JULIA,
ó
LA NUEVA HELOISA
Cartas de dos
amantes habitantes de una pequeña ciudad, a la falda Los Alpes,
Recogidas y
publicadas
Por Juan
Jacobo Rousseau;
Traducidas
Por J.
Marchena.
EL EDITOR
Aunque hayamos seguido el mismo plan de
uniformidad en todas las novelas que van ya publicadas de nuestra Colección,
como son: La Extranjera de Arlincourt, La Abadesa de Ireland, El Solitario de
Arlincourt, El Hijo del Carnaval de Pigault-Lebrun, el Waverley de Sir Walter
Scott, El Renegado de Arlincourt, y las Poesías de Iglesias; en las que se ha
conservado la misma impresión, tamaño en 16or, papel, viñetas de adorno, etc.;
y aunque seguiremos el mismo en las demás novelas que iremos publicando, hemos
creído que sería conveniente a los señores Suscriptores, y aun a los que no lo
son, el que en la presente edición de La Nueva Heloísa nos separásemos del plan
establecido: primeramente porque podrán obtener esta obra por un precio mucho
menor que el que hubiera resultado si se hubiese impreso como las demás; en
segundo lugar porque se ha podido publicar con más prontitud; y en fin porque
su encuadernación les saldrá también mucho menos costosa que si hubiésemos
dividido la obra en siete tomos como antes habíamos indicado.
Al enriquecer nuestra Colección con la JULIA O
LA NUEVA HELOÍSA de J.J. Rousseau, añadida la vida del Autor, creemos ofrecer
una obra cuyo prestigio y celebridad son indisputables, una obra maestra de
elocuencia, original, que rebosa de ternura a la par que de profunda filosofía.
No es una jerga de intrigas, una aglomeración de lances inverosímiles o
inesperados, y una mezcla confusa de personajes malvados y virtuosos, de
acciones buenas y protervas. Su plan es sencillo, el desarrollo natural; sus
personajes guiados por la virtud y la generosidad, pueden tener debilidades,
ningún hombre está exento de ellas; pero éstas dan aun mayor realce a su
conducta virtuosa, y penetran el corazón del lector en lo más íntimo de su
sensibilidad. La naturaleza débil de los hombres los conduce al error, les
extravían las pasiones; y hasta Rousseau ningún novelista habíanos enseñado la
senda para pasar del vicio a la virtud sea cualquiera el grado de aquel a que
uno se haya adelantado. ¡Qué verdad en los caracteres de los personajes de esta
novela! Una Julia que toda es sensibilidad y dulzura, tan buena hija como
tierna madre y tan ardiente amante como fiel esposa; el lector la ve, contempla
una de aquellas vírgenes llenas de blandura, de candor y de juicio, trazadas
por el pincel divino de Rafael. No la ama menos que San Preux, y las desgracias
de estos dos amantes le causan una tierna emoción, y humedécenle sus párpados
casi sin sentirlo. ¡Qué embeleso no produce la amistad de Clara y la de milord
Eduardo, cada uno sirviendo de contrapeso al ímpetu con que una pasión de fuego
arrastra a Julia, y mucho más aun a su amante! No se presenta éste menos
interesante en su delirio y arrebatos, que en su circunspección y en la lucha
de sus virtuosos sentimientos con la pasión que le domina. Por fin el carácter
filosófico, grave y bondadoso de Wolmar y su calculado sistema doméstico nos
hacen partícipes de la dicha y tranquilidad que reina en su familia.
Extendernos más sobre las bellezas de esta obra como novela sería una tarea
interminable y los Suscriptores podrán juzgar de ellas; pero en la NUEVA
HELOÍSA no les ofrecemos solamente una novela, sino una obra moral y
filosófica, un tratado de costumbres, de educación, un conjunto de profundas y
sabias reflexiones sobre las varias situaciones de la vida y otros asuntos de
no menos interés. Por fortuna se trata de una obra ya conocida, de una obra
inmortal que todo el mundo admira, y se verá por consiguiente que cuanto
acabamos de decir, lejos de ser un vano encarecimiento para ensalzar nuestra
Colección, nos deja aún muy cortos en razón a las alabanzas de que es digna LA
JULIA O LA NUEVA HELOÍSA.
Se ha procurado que fuese hermosa y esmerada
la impresión; y para que conozca el lector al célebre Autor de este libro se ha
puesto al frente su retrato y adicionado su vida, extrayéndola de la grande y
acreditada obra, única en su clase que existe en España, titulada: Diccionario
histórico o Biografía universal de hombres célebres, la que es propiedad de la
casa de Oliva su editor. Finalmente esperamos que esta edición será recibida
con aprecio.
Seguiremos la Colección con la hermosa novela
de Madama Cottin, cuyo título es: La Malvina (en tres tomos), la que saldrá a
la luz a la mayor brevedad.
VIDA de JUAN JACOBO
ROUSSEAU.
Juan Jacobo Rousseau, nació en Ginebra en 18
de junio de 1721, y aunque su nacimiento costó la vida a su madre, no por eso
dejó de pasar su infancia cuidado con la mayor ternura. Su padre, que ejercía
la profesión de relojero, era un hombre sencillo y honrado que, sin dejar de
dar al hijo buena crianza, pensó poco o nada en cultivar el entendimiento de
que estaba dotado: de modo que al salir de la niñez únicamente se acordaba de
que sus primeras lecturas habían sido novelas, y las sensaciones precoces que
ellas le hicieron le dieron nociones extrañas y novelescas sobre la vida
humana, de las cuales ni la experiencia ni la reflexión pudieron curarle
enteramente. A las novelas sucedieron sin embargo algunos buenos libros, entre
ellos las Vidas de Plutarco, cuya lectura era la que más le agradaba. Su
fogosa imaginación se apasionaba a los grandes genios de la antigüedad; pero no
tenía una guía ni un amigo que pensase en dirigirle por vías más rectas.
Viéndose su padre en la precisión de dejarle en Ginebra, le puso a pupilo en
casa del clérigo protestante Lambercier, de donde salió al cabo de dos años tan
ignorante como había entrado en ella. Un tío materno que se hallaba encargado
de él le envió a copiar hojas en casa de un escribano de aquella ciudad, el
cual le despidió por inepto; y entonces fue colocado de aprendiz en el taller
de un grabador, hombre grosero que le trató muy mal, siendo esto causa de que
aborreciese tal oficio: allí aprendió Juan Jacobo, no tan solo a mentir para
eludir la severidad del maestro, sino también a hacer picardigüelas imitando a
sus compañeros. Fastidiado al fin de una sujeción que propendía a
embrutecerles, dejó de repente su nuevo estado, su país y su familia para
reconquistar su independencia, y fue aventureramente a pedir hospitalidad al
abate de Pontverre, cura de Confignon, en Saboya. Este eclesiástico, confiado
en que le haría abjurar el protestantismo, le cogió con interés, y le envió
inmediatamente a Annecy, sabiendo que en aquella ciudad cooperarían a la
consecución de su objeto. Allí es donde Rousseau, entonces de edad de diez y
seis años, vio por primera vez aquella madama Warrens, que representa tan gran
papel en la historia de su vida. Protegiendo esta baronesa a un joven
extranjero falto de recursos y de apoyo estaba muy ajena de presentir que
llegara a ser su amante; preveía menos todavía que aquel mismo a quien colmaba
de tantos beneficios, haciéndole además depositario de todo, infamaría un día
su memoria, mezclando sin necesidad con el elogio de sus atractivos y sus
virtudes las revelaciones más escandalosas. Por mediación de su protectora, y a
expensas del obispo de Annecy, fue Juan Jacobo a Turín para que le instruyesen
en el catolicismo, que abrazó a poco tiempo. Luego que hubo salido del hospicio
de los catecúmenos, donde había permanecido cerca de dos meses, sacando
únicamente de su supuesta conversión una módica suma de veinte francos, entró a
servir a la condesa de Vercellis en clase de lacayo, y en aquella casa cometió
una falta cuyo recuerdo atormentaba todavía su conciencia al cabo de cuarenta
años, y que quiso espiar haciendo una pública confesión. Fue el hurto de una
cosa, atribuyendo este delito a una criada joven que fue despedida, así como
él, acusándole todos de haber causado la desgracia de aquella pobre mujer. A
consecuencia de esto halló colocación en casa del conde de Gouvon, primer
escudero de la reina de Cerdeña, quien le admitió de lacayo, le hizo después
secretario suyo, y todos los de la casa le colmaron de favores, que no supo
aprovechar por un efecto de su inconstancia natural. Escapándose de Turín como
lo hizo de Ginebra, volvió a ver a madama Warrens, cuyos sabios consejos
despertaron en él las inclinaciones honrosas y los bellos sentimientos que
había perdido al dejar la casa paterna, entró en un seminario con intención de
ser sacerdote, y a poco tiempo fue devuelto a su bienhechora como incapaz para
todo. Aquella generosa mujer no desconfiando de sacar partido de él, le acoge
como madre, dirige sus ideas y sus lecturas, y le hace aprender música confiada
en que aquel talento podrá ofrecerle un día útil recurso. Separado después por
diversas circunstancias del único ser que se interesaba por él, recorrió
Rousseau la Suiza con un pretendido obispo griego que recogía limosnas para el
santo sepulcro, y a quien servía de intérprete: pero el pedigüeño y su auxiliar
fueron detenidos en Soleure. El embajador de Francia, a quien el joven
ginebrino refiere ingenuamente sus aventuras, atestiguando sus vivos deseos de
ir a juntarse en Paris con la que él llama su querida mamá, le da una
cantidad de dinero con cartas de recomendación para algunos personajes de la
capital de Francia, y Juan Jacobo emprende su viaje, del cual sacó tan solo una
distracción estéril. Su bienhechora había salido de París para ir a
establecerse en Chamberi; marcha Rousseau inmediatamente en su busca; llega a
Leon, donde cree tener noticias de la baronesa, y durante muchos días se ve
reducido al triste estado de tener que acostarse en un poyo al sereno, por no
tener siquiera para pagar un albergue. Encuentra, en fin, a madama Warrens, y
en la hermosa mansión de su quinta olvida todos los males que había sufrido.
Los campos, el estudio y la amistad realizan para él todos los sueños e
ilusiones de la felicidad que siempre han abusado de su imaginación, y lecturas
más seguidas y meditaciones más sabias fijan poco a poco sus ideas. Explora
sucesivamente a Locke, Mallebranche, Descartes, y Montaigue, la Lógica de
Port-Royal, y los Elementos de matemáticas del P. Lanny. Pero una
enfermedad grave viene de repente a turbar el curso de sus goces, o más bien a
arrancarle para siempre de aquella venturosa situación. En la precisión de ir a
consultar a los médicos de Mompeller, deja sus deliciosos campos y su tierna
amiga, y a su regreso la encuentra comprometida con un hombre indigno de ella.
Aunque Rousseau no había sido más fiel que Madama Warrens durante su viaje, no
tuvo valor para tolerar la idea de su inconstancia. La mansión en aquella
quinta fue ya odiosa para él, y fue preciso dejarla y pasar a Leon, donde le
habían prometido un empleo de preceptor. Después de un año de tareas casi
estériles en tal ocupación, abandonó Rousseau a sus discípulos, persuadido de
que jamás conseguiría educarlos bien; y en el año 1741 se fue a París con
quince luises y la esperanza de una rápida fortuna, fundada en un nuevo método que
había descubierto de notar la música con números; pero este método impugnado
por Rameau, le juzgaron todos defectuoso e impracticable, y el inventor mismo
no tardó en desecharle. Repulsado Rousseau como músico, tuvo a lo menos ocasión
de adquirir útiles conocimientos, debió a sus recomendaciones el empleo de
secretario de Mr. De Motaigu, embajador en Venecia; y durante su mansión en
esta ciudad, donde se multiplicaron sus aventuras, llegó a ser en él una
verdadera pasión su gusto a la música italiana. A pesar de esto no fue admitida
en la escena la ópera de las Musas amorosas: y por el despecho que
manifestó con este motivo se ve hasta qué punto se ignoraba a sí mismo aquel
buen ingenio, y se debe disimular el haber mirado como un prodigio la
casualidad que vino a levantar repentinamente su talento, y hacerle tomar un
vuelo tan elevado. Treinta y siete años tenía ya, cuando en el verano de 1749,
yendo a visitar a su amigo Diderot, que se hallaba detenido en Vincennes a
causa de su Carta sobre los ciegos, en el Mercurio de Francia, que
había tomado para distraerse en el camino, leyó la cuestión propuesta por la
Academia de Dijon: Si el progreso de las ciencias y de las artes ha
contribuido a corromper o purificar las costumbres. “Si alguna cosa ha
habido, dice Rousseau, que se parezca a una inspiración, es el movimiento que
hizo en mí esta lectura: de improviso me sentí como deslumbrado por mil luces,
y mi cabeza aturdida; como si estuviese embriagado, una violenta palpitación me
oprime, y no pudiendo ya respirar andando, me dejo caer bajo un árbol, y paso
allí una media hora en tal agitación, que al levantarme vi mi ropa regada de
lágrimas sin haber sentido que las derramaba.” Vuelto en sí de su éxtasis
escribió con lápiz la Prosopopeya de Fabricio, que se apresuró a enseñar
a Diderot, y éste le animó a dar vuelo a sus ideas, y concurrir a ganar el
premio. Ocupóse Rousseau inmediatamente en esto, y compuso aquella brillante
declamación que tan famosa se hizo, y que fue como la señal del levantamiento
contra su siglo. Habiéndole concedido el premio la Academia de Dijon, esta
novedad acabó de poner en fermentación en su corazón la primera semilla del
heroísmo que en él había sembrado cuando niño la lectura de Plutarco. Se
propuso ser libre, romper los grillos de la opinión, y para preludiar en este
nuevo papel, suprimió de su mesa y de su vestido el poco lujo que había gastado
hasta entonces. Renunciando también el empleo de cajero que había tenido en
casa de Mr. De Francucil, porque la custodia de un tesoro turbaría su sueño, se
hizo anunciar como copiante de música a diez sueldos por página; y su
determinación movió tal ruido que tuvo en breve más copia de lo que quería. El
aplauso que obtuvo poco después el Adivino de la aldea, que fue
representado en Fontainebleau en 1752, acabó de darle celebridad: el rey mismo
quiso ver al autor; pero el filósofo, pensando en la confusión en que va a
verse para dar gracias al monarca, se escapa en el momento de la
representación, y va a refugiarse a París mientras que sus protectores le
buscan en Fontainebleau. Al año siguiente la Academia de Dijon, que tenía
obligado a Rousseau, presentó a concurso un asunto que debía tentar su pluma, y
era el Origen de la desigualdad de las clases de la sociedad. Para
meditar esta cuestión que le ofrecía oportunidad de exponer sus principios
favoritos, corrió a internarse en el bosque de S. German, y en aquel sitio,
donde creía encontrar, dice él mismo, la imagen de los primeros hombres de que
iba a trazar altivamente la historia, compuso aquella sombría y vehemente
sátira de la sociedad humana, cuya dedicatoria se mira como una obra clásica de
dicción, de decoro y de profundidad. Habiendo tenido ocasión de regresar a
Ginebra, revocó allí solemnemente la abjuración que había hecho en Turín, y tuvo
tentaciones de fijar para siempre su residencia en su patria nativa; pero la
proximidad de Voltaire le disuadió de esto, y luego volvió a París. Entonces
madama de Epinay, que poseía cerca de Montmorenci una hermosa quinta, hizo que
le construyesen, sin que él lo supiera, la casita tan conocida con el nombre de
la Ermita en un sitio que a él le gustaba. “Oso mío, le dijo ella un
día, ahí tenéis vuestro asilo; vos le habéis escogido, y la amistad os le
ofrece.” Lo aceptó, aunque no sin algunas dificultades, y fue a establecerse
allí con sus dos amas de gobierno. Así es como él y sus amigos llamaban
con justo motivo a una madre y una hija que tenía consigo. Esta última, a quien
él había encontrado en 1745 en una posada de París, era tan estúpida, según cuentan,
que no podía contar por su orden los meses del año ni las horas de una muestra
de reloj; y sin embargo, aun cuando hubo llegado el tiempo en que debió
avergonzarse de tal amistad, se dejaba dominar todavía por aquella moza, que si
a falta de los más débiles dones de la inteligencia hubiese estado dotada a lo
menos del instinto del amor materno, que la naturaleza concede hasta a los
seres privados de razón, hubiese ahorrado al filósofo, a quien ella hizo padre
y con quien casó después, el remordimiento y la vergüenza de haber abandonado
sus hijos a la compasión del público. En 1756 fue Juan Jacobo con Teresa y su
madre a establecerse en la Ermita, y en aquel sitio se dedicó a componer
diversas obras que le pusieron en la primera clase de los escritores que más
han ilustrado la literatura moderna: más no tardó en ocasionar amarguras a su
vida una pasión ciega. No pudo ver sin prendarse y enamorarse de ella a la
condesa de Houdetot, cuñada de madama Epinay, aunque sabía que era íntima amiga
y querida de Estanislao Lambert. El resultado de este loco amor fue su
desavenencia con madama Epinay, con Diderot y casi todos sus demás amigos.
Acusándole todos de traición, se creyó desde entonces cercado de lazos y
emboscadas; dejó la Ermita y fue a establecerse en Montmorenci, en el
rigor del invierno, quien queriendo desarmar a aquel fiero enemigo de las
preeminencias sociales, a fuerza de obsequios, argumentos y consideraciones le
obligó a que aceptase un alojamiento en la quinta del duque de Montmorenci,
donde tuvo la libertad de vivir según sus gustos. Dio a luz pública la Nueva
Eloísa en 1759, y el buen éxito que tuvo esta obra excedió a las esperanzas
aun del mismo autor, que decía: “El que no idolatre a mi Julia no sabe lo que
es necesario amar, y el que no es amigo de San Preux, no puede serlo mío.” Sin
embargo de esto, trabajaba Rousseau en un libro más serio, cual era un tratado
de educación, cuyo proyecto y objeto había revelado en la última parte de la Nueva
Eloísa. Viendo que se había tolerado en su Julia una especie de devoción
paradojal, confió en que un vicario saboyano, confesando que el
Evangelio hablaba en su corazón pudiese proclamar impunemente una religión sin
culto y una moral sin dogmas. Es oportuno decir que a pesar de las
reconvenciones que se hacen al Emilio, esta obra no deja de ser
considerada como el más bello monumento de la gloria literaria de Rousseau,
pues en ella particularmente se ha mostrado con una alta superioridad el genio
del grande observador, prodigando recursos y tesoros del genio oratorio. Locke
ha compuesto una obra para la educación: casi todas las ideas de Locke están en
Rousseau. En Locke son razonables, en Rousseau poderosas. El Emilio, impreso
en Holanda en 1762, en el momento de publicarse excitó una fermentación que pudo
hacer presentir al Autor la suerte que le esperaba; pero habiendo sido
remitidas a Francia las pruebas de esta obra, bajo sobrescrito a Mr. De
Malesherbes, director de la librería, el cual las corregía, Rousseau tuvo su
patrocinio; y contando por otra parte con el favor público, se creía a cubierto
de toda persecución y vivía en una perfecta seguridad, cuando el príncipe de
Conti hizo advertirle que el Parlamento había mandado prenderle: el mariscal de
Luxemburgo quiso facilitar su fuga, y Rousseau se propuso pasar a Suiza; mas
apenas había llegado a Iverdum, cuando supo que el Emilio había sido
quemado en Ginebra por mano del verdugo, y que allí, lo mismo que en París, se
había decretado la prisión del Autor. Amenazado el filósofo por el senado de
Berna, obligado a huir de nuevo, encontró por fin asilo en el principado de
Neuchatel, y obtuvo el consentimiento del rey de Prusia para residir en el
lugar de Motiers-Travers, donde el gobernador de la provincia milord Keith,
conocido más bien bajo el nombre de milord mariscal, le asignó una corta
pensión vitalicia. Entonces por un efecto de fantasía adoptó Juan Jacobo el
traje armenio, y renunciando las letras se puso a hacer cordones con herretes,
trabajando en la puerta de la calle como las mujeres del lugar, y conversando
con los pasajeros. Sin embargo, no pudo prescindir de contestar al mandamiento
del arzobispo de París que acababa de anatemizar el Emilio, y publicó la
Carta de Rousseau a Mr. De Beaumont, muy superior en estilo y lógica a
las Cartas escritas por La Montaigne, las cuales compuso
consecutivamente contra los clérigos de Ginebra, y que movieron contra él
nuevas tempestades. El cura protestante de Montmollin tomó efectivamente la
determinación de excomulgarle, con lo cual se amotinó en tal manera contra él
el populacho de Motiers, que se vio otra vez obligado a huir. Encontró un asilo
en la isla de S. Pedro, situada en medio del lago de Bienne; pero a pocas
semanas y en una estación rigurosa se recibió una orden del Senado de Berna, la
cual le arrancó repentinamente de las pacíficas ocupaciones con que pasaba su
vida en aquella soledad, y le forzó a dejar aquel suelo dentro de veinte y
cuatro horas. David Hume, el historiador inglés, le facilitó medios para pasar
a Inglaterra, y le dispensó muchos y grandes favores, sin descuidar ninguna de
las precauciones necesarias para no ofender un genio tan caviloso, exasperado
más y más cada día por las desgracias. Empezaba Rousseau a dedicarse nuevamente
a sus ocupaciones favoritas en una casa de su gusto y su elección, situada
cerca de Wootton en el Derbyshire, cuando un nuevo incidente le hizo ver toda
la Inglaterra contra él, y a David Hume con sus cómplices ocupados en hacerle
perecer en Wootton de pesar y de miseria. La causa de este sobresalto y de la ruidosa
disensión que esto produjo era una supuesta carta del rey de Prusia, en la cual
ponían en ridículo la manía del filósofo ginebrino de creerse perseguido del
mundo entero. Ajeno estaba Hume de esta burla, pero no su amigo Walpole, que
después declaró ser autor de ella. Rousseau, a quien por otra parte no le
gustaba la Inglaterra, dejó aquella nación en 1767, a los diez y seis
meses de residencia en ella, y volvió a Francia donde el modo afectuoso con que
fue recibido debiera haberle curado para siempre de sus sombrías quimeras.
Ofrecióle el príncipe de Conti un asilo en su palacio de Trye cerca de Gisors;
y Juan Jacobo vivió en él algún tiempo bajo el nombre de Renan; pero muy
luego se creyó cercado de espías, y se marchó para ir a herborizar en las cercanías
de Leon, de Grenoble y Chambery, y aparentó querer establecerse por último en
Monquin, a legua y media de Bourgoin, donde casó con su Teresa en 1768. Al año
de residencia en aquel lugar, atormentado más que nunca de sus tristes
visiones, tomó repentinamente la resolución de volver a París, y en 1770
consiguieron sus amigos que las autoridades tolerasen su permanencia en aquella
capital. A fines de 1772, y a ruegos de un noble polaco, el conde de
Wielhorski, escribió Rousseau sus Consideraciones sobre el gobierno de
Polonia. Su incansable monomanía le dictó después algunos diálogos en
que hace su apología con un númen y una frescura de estilo que desdicen de los
hielos de la edad. Otro tanto se puede decir de sus Ilusiones, de las
cuales la última, que ha quedado incompleta, está dedicada al doloroso recuerdo
de madama Warrens, que hacía mucho tiempo que había muerto, y que no se había
apartado jamás de la mente del filósofo a pesar de tantas vicisitudes. Este
hombre tan extraordinario murió en 3 de julio de 1778 en Ermenonwille, en
posesión del marqués de Girardin. Diversas personas de quienes no se puede
sospechar que sean enemigas de Rousseau, inducidas por la preocupación de los
disparates que hizo durante su vida han formado un problema de la causa de su
muerte; le han acusado de haber atentado a sus días, apoyando esta acusación en
pormenores que parecían darle alguna probabilidad. Pero la justificación verbal
de los médicos y diversos testigos no menos auténticos han probado que la
muerte de Juan Santiago Rousseau fue natural; y esta opinión es hoy día la más
válida. Fue enterrado en la isla de los Álamos en Ermenonwille, donde aún se
lee en su antiguo sepulcro la inscripción siguiente, que era su divisa:
VITAM IMPENDERE VERO.
Pero en 11 de octubre de 1794 fueron retiradas
de allí sus cenizas, a pesar de las vivas reclamaciones de Mr. De Girardin,
para depositarlas en las bóvedas del Panteón de París, hoy día Santa Genoveva,
donde se hallan con las de Voltaire. En su féretro se lee en francés lo que
traducimos:
Aquí reposa el hombre de la naturaleza y la
verdad.
El carácter moral de este hombre célebre, dice
uno de los biógrafos de J. J. Rousseau, parece imposible de analizar. Es un
compuesto de elementos tan contradictorios, que uno está siempre admirado de
encontrarlos reunidos en un mismo individuo. Rousseau es sin embargo uno de los
escritores que mejor han pintado su carácter en sus obras, particularmente en
su Correspondencia familiar. El entusiasmo de los que Grimm llama devotos
de Juan Jacobo, ha hecho de él un hombre cabal; una prevención contraria le
ha pintado con rasgos horrendos: es muy justo confesar los vicios de un hombre
que no ha sido escaso en difamarse hasta a sí mismo, pero tampoco se le pueden
negar muchas virtudes dignas de los tiempos antiguos. Sencillo en sus gustos,
enemigo de un lujo vano, sobrio y desinteresado, quiso más bien carecer de lo
necesario, que comprar lo superfluo a costa de su independencia. En el tiempo
que sus libros enriquecían a casi todos los libreros de Europa, bebía agua en
una de sus comidas, ahorrando para beber en la otra un poco de vino puro. Con
un alma fogosa e irascible no conoció la envidia, los celos ni las mezquinas
venganzas tan familiares a los literatos. Aunque escarnecido por Voltaire, le
hizo justicia, y pudo aborrecerle sin insultarle jamás. Fastidiábale el
trabajo, particularmente en el bufete: el movimiento del paseo, la perspectiva
de los campos y los bosques hacían su imaginación fértil y fecunda para
escribir. Inspirábale maravillosamente el recuerdo de los lugares que habían
sido teatro de los principales acontecimientos de su vida. Un árbol, un arroyo,
un peñasco, testigos de su felicidad, merecían de él un reconocimiento que negó
no pocas veces a los beneficios de los hombres. Además de las obras ya
mencionadas, y su Botánica, obra adornada de 65 láminas iluminadas,
publicada en París en 1805, un tomo en folio, había meditado Rousseau unas Instituciones
políticas, de que únicamente publicó el resumen que se ha hecho tan famoso
bajo el título de Contrato social. En su primer discurso se había
declarado contra la literatura: en el Discurso sobre la Desigualdad
de las clases o condiciones se declaró contra la civilización, y en el Contrato
social contra toda organización política existente. Esta obra se redujo
toda ella a esta idea: que no hay más soberanía que la soberanía de todos; que
esta es omnipotente, es decir, sumamente justa; que no puede engañarse, o a lo
menos que aun engañándose su acción debe ejercerse irrevocablemente; que esta
soberanía no puede ser enajenada, ni distribuida, ni representada. Este sistema
fue el código de los convencionales, quienes hicieron colocar el busto del
Autor en el salón de sus sesiones. Estas son las noticias probablemente más
exactas que sobre la vida de tan célebre filósofo se han recogido; sin embargo,
como las opiniones de este hombre extraordinario le han suscitado enemigos
entre los escritores de varias clases, y también admiradores fanáticos, y como
cada uno ha procurado pintarlo con el colorido que convenía a sus miras, debe
el lector valerse de una crítica desapasionada y racional para juzgar de los
hechos y prescindir de los comentarios que haya podido inspirar el espíritu de
partido, objeto que hemos tenido presente al redactar la vida del Autor de la Nueva
Heloísa.
PRÓLOGO
Las ciudades populosas necesitan de
espectáculos, y de novelas los pueblos corrompidos. He visto las costumbres de
mi tiempo, y he publicado estas cartas: ¡ojalá hubiera vivido en un siglo en
que hubiera tenido que tirarlas al fuego!
Aunque aquí solo el título de editor tomo, yo
propio he compuesto parte de este libro, y no lo disimulo. ¿Lo he hecho todo, y
no es más que una ficción esta correspondencia? ¿Qué os importa, cortesanos? En
todo caso es ficción para vosotros.
Todo hombre de bien debe responder de los
libros que publica: por tanto me nombro al frente de esta colección, no para
apropiármela, sino para salir por ella. Si es mala, impútenmela; si es buena,
no quiero que me atribuyan la honra de lo que valiere. Si es malo el libro,
tanta más obligación tengo de reconocerlo por mío, porque no quiero ser tenido
en más de lo que valgo.
Por lo que a la verdad de los sucesos
respecta, declaro que habiendo estado varias veces en el país de los dos
amantes, nunca oí hablar ni del barón de Etange, ni de su hija, ni del señor de
Orbe, ni de milord Eduardo Bomston, ni del señor de Wolmar; también advierto
que está la topografía groseramente equivocada en varios parajes, o sea para
engañar más bien al lector, o porque efectivamente la ignoraba el autor. Esto
es cuanto puedo decir; piense ahora cada uno como le parezca.
No es bueno este libro para correr por el
mundo, y petará a poquísimos lectores, disgustará su estilo a las personas de
gusto sano; la materia asustará a los sujetos severos; los que no creen que
haya virtud encontrarán todos los afectos fuera de la naturaleza. Debe
desagradar a los devotos, a los libertinos, a los filósofos; repugnar a las
mujeres fáciles, y escandalizar a las honradas. Pues ¿a quién agradará? Acaso a
mí solo, pero es cierto que no agradará medianamente a nadie.
El que se quiera determinar a leer estas
cartas se ha de armar de paciencia, para aguantar los yerros de gramática, el
estilo enfático y chabacano, y los pensamientos vulgares expresados en términos
altisonantes; de antemano debe saber que los que las escribían no eran
franceses, ingenios agudos, académicos, filósofos: sino gentes de una
provincia, extranjeros, solitarios, mozos y casi niños, que en sus novelescas
imaginaciones confunden con la filosofía los honrados desvaríos de su cerebro.
¿Por qué he de reparar en decir lo que pienso?
Esta colección con su estilo gótico es mejor para las mujeres que los libros de
filosofía, y también puede servir para las que en medio del desarreglo de su
vida han conservado algún amor a la honestidad. En cuanto a las doncellas, eso
es otra cosa. Nunca leyó novelas una casta doncella, y a esta le he puesto un
título bastante claro, para que así que la abran, sepan de qué naturaleza es.
La doncella que no obstante el título se atreva a leer una sola página, ya es
perdida, pero no impute a este libro su pérdida, que ya estaba el daño hecho.
Una vez que ha comenzado, que siga, porque nada tiene ya que perder.
Si un varón austero repasando esta colección,
se enfada desde las primeras páginas, tira encolerizado el libro, y se enoja
contra el editor, no me quejará de su injusticia; porque puesto en su lugar
acaso hubiera yo hecho otro tanto. Si después de haberla leído toda entera, se
atreviese alguno a censurarme por haberla publicado, dígalo, si quiere, a todo
el mundo, pero no me lo venga a decir a mí, porque sé que no podría en mi vida
estimar al tal hombre.
Id, buenos personaje con quienes con tanta
complacencia he vivido, y que tantas veces me habéis consolado de los agravios
de los malos. Id a buscar a vuestros semejantes, y huid de las ciudades que no
los hallaréis en ellas. Id a las humildes soledades a consolar a alguna pareja
de fieles esposo, cuya unión con los embelesos de la vuestra se estreche; a
algún hombre ingenuo y sensible que sepa amar vuestro estado; a algún solitario
fastidiado del mundo, que aun desaprobando vuestras culpas y errores diga
enternecido: ¡Ah, éstas eran las almas que la mía necesitaba!
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