domingo, 7 de abril de 2019

EL SIMULADOR Stuart Palmer


Stuart Palmer (1905–1968) fue un autor estadounidense de misterios. Palmer, nacido en Baraboo, Wisconsin, trabajó en una serie de trabajos ocasionales, entre ellos la selección de manzanas, el periodismo y la redacción publicitaria, antes de publicar su primera novela, el drama criminal Ace of Jades , en 1931. Sin embargo, fue con su segunda novela que estableció su carrera como escritor: The Penguin Pool Murder presentó a Hildegarde Withers, un miembro de la escuela que, en un viaje al acuario de Nueva York, descubre un cadáver en la piscina. Withers era un personaje inmensamente popular y protagonizó otras trece novelas, entre ellas Miss Withers Regrets (1947) y Nipped in the Bud.(1951). Palmer, un maestro de la intrincada conspiración, tuvo éxito al escribir en Hollywood.https://www.goodreads.com/author/show/99754.Stuart_Palmer

EL SIMULADOR

Stuart Palmer
R
OSCOE Brock había sido siempre el niño mimado de la suerte, hasta que la suerte se le escapó súbitamente de las manos. Si los acontecimientos del futuro se anunciasen antes con su sombra, la vida de Brock hubiese estado compuesta de una serie de sombras, todas ellas de tétrico aspecto.
Cierto sábado, por ejemplo, salió a dar un breve paseo a caballo y regresó a casa con un agujero de bala en el sombrero. Poco más tarde ocurrió lo de aquella botella de coñac abierta para celebrar su cumpleaños y que tuvo que ser desechada por el mal aspecto de su contenido. Pero dicha botella fue a parar a manos de la criada negra; y la criada negra apareció varias semanas después a reclamar su salario, con el aspecto de quien ha estado de visita en el valle de la Muerte, como en verdad estuvo. En otra ocasión, obligado por un repentino chubasco, Roscoe Brock se refugió en una estación del metro; fue empujado fuera del andén y cayó ante las ruedas de un tren que se detuvo a escasos centímetros de su cuerpo.
Tres estupendas casualidades, de esas que no se repiten a menudo.
El siguiente acontecimiento fue la señorita Hildegarde Whithers; algo así como unir el insulto a la agresión.
La maestra solterona estaba sentada en el relativo frescor del jardín de un restaurante de las afueras, hojeando un libro y ante una taza de café.
—Y las víctimas nacen o se producen en la sociedad, lo mismo que los criminales… ¿Me escuchas, Oscar Piper?
El inspector salió de su meditación, sobresaltado. Estaba tratando de averiguar lo que parecía su compañera de mesa con el extraño sombrero que llevaba aquella noche. Tal vez recordaba una de esas casas holandesas, llenas de ángulos, que tienen un nido de cigüeñas en el tejado.
—Sí, Hildegarde… Muy interesante, pero…
El resoplido de su interlocutora pudo ser oído con toda claridad.
—El libro del doctor Henting es más que interesante; es todo un nuevo enfoque de la criminología. Nos sugiere que muchas víctimas, prácticamente, son víctimas porque lo piden ellas mismas. Se interponen en el camino del criminal y le tientan. Y, sin embargo, los expertos en seguros afirman que hay personas inmunes a los accidentes. ¿No te has encontrado con otras que parecen ser inmunes al crimen?
Mientras el inspector sacudía la cabeza, la solterona prosiguió:
—¿No refrescaría tu memoria el nombre de Roscoe Brock?
—Tú has estado escuchando detrás de las puertas, o de algo parecido, ¿verdad?
—No. Pero tengo fuentes de información propias. Y entre paréntesis, ¿es verdad que Brock suscribió una póliza de seguros por valor de cien mil dólares, porque está convencido de que ha de dejar pronto este valle de lágrimas?
—¡Ah, este maldito tiempo! —exclamó el inspector—. El calor y la humedad aumentan la estupidez humana… Verás, Hildegarde. El otro día vino a mi despacho una señora que dijo llamarse Millicent Jones. Una de esas mujercitas suaves y agradables, que parecen incapaces de asustar a una gallina, pero que saben empujar hasta que se abren paso. Se me presentó como la secretaria particular de ese Brock…
—De ese Brock a quien llaman «el joven brujo de Wall Street», que ha amasado varios millones y los ha perdido después; de ese Brock que se ha casado dos veces y divorciado otras tantas con la misma mujer, una bailarina llamada Nadia, que malgasta sus encantos en el aire viciado de Hollywood… No te sorprendas tanto; una maestra jubilada no tiene más entretenimiento que el de leer los periódicos… Pero sigue, soy toda oídos.
—¿Oídos? ¡Querrás decir narices!… Bueno, pues esa Jones asegura que su jefe está al borde de la tumba. Y pretende que nosotros dejemos todo lo que tenemos entre manos y evitemos ese peligro. Sin embargo, ella no puede sugerirnos ninguna posible causa de lo que teme…
—Es decir, que la dama en cuestión está más preocupada que la posible víctima…
—Por lo menos, no es tan fatalista. Ha trabajado muchos años con Brock y no quiere que se lo maten…
—Me imagino, Oscar, que le habrás dicho, con tu habitual diplomacia, que si realmente llegan a matárselo, tú mismo investigarás los hechos.
El inspector adoptó una actitud de mansedumbre.
—Verás. Resulta que el Departamento está demasiado ocupado con homicidios que ya han sucedido como para perder ahora el tiempo con acontecimientos posibles. Además esa clase de accidentes, o casi accidentes, le pueden ocurrir a cualquiera.
—El asesinato también le pueden ocurrir a cualquiera —repuso la señorita Withers en tono cortante—. Y suceden en el mundo con un promedio de 45 minutos. Además, yo no estoy tan convencida de que siempre sean accidentes los que parecen serlo; y te lo voy a demostrar. Mira: Uno de mis antiguos alumnos ha llegado a ser inspector de seguros. Él es, precisamente, quien me ha dicho que no están muy tranquilos con la nueva póliza de Brock. Han oído ciertos rumores, y quisieran saber si el hombre tiene verdaderamente menos probabilidades de vida de las que debería tener a su edad. Me han pedido consejo extraoficialmente sobre la posible cancelación de la póliza. Y comprenderás que, si la policía está dispuesta a cruzarse tranquilamente de brazos mientras matan a Brock, yo no lo estoy de ninguna manera.
—Los responsos no se dirán esta noche, ¿no crees?
El inspector parecía divertido. Añadió:
—Como tú quieras, Hildegarde. Pero te apuesto algo a que te equivocas. Los asesinos de verdad no pierden el tiempo con crímenes que puedan fracasar; van derechos al asunto y, generalmente, con una pistola o con la punta de un puñal. Puedes rastrear todas las pistas que quieras, Hildegarde; pero no me compliques la vida…
Al amanecer del día siguiente, antes de que sonasen las siete, la maestra solterona atravesaba el Central Park con dirección al edificio de departamentos donde Roscoe Brock tenía su hogar. Una vez llegada a ese punto, se puso a mirar con esperanzados ojos hacia las ventanas del piso quinto del inmueble. Pero todas aquellas ventanas estaban protegidas por persianas, y sus miradas resultaron inútiles. En aquellos momentos, una mujer salió por la puerta principal del edificio y subió a un taxi. Tenía la majestad de una reina y llevaba un traje de noche rojo, cuatro brazaletes de diamantes y una estola de martas cibelinas, como si ese fuera el atavío normal de aquella hora del día. Se advertían, también, huellas de llanto en sus mejillas.
Pero hasta horas más tarde, cuando la señorita Withers estaba absorta en el examen de un fajo de periódicos viejos, en una sala de biblioteca pública, no relacionó a la dama elegantemente vestida y de apariencia poco feliz, con Roscoe Brock. Y fue cuando, en un número de un suplemento dominical atrasado, vio el mismo orgulloso rostro bajo el siguiente encabezamiento: «Amor dos veces fracasado». La información no parecía haber sido escrita con tinta, sino con una solución perfumada de benzedrina. En ella se relataba cómo la exótica Nadia Nórdica marchaba hacia Palm Springs para divorciarse por segunda vez del «joven brujo de Wall Street». El dibujante la había retratado ligeramente vestida y emergiendo de un bosque, como una ninfa, perseguida por un apático dios Pan, que, aparentemente, se había detenido a leer la sección de finanzas.
—¡Vaya, vaya! —murmuró la señorita Withers.
Y tras unos momentos de vacilación, decidió atacar de frente. Mediante una llamada telefónica y un viaje en metro hasta el extremo de la ciudad, llegó a un edificio que se alzaba sobre una famosa calle que comienza en el cementerio y acaba en el río. Los nombres de las empresas de Roscoe Brock se leían sobre la puerta, y eran tantos, que sin duda superaban al número de empleados que trabajaban en el interior. La señorita Millicent Jones la estaba esperando.
—¿Usted es la señorita Withers? He de confesar que me la imaginaba… de otro modo.
—Pues lo soy. Algunas veces, señorita Jones, resulta una ventaja para mi tipo de trabajo el no parecer un policía —declaró la maestra jubilada.
—Llámeme Jonesy, como hacen todos.
Tanto el vestido como los gestos de la secretaria parecían sugerir que se consideraba más bella y más joven de lo que realmente era. Pero, de cualquier modo, se advertía su gran competencia.
—El señor Brock no está todavía en su despacho. Como es lógico, aún se encuentra un poco impresionado por su experiencia del metro. Los hombres son como niños, ¿no le parece?
La señorita Withers murmuró que su experiencia, tanto con hombres como con niños, era muy limitada. Y se dejó conducir por Jonesy.
—Venga por aquí. Usaremos el despacho privado del señor Brock. Es cómodo y tranquilo.
Jonesy abrió la puerta con una llave propia.
«Confortable y acogedor como la tumba de Grant», pensó la maestra, a la vista de aquel despacho, todo de madera oscura y grueso cuero. Rechazó el cigarrillo que le ofreciera Jonesy y esperó a que ésta se dejase caer tras un macizo escritorio de caoba y encendiera su propio cigarrillo, lanzando el humo por las dilatadas ventanas de su nariz.
—Pues bien. Como usted sabe, estoy a cargo de todos los asuntos personales de Roscoe Brock.
—Me parece que el asunto más inmediato es mantenerle vivo.
—Exacto. Lo que pretendemos es una investigación criminal anterior al delito.
Seguidamente, Jonesy respondió a una serie de preguntas referentes a los accidentes de Roscoe. El balazo había tenido lugar cuando éste pasaba un fin de semana en casa de los Stevens. Bob Steven había sido su socio años atrás. La ruptura había sido amistosa, y ambos hombres habían continuado su trato, aunque no muy íntimamente. En un principio se culpó del disparo a algún cazador descuidado.
—Pero mayo no es el mes más propicio para los Nemrods —observó la señorita Withers.
—Justamente. Y tampoco pudo ser el rifle de calibre 22 con que juegan algunos muchachos, porque el agujero que dejara en el sombrero de Brock —un hermoso Borsalino— era lo suficientemente grande como para haber sido hecho por uno del 30 o del 32.
Jonesy se refirió en seguida al incidente de la botella de coñac. Esta le había sido enviada a Roscoe con un mensajero en unión de otros regalos. Aunque se había perdido la tarjeta, todos supusieron que sería el regalo de algún antiguo amigo, porque se trataba de su marca favorita. Se descorchó inmediatamente, para una fiesta en la oficina, acompañándola de una tarta que llevaba la inscripción «La vida comienza a los 40», regalo de las «chicas», y una caja de cigarros obsequio de los hombres. Jonesy, por su parte, le había regalado un par de «Glen Argyles» tejidos por sus propias manos. El caso es que se proponía un brindis, cuando alguien descubrió que el contenido de la botella no estaba en buenas condiciones. Acaso se había avinagrado, como suele sucederles a los coñacs viejos. Fue arrojada al cesto de los papeles. Más tarde, cuando se tuvo noticia de los efectos producidos en la mujer encargada de la limpieza, se buscó el envoltorio original, pero éste se había perdido con todos los demás.
—¿Verdad que fue una suerte que Brock sólo bebiese un trago muy pequeño? —preguntó Jonesy.
—Suerte para todos, menos para la encargada de la limpieza —sugirió la señorita Withers.
—Sí, pobre Verzine. El encargado del edificio dice que cuando vino a cobrar su sueldo tenía la palidez verdosa de un muerto. Brock me hizo enviarle un cheque de cien dólares, aunque no tenía ninguna obligación de hacerlo. Nadie le había mandado a ella andar rebuscando en los cestos de papeles.
La conversación fue interrumpida de pronto por el timbre del teléfono, que luego volvió a sonar numerosas veces. Jonesy lo atendía, concertando y deshaciendo compromisos para su jefe, discutiendo con el sastre o con los camiseros, recordando al estanquero que otra vez había enviado los cigarros equivocados.
—Brock es un niño, en el fondo —explicó Jonesy—. Sabe muy bien que no debe fumar esos pesados Coronas, pero hay que vigilarlo constantemente para que no lo haga.
Finalmente abordaron concretamente el asunto del accidente de la estación del metro, que parecía ser el más misterioso. El ataque no pudo ser premeditado, porque nadie sabía que Brock iba a salir temprano del despacho y que iría a vagar por las tiendas de Times Square en busca de cactus y de plantas tropicales para su terrarium.
—¿Su qué?
—Su terrarium. Está sobre el bar que tiene instalado en el living room. Es como un acuario, sólo que en lugar de agua, se le ponen tierra y cactus, y hasta algún sapo y algún lagarto. Es una idea para provocar la sed de los invitados.
—¡Dios mío, cómo viven algunos! —dijo la señorita Withers moviendo la cabeza.
Pero Jonesy continuó explicando el accidente del metro. Un súbito chubasco, con relámpagos y truenos, había sorprendido a Roscoe, y éste, que toda su vida había temido a las tormentas eléctricas, se refugió en la estación de la calle 47. Ya en ella, se puso a leer tranquilamente el periódico, perdido entre la multitud, cuando, de pronto, se vio empujado desde el andén a la vía.
—Pero esa vez tuvo que haber muchos testigos…
—Demasiados. En casos como éste, nadie nota nada. Ni siquiera el guardia o los empleados. Todo ocurrió rápidamente. El que lo empujó debió de escaparse entre la muchedumbre. Y llegado a una conclusión: los tres accidentes juntos, prueban…
—Entre otras cosas, que el asesino en potencia es más tenaz que hábil. Y, entre paréntesis, ¿qué clase de gente viene por aquí?
—De todo un poco —admitió Jonqsy—. Además de los asuntos de Bolsa, nos dedicamos a comprar empresas en quiebra, a patrocinar inventos y a hacer subarrendamientos. Teníamos intención de retirarnos. Roscoe Brock dijo siempre que cuando cumpliese los cuarenta años se retiraría, para dedicarse a disfrutar un poco de la vida.
—Disfrute de la vida que viene a significar mujeres livianas y carreras de caballos, ¿no es así?
—Usted no conoce a Roscoe Brock. Para él no existen las coristas. Ya adquirió bastante experiencia en esas cosas cuando se casó con aquella mujer. Incluso llegó a financiar varios espectáculos musicales para protegerla. Pero siempre se quemaba las manos. Y no es que ella careciera totalmente de talento, no. Pero… —Jonesy sonrió furtivamente—. En fin, como le decía Brock tiene intención de retirarse. Piensa en un pueblecito a orillas del lago Loon, en Maine, donde hay abundantes truchas y salmones.
—Podrá retirarse, si alguien no le retira antes por otros procedimientos. Y, sin embargo, no parece haber nadie que tenga motivos para desear su muerte. ¿Qué me dice de su antiguo socio?
—Oh, el señor Stevens estuvo resentido durante cierto tiempo, porque Roscoe Brock le compró todas sus acciones cuando la firma parecía a punto de quebrar, y al año siguiente estábamos otra vez a flote. Pero ya todo está olvidado. Stevens también asistió a la fiesta de cumpleaños, y hasta bebió un trago del dichoso coñac; no lo habría hecho si…
—Comprendo. ¿Y quién se beneficiaría con el testamento de Brock?
Jonesy movió la cabeza.
—No existe ningún testamento. Y el único pariente que yo le conozco es un primo lejano, médico misionero en Corea.
—Por lo tanto, fuera de toda sospecha. —La señorita Withers se incorporó—. Gracias. Me ha ayudado usted mucho. Y ahora, ¿qué le parecería si llamase al señor Brock y le anunciase mi visita?
La secretaria pareció decepcionada.
—Pues… yo había pensado que almorzaríamos juntas, usted y yo. Quería haberle indicado lo que se puede hacer para proteger a Brock…
—Muy agradecida, pero creo que, por ahora, prefiero jugar la partida sola.
Y sin escuchar las posibles, protestas, la señorita Withers salió, con una vaga impresión de malestar.
Ya de regreso en el barrio alto de la ciudad, la maestra solterona aguardó durante cierto tiempo a la puerta del departamento 5-A hasta que, después de haberse identificado a voces a través de la puerta cerrada, ésta fue abierta por un hombre en pijama y bata, que no podía ser otro que el mismo Roscoe Brock.
—Siento haberla hecho esperar —dijo—. No he dormido nada esta noche, como usted puede imaginarse.
Pensando en Nadia, la señorita Withers comprendió perfectamente.
Mientras tanto, su anfitrión le explicaba que había despedido a todos sus criados por pura precaución.
—¡Lo más terrible es que no puedo confiar en nadie!
La señorita Withers le siguió hasta el living room. El «joven brujo» de ayer era ahora un hombre nervioso y alarmado. Tenía una cara redonda y juvenil, con una nariz sobresaliente y un cuerpo musculoso y grueso. Se podía advertir, tras de su aparente seguridad, el miedo que le poseía.
—¿De modo que usted es el experto en crímenes que envía la compañía de seguros para acabar con todo esto?
—También trabajo con la policía, algunas veces —advirtió la señorita Withers, sentándose delicadamente en una silla.
El cuarto era vistoso y llamativo, pero no acogedor. La maestra contempló, muy a pesar suyo, una colección de estatuillas primitivas, talladas en madera, fetiches de Polinesia y de África, que decoraban las paredes. Deidades poliformas, de pesadilla.
—No mire mucho este living —dijo Brock—. Parece un panteón. Cuando alquilé esta casa, el invierno pasado, después de mi divorcio, dejé a Jonesy que la arreglara a su gusto. Y me parece que se dedicó demasiado a la escultura de la selva. A veces tengo la impresión de que me están pidiendo que les ofrezca un sacrificio.
Brock prosiguió, señalando una figurita de caoba, particularmente horrible, que estaba sobre el piano:
—Ese es Dumballa, de Haití. ¿Verdad que parece estar ansioso de ceremonias sangrientas?
La señorita Withers dio un resoplido, y se dispuso a decir algo sobre los ídolos. Pero en aquel momento sonó el timbre de la puerta.
Al poco rato regresó Brock con algunas cartas, periódicos y paquetes postales.
—Es el correo de la mañana. ¿Me permite un momento?
—¿Espera algo importante? ¿Una amenaza o una exigencia de dinero?
Brock le lanzó una rápida mirada y asintió:
—Tal vez. Tiene que existir un plan concreto detrás de toda esta persecución y espero que salga a la luz en cualquier momento.
Mientras el señor Brock revisaba la correspondencia, la señorita Withers tuvo tiempo de darse cuenta de que no era tan joven como le había parecido antes. Probablemente era uno de esos hombres que, como Lindbergh, el duque de Windsor o Mickey Rooney, pasan de la mocedad a la vejez sin apenas detenerse en la madurez. Una manzana verde que se pudre, un joven con arrugas…
—¡Vaya! ¿Qué es esto? —exclamó de pronto Brock, mostrando una pequeña caja de cartón, sellada en su parte superior y provista de agujeros en sus lados—. Debe ser el lagarto que encargué para mi terrarium. Pedí a una casa de Texas que me enviara uno de esos animales que la gente llama sapos con cuernos. Creo que sería una novedad para mis amigos ver una de esas bestezuelas a través del cristal.
Mientras hablaba, Brock iba despojando la caja de su envoltorio. De pronto lanzó un grito y tiró la caja lejos de sí.
—¡Cuidado, por Dios! —dijo.
—Ya tengo cuidado —respondió la señorita Withers desde lo alto del piano, mientras se alzaba las faldas más arriba de las rodillas.
En un principio pensó que lo recibido por Brock sería algún ejemplar equivocado, de feo aspecto, y acaso ligeramente venenoso. Hasta que lo vio. Se arrastraba por la alfombra, en dirección a ella. Era como un gusano de unos veinte centímetros de largo, con el aspecto de un engendro de pesadilla, pintado por un niño que usara por primera vez los colores. Opaco en la cabeza y en la cola, ribeteado de negro, rojo y amarillo. Una criatura siniestra y escalofriante, con unos ojos que miraban fijamente.
—¡Una serpiente coral! —dijo Brock con voz ronca—. ¡Más mortífera que diez cobras!
—Viven en América central, en Méjico y en los Estados del Golfo —recitó automáticamente la señorita Withers.
Y cogiendo la estatuilla del Dumballa, la dejó caer a plomo sobre el reptil, después de elevarle una muda y fervorosa plegaria.
Pasado el peligro, la maestra solterona descendió ágilmente del piano y fue a desmayarse en el más próximo sofá. Cuando volvió en sí, encontró a Roscoe Brock, que trataba de hacerle tragar un poco de whisky.
—¡Quite eso! —gritó la señorita Withers—. Es peor que la serpiente…
Brock la miraba con repentino respeto.
—Me parece que la juzgué mal hace un momento.
—Bueno, ahórrese los cumplidos.
La maestra se puso en pie lentamente. La serpiente yacía aplastada contra la alfombra, reducida a una sanguinolenta masa. Es posible que Brock la hubiese juzgado mal antes, pero ahora también juzgaba mal su capacidad de resistencia. Volviéndose a Brock, pudo balbucir:
—¿Dónde…?
Brock la interrumpió.
—¿El cuarto de baño? A la derecha —se apresuró a decir.
—No se trata de eso. Pregunto por el teléfono —replicó secamente la señorita Withers.
Muy pronto, las pisadas de la policía hollaban el alfombrado departamento. Se sacaron impresiones digitales y se tomaron fotografías, incluso del obsceno Dumballa.
Al inspector Piter le gustaba tener algo tangible que poder ofrecer al jurado. Por eso, olvidando su anterior escepticismo, examinó minuciosamente la caja de cartón y el envoltorio, así como la etiqueta escrita a máquina que figuraba sobre éste. Envió a varios hombres tras el rastro de la caja y del papel, y a interrogar a todos los mecanógrafos que pudieran tener alguna relación con el caso.
—Investigaremos la procedencia de la serpiente. Es muy posible que venga de algún jardín zoológico.
De pie en un rincón del cuarto, Roscoe Brock había encontrado por fin unos oídos oficiales dispuestos a escuchar sus quejas, y unos cuadernillos abiertos ante él para anotar los hechos. Se encasquetó el sombrero Borsalino, y los técnicos convinieron en que si la bala hubiese entrado un centímetro más abajo su vida hubiese acabado allí mismo. También se habló de la agresión del metro, precisando el lugar: cerca del extremo norte del andén, a medio camino entre la máquina automática de chocolatines y el puesto de periódicos, justamente en frente de un cartel de propaganda teatral.
—Para ser millonario, Brock, ayuda usted mucho a la policía —observó suavemente el inspector Piper.
—¿Y por qué no? —repuso la señorita Withers—. Después de todo, antes que millonario es una víctima en potencia. Y lo curioso, Oscar, es que son ya cinco ataques, y no se sospecha todavía el motivo.
—Hay miles de personas que tendrían un motivo —expresó más tarde el propio Brock—. He reflexionado sobre ello. Nadie puede triunfar en los negocios sin dejar perjudicados, aquí y allá. Tengo la conciencia tranquila pero seguramente habré arruinado a muchos competidores; he despedido empleados que luego no pudieron volver a colocarse, y he tenido éxito donde otros fracasaron. Deben existir centenares de personas que me odian. Y alguno de ellos puede haber pensado tanto en mis agravios, que haya llegado a desequilibrarse mentalmente.
—¿Manía homicida?
El inspector no parecía dispuesto a tragarse aquello.
—Después de todo, sólo un maniático intentaría matarme enviándome por correo una serpiente venenosa.
Piper aseguró que prefería buscar algún sospechoso más concreto.
—¿Qué me dice de su antigua esposa?
Roscoe Brock rió en voz alta, como hacía muchos días que no reía.
—¿Nadia? Por favor, no.
—En cierto modo, usted arruinó sus esperanzas y sus ambiciones —insistió la señorita Withers, observando la fisonomía de Brock.
—No comprendo lo que usted quiere decir. Gasté cientos de miles en la carrera artística de Nadia. Le proporcioné recitales en el Carnegie. Contraté para ella los mejores maestros y hasta un pianista especial que la acompañase. Financié revistas, despidiendo a otros artistas para que ella tuviera el papel principal. Hice por ella lo que el dinero permite hacer…
—Exactamente. Y luego cuando ella quiso que usted eligiera entre ella y los negocios, eligió los negocios y la apartó de su lado. El infierno no tiene la furia de una mujer desdeñada…
—Nada de eso concuerda con la manera de ser de Nadia. Además, seguimos siendo amigos, aunque superficialmente…
La señorita Withers se preguntó para sus adentros hasta qué punto podría ser superficial una amistad que deja huellas de llanto en la cara, a las siete de la mañana. Pero Piper hizo un gesto de impaciencia.
—Está bien, señor Brock. ¿Y qué nos dice de su antiguo socio?
—¿Bob Stevens? Estuvo enfadado durante algún tiempo, porque creía que yo le había engañado sobre la marcha de la empresa para poder comprar su parte más barata. En cierta ocasión me quejé de los elevados impuestos y sorprendí un brillo raro en sus ojos. Es uno de esos tipos silenciosos e introvertidos. Sin embargo, se ha mostrado muy agradecido por los negocios que le proporciono de cuando en cuando. Yo creo que está fuera de toda sospecha.
—Ya lo sé —intervino la señorita Withers—. Probó un sorbo del coñac envenenado.
Piper frunció el ceño.
—¿Y qué nos dice de sus empleados? ¿De Jonesy?
—¡Pero si Jonesy es mi brazo derecho! Durante muchos años, casi quince, el trabajo es lo único que ha significado algo para ella. Tuvo un marido que la abandonó, y se sabe que después se dio a la bebida y que ha muerto. Para mí, Jonesy, más que una empleada, es un socio.
—Ahora, si usted se retirara, ¿qué ocurriría con ella? —preguntó la señorita Withers—. Es posible que sea más socio que secretaria, pero recibe el sueldo de una secretaria.
Brock pareció quedarse estupefacto.
—No había pensado nunca en eso. Pero sigo creyendo que Jonesy es absolutamente incapaz de hacer nada semejante. Ella fue la que llamó a la policía. Además, ¿se han fijado en los sellos que traía el paquete de la serpiente?
Algo más tarde, la señorita Withers le dijo al inspector Piper. cuando estuvieron a solas:
—Nuestro hombre tiene madera de detective.
—Tal vez. Pero me parece demasiado empeñado en defender a los sospechosos cuando se lo indicamos. ¿Y qué quería decir con lo de los sellos?
—Que la señorita Jonesy no es de las que colocan sellos de dólar en un paquete postal cuando bastarían treinta centavos para el franqueo. Una excelente observación.
Piper se encogió de hombros.
—Bueno, ¿y qué se puede hacer con un individuo como éste? Lo único que puedo hacer es ponerlo bajo custodia.
—No podrías tenerlo vigilado eternamente. Y cuando se quedase otra vez solo, volveríamos a empezar. Se me ocurre otra cosa, Oscar. Sea un maníaco homicida o no, la persona que buscamos es lo suficientemente íntima de Brock como para conocer su marca favorita de coñac; como para estar al tanto de su temor a las tormentas eléctricas y hasta de la existencia de su terrarium.
—Una persona próxima, ¿eh? Acaso sea mejor que tengamos otra charla con esa Jonesy. Puede ser lo bastante hábil como para justificarse pidiendo protección para su propia víctima.
Pero en esta ocasión la señorita Withers no sintió sus habituales impulsos de obrar en el acto.
—Ve tú antes, Oscar. Yo intentaré localizar a la que fue esposa de Brock para preguntarle por qué salía del departamento de éste, a las siete de la mañana, llorando, y después de haber pasado la noche en él.
Dejando al inspector asombradísimo, la solterona se lanzó a su aventura. La suerte le fue propicia. En Central Park encontró a un chófer de taxi que le dijo haber recogido, por la mañana temprano, a una dama vestida con un traje de noche rojo. La había llevado hasta el hotel Griffon, uno de esos pequeños hoteles para gente de teatro que existen en la calle 47 Oeste. En cambio, el conserje del hotel no se manifestó muy dispuesto a cooperar.
—Verá usted. Vengo del despacho de su marido, y trataba de hacerle un favor. La policía no tardará en venir a hacerle preguntas molestas.
—Espere un momento —dijo por fin el conserje, entrando en otra oficina.
—Y puede decirle que me quedaré en el vestíbulo hasta que se decida a recibirme. Alguna vez tendrá que hacerlo.
No aguardó mucho.
—Puede subir al departamento B 11.
La voz del hombre, el tono que usaba, parecían querer decir que cualquier cosa que le sucediera a la señorita Withers la tendría bien merecida.
En respuesta a su llamada, una agradable voz de mujer dijo: «Adelante». Y cuando la solterona obedeció y abrió la puerta recibió en plena cara un chorro de soda helada. Ambas mujeres permanecieron mirándose mutuamente, completamente desconcertadas. Nadia fue la primera en reaccionar, dejando caer el sifón que empuñaba y cubriéndose la cara con un gesto muy teatral. Las disculpas se sucedieron unas a otras, en forma tan desconcertante como lo fuera el chorro de agua gaseosa.
—Creía… Me dijeron que venía de la oficina de Roscoe, y como insistió tanto en verme, pensé que sería la tal Jonesy.
La señorita Withers, chorreando agua, trataba de recobrar su dignidad. La bailarina parecía ahora menos majestuosa, con sweater y pantalones. Pero aún estaba hermosa, concedió la maestra, con esa indiferencia de quien, ni aún en los años mozos, ha tenido la menor pretensión.
Mientras aceptaba que la secase con una toalla, dijo:
—¿Así acostumbra a recibir a la secretaria de su marido?
—¡Me gustaría tenerla cerca! Esa esposa de oficina, madre de oficina, o lo que sea. Así es como consiguió pescarle. Siento que haya sido usted quien se mojase.
—Gajes del oficio. Pero veo que ha interrumpido usted su tarea de deshacer las maletas…
—De hacerlas, querrá usted decir. No debí haber regresado nunca. ¿Y qué significa eso de la policía?
La señorita Withers explicó en forma abreviada por qué estaba envuelta en el caso.
—Y al señor Brock le sucedió otro accidente. Esta vez fue una serpiente venenosa.
—¡Es terrible! —Nadia se dejó caer en una silla—. Entonces, yo estaba equivocada. Cuando Roscoe me escribió, contándome esos accidentes, creí que mentía. Supuse que lo hacía para que viniese a verle.
—Y, sin embargo, vino.
—Claro que sí. Si él quería que viniese…
—Comprendo. El amor es algo maravilloso. Algunas veces siento no haber tenido una mayor experiencia directa. Total, que él logró que usted pasara la noche en su departamento, ¿no es así? ¿Puedo preguntarle por qué se marchó de allí, a las siete de la mañana y con una ropa tan elegante?
Los rojos labios se entreabrieron y luego volvieron a cerrarse herméticamente.
—Siento tener que preguntar así. Pero estoy investigando un crimen, aunque éste no haya tenido lugar todavía. Supongo que se da cuenta de que, por el hecho de haber pasado la noche con su esposo bajo el mismo techo, ha invalidado el decreto de California que le concedía el plazo de un año. Si algo le sucediera ahora a él… usted sería su esposa otra vez…, o su viuda.
Después de disparar su petardo, la solterona se levantó para despedirse.
Pero nadie le bloqueó la salida:
—¿Y si yo le dijese que no encontré a Roscue en su casa anoche, que me fui a la fiesta de unos amigos, que cuando la fiesta acabó me sentí sentimental y subí al departamento de Roscoe, y que Roscoe no me quiso abrir?
—Eso no sirve, mi querida joven. Diría que me está contando una hermosa mentira.
—Pero no puede estar segura…
La señorita Withers insinuó que existen muchas maneras de comprobar las declaraciones.
—La policía le preguntaría: «¿Cuales fueron los amigos que daban la fiesta?» Claro que para entonces ya habría concertado con alguien este punto, y podría respaldar su declaración…
Nadia dejó entrever una misteriosa sonrisa, volviéndose llamó.
—¡Bob! Ven aquí.
La puerta del cuarto de baño se abrió, y dio paso a un hombre distinguido, con rostro bronceado, cabellos grises en las sienes, y un vaso de whisky en la mano.
—Mira, Bob. Esta es la señorita… Lo siento, no recuerdo su nombre. ¡Ah, sí! Withers. Señorita Withers, le presento a Robert Stevens.
—Encantado —dijo el antiguo socio de Roscoe Brock, y realmente lo parecía.
—Bob y yo estábamos charlando sobre lo de Roscoe —explicó la bailarina—. Bob quería marcharse, pero yo pensé que si Jonesy venía a importunarme, era mejor tener un testigo. Escucha, Bob, ¿no es verdad que estuve en tu casa toda la noche pasada?
—Claro que sí. Fue una fiesta estupenda. Con pérdida de la llave de la puerta y cosas por el estilo…
Rió francamente, y Nadia se unió a su risa.
—No lo encuentro nada divertido —dijo la señorita Withers, deteniéndose en la puerta—. Roscoe Brock está en verdadero peligro. En cualquier momento, ahora mismo, puede sucederle algo irreparable.
—¡Me alegro! —dijo Nadia—. A ver si le cae aceite hirviendo encima de una vez…
La maestra cerró la puerta rápidamente, y después, afirmóse el sombrero y los últimos restos de su dignidad. Estaba confusa. En el fondo de su pensamiento parecía brillar una especie de lucecita roja que le insinuaba algo que no había llegado a percibir claramente. ¡Pero había tanto que hacer, tantas partes donde ir!
Eran casi las seis de la tarde cuando llegó a la oficina del inspector, que no estaba, por cierto, de muy buen talante.
—Bueno, Oscar. ¿Por qué esa cara tan larga? Seguro que no han podido ser identificadas las huellas ni averiguado el origen del papel.
—Exactamente —respondió el inspector, con aire fatigado.
—Probablemente la dirección de la etiqueta fue escrita con alguna máquina en venta, cuando el vendedor estaba distraído. Y el papel de envolverlo era de segunda mano, lo mismo que los sellos.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo adivino. Noté que el timbre era del correo central y con una semana de atraso. Eso significa que la serpiente nunca pasó por los servicios de correos.
—Seguramente —suspiró el inspector—. El asesino pudo haberse limitado a dejarla entre la correspondencia en la portería de la casa. Pero hay algo peor: averigüé que no existe una serpiente de coral en mil millas a la redonda, ni siquiera en el parque zoológico. Los suministradores de animales no las suelen proporcionar.
—¿Hablaste con Jonesy?
—Sí, pero sin resultado. Dice que detesta las serpientes, y que nunca disparó un rifle. Después me dio una bofetada y se puso histérica, acusándome de creerla culpable de los atentados contra Brock, su corderito predilecto. La lealtad es una cosa maravillosa, siempre que no se exagere demasiado.
La señorita Withers asintió:
—Desde el comienzo de los hechos, Oscar, hay algo que se destaca: La persona culpable de esos atentados a Roscoe Brock no solamente es alguien que está muy próximo a él, sino…
—… Alguien que le odia. Elemental deducción, señorita Withers…
—Ahí está el indicio, Oscar. Sea el que sea, tiene siempre algún impedimento psíquico que le hace fallar en el tiro; que le obliga a elegir un veneno fácil de identificar; que le hace empujar a su víctima ante un tren que estaba, a punto de detenerse. ¿No parece todo esto como si el asesino fuera algún amigo de la víctima, que actuase a pesar suyo?
—Eres peor que Sherlock Holmes y su inyección hipodérmica. ¿Has vuelto a leer esos librotes?
—No, Oscar; he tenido otras cosas que hacer. Fui rociada con soda por la ex-mujer de Brock, que arde en deseos de verle hervido en aceite. Bob Stevens, el antiguo socio de Brock, que posee una lujosa casa en Long Island, pero que va vestido con un vulgarísimo traje de Broock’s Hermanos, se burló tranquilamente de mí.
Piper escuchaba atentamente.
—Nadie merece mayor atención. Según Jonesy, es la sospechosa número uno.
—Creo que ni la esposa ni la secretaria desperdician la amistad entre sí. Pero de las dos, me quedo con Nadia.
—Jonesy teme volver a ver a su jefe en las garras de Nadia.
Cuando le dije confidencialmente donde había pasado la noche la bailarina, dio una especie de salto mortal. Pero, como te decía, la antigua señora Brock no parecía tener motivos. Y ahora resulta que si algo le sucede a Brock, ella puede reclamar legalmente como viuda legítima. Aunque me parece que lo quiere de verdad.
—Lo quiere, pero le gustaría verle hervido en aceite…
—Eso es. Su orgullo está herido. Vino para reconciliarse, y no todo marchó como ella creía. Una mujer desdeña… —La señorita Withers frunció el ceño—. Y, dicho sea de paso, Oscar, ¿tienes detectives rastreando las pistas de los sospechosos más importantes?
—Sí, con excepción de Nadia. Pero voy a dar las órdenes.
Mientras cogía el teléfono, dijo:
—Continúa, Hildegarde. ¿Qué otra hazaña has hecho hoy?
—Fui hasta la calle 25 para hacer una visita a Verzine, la mujer de la limpieza. Parece ser que el veneno que bebió con el coñac le quemó el interior del estómago, y la pobre tiene que alimentarse con leche y jugos. Mi próxima etapa fue en el Museo Americano de Historia Natural, donde estuve unos momentos contemplando los ejemplares del país… Luego me fui al metro de la calle 47 a ver pasar los trenes, y todavía me quedó tiempo para dar un paseo por el Parque Central y observar a los practicantes de equitación. Incluso fui silbada por dos marineros que iban a caballo.
—Y yo creía —dijo el inspector mordisqueando un bocadillo— que para entrar en la Marina exigían una vista cien por cien.
La señorita Withers le miró expresivamente.
—Hay que considerar que iban muy altos en su montura, y hasta es posible que estuviesen de broma…
—No importa, Hildegarde. Yo te silbaría en cualquier lugar si consiguieras aclarar un poco este maldito caso.
—Oh, pero si ya está aclarado. Por lo menos, puede asegurarse que Brock no será víctima de más atentados.
—¿Cómo puedes asegurar eso?
—Es muy sencillo. Además, hablé con él por teléfono, y me dijo que piensa salir de la ciudad. Tiene un rincón en Maine, estupendo para la pesca.
—Pero, ¿te has vuelto loca? Allí será más fácil para el asesino.
—No te preocupes, Oscar.
—¿Cómo que no me preocupe? ¿Crees que voy a abandonar el caso por el solo hecho de qué tú tengas un presentimiento? Bueno, de todas maneras podemos eliminar un sospechoso: la mujer de Brock dejó el Hotel Griffon hace media hora con dirección al aeropuerto.
—¡Eso significa que vuelve a Hollywood! Y no me hace ninguna gracia…
—Pues a mí, sí; cuanta menos gente haya envuelta en este asunto, mucho mejor.
—Estoy inquieta, Oscar.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Estuviste leyendo en las hojas de té, o algo por el estilo?
—Me gustaría que encerraras a Jonesy esta noche.
—¿Para qué? Ya la siguen y no podrán hacer nada.
—¿No podrías hacerle venir con el pretexto de interrogarla y luego dejarla aquí, para su propia seguridad?
—Pero ¿por qué?
—Pues porque acabo de darme cuenta de lo feo que es este asunto…
Y con estas palabras la señorita Withers salió de la oficina del inspector y se dirigió al departamento de Roscoe Brock. La puerta de éste se abrió en seguida.
—¿Es usted? —dijo Brock, con su cara algo decepcionada. Esto significa que esperaba a otra persona. A Jonesy, no; a ella tampoco. Por lo tanto, no sabía que Nadia había dejado la ciudad—. Pase —añadió Brock, enseñándole un equipo de pesca que estaba dispuesto en el living—. Como puede ver, estoy siguiendo su consejo. La temporada en Maine será magnífica, en esta época del año; esos salmones…
—Sólo entiendo de la pesca de delincuentes —interrumpió la maestra—. ¿Piensa marcharse temprano?
—Cuanto antes mejor. Tengo mucho equipaje que hacer, y Jonesy está en camino para traerse algunos papeles de importancia. También me traerá el coche. Pensé que era mejor quedarme aquí mientras tanto, por si…
—Muy prudente.
La lucecita roja volvió a aparecer en la mente de la señorita Withers. Entonces advirtió que Brock tenía en la mano su libreta de cheques.
—¿Le debo algo por su ayuda en todo esto?
—Nada, en absoluto. Pero si quiere mostrarse generoso, envíele un cheque a esa pobre mujer de la limpieza. Ya sabe usted que le hace mucha falta.
—Ella se lo buscó, ¿no le parece? Nadie le mandaba tomarse las cosas del cesto de los papeles…
Sonó el timbre de la puerta, y Brock se excusó. Volvió con algo en el bolsillo, y sonriendo como el gato que acaba de matar a un canario, según pensó la señorita Withers.
—Era un telegrama. ¿Qué estábamos diciendo?
—Hablábamos de Vernize, la mujer que bebió el coñac envenenado.
—Ah, pues claro que sí. Le enviaré algún dinero mañana, con Jonesy.
—¿No se va Jonesy con usted a Loon Lake?
—Oh, no. Ya la veo bastante en la oficina. El año pasado la invité a un crucero por las Bermudas, y estuvo todo el tiempo dándome la lata porque se le antojaba que me cobraban demasiado.
—Comprendo.
La señorita Withers se despidió, sin acabar de tranquilizarse. Regresó a su departamento, sacó un rato a pasear su perro de lanas y decidió lavarse la cabeza, operación a la que siempre recurría cuando sentía alguna intranquilidad. Antes de que el cabello hubiese acabado de secarse, se puso a telefonear. Su última llamada fue para el inspector Piper, que todavía estaba en su despacho.
—¿Detuviste a Jonesy, Oscar?
—No.
—Acabo de llamar al Hotel Griffon, y me han dicho que antes de cancelar su cuenta, Nadia recibió una llamada telefónica de mujer. No hay duda de que Jonesy está decidida a impedir una reconciliación en el matrimonio Brock.
—Tranquilízate, Hildegarde. No detuvimos a Jonesy por la sencilla razón de que la perdimos de vista. Entró en el lavabo de señoras del Astor y seguramente salió por la otra puerta. No sé si intencionadamente o por casualidad. Y no es eso todo: llamamos al aeropuerto. Nadia Nórdica no tomó el avión para Los Angeles. Salió a las siete, por las Aerolíneas del Oeste, con dirección a Bangor.
—¿Bangor? En Maine. ¡Naturalmente! Eso decía el telegrama. Bueno, a lo mejor se arregla todo.
El inspector se disponía a hacer un comentario sobre los finales felices deseados por Hildegarde, pero la señorita Withers le interrumpió, diciendo:
—Pero estaría mucho más contenta si supiera dónde está Jonesy en estos momentos. Supongo que vigilarán su departamento…
—No trates de enseñar la lección a tu maestro. Claro que sí.
—¿Y el departamento del señor Brock?
—Fue allí a llevar unos documentos, pero él había salido.
—¿Y la oficina de Wall Street?
—No digas tonterías. ¿Qué iba a hacer allí a estas horas?
—No lo entiendes, Oscar: aquello es su verdadero hogar.
—No salgas ahora por ahí. Soy un hombre paciente, pero… No me irás a decir que Jonesy es la culpable de todos esos atentados, porque…
—No, no, de ninguna manera. Este es un caso raro, Oscar. Pero el crimen es una espada de doble filo y no se puede jugar con ella. Tengo un presentimiento…
—¡A la porra tú y tu bola de cristal! Vete a la cama, Hildegarde, y duerme hasta que te despejes…
Cuando el inspector dejó su despacho, en lugar de ir en dirección a su hogar, llamó a un taxi para que lo llevara al norte de la ciudad. Vio que todavía había luces en las oficinas de la Empresa Roscoe Brock. Llamó a la puerta.
—¡Abran! ¡Es la policía!
Pero no abrió nadie. Piper buscó al guarda del establecimiento y le pidió las llaves. Pocos minutos después llamaba por teléfono a la señorita Withers, que, siguiendo su consejo, estaba durmiendo.
—¡Vaya con tus presentimientos, Hildegarde! Hemos encontrado a la señorita Jonesy Millicent caída sobre su escritorio, y más muerta que viva. Los de la ambulancia dijeron que se trata de veneno metálico, y que sólo tiene una posibilidad de salvarse y cinco de morir.
—¡Oh! —dijo la solterona—. Debió quedar algo allí. A lo mejor el veneno estaba puesto en la botella de agua del escritorio.
—Ya suponía yo que tendría que haber un crimen —dijo el inspector sombríamente—. Dentro de cinco minutos paso a recogerte. A ver si llegamos de una vez al fondo de este asunto.
La maestra estaba esperándole en la escalera cuando el enorme automóvil de la prefectura llegó a buscarla. El inspector abrió la portezuela.
—Entra, y habla pronto —dijo.
—Creí que la solución era evidente, incluso para ti.
—¿Quieres decir que Brock se dio cuenta de que su amada secretaria ha estado tratando de asesinarle y le dejó veneno en la oficina, esperando que ella lo tomase como por casualidad? ¡Vamos, vamos, Hildegarde!
—Oscar, si…
Pero la sirena del coche ahogó la voz de la solterona. Llegaron al departamento y entraron. Pero el pájaro había volado. Según se les informó, el señor Brock había salido para Maine, hacía unos quince minutos, en su «Lagonda» amarillo.
—Brock va a Loon Lake, porque Nadia le está esperando allí —dijo la maestra—. Supongo que ya habrás sospechado que fue el mismo Brock quien fingió todos esos atentados contra su vida. ¿No es verdad?
—¡Claro que sí! ¡Pero él no pudo haberse empujado en el andén del metro…!
—Te lo puedo explicar.
—Explícalo en el coche.
Después de dar instrucciones a los subordinados del inspector, salieron en persecución de Brock.
—Como es lógico, Brock no llevaba aquel sombrero cuando disparó sobre él. La gente que monta a caballo baja el ala de sus sombreros para no perderlos. En cuanto al reptil aquel, ni siquiera era una serpiente de coral auténtica. Esto lo aprendí en el Museo.
—Sigue hablando. ¿Qué es lo que puede impulsar a un hombre a levantar todo ese tinglado?
—Es muy sencillo, Oscar. Brock deseaba desesperadamente que su mujer volviese junto a él. Nadia tiene un temperamento dramático, y Brock pensó que reaccionaría ante el drama. Si se enteraba de sus accidentes, volvería… Y volvió. Sólo que Nadia adivinó sus tretas, y esto le hirió en su orgullo. La noche que pasaron juntos la pasaron discutiendo, y esta vez Brock planeó otro atentado, contando con testigo oficial… Ese testigo era yo.
En ese momento, el detective que estaba a cargo del receptor de radio informó que un coche amarillo, de marca extranjera había pasado por Sawmill River, con dirección norte.
—¡Es él! —gritó el inspector. Y añadió luego—: Pero, ¿por qué envenenaría a su secretaria?
—No lo sé —admitió honradamente la señorita Withers—. En un momento llegué a pensar que… bueno, que se habría consolado con Jonesy cuando le abandonó su mujer. Jonesy lo podía haber tomado en serio y a lo mejor no estaba dispuesta a permitir que se acabase el intermedio. Cuando ella habló conmigo, repitió varias veces que Brock era como un niño… Y ese es un signo que no falla. Creía que Brock había decidido que Jonesy fuese eliminada. Pero…
—¡Allá va, el maldito! —gritó de pronto el inspector.
—¡Oscar!
—Síganlo.
Corrían a ochenta millas, pero el chófer apretó hasta alcanzar las noventa. Las sirenas dejaron de sonar. Sin embargo, la distancia que los separaba del «Lagonda» amarillo permanecía invariable. En ese instante comenzó a oírse la radio:
—Nueva York llamando a inspector Piper. Informa que Millicent Jonesy acaba de morir en Bellevue Hospital. El veneno era flumerina de mercurio…
—¡Ahora es un caso de asesinato! Haga sonar la sirena —ordenó el inspector.
El «Lagonda» amarillo continuaba alejándose de sus perseguidores, a pesar de las numerosas curvas de la carretera. La señorita Withers agarrotaba el brazo de su compañero, rezando como no lo había hecho hasta entonces. Sus ojos no podían apartarse de la lucecita roja que brillaba ante ellos.
De pronto, la lucecita desapareció. Y vieron como el automóvil amarillo se desviaba del camino, al tomar una curva, y se estrellaba contra una barandilla. El coche de la policía logró frenar a tiempo.
Pero ya no había nada que hacer. Sólo, detener el resto del tránsito hasta que vinieran a recoger los restos. Esto no era de la incumbencia de la señorita Withers, que se quedó dentro del coche policíaco. De pronto, se le escapó un grito. La radio seguía comunicando:
—¿Todavía en comunicación auto HQ 3? Damos el resto del mensaje: Millicent Jones, antes de morir, confesó haber dado muerte a su jefe y haberse envenenado después por remordimiento. Eso es todo.
—¡Oscar! —llamó la maestra.
El inspector acudió a la llamada.
—No hay nada que hacer —dijo.
La señorita Withers le repitió, entrecortadamente, el mensaje de la radio.
—Pero eso es absurdo. ¿Cómo pudo Jonesy matar a Brock cuando ya estaba muerta?
—Muy fácil. Los tres neumáticos que quedan entre ese montón de chatarra están inflados a más de cien libras, en lugar de a las treinta y dos que se usan normalmente. Estaban destinados a estallar en una de estas curvas, tomadas a mucha velocidad. Lo había planeado bien.
Hasta que llegaron a la ciudad, la señorita Withers guardó silencio.
—Ahora me lo explico, Oscar —dijo luego—. Cuando empezaron a vigilar a Jonesy, como yo te había indicado, ella creyó que la buscaban por asesinato y se envenenó.
—Sigue, Hildegarde. El caso es tuyo.
—Si Brock no iba a ser suyo, no sería de nadie. La idea se le ocurrió al ver los accidentes fingidos por Brock. Ese es el peligro de jugar con el crimen. Puede resultar cierto. Jonesy había creído ir a Maine con su jefe, y así iba a ser en principio; pero cuando Brock recibió el telegrama de Nadia le dijo a Jonesy que se volviera junto a su máquina de escribir.
—Eso es.
—Y ahora, el dinero de Brock irá a manos de ese primo lejano de Corea. Y tú me debes un sombrero nuevo.
—Que será tan absurdo como los anteriores. Y no te entusiasmes con la idea de un final feliz. Si la antigua mujer de Brock pasó aquella noche con él, invalidó el fallo de divorcio y ahora resulta su viuda legal y puede reclamar…

—No puede reclamar nada. No olvides, Oscar, que tengo su propia palabra. Brock no la dejó entrar…

sábado, 6 de abril de 2019

¿SIGUE MI CAMINO? George Harmon Coxe


George Harmon Coxe

Descripción: USA flag (
1901 - 1984)

La carrera de George Harmon Coxe en la escritura comenzó oficialmente en 1922 cuando trabajó, en gran parte sin reconocer, en las pulpas de centavo por diez centavos por palabra. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, Coxe escribió en varios géneros: historias de amor, deportes, cuentos de aventuras, cualquier cosa que pudiera vender, pero su especial afición por el crimen de ficción lo llevaría finalmente a Black Mask, donde su legendario editor, Joe Shaw, compró su primera historia criminal de Jack 'Flashgun' Casey en 1934. Hollywood llamó a mediados de la década de 1930 y Coxe trabajó para MGM de 1936-38. Pero a diferencia de muchos de sus colegas escritores de pulpa, Coxe prefería escribir libros ... y fue un autor particularmente prolífico, que escribió un total de 63 novelas, su última publicada en 1975. The Mystery Writers of America lo nombró Gran Maestro en 1964. Casado desde 1929,

Géneros: 
misterio

¿SIGUE MI CAMINO?

George Harmon Coxe
M
E sentí un poco mejor, con el café cargado y caliente. Tomé la segunda taza, mientras Steve llenaba el termo y me preparaba un bocadillo de jamón y queso. Actuaba con aire paternal y protector.
—¿Quieres engordar? —preguntó, mientras cortaba las lonjas y las amontonaba—. ¿Dónde anda tu ayudante? ¿Vas solo hoy?
Contesté que sí, y seguí sorbiendo el café.
—Treinta y cinco —dijo Steve—. Si yo fuese conductor no me comería este bocadillo.
Comprendí lo que quería decir. Durante las primeras horas de un viaje largo no es conveniente comer nada. Si se come, entra sueño, y el sueño es el peor enemigo de los conductores. Yo lo sabía muy bien porque iba detrás de Shorty Bates, el año pasado, cuando rozó con otro camión en un cruce y cayeron sobre él cinco toneladas de madera.
Por eso comemos poco. Bebemos café y masticamos chicle. El consejo de Steve era un buen consejo, pero yo no quería explicarle que el bocadillo no era para mí. Pagué, y le dije:
—Todavía no me he dormido nunca.
—Si lo hubieras hecho —movió su trapo de limpiar— no estarías ahora aquí. Procura seguir igual.
Fuera hacía frío y había humedad. En el aire se sentía la tormenta. Tres camiones —un Red Bull y dos Twin States— estaban aparcados junto a la casa. Los potentes faros agrandaban su tamaño y hacían las sombras más espesas.
Madge dormía aún en su rincón. A pesar de las doce horas de viaje, continuaba hermosa, con su rostro un poco en sombra y algo suave y acogedor reflejado en su garganta. Madge no era una mujer frágil, pero en aquel instante lo parecía. Nunca la había visto dormida hasta entonces y me latía el corazón sólo de mirarla. Comprendí el matrimonio desde mi nuevo punto de vista. La idea de poder verla así todos los días me hizo sentirme más alegre.
No se despertó cuando puse en marcha el motor; solamente se reclinó un poco más en el rincón y se arrebujó en el cuello de piel de su abrigo. Pensé besarla, antes de salir al camino principal. Tuve deseos de sostenerla, de sentirla apoyada en mí. Pero sólo fue un pensamiento. Por estos caminos no se puede conducir con una sola mano. Puse toda mi atención en la carretera, que en este lugar era recta y ancha.
Conducía a unas prudentes 30 millas por hora, y la luz de los faros hacía aparecer el cemento como una interminable cinta. Como siempre, empecé a pensar en Madge, en mi trabajo, en lo que me faltaba para tener los 500 dólares extraordinarios.
Si las cosas hubieran salido bien, ya estaríamos casados. Así lo habíamos decidido el año anterior. Habíamos pensado en el dinero necesario y en donde lo podríamos conseguir. Pero Madge se puso enferma y perdió su puesto de secretaria. Yo quería casarme de todas maneras, y vivir con mis padres durante algún tiempo. Pero Madge dijo que no. Debíamos esperar hasta poder tener una luna de miel decente, pagar los muebles al contado y conseguir una casa propia. Por eso dejé mi colocación anterior, y acepté ésta, que me obligaba a hacer largos viajes. Cuanto más tiempo, más dinero. Todo para conseguir los 500 dólares que ella necesitaba.
A veces siento una cierta amargura. Es terrible que se haya de luchar tanto para casarse. A lo mejor también tendremos que batallar después de casados, pero entonces habrá momentos de felicidad que ahora no tenemos. En esa ruta sólo hay una dirección. Madge en su casa y yo siempre viajando. Un día me puse a calcular las millas que tendría que rodar para conseguir el dinero, pero me descorazoné al ver lo poco que progresaba.
Cuando terminaba el cemento y empezaba el asfalto, un bote del camión hizo despertar a Madge. La sorprendí mirándome con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios húmedos. Permaneció sentada, quieta, un minuto, todavía adormecida, y luego se estiró y se enderezó como un gatito contento. Me olvidé de las millas. Si alguien me hubiera ofrecido lo que más deseara en aquel instante, hubiera pedido un beso, y me hubiera sentido totalmente feliz.
Madge se inclinó y quedó en la sombra. Cuando volvió a mirarme, su sonrisa había desaparecido. Preguntó dónde estábamos y se lo dije.
—¿Cuánto falta? —quiso saber.
—Una hora y media hasta New London. Dos y media hasta Providence. Allí podrás bajarte, porque tengo que descargar.
Miró su reloj de pulsera, acercándolo hacia mí para poder ver la hora.
—¿Y cuánto falta para Boston?
—Otras dos horas.
—Falta un cuarto para las doce —dijo secamente—. No llegaremos hasta las cinco.
Le pasé el termo y el bocadillo.
—Te sentirás mejor cuando comas esto.
Tuve una sorpresa. Se incorporó en el asiento y dijo:
—¡Has parado! —con tono acusatorio, como si la hubiese traicionado.
—Claro que paré —respondí, un poco desconcertado—. Creí que te gustarían el café y el bocadillo.
—¿Por qué no me avisaste?
—Pensé que preferirías dormir lo más posible. Lo hice para que descansaras y comieras, y ahora te enfadas.
—Bueno… —cogió el bocadillo envuelto en papel parafinado, mientras sus ojos seguían las luces de un sedán que acababa de pasarnos—. Pero me lo debías haber dicho.
Volvimos a entrar en un trozo de cemento. Encendí un cigarrillo. Sabía por qué se había molestado. No habría querido dormirse. Pero se había dormido y lo lamentaba.
Ya comprenderán ustedes que, cuando se vive de estos viajes, hay semanas que sólo se pasan en casa dos o tres noches. Por eso no podía llevarla al teatro. Y a veces, cuando salimos, estoy tan cansado, que me quedo dormido a su lado. Ella sabe que esto me sucede por trabajar de esta forma pero no ha sentido la angustia, la necesidad de sueño, el dolor de luchar contra los ojos que se cierran, contra el cerebro adormecido por el ruido del motor, hasta que se ve algo en el camino que no debiera estar allí. Para ella, el hecho de dormir sólo es una costumbre.
Yo creo que quiso venir conmigo para ver cómo era aquello. Tenía que visitar en Boston a un tío suyo, y se le ocurrió que el mejor medio de hacerlo sería acompañarme. Además, argumentó, eso le ahorraría los tres dólares del autobús. Se lo dije al jefe y aquí estamos.
El camión tiene una cabina donde uno se puede acostar. No es muy moderna, pero posee tras el asiento una tosca litera con ventanas a cada lado del camión. Red, mi ayudante, puede dormir allí dos o tres horas cada noche, y así hacemos el viaje sin grandes riesgos.
Miré a Madge. Había comido ya la mitad de su bocadillo, y ahora sorbía el café. No me miró; pero no me importó gran cosa, porque momentos antes le había dicho que se tendiera en la litera y tratase de dormir. Pero por orgullo o por llevarme la contraria, no quiso hacerlo. Me alegro de que haya sido así, me decía a mí mismo; ahora, cuando le diga alguna cosa, sabrá que tengo razón. Sabrá lo que es viajar en un camión las veinticuatro horas del día.
Ella no conocía los calambres que suben por las piernas, ni la dolorosa rigidez que se extiende por la espalda y asciende hasta el cuello y los hombros. Pero ahora lo está experimentando. Ir sentada en un camión no es dar un paseo. Después de cierto tiempo, los asientos parecen de madera. No se encuentra ninguna parte blanda.
Y eso que, hasta ahora, había sido un viaje sencillo. Salimos cerca de la una de la tarde y llegaríamos entre las seis y las siete de la mañana. Solamente dieciocho horas de viaje. No se podía quejar uno. La mayoría de las veces, Red y yo pasábamos veinticuatro horas en el camino y treinta y cinco trabajando, sin dar más que unas cuantas cabezadas en el asiento trasero.
—Toma, ¿quieres un poco?
La miré. Iba a verter un chorro de café, en la tapa del termo.
—No —dije—; es para ti. Yo ya lo tomé.
—Entonces lo guardaremos —contestó, atornillando la tapa.
No hablé más, porque empezábamos a subir una cuesta y sabía que tendría que hacer varios cambios antes de llegar a la cumbre. Llegamos a la cima y tuve tiempo de echar una mirada alrededor. Abajo, a la derecha, estaba el Sound. No se divisaba la línea de la costa, pero yo sabía que lo que se veía al fondo era el mar. La noche estaba oscura y lejana, y la humedad subía desde aquella dirección y enfriaba el aire. Pensé que hubiéramos sentido el olor del mar; pero el vaho del motor y del cuero nos lo impedían.
Cuando miré de nuevo al camino, vi al muchacho. Iba unos cien metros delante de nosotros, y los focos nos lo descubrieron pequeño y encorvado en el esfuerzo de la subida. Esperé sin respirar, seguro de la intervención de Madge.
—¿Por qué no lo llevamos?
Respiré y no respondí. Este era el quinto hombre que quería llevar; los había contado. La primera vez sólo hizo una sugerencia, pero cada vez se hacían más poderosos los argumentos.
—Ya te lo he explicado. No puede subir nadie al camión. Son órdenes.
—Órdenes —dijo ella, con desprecio. Y para colmo de males, aquel hombre me hizo señas.
Como íbamos despacio, tardamos en alcanzarle. Pude ver que era joven y buen mozo. Iba bien vestido. En el fondo de mí mismo, deseaba detenerme; siempre había querido hacerlo. Pero no era cosa de perder mi trabajo. Y una vez estuve a punto de perderlo, porque uno de los inspectores me vio llegar a la estación de control con un hombre que había subido en Scranton. Las reglas decían: «Se prohíbe llevar transeúntes».
No se podía culpar de ello a la compañía. Un camión como éste vale diez mil dólares. Y cuando me ponía sentimental, pensaba en Madge y en el matrimonio, pero también pensaba en Lefty Conlon y en Sam Spurk. Lefty dejó que un hombre subiera al camión y recibió un balazo en las costillas mientras otros tres individuos se llevaban el coche. Sam pasó varias horas sin sentido mientras robaban la carga.
—¿Te gustaría a ti andar de noche? —preguntó Madge desdeñosamente—. Preferirías que te llevaran, ¿verdad?
Sí, lo preferiría, pero no lo esperaría. Por lo menos, a estas horas de la noche.
—Hablas como si cada hombre quisiera robarte el camión…
—Escucha —dije, enfadado, dispuesto hasta a ser rudo para defender mi conducta y defender mi puesto—. Sé muy bien las órdenes. Hago lo mismo todas las noches. Sólo que tú no estás aquí y no tengo que discutir. Suponte que me ven llevando a alguien. Suponte que pierdo el empleo. ¿Por qué se te ocurriría la idea de venir?
—Creí que te gustaría estar conmigo —dijo Madge, y su voz sonó tensa y cortante.
—También lo creí yo —dije—. Pero si no te gusta mi trabajo, lo dejo. Volveré a trabajar durante el día y esperaremos un poco más para casarnos.
—No quiero esperar —dijo ella, acercándose a mí y deslizando su brazo por el mío. Me emocioné. Ella siguió hablando:
—No puedo evitarlo, me dan pena. Dios quiera que ese muchacho no esté enfermo.
Estuve a punto de estallar otra vez, pero me contuve. Madge no tenía mal genio, pero de vez en cuando se ponía sentimental y era muy difícil hacerla cambiar de opinión. Era una mujer de gran corazón, y yo temía que, después de casarnos, resultase un poco dominante. Pero no me importaba demasiado, porque sería una buena ama de casa. Y buena con los niños también. Me alegré de no haber dicho nada. Creo que los dos estábamos cansados… tal vez cansados de esperar algo tan lejano.
Empezó a lloviznar e hice funcionar el limpiaparabrisas. Seguimos sin hablar durante largo rato, hasta que vi a aquel hombre delante de nosotros. Después de lo que habíamos, discutido, pensé que ella no iba a decir nada esta vez. Hasta un niño hubiese callado, después de saber mi opinión sobre el asunto. Pero ella habló:
—Oye, Joe —puso su mano en mi brazo—. Nunca he sido tan pesada como hoy, ¿verdad? Pero está lloviendo. Y ni siquiera tiene abrigo.
No tenía intención de detenerme, pero algo se inclinó dentro de mí. ¿Qué sentido tenía trabajar toda la noche, tomar tabletas de cafeína, estar siempre muerto de sueño, si después tenía que reñir y pelear? Antes de darme cuenta, ya le había dicho:
—Muy bien. —E hice el cambio de marcha.
—¡Oh! —fue todo lo que dijo ella, y su voz sonaba agradecida. No sé si se sintió orgullosa de mí, o si se sintió feliz por haber triunfado y haber violado las órdenes. Frené y pude ver al muchacho. Era delgado y pequeño, y no esperaba que lo llevasen. Ni siquiera se tomó la molestia de volverse.
—A ver si nos dispara. A ver si saca un revólver y nos hace salir. Entonces, a lo mejor no vuelves a meterte en mis cosas —le dije, y así lo sentía—. Madge me miró lentamente, Sus ojos oscuros estaban semicerrados, furiosos y ofendidos.
—Deberías sentirte avergonzado, Joe —dijo, y luego se volvió hacia el otro lado para mirar al caminante cuando se detuvo el camión.
El muchacho se sorprendió, no sé si por el hecho de que el camión se detuviera, o por ver a Madge inclinada, mirándole. Tuvo que decirle que subiera. Cuando se hubo acomodado en el asiento, ella me murmuró:
—No seas desagradable con él.
Un automóvil volvió la curva que teníamos delante, deslumbrándonos con sus faros. Rogué interiormente para que no fuese un accionista de la compañía o un amigo del jefe. Luego miré a nuestro pasajero. Sus ropas estaban completamente arrugadas y la lluvia chorreaba de su deformado sombrero. Tenía un rostro delgado y muy pálido. Parecía cansado, pero sus ojos se mostraban perspicaces, brillantes y cautelosos. No era un caminante vulgar. Más tarde recordé mucho sus ojos.
—Bueno —dijo después de acomodarse—, aquí se está muy bien. Muy amable de su parte. Tantos camiones me han pasado, que ya no esperaba que ninguno se detuviese. Todavía es de noche. Se lo agradezco de veras.
—Se habría empapado si continúa andando —dijo Madge, con tono amistoso y acogedor—. ¿A dónde va?
—Lo más lejos posible.
—Nosotros vamos hasta Boston —dijo ella, echándome una mirada rápida, superior, como esforzándose por burlarse de mis sospechas.
Durante un minuto, nadie habló. Luego, el muchacho se dirigió a Madge:
—No esperaba encontrarme con una persona como usted en un camión. ¿Es usted… es su marido?
—No —contestó Madge—. Es decir, todavía no.
Luego como ignorándome, empezó a contarle toda la historia. Tenía un buen oyente, y siempre le gustaba contar estas cosas. Había algo de triunfante y de orgulloso en su manera de narrarlo. Repitió varias veces que yo no tenía por que hacer estos viajes nocturnos, pero que quería ganar más dinero para poder casarnos.
Yo no dije ni una sola palabra, porque todavía estaba enfadado. Y lo estaba porque ella había tenido razón y todo marchaba bien. Además, me molestaba que fuese tan locuaz con un desconocido.
Durante los minutos siguientes dediqué mi atención a la carretera. Cruzábamos New London. Al pasar el puente miré al muchacho.
No era mal parecido. Recostado en su rincón, con una mano en el bolsillo de la chaqueta, parecía tranquilo, bonachón, agradecido del favor. Empecé a sentir cierta simpatía por él. Madge tenía razón. Casi siempre la tenía. Tuve el presentimiento de que iba a escuchar esta historia todo el resto de mi vida, cada vez que Madge necesitara un ejemplo para ganar en una disputa.
Al cabo de un rato, Madge comenzó a hacerle preguntas. Él respondía; no muy ampliamente, pero respondía. Dijo que se llamaba Edwar Wainright. Me pareció un nombre familiar, pero no pude recordar de qué.
—¿A dónde va? —preguntó Madge.
—Verá usted… —dijo, vacilando un poco—. Me gustaría ir al Canadá.
Entonces Madge hizo una pregunta típicamente femenina:
—¿Por qué?
Él permaneció silencioso un instante. Cuando por fin respondió, dijo:
—La policía me busca. Tendría que estar en la cárcel, pero he tenido un poco de suerte.
Lo dijo simplemente, como si hablase del tiempo. Pero ni gritando me hubiese impresionado más. Pensé: «Bueno, se acabó el puesto y todo lo demás». Mis nervios se estiraron como cuerdas de violín.
Él siguió hablando en ese tono tranquilo y fatigado. Ahora ya sabía quién era. En un trabajo como éste apenas hay tiempo para leer los periódicos, pero yo sabía algo acerca de él.
Había matado a un hombre llamado Tabor, que andaba detrás de su mujer. Tal vez un buen abogado lo habría podido salvar alegando defensa propia, pero el caso es que le echaron de cinco a ocho años. Se escapó cuando un agente lo sacaba de un tribunal. Ahora comprendía cómo había podido hacerlo. ¡Parecía tan dócil y tan indefenso! El agente, descuidadamente, le sujetaba con una sola mano. Wainright le hizo una zancadilla y se desasió de él. Era pequeño y le resultó fácil escabullirse entre la multitud.
—Ya ve usted —siguió diciendo Wainright—, he tenido muy mala suerte los últimos tres años. Enfermedades, cesantía. Perdí mi casa. Ruth, mi mujer, tenía que sostener los gastos. Y ella no podía trabajar mucho; por sus riñones. Pero, a pesar de todo como es muy buena secretaria, gana treinta dólares semanales. Yo quería irme al Oeste. Allí podría trabajar y Ruth se repondría de su enfermedad. Pero ella tuvo miedo de dejar su empleo. Al cabo de cierto tiempo me enteré de que, para conservar su puesto, tenía que soportar las atenciones de su jefe, un tal Tabor.
»Bueno, los detalles no interesan. Una noche, al volver a casa, oí gritos cuando iba a abrir la puerta. Entré, y los vi luchado. Supongo que me hizo una impresión peor de lo que en realidad era. Ruth se había defendido con tanta violencia que tenía el pelo desordenado y una manga del vestido rota.
Wainright hizo una pausa y me miró. Observé que sus ojos eran duros y metálicos y que no entonaban con el resto del rostro.
—No sé si comprenderán lo que sentí. Ruth intentó arreglar la cosa. Tabor se comportó… bueno… arrogante… despectivamente. Era el doble de alto que yo, y cuando le dije que se fuera, se echó a reír. Había un revólver en el cajón del escritorio; lo cogí para amenazarle y obligarle a irse. Esa fue mi intención, que se fuese y que Ruth no le viese reírse de mí. Pero él se acercó a mí, enfurecido. Cuando me agarró, apreté el gatillo.
Wainright miró hacia fuera, y continuó como en tono de disculpa:
—Creo que fue una locura. Pero no lo siento… por Tabor. Sólo lo siento cuando pienso en lo que Ruth ha sufrido. Todo el dinero que teníamos lo empleamos en pagar un abogado. Comprendí que ya nunca podríamos ir al Oeste. Ella tuvo la suerte de encontrar otra colocación mientras yo estaba en la cárcel, y no quiere dejarla. Tenía que vivir, decía; y yo, en la prisión necesitaba cosas.
»En realidad, no tenía intenciones de escapar. El pensamiento me vino cuando iba andando con el guardián. —Wainright hizo un gesto con su brazo libre—. Tuve suerte. Vi a Ruth. Ella quería que me entregase; dijo que me esperaría. Yo le dije que ella podía morir antes de que me diesen la libertad.
—Ofrecen por mí una recompensa, pero decidí intentar la fuga, y ya ven, la suerte me sigue acompañando. Ahora comprenderán lo que este viaje en camión significa para mí.
Rodamos unas cinco millas, sin que nadie hablase ni una palabra. Las luces de los autos que nos cruzaban o nos adelantaban iluminaban de cuando en cuando la cabina. Miré a Wainright varias veces. Empezaba a sentir miedo, pero me daba cuenta de lo irónico de la situación. Madge había hecho lo que quería, y mi deseo, formulado en la furia, se había cumplido también… Sólo que, en lugar de un pistolero, subí un asesino.
Y así íbamos. Madge fue la primera en hablar.
—¿Cuánto tiempo ha caminado hoy?
—He estado andando desde las cinco —respondió desganado Wainright, como comprendiendo qué teníamos derecho a preguntárselo, pero sin tener ganas de decirlo.
—En cuanto se separe de nosotros, tendrá que seguir andando —dijo Madge—. ¿Por qué no se echa un poco en la parte posterior del asiento? Hay un sitio…
Se le quebró la voz. La miré, y vi que estaba pálida. Wainright me sorprendió. Dijo que así lo haría, y se introdujo en la litera. Madge se apoyó más en mí, pero no dijo nada; ni yo tampoco. Gran cantidad de pensamientos cruzaban por mi mente, mientras nos daban un fantástico acompañamiento el crujir de las cubiertas sobre el cemento y el zumbido del motor.
A esas alturas, me sentía ya completamente aterrorizado. Y lo que más me desazonaba era el no saber cómo terminaría aquello. Sentía una especie de pánico, como cuando una vez que nadaba lejos de la playa sentí algo que se restregaba contra mi pierna. No creía que el hombre fuese a herir a Madge, ni tampoco tenía ánimo para decirle: «te lo advertí». No sé lo que me preocupaba más: si mi empleo y mi camión, o el propio Wainright.
«Aquel muchacho era un estúpido», pensé; pero esto no me reconfortó. No acababa de entender su actitud, ni por qué nos había contado sus cosas. Tenía la mano siempre en el bolsillo, y eso no me hacía ninguna gracia. Aquella situación no tenía sentido.
Seguí dándole vueltas a todo aquello, hasta que me asaltó una idea. Comencé a pensar en la recompensa. No sabía a cuanto ascendía, pero me dije que por lo menos sería de 500 dólares. Y pensé en lo odioso de mi trabajo, en lo poco que veía a Madge, en cómo la quería y en lo que todavía tenía que esperar. La mitad de mi cerebro pensaba así: «Este muchacho a quebrantado bastantes leyes. Debes ganarle la delantera».
Pero también comprendía que esto era justificarme a mí mismo. Después de todo, había matado a un hombre. Había sido declarado convicto. ¿Y quién aseguraba que la condena había sido injusta? La historia que nos había contado era la verdad.
Alguien iba a detenerle, me decía yo. Entonces, ¿por qué no hacerlo nosotros? Contaría que lo había encontrado escondido en el camión. Él no resistiría mucho. Era débil y yo podía dominarlo fácilmente.
Recordé mi garrote, y empecé a sentirme confiado. En realidad no era un garrote; más bien parecía una porra de la policía. Lo llevaba por lo que pudiera ocurrir, guardado en el bolsillo de la parte superior del asiento. Justo al lado de mi pierna derecha. Un golpe no muy fuerte con eso, y…
Sin dejar de mirar la carretera, comencé a deslizar la mano en su busca. Lo hice tranquilamente, muy despacio, mientras las ruedas corrían millas de cemento y el ruido del limpiaparabrisas ahogaba el zumbido del motor. Mis dedos recorrieron la pulida superficie del palo; pero, de pronto, mis nervios se volvieron a distender y me sentí atemorizado. Entonces sentí una mano en la cintura. Era la mano de Madge.
Estuve un instante tenso, inmóvil, conteniendo la respiración.
No creía que ella conociera la existencia del garrote, pero algo debía de haberle anunciado mi intención. Madge mantuvo su mano, suave y cálida, en mi cintura, hasta que, lentamente, abandoné el palo y volví a coger el volante.
La miré. Todavía tenía apretados los labios. Movió un poco la cabeza, con sus ojos negros, redondos, vacíos y turbados. Respiré, relajado. Ahora que ella había tomado una decisión, yo me sentía feliz. Experimentaba dentro de mí como una especie de gozo. Comprendí que habría sido una traición, después de que él nos contara su historia.
Cuando llegamos a Providence comprendí que tendría que avisar a Wainright antes de dirigirme al depósito. Me estaba preguntando cómo se lo iba a decir, cuando le vi sentarse en la litera. Me ordenó que torciera por una calle lateral.
Volví a sentir miedo. Me arrepentí de no haberle reducido cuando tuve oportunidad de hacerlo. Di la vuelta, pensando: «Eso es lo que me pasa por no haber empleado el garrote». Y él habló entonces, todavía en suave tono:
—Creo que ahora puedo contarles el resto de mi historia. No voy al Canadá. Me bajo aquí. Iba en busca de un hombre que conozco, para que me hiciera un favor. Pero no tengo mucha confianza en él, y creo que ustedes lo harán mejor.
Seguí conduciendo, sin decir ni una palabra.
—La recompensa por mi captura es de 3.000 dólares —continuó—. Yo había hecho un plan, cuando estuve con Ruth. Quería la recompensa, o, por lo menos, parte de ella. Creo que con 2.000, Ruth podría irse al Oeste un par de años y vivir tranquilamente. En dos años se curaría de su enfermedad. Eso es lo que quiero. Los otros mil son de ustedes, si me entregan.
En ese momento, yo no comprendía. No acababa de creerle. Seguí conduciendo automáticamente, con las mandíbulas temblequeantes. Cuando empecé a entender, pensé: «Desde luego, es un imbécil». Y, por fin, dije:
—No me gusta eso.
—Lo comprendo —dijo Wainright—. Resulta raro. Pero mírelo desde mi punto de vista. Me buscan. Están dispuestos a pagar. Yo sé que estoy perdido; no podré escapar ni quiero hacerlo.
Y alguien va a recibir esa recompensa. Probablemente un puñado de policías.
Me incliné en el asiento. Estaba todavía demasiado aturdido para poder decir una palabra. Permanecí sentado, con las palmas de las manos húmedas sobre el volante, sin darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—Deben hacerlo, de verdad. —Wainright sacó de su bolsillo una pistola automática. Comprendí que estaba acertado—. Ustedes me han pescado. No perderá su empleo, y además tendrá el doble de los 500 dólares que necesita.
—¿Y cómo sabe usted que no nos vamos a quedar con los tres mil? —dije, procurando mantener la voz tranquila.
—No lo harán. Les he estado observando. Me gusta su novia. Es honrada. Cuando vi que también ustedes necesitaban dinero, decidí arriesgarme y contarles la historia. Pero tenía que estar seguro. Por eso accedí a meterme en la litera: para darles una oportunidad de traicionarme.
—Supóngase que lo hubiéramos hecho —dije, con la voz tan tensa como mis músculos.
—Les he tenido todo el tiempo apuntados con mi pistola. No les hubiera disparado, pero me habría apoderado del camión hasta aclarar las cosas. Habría intentado llegar hasta aquí y encontrar al hombre de quien les hablé. Pero con ustedes será mejor. Han jugado limpio conmigo. ¿Qué les parece? Decídanse.
Vi, dos manzanas más adelante, la luz verde de un cuartelillo de policía. Recordé que era aquí donde había vivido Wainright, y donde le habían arrestado. El sudor corría por mi frente. No pude decir nada. Sólo murmuré:
—Bueno…
Pero eso fue suficiente para Wainright.
—Piensen una historia y ajústense a ella —apremió—. Me dejarán en el mismo cuartelillo para que no tengan que repartir el dinero con los policías. Cuando reciban la recompensa, recuerden que dos mil dólares son para mi mujer. Ya les escribiré. —Ahora su voz se hizo dura, aguda—: Prométanmelo los dos.
Madge y yo dijimos mecánicamente:
—Lo prometemos…
Me entregó la automática. Ya no tenía remedio. Me detuve frente al cuartel y descendí con la pistola apoyada en la espalda de Wainright. Madge taconeaba tras de mí.
Un oficial estaba sentado en la tarima, detrás de un escritorio. Un muchacho regordete, pecoso y con gafas, haraganeaba junto a la barandilla.
—¡Hola, teniente! —dijo Wainright cansadamente.
El muchacho miró asombrado a Wainright, luego me miró a mí y por fin a la pistola. Dejó la pluma y se inclinó. Finalmente, gruñó:
—Bueno, bueno. Hola, Eddie. Bienvenido a casa. ¿Dónde te habías metido?
El muchacho de las pecas se separó de la barandilla.
—¿Cómo, cómo? —dijo—. Soy Mallory, del Leader. A ver esa historia…
Se la conté. Al principio estaba indeciso, temeroso. Iba improvisando. Insistí en mi inocencia y hablé rápido para que no me interrumpieran. Cuando terminé, dominaba la situación y dije con severo tono:
—No olviden que hay recompensa y que yo lo he traído sin ayuda de nadie.
—Me encargaré yo de recordárselo —dijo Mallory con un gesto de la mano. Se volvió e hizo una mueca al sargento, que nos miraba agriamente—. Será un placer.
Llegaron dos hombres de paisano y se llevaron a Wainright y a la pistola. Mallory cogió el teléfono. El teniente nos llevó a una pequeña antesala y nos dejó solos. Madge se arrojó en mis brazos Agaché la cabeza, mientras ella se me abrazaba fuertemente. La sostuve contra mí, porque de nuevo me sentí tembloroso. Estuvimos así, sin hablar, durante mucho rato. Luego hice lo que tanto deseaba hacer —me parecía que desde hacía meses—, desde que dejamos la cantina de Steve.
La mujer de Wainright está viviendo en Arizona, mientras él cumple su condena.

Creo que fue un buen trato. Yo trabajo ahora de día. A Madge y a mí nos gusta la vida de casados. Ella gobierna la casa y yo conduzco.

viernes, 5 de abril de 2019

El despertar de Lázaro (1994) de Julieta Pinto ...

 El despertar de Lázaro (1994) de Julieta Pinto  recurre a un pasaje de la historia bíblica pero no para recrearlo ni para reflexionar sobre aspectos teológicos sino para cuestionar con profundidad y sinceridad nociones tan complejas como la vida y la muerte. El monólogo interior del personaje narra los últimos días en la vida de Cristo. Testigo presencial de estos acontecimientos,  Lázaro recuerda su propia muerte y resurrección: el camino de Cristo de la vida a la muerte le recuerda a Lázaro su camino de la muerte a la vida. Las palabras de Lázaro cuentan la pasión y la muerte de Cristo y estos acontecimientos hacen surgir (resucitar) en su conciencia un pasado: el de su propia muerte y posterior  resurrección. La pasión de Cristo se cuenta en presente, mientras que los hechos relacionados con Lázaro en pasado.  


100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.
Páginas: 612-613

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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