jueves, 23 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Personajes de ficción como objetos semióticos

Llegado a este punto, aun habiendo dicho que el asunto que me ocupa no es de carácter ontológico, no puedo rehuir una pregunta ontológica fundamental: ¿qué tipo de ente es un personaje de ficción, y de qué manera un personaje —si no existe exactamente— al menos subsiste?
Un personaje de ficción es sin duda un objeto semiótico. Quiero decir con ello un conjunto de propiedades registrado en la enciclopedia de una cultura, transmitido por una expresión determinada (una palabra, una imagen o algún otro mecanismo). Un conjunto de propiedades de esa naturaleza es lo que llamamos el «sentido» o «significado» de la expresión. De esta manera, la palabra «perro» transmite como contenido las propiedades de ser un animal, un mamífero, un can, una criatura ladradora, el mejor amigo del hombre y muchos otros atributos que menciona una buena enciclopedia. Esas propiedades, a su vez, pueden ser interpretadas por otras expresiones; y la serie de esas interpretaciones interrelacionadas constituye el conjunto de todas las nociones relativas al término que una comunidad comparte, y que están colectivamente registradas.
Hay muchos tipos de objetos semióticos, algunos de los cuales representan clases de OFE (por ejemplo, la clase «especies naturales», transmitida por palabras como «caballo»; o la clase «especies artificiales», transmitida por palabras como «mesa»), mientras que otros representan nociones abstractas u objetos ideales (como «libertad» o «raíz cuadrada»), otros que son de la clase etiquetada como «objetos sociales», que incluye a los matrimonios, el dinero, los títulos universitarios y, en general, cualquier ente establecido por acuerdo colectivo o por ley1. Pero hay también objetos semióticos que se refieren a individuos o a constructos, y que vienen denotados por nombres propios como «Boston» o «John Smith». No comparto la teoría de la «designación rígida», según la cual una expresión determinada se refiere necesariamente a la misma cosa en todos los mundos posibles, con independencia de cualquier alteración de las circunstancias. Estoy profundamente convencido de que todo nombre propio es un gancho del que colgamos un conjunto de propiedades, de forma que el nombre «Napoleón» transmite propiedades específicas: un hombre nacido en Ajaccio, que sirvió como general francés, se convirtió en emperador, ganó la batalla de Austerlitz y murió en Santa Elena el 5 de mayo de 1821, etcétera2.
Los objetos semióticos comparten en su mayoría una cualidad importante: tienen un posible referente. En otras palabras, tienen la propiedad de ser existentes (como sucede con la expresión «monte Everest») o de haber existido (como sucede con «Cicerón»), y a menudo el término transmite también instrucciones para identificar al referente. Palabras como «caballo» o «mesa» representan tipos de OFE; los objetos ideales, como «libertad» o «raíz cuadrada», pueden referirse a casos individuales concretos (la Constitución del estado de Vermont, por ejemplo, establece un caso de libertad garantizada a todo ciudadano; 1,7320508075688772 es la raíz cuadrada de 3); y lo mismo puede decirse de los objetos sociales (el acontecimiento X es un caso de matrimonio). Pero hay casos de tipo natural, artificial, abstracto o social que no pueden referirse a ninguna experiencia individual. Así, conocemos el significado (las supuestas propiedades) de «unicornio», «Santo Grial», «la tercera ley de la robótica» definida por Isaac Asimov, «círculo cuadrado» y «Medea», pero somos conscientes de que no podemos aislar ninguna instancia de esos objetos en nuestro mundo físico.
Yo llamaría a esos entes «objetos puramente imaginacionales» si Roman Ingarden no hubiera utilizado la expresión con otros propósitos3. Para Ingarden, los objetos puramente imaginacionales son artefactos como una iglesia o una bandera, siendo la primera algo más que las partes que la componen y la segunda algo más que un pedazo de tela, por estar dotada de un valor simbólico basado en convenciones sociales y culturales. A pesar de esta definición, la palabra «iglesia» transmite también criterios para identificar una iglesia, porque implica los materiales necesarios para construirla y su tamaño medio (una réplica en miniatura de la catedral de Reims hecha de mazapán no es una iglesia), y es posible encontrar OFE que son iglesias (como Notre-Dame de París, San Pedro de Roma o San Basilio en Moscú). Si, en cambio, definimos a los personajes de ficción como objetos puramente imaginacionales, queremos decir conjuntos de propiedades que carecen de equivalente material en el mundo real. La expresión «Ana Karenina» no tiene referente físico alguno, y en este mundo no podemos encontrar nada de lo que pudiéramos decir «esto es Ana Karenina».
Etiquetemos, pues, a los personajes de ficción como «objetos absolutamente imaginacionales».

Carola Barbero ha sugerido que un personaje de ficción es un «objeto de orden elevado», es decir, uno de esos objetos que son algo más que la suma de sus propiedades. Un objeto de orden elevado «se supone que depende genéricamente (y no rígidamente) de sus elementos y relaciones constitutivos, significando «genéricamente» que necesita de algunos elementos formados de una manera específica para ser el objeto que es, pero que no necesita exactamente esos elementos específicos»4. Lo que resulta crucial para el reconocimiento del objeto es que mantiene una Gestalt, una relación constante entre sus elementos, aunque esos elementos ya no sean los mismos. Por ejemplo, «el tren de Nueva York a Boston de las 16.35 horas» es uno de esos objetos, ya que permanece siempre reconocible como el mismo tren aun cuando sus vagones cambian cada día. Y no solo eso: sigue siendo el mismo objeto reconocible incluso cuando se niega su existencia, en el caso de afirmaciones tales como «el tren de Nueva York a Boston de las 16.35 horas ha sido cancelado» y «por motivos técnicos, el tren de Nueva York a Boston de las 16.35 horas partirá a las 17.00 horas». Un ejemplo típico de un objeto de orden elevado es una melodía. La sonata para piano número 2 en si bemol menor de Chopin, opus 35, permanecerá reconocible melódicamente aunque se toque con una mandolina. Admito que, desde un punto de vista estético, el resultado sería desastroso, pero el patrón melódico quedaría preservado. Y la pieza también seguiría siendo reconocible si le quitáramos algunas notas.
Sería interesante determinar qué notas pueden quitarse sin destruir la Gestalt musical y cuáles, por el contrario, son esenciales —o «diagnósticas»— para poder identificar la melodía. Pero esto no es un problema teórico; es más bien una tarea para un crítico de música, y tendrá soluciones diferentes dependiendo del objeto que se analice.
Este punto es importante porque el mismo problema existe cuando, en lugar de una melodía, analizamos un personaje de ficción. ¿Madame Bovary seguiría siendo madame Bovary si no se suicidara? Leyendo la novela de Philippe Doumenc, tenemos sin duda la impresión de que estamos leyendo sobre el mismo personaje que en el libro de Flaubert. Esta ilusión «óptica» se debe al hecho de que Emma Bovary ya aparece muerta al principio de la novela, y es mencionada como la mujer que supuestamente se suicidó. La alternativa propuesta por el autor (que fue asesinada) sigue siendo la opinión personal de algunos de los personajes de la novela de Doumenc, y no altera los principales atributos de Emma.
Barbero cita la historia de Woody Allen titulada «El experimento del profesor Kugelmass», donde madame Bovary llega a la Nueva York de hoy gracias a una especie de máquina del tiempo y vive un romance5. Ella parece una parodia de la Emma Bovary de Flaubert: lleva ropa moderna y compra en Tiffany's. Pero sigue siendo reconocible porque mantiene la mayoría de sus propiedades diagnósticas: forma parte de la pequeña burguesía, está casada con un médico, vive en Yonville, está insatisfecha con su vida de provincias y tiene una inclinación al adulterio. En el relato de Allen, Emma no se suicida, pero —y esto es esencial para la cualidad irónica de la narrativa— es fascinante (y deseable) precisamente porque está a punto de suicidarse. De forma análoga a la ciencia ficción, Kugelmass tiene que entrar en el mundo de Flaubert antes de que Emma tenga su última relación adúltera, de manera que no llegue demasiado tarde.
Podemos ver así que un personaje de ficción sigue siendo el mismo aunque esté en un contexto diferente, con la condición de que mantenga sus propiedades diagnósticas. Hay que definir qué propiedades son diagnósticas en el caso de cada personaje6.
Caperucita Roja es una niña, lleva una caperuza roja y se encuentra con un lobo que más tarde la devora, a ella y a su abuela. Estos son los rasgos diagnósticos, aunque personas diferentes pueden tener diferentes ideas sobre la edad de la niña, el tipo de comida que lleva en su cesta, etcétera. Esta niña fluctúa de dos maneras: vive fuera de su partitura original y es una especie de nebulosa de contornos variables e imprecisos. Pero algunas de sus propiedades diagnósticas permanecen invariables y la hacen reconocible en distintos contextos y situaciones. Podríamos preguntarnos qué le habría pasado a Caperucita Roja si no hubiera encontrado al lobo; pero, en distintas páginas de internet, he hallado múltiples representaciones de una niña con una caperuza roja de edades comprendidas entre los cinco y los doce años, y siempre he reconocido al personaje de la fábula. También había una imagen que mostraba a una rubia sexy de veintidós años con una caperuza roja, y la acepté como Caperucita Roja porque el título de la imagen la identificaba como tal; pero lo consideré un chiste, una parodia, una provocación. Para ser Caperucita Roja, una niña debe poseer al menos dos propiedades diagnósticas: tiene que llevar una caperuza roja y tiene que ser una niña.
La propia existencia de los personajes de ficción obliga a la semiótica a revisar algunos de sus enfoques, que se arriesgan a parecer demasiado simples. El clásico triángulo semántico suele aparecer como se muestra en la figura 1. La inclusión del referente en este triángulo resulta del hecho de que a menudo usamos expresiones verbales para indicar algo físicamente existente en nuestro mundo. Sigo a Peter Strawson en su asunción de que «mencionar» o «referirse a» no es algo que una expresión haga, sino más bien algo que una persona usa para que una expresión haga7.
Resulta dudoso que estemos ejecutando un acto de referencia cuando decimos que los perros son animales o que todos los gatos son bonitos. Parece que, en este caso, seguimos emitiendo juicios sobre un objeto semiótico determinado (o sobre una clase de objeto), atribuyéndole propiedades específicas.
Sentido o significado o contenido, como conjunto de propiedades
Expresión o
significante Referente
Figura 1

Un científico podría decir que ha descubierto una nueva propiedad de las manzanas, y ejecutaría un acto de referencia si dijera en sus protocolos que ha comprobado esas propiedades de las manzanas en las manzanas reales A, B y C (indicando la serie de objetos reales que usó para hacer los experimentos que legitiman su inducción), Pero en cuanto la comunidad científica aceptara su descubrimiento, esa nueva propiedad se atribuiría a las manzanas en general y se convertiría en una parte permanente del contenido de la palabra «manzana».
Ejecutamos actos de referencia cuando hablamos de individuos, pero hay una diferencia entre referirse a individuos existentes y mencionar a individuos que existieron en el pasado. El contenido del término «Napoleón» debería incluir entre las propiedades de Napoleón el rasgo de que murió el 5 de mayo de 1821. En contraste con ello, las propiedades del contenido del término «Obama», si se usa en el año 2010, tienen que incluir el rasgo de estar vivo y ser presidente de Estados Unidos8.
La diferencia entre referirse a individuos vivos y mencionar a individuos que vivieron en el pasado puede representarse a través de dos diferentes triángulos semióticos, como se muestra en las figuras 2 y 3. En este caso, los hablantes que dicen p cuando se refieren a Obama invitan a sus oyentes a verificar p (si lo desean) en una localización espaciotemporal concreta del mundo físicamente existente9. En cambio, quienquiera que dijera p de Napoleón, no estaría invitando a la gente a verificar p en un mundo pasado. A menos que se disponga de una máquina del tiempo, no se puede retroceder al pasado para comprobar y ver si Napoleón ganó realmente la batalla de Austerlitz. Cualquier cosa que se diga sobre Napoleón afirma las propiedades transmitidas por la palabra «Napoleón», o alude a un documento de descubrimiento reciente que altera lo que creíamos de él hasta ahora, por ejemplo, que no murió el 5 de mayo sino el 6 de mayo. Solo cuando la comunidad científica ha verificado que el documento es un OFE podemos pasar a corregir la enciclopedia pública, es decir, a transmitir las propiedades correctas atribuidas a Napoleón como objeto semiótico.

Propiedades de Obama
Obama Mundo real
FIGURA 2


Propiedades de Napoleón


Napoleón Mundo pasado, tal y como lo
registra la enciclopedia
FIGURA 3
Posiblemente, Napoleón podría convertirse en el personaje principal de una reconstrucción biográfica (o de una novela histórica) que intentara hacerle vivir otra vez en su tiempo, reconstruyendo sus acciones e incluso sus sentimientos. En ese caso, Napoleón sería muy similar a un personaje de ficción. Sabemos que existió realmente, pero para observar su vida e incluso participar en ella, tratamos de imaginar su mundo pasado como si fuera el mundo posible de una novela.
¿Qué sucede entonces en el caso de los personajes de ficción? Es cierto que algunos de ellos son presentados como personas que vivieron «érase una vez» (como Caperucita Roja y Ana Karenina); pero hemos comprobado que, en virtud de un acuerdo narrativo, el lector se ve forzado a dar por cierto lo que se narra y a fingir que vive en el mundo posible de la narrativa como si fuera su mundo real. Es irrelevante si la historia habla de una persona supuestamente viva (como un detective específico que trabaja actualmente en Los Ángeles) o sobre una persona supuestamente muerta. Es como si alguien nos dijera que en este mundo, un pariente nuestro acaba de morir: nos sentiríamos emocionalmente ligados a una persona que sigue presente en el mundo de nuestra experiencia.
Propiedades de Ana
Ana Karenina El mundo de Tolstói, donde fingimos que los individuos y los acontecimientos existen y tienen lugar en un espacio y un tiempo determinados

FIGURA 4

El triángulo semántico podría adoptar la forma que se muestra en la figura 4. Ahora podemos entender mejor cómo puede uno implicarse emocionalmente con los habitantes de un mundo posible de ficción como si fueran personas de verdad. Solo en parte sucede esto por la misma razón por la que podemos conmovernos por una ensoñación en la que una persona querida muere. En este último caso, al final de nuestra ensoñación volvemos a nuestro mundo cotidiano y nos damos cuenta de que no teníamos motivo para preocuparnos. Pero ¿qué pasaría si viviéramos en un ensueño ininterrumpido?
Para estar emocionalmente implicados de forma permanente con los habitantes de un mundo posible de ficción, tenemos que satisfacer dos requisitos, a saber: 1) debemos vivir en el mundo posible de ficción como en un ensueño permanente, y 2) tenemos que comportarnos como si fuéramos uno de los personajes.
Hemos planteado que los personajes de ficción nacen dentro del mundo posible de la narrativa, y que cuando se convierten en entes fluctuantes, si lo hacen, aparecen en otras narrativas o pertenecen a una partitura fluctuante. Hemos planteado que, según un acuerdo tácito reiterado por los lectores de novelas, fingimos tomarnos en serio el mundo posible de la ficción. Así que puede suceder que, cuando entramos en un mundo narrativo muy absorbente y cautivador, una estrategia textual pueda provocarnos algo similar a un raptus místico o alucinación, y que olvidemos que hemos entrado en un mundo que es simplemente posible.
Esto sucede sobre todo cuando encontramos a un personaje en su partitura original, o en un contexto nuevo y tentador; pero como estos personajes son fluctuantes y, por decirlo así, van y vienen en nuestra mente (como las mujeres en el mundo de J. Alfred Prufrock, hablando de Miguel Ángel), están siempre dispuestos a hipnotizarnos y a hacernos creer que están entre nosotros.
Por lo que se refiere al segundo requisito, una vez que empezamos a vivir en un mundo posible como si fuera nuestro mundo real, puede desconcertarnos el hecho de que en el mundo posible no estamos, por así decirlo, formalmente registrados. El mundo posible no tiene nada que ver con nosotros; nos movemos dentro de él como si fuéramos la bala perdida de Julien Sorel, pero nuestra implicación emocional nos lleva a asumir la personalidad de alguien difereme, de alguien que tiene derecho a vivir allí. Así, nos identificamos como uno de los personajes de ficción.
Cuando despertamos de una ensoñación en la que muere un ser querido, nos damos cuenta de que lo que hemos imaginado es falso, y damos por cierta la afirmación de que «mi ser querido está vivo y bien». Por el contrario, cuando la alucinación ficticia termina —cuando dejamos de fingir que somos el personaje ficticio, porque, como escribiera Paul Valéry, «le vent se leve, il faut tenter de vivre» («el viento se levanta, hay que intentar vivir»)—, continuamos dando por cierto que Ana Karenina se suicidó, que Edipo mató a su padre y que Sherlock Holmes vive en Baker Street.
Admito que este es un comportamiento muy peculiar, pero sucede con frecuencia. Tras derramar nuestras lágrimas, cerramos el libro de Tolstói y volvemos al aquí y ahora. Pero seguimos dando por sentado que Ana Karenina se suicidó, y pensamos que quienquiera que dijera que se casó con Heathcliff está loco.
Al ser entes fluctuantes, estos fieles compañeros vitales (a diferencia de otros objetos semióticos, que están culturalmente sujetos a revisión)10 no cambiarán nunca y serán para siempre los agentes de sus acciones. Y a raíz de la inalterabilidad de sus hazañas, siempre podemos reclamar que es cierto que poseían determinadas cualidades y que se comportaban de una forma determinada. Clark Kent es Supermán, ahora y hasta el fin de los tiempos.
1 Sobre la historia de la idea de los objetos sociales, desde Giambattista Vico y Thomas Reid a John Searle, véase Maurizio Ferraris, «Szienze sociali», en Maurizio Ferraris, ed., Storia dell'ontologia, Milán, Bompiani, 2008, pp. 475-490.
2 Véanse, por ejemplo, John Searle, «Proper Names», Mind, 67 (1958), p. 172.
3 Véanse Roman Ingarden, Time and Modes of Being, Springfield (Illinois), Charles C. Thomas, 1964; e idem, The Literary Work of Art. Para una crítica de la posición de Ingarden, véase Amie L. Thomasson, «Ingarden and the Ontology of Cultural Objects», en Arkadiusz Chrudzimski, ed., Existence, Culture, and Persons: The Ontology of Roman Ingarden, Frankfurt, Ontos Verlag, 2005.
4 Barbero, Madame Bovary, pp. 45-61.
5 Woody Allen, «El experimento del profesor Kugelmass», en Allen, Side Effects, Nueva York, Randon House, 1980 (hay trad. cast.: Perfiles, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002).
6 Sobre estos problemas, véase Patrizia Violi, Meaning and Experience, Bloomington, Indiana University Press, 2001, IIB y III. Véase también Eco, Kant y el ornitorrinco.
7 Peter Strawson, «On Referring», Mind, 59 (1950).
8 Obviamente, las enciclopedias tienen que actualizarse. El 4 de mayo de 1821, la enciclopedia pública debía registrar a Napoleón como un ex emperador que vivía exiliado en la isla de Santa Elena.
9 En casos difíciles de comprobar de visu (por ejemplo, si p afirma que Obama visitó ayer Bagdad), nos basamos en «prótesis» (como diarios o programas de televisión) que supuestamente nos permiten comprobar qué sucedió en realidad en este mundo, aunque el acontecimiento no estuviera al alcance de nuestra percepción.

10 Uno podría verse tentado a reclamar que los entes matemáticos también son inmunes a la revisión. Pero incluso el concepto de las líneas paralelas cambió tras el advenimiento de las geometrías no euclidianas, y nuestras ideas sobre el teorema de Fermat cambiaron a partir de 1994 gracias al trabajo del matemático británico Andrew Wiles.

Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

martes, 21 de agosto de 2018

CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA. UMBERTO ECO.


Afirmaciones de ficción versus afirmaciones históricas

¿Es una afirmación ficticia como «Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren» tan cierta como la afirmación histórica «Adolf Hitler se suicidó y su cadáver fue incinerado en un bunker de Berlín»? Instintivamente, nuestra respuesta sería que la afirmación acerca de Ana se refiere a una invención, mientras que la de Hitler se refiere a algo que sucedió en realidad.
Así que, para ser correctos en términos de semántica condicionada por la verdad, deberíamos decir: «Es cierto que "Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren" es una manera de decir "es cierto en este mundo que el texto de una novela de Tolstói afirma que Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren"».
Si esto es así, en términos de lógica, la afirmación acerca de Ana sería cierta de dicto, y no de re, y desde un punto de vista semiótico, se referiría al plano de la expresión y no al plano del contenido, o, en términos de Ferdinand de Saussure, al nivel del significante, y no del significado. Podemos hacer afirmaciones ciertas sobre personajes de ficción porque lo que les ocurre está registrado en un texto, y un texto es como una partitura. «Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren» es cierto de la misma manera que la Quinta Sinfonía de Beethoven está compuesta en do menor (y no en fa mayor, como la Sexta) y empieza con la frase «fa, fa, fa, mi bemol».
Permítaseme llamar esta manera de considerar las afirmaciones de ficción «enfoque orientado por una partitura». Pero esa posición no es completamente satisfactoria desde el punto de vista de la experiencia del lector. Dejando aparte muchos problemas derivados del hecho de que leer una partitura es un proceso de interpretación complejo, podemos decir que una partitura es un mecanismo semiótico que dice cómo producir una determinada secuencia de sonidos. Solo después de transformar una serie de símbolos escritos en sonidos, los oyentes pueden decir que están disfrutando la Quinta Sinfonía de Beethoven. (Esto le sucede incluso a un músico de talento capaz de leer la partitura en silencio: de hecho, está reproduciendo los sonidos en su mente.) Cuando decimos «es cierto, en este mundo, que el texto de una novela de Tolstói afirma que Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren», estamos diciendo simplemente que es cierto, en este mundo, que en cierta página impresa hay una secuencia de palabras escritas que, al ser pronunciadas por el lector (aunque solo sea mentalmente), le capacitan para darse cuenta de que hay un mundo narrativo en el que existen personas como Ana y Vronski.
Pero cuando hablamos de Ana y Vronski, solemos dejar de pensar en el texto en el que hemos leído sus vicisitudes. Hablamos de ellos como si fueran personas reales.
Es cierto (en este mundo) que la Biblia se abre con «Bereishit...», título hebreo del Génesis. «Al principio...» Pero cuando decimos que Caín mató a su hermano o que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo —y a menudo, cuando tratamos de interpretar esos acontecimientos moral o místicamente— no nos referimos al original hebreo (que el noventa por ciento de los lectores de la Biblia desconoce); hablamos del contenido, no de la expresión del texto bíblico. Es cierto que sabemos que Caín mató a Abel por la Biblia escrita, y se ha sugerido que la existencia de muchos objetos no físicos, llamados «objetos sociales», deberían o podrían ser demostrados por un documento. Pero más adelante veremos que 1) a veces, los personajes de ficción ya existían antes de ser registrados en un documento escrito (como es el caso de las figuras míticas y legendarias), y que 2) muchos personajes de ficción consiguen sobrevivir a los documentos que registraron su existencia.
Ciertamente, nadie (creo) puede negar razonablemente que Adolf Hitler y Ana Karenina representan dos tipos de entes distintos, y que cada uno tiene un estatus ontológico distinto. No soy lo que en ciertos departamentos académicos de Estados Unidos se llama despectivamente un «textualista», alguien que cree (como creen algunos deconstruccionistas) que no hay hechos sino solo interpretaciones, es decir, textos. Tras desarrollar una teoría de la interpretación basada en la semiótica de C. S. Peirce, supongo que para llevar a cabo cualquier interpretación tiene que haber algún hecho que se tenga que interpretar1. Aceptando, como acepto, que hay una diferencia entre los hechos que son ciertamente textos (como la copia física de un libro que estoy a punto de leer) y los hechos que no son simplemente textos (como el hecho de que usted está leyendo este libro), estoy profundamente convencido de que Hitler fue un ser humano real (al menos, lo creeré hasta que historiadores fiables produzcan pruebas de lo contrario, demostrando que fue un robot construido por Wernher von Braun), mientras que Ana fue simplemente imaginada por una mente humana y es, como dirían algunos, un «artefacto»2.
De cualquier modo, podría decirse que no solo las afirmaciones de ficción son de dicto, sino también las históricas: los estudiantes que escriben que Hitler murió en un bunker están diciendo simplemente que eso es cierto de acuerdo con sus libros de texto de historia. En otras palabras, excepto en el caso de juicios que dependen de mi experiencia directa (como «está lloviendo»), todos los juicios que puedo hacer sobre la base de mi experiencia cultural (es decir, todos los que se refieren a información registrada en una enciclopedia: que los dinosaurios vivieron en el período Jurásico, que Nerón estaba mentalmente trastornado, que la fórmula del ácido sulfúrico es H2SO4, etcétera) están basados en información textual. Y aunque parecen expresar verdades de facto, son simplemente de dicto.
Así pues, permítanme usar el término «verdades enciclopédicas» para todos los elementos de conocimiento común que salen en una enciclopedia (como la distancia entre la Tierra y el Sol, o el hecho de que Hitler murió en un bunker). Doy por ciertas esas informaciones porque me fío de la comunidad científica, y acepto una especie de «división del trabajo cultural» por la que delego en personas especializadas la labor de demostrarlas. Pero las afirmaciones enciclopédicas también tienen límites. Están sujetas a revisión, ya que por definición, la ciencia está siempre dispuesta a reconsiderar sus propios descubrimientos. Si mantenemos la mente abierta, tenemos que estar dispuestos a revisar nuestras opiniones sobre la muerte de Hitler en cuanto se descubran nuevos documentos, y a ajustar lo que creemos sobre la distancia entre la Tierra y el Sol a nuevas mediciones astronómicas. De hecho, la circunstancia de que Hitler muriera en un bunker ya ha sido puesta en tela de juicio por algunos historiadores. Es concebible que Hitler sobreviviera a la caída de Berlín en manos de los Aliados y escapara a Argentina, que ningún cadáver fuera quemado en el bunker o que el cuerpo incinerado fuera el de otro, que el suicidio de Hitler fuera inventado por motivos de propaganda por los rusos que llegaron al bunker o que el bunker no hubiera existido jamás en absoluto, ya que su localización exacta sigue siendo asunto de debate, etcétera.
Por el contrario, la afirmación «Ana Karenina se suicidó lanzándose a las vías del tren» no puede ser puesta en duda.
Toda afirmación relativa a verdades enciclopédicas puede, y a menudo debe, ser comprobada en términos de legitimidad empírica externa (de acuerdo con ello, diríamos «facilíteme pruebas de que Hitler realmente murió en el bunker»), mientras que las afirmaciones sobre el suicidio de Ana se refieren a casos de legitimidad textual interna (es decir, que uno no necesita salir del texto para probarlas). Sobre la base de esa legitimidad interna, consideraríamos loco o desinformado a cualquiera que dijera que Ana Karenina se casó con Pierre Besujov, mientras que seríamos menos desdeñosos con una persona que manifestara dudas sobre la muerte de Hitler.
En base a la misma legitimidad interna, la identidad de los personajes de ficción es inconfundible. En la vida real, no estamos seguros de la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos quién fue realmente Kaspar Hauser; no sabemos si Anastasia Nikoláevna Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en Yekaterinburg o si sobrevivió para reaparecer como la encantadora mujer empeñada en reclamar su origen que interpretara Ingrid Bergman en la pantalla. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson, designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión; de otro modo, el texto como mínimo sugeriría que tal era el caso. He polemizado en otra parte contra la teoría de la designación rígida de Saul Kripke3, pero admito de buena gana que esa noción es válida en mundos posibles de ficción. Podemos definir de muchas maneras al doctor Watson, pero está claro que se trata de la persona que, en Estudio en escarlata, es llamado Watson por primera vez, y quien lo hace es un personaje llamado Stamford, y que, de ahí en adelante, tanto Sherlock Holmes como los lectores de Arthur Conan Doyle, al usar el nombre de «Watson», se refieren a ese bautismo original. Es posible que, en una novela aún inédita, Conan Doyle diga que Watson mentía al asegurar que resultó herido en la batalla de Maiwand, o que estudió medicina. Pero incluso en ese caso, el doctor Watson, desenmascarado como fraude, seguirá siendo la persona que, en Estudio en escarlata, se encontró por primera vez con Sherlock Holmes.
El problema de la fuerte identidad de los personajes de ficción es muy importante. Philippe Doumenc, en su libro Contre-enquéte sur la mort d'Emma Bovary4, cuenta la historia de una investigación policial que demuestra que madame Bovary no se envenenó, sino que fue asesinada. Ahora, esta novela tiene cierto sabor solo porque los lectores dan por sentado que «en realidad» Emma Bovary se envenenó ella misma. La novela de Doumenc puede disfrutarse de la misma manera en que los lectores disfrutan de las así llamadas historias «ucrónicas», un equivalente temporal a las utopías, una suerte de HF («historia ficción», o ciencia ficción sobre el pasado) en que un autor imagina, por ejemplo, lo que hubiera pasado en Europa si Napoleón hubiese ganado en Waterloo. Una novela ucrónica solo puede disfrutarse si el lector sabe que Napoleón fue derrotado en Waterloo. De forma similar, para disfrutar la novela de Doumenc, el lector tiene que dar por sentado que madame Bovary realmente se suicidó. De otro modo, ¿para qué escribir —o leer— semejante contrahistoria?

La función epistemológica de las afirmaciones ficticias

No se ha podido averiguar aún qué tipo de entes son los personajes de ficción fuera del marco de un enfoque orientado a las partituras. Pero sí podemos decir que las afirmaciones de la ficción, por la manera en que las usamos y las pensamos, son esenciales para clarificar nuestra noción corriente de la verdad.
Supongamos que alguien pregunta qué supone para una afirmación el ser cierta, y supongamos que respondemos con la famosa definición que formulara Alfred Tarski, según la cual «la nieve es blanca» es cierto si la nieve es blanca, y solamente si lo es. Estaríamos diciendo algo bastante interesante para estimular el debate intelectual, pero que de poco serviría a la gente corriente (por ejemplo, no sabríamos qué tipo de prueba física es suficiente para permitir a alguien afirmar que la nieve es blanca). Más bien deberíamos decir que una afirmación es incuestionablemente cierta cuando es tan irrefutable como la afirmación de que «Supermán es Clark Kent».
En general, los lectores aceptan como irrefutable la idea de que Ana Karenina se suicidó. Pero aunque quisiéramos buscar pruebas empíricas externas, para aceptar el enfoque orientado a las partituras (según el cual es cierto queTolstói, en un libro que podemos consultar, escribió esto y aquello), es suficiente con tener datos de sentido que confirmen la afirmación, mientras que en el caso de Hitler cualquier prueba puede seguir discutiéndose.
Para decidir si «Hitler murió en el bunker de Berlín» es incuestionablemente cierto, debemos determinar si consideramos la afirmación tan incuestionablemente cierta como «Supermán es Clark Kent» o «Ana Karenina se suicidó lanzándose a las vías del tren». Solamente después de haber hecho ese tipo de prueba podemos decir que «Hitler murió en el bunker de Berlín» solo es probablemente cierto, quizá muy probablemente cierto, pero no cierto más allá de cualquier sombra de duda (mientras que «Supermán es Clark Kent» no acepta desafío). El Papa y el Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto que Jesucristo es el hijo de Dios, pero (si están bien informados sobre literatura y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent es Supermán, y viceversa. Así que esta es la función epistemológica de las afirmaciones en la ficción: pueden usarse como prueba de fuego de la irrefutabilidad de las verdades.

Individuos-fluctuantes en partituras fluctúantes

El haber sugerido una función alética de las verdades de la ficción no explica por qué lloramos ante los apuros de los personajes de ficción. Nadie se supone que deba emocionarse porque Tolstói escribiera que Ana Karenina murió. A lo sumo, uno se emociona porque Ana Karenina murió, incluso sin saber que Tolstói fue el primero en escribir sobre ello.
Nótese que lo que acabo de decir vale para Ana Karenina, Clark Kent, Hamlet y muchas otras figuras, pero no para todo personaje de ficción. Nadie (excepto especialistas en las trivialidades de Nero Wolfe) sabe a bote pronto quién es Dana Hammond y lo que hizo. A lo sumo, uno puede decir que en la novela titulada En las mejores familias (publicada por Rex Stout en 1950), el texto dice que cierto banquero llamado Dana Hammond hizo esto y aquello. Dana Hammond sigue siendo, por decirlo así, un prisionero de su propia partitura original. En cambio, si quisiéramos nombrar a un banquero famoso e infame, podríamos mencionar al barón Nucingen, quien adquirió de algún modo la habilidad de vivir fuera de los libros de Balzac, donde nació. Nucingen se convirtió en lo que ciertas teorías estéticas llaman un «personaje universal». Pero Dana Hammond, ay Dios, no. Mala suerte.
En este sentido, debemos asumir que ciertos personajes de ficción adquieren una especie de existencia independiente de sus partituras originales. ¿Cuánta gente que conoce el destino de Ana Karenina ha leído el libro de Tolstói? ¿Y cuántos de ellos han oído en cambio hablar de ella a través de películas (principalmente, dos con Greta Garbo) y series de televisión? Desconozco la respuesta exacta, pero sin duda puedo decir que muchos personajes de ficción «viven» fuera de la partitura a la que deben su existencia, y que se mueven en una zona del universo que nos resulta muy difícil de delimitar. Algunos de ellos emigran incluso de texto a texto, porque en el transcurso de los siglos, el imaginario colectivo ha invertido emocionalmente en ellos, transformándolos en individuos «fluctuantes». La mayoría procede de grandes obras de arte o de mitos, pero ciertamente no todos. Así, nuestra comunidad de entes fluctuantes incluye a Hamlet y Robin Hood, a Heathcliff y a Milady, a Leopold Bloom y a Supermán.
Como los personajes fluctuantes me han fascinado siempre, una vez me inventé el siguiente pastiche literario (pido disculpas por esta muestra de autoplagio):

Viena, 1950. Han pasado veinte años, pero Sam Spade no ha abandonado su búsqueda del halcón maltes. Su contacto es ahora Harry Lime, y están hablando clandestinamente en lo alto de la noria del Prater. Bajan y andan hasta el café Mozart, donde Sam toca «As Time Goes By» con su lira. En una mesa de atrás, con un cigarrillo colgándole de la comisura de la boca y una expresión amarga en su cara, está sentado Rick. Ha encontrado una clave en los papeles que le enseñó Ugarte, y ahora muestra a Sam Spade una fotografía de Ugarte: «¡El Cairo!», murmura el detective. Rick sigue contando: cuando entró triunfante en París con el capitán Renault en las filas del ejército de liberación de De Gaulle, oyó hablar de una tal Dragón Lady (supuestamente la asesina de Robert Jordan en la guerra civil española), a quien los servicios secretos habían puesto sobre la pista del halcón. Llegaría en cualquier momento. La puerta se abre y aparece una mujer. «¡Ilsa!», grita Rick. «¡Brigid!», grita Sam Spade. «¡Anna Schmidt!», grita Lime. «¡Señorita Scarlett! —grita Sam—, has vuelto! No hagas sufrir más a mi jefe.»
De la oscuridad del bar surge un hombre con una sonrisa sarcástica. Es Philip Marlowe. «Vamos, señorita Marple —le dice a la mujer—. El padre Brown nos espera en Baker Street.»5

No es necesario haber leído la partitura original para estar familiarizado con los personajes fluctuantes. Mucha gente conoce a Ulises sin haber leído la Odisea, y millones de niños que hablan de Caperucita Roja no han leído nunca las dos fuentes principales de su historia: la partitura de Charles Perrault y la de los hermanos Grimm.

Convertirse en un ente fluctuante no depende de las cualidades estéticas de la partitura original. ¿Por qué tanta gente se apena por el suicidio de Ana Karenina, pero solo unos pocos adictos a Víctor Hugo lloran por el suicidio de Cimourdain en Noventa y tres? Personalmente, me conmueve mucho más el destino de Cimourdain (un héroe monumental) que el destino de la pobre señora. Mala suerte: tengo a la mayoría en contra. ¿Quién, excepto los admiradores de la literatura francesa, se acuerda de Augustin Meaulnes? Pues era, y sigue siendo, el protagonista de una gran novela de Alain Fournier, El gran Meaulnes. Ciertos lectores sensibles pueden engancharse de una manera tan profunda y apasionada a estas novelas que acaban dando la bienvenida a su club a Augustin Meaulnes y a Cimourdain. Pero la mayoría de los lectores contemporáneos no espera encontrarse a estos personajes a la vuelta de la esquina, mientras que leí hace poco que, según una encuesta, una quinta parte de los adolescentes británicos cree que Winston Churchill, Gandhi y Dickens eran personajes de ficción, en tanto que Sherlock Holmes y Eleanor Rigby eran reales6. Así que, por lo visto, Winston Churchill puede adquirir el privilegiado estatus de un ente de ficción fluctuante, y Augustin Meaulnes no.
Ciertos personajes son más conocidos por sus avatares extratextuales que en el papel que desempeñaron en una partitura determinada. Tomemos el caso de Caperucita Roja. En el texto de Perrault, el lobo se come a la niña y la historia termina ahí, inspirando serias reflexiones sobre los riesgos de la imprudencia. En el texto de los Grimm, el cazador llega, mata al lobo y devuelve a la vida a la niña y a su abuela. Hoy en día, la Caperucita Roja que conocen todas las madres y niños no es ni la de Perrault ni la de los Grimm. Es cierto que el final feliz viene de la versión de los Grimm, pero muchos otros detalles resultan de una especie de fusión de las dos versiones. La Caperucita Roja que conocemos viene de una partitura fluctuante, más o menos la que comparten todos los niños y madres cuentacuentos.
Muchos personajes míticos pertenecían a ese reino compartido antes de entrar en un texto específico. Edipo era una figura, de muchas leyendas orales antes de convertirse en sujeto de las obras de Sófocles. Después de tantas traducciones cinematográficas, los tres mosqueteros han dejado de ser los de Dumas. Todos los lectores de los relatos de Nero Wolfe saben que él vivió en Manhattan, en un edificio de ladrillo rojizo situado en algún punto de la calle Treinta y cinco Oeste, pero las novelas de Rex Stout mencionan al menos diez números diferentes del edificio. En un momento determinado, una suerte de acuerdo tácito convenció a los admiradores de Wolfe de que el número correcto era el 454; y el 22 de junio de 1996, la ciudad de Nueva York y un club llamado Wolfe Pack honraron a Rex Stout y a Nero Wolfe con una placa de bronce en el número 454 de la calle Treinta y cinco Oeste, certificando así que en ese lugar estaba localizado el edificio de ladrillo rojo de la ficción.
De la misma manera, Dido, Medea, don Quijote, madame Bovary, Holden Caulfield, Jay Gatsby, Philip Marlowe, el inspector Maigret y Hercule Poirot vinieron a vivir fuera de sus partituras originales, e incluso personas que nunca han leído a Virgilio, Eurípides, Cervantes, Flaubert, Salinger, Fitzgerald, Chandler, Simenon o Christie pueden reclamar la capacidad de hacer afirmaciones ciertas sobre estos personajes. Al ser independientes del texto y del mundo posible en el que nacieron, esas figuras (por decirlo así) circulan entre nosotros, y tenemos dificultades a la hora de pensar en ellos como algo distinto de las personas reales. De modo que no solo los tomamos por modelos de nuestras propias vidas, sino también para las vidas de los demás. Podríamos decir que alguien a quien conocemos tiene un complejo de Edipo, un apetito de Gargantúa, que es celoso como Otelo, duda como Hamlet o es un Scrooge.
1 Véase, por ejemplo, Umberto Eco, Kanty el ornitorrinco, Barcelona, Lumen, 1999.
2 Pero, si Ana es un artefacto, su naturaleza es diferente de la de otros artefactos como las sillas y los barcos. Véase Amie L. Thornasson, «Fictional Characters and Literary Practices», British Journal of Aesthetics, 43, n.° 2 (abril de 2002), pp. 138-157. Los artefactos ficticios no son entes físicos y carecen de localización espacio-temporal.
3 Véanse, por ejemplo, Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, Barcelona, Lumen 2000; e idem. Los límites de la interpretación.
4 Philippe Doumenc, Contre-enquete sur la mort d'Emma Bovary, París, Actes Sud, 2007.
5 Véase Eco, Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996.

6 Véase, por ejemplo, Aislinn Simpson, «Winston Churchill didn't really exist», Telegraph, 4 de febrero de 2008.

lunes, 20 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.









3


Algunas observaciones sobre los personajes de ficción


[Don Quijote] se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en tur­bio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenóselc la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas so­ñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldan, el encantado.
Cervantes, Don Quijote

Tras la publicación de El nombre de la rosa, muchos lectores me escribieron diciendo que habían descubierto y visitado la abadía donde yo situaba mi relato. Muchos otros me pidie­ron más información sobre el manuscrito que menciono en la introducción del libro. En esa misma introducción, digo que encontré un libro desconocido de Athanasius Kircher en una librería de viejo de Buenos Aires. Hace poco —es decir, casi treinta años después de la publicación de mi novela—, un colega alemán me escribió diciendo que acababa de en­contrar una librería de viejo en Buenos Aires en la que había un volumen de Kircher, y se preguntó si por casualidad se trataba de la misma librería y del mismo libro que mencio­no en mi novela.
No hace falta decir que me inventé tanto el plano como la localización de la abadía (aunque muchos de sus detalles estaban inspirados en sitios reales); que empezar una obra de ficción diciendo que uno ha encontrado un viejo manuscri­to es un venerable topos literario, hasta el punto de que ti­tulé mi introducción «Naturalmente, un manuscrito»; y que el misterioso libro de Kircher y la aún más misteriosa libre­ría de viejo eran inventados.
Ahora bien, quienes se pusieron a buscar la abadía real y el manuscrito real quizá fueran lectores ingenuos poco fa­miliarizados con las convenciones literarias, que tropezaron con mi novela por accidente después de ver la película. Pero el colega alemán al que acabo de mencionar, que parece habituado a visitar a marchantes de libros raros y que en apariencia conoce a Kircher, es ciertamente una persona cultivada, familiarizada con los libros y los materiales impresos. Así que, por lo que parece, muchos lectores, independientemente de su estatus cultural, son, o se vuelven, incapaces de distinguir entre ficción y realidad. Se toman en serio a personajes de ficción, como si los personajes fueran seres humanos reales.
Un comentario más sobre esta distinción (o la falta de la misma) se encuentra en El péndulo de Foucault. Jacopo Belbo, tras asistir a una liturgia alquímica de ensueño, trata irónicamente de justificar la práctica de los adoradores con la observación de que «el problema no consiste en saber si [estas personas] son mejores o peores que los [cristianos] que van al santuario. Me estaba preguntando quiénes somos nosotros. Nosotros, que pensamos que Hamlet es más real que el portero de nuestra casa. ¿Qué derecho tengo a juzgar a estos, yo que voy buscando a madame Bovary para armarle un escándalo?»1.

Llorando por Ana Karenina

En 1860, cuando estaba a punto de navegar por el Mediterráneo para seguir la expedición de Garibaldi a Sicilia, Alexandre Dumas padre hizo escala en Marsella y visitó el Château d'If, donde su héroe Edmond Dantès, antes de convertirse en el conde de Montecristo, estuvo encarcelado durante catorce años y fue instruido por su compañero de celda, el abad Faria2. Estando allí, Dumas descubrió que a los visitantes les mostraban regularmente lo que se conocía como la «verdadera» celda de Montecristo, y que los guías hablaban constantemente de Dantès, Faria y el resto de personajes de la novela como si hubieran existido de verdad3. En contraste con ello, los mismos guías nunca mencionaban que el Château d'If había acogido como prisioneros a algunas figuras históricas importantes, como Honoré Mirabeau.
Así, Dumas comenta en sus memorias: «Crear personajes que matan a los de los historiadores es privilegio de los novelistas. El motivo es que los historiadores evocan a simples fantasmas, mientras que los novelistas crean a personas de carne y hueso»4.
En cierta ocasión, un amigo me instó a organizar un simposio sobre el siguiente tema: si sabemos que Ana Karenina es un personaje de ficción que no existe en el mundo real, ¿por qué lloramos por su difícil situación?, o, en todo caso, ¿por qué nos conmueven sus desgracias?
Hay probablemente muchos lectores muy cultivados que no derraman lágrimas por el destino de Scarlett O'Hara, pero les conmociona el de Ana Karenina. Sin embargo, he visto a sofisticados intelectuales llorando a mares al final de Cyrano de Bergerac, un hecho que no debería sorprender a nadie, porque cuando una estrategia dramática pretende inducir al público a derramar lágrimas, la gente llora independientemente de su nivel cultural. Esto no constituye un problema estético: las grandes obras de arte pueden no provocar una respuesta emocional, mientras que muchas películas malas y noveluchas lo consiguen5. Y recordemos que madame Bovary, un personaje por el que muchos lectores han llorado, solía llorar con las historias de amor que leía.
Le dije a mi amigo que este fenómeno no tenía relevancia ontológica ni lógica, y que solo podía interesar a los psicólogos. Podemos identificarnos con personajes de ficción y con sus hazañas porque, según un acuerdo narrativo, empezamos a vivir en el mundo posible de sus historias como si fuera nuestro propio mundo. Pero esto no sucede solamente cuando leemos ficción.
Muchos de nosotros hemos pensado alguna vez en la posible muerte de un ser querido y nos hemos visto profundamente afectados, si es que no hemos incluso llorado, aun sabiendo que el acontecimiento era imaginado y no real. Esos fenómenos de identificación y proyección son absolutamente normales y (repito) son un asunto para los psicólogos. Si hay ilusiones ópticas en las que vemos una forma determinada más grande que otra aun sabiendo que son exactamente del mismo tamaño, ¿por qué no puede haber asimismo ilusiones emocionales?6
También traté de explicar a mi amigo que la capacidad de un personaje ficticio para hacer llorar a la gente depende no solo de sus cualidades, sino también de los hábitos culturales de los lectores, o de la relación entre sus expectativas culturales y la estrategia narrativa. A mediados del siglo XIX, la gente lloraba, sollozaba incluso, por el destino de la Fleur-de-Marie de Eugène Sue, mientras que hoy, los infortunios de la pobre muchacha nos dejan cínicamente indiferentes. En contraste con ello, hace décadas mucha gente se vio conmocionada por el destino de Jenny en Love Story de Erich Segal, tanto la novela como la película.
Con el tiempo, me di cuenta de que no podía despachar el asunto con tanta facilidad. Tuve que admitir que hay una diferencia entre llorar por la muerte imaginaria de un ser querido y llorar por la muerte de Ana Karenina. Es cierto que en ambos casos damos por sentado lo que sucede en un mundo posible: el mundo de nuestra imaginación en el primer caso y el mundo creado por Tolstói en el segundo. Pero si luego nos preguntan si nuestro ser querido ha muerto realmente, podemos decir con gran alivio que no es así; es la forma de alivio que sentimos cuando despertamos de una pesadilla. En cambio, si nos preguntan si Ana Karenina ha muerto, siempre tenemos que responder que sí, ya que el hecho de que Ana se suicidara es cierto en todos los mundos posibles.
Sin embargo, cuando se trata de amor romántico, sufrimos al imaginarnos que la persona que nos ama nos abandona, y algunas personas que han sido realmente abandonadas se ven empujadas al suicidio. Pero no sufrimos demasiado si unos amigos nuestros son abandonados por las personas que les quieren. Simpatizamos con ellos, ciertamente, pero no he oído hablar nunca de alguien que se suicidara porque uno de sus amigos hubiera sido abandonado. De modo que parece extraño que cuando Goethe publicó Las tribulaciones del joven Werther, donde el héroe, Werther, se suicida por su amor de destino enfermizo, muchos jóvenes lectores románticos hicieran lo mismo. El fenómeno fue conocido como «el efecto Werther». ¿Qué podemos pensar cuando la gente se siente solo ligeramente inquieta por la muerte de hambre de millones de individuos reales —incluidos muchos niños— y sienten en cambio una gran angustia personal por la muerte de Ana Karenina? ¿Qué podemos pensar cuando compartimos profundamente el dolor de una persona que sabemos que jamás existió?

Ontología versus semiótica

Pero ¿estamos seguros de que los personajes de ficción no gozan de ningún tipo de existencia? Usemos los términos «Objeto Físicamente Existente» (OFE) para designar objetos que existen en la actualidad (como usted, la luna y la ciudad de Atlanta), así como para objetos que solo existieron en el pasado (como Julio César o las naves de Colón). Sin duda, nadie diría que los personajes de ficción son OFE. Pero ello no significa que no sean en absoluto objetos.
Basta con adoptar el tipo de ontología desarrollado por Alexius Meinong (1853-1920) para aceptar la idea de que cualquier representación o juicio debe corresponder a un objeto, aun cuando ese objeto no sea un objeto existente. Un objeto es cualquier cosa dotada de ciertas propiedades, pero la existencia no es una propiedad indispensable. Siete siglos antes de Meinong, el filósofo Avicena dijo que la existencia era simplemente la propiedad accidental de una esencia o sustancia («accidens adveniens quidditati»). En este sentido, puede haber objetos abstractos —como el número diecisiete o un ángulo recto, que no existen exactamente, sino que subsisten— y objetos concretos, como yo mismo y Ana Karenina, con la diferencia de que yo soy un OFE y Ana no.
Ahora, quiero dejar claro que no me estoy ocupando aquí de la ontología de los personajes de ficción. Para convertirse en sujeto de la reflexión ontológica, un objeto tiene que ser considerado como existente, más allá de cualquier mente, como es el caso del ángulo recto, que muchos matemáticos y filósofos ven como una especie de entidad platónica, queriendo decir que la afirmación de que «el ángulo recto tiene noventa grados» seguiría siendo cierta si nuestra especie desapareciera, y su verdad la aceptarían también los alienígenas del espacio exterior.
En cambio, el hecho de que Ana Karenina se suicidara depende de la competencia cultural de muchos lectores vi­vos; viene atestiguada por algunos libros, pero sin duda se olvidará si la especie humana y todos los libros desaparecen del planeta. Una posible objeción a ello es que un ángulo recto solo tendrá noventa grados para alienígenas que com­partan nuestra geometría euclidiana y que, de la misma ma­nera, cualquier afirmación sobre Ana Karenina seguiría sien­do cierta para los alienígenas si lograran recuperar al menos una copia de la novela de Tolstói. Pero no estoy obligado a adoptar aquí una postura sobre la naturaleza platónica de los entes matemáticos, y no dispongo de información alguna sobre la geometría o la literatura comparada de los alieníge­nas. Permítaseme suponer, de todos modos, que el teorema de Pitágoras seguiría siendo válido aunque no existieran se­res humanos que lo pensaran, mientras que si hay que atribuir alguna existencia a Ana Karenina, tiene que haber sin duda una mente cuasihumana capaz de transformar el texto de Tolstói en fenómenos mentales.
La única cosa de la que estoy bastante seguro es que al­gunas personas se emocionan ante la revelación de que Emma Bovary se suicidó, pero muy pocas (si es que las hay) se quedan tristes o impresionadas al darse cuenta de que un ángulo recto tiene noventa grados. Puesto que el núcleo de mis reflexiones es aquí averiguar por qué la gente se emocio­na con los personajes de ficción, no puedo asumir un punto de vista ontológico. Estoy obligado a considerar a Ana Karenina como un objeto dependiente de la mente, un objeto de la cognición. En otras palabras (y más adelante expondré con claridad mi punto de vista), mi enfoque no es ontológi­co, sino semiótico. O sea, que el asunto del que me ocupo consiste en averiguar qué tipo de contenido corresponde, para un lector competente, a la expresión «Ana Karenina», en especial si ese lector da por sentado que Ana no es ni ha sido nunca un OFE7.
Sin embargo, el problema que estoy investigando es: ¿en qué sentido pueden un lector o una lectora normal dar por cierta la afirmación «Ana Karenina se suicidó» si están segu­ros de que Ana no es un OFE? La cuestión que planteo no es "¿dónde, en qué región del universo, viven los personajes de ficción?», sino más bien «¿de qué modo hablamos de ellos como si vivieran en alguna región del universo?».
Para dar, si es posible, con una respuesta a todas estas cues­tiones, creo que será útil reconsiderar algunos hechos obvios sobre los personajes de ficción y el mundo en el que viven.

Mundos posibles incompletos y personajes completos

Por definición, los textos de ficción hablan claramente de personas y acontecimientos no existentes (y precisamente por esta razón, reclaman la suspensión de nuestra incredulidad). Por ello, desde el punto de vista de una semántica condicionada por la verdad, una afirmación en una ficción siempre dice algo contrario a los hechos.
Pese a ello, no consideramos mentiras las afirmaciones de la ficción. En primer lugar, cuando leemos una pieza de ficción, aceptamos un acuerdo tácito con su autor o autora, que finge que lo que ha escrito es cierto y nos pide fingir que nos lo tomamos en serio8. Al hacer esto, todo novelista diseña un mundo posible, y todos nuestros juicios sobre lo verdadero y lo falso se refieren a ese mundo posible. Así, desde el punto de vista de la ficción, es cierto que Sherlock Holmes vivía en Baker Street y, desde el punto de vista de la ficción, es falso que viviera en las orillas del río Spoon.
Los textos de ficción nunca toman como escenario un mundo totalmente diferente del mundo en que vivimos, aunque se trate de cuentos de hadas o historias de ciencia ficción. También en esos casos, si sale un bosque, se entiende que es más o menos como los bosques de nuestro mundo real, donde los árboles son vegetales y no minerales, etcétera. Y si por una de esas nos dijeran que el bosque está hecho de árboles minerales, las nociones de «mineral» y «árbol» serían las mismas que en nuestro mundo real.
Habitualmente, una novela elige como escenario el mundo de nuestra vida cotidiana, al menos por lo que se refiere a sus rasgos principales. Las historias de Rex Stout reclaman a sus lectores dar por cierto el hecho de que la ciudad de Nueva York está habitada por gente como Nero Wolfe, Archie Goodwín, Saul Panzer y el inspector Cramer, que no figuran en los registros municipales de Nueva York. Pero todo el resto de la acción ocurre en una ciudad de Nueva York que es como es (o como era) en nuestro mundo real, de modo que nos quedaríamos desconcertados si de repente Archie Goodwin decidiera encaramarse a la torre Eiffel de Central Park.
Un mundo de ficción no es solamente un mundo posible, sino también un pequeño mundo, es decir, «una serie relativamente corta de acontecimientos locales en algún rincón o recodo del mundo real»9.
Un mundo de ficción es un estado de cosas incompleto, no maximal10. En el mundo real, si la afirmación «John vive en París» es cierta, también es cierto que John vive en la capital de Francia y que vive al norte de Milán y al sur de Estocolmo. Ese conjunto de estipulaciones no es válido en el caso de los mundos posibles de nuestras creencias, los así llamados «mundos doxásticos». Si es cierto que John cree que Tom vive en París, eso no significa que John crea que Tom vive al norte de Milán, porque John podría adolecer de una falta de información geográfica11. Los mundos de ficción son tan incompletos como los mundos doxásticos, pero de forma distinta.
Por ejemplo, al comienzo de la novela Mercaderes del espacio, de Frederik Pohl y C. M. Kornbluth, leemos: «Me froté el jabón depilatorio por la cara y lo enjuagué con un chorrito del grifo de agua dulce»12. En una frase que se refiriera al mundo real, la mención del agua «dulce» parecería redundante, ya que los grifos suelen ser de agua dulce. Pero al suponer que esta frase describe un mundo de ficción, entendemos que facilita información indirecta sobre un determinado mundo donde, en los lavabos normales, el grifo del agua dulce está al lado del grifo de agua salada (mientras que en nuestro mundo la contraposición es caliente/fría). Aunque la historia no facilitara más información, los lectores estarían ansiosos por inferir que trata de un mundo de ciencia ficción en el que hay una carestía de agua dulce. En ausencia de información más precisa, nos veríamos obligados a pensar que tanto el agua dulce como la salada era H20 corriente. En este sentido, parece que los mundos de ficción son parasitarios del mundo real13. Un mundo de ficción posible es aquel en el que todo es similar a nuestro así llamado mundo real, excepto por las variaciones explícitamente introducidas por el texto.
En Cuento de invierno, Shakespeare dice que la escena 3 del acto III tiene lugar en «Bohemia», un país desierto cerca del mar. Nosotros sabemos que Bohemia no tiene costa, del mismo modo que no hay lugares de veraneo junto al mar en Suiza, pero damos por sentado que —en el mundo posible de la obra de Shakespeare— «Bohemia» tiene costa. Por medio de un acuerdo de la ficción, y de la suspensión de la incredulidad, damos semejantes variaciones por ciertas14.
Se ha dicho que los personajes de ficción son indeterminados —es decir, conocemos solo unos pocos atributos suyos—, mientras que los individuos reales son completamente determinados, y que deberíamos ser capaces de afirmar cada uno de sus atributos conocidos15. Pero aun siendo esto cierto desde el punto de vista ontológico, desde un punto de vista epistemológico es exactamente lo contrario: nadie puede afirmar todas las propiedades de un individuo dado o de una especie dada, que son potencialmente infinitos, mientras que las propiedades de los personajes de ficción están severamente limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona el texto cuentan para la identificación del personaje.
De hecho, conozco mejor a Leopold Bloom que a mi propio padre. ¿Quién podría decir cuántos episodios de la vida de mi padre me son desconocidos, cuántos pensamientos de mi padre no fueron nunca revelados, cuántas veces ocultó sus dolores, sus dilemas, sus debilidades? Ahora que se ha ido, probablemente no descubriré nunca esos aspectos secretos y quizá fundamentales de su ser. Como los historiadores descritos por Dumas, medito y medito en vano sobre ese amado fantasma, para mí perdido para siempre. En contraste con ello, sé todo lo que necesito saber de Leopold Bloom, y cada vez que releo Ulises descubro algo nuevo sobre él.
Cuando se ocupan de las verdades históricas, los historiadores pueden discutir durante siglos sobre si una determinada información es relevante o no. Por ejemplo, ¿es relevante para la historia de Napoleón saber lo que comió justo antes de la batalla de Waterloo? La mayoría de los biógrafos consideraría irrelevante ese detalle. Pero puede haber estudiosos profundamente convencidos de que la comida puede tener una influencia decisiva en el comportamiento humano. Así que ese detalle sobre Napoleón, si estuviera documentado, sería de extrema importancia para su investigación.
Por el contrario, los textos de ficción nos dicen, de forma bastante precisa, qué detalles son relevantes para la interpretación del relato, la psicología de los personajes, etcétera, y cuáles son periféricos.
Al final del libro II, capítulo 35, de Rojo y negro, Stendhal cuenta cómo Julien Sorel intenta matar a madame de Renal en la iglesia de Verrières. Tras decir que a Julien le tiembla el brazo, concluye: «Llegó el momento de la elevación; la señora de Renal dobló la cabeza sobre el pecho. Julien disparó un pistoletazo sobre ella, sin hacer blanco; hizo fuego por segunda vez, y la señora de Renal cayó desplomada»16.
En la página siguiente, Stendhal nos cuenta que la herida de madame de Renal no fue mortal: la primera bala agujereó su sombrero y la segunda le alcanzó el hombro. Es interesante observar que, por motivos que han fascinado a muchos críticos17, Stendhal especifica dónde fue a parar la segundanbala: dio en el hueso del hombro y rebotó en un pilar gótico, arrancando un enorme pedazo de piedra. Pero si ofrece detalles sobre la trayectoria de la segunda bala, dice en cambio poco sobre la primera.
Hay gente que se pregunta aún qué pasó con la primera bala de Julien. Sin duda, muchos admiradores de Stendhal intentan localizar esa iglesia para encontrar rastros de ese balazo (como columnas a las que les falten trozos de piedra). Del mismo modo, se sabe de muchos admiradores de James Joyce que han ido a buscar a Dublín la farmacia donde Bloom compró jabón de limón, y esa farmacia existe, o existía aún en 1965, cuando compré la misma clase de jabón, probablemente producido por el farmacéutico solo para complacer a los turistas joyceanos.
Ahora supongamos que un crítico desea interpretar toda la novela de Stendhal tomando como punto de partida esa bala perdida. Ciertamente, existen ejercicios de crítica aún más alocados. Puesto que el texto no otorga relevancia a la bala perdida (de hecho, apenas la menciona), tendríamos derecho a considerar descabellada semejante estrategia interpretativa. Un texto de ficción no solo nos dice lo que es verdadero y lo que es falso en su mundo narrativo, sino también lo que es relevante y lo que puede ser desatendido por inmaterial.
Por este motivo, tenemos la impresión de poder hacer afirmaciones incuestionables sobre los personajes de ficción. Es absolutamente cierto que el primer balazo de Julien Sorel erró, como es absolutamente cierto que el ratón Mickey es el novio de Minnie.
1 Umberto Eco, El péndulo de Foucault, traducción de R.P. revisada por Helena Lozano, capítulo 57.
2 Existió, por cierto, un Faria de verdad, y Dumas se inspiró en ese curioso cura portugués. Pero el Faria de verdad era aficionado al mesmerismo y tenía muy poco que ver con el mentor de Montecristo. Dumas solía sacar algunos de sus personajes de la historia (como hizo con D'Artagnan), pero no esperaba que sus lectores estuvieran familiarizados con los atributos de esos personajes reales.
3 Hace años visité la fortaleza y, además de lo que llamaban La celda de Montecristo, vi también el túnel que supuestamente cavó el abad Faria.
4 Alexandre Dumas, Viva Garibaldi! Une odysée en 1860, París, Fayard, 2002, cap. 4.
5 Un amable y sensible amigo mío solía decir: «Lloro cada vez que veo una bandera al viento en una película, independientemente de la nacionalidad». En cualquier caso, el hecho de que los seres humanos se emocionen con los personajes ficticios ha dado pie a una vasta bibliografía, tanto en psicología como en narratología. Para una exhaustiva visión de conjunto, véase Margit Sutrop, «Sympathy, Imagination, and the Reader's Emotional Response to Fiction», en Jürgen Schlaeger y Gesa Stedman, eds., Representations of Emotions, Tubinga, Günter Narr Verlag, 1999, pp. 29-42. Véanse también Margit Sutrop, Fiction and Imagination, Paderborn, Mentís Verlag, 2000, 5.2; Colin Radford, «How Can We Be Moved by the Fate of Ana Karenina?», Proceedings of the Aristotelian Society, 69, suplemento (1975), p. 77; Francis Farrugia, «Syndrome narratif et archétipes romanesques de la sentimentalité: Don Quíchotte, Madame Bovary, un discurs du pape, et autres histories», en Farrugia et al., Emotions et sentiments: Une construction sociale, París, L'Harmattan, 2008.
6 Véase Gregory Currie, Image and Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. La catarsis, tal como la define Aristóteles, es una especie de ilusión emocional: depende de nuestra identificación con los héroes de una tragedia, de manera que sentimos pena y terror al presenciar lo que les pasa.
7 Un debate cuidadoso y completo sobre el punto de vista ontológico se encuentra en Carola Barbero, Madame Bovary: Something Like a Melody, Milán, Albo Versorio, 2005. Barbero hace un buen trabajo al aclarar la diferencia entre un enfoque ontológico y uno cognitivo: «La teoría de los objetos no se ocupa de saber cómo asimos cognitivamente objetos que no existen. De hecho, se concentra solamente en los objetos en su absoluta generalidad e independientemente de su existencia» (p. 65).
8 Véase John Searle, «The Logical Status of Fictional Discourse», New Literary History, 6, n.° 2 (invierno de 1975), pp. 319-332.
9 Jaakko Hintikka, «Exploring Possible Worlds», en Sture Allén, ed., Possible Worlds in Humanities, Arts and Sciences, vol. 65 de Proceedings of the Nobel Symposium, Nueva York, De Gruyter, 1989, p. 55.
10 Lubomir Dolezel, «Possible Worlds and Literary Fiction», en Allén, Possible Worlds, p. 233.
11 Por ejemplo, el presidente George W. Bush dijo en una rueda de prensa el 24 de septiembre de 2001 que «las relaciones fronterizas entre Canadá y México nunca habían sido mejores». Véase usinfo.org/wf-archive/2001 /010924/epf 109.htm.
12 Citado en Samuel Delany, «Generic Protocols», en Teresa de Lauretis, ed., The Technological Imagination, Madison (Wisconsin), Coda Press, 1980.
13 Sobre un mundo posible narrativo de carácter «pequeño» y «parasitario», véase Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona, Lumen, 1992, capítulo titulado «Pequeños mundos».
14 Como dije en Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996, capítulo 5, los lectores están más o menos ansiosos por aceptar ciertas violaciones de las condiciones del mundo real, de acuerdo con el estado de su información enciclopédica. En Los tres mosqueteros, cuya acción tiene lugar en el siglo XVII, Alexandre Dumas situó al personaje de Aramis viviendo en la rue Servandoni, algo imposible, ya que el arquitecto Giovanni Servandoni, a quien la calle debe su nombre, vivió y trabajo un siglo más tarde. Pero los lectores podían aceptar esa información sin desconcertarse porque muy pocos sabían algo de Servandoni. Si, en contraste con ello, Dumas hubiera dicho que Aramis vivía en la rue Bonaparte, los lectores habrían tenido derecho a sentirse inquietos.
15 Véase, por ejemplo, Roman Ingarden, Das literarische Kunstwerk, Halle, Niemayer Verlag, 1931; en inglés, The Literary Work ofArt, Evanston (Illinois), Northwestern University Press, 1973.
16 Stendhal, Rojo y negro, trad, de Carlos Ribas y Gregorio Lafuerza, Buenos Aires, Antonio Fossiti, 1961.

17 Sobre esas dos balas, véase Jacques Geninasca, La Parole littéraire, París, PUF, 1997, II, p. 3.

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