martes, 8 de octubre de 2019

JULIA, ó LA NUEVA HELOISA.Por Juan Jacobo Rousseau; Traducidas Por J. Marchena.



JULIA,
ó
LA NUEVA HELOISA
Cartas de dos amantes habitantes de una pequeña ciudad, a la falda Los Alpes,
Recogidas y publicadas
Por Juan Jacobo Rousseau;
Traducidas
Por J. Marchena.

EL EDITOR

Aunque hayamos seguido el mismo plan de uniformidad en todas las novelas que van ya publicadas de nuestra Colección, como son: La Extranjera de Arlincourt, La Abadesa de Ireland, El Solitario de Arlincourt, El Hijo del Carnaval de Pigault-Lebrun, el Waverley de Sir Walter Scott, El Renegado de Arlincourt, y las Poesías de Iglesias; en las que se ha conservado la misma impresión, tamaño en 16or, papel, viñetas de adorno, etc.; y aunque seguiremos el mismo en las demás novelas que iremos publicando, hemos creído que sería conveniente a los señores Suscriptores, y aun a los que no lo son, el que en la presente edición de La Nueva Heloísa nos separásemos del plan establecido: primeramente porque podrán obtener esta obra por un precio mucho menor que el que hubiera resultado si se hubiese impreso como las demás; en segundo lugar porque se ha podido publicar con más prontitud; y en fin porque su encuadernación les saldrá también mucho menos costosa que si hubiésemos dividido la obra en siete tomos como antes habíamos indicado.
Al enriquecer nuestra Colección con la JULIA O LA NUEVA HELOÍSA de J.J. Rousseau, añadida la vida del Autor, creemos ofrecer una obra cuyo prestigio y celebridad son indisputables, una obra maestra de elocuencia, original, que rebosa de ternura a la par que de profunda filosofía. No es una jerga de intrigas, una aglomeración de lances inverosímiles o inesperados, y una mezcla confusa de personajes malvados y virtuosos, de acciones buenas y protervas. Su plan es sencillo, el desarrollo natural; sus personajes guiados por la virtud y la generosidad, pueden tener debilidades, ningún hombre está exento de ellas; pero éstas dan aun mayor realce a su conducta virtuosa, y penetran el corazón del lector en lo más íntimo de su sensibilidad. La naturaleza débil de los hombres los conduce al error, les extravían las pasiones; y hasta Rousseau ningún novelista habíanos enseñado la senda para pasar del vicio a la virtud sea cualquiera el grado de aquel a que uno se haya adelantado. ¡Qué verdad en los caracteres de los personajes de esta novela! Una Julia que toda es sensibilidad y dulzura, tan buena hija como tierna madre y tan ardiente amante como fiel esposa; el lector la ve, contempla una de aquellas vírgenes llenas de blandura, de candor y de juicio, trazadas por el pincel divino de Rafael. No la ama menos que San Preux, y las desgracias de estos dos amantes le causan una tierna emoción, y humedécenle sus párpados casi sin sentirlo. ¡Qué embeleso no produce la amistad de Clara y la de milord Eduardo, cada uno sirviendo de contrapeso al ímpetu con que una pasión de fuego arrastra a Julia, y mucho más aun a su amante! No se presenta éste menos interesante en su delirio y arrebatos, que en su circunspección y en la lucha de sus virtuosos sentimientos con la pasión que le domina. Por fin el carácter filosófico, grave y bondadoso de Wolmar y su calculado sistema doméstico nos hacen partícipes de la dicha y tranquilidad que reina en su familia. Extendernos más sobre las bellezas de esta obra como novela sería una tarea interminable y los Suscriptores podrán juzgar de ellas; pero en la NUEVA HELOÍSA no les ofrecemos solamente una novela, sino una obra moral y filosófica, un tratado de costumbres, de educación, un conjunto de profundas y sabias reflexiones sobre las varias situaciones de la vida y otros asuntos de no menos interés. Por fortuna se trata de una obra ya conocida, de una obra inmortal que todo el mundo admira, y se verá por consiguiente que cuanto acabamos de decir, lejos de ser un vano encarecimiento para ensalzar nuestra Colección, nos deja aún muy cortos en razón a las alabanzas de que es digna LA JULIA O LA NUEVA HELOÍSA.
Se ha procurado que fuese hermosa y esmerada la impresión; y para que conozca el lector al célebre Autor de este libro se ha puesto al frente su retrato y adicionado su vida, extrayéndola de la grande y acreditada obra, única en su clase que existe en España, titulada: Diccionario histórico o Biografía universal de hombres célebres, la que es propiedad de la casa de Oliva su editor. Finalmente esperamos que esta edición será recibida con aprecio.
Seguiremos la Colección con la hermosa novela de Madama Cottin, cuyo título es: La Malvina (en tres tomos), la que saldrá a la luz a la mayor brevedad.

VIDA de  JUAN JACOBO ROUSSEAU.

Juan Jacobo Rousseau, nació en Ginebra en 18 de junio de 1721, y aunque su nacimiento costó la vida a su madre, no por eso dejó de pasar su infancia cuidado con la mayor ternura. Su padre, que ejercía la profesión de relojero, era un hombre sencillo y honrado que, sin dejar de dar al hijo buena crianza, pensó poco o nada en cultivar el entendimiento de que estaba dotado: de modo que al salir de la niñez únicamente se acordaba de que sus primeras lecturas habían sido novelas, y las sensaciones precoces que ellas le hicieron le dieron nociones extrañas y novelescas sobre la vida humana, de las cuales ni la experiencia ni la reflexión pudieron curarle enteramente. A las novelas sucedieron sin embargo algunos buenos libros, entre ellos las Vidas de Plutarco, cuya lectura era la que más le agradaba. Su fogosa imaginación se apasionaba a los grandes genios de la antigüedad; pero no tenía una guía ni un amigo que pensase en dirigirle por vías más rectas. Viéndose su padre en la precisión de dejarle en Ginebra, le puso a pupilo en casa del clérigo protestante Lambercier, de donde salió al cabo de dos años tan ignorante como había entrado en ella. Un tío materno que se hallaba encargado de él le envió a copiar hojas en casa de un escribano de aquella ciudad, el cual le despidió por inepto; y entonces fue colocado de aprendiz en el taller de un grabador, hombre grosero que le trató muy mal, siendo esto causa de que aborreciese tal oficio: allí aprendió Juan Jacobo, no tan solo a mentir para eludir la severidad del maestro, sino también a hacer picardigüelas imitando a sus compañeros. Fastidiado al fin de una sujeción que propendía a embrutecerles, dejó de repente su nuevo estado, su país y su familia para reconquistar su independencia, y fue aventureramente a pedir hospitalidad al abate de Pontverre, cura de Confignon, en Saboya. Este eclesiástico, confiado en que le haría abjurar el protestantismo, le cogió con interés, y le envió inmediatamente a Annecy, sabiendo que en aquella ciudad cooperarían a la consecución de su objeto. Allí es donde Rousseau, entonces de edad de diez y seis años, vio por primera vez aquella madama Warrens, que representa tan gran papel en la historia de su vida. Protegiendo esta baronesa a un joven extranjero falto de recursos y de apoyo estaba muy ajena de presentir que llegara a ser su amante; preveía menos todavía que aquel mismo a quien colmaba de tantos beneficios, haciéndole además depositario de todo, infamaría un día su memoria, mezclando sin necesidad con el elogio de sus atractivos y sus virtudes las revelaciones más escandalosas. Por mediación de su protectora, y a expensas del obispo de Annecy, fue Juan Jacobo a Turín para que le instruyesen en el catolicismo, que abrazó a poco tiempo. Luego que hubo salido del hospicio de los catecúmenos, donde había permanecido cerca de dos meses, sacando únicamente de su supuesta conversión una módica suma de veinte francos, entró a servir a la condesa de Vercellis en clase de lacayo, y en aquella casa cometió una falta cuyo recuerdo atormentaba todavía su conciencia al cabo de cuarenta años, y que quiso espiar haciendo una pública confesión. Fue el hurto de una cosa, atribuyendo este delito a una criada joven que fue despedida, así como él, acusándole todos de haber causado la desgracia de aquella pobre mujer. A consecuencia de esto halló colocación en casa del conde de Gouvon, primer escudero de la reina de Cerdeña, quien le admitió de lacayo, le hizo después secretario suyo, y todos los de la casa le colmaron de favores, que no supo aprovechar por un efecto de su inconstancia natural. Escapándose de Turín como lo hizo de Ginebra, volvió a ver a madama Warrens, cuyos sabios consejos despertaron en él las inclinaciones honrosas y los bellos sentimientos que había perdido al dejar la casa paterna, entró en un seminario con intención de ser sacerdote, y a poco tiempo fue devuelto a su bienhechora como incapaz para todo. Aquella generosa mujer no desconfiando de sacar partido de él, le acoge como madre, dirige sus ideas y sus lecturas, y le hace aprender música confiada en que aquel talento podrá ofrecerle un día útil recurso. Separado después por diversas circunstancias del único ser que se interesaba por él, recorrió Rousseau la Suiza con un pretendido obispo griego que recogía limosnas para el santo sepulcro, y a quien servía de intérprete: pero el pedigüeño y su auxiliar fueron detenidos en Soleure. El embajador de Francia, a quien el joven ginebrino refiere ingenuamente sus aventuras, atestiguando sus vivos deseos de ir a juntarse en Paris con la que él llama su querida mamá, le da una cantidad de dinero con cartas de recomendación para algunos personajes de la capital de Francia, y Juan Jacobo emprende su viaje, del cual sacó tan solo una distracción estéril. Su bienhechora había salido de París para ir a establecerse en Chamberi; marcha Rousseau inmediatamente en su busca; llega a Leon, donde cree tener noticias de la baronesa, y durante muchos días se ve reducido al triste estado de tener que acostarse en un poyo al sereno, por no tener siquiera para pagar un albergue. Encuentra, en fin, a madama Warrens, y en la hermosa mansión de su quinta olvida todos los males que había sufrido. Los campos, el estudio y la amistad realizan para él todos los sueños e ilusiones de la felicidad que siempre han abusado de su imaginación, y lecturas más seguidas y meditaciones más sabias fijan poco a poco sus ideas. Explora sucesivamente a Locke, Mallebranche, Descartes, y Montaigue, la Lógica de Port-Royal, y los Elementos de matemáticas del P. Lanny. Pero una enfermedad grave viene de repente a turbar el curso de sus goces, o más bien a arrancarle para siempre de aquella venturosa situación. En la precisión de ir a consultar a los médicos de Mompeller, deja sus deliciosos campos y su tierna amiga, y a su regreso la encuentra comprometida con un hombre indigno de ella. Aunque Rousseau no había sido más fiel que Madama Warrens durante su viaje, no tuvo valor para tolerar la idea de su inconstancia. La mansión en aquella quinta fue ya odiosa para él, y fue preciso dejarla y pasar a Leon, donde le habían prometido un empleo de preceptor. Después de un año de tareas casi estériles en tal ocupación, abandonó Rousseau a sus discípulos, persuadido de que jamás conseguiría educarlos bien; y en el año 1741 se fue a París con quince luises y la esperanza de una rápida fortuna, fundada en un nuevo método que había descubierto de notar la música con números; pero este método impugnado por Rameau, le juzgaron todos defectuoso e impracticable, y el inventor mismo no tardó en desecharle. Repulsado Rousseau como músico, tuvo a lo menos ocasión de adquirir útiles conocimientos, debió a sus recomendaciones el empleo de secretario de Mr. De Motaigu, embajador en Venecia; y durante su mansión en esta ciudad, donde se multiplicaron sus aventuras, llegó a ser en él una verdadera pasión su gusto a la música italiana. A pesar de esto no fue admitida en la escena la ópera de las Musas amorosas: y por el despecho que manifestó con este motivo se ve hasta qué punto se ignoraba a sí mismo aquel buen ingenio, y se debe disimular el haber mirado como un prodigio la casualidad que vino a levantar repentinamente su talento, y hacerle tomar un vuelo tan elevado. Treinta y siete años tenía ya, cuando en el verano de 1749, yendo a visitar a su amigo Diderot, que se hallaba detenido en Vincennes a causa de su Carta sobre los ciegos, en el Mercurio de Francia, que había tomado para distraerse en el camino, leyó la cuestión propuesta por la Academia de Dijon: Si el progreso de las ciencias y de las artes ha contribuido a corromper o purificar las costumbres. “Si alguna cosa ha habido, dice Rousseau, que se parezca a una inspiración, es el movimiento que hizo en mí esta lectura: de improviso me sentí como deslumbrado por mil luces, y mi cabeza aturdida; como si estuviese embriagado, una violenta palpitación me oprime, y no pudiendo ya respirar andando, me dejo caer bajo un árbol, y paso allí una media hora en tal agitación, que al levantarme vi mi ropa regada de lágrimas sin haber sentido que las derramaba.” Vuelto en sí de su éxtasis escribió con lápiz la Prosopopeya de Fabricio, que se apresuró a enseñar a Diderot, y éste le animó a dar vuelo a sus ideas, y concurrir a ganar el premio. Ocupóse Rousseau inmediatamente en esto, y compuso aquella brillante declamación que tan famosa se hizo, y que fue como la señal del levantamiento contra su siglo. Habiéndole concedido el premio la Academia de Dijon, esta novedad acabó de poner en fermentación en su corazón la primera semilla del heroísmo que en él había sembrado cuando niño la lectura de Plutarco. Se propuso ser libre, romper los grillos de la opinión, y para preludiar en este nuevo papel, suprimió de su mesa y de su vestido el poco lujo que había gastado hasta entonces. Renunciando también el empleo de cajero que había tenido en casa de Mr. De Francucil, porque la custodia de un tesoro turbaría su sueño, se hizo anunciar como copiante de música a diez sueldos por página; y su determinación movió tal ruido que tuvo en breve más copia de lo que quería. El aplauso que obtuvo poco después el Adivino de la aldea, que fue representado en Fontainebleau en 1752, acabó de darle celebridad: el rey mismo quiso ver al autor; pero el filósofo, pensando en la confusión en que va a verse para dar gracias al monarca, se escapa en el momento de la representación, y va a refugiarse a París mientras que sus protectores le buscan en Fontainebleau. Al año siguiente la Academia de Dijon, que tenía obligado a Rousseau, presentó a concurso un asunto que debía tentar su pluma, y era el Origen de la desigualdad de las clases de la sociedad. Para meditar esta cuestión que le ofrecía oportunidad de exponer sus principios favoritos, corrió a internarse en el bosque de S. German, y en aquel sitio, donde creía encontrar, dice él mismo, la imagen de los primeros hombres de que iba a trazar altivamente la historia, compuso aquella sombría y vehemente sátira de la sociedad humana, cuya dedicatoria se mira como una obra clásica de dicción, de decoro y de profundidad. Habiendo tenido ocasión de regresar a Ginebra, revocó allí solemnemente la abjuración que había hecho en Turín, y tuvo tentaciones de fijar para siempre su residencia en su patria nativa; pero la proximidad de Voltaire le disuadió de esto, y luego volvió a París. Entonces madama de Epinay, que poseía cerca de Montmorenci una hermosa quinta, hizo que le construyesen, sin que él lo supiera, la casita tan conocida con el nombre de la Ermita en un sitio que a él le gustaba. “Oso mío, le dijo ella un día, ahí tenéis vuestro asilo; vos le habéis escogido, y la amistad os le ofrece.” Lo aceptó, aunque no sin algunas dificultades, y fue a establecerse allí con sus dos amas de gobierno. Así es como él y sus amigos llamaban con justo motivo a una madre y una hija que tenía consigo. Esta última, a quien él había encontrado en 1745 en una posada de París, era tan estúpida, según cuentan, que no podía contar por su orden los meses del año ni las horas de una muestra de reloj; y sin embargo, aun cuando hubo llegado el tiempo en que debió avergonzarse de tal amistad, se dejaba dominar todavía por aquella moza, que si a falta de los más débiles dones de la inteligencia hubiese estado dotada a lo menos del instinto del amor materno, que la naturaleza concede hasta a los seres privados de razón, hubiese ahorrado al filósofo, a quien ella hizo padre y con quien casó después, el remordimiento y la vergüenza de haber abandonado sus hijos a la compasión del público. En 1756 fue Juan Jacobo con Teresa y su madre a establecerse en la Ermita, y en aquel sitio se dedicó a componer diversas obras que le pusieron en la primera clase de los escritores que más han ilustrado la literatura moderna: más no tardó en ocasionar amarguras a su vida una pasión ciega. No pudo ver sin prendarse y enamorarse de ella a la condesa de Houdetot, cuñada de madama Epinay, aunque sabía que era íntima amiga y querida de Estanislao Lambert. El resultado de este loco amor fue su desavenencia con madama Epinay, con Diderot y casi todos sus demás amigos. Acusándole todos de traición, se creyó desde entonces cercado de lazos y emboscadas; dejó la Ermita y fue a establecerse en Montmorenci, en el rigor del invierno, quien queriendo desarmar a aquel fiero enemigo de las preeminencias sociales, a fuerza de obsequios, argumentos y consideraciones le obligó a que aceptase un alojamiento en la quinta del duque de Montmorenci, donde tuvo la libertad de vivir según sus gustos. Dio a luz pública la Nueva Eloísa en 1759, y el buen éxito que tuvo esta obra excedió a las esperanzas aun del mismo autor, que decía: “El que no idolatre a mi Julia no sabe lo que es necesario amar, y el que no es amigo de San Preux, no puede serlo mío.” Sin embargo de esto, trabajaba Rousseau en un libro más serio, cual era un tratado de educación, cuyo proyecto y objeto había revelado en la última parte de la Nueva Eloísa. Viendo que se había tolerado en su Julia una especie de devoción paradojal, confió en que un vicario saboyano, confesando que el Evangelio hablaba en su corazón pudiese proclamar impunemente una religión sin culto y una moral sin dogmas. Es oportuno decir que a pesar de las reconvenciones que se hacen al Emilio, esta obra no deja de ser considerada como el más bello monumento de la gloria literaria de Rousseau, pues en ella particularmente se ha mostrado con una alta superioridad el genio del grande observador, prodigando recursos y tesoros del genio oratorio. Locke ha compuesto una obra para la educación: casi todas las ideas de Locke están en Rousseau. En Locke son razonables, en Rousseau poderosas. El Emilio, impreso en Holanda en 1762, en el momento de publicarse excitó una fermentación que pudo hacer presentir al Autor la suerte que le esperaba; pero habiendo sido remitidas a Francia las pruebas de esta obra, bajo sobrescrito a Mr. De Malesherbes, director de la librería, el cual las corregía, Rousseau tuvo su patrocinio; y contando por otra parte con el favor público, se creía a cubierto de toda persecución y vivía en una perfecta seguridad, cuando el príncipe de Conti hizo advertirle que el Parlamento había mandado prenderle: el mariscal de Luxemburgo quiso facilitar su fuga, y Rousseau se propuso pasar a Suiza; mas apenas había llegado a Iverdum, cuando supo que el Emilio había sido quemado en Ginebra por mano del verdugo, y que allí, lo mismo que en París, se había decretado la prisión del Autor. Amenazado el filósofo por el senado de Berna, obligado a huir de nuevo, encontró por fin asilo en el principado de Neuchatel, y obtuvo el consentimiento del rey de Prusia para residir en el lugar de Motiers-Travers, donde el gobernador de la provincia milord Keith, conocido más bien bajo el nombre de milord mariscal, le asignó una corta pensión vitalicia. Entonces por un efecto de fantasía adoptó Juan Jacobo el traje armenio, y renunciando las letras se puso a hacer cordones con herretes, trabajando en la puerta de la calle como las mujeres del lugar, y conversando con los pasajeros. Sin embargo, no pudo prescindir de contestar al mandamiento del arzobispo de París que acababa de anatemizar el Emilio, y publicó la Carta de Rousseau a Mr. De Beaumont, muy superior en estilo y lógica a las Cartas escritas por La Montaigne, las cuales compuso consecutivamente contra los clérigos de Ginebra, y que movieron contra él nuevas tempestades. El cura protestante de Montmollin tomó efectivamente la determinación de excomulgarle, con lo cual se amotinó en tal manera contra él el populacho de Motiers, que se vio otra vez obligado a huir. Encontró un asilo en la isla de S. Pedro, situada en medio del lago de Bienne; pero a pocas semanas y en una estación rigurosa se recibió una orden del Senado de Berna, la cual le arrancó repentinamente de las pacíficas ocupaciones con que pasaba su vida en aquella soledad, y le forzó a dejar aquel suelo dentro de veinte y cuatro horas. David Hume, el historiador inglés, le facilitó medios para pasar a Inglaterra, y le dispensó muchos y grandes favores, sin descuidar ninguna de las precauciones necesarias para no ofender un genio tan caviloso, exasperado más y más cada día por las desgracias. Empezaba Rousseau a dedicarse nuevamente a sus ocupaciones favoritas en una casa de su gusto y su elección, situada cerca de Wootton en el Derbyshire, cuando un nuevo incidente le hizo ver toda la Inglaterra contra él, y a David Hume con sus cómplices ocupados en hacerle perecer en Wootton de pesar y de miseria. La causa de este sobresalto y de la ruidosa disensión que esto produjo era una supuesta carta del rey de Prusia, en la cual ponían en ridículo la manía del filósofo ginebrino de creerse perseguido del mundo entero. Ajeno estaba Hume de esta burla, pero no su amigo Walpole, que después declaró ser autor de ella. Rousseau, a quien por otra parte no le gustaba la Inglaterra, dejó aquella nación en 1767, a los diez y seis meses de residencia en ella, y volvió a Francia donde el modo afectuoso con que fue recibido debiera haberle curado para siempre de sus sombrías quimeras. Ofrecióle el príncipe de Conti un asilo en su palacio de Trye cerca de Gisors; y Juan Jacobo vivió en él algún tiempo bajo el nombre de Renan; pero muy luego se creyó cercado de espías, y se marchó para ir a herborizar en las cercanías de Leon, de Grenoble y Chambery, y aparentó querer establecerse por último en Monquin, a legua y media de Bourgoin, donde casó con su Teresa en 1768. Al año de residencia en aquel lugar, atormentado más que nunca de sus tristes visiones, tomó repentinamente la resolución de volver a París, y en 1770 consiguieron sus amigos que las autoridades tolerasen su permanencia en aquella capital. A fines de 1772, y a ruegos de un noble polaco, el conde de Wielhorski, escribió Rousseau sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia. Su incansable monomanía le dictó después algunos diálogos en que hace su apología con un númen y una frescura de estilo que desdicen de los hielos de la edad. Otro tanto se puede decir de sus Ilusiones, de las cuales la última, que ha quedado incompleta, está dedicada al doloroso recuerdo de madama Warrens, que hacía mucho tiempo que había muerto, y que no se había apartado jamás de la mente del filósofo a pesar de tantas vicisitudes. Este hombre tan extraordinario murió en 3 de julio de 1778 en Ermenonwille, en posesión del marqués de Girardin. Diversas personas de quienes no se puede sospechar que sean enemigas de Rousseau, inducidas por la preocupación de los disparates que hizo durante su vida han formado un problema de la causa de su muerte; le han acusado de haber atentado a sus días, apoyando esta acusación en pormenores que parecían darle alguna probabilidad. Pero la justificación verbal de los médicos y diversos testigos no menos auténticos han probado que la muerte de Juan Santiago Rousseau fue natural; y esta opinión es hoy día la más válida. Fue enterrado en la isla de los Álamos en Ermenonwille, donde aún se lee en su antiguo sepulcro la inscripción siguiente, que era su divisa:
VITAM IMPENDERE VERO.
Pero en 11 de octubre de 1794 fueron retiradas de allí sus cenizas, a pesar de las vivas reclamaciones de Mr. De Girardin, para depositarlas en las bóvedas del Panteón de París, hoy día Santa Genoveva, donde se hallan con las de Voltaire. En su féretro se lee en francés lo que traducimos:
Aquí reposa el hombre de la naturaleza y la verdad.
El carácter moral de este hombre célebre, dice uno de los biógrafos de J. J. Rousseau, parece imposible de analizar. Es un compuesto de elementos tan contradictorios, que uno está siempre admirado de encontrarlos reunidos en un mismo individuo. Rousseau es sin embargo uno de los escritores que mejor han pintado su carácter en sus obras, particularmente en su Correspondencia familiar. El entusiasmo de los que Grimm llama devotos de Juan Jacobo, ha hecho de él un hombre cabal; una prevención contraria le ha pintado con rasgos horrendos: es muy justo confesar los vicios de un hombre que no ha sido escaso en difamarse hasta a sí mismo, pero tampoco se le pueden negar muchas virtudes dignas de los tiempos antiguos. Sencillo en sus gustos, enemigo de un lujo vano, sobrio y desinteresado, quiso más bien carecer de lo necesario, que comprar lo superfluo a costa de su independencia. En el tiempo que sus libros enriquecían a casi todos los libreros de Europa, bebía agua en una de sus comidas, ahorrando para beber en la otra un poco de vino puro. Con un alma fogosa e irascible no conoció la envidia, los celos ni las mezquinas venganzas tan familiares a los literatos. Aunque escarnecido por Voltaire, le hizo justicia, y pudo aborrecerle sin insultarle jamás. Fastidiábale el trabajo, particularmente en el bufete: el movimiento del paseo, la perspectiva de los campos y los bosques hacían su imaginación fértil y fecunda para escribir. Inspirábale maravillosamente el recuerdo de los lugares que habían sido teatro de los principales acontecimientos de su vida. Un árbol, un arroyo, un peñasco, testigos de su felicidad, merecían de él un reconocimiento que negó no pocas veces a los beneficios de los hombres. Además de las obras ya mencionadas, y su Botánica, obra adornada de 65 láminas iluminadas, publicada en París en 1805, un tomo en folio, había meditado Rousseau unas Instituciones políticas, de que únicamente publicó el resumen que se ha hecho tan famoso bajo el título de Contrato social. En su primer discurso se había declarado contra la literatura: en el Discurso sobre la Desigualdad de las clases o condiciones se declaró contra la civilización, y en el Contrato social contra toda organización política existente. Esta obra se redujo toda ella a esta idea: que no hay más soberanía que la soberanía de todos; que esta es omnipotente, es decir, sumamente justa; que no puede engañarse, o a lo menos que aun engañándose su acción debe ejercerse irrevocablemente; que esta soberanía no puede ser enajenada, ni distribuida, ni representada. Este sistema fue el código de los convencionales, quienes hicieron colocar el busto del Autor en el salón de sus sesiones. Estas son las noticias probablemente más exactas que sobre la vida de tan célebre filósofo se han recogido; sin embargo, como las opiniones de este hombre extraordinario le han suscitado enemigos entre los escritores de varias clases, y también admiradores fanáticos, y como cada uno ha procurado pintarlo con el colorido que convenía a sus miras, debe el lector valerse de una crítica desapasionada y racional para juzgar de los hechos y prescindir de los comentarios que haya podido inspirar el espíritu de partido, objeto que hemos tenido presente al redactar la vida del Autor de la Nueva Heloísa.

PRÓLOGO

Las ciudades populosas necesitan de espectáculos, y de novelas los pueblos corrompidos. He visto las costumbres de mi tiempo, y he publicado estas cartas: ¡ojalá hubiera vivido en un siglo en que hubiera tenido que tirarlas al fuego!
Aunque aquí solo el título de editor tomo, yo propio he compuesto parte de este libro, y no lo disimulo. ¿Lo he hecho todo, y no es más que una ficción esta correspondencia? ¿Qué os importa, cortesanos? En todo caso es ficción para vosotros.
Todo hombre de bien debe responder de los libros que publica: por tanto me nombro al frente de esta colección, no para apropiármela, sino para salir por ella. Si es mala, impútenmela; si es buena, no quiero que me atribuyan la honra de lo que valiere. Si es malo el libro, tanta más obligación tengo de reconocerlo por mío, porque no quiero ser tenido en más de lo que valgo.
Por lo que a la verdad de los sucesos respecta, declaro que habiendo estado varias veces en el país de los dos amantes, nunca oí hablar ni del barón de Etange, ni de su hija, ni del señor de Orbe, ni de milord Eduardo Bomston, ni del señor de Wolmar; también advierto que está la topografía groseramente equivocada en varios parajes, o sea para engañar más bien al lector, o porque efectivamente la ignoraba el autor. Esto es cuanto puedo decir; piense ahora cada uno como le parezca.
No es bueno este libro para correr por el mundo, y petará a poquísimos lectores, disgustará su estilo a las personas de gusto sano; la materia asustará a los sujetos severos; los que no creen que haya virtud encontrarán todos los afectos fuera de la naturaleza. Debe desagradar a los devotos, a los libertinos, a los filósofos; repugnar a las mujeres fáciles, y escandalizar a las honradas. Pues ¿a quién agradará? Acaso a mí solo, pero es cierto que no agradará medianamente a nadie.
El que se quiera determinar a leer estas cartas se ha de armar de paciencia, para aguantar los yerros de gramática, el estilo enfático y chabacano, y los pensamientos vulgares expresados en términos altisonantes; de antemano debe saber que los que las escribían no eran franceses, ingenios agudos, académicos, filósofos: sino gentes de una provincia, extranjeros, solitarios, mozos y casi niños, que en sus novelescas imaginaciones confunden con la filosofía los honrados desvaríos de su cerebro.
¿Por qué he de reparar en decir lo que pienso? Esta colección con su estilo gótico es mejor para las mujeres que los libros de filosofía, y también puede servir para las que en medio del desarreglo de su vida han conservado algún amor a la honestidad. En cuanto a las doncellas, eso es otra cosa. Nunca leyó novelas una casta doncella, y a esta le he puesto un título bastante claro, para que así que la abran, sepan de qué naturaleza es. La doncella que no obstante el título se atreva a leer una sola página, ya es perdida, pero no impute a este libro su pérdida, que ya estaba el daño hecho. Una vez que ha comenzado, que siga, porque nada tiene ya que perder.
Si un varón austero repasando esta colección, se enfada desde las primeras páginas, tira encolerizado el libro, y se enoja contra el editor, no me quejará de su injusticia; porque puesto en su lugar acaso hubiera yo hecho otro tanto. Si después de haberla leído toda entera, se atreviese alguno a censurarme por haberla publicado, dígalo, si quiere, a todo el mundo, pero no me lo venga a decir a mí, porque sé que no podría en mi vida estimar al tal hombre.
Id, buenos personaje con quienes con tanta complacencia he vivido, y que tantas veces me habéis consolado de los agravios de los malos. Id a buscar a vuestros semejantes, y huid de las ciudades que no los hallaréis en ellas. Id a las humildes soledades a consolar a alguna pareja de fieles esposo, cuya unión con los embelesos de la vuestra se estreche; a algún hombre ingenuo y sensible que sepa amar vuestro estado; a algún solitario fastidiado del mundo, que aun desaprobando vuestras culpas y errores diga enternecido: ¡Ah, éstas eran las almas que la mía necesitaba!

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