin una violencia la puesta en juego del ser que se da en ellos; es, en su integridad, el ser elemental el que está en juego en el paso de la discontinuidad a la continuidad. Sólo la violencia puede ponerlo todo en juego. ¡Sólo la violencia y la desavenencia sin nombre que está vinculada a ella! Sin una violación del ser constituido —constituido como tal en la discontinuidad— no podemos representarnos el pasaje desde un estado hasta otro que es esencialmente distinto. No solamente nos encontramos, en los confusos cambios de los animálculos que han entrado en el acto de la reproducción, con el fondo de violencia que en el erotismo de los cuerpos nos quita la respiración, sino que ahí se nos revela el sentido íntimo de esa violencia. ¿Qué significa el erotismo de los cuerpos sino una violación del ser de los que toman parte en él? ¿Una violación que confina con la muerte? ¿Una violación que confina con el acto de matar?
Toda la operación del erotismo tiene como fin alcanzar al ser en lo más íntimo, hasta el punto del desfallecimiento. El paso del estado normal al estado de deseo erótico supone en nosotros una disolución relativa del ser, tal como está constituido en el orden de la discontinuidad. Este término de disolución responde a la expresión corriente de vida disoluta, que se vincula con la actividad erótica. En el movimiento de disolución de los seres, al participante masculino le corresponde, en principio, un papel activo; la parte femenina es pasiva. Y es esencialmente la parte pasiva, femenina, la que es disuelta como ser constituido. Pero para un participante masculino la disolución de la parte pasiva sólo tiene un sentido: el de preparar una fusión en la que se mezclan dos seres que, en la situación extrema, llegan juntos al mismo punto de disolución. Toda la operación erótica tiene como principio una destrucción de la estructura de ser cerrado que es, en su estado normal, cada uno de los participantes del juego.
La acción decisiva es la de quitarse la ropa. La desnudez se opone al estado cerrado, es decir, al estado de la existencia discontinua. Es un estado de comunicación, que revela un ir en pos de una continuidad posible del ser, más allá del repliegue sobre sí. Los cuerpos se abren a la continuidad por esos conductos secretos que nos dan un sentimiento de obscenidad. La obscenidad significa la perturbación que altera el estado de los cuerpos que se supone conforme con la posesión de sí mismos, con la posesión de la individualidad, firme y duradera. Hay, al contrario, desposesión en el juego de los órganos que se derraman en el renuevo de la fusión, de manera semejante al vaivén de las olas que se penetran y se pierden unas en otras. Esta desposesión es tan completa que, en el estado de desnudez —estado que la anuncia, que es su emblema—, la mayoría de seres humanos se sustraen; y con mayor razón si la acción erótica, que completa la desposesión, sigue a la desnudez. El desnudarse, si lo examinamos en las civilizaciones en las que tiene un sentido pleno, es, si no ya un simulacro en sí, al menos una equivalencia leve del dar la muerte. En la antigüedad, la destitución o la destrucción que está en los fundamentos del erotismo era lo bastante sensible para justificar una semejanza entre el acto de amor y el acto de sacrificio. Cuando hable del erotismo sagrado, que corresponde a la fusión de los seres con un más allá de la realidad inmediata, volveré sobre el sentido del sacrificio. Pero ya desde ahora insisto en el hecho de que la parte femenina del erotismo aparecía como la víctima, y la masculina, como el sacrificador; y, en el curso de la consumación, uno y otro se pierden en la continuidad establecida por un primer acto de destrucción.
Lo que en parte desprovee de valor a esta comparación es la levedad de la destrucción de la que se trata. Apenas podríamos decir que si se echa en falta el elemento de violación, o incluso de violencia, que la constituye, es más difícil que la actividad erótica alcance su plenitud. No obstante, la destrucción real, el matar propiamente dicho, no introduciría una forma de erotismo más perfecto que la muy vaga equivalencia a la que me he referido. El hecho de que, en sus novelas, el marqués de Sade defina en el acto de matar una cumbre de la excitación erótica, sólo tiene un sentido: que si llevamos a su consecuencia extrema el esbozo de movimiento que he descrito, no necesariamente nos alejamos del erotismo. Hay, en el paso de la actitud normal al deseo, una fascinación fundamental por la muerte. Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas. Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular, que fundamentan el orden discontinuo de las individualidades que somos. Pero en el erotismo, menos aún que en la reproducción, la vida discontinua no está condenada, por más que diga Sade, a desaparecer: sólo es cuestionada. Debe ser perturbada, alterada al máximo. Hay una búsqueda de la continuidad; ahora bien, en principio solamente si la continuidad —lo único que establecería la muerte definitiva de los seres discontinuos— no se lleva la palma. Se trata de introducir, en el interior de un mundo fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es capaz. La aberración de Sade excede a esta posibilidad. Tienta a un pequeño número de seres; y, a veces, los hay que llegan hasta el final. Pero para el conjunto de los hombres normales, esos actos definitivos no hacen sino indicar la dirección extrema de los pasos esenciales que hay que seguir. Hay un exceso horrible de ese movimiento que nos anima; y ese exceso aclara el sentido del movimiento. Pero para nosotros es sólo un signo horroroso, que sin cesar nos recuerda que la muerte, ruptura de esta discontinuidad individual en la que nos fija la angustia, se nos propone como una verdad más eminente que la vida.
El erotismo de los cuerpos tiene de todas maneras algo pesado, algo siniestro. Preserva la discontinuidad individual, y siempre actúa en el sentido de un egoísmo cínico. El erotismo de los corazones es más libre. Si bien se distancia aparentemente de la materialidad del erotismo de los cuerpos, procede de él por el hecho de que a menudo es sólo uno de sus aspectos, estabilizado por la afección recíproca de los amantes. Puede estar enteramente desprendido de esa afección, pero entonces se trata de excepciones como las que tiene en reserva la gran diversidad de los seres humanos. Lo básico es que la pasión de los amantes prolonga, en el dominio de la simpatía moral, la fusión mutua de los cuerpos. La prolonga o es su introducción. Pero para quien está afectado por ella, la pasión puede tener un sentido más violento que el deseo de los cuerpos. Nunca hemos de dudar que, a pesar de las promesas de felicidad que la acompañan, la pasión comienza introduciendo desavenencia y perturbación. Hasta la pasión feliz lleva consigo un desorden tan violento, que la felicidad de la que aquí se trata, más que una felicidad de la que se puede gozar, es tan grande que es comparable con su contrario, con el sufrimiento. Su esencia es la sustitución de la discontinuidad persistente entre dos seres por una continuidad maravillosa. Pero esta continuidad se hace sentir sobre todo en la angustia; esto es así en la medida en que esa continuidad es inaccesible, es una búsqueda impotente y temblorosa. Una felicidad tranquila, en la que triunfa un sentimiento de seguridad, no tiene otro sentido que el apaciguamiento del largo sufrimiento que la precedió. Pues hay, para los amantes, más posibilidades de no poder encontrarse durante largo tiempo que de gozar en una contemplación exaltada de la continuidad íntima que los une.
Las posibilidades de sufrir son tanto mayores cuanto que sólo el sufrimiento revela la entera significación del ser amado. La posesión del ser amado no significa la muerte, antes al contrario; pero la muerte se encuentra en la búsqueda de esa posesión. Si el amante no puede poseer al ser amado, a veces piensa matarlo; con frecuencia preferiría matarlo a perderlo. En otros casos desea su propia muerte. Lo que está en juego en esa furia es el sentimiento de una posible continuidad vislumbrada en el ser amado. Le parece al amante que sólo el ser amado —cosa que proviene de correspondencias difíciles de definir, donde a la posibilidad de unión sensual hay que añadir la de unión de los corazones— puede, en este mundo, realizar lo que nuestros límites prohíben: la plena confusión de dos seres, la continuidad de dos seres discontinuos. La pasión nos adentra así en el sufrimiento, puesto que es, en el fondo, la búsqueda de un imposible; y es también, superficialmente, siempre la búsqueda de un acuerdo que depende de condiciones aleatorias. Con todo, promete una salida al sufrimiento fundamental. Sufrimos nuestro aislamiento en la individualidad discontinua. La pasión nos repite sin cesar: si poseyeras al ser amado, ese corazón que la soledad oprime formaría un solo corazón con el del ser amado. Ahora bien, esta promesa es ilusoria, al menos en parte. Pero en la pasión, la imagen de esta fusión toma cuerpo —y en ocasiones de manera bien diferente para ambos amantes— con una intensidad loca. Más allá de su imagen, de su proyecto, la fusión precaria que no atenta a la supervivencia del egoísmo individual puede, de algún modo, entrar en la realidad. Pero da igual; de esa fusión precaria y al mismo tiempo profunda, el sufrimiento —la amenaza de una separación—, debe mantener casi siempre una plena conciencia.
Sea como fuere, debemos tomar conciencia de dos posibilidades opuestas.
Si la unión de los dos amantes es un efecto de la pasión, entonces pide muerte, pide para sí el deseo de matar o de suicidarse. Lo que designa a la pasión es un halo de muerte. Por debajo de esa violencia —a la que responde el sentimiento de una continua violación de la individualidad discontinua—, comienza el terreno del hábito y del egoísmo de a dos; esto significa una nueva forma de discontinuidad. Es sólo en la violación —a la altura de la muerte— del aislamiento individual donde aparece esa imagen del ser amado que tiene para el amante el sentido de todo lo que es. El ser amado es para el amante la transparencia del mundo. Lo que se transparenta en el ser amado es algo de lo que hablaré luego, cuando me ocupe del erotismo divino o sagrado. Es, en todo caso, el ser pleno, ilimitado, ya no limitado por la discontinuidad personal. En pocas palabras, es la continuidad del ser percibida como un alumbramiento a partir del ser del amante. En esa apariencia hay algo absurdo, una horrible mezcla; pero, a través del absurdo, de la mezcla, del sufrimiento, se halla una verdad milagrosa. En el fondo, nada es ilusorio en la verdad del amor; el ser amado equivale para el amante, y sin duda tan sólo para el amante —pero eso no tiene importancia—, a la verdad del ser. El azar quiere que, a través de él, una vez desaparecida la complejidad del mundo, el amante vislumbre el fondo del ser, la simplicidad del ser.
Más allá de las precarias posibilidades —dependientes de azares favorables— que aseguran la posesión del ser amado, la humanidad se ha esforzado ya desde sus primeros tiempos en acceder, sin que intervenga el azar, a la continuidad que la libera. El problema se planteó frente a la muerte, la cual aparentemente precipita al ser discontinuo en la continuidad del ser. Este modo de ver no se impone al espíritu de manera inmediata; y sin embargo la muerte, siendo como es la destrucción de un ser discontinuo, no afecta en nada a continuidad del ser, que generalmente existe fuera de nosotros. No olvido que, en el deseo de inmortalidad, lo que entra en juego es la preocupación por asegurar la supervivencia en la discontinuidad —la supervivencia del ser personal—; pero esta cuestión la dejo de lado. Insisto en el hecho de que, estando la continuidad del ser en el origen de los seres, la muerte no la afecta; la continuidad del ser es independiente de ella. O incluso al contrario: la muerte la manifiesta. Este pensamiento me parece que debería ser la base de la interpretación del sacrificio religioso, del cual dije hace un rato que la acción erótica se le puede comparar. Al disolver la acción erótica a los seres que se adentran en ella, ésta revela su continuidad, que recuerda la de unas aguas tumultuosas. En el sacrificio, no solamente hay desnudamiento, sino que además se da muerte a la víctima (y, si el objeto del sacrificio no es un ser vivo, de alguna manera se lo destruye). La víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela. Este elemento podemos llamarlo, con los historiadores de las religiones, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo. Hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima. Sólo una muerte espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención. Por lo demás, no podríamos representarnos lo que aparece en lo más secreto del ser de los asistentes si no pudiéramos referirnos a las experiencias religiosas que hemos realizado personalmente, aunque fuese durante la infancia. Todo nos lleva a creer que, esencialmente, lo sagrado de los sacrificios primitivos es análogo a lo divino de las religiones actuales.
Dije hace un rato que hablaría de erotismo sagrado; me hubiera hecho entender mejor si hubiese hablado ya de entrada de erotismo divino. El amor de Dios es una idea más familiar y menos desconcertante que el amor de un elemento sagrado. No lo he hecho, repito, porque el erotismo cuyo objeto se sitúa más allá de lo real inmediato está lejos de ser reductible al amor de Dios. He preferido ser poco inteligible antes que inexacto.
En esencia, lo divino es idéntico a lo sagrado, con la reserva de la relativa discontinuidad de la persona de Dios. Dios es un ser compuesto que tiene, en el plano de la afectividad, incluso de manera fundamental, la continuidad del ser de la que hablo.
La representación de Dios no está por ello menos vinculada, tanto en la teología bíblica como en la teología racional, a un ser personal, a un creador que se distingue del conjunto de lo que es. De la continuidad del ser, me limito a decir que, en mi opinión, no es conocible, aunque, bajo formas aleatorias, siempre en parte discutibles, de ella nos es dada una experiencia. En mi opinión, sólo la experiencia negativa es digna de atención; pero esa experiencia es rica. Jamás deberíamos olvidar que la teología positiva siempre va acompañada de una teología negativa, que halla su fundamento en la experiencia mística.
Aunque sea claramente distinta de ella, la experiencia mística se da, me parece, a partir de la experiencia universal que constituye el sacrificio religioso. Introduce, en el mundo dominado por un pensamiento que se atiene a la experiencia de los objetos (y al conocimiento de lo que la experiencia de los objetos desarrolla en nosotros), un elemento que, en las construcciones de ese pensamiento intelectual, no tiene ningún lugar, como no sea negativamente, en tanto que determinación de sus límites. En efecto, lo que la experiencia mística revela es una ausencia de objeto. El objeto se identifica con la discontinuidad; por su parte, la experiencia mística, en la medida en que disponemos de fuerzas para operar una ruptura de nuestra discontinuidad, introduce en nosotros el sentimiento de continuidad. Lo introduce por unos medios distintos del erotismo de los cuerpos o del erotismo de los corazones. Más exactamente, la experiencia mística prescinde de los medios que no dependen de la voluntad. La experiencia erótica, vinculada con lo real, es una espera de lo aleatorio: es la espera de un ser dado y de unas circunstancias favorables. El erotismo sagrado, tal como se da en la experiencia mística, sólo requiere que nada desplace al sujeto.
En principio —no se trata de una regla—, la India toma en consideración, y con la máxima simplicidad, una tras otra, las diferentes formas de las que he hablado. La experiencia mística se reserva para la edad madura, cuando la muerte se acerca: para el momento en que faltan condiciones favorables para la experiencia real. A veces, la experiencia mística, tal como está vinculada a ciertos aspectos de las religiones positivas, se opone a esa aprobación de la vida hasta en la muerte en la que discierno de una manera general el sentido profundo del erotismo.
Pero no es necesaria la oposición. La aprobación de la vida hasta en la muerte es un desafío, tanto en el erotismo de los corazones como en el erotismo de los cuerpos. Es un desafío, a través de la indiferencia, a la muerte. La vida es acceso al ser; y, si bien la vida es mortal, la continuidad del ser no lo es. Acercarse a la continuidad, embriagarse con la continuidad, es algo que domina la consideración de la muerte. En primer lugar, la perturbación erótica inmediata nos da un sentimiento que lo supera todo; es un sentimiento tal que las sombrías perspectivas vinculadas a la situación del ser discontinuo caen en el olvido. Luego, más allá de la embriaguez abierta a la vida juvenil, nos es dado el poder de abordar la muerte cara a cara y de ver en ella por fin la abertura a la continuidad imposible de entender y de conocer, que es el secreto del erotismo y cuyo secreto sólo el erotismo aporta.
Quien me haya seguido con exactitud entenderá ahora claramente, en la unidad de las formas del erotismo, el sentido de la frase que cité al comienzo:
«No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina».
Lo que he dicho permite entender en ella la unidad del terreno erótico que se nos abre si rechazamos la voluntad de replegarnos sobre nosotros mismos. El erotismo abre a la muerte. La muerte lleva a negar la duración individual. ¿Podríamos, sin violencia interior, asumir una negación que nos conduce hasta el límite de todo lo posible?
Para terminar, querría ayudarles a sentir plenamente que el lugar al que he querido conducirles, por poco familiar que a veces haya podido parecerles, es, sin embargo, el punto de encuentro de violencias fundamentales.
He hablado de experiencia mística; no he hablado de poesía. No habría podido hacerlo sin adentrarme más aún en un dédalo intelectual. Todos sentimos lo que es la poesía; nos funda, pero no sabemos hablar de ella. No hablaré de poesía ahora, pero creo tornar más sensible la idea de continuidad que he querido dejar por sentada, y que no puede confundirse hasta el extremo con la del Dios de los teólogos, recordando estos versos de uno de los poetas más violentos: Rimbaud.
Recobrada está. ¿Qué? La eternidad. Es la mar, que se fue con el sol.
La poesía lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo: a la indistinción, a la confusión de objetos distintos. Nos conduce hacia la eternidad, nos conduce hacia la muerte y, por medio de la muerte, a la continuidad: la poesía es la eternidad. Es la mar, que se fue con el sol.

FUENTE:
EDITORIAL SUR.
GEORGES BATAILLE: El erotismo. Buenos Aires, Ed. Sur, 1964. 280 pp. 21x15 cm.

jueves, 10 de octubre de 2019

Heinrich Heine Narrativa.


(Fragmento)
Es poco probable que en los últimos dos siglos haya existido un autor en lengua alemana tan influyente como Heinrich Heine. No sólo tuvo justa fama como poeta, crítico y ensayista exquisito, sino que el rastro de su pensamiento y su obra puede encontrarse en todas las grandes figuras de la Alemania del siglo XIX: Marx y Engels le citan como un visionario por sus opiniones filosóficas y religiosas; Sigmund Freud y Friedrich Nietzsche acreditan su influencia en sus textos, y Richard Wagner, entre otros, empleó temas heinianos para dos de sus óperas. Es justo decir que Heine, con su ingenio, su agudeza y su fino sentido de la sátira, fue una de las grandes luminarias del Romanticismo y, a pesar de ello, también su verdugo. En este volumen se publican tres de las obras narrativas más ácidas e íntimas de este genio singular.
  Heinrich Heine
Narrativa
Heinrich Heine, 2010
Traducción: Sabine Ribka
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
 DE LAS MEMORIAS DEL SEÑOR DE SCHNABELEWOPSKI

 

 




 Capítulo I

 

 

Mi padre se llamaba Schnabelewopski, mi madre se llamaba Schnabelewopska; como hijo legítimo de su matrimonio, yo nací el primero de abril de 1795 en Schnabelewops. Mi tía abuela, la vieja señora de Pipitzka, cuidó mi primera infancia y me narraba muchas consejas hermosas y, a menudo, me arrullaba con una canción cuya letra y cuya melodía se han escapado de mi memoria. Nunca olvidaré, sin embargo, el modo misterioso con el que meneaba su cabeza temblosa mientras la cantaba, ni la nostalgia con la que entonces asomaba su único gran diente, ermitaño de su boca. De cuando en cuando me acuerdo también del papagayo cuya muerte ella había llorado a lágrima tan viva. Ahora, la anciana tía abuela ha muerto también, y tal vez sea yo el único ser en todo el vasto mundo que aún sigue pensando en su querido papagayo. Nuestra gata se llamaba Mimi y nuestro perro se llamaba Joli. Éste tenía un buen olfato para las personas y esquivaba encontrarse conmigo cada vez que me veía asir el látigo. Una mañana dijo nuestro criado que el perro estaba con el rabo entre las piernas y que la lengua colgaba más que de costumbre, y el pobre Joli fue lanzado al agua, junto con algunas piedras que se le habían atado al cuello. Así fue como se ahogó. Nuestro criado se llamaba Prrschtzztwitsch. Hace falta estornudar si se quiere pronunciar correctamente este nombre. Nuestra criada se llamaba Swurtszka, que en alemán suena algo áspero, pero, en polaco, sumamente melodioso. Era una mujer entrada en carnes y rechoncha, de cabellos blancos y dientes rubios. Además correteaban por casa dos hermosos ojos negros que tenían por nombre Seraphine. Era mi graciosa y queridísima primita, y juntos jugábamos en el jardín, espiando el ajetreo de las hormigas, cazando mariposas y plantando flores. Un día mi prima se rió como una loca cuando metí en tierra mis menudos calcetincitos, convencido de que brotarían de ellos un buen par de pantalones para mi padre.
Mi padre era el alma más benévola del mundo y durante largo tiempo fue un hombre muy gallardo: la testa empolvada, por detrás una coletilla garbosamente trenzada, que no caía, sino que se hallaba sujeta a la coronilla mediante una peineta de concha de tortuga. Sus manos eran de una blancura deslumbrante y yo las besaba a menudo. Siento como si aún aspirara su dulce perfume y como si éste penetrara, pujante, en mis ojos. He querido mucho a mi padre, pues nunca pensé que pudiera fallecer.
Mi abuelo de línea paterna era el viejo señor de Schnabelewopski; no sé nada de él, salvo que era un hombre y que mi padre era su hijo. Mi abuelo de línea materna era el viejo señor de Wlrssrski; su retrato le muestra con faldón de terciopelo rojo escarlata y larga espada, y mi madre me contaba a menudo que él había tenido un amigo que vestía una casaca de seda verde, unos pantalones de seda rosa y unas medias de seda blanca y agitaba furioso su diminuto chapeaubas a diestra y siniestra cada vez que hablaba del rey de Prusia.
Mi madre, la señora de Schnabelewopska, me proporcionó, cuando crecí, una buena educación. Había leído mucho; mientras estuvo embarazada de mí, leyó casi exclusivamente a Plutarco, y quizá se dejara impresionar por uno de sus grandes hombres, probablemente uno de los Gracos. De ahí mi anhelo místico de realizar, en forma moderna, la ley agraria. Acaso quepa atribuir a tamañas prelecturas maternas mi sentido de la libertad y la igualdad. Si mi madre hubiera leído a la sazón la vida de Cartouche, tal vez yo habría llegado a ser un gran banquero. ¡Cuántas veces faltaba yo, de muchacho, a la escuela para meditar solo en las hermosas praderas de Schnabelewops sobre cómo procurar la dicha de la humanidad entera! Por ese motivo me han reprendido a menudo, llamándome holgazán y castigándome como tal; así que por mis ideas de felicidad universal tuve que sufrir ya desde entonces muchos pesares y penas. Por cierto, los derredores de Schnabelewops son muy amenos; por allí corre un arroyuelo en el que es muy grato bañarse en estío; en la floresta de su ribera hay también los más deliciosos nidos de pájaros. La antigua ciudad de Gnesen, otrora capital de Polonia, está a una distancia de tan sólo tres millas. En su catedral está sepultado san Adalberto. Allí está su sarcófago argentado, encima del cual yace su retrato de cuerpo entero, con mitra y báculo, las manos plegadas en piadoso rezo, y todo ello en plata fundida. ¡Cuántas veces he de evocar tu recuerdo, oh santo de plata! ¡Cuántas veces regresan furtivamente mis pensamientos a Polonia, y me veo de nuevo en la catedral de Gnesen, recostado en la pilastra a la vera de la tumba de Adalberto! En esos momentos vuelve a resonar también el órgano, como si el organista ensayara una pieza del Miserere de Allegri; en una capilla lejana se murmura una misa, los últimos rayos del sol se deslizan por los irisados vitrales; la iglesia está vacía; sólo ante el argentado sepulcro del santo se postra una figura que reza: una mujer hermosísima que me lanza de soslayo una mirada rápida, pero que con igual presteza se vuelve hacia el santo y suspira, con sus labios anhelosos y astutos, las palabras «¡Te adoro!».
En el instante mismo en el que oí esas palabras, llegó desde lejos el tintineo del sacristán, el órgano resonó con brío creciente, la deliciosa mujer se levantó de las gradas del sepulcro, cubrió con su velo blanco el rostro encendido de rubor y salió de la catedral.
«¡Te adoro!». Esas palabras, ¿iban dirigidas a mí o al plateado Adalberto? Ella se había vuelto hacia él, pero sólo con el rostro. ¿Qué significaba aquella mirada de soslayo que previamente me había lanzado, y cuyos rayos bañaban mi alma como la gran ráfaga de luz que la luna derrama sobre el mar nocturno cuando sale de la oscuridad de las tinieblas para volver a ocultarse inmediatamente tras las nubes? Aquella ráfaga de luz despertó en mi alma, tan sombría como el mar, a todos los genios que duermen en el fondo abismal, y de pronto emergieron formidables tiburones y escualos de la pasión, retozando y mordiéndose las colas de placer, mientras el órgano bramaba y silbaba cada vez con mayor ímpetu, como el fragor de la tempestad del mar del Norte.
Al día siguiente abandoné Polonia.

miércoles, 9 de octubre de 2019

De Saint Pierre Bernardin - Pablo Y Virginia. Movimiento Literario: ROMANTICISMO.



Nacido en el Havre (Francia) en 1737, Bernardin de Saint-Pierre pasa su juventud entre los estudios y la aventura marítima que le lleva a la edad de los doce años a la Martinica, entre la gana y la miseria. Teniendo un título de caballero, de su deber de ingeniero de Puentoes y de Calzadas, llama a todas las puertas y ocupa varias funciones. unque vence cada una de las experiencias, parece aculular cada vez más rencor y resentimientos que guardará toda su vida. En ningún lugar fue reconocido y sus múltiples proyectos de reformas no serán tomados nunc en serio.

La fama, que busca en todo momento, le viene por la literatura.Sus dmiradores han hecho de Bernardin de Saint-Pierre en autor de una sola novela, `Paul et Virginie`, haciendo de este texto un cuento primordialmente morlista. Sin embargo, los Estudios de la Naturaleza, publicados entre 1784 y 1788 fueron calurosamente plaudidos por los medios antifilosóficos. Los adversarios de los enciclopedistas vieron en Saint-Pierre su cmpeón, que coleccionará desde ese momento las gratificaciones y las pensiones.
`Paul et Virginie`, publicado al final de los `Estudios` en 1787 consiguió un gran éxito. Después el tiempo de los ensayos, llegaron los tiempos de la gloria y los honores. Sensible a los acentos anti-esclavistas de la obra, los gobienros revolucinarios nombraron el escritor, intendente del Jardín de las Plantas en 1792, profesor de moral republicana en la Escuela Normal Superior en el ño tercero y luego miembro del Instituto. Napoleón intenta igualmente recuperar el escritor, pero de modo prudente, Bernardin de Saint-Pierre prefiere dirigir su fortun y su fama. Desposa la hija de un editor Didot y llama sus hijos Pablo y Virginia, como los héroes de su novela, aprovechando al máximo el éxito de su novel y organizando suscripciones para una edción de lujo, aumentada de un preámbulo inédito e ilustrado por Girodet, Moreu le Jeune y Prod`hom. Bernardin de Saint-Pierre se identificó al sabio y solidario del que había vinculado la imagen. A las aventuras del joven, se oponen, al final de su vida, una reflexión de él mismo, con mucha sabiduría para la publicidad que se hará. Si su mbición científica prece hoy ficticia, Bernardin de Saint-Pierre se ha mostrado un increible precursor del romanticismo, en particular de Chateaubriand al que anunció los temas que debía preparr la retóric. Ha creado un estilo conciso y expresivo, destinado a sugerir los spectos varidos del mundo exterior en su `Magnificencia singular`.


***
En Pablo y Virginia, una obra menor dentro de los escritos de Bernardin de Saint-Pierre, no es tanto la trama como su origen la que la permite vincular a los relatos de viajes. Pablo y Virginia no es sólo la historia de un par de jóvenes, sino una reivindicación de la naturaleza como protagonista principal en la vida humana y dueña de su azar. Como explica el autor, esta novela, «completaba y exponía» los Études y responde a un mismo proyecto literario y científico y refleja el cambio de una concepción mecanicista a otra organicista de la naturaleza.

El narrador encuentra en una pradera protegida de la Isla de Francia (La isla Saint Maurice), un hombre ya mayor que le cuenta la historia de Paul y Virginia, los hijos de dos damas que han huido del deshonor en una colonia. Virginia es reclamda por un rico pariente en Europa que le promete riqueza y consideración.

Bajo la presión del Govierno y de un cura, responde a esta invitación, pero no puede adaptarse a la vida europea. En el camino de vuelta, el barco sufre las consecuencias de la tempestad. Antes de desvestirse y tirarse al agua, prefiere hundirse en las aguas ante los ojos desesperados e impotentes de Paul. 

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti. 



Pablo y Virginia


PREFACIO

(Fragmento).

Me he propuesto grandes metas en esta obrita. He inten­tado retratar en ella una tierra y unos vegetales diferentes a los de Europa. Ya han hecho descansar bastante nuestros poetas a sus enamorados a la orilla de los arroyos, en las praderas y bajo el follaje de las hayas. Yo he querido sen­tarlos a la orilla del mar, al pie de los riscos, a la sombra de los cocoteros, de los plátanos y limoneros en flor. Sólo le faltan a la otra parte del mundo Teócritos y Virgilios para tener de ella unos cuadros al menos tan interesantes como los de nuestra tierra. Sé que viajeros de mucho gusto nos dieron mágicas descripciones de varias islas del mar del Sur1; pero las costumbres de sus habitantes, y más aún, las de los europeos que allí desembarcan, estropean con fre­cuencia el paisaje. He deseado reunir con la hermosura de la naturaleza entre los trópicos la belleza moral de una pe­queña sociedad. Me he propuesto también poner en evi­dencia algunas grandes verdades, entre otras la siguiente: que nuestra felicidad consiste en vivir según la naturaleza y la virtud. Sin embargo, no me ha hecho falta en modo al­guno imaginar una novela para retratar a familias dicho­sas. Puedo asegurar que ésas de las que voy a hablar existie­ron realmente y que su historia es auténtica en sus princi­pales acontecimientos. Estos me fueron verificados por varios pobladores que conocí en la Isla de Francia2. No he añadido más que algunas circunstancias sin interés, pero que, al serme personales, son por eso mismo auténticas. Cuando realicé, hace algunos años, un esbozo muy imper­fecto de esta especie de pastoral3, rogué a una bella dama que frecuentaba la alta sociedad y a unos respetables caba­lleros que vivían aparte escuchar su lectura, con el fin de presentir el efecto que produciría en lectores de caracterís­ticas tan diferentes. Tuve la satisfacción de ver que todos derramaron lágrimas. Fue el único juicio que pude obtener y era también todo lo que quería saber. Pero como a me­nudo un gran vicio es correlato de un talento pequeño, aquel éxito me inspiró la vanidad de dar a mi obra el título de Cuadro de la Naturaleza. Por fortuna recordé cuán extra­ña me era la propia naturaleza del clima en que nací, cuán rica, variada, encantadora, magnífica y misteriosa lo es en unas tierras donde tan sólo vi sus obras como viajero, y mi gran carencia de sagacidad, gusto y palabras para conocer­la y pintarla. Reflexioné, pues. En consecuencia, incluí este modesto ensayo bajo el título y a continuación de mis Estudios sobre la Naturaleza, que el público ha acogido con tanta benevolencia, para que este título, recordándoles mi incapacida, les haga tener siempre presente su indul­gencia.



1 Mar del Sur: nombre dado antaño al océano Pacífico.
2 Isla de Francia: antiguo nombre de la actual isla Mauricio, que, junto con la de Reunión, constituyen las islas más importantes del Archipiélago de las Mascareñas en el indico. Francia sucedió en 1715 en el dominio de la isla a los holandeses y tomó entonces el nombre de Isla de Francia. En 1810 cayó bajo el dominio inglés hasta 1968.
3 Alusión a una lectura realizada en 1784. En 1788 se publicaría la novela dentro de la tercera edición de los Estudios sobre la Naturaleza.


Ficha técnica:
http://www.librodot.com



martes, 8 de octubre de 2019

JULIA, ó LA NUEVA HELOISA.Por Juan Jacobo Rousseau; Traducidas Por J. Marchena.



JULIA,
ó
LA NUEVA HELOISA
Cartas de dos amantes habitantes de una pequeña ciudad, a la falda Los Alpes,
Recogidas y publicadas
Por Juan Jacobo Rousseau;
Traducidas
Por J. Marchena.

EL EDITOR

Aunque hayamos seguido el mismo plan de uniformidad en todas las novelas que van ya publicadas de nuestra Colección, como son: La Extranjera de Arlincourt, La Abadesa de Ireland, El Solitario de Arlincourt, El Hijo del Carnaval de Pigault-Lebrun, el Waverley de Sir Walter Scott, El Renegado de Arlincourt, y las Poesías de Iglesias; en las que se ha conservado la misma impresión, tamaño en 16or, papel, viñetas de adorno, etc.; y aunque seguiremos el mismo en las demás novelas que iremos publicando, hemos creído que sería conveniente a los señores Suscriptores, y aun a los que no lo son, el que en la presente edición de La Nueva Heloísa nos separásemos del plan establecido: primeramente porque podrán obtener esta obra por un precio mucho menor que el que hubiera resultado si se hubiese impreso como las demás; en segundo lugar porque se ha podido publicar con más prontitud; y en fin porque su encuadernación les saldrá también mucho menos costosa que si hubiésemos dividido la obra en siete tomos como antes habíamos indicado.
Al enriquecer nuestra Colección con la JULIA O LA NUEVA HELOÍSA de J.J. Rousseau, añadida la vida del Autor, creemos ofrecer una obra cuyo prestigio y celebridad son indisputables, una obra maestra de elocuencia, original, que rebosa de ternura a la par que de profunda filosofía. No es una jerga de intrigas, una aglomeración de lances inverosímiles o inesperados, y una mezcla confusa de personajes malvados y virtuosos, de acciones buenas y protervas. Su plan es sencillo, el desarrollo natural; sus personajes guiados por la virtud y la generosidad, pueden tener debilidades, ningún hombre está exento de ellas; pero éstas dan aun mayor realce a su conducta virtuosa, y penetran el corazón del lector en lo más íntimo de su sensibilidad. La naturaleza débil de los hombres los conduce al error, les extravían las pasiones; y hasta Rousseau ningún novelista habíanos enseñado la senda para pasar del vicio a la virtud sea cualquiera el grado de aquel a que uno se haya adelantado. ¡Qué verdad en los caracteres de los personajes de esta novela! Una Julia que toda es sensibilidad y dulzura, tan buena hija como tierna madre y tan ardiente amante como fiel esposa; el lector la ve, contempla una de aquellas vírgenes llenas de blandura, de candor y de juicio, trazadas por el pincel divino de Rafael. No la ama menos que San Preux, y las desgracias de estos dos amantes le causan una tierna emoción, y humedécenle sus párpados casi sin sentirlo. ¡Qué embeleso no produce la amistad de Clara y la de milord Eduardo, cada uno sirviendo de contrapeso al ímpetu con que una pasión de fuego arrastra a Julia, y mucho más aun a su amante! No se presenta éste menos interesante en su delirio y arrebatos, que en su circunspección y en la lucha de sus virtuosos sentimientos con la pasión que le domina. Por fin el carácter filosófico, grave y bondadoso de Wolmar y su calculado sistema doméstico nos hacen partícipes de la dicha y tranquilidad que reina en su familia. Extendernos más sobre las bellezas de esta obra como novela sería una tarea interminable y los Suscriptores podrán juzgar de ellas; pero en la NUEVA HELOÍSA no les ofrecemos solamente una novela, sino una obra moral y filosófica, un tratado de costumbres, de educación, un conjunto de profundas y sabias reflexiones sobre las varias situaciones de la vida y otros asuntos de no menos interés. Por fortuna se trata de una obra ya conocida, de una obra inmortal que todo el mundo admira, y se verá por consiguiente que cuanto acabamos de decir, lejos de ser un vano encarecimiento para ensalzar nuestra Colección, nos deja aún muy cortos en razón a las alabanzas de que es digna LA JULIA O LA NUEVA HELOÍSA.
Se ha procurado que fuese hermosa y esmerada la impresión; y para que conozca el lector al célebre Autor de este libro se ha puesto al frente su retrato y adicionado su vida, extrayéndola de la grande y acreditada obra, única en su clase que existe en España, titulada: Diccionario histórico o Biografía universal de hombres célebres, la que es propiedad de la casa de Oliva su editor. Finalmente esperamos que esta edición será recibida con aprecio.
Seguiremos la Colección con la hermosa novela de Madama Cottin, cuyo título es: La Malvina (en tres tomos), la que saldrá a la luz a la mayor brevedad.

VIDA de  JUAN JACOBO ROUSSEAU.

Juan Jacobo Rousseau, nació en Ginebra en 18 de junio de 1721, y aunque su nacimiento costó la vida a su madre, no por eso dejó de pasar su infancia cuidado con la mayor ternura. Su padre, que ejercía la profesión de relojero, era un hombre sencillo y honrado que, sin dejar de dar al hijo buena crianza, pensó poco o nada en cultivar el entendimiento de que estaba dotado: de modo que al salir de la niñez únicamente se acordaba de que sus primeras lecturas habían sido novelas, y las sensaciones precoces que ellas le hicieron le dieron nociones extrañas y novelescas sobre la vida humana, de las cuales ni la experiencia ni la reflexión pudieron curarle enteramente. A las novelas sucedieron sin embargo algunos buenos libros, entre ellos las Vidas de Plutarco, cuya lectura era la que más le agradaba. Su fogosa imaginación se apasionaba a los grandes genios de la antigüedad; pero no tenía una guía ni un amigo que pensase en dirigirle por vías más rectas. Viéndose su padre en la precisión de dejarle en Ginebra, le puso a pupilo en casa del clérigo protestante Lambercier, de donde salió al cabo de dos años tan ignorante como había entrado en ella. Un tío materno que se hallaba encargado de él le envió a copiar hojas en casa de un escribano de aquella ciudad, el cual le despidió por inepto; y entonces fue colocado de aprendiz en el taller de un grabador, hombre grosero que le trató muy mal, siendo esto causa de que aborreciese tal oficio: allí aprendió Juan Jacobo, no tan solo a mentir para eludir la severidad del maestro, sino también a hacer picardigüelas imitando a sus compañeros. Fastidiado al fin de una sujeción que propendía a embrutecerles, dejó de repente su nuevo estado, su país y su familia para reconquistar su independencia, y fue aventureramente a pedir hospitalidad al abate de Pontverre, cura de Confignon, en Saboya. Este eclesiástico, confiado en que le haría abjurar el protestantismo, le cogió con interés, y le envió inmediatamente a Annecy, sabiendo que en aquella ciudad cooperarían a la consecución de su objeto. Allí es donde Rousseau, entonces de edad de diez y seis años, vio por primera vez aquella madama Warrens, que representa tan gran papel en la historia de su vida. Protegiendo esta baronesa a un joven extranjero falto de recursos y de apoyo estaba muy ajena de presentir que llegara a ser su amante; preveía menos todavía que aquel mismo a quien colmaba de tantos beneficios, haciéndole además depositario de todo, infamaría un día su memoria, mezclando sin necesidad con el elogio de sus atractivos y sus virtudes las revelaciones más escandalosas. Por mediación de su protectora, y a expensas del obispo de Annecy, fue Juan Jacobo a Turín para que le instruyesen en el catolicismo, que abrazó a poco tiempo. Luego que hubo salido del hospicio de los catecúmenos, donde había permanecido cerca de dos meses, sacando únicamente de su supuesta conversión una módica suma de veinte francos, entró a servir a la condesa de Vercellis en clase de lacayo, y en aquella casa cometió una falta cuyo recuerdo atormentaba todavía su conciencia al cabo de cuarenta años, y que quiso espiar haciendo una pública confesión. Fue el hurto de una cosa, atribuyendo este delito a una criada joven que fue despedida, así como él, acusándole todos de haber causado la desgracia de aquella pobre mujer. A consecuencia de esto halló colocación en casa del conde de Gouvon, primer escudero de la reina de Cerdeña, quien le admitió de lacayo, le hizo después secretario suyo, y todos los de la casa le colmaron de favores, que no supo aprovechar por un efecto de su inconstancia natural. Escapándose de Turín como lo hizo de Ginebra, volvió a ver a madama Warrens, cuyos sabios consejos despertaron en él las inclinaciones honrosas y los bellos sentimientos que había perdido al dejar la casa paterna, entró en un seminario con intención de ser sacerdote, y a poco tiempo fue devuelto a su bienhechora como incapaz para todo. Aquella generosa mujer no desconfiando de sacar partido de él, le acoge como madre, dirige sus ideas y sus lecturas, y le hace aprender música confiada en que aquel talento podrá ofrecerle un día útil recurso. Separado después por diversas circunstancias del único ser que se interesaba por él, recorrió Rousseau la Suiza con un pretendido obispo griego que recogía limosnas para el santo sepulcro, y a quien servía de intérprete: pero el pedigüeño y su auxiliar fueron detenidos en Soleure. El embajador de Francia, a quien el joven ginebrino refiere ingenuamente sus aventuras, atestiguando sus vivos deseos de ir a juntarse en Paris con la que él llama su querida mamá, le da una cantidad de dinero con cartas de recomendación para algunos personajes de la capital de Francia, y Juan Jacobo emprende su viaje, del cual sacó tan solo una distracción estéril. Su bienhechora había salido de París para ir a establecerse en Chamberi; marcha Rousseau inmediatamente en su busca; llega a Leon, donde cree tener noticias de la baronesa, y durante muchos días se ve reducido al triste estado de tener que acostarse en un poyo al sereno, por no tener siquiera para pagar un albergue. Encuentra, en fin, a madama Warrens, y en la hermosa mansión de su quinta olvida todos los males que había sufrido. Los campos, el estudio y la amistad realizan para él todos los sueños e ilusiones de la felicidad que siempre han abusado de su imaginación, y lecturas más seguidas y meditaciones más sabias fijan poco a poco sus ideas. Explora sucesivamente a Locke, Mallebranche, Descartes, y Montaigue, la Lógica de Port-Royal, y los Elementos de matemáticas del P. Lanny. Pero una enfermedad grave viene de repente a turbar el curso de sus goces, o más bien a arrancarle para siempre de aquella venturosa situación. En la precisión de ir a consultar a los médicos de Mompeller, deja sus deliciosos campos y su tierna amiga, y a su regreso la encuentra comprometida con un hombre indigno de ella. Aunque Rousseau no había sido más fiel que Madama Warrens durante su viaje, no tuvo valor para tolerar la idea de su inconstancia. La mansión en aquella quinta fue ya odiosa para él, y fue preciso dejarla y pasar a Leon, donde le habían prometido un empleo de preceptor. Después de un año de tareas casi estériles en tal ocupación, abandonó Rousseau a sus discípulos, persuadido de que jamás conseguiría educarlos bien; y en el año 1741 se fue a París con quince luises y la esperanza de una rápida fortuna, fundada en un nuevo método que había descubierto de notar la música con números; pero este método impugnado por Rameau, le juzgaron todos defectuoso e impracticable, y el inventor mismo no tardó en desecharle. Repulsado Rousseau como músico, tuvo a lo menos ocasión de adquirir útiles conocimientos, debió a sus recomendaciones el empleo de secretario de Mr. De Motaigu, embajador en Venecia; y durante su mansión en esta ciudad, donde se multiplicaron sus aventuras, llegó a ser en él una verdadera pasión su gusto a la música italiana. A pesar de esto no fue admitida en la escena la ópera de las Musas amorosas: y por el despecho que manifestó con este motivo se ve hasta qué punto se ignoraba a sí mismo aquel buen ingenio, y se debe disimular el haber mirado como un prodigio la casualidad que vino a levantar repentinamente su talento, y hacerle tomar un vuelo tan elevado. Treinta y siete años tenía ya, cuando en el verano de 1749, yendo a visitar a su amigo Diderot, que se hallaba detenido en Vincennes a causa de su Carta sobre los ciegos, en el Mercurio de Francia, que había tomado para distraerse en el camino, leyó la cuestión propuesta por la Academia de Dijon: Si el progreso de las ciencias y de las artes ha contribuido a corromper o purificar las costumbres. “Si alguna cosa ha habido, dice Rousseau, que se parezca a una inspiración, es el movimiento que hizo en mí esta lectura: de improviso me sentí como deslumbrado por mil luces, y mi cabeza aturdida; como si estuviese embriagado, una violenta palpitación me oprime, y no pudiendo ya respirar andando, me dejo caer bajo un árbol, y paso allí una media hora en tal agitación, que al levantarme vi mi ropa regada de lágrimas sin haber sentido que las derramaba.” Vuelto en sí de su éxtasis escribió con lápiz la Prosopopeya de Fabricio, que se apresuró a enseñar a Diderot, y éste le animó a dar vuelo a sus ideas, y concurrir a ganar el premio. Ocupóse Rousseau inmediatamente en esto, y compuso aquella brillante declamación que tan famosa se hizo, y que fue como la señal del levantamiento contra su siglo. Habiéndole concedido el premio la Academia de Dijon, esta novedad acabó de poner en fermentación en su corazón la primera semilla del heroísmo que en él había sembrado cuando niño la lectura de Plutarco. Se propuso ser libre, romper los grillos de la opinión, y para preludiar en este nuevo papel, suprimió de su mesa y de su vestido el poco lujo que había gastado hasta entonces. Renunciando también el empleo de cajero que había tenido en casa de Mr. De Francucil, porque la custodia de un tesoro turbaría su sueño, se hizo anunciar como copiante de música a diez sueldos por página; y su determinación movió tal ruido que tuvo en breve más copia de lo que quería. El aplauso que obtuvo poco después el Adivino de la aldea, que fue representado en Fontainebleau en 1752, acabó de darle celebridad: el rey mismo quiso ver al autor; pero el filósofo, pensando en la confusión en que va a verse para dar gracias al monarca, se escapa en el momento de la representación, y va a refugiarse a París mientras que sus protectores le buscan en Fontainebleau. Al año siguiente la Academia de Dijon, que tenía obligado a Rousseau, presentó a concurso un asunto que debía tentar su pluma, y era el Origen de la desigualdad de las clases de la sociedad. Para meditar esta cuestión que le ofrecía oportunidad de exponer sus principios favoritos, corrió a internarse en el bosque de S. German, y en aquel sitio, donde creía encontrar, dice él mismo, la imagen de los primeros hombres de que iba a trazar altivamente la historia, compuso aquella sombría y vehemente sátira de la sociedad humana, cuya dedicatoria se mira como una obra clásica de dicción, de decoro y de profundidad. Habiendo tenido ocasión de regresar a Ginebra, revocó allí solemnemente la abjuración que había hecho en Turín, y tuvo tentaciones de fijar para siempre su residencia en su patria nativa; pero la proximidad de Voltaire le disuadió de esto, y luego volvió a París. Entonces madama de Epinay, que poseía cerca de Montmorenci una hermosa quinta, hizo que le construyesen, sin que él lo supiera, la casita tan conocida con el nombre de la Ermita en un sitio que a él le gustaba. “Oso mío, le dijo ella un día, ahí tenéis vuestro asilo; vos le habéis escogido, y la amistad os le ofrece.” Lo aceptó, aunque no sin algunas dificultades, y fue a establecerse allí con sus dos amas de gobierno. Así es como él y sus amigos llamaban con justo motivo a una madre y una hija que tenía consigo. Esta última, a quien él había encontrado en 1745 en una posada de París, era tan estúpida, según cuentan, que no podía contar por su orden los meses del año ni las horas de una muestra de reloj; y sin embargo, aun cuando hubo llegado el tiempo en que debió avergonzarse de tal amistad, se dejaba dominar todavía por aquella moza, que si a falta de los más débiles dones de la inteligencia hubiese estado dotada a lo menos del instinto del amor materno, que la naturaleza concede hasta a los seres privados de razón, hubiese ahorrado al filósofo, a quien ella hizo padre y con quien casó después, el remordimiento y la vergüenza de haber abandonado sus hijos a la compasión del público. En 1756 fue Juan Jacobo con Teresa y su madre a establecerse en la Ermita, y en aquel sitio se dedicó a componer diversas obras que le pusieron en la primera clase de los escritores que más han ilustrado la literatura moderna: más no tardó en ocasionar amarguras a su vida una pasión ciega. No pudo ver sin prendarse y enamorarse de ella a la condesa de Houdetot, cuñada de madama Epinay, aunque sabía que era íntima amiga y querida de Estanislao Lambert. El resultado de este loco amor fue su desavenencia con madama Epinay, con Diderot y casi todos sus demás amigos. Acusándole todos de traición, se creyó desde entonces cercado de lazos y emboscadas; dejó la Ermita y fue a establecerse en Montmorenci, en el rigor del invierno, quien queriendo desarmar a aquel fiero enemigo de las preeminencias sociales, a fuerza de obsequios, argumentos y consideraciones le obligó a que aceptase un alojamiento en la quinta del duque de Montmorenci, donde tuvo la libertad de vivir según sus gustos. Dio a luz pública la Nueva Eloísa en 1759, y el buen éxito que tuvo esta obra excedió a las esperanzas aun del mismo autor, que decía: “El que no idolatre a mi Julia no sabe lo que es necesario amar, y el que no es amigo de San Preux, no puede serlo mío.” Sin embargo de esto, trabajaba Rousseau en un libro más serio, cual era un tratado de educación, cuyo proyecto y objeto había revelado en la última parte de la Nueva Eloísa. Viendo que se había tolerado en su Julia una especie de devoción paradojal, confió en que un vicario saboyano, confesando que el Evangelio hablaba en su corazón pudiese proclamar impunemente una religión sin culto y una moral sin dogmas. Es oportuno decir que a pesar de las reconvenciones que se hacen al Emilio, esta obra no deja de ser considerada como el más bello monumento de la gloria literaria de Rousseau, pues en ella particularmente se ha mostrado con una alta superioridad el genio del grande observador, prodigando recursos y tesoros del genio oratorio. Locke ha compuesto una obra para la educación: casi todas las ideas de Locke están en Rousseau. En Locke son razonables, en Rousseau poderosas. El Emilio, impreso en Holanda en 1762, en el momento de publicarse excitó una fermentación que pudo hacer presentir al Autor la suerte que le esperaba; pero habiendo sido remitidas a Francia las pruebas de esta obra, bajo sobrescrito a Mr. De Malesherbes, director de la librería, el cual las corregía, Rousseau tuvo su patrocinio; y contando por otra parte con el favor público, se creía a cubierto de toda persecución y vivía en una perfecta seguridad, cuando el príncipe de Conti hizo advertirle que el Parlamento había mandado prenderle: el mariscal de Luxemburgo quiso facilitar su fuga, y Rousseau se propuso pasar a Suiza; mas apenas había llegado a Iverdum, cuando supo que el Emilio había sido quemado en Ginebra por mano del verdugo, y que allí, lo mismo que en París, se había decretado la prisión del Autor. Amenazado el filósofo por el senado de Berna, obligado a huir de nuevo, encontró por fin asilo en el principado de Neuchatel, y obtuvo el consentimiento del rey de Prusia para residir en el lugar de Motiers-Travers, donde el gobernador de la provincia milord Keith, conocido más bien bajo el nombre de milord mariscal, le asignó una corta pensión vitalicia. Entonces por un efecto de fantasía adoptó Juan Jacobo el traje armenio, y renunciando las letras se puso a hacer cordones con herretes, trabajando en la puerta de la calle como las mujeres del lugar, y conversando con los pasajeros. Sin embargo, no pudo prescindir de contestar al mandamiento del arzobispo de París que acababa de anatemizar el Emilio, y publicó la Carta de Rousseau a Mr. De Beaumont, muy superior en estilo y lógica a las Cartas escritas por La Montaigne, las cuales compuso consecutivamente contra los clérigos de Ginebra, y que movieron contra él nuevas tempestades. El cura protestante de Montmollin tomó efectivamente la determinación de excomulgarle, con lo cual se amotinó en tal manera contra él el populacho de Motiers, que se vio otra vez obligado a huir. Encontró un asilo en la isla de S. Pedro, situada en medio del lago de Bienne; pero a pocas semanas y en una estación rigurosa se recibió una orden del Senado de Berna, la cual le arrancó repentinamente de las pacíficas ocupaciones con que pasaba su vida en aquella soledad, y le forzó a dejar aquel suelo dentro de veinte y cuatro horas. David Hume, el historiador inglés, le facilitó medios para pasar a Inglaterra, y le dispensó muchos y grandes favores, sin descuidar ninguna de las precauciones necesarias para no ofender un genio tan caviloso, exasperado más y más cada día por las desgracias. Empezaba Rousseau a dedicarse nuevamente a sus ocupaciones favoritas en una casa de su gusto y su elección, situada cerca de Wootton en el Derbyshire, cuando un nuevo incidente le hizo ver toda la Inglaterra contra él, y a David Hume con sus cómplices ocupados en hacerle perecer en Wootton de pesar y de miseria. La causa de este sobresalto y de la ruidosa disensión que esto produjo era una supuesta carta del rey de Prusia, en la cual ponían en ridículo la manía del filósofo ginebrino de creerse perseguido del mundo entero. Ajeno estaba Hume de esta burla, pero no su amigo Walpole, que después declaró ser autor de ella. Rousseau, a quien por otra parte no le gustaba la Inglaterra, dejó aquella nación en 1767, a los diez y seis meses de residencia en ella, y volvió a Francia donde el modo afectuoso con que fue recibido debiera haberle curado para siempre de sus sombrías quimeras. Ofrecióle el príncipe de Conti un asilo en su palacio de Trye cerca de Gisors; y Juan Jacobo vivió en él algún tiempo bajo el nombre de Renan; pero muy luego se creyó cercado de espías, y se marchó para ir a herborizar en las cercanías de Leon, de Grenoble y Chambery, y aparentó querer establecerse por último en Monquin, a legua y media de Bourgoin, donde casó con su Teresa en 1768. Al año de residencia en aquel lugar, atormentado más que nunca de sus tristes visiones, tomó repentinamente la resolución de volver a París, y en 1770 consiguieron sus amigos que las autoridades tolerasen su permanencia en aquella capital. A fines de 1772, y a ruegos de un noble polaco, el conde de Wielhorski, escribió Rousseau sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia. Su incansable monomanía le dictó después algunos diálogos en que hace su apología con un númen y una frescura de estilo que desdicen de los hielos de la edad. Otro tanto se puede decir de sus Ilusiones, de las cuales la última, que ha quedado incompleta, está dedicada al doloroso recuerdo de madama Warrens, que hacía mucho tiempo que había muerto, y que no se había apartado jamás de la mente del filósofo a pesar de tantas vicisitudes. Este hombre tan extraordinario murió en 3 de julio de 1778 en Ermenonwille, en posesión del marqués de Girardin. Diversas personas de quienes no se puede sospechar que sean enemigas de Rousseau, inducidas por la preocupación de los disparates que hizo durante su vida han formado un problema de la causa de su muerte; le han acusado de haber atentado a sus días, apoyando esta acusación en pormenores que parecían darle alguna probabilidad. Pero la justificación verbal de los médicos y diversos testigos no menos auténticos han probado que la muerte de Juan Santiago Rousseau fue natural; y esta opinión es hoy día la más válida. Fue enterrado en la isla de los Álamos en Ermenonwille, donde aún se lee en su antiguo sepulcro la inscripción siguiente, que era su divisa:
VITAM IMPENDERE VERO.
Pero en 11 de octubre de 1794 fueron retiradas de allí sus cenizas, a pesar de las vivas reclamaciones de Mr. De Girardin, para depositarlas en las bóvedas del Panteón de París, hoy día Santa Genoveva, donde se hallan con las de Voltaire. En su féretro se lee en francés lo que traducimos:
Aquí reposa el hombre de la naturaleza y la verdad.
El carácter moral de este hombre célebre, dice uno de los biógrafos de J. J. Rousseau, parece imposible de analizar. Es un compuesto de elementos tan contradictorios, que uno está siempre admirado de encontrarlos reunidos en un mismo individuo. Rousseau es sin embargo uno de los escritores que mejor han pintado su carácter en sus obras, particularmente en su Correspondencia familiar. El entusiasmo de los que Grimm llama devotos de Juan Jacobo, ha hecho de él un hombre cabal; una prevención contraria le ha pintado con rasgos horrendos: es muy justo confesar los vicios de un hombre que no ha sido escaso en difamarse hasta a sí mismo, pero tampoco se le pueden negar muchas virtudes dignas de los tiempos antiguos. Sencillo en sus gustos, enemigo de un lujo vano, sobrio y desinteresado, quiso más bien carecer de lo necesario, que comprar lo superfluo a costa de su independencia. En el tiempo que sus libros enriquecían a casi todos los libreros de Europa, bebía agua en una de sus comidas, ahorrando para beber en la otra un poco de vino puro. Con un alma fogosa e irascible no conoció la envidia, los celos ni las mezquinas venganzas tan familiares a los literatos. Aunque escarnecido por Voltaire, le hizo justicia, y pudo aborrecerle sin insultarle jamás. Fastidiábale el trabajo, particularmente en el bufete: el movimiento del paseo, la perspectiva de los campos y los bosques hacían su imaginación fértil y fecunda para escribir. Inspirábale maravillosamente el recuerdo de los lugares que habían sido teatro de los principales acontecimientos de su vida. Un árbol, un arroyo, un peñasco, testigos de su felicidad, merecían de él un reconocimiento que negó no pocas veces a los beneficios de los hombres. Además de las obras ya mencionadas, y su Botánica, obra adornada de 65 láminas iluminadas, publicada en París en 1805, un tomo en folio, había meditado Rousseau unas Instituciones políticas, de que únicamente publicó el resumen que se ha hecho tan famoso bajo el título de Contrato social. En su primer discurso se había declarado contra la literatura: en el Discurso sobre la Desigualdad de las clases o condiciones se declaró contra la civilización, y en el Contrato social contra toda organización política existente. Esta obra se redujo toda ella a esta idea: que no hay más soberanía que la soberanía de todos; que esta es omnipotente, es decir, sumamente justa; que no puede engañarse, o a lo menos que aun engañándose su acción debe ejercerse irrevocablemente; que esta soberanía no puede ser enajenada, ni distribuida, ni representada. Este sistema fue el código de los convencionales, quienes hicieron colocar el busto del Autor en el salón de sus sesiones. Estas son las noticias probablemente más exactas que sobre la vida de tan célebre filósofo se han recogido; sin embargo, como las opiniones de este hombre extraordinario le han suscitado enemigos entre los escritores de varias clases, y también admiradores fanáticos, y como cada uno ha procurado pintarlo con el colorido que convenía a sus miras, debe el lector valerse de una crítica desapasionada y racional para juzgar de los hechos y prescindir de los comentarios que haya podido inspirar el espíritu de partido, objeto que hemos tenido presente al redactar la vida del Autor de la Nueva Heloísa.

PRÓLOGO

Las ciudades populosas necesitan de espectáculos, y de novelas los pueblos corrompidos. He visto las costumbres de mi tiempo, y he publicado estas cartas: ¡ojalá hubiera vivido en un siglo en que hubiera tenido que tirarlas al fuego!
Aunque aquí solo el título de editor tomo, yo propio he compuesto parte de este libro, y no lo disimulo. ¿Lo he hecho todo, y no es más que una ficción esta correspondencia? ¿Qué os importa, cortesanos? En todo caso es ficción para vosotros.
Todo hombre de bien debe responder de los libros que publica: por tanto me nombro al frente de esta colección, no para apropiármela, sino para salir por ella. Si es mala, impútenmela; si es buena, no quiero que me atribuyan la honra de lo que valiere. Si es malo el libro, tanta más obligación tengo de reconocerlo por mío, porque no quiero ser tenido en más de lo que valgo.
Por lo que a la verdad de los sucesos respecta, declaro que habiendo estado varias veces en el país de los dos amantes, nunca oí hablar ni del barón de Etange, ni de su hija, ni del señor de Orbe, ni de milord Eduardo Bomston, ni del señor de Wolmar; también advierto que está la topografía groseramente equivocada en varios parajes, o sea para engañar más bien al lector, o porque efectivamente la ignoraba el autor. Esto es cuanto puedo decir; piense ahora cada uno como le parezca.
No es bueno este libro para correr por el mundo, y petará a poquísimos lectores, disgustará su estilo a las personas de gusto sano; la materia asustará a los sujetos severos; los que no creen que haya virtud encontrarán todos los afectos fuera de la naturaleza. Debe desagradar a los devotos, a los libertinos, a los filósofos; repugnar a las mujeres fáciles, y escandalizar a las honradas. Pues ¿a quién agradará? Acaso a mí solo, pero es cierto que no agradará medianamente a nadie.
El que se quiera determinar a leer estas cartas se ha de armar de paciencia, para aguantar los yerros de gramática, el estilo enfático y chabacano, y los pensamientos vulgares expresados en términos altisonantes; de antemano debe saber que los que las escribían no eran franceses, ingenios agudos, académicos, filósofos: sino gentes de una provincia, extranjeros, solitarios, mozos y casi niños, que en sus novelescas imaginaciones confunden con la filosofía los honrados desvaríos de su cerebro.
¿Por qué he de reparar en decir lo que pienso? Esta colección con su estilo gótico es mejor para las mujeres que los libros de filosofía, y también puede servir para las que en medio del desarreglo de su vida han conservado algún amor a la honestidad. En cuanto a las doncellas, eso es otra cosa. Nunca leyó novelas una casta doncella, y a esta le he puesto un título bastante claro, para que así que la abran, sepan de qué naturaleza es. La doncella que no obstante el título se atreva a leer una sola página, ya es perdida, pero no impute a este libro su pérdida, que ya estaba el daño hecho. Una vez que ha comenzado, que siga, porque nada tiene ya que perder.
Si un varón austero repasando esta colección, se enfada desde las primeras páginas, tira encolerizado el libro, y se enoja contra el editor, no me quejará de su injusticia; porque puesto en su lugar acaso hubiera yo hecho otro tanto. Si después de haberla leído toda entera, se atreviese alguno a censurarme por haberla publicado, dígalo, si quiere, a todo el mundo, pero no me lo venga a decir a mí, porque sé que no podría en mi vida estimar al tal hombre.
Id, buenos personaje con quienes con tanta complacencia he vivido, y que tantas veces me habéis consolado de los agravios de los malos. Id a buscar a vuestros semejantes, y huid de las ciudades que no los hallaréis en ellas. Id a las humildes soledades a consolar a alguna pareja de fieles esposo, cuya unión con los embelesos de la vuestra se estreche; a algún hombre ingenuo y sensible que sepa amar vuestro estado; a algún solitario fastidiado del mundo, que aun desaprobando vuestras culpas y errores diga enternecido: ¡Ah, éstas eran las almas que la mía necesitaba!

lunes, 7 de octubre de 2019

FRIEDRICH SCHILLER EL VISIONARIO Novela.


GÉNESIS DE LA NOVELA EL VISIONARIO

Entre principios de verano y otoño de 1786, Schiller comenzó a redactar El Visionario, única novela que escribió. El motivo inmediato fue la necesidad de aportar material suficiente para dar continuidad a la revista Thalia de la que Schiller era director responsable y cuya financiación asumía la editorial Góschen de Leipzig, a la que su amigo Korner había aportado una importante suma de dinero con ocasión de su fundación, en la primavera de 1785. El proyecto de la revista, que Schiller mismo había ideado en Mannheim. anunciaba un contenido que Korner aprobó y reafirmó luego proponiendo a aquél que se dedicara "a un trabajo en cierto modo por encargo... Todo lo que la historia proporciona de grandes personas y situaciones y que Shakespeare no haya agotado aún. está esperando su pincel... y si de ello pudiera entregar algo de tiempo en tiempo podríamos darle sustento” (carta del 11 de enero de 1785) El hecho de que el editor Góschen se quejara —amistosamente— de la pereza de Schiller. hacia otoño de 1785, prueba que el compromiso no era muy severo. Aunque las contribuciones de este joven y ya famoso autor podían dar un evidente prestigio a la editorial, es más que probable que Korner haya formulado el compromiso en estas palabras para disimular a Schiller la situación de autor “subvencionado”. En cualquier caso, la elección del tema del Visionario, de gran actualidad en los años de su redacción, demuestra que Schiller
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escribió esta novela en parte para garantizar el éxito de venta de la revista, y no se equivocó en esta previsión. Desde el primer número iba apareciendo en la revista Thalia el drama Don Carlos, acompañado, en sus distintas entregas, por narraciones ejemplares y poemas, como por ejemplo el famoso “Himno a la alegría”. A Finales de marzo de 1786, Goschen recibió los manuscritos de la segunda parte del segundo acto del Don Carlos que apareció a principios de mayo en el número 3 de Thalia. El 15 de abril comentó Schiller en carta a Kórner que le faltaba “calor y humor” para continuar y el 1 de mayo expresó frente al amigo Huber que su estado de ánimo era como si se hubieran apagado “todas las luces de la fantasía”. Sólo el 9 de octubre le llegó a Goschen el aviso de que “el resto para el número 4 (de Thalia) estaba en camino”. Este “resto” incluía parte de las escenas 1-9 del tercer acto del Don Carlos y la primera mitad del primer libro de El visionario. Esta coincidencia y el hecho de la desanimada pausa en la redacción del Don Carlos permiten reconstruir. al menos aproximadamente, el origen de la idea de la novela, ya que no existen comentarios previos de Schiller sobre este proyecto. En una breve mirada al desarrollo de la acción del Don Carlos se observa que la parte del drama, entregada para el número 3 de la revista, que había producidoel mencionado agotamiento de la fantasía corresponde a las escenas en las que Schiller construye la complicada intriga de los cortesanos contra el protagonista. El enredo se produce justo después de la gran escena entre Felipe II y su hijo Carlos, quien pide el mando de los ejércitos en Flandes. El rey no está dispuesto a esa delegación de poder y deja el dest ino de estas provincias en manos del duque de Alba. Carlos se siente defraudado y marginado de sus legítimos derechos a la colaboración y la responsabilidad política y el diálogo acaba con su rabiosa exclamación “mi tarea se acabó”. Es a partir de esta desautorización del hijo cuando el capellán de la corte y el poderoso Alba procuran minar del todo la confianza entre padre e hijo para asegurar su propia influencia en el gobierno (esc. 1-9, acto III, versión Thalia). Como ya se ha mencionado. la redacción de la novela comenzó en los meses después de la entrega de estas escenas. El Visionario es un joven príncipe anónimo de una ficticia corte ducal alemana, sin perspectivas de gobernar e instalado sin propósito concreto en Venecia. Educado como príncipe pero sin responsabilidad alguna, su figura se presenta. al menos en su caracterización inicial, como inspirada en el principe Carlos. Éste es víctima de las maquinaciones de los cortesanos y el trágico desenlace del drama se debe al total some
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timiento de la voluntad de Carlos a los atrevidos e idealistas proyectos de su más íntimo amigo, el marqués de Posa. No parece muy aventurado entender el secreto control que en la novela persigue al príncipe visionario, ese siniestro poder de cara oculta que lo va empujando a la desgracia, como una continuación de la reflexión sobre el problema nuclear del Don Carlos. Lo que preocupa a Schiller en ambas obras es la instrumentalización del individuo en nombre de proyectos que se le ocultan y que no le permiten ser sujeto de sus actos. La novela sigue por caminos muy distintos que los del drama pero en el planteamiento de fondo sí opera un cierto desplazamiento de Carlos al príncipe visionario. En términos generales, en el Don Carlos se desarrolla la lucha entre el antiguo poder omnipresente e incontestable que ejerce la monarquía absoluta en unión y colaboración con el control de la Iglesia. La propuesta de una nueva organización del Estado, basada en la libertad de pensamiento de los ciudadanos se presenta para el antiguo poder como el paso al caos que procuró evitar precisamente con la forzada unificación impuesta por una ley incontestable. Al trasladar esta problemática al siglo XVIII. Schiller descubre las secuelas de la antigua estructura de poder en la supervivencia de múltiples fenómenos que repiten de manera dispersa el antiguo orden: los temores ante supuestos poderes secretos que se escapan a la comprensión racional, ante la oculta influencia de sociedades secretas en los gobiernos. 1.a atracción que todos estos fenómenos ejercen sobre el protagonis ta de la novela le pierde al final y Schiller atribuye el fracase —pese a los esfuerzos del príncipe por desenmascarar los trucos— a cierta debilidad de carácter y a la falta de una sólida educación que priva al protagonista de una verdadera autonomía frente a las influencias negativas. Un ejemplo, pues, contrario a la bella utopia sobre la educación estética del hombre. Esta observación muy valiosa y desarrollada con gran precisión por Marión Beau- jean. incluye también una sorprendente faceta raramente señalada en el Don Carlos por los comentaristas. Se trata de la ambigüedad del proyecto de educación en sí. por ser. en el fondo, siempre la imposición de un plan ajeno a la voluntad individual. La naturaleza humana tenía que asimilar evidentemente contenidos ajenos, pero tal vez la duda acerca del sutil límite entre lo que podía ser despliegue autónomo del individuo libre y la dirección que la educación debía darle sin excederse en su influencia motivaba en parte el mal humor que El visionario causó a Schiller. El número 4 de Thalia obtuvo un éxito considerable y ello, sin duda, en buena parte gracias a la inclusión de la primera
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entrega de la novela. Ya en mayo de 1787 surgió el plan de una edición en forma de libro. No obstante. Schiiler pareció perder el interés en esta obra en la medida en que amentó la expectación del público. "En el maldito visionario no puedo encontrar ningún interés por el momento: no sé qué demonio me lo inspiró” escribía a Korner en carta del 6 de marzo de 1788. ptro juicio de Schiiler de la misma época expresa aún con mayor énfasis el tedio que sentía: “El visionario, que ahora mismo estoy continuando, está saliendo mal. imal!. no puedo remediarlo: hay pocas ocupaciones... en las que he sentido más el frívolo malgasto del tiempo que en estos garabatos. Pero ya que se paga, no puedo dejarlo y en todo el asunto, en realidad, siempre he tenido en cuenta el beneficio de Góschen.” Schiiler se había adentrado sin rumbo determinado en la materia y una vez en medio del relato, tenía dificultades para "poner un plan en un asunto no planificado, para reanudar todos los hilos rotos”, como confesó en carta a Korner el 15 de mayo de 1788. Sólo a principios de 1789 comunicó, también a Korner. que Fl Visionario estaba empezando a agradarle " En los últimos días he empezadoa redactar un diálogo filosófico para él que tiene sustancia. Tengo que llevar al principe a través de una orientación librepensadora...” Por otro lado comenzó a intercambiar impresiones sobre la Figura de la bella "griega" con sus amigas Charlotte von Lengcnfeld y Caroline von Beui witz. con las que discutía la posibilidad de unir en esa persona una belleza insuperable con un carácter traidor, propósito que las amigas rechazaron como del todo incoherente. El razonamiento de esta discusión se trasladaría más adelante a las reflexiones de Schiiler sobre la mujer en el ensayo Sobre la gracia v la dignidad. Las sucesivas entregas de la novela aparecieron en los números 5 (marzo 1788). 6 (marzo 1789). 7 (mayo 1789) y 8 (noviembre 1789) de la revista Thalia. También en noviembre de 1789. El 7’isionario apareció en forma de libro, editado igualmente por Góschen en Leipzig Ya en la segunda y la tercera edición (1792 y 1798) Schiiler cortó varios pasajes del “Diálogo filosófico" por considerarlo poco orgánico dentro del conjunto narrativo. Por esta razón, las ediciones modernas de la novela presentan las partes excluidas por su autor fuera del texto, criterio que se ha mantenido lógicamente también en la presente traducción. A pesar del éxito v de la insistencia por parte del editor y de amigos. Schiiler no se decidió a terminar esta novela. El final aparente fue sólo un cierre provisional para no dejar del todo sus
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pendidas las expectativas de los lectores. Lo que quedó sin elaborar fue la insinuación del conde O**, que sugiere la obscura salida de un crimen al que el príncipe se dejaría arrastrar por maliciosas influencias, para garantizar su sucesión en el gobierno de su país. También quedó indeciso, al parecer, el comportamiento de la bella “griega”, que ya en el segundo libro de la novela se revela como joven aristócrata alemana y que Schiller. a pesar de las sugerencias de sus amigas, estaba tentado de desenmascarar como despreciable embustera. A los lectores siempre les quedó un amplio espacio para fantasear otras conclusiones, lo que se reflejó en numerosas continuaciones del Visionario por parte de escritores de poca importancia, muy probablemente seducidos por el gran éxito de ventas de esta obra inacabada de Schiller.

Ficha técnica.
Traducción del alemán Antonio Bueno
La traducción de la presente obra ha sido realizada con la ayuda de la institución INTER NATIONES.
Título original: Der Geisterseher Primera publicación en forma de libro: Editorial Goschen, Leipzig 1789.
© de esta edición ICARIA Editorial. S. A. Calle de la Torre. 14 - 08006 Barcelona
Esta colección es propiedad de BOSCH Casa Editorial, S. A.
Primera edición: marzo 1986
ISBN: 84-7426-115-5 Dep. legal: B-4177-86 Fotocomposición: Rápid-Text Calle Xiquets de Valls. 3 - 08012 Barcelona Impresión y encuadernación: Industrias Gráficas Pareja Calle Montaña, 16 - 08026 Barcelona
Impreso en España Printed in Spain

domingo, 6 de octubre de 2019

Goethe - La Vida Como Obra De Arte. SIGLO XVIII. EL NEOCLASICISMO







Goethe - La Vida Como Obra De Arte



 Prólogo

 RÜDIGER SAFRANSKI
Goethe es un acontecimiento en la historia del espíritu alemán..., un acontecimiento que, a decir de Nietzsche, careció de consecuencias. Pero lo cierto es que sí las tuvo. Aunque no dio un cauce más favorable a la historia alemana, es incuestionable que, en otro aspecto, Goethe tuvo una enorme trascendencia, y la tuvo como ejemplo de una existencia lograda, capaz de unir riqueza espiritual, fuerza creadora y prudencia ante la vida. La suya fue una vida rica en tensiones, que se encontró con ciertas dádivas en la cuna, pero que también hubo de luchar, pues desde dentro y desde fuera la amenazaban peligros y tribulaciones. Lo que no deja de fascinar es la figura individual de esta vida. Pero no es algo que vaya de suyo.
Hoy los tiempos no son propicios para el nacimiento de la individualidad. El encadenamiento de todo con todo es la gran hora del conformismo. Goethe estuvo entrelazado de la manera más íntima con la vida social y cultural de su época, pero se las compuso para seguir siendo un individuo. Adoptó como principio la máxima de acoger en sí tanto mundo como pudiera elaborar. Pasaba de largo ante aquello a lo que no podía dar de alguna manera una respuesta productiva; dicho de otro modo, tenía una admirable capacidad de ignorar. Es evidente que hubo de tomar parte en muchas cosas que hubiera preferido evitar. Sin embargo, en cuanto dependía de él, quería determinar por sí mismo el alcance del círculo de su vida.
En la actualidad tenemos cierto conocimiento de lo que es el metabolismo fisiológico. Y el ejemplo de Goethe nos permite aprender lo que es un metabolismo espiritual y psíquico con respecto al mundo. También nos permite aprender que, junto al sistema inmunológico corporal, gozamos además de una inmunología psíquico-espiritual. Hemos de saber a qué dar entrada y a qué no. Goethe lo sabía, y eso forma parte de la prudencia de su vida.
Por ello este poeta genial estimula no sólo con sus obras, sino también con su vida. Además de un gran escritor, fue un maestro de la vida. Ambas cosas juntas lo hacen inagotable para la posteridad. Él lo presentía, por más que en una de sus últimas cartas a Zelter escribiera que estaba enteramente entrelazado con una época que no había de volver. No obstante, Goethe puede estar más vivo y presente que algunos vivos con los que nos cruzamos en nuestro camino.
Cada generación tiene la oportunidad de verse reflejada en el espejo de Goethe y comprenderse mejor a sí misma y a su propio tiempo. En este libro emprendo un intento de ese tipo, por cuanto en él describo la vida y la obra de un siglo, y simultáneamente, a la luz de su ejemplo, me propongo explorar las posibilidades y los límites de un arte de la vida.

Un joven de buena cuna, nacido en Frankfurt del Meno, estudia en Leipzig y Estrasburgo, sin concluir una carrera en sentido estricto, aunque al final acaba haciéndose abogado. Se enamora sin pausa, revolotea en torno a él un enjambre de mujeres, jóvenes y maduras. Con Götz de Berlichingen alcanza la fama en Alemania, y la Europa literaria habla de él tras la aparición de Las desventuras del joven Werther. Napoleón afirmará haber leído la novela siete veces. Acude a Frankfurt un cuantioso número de visitantes, para ver y escuchar a aquel joven hermoso, elocuente y genial. Una generación antes de Lord Byron, se siente favorito de los dioses y, lo mismo que aquél, cultiva también un contacto poético con su diablo. Todavía en Frankfurt inicia la obra de su vida entera: Fausto,  el drama canónico de la época moderna. Después de la era del genio en Frankfurt, Goethe se hastía de la vida literaria, está a punto de precipitarse en una ruptura radical y en 1775 se traslada al pequeño ducado de Sajonia-Weimar, donde traba amistad con el duque y asciende al rango de ministro. Se aficiona a las ciencias naturales, huye a Italia, vive en concubinato y, en medio de todo ello, escribe inolvidables historias de amor, entra en noble competición con Schiller, amigo y colega en el arte literario, escribe novelas, se ocupa de política, cuida el contacto con los grandes del arte y de la ciencia. Ya en el curso de su vida se convierte Goethe en una especie de institución. Se convierte en historia para sí mismo, pues escribe Poesía y verdad, sin duda la autobiografía más importante de la vieja Europa, tras las Confesiones de Agustín y las de Jean-Jacques Rousseau. Sin embargo, por rígido y solemne que en ocasiones se nos presente su aspecto, en la obra de los años de madurez aparece también como el audaz y sardónico Mefistófeles, que hace estallar todas las convenciones.
En medio de tanta creatividad, tiene siempre conciencia de que las obras literarias son solamente una dimensión, y de que la otra dimensión es la vida misma. También a ella quería darle el carácter de una obra. ¿Qué es una obra? Algo que destaca en el seno de los latidos del tiempo, con un principio y un final, y entre ambos una figura delimitada con rasgos firmes. Una isla de significado en el mar de lo casual e informe, algo que llenaba a Goethe de espanto. Para él todo había de tener forma. O bien la descubría, o bien la creaba en el vaivén cotidiano de los seres humanos, en las amistades, en cartas y conversaciones. Era un hombre de rituales, símbolos y alegorías, un amigo de insinuaciones y alusiones, y, sin embargo, también quería llegar siempre a un resultado, a una forma, a una obra. Esto tenía especial vigencia en los deberes oficiales. Había que mejorar las calles y carreteras, urgía liberar de gravámenes a los labradores, a los pobres, y quienes estaban capacitados debían obtener sueldo y pan, la explotación de minas tenía que producir beneficios, y en el teatro, dentro de lo posible, el público había de encontrar cada noche materia para reír o para llorar.
Tenemos así, por una parte, las obras, en las que la vida conquista una forma; y, por otra, la atención. Éste es el más bello cumplido que podemos hacer a la vida, a la propia y a la ajena. También la naturaleza merece ser percibida con amor. Goethe exploraba la naturaleza en la medida en que la observaba con atención. Estaba persuadido de que, si miramos con suficiente atención, se mostrará siempre lo importante y verdadero. Nada más que eso, nada de jugar a misterios. La ciencia que cultiva no acaba de oír ni ver. La mayor parte de las cosas que descubría le gustaban. Y le gustaba también lo que lograba. Si esto no agradaba a los demás, a la postre le daba igual. El tiempo de la vida le parecía demasiado valioso para dilapidarlo con los críticos. «El adversario no se toma en consideración», dijo una vez.
Goethe era un coleccionista no sólo de objetos, sino también de impresiones. Así actuaba en los encuentros personales. Se preguntaba siempre si y en qué le había «alentado» la persona en cuestión, a tenor de su expresión favorita. Amaba lo vivo, y quería retenerlo tanto como fuera posible para darle alguna forma. Un instante, llevado a una forma, está salvado. Medio año antes de su muerte sube otra vez al Kickelhahn, para leer aquellos garabatos de antaño en la pared interior de la cabaña de cazadores: «Sobre todas las cumbres hay quietud».
Sobre ningún otro autor de la época moderna fluyen con tanta abundancia las fuentes biográficas; ningún otro autor está cubierto por tantas opiniones, conjeturas e interpretaciones. Este libro se acerca al que quizá fue el último genio universal exclusivamente desde fuentes primarias: obras, cartas, diarios, conversaciones, referencias de los coetáneos. Goethe adquiere con ellos vida y se nos presenta como si lo viéramos por primera vez.
Con Goethe se nos acerca también su tiempo. ¡Cuántas rupturas y bruscas transformaciones históricas experimentó este ser humano! Creció todavía en el juguetón rococó y en una rígida y arcana cultura urbana, lo conmovió y provocó la Revolución francesa con sus consecuencias intelectuales; asistió al nuevo orden de Europa bajo Napoleón y a la caída del emperador y la restauración, que, a su pesar, no pudo detener el tiempo. Estamos ante un hombre que registró tan sensible y reflexivamente la irrupción de la modernidad como apenas ningún otro, y que extiende al arco de su vida a la sobria y acelerada época del ferrocarril, así como a sus tempranos sueños socialistas; ante alguien con cuyo nombre llegó a designarse más tarde toda la época de estas transformaciones enormes: la época de Goethe.
Fuente: Tusquets Editores.

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