Introducción
El nombre de Lewis Carroll irá eternamente unido
al de su creación más famosa, la pequeña Alicia, quien le
garantizó un puesto en el olimpo de la literatura universal al
internarse por la madriguera de conejo, primero, y al cruzar unos
años más tarde el espejo sobre la repisa de la chimenea. Y al igual
que con Cervantes y el Quijote, Goethe y Fausto, Conan Doyle y
Sherlock Holmes, Bram Stoker y Drácula, Saint-Exupéry y el
Principito,
y otros tantos, la inmensa fama alcanzada por uno solo de sus
personajes de ficción (aunque, si hablamos de Fausto, este no fuese
en sentido estricto una invención del propio Goethe) ha terminado
por eclipsar el resto de sus obras. ¿Cuántos aficionados a la
lectura (no digamos ya un ciudadano tristemente típico de los que
únicamente lee la prensa deportiva o las revistas «del corazón»)
son capaces de mencionar hoy en día algún otro libro de Carroll
aparte de las dos «Alicias»? Muy pocos. Y de esos pocos, la gran
mayoría nombraría su otra obra magna, el extenso poema precursor de
la literatura del absurdo La caza del
snark. No obstante, como en el caso de
todos los autores referidos, y de cualquier otro escritor que merezca
ser calificado como tal, la producción de Carroll fue muchísimo más
abundante.
Podríamos hablar de las decenas de miles de
cartas que escribió a lo largo de su vida, muchas de ellas a los
cientos de «amiguitas» cuya amistad siempre se esforzó por ganar y
cultivar, y que constituían la mayor alegría de su, en ocasiones
solitaria, existencia de soltero. Muchas de estas epístolas rebosan
de tanta fantasía e ingenio como es posible hallar en sus mejores
libros y poemas, motivo, junto con el continuado interés por la
figura del autor, por el cual una selección de ellas ha merecido
publicación en diversas ocasiones. También debemos mencionar sus
obras matemáticas, la mayoría de ellas firmadas con su nombre real,
Charles Lutwidge Dodgson. (Este siempre deseó mantener separado su
alter ego
literario de su yo real frente a los desconocidos, pues temía que su
faceta de autor de libros infantiles le restara crédito cuando
quisiera tratar temas más serios. Mas, pese a ello, no albergaba
reparo alguno en revelar que eran la misma persona y aprovechar la
fama que los libros de Alicia le habían reportado cuando lo creía
conveniente). Al margen de sus escritos puramente especializados,
dirigidos a colegas de profesión y expertos, compuso otros tantos en
los que insertaba los problemas matemáticos en relatos o escenas
noveladas, mediante los cuales buscaba acercar y popularizar estas
materias entre el gran público, mostrar lo divertidas e interesantes
que podían llegar a ser si se les daba una presentación lúdica.
Después podemos hablar de su faceta estrictamente poética, que como
puede observarse en los mismos libros de Alicia o en los poemas
introductorios de cualquiera de sus demás obras en prosa, resulta
completamente inseparable de su yo creativo. Desde su adolescencia,
Carroll comenzó a componer breves poemas lúdicos y humorísticos,
en los que ya se adivinaba el estilo inconfundible que posteriormente
alcanzaría todo su potencial. No obstante, como poeta «puro» o
serio, Carroll nunca pasó de la segunda fila. Admirador de Blake,
Coleridge, Wordsworth o el «poeta laureado» Tennyson, trató de
plasmar sus preocupaciones e inquietudes emocionales y espirituales a
la manera de estos, pero nunca logró estar a su altura en este
ámbito. Naturalmente, el desmesurado éxito de los libros de Alicia
posibilitó que sus versos encontraran mayor aceptación y difusión
de lo que hubiera sido de esperar por su propio talento. Macmillan &
Co., la única editorial con la que Carroll trabajó en vida,
publicó, aparte de La caza del snark
(1876), varias antologías poéticas suyas, reimpresiones sucesivas
de las composiciones por las que él sentía más aprecio, con
ligeros cambios en la selección. Todas ellas tuvieron una acogida
bastante tibia, incluido el propio snark,
que tardó bastante en ser valorado en su justa medida.
Como acabamos de decir, parte de la culpa de que
el público no llegara a apreciar realmente estas últimas obras la
tenían las propias carencias de Carroll como poeta fuera de la
esfera de la parodia, el disparate y el absurdo, ámbito en el que
realmente fue único e irrepetible, y por el que ha pasado a la
posteridad con toda justicia con obras maestras como «Jabberwocky»
o La caza del snark.
Sus composiciones serias son además producto de su época, y
destilan un sentimentalismo Victoriano que no ha soportado bien el
paso del tiempo. No obstante, el propio Carroll albergaba un gran
apego por ellas, pues era donde vertía su lado más emotivo, sus
miedos, anhelos e inquietudes. Sus obras matemáticas dirigidas al
gran público, por muy edulcoradas que estuviesen con juegos de
palabras y divertidos disparates, resultaban también difíciles de
tragar para alguien sin un interés previo por la lógica y la
geometría.
La otra razón por la que Carroll nunca llegó a
conquistar de nuevo a sus lectores con igual rotundidad tras el
impacto de los dos libros de Alicia fue justamente la alargadísima
sombra de esta. Los niños que constituían su público mayoritario y
los críticos que tanto habían alabado su ingenio y habilidad para
divertir querían más creaciones en la misma línea; pero Carroll
deseaba innovar, recorrer sendas no transitadas, una pulsión
intrínseca a su personalidad, como demuestran su interés por la
fotografía (cuando esta daba aún sus primeros pasos), sus juegos e
invenciones. No quería repetirse ni imitarse a sí mismo: ya le
habían salido suficientes clones literarios. Estaba decidido a no
escribir otra «Alicia». Asimismo, la chispa creativa que había
hecho posibles sus obras maestras se fue agotando poco a poco con la
edad, y nunca volvería a alcanzar las mismas cotas de brillantez; no
obstante lo cual, todavía resultaba posible encontrar de tanto en
tanto destellos puntuales de genio, como ocurre en la obra cuya
introducción estás leyendo, la cual posee además otras virtudes
que hasta hace poco no fueron comprendidas. Los dos libros de Silvia
y Bruno supusieron el mayor fracaso
comercial y de crítica de su autor, pero con la perspectiva que dan
los más de cien años transcurridos desde que viesen la luz, resulta
posible valorarlos en su contexto social y temporal, y atendiendo a
la influencia que tendrían en escritores posteriores.
Silvia y Bruno y La conclusión de Silvia y
Bruno fueron publicados en 1889 y 1893
respectivamente, y se gestaron durante más de veinte años partiendo
de un relato breve escrito en 1867 para la revista Aunt
Judy’s Magazine, «La venganza de
Bruno», en el que el autor conoce a un par de hadas (los hermanos
que posteriormente cederían sus nombres para el título de los
libros) mientras da un paseo por un bosque en un día muy caluroso.
Tiempo después de que saliera publicado, como el propio Carroll
comenta en el prefacio del primer volumen, «se me ocurrió por
primera vez la idea de convertirlo en el núcleo de una historia más
larga. Con los años, fui anotando, de cuando en cuando, toda clase
de ideas curiosas, y fragmentos de diálogo, que me sobrevenían […].
Y así fue que me vi finalmente en posesión de una indigesta
ensalada de papeles —si el lector tiene la bondad de disculpar el
doble sentido que solamente necesitaba un hilvanado, sobre el hilo
conductor de una historia ordenada, para constituir el libro que
esperaba escribir. ¡Solamente! La tarea, al principio, parecía
completamente irrealizable, y me dio una idea, mucho más clara que
ninguna otra que hubiera tenido, del significado de la palabra
“caos”; y creo que debieron de transcurrir diez años, o más,
antes de que lograra organizar lo suficiente dichos retazos como para
ver a qué tipo de historia apuntaban, ya que esta tenía que surgir
de los episodios, y no al revés». Dicha historia se extiende a lo
largo de los dos libros mencionados. La idea inicial de Carroll era
publicarla por entero en uno solo, con el título provisional de
Cuatro estaciones
(presumiblemente porque la trama —o tramas, más bien— se
desarrollan a lo largo de un solo año). No obstante, este sería
finalmente cambiado por el nombre de sus dos protagonistas, y la
extensión final de la narración provocó asimismo su división en
dos partes, que salieron en las Navidades de los años mencionados.
Curiosamente, según cuenta el ilustrador de La
caza del snark, Henry Holiday, en su
artículo «The Snarks Significance» [La relevancia del snark],
el famoso poema iba en un principio a figurar en Silvia
y Bruno, pero la extensión que
finalmente alcanzó la composición hizo cambiar de idea a Carroll y
que este lo publicase de manera independiente.
Carroll sintió durante toda su vida un gran
interés por las hadas. Creía en la posibilidad de su existencia, al
igual que en la de espíritus y otros seres que quizás habitaran
otros mundos más allá de nuestra percepción y entendimiento. Las
hadas aparecen en muchos poemas y cartas del escritor; uno de sus
libros favoritos para regalar era Fairies
[Hadas] de William Alingham; y pidió a Gertrude Thomson que
ilustrara con una serie de dibujos de hadas su antología poética
Three sunsets and other poems
[Tres puestas de sol y otros poemas]. Se vio asimismo atraído por la
fiebre decimonónica por el espiritismo, y consideraba muy probable
que fenómenos paranormales como la telepatía pudieran ser algo más
que pura ficción. Sin embargo, según su criterio, ello no entraba
en contradicción ni con su pensamiento religioso ni con el
lógico-científico. Confiaba en que algún día el progreso
permitiera demostrar que tales fenómenos también formaban parte del
mundo creado por Dios, aunque a priori
parecieran inexplicables y antinaturales. Estas ideas, la de la
posible existencia de hadas y otros mundos más allá del nuestro a
los que quizá resultase posible viajar con determinados medios,
sirven de cimientos para la historia relatada en los libros de Silvia
y Bruno, como veremos más adelante.
Para ilustrar estos últimos, Carroll pensó en
Harry Furniss, «un artista muy hábil de Punch1»,
según sus propias palabras. Le escribió el 1 de marzo de 1885
proponiéndole el trabajo, y el día 9 le llegó la contestación, en
la que el artista se mostraba dispuesto a colaborar con el célebre
autor de libros infantiles y presentaba sus tarifas. Carroll las
aceptó sin poner reparos, iniciándose una abundante correspondencia
entre ambos a través de la cual el escritor enviaría sus textos y
sugerencias, y Furniss respondería con sus bocetos y comentarios.
Este, al principio de su relación, estaba encantado de trabajar con
Carroll, pues había adorado desde siempre los libros de Alicia,
con los que creció de niño, y las ilustraciones de Tenniel. No
obstante, su algo excéntrica personalidad no soportó bien el
bombardeo de cartas al que el escritor sometía a todos los
ilustradores de sus libros, con precisas instrucciones de su visión
de[1]
personajes y escenas, y cientos de esbozos de los mismos. Ello derivó
en que la relación de trabajo fuera deteriorándose hasta estar a
punto de romperse en varias ocasiones: «¡Usted me crea una serie de
problemas adicionales al ignorar tanto el texto! He tenido que
reescribir varios pasajes, para que esté de acuerdo con la
ilustración…», decía Carroll en una de sus cartas.
Intercambiaron intensas diatribas sobre pequeños detalles de los
dibujos, como el vestuario de la protagonista o sus proporciones. De
hecho, la imagen de la pequeña Silvia fue una de las cuestiones que
más preocupó a Carroll, y que motivó las primeras discusiones.
Harry Furniss, en su autobiografía Confessions
of a caricaturist [Confesiones de un
caricaturista], publicada en 1902, afirmaba haber recibido por carta
instrucciones como estas por parte del escritor:
[Silvia y Bruno] no son hadas a lo largo de todo el libro, sino
niños. Todas estas condiciones hacen que su vestimenta constituya
hasta cierto punto un rompecabezas. No deben tener alas; eso está
claro. Y ha de tratarse de ropa completamente normal para la vida
londinense. Debería ser lo más extravagante posible, al límite de
lo que se considera presentable en sociedad. Tal vez las amistades
pudieran decir: «¡Qué ropa más rara llevan estos niños!», pero
no deberían poder afirmar: «¡No son humanos!»…
Y en otra carta:
En lo que se refiere a la vestimenta de estos
niños en su estado feérico (en ocasiones los tendremos alternando
en sociedad, la cual da por sentado que son niños de verdad; y por
eso deben, supongo, ir vestidos como en la vida normal, pero de forma
extravagante, a fin de crear una pequeña distinción). Ojalá me
atreviera a prescindir de toda ropa: los niños desnudos resultan tan
perfectamente puros y adorables, pero la Sra.Grundy[2]
se pondría furiosa; no es una opción. Entonces la pregunta es: ¿qué
cantidad mínima de ropa le satisfaría? De cualquier forma, las
piernas y los pies deben ir necesariamente al aire. Detesto de un
modo tan absoluto esa moda monstruosa de los tacones altos (y, de
hecho, he planeado atacarla en este mismo libro), que me resultaría
seguramente imposible permitir que mi dulce y pequeña heroína fuera
víctima de ella.
En otra, sigue arremetiendo contra la moda contemporánea:
¿Podría eliminar esas hombreras de sus mangas? ¿Por qué
deberíamos observar deferencia alguna a una moda espantosa que
quedará extinta de aquí a un año? Después de la fealdad sin
parangón de la «crinolina», pienso que esas mangas de hombros
altos son la peor cosa inventada para las damas en nuestra época.
¡Imagínese lo horrorizadas que estarían si una de sus hijas
tuviera realmente esa forma!
Y aún en una más, continúa la discusión:
En cuanto a su [dibujo de] Silvia, me encanta la idea que ha
tenido de vestirla de blanco; encaja a la perfección con mi concepto
de ella: quiero que sea una especie de encamación de la pureza. Por
lo cual pienso que, en sociedad, debería ir totalmente de blanco,
con un vestido de ese color (ceñido al cuerpo, por supuesto; odio de
veras la moda de la crinolina); también creo que podríamos
arriesgamos a hacer su vestido de hada transparente. ¿No le parece
que podríamos enfrentarnos a la Sra.Grundy hasta ese punto? En
realidad, pienso que esta se contentaría relativamente con verla
vestida, y que le daría igual que el material fuese seda, muselina o
incluso gasa. Una cosa más. ¡Por favor no le ponga tacones altos a
Silvia! Me parecen una abominación.
Es muy posible que estos párrafos, por chocantes
que puedan parecerle al lector las sugerencias sobre que los
protagonistas vayan desnudos o con vestidos transparentes,
pertenezcan realmente a Carroll. Nunca escondió sus peculiares
gustos en lo relativo a la estética y sus amistades, ni sentía que
tuviesen nada de malo. Pese a sus ideas generalmente conservadoras,
una parte de él siempre se opuso a los rígidos convencionalismos
Victorianos, sobre todo en lo concerniente a la educación y las
asfixiantes normas a las que se sometía a los niños. En cualquier
caso, tampoco sería de extrañar que Furniss hubiese retocado o
inventado alguna de estas cartas para hacer quedar a Carroll como una
persona maniática, muchas veces intratable y, según su propia
descripción, como «un niño malcriado». En la mencionada
autobiografía podemos encontrar descripciones tan peregrinas del
comportamiento del escritor durante el proceso de trabajo de Silvia
y Bruno como estas:
Pero su egotismo le hizo ir aún más allá. Estaba decidido a que
nadie leyese su manuscrito, a excepción de él y yo; de modo que, a
altas horas de la noche (a veces se quedaba escribiendo hasta las 4
a. m.), lo cortó en tiras horizontales de cuatro o cinco líneas, y
a continuación metió todas ellas en una bolsa y agitó esta para
mezclarlas; sacándolas una a una, pegó las tiras en el orden en que
iban saliendo. El resultado, en un manuscrito como ese, que hablaba
de disparates en una página y de teología en otra, fice
extremadamente audaz, por no decir absolutamente irreverente; por
ejemplo:
«… y me vi repitiendo, cuando salíamos de la iglesia, las
palabras de Jacob cuando “despertó de su sueño”: “¡No hay
duda de que el Señor se encuentra aquí!…”.
»Y una vez más volvieron a oírse aquellas agudas notas
discordantes:
Creyó ver bajar de un bus
a un empleado de banca;
mas luego advirtió que
era un hipopótamo…».
Estas tiras incongruentes estaban marcadas de manera elaborada y
misteriosa con números, letras y diversos jeroglíficos, cuyo
desciframiento habría convertido realmente mi fingida excentricidad
en auténtica locura. Por consiguiente, le envié de vuelta el
manuscrito entero, ¡amenazándole otra vez con declararme en huelga!
Esto logró el efecto deseado. Recibí entonces un manuscrito
legible, aunque frecuentemente desconcertante al estar mezclado con
Euclides y problemas de matemáticas abstrusas.
Sabemos con seguridad que Carroll tenía una
personalidad singular, cuando menos, en comparación con sus
contemporáneos, pero no hay constancia alguna de que cometiese con
el manuscrito de Silvia y Bruno
esta locura que Furniss le atribuye, junto con otras conductas a cada
cual más pintoresca e irracional. Todo parece apuntar a que, tras la
muerte del escritor, el ilustrador aprovechó la imposibilidad de que
este pudiera defenderse para lanzar un ataque contra su reputación,
en venganza por las desavenencias pasadas durante su colaboración
laboral y por un agravio posterior cuando Carroll devolvió en 1896
unas entradas que había comprado para un espectáculo teatral del
propio Furniss al enterarse de que en este se hacía una imitación
caricaturesca de un predicador norteamericano, temiendo «un insulto
a la cristiandad y […] una profanación de cosas sagradas».
Furniss nunca le perdonó el insulto. Morton N.Cohen escribe en su
biografía de 1995 de Lewis Carroll: «Los informes [de la
autobiografía del ilustrador] son en su mayor parte invención de
Furniss para saciar su sed de venganza, aunque Charles le pagó muy
bien por sus servicios. Furniss era un populista extravagante, un
ostentoso showman,
poco escrupuloso al tratar temas caricaturescos, que ni siquiera
Tenniel podía soportar»[3].
Pese a las incompatibles personalidades de escritor e ilustrador y
los fuertes encontronazos referidos, y gracias principalmente a la
paciencia, educación y tenacidad del primero, las cuarenta y seis
ilustraciones de cada volumen de Silvia
y Bruno fueron terminadas e incluidas
en su libro correspondiente acompañando al texto. En mi opinión
personal, el resultado nada tiene que envidiarle al trabajo de
Tenniel en los libros de Alicia o al de Holiday en La
caza del snark, y logra transmitir el
espíritu —trascendental en ocasiones, divertido en otras que
Carroll quiso plasmar en la que sería a la postre la última obra
por la que sería considerado como literato.
Cada una de sus dos partes se abre con un poema acróstico dedicado a
una de sus amiguitas; en el tono nostálgico y sombrío de ambos se
puede percibir nítidamente el pesar que le produce al escritor verse
viejo y solitario, abandonado una y otra vez por sus amiguitas a
medida que estas crecían y se casaban, frustrados ya sin solución
los anhelos de un lejano en el tiempo «mediodía de ensueño»;
pesar mitigado, no obstante, por su certeza interior de que Dios, el
cual es amor puro e incondicional, lo acompaña en todo momento, y de
que lo estará esperando en el Cielo cuando llegue su hora. Ambos
poemas están relacionados con los temas centrales de la obra, de los
cuales hablaremos más adelante.
El primero de los poemas está dedicado a Isa
Bowman, quien fuera una de las amiguitas favoritas de Carroll de
cualquier época. La conoció en 1886 durante los ensayos del primer
musical que se hizo de Alicia en el País
de las Maravillas, obra en la que tenía
un pequeño papel. Por aquel entonces ella contaba doce años, y era
la mayor de varias hermanas actrices. Carroll quedó muy impresionado
por la niña, pero no comenzó a entablar amistad con ella, llevarla
de excursión y recibirla como invitada hasta septiembre de 1887.
Durante los ocho años siguientes mantuvieron una estrecha relación,
por carta y en diversas y frecuentes visitas. Gracias a su
intermediación, Isa logró el papel protagonista en la primera
reposición del musical de Alicia en 1888, y el escritor consiguió
del mismo modo muchos otros trabajos para ella y sus hermanas. Su
feliz amistad terminó en 1895 cuando Isa le anunció sus planes de
boda, a lo cual él respondió de manera ofendida y agresiva,
destrozando unas rosas que la joven, ya veinteañera, llevaba en el
cinturón. Aunque Carroll se disculparía enseguida, no tardarían en
romper el contacto. El poema que le dedicó en Silvia
y Bruno es un doble acróstico: su
nombre puede formarse uniendo la primera letra de cada uno de sus
nueve versos, agrupados en tercetos monorrimos, o las tres primeras
letras de cada uno de estos últimos; una muestra más del
desbordante ingenio creativo del autor. Brian Sibley señaló en un
artículo[4]
aparecido en 1975 en las páginas de la revista de la Lewis Carroll
Society que este poema está conectado con el que concluye Alicia
a través del espejo, no sólo
temáticamente, al recuperar la idea de «la vida es un sueño» y la
imagen del famoso paseo estival en barca por el río, sino también
por medio de una repetición en orden inverso de las palabras que
remataban los tres últimos versos de aquel (Ever
drifting down the stream-ILingering in the golden gleam- / Lifte,
what is it but a dream?) en los tres
primeros de este (Is all our lifte,
then, but a dream / Seen faintly in the golden gleam / Athwart Time’s
dark resistless stream?).
El segundo poema, el que introduce La
conclusión de Silvia y Bruno, es
asimismo un acróstico, aunque mucho más sutil: uniendo la tercera
letra de cada verso se forma el nombre de Enid Stevens, a la que
conoció en 1891 en la casa familiar de esta en Oxford. Enid era la
«bella hermana» de ocho años de una de sus alumnas de lógica en
la Oxford High School, también amiguita suya. Cohen nos cuenta en su
biografía de Carroll: «Su amistad con Enid se fue afianzando poco a
poco. La “pidió prestada” a menudo, la llevó a pasear, imprimió
tarjetas de visita para ella, la recibió en sus habitaciones, sola o
con su madre, para tomar el té, y consiguió que Gertrude Thomson
pintase un retrato de ella, que colgó encima de la repisa de su
chimenea». Carroll dedicó mucho tiempo y esfuerzo a su amistad con
la pequeña Enid, y esta siempre recordó con alegría los años que
compartieron entre juegos, meriendas y excursiones. Fue una de sus
últimas amiguitas: durante los años finales de vida, invirtió cada
vez más tiempo en trabajar y menos en sus relaciones sociales,
obsesionado con escribir antes de morir una lista de trabajos que
tenía en mente (algunos de los cuales menciona en el prefacio de
Silvia y Bruno).
Evocando sueños confusos y desconcertantes y el amor de una madre
fallecida, quizá la suya propia, a la que perdió siendo él muy
joven, el poema preliminar de La
conclusión de Silvia y Bruno sirve a
Carroll para despedirse de Silvia, la niña que constituye su ideal
de belleza y pureza infantil, un último amor platónico de ficción,
crisol donde reúne todo lo que él admiraba y adoraba de sus
amiguitas.
Además de los poemas introductorios de cada parte, estas se hallan
repletas de otras composiciones de diverso carácter, entremezcladas
con la prosa como ya ocurría en los libros de Alicia, una más de
las muchas innovaciones que aportó Carroll a la literatura
universal. Varias de ellas se extienden a lo largo de uno o dos
capítulos, interrumpiendo aquí y allá el relato; de hecho, uno de
los poemas, la divertida y descabellada «Canción del jardinero»,
se extiende a lo largo de todo el libro (con ocho estrofas en el
primer volumen, y una última en el segundo). Los críticos coinciden
en señalar que esta es posiblemente la composición más conseguida
de la obra. Hay otras de carácter similar y mayor extensión, e
incluso algún poema romántico más serio: el conjunto resulta
heterogéneo y no siempre efectivo. Ha de tenerse en cuenta, en
cualquier caso, el proceso de unión de retales que llevó a cabo
Carroll para crear su historia. Aparte de la «Canción del
jardinero», podemos destacar también el largo poema «Pedro y
Pablo», que ocupa prácticamente un capítulo entero, y en el que se
relata una historia cargada de ironía sobre una cruel broma del Día
de los Inocentes (que en los países anglosajones es el día 1 de
abril, recordemos); en este poema narrativo, buena parte de la gracia
reside en el uso eufemístico de los términos «conveniente» e
«inconveniente» que realizan sus dos (supuestos) amigos
protagonistas. Y sobre todo, mencionar la pieza clave que recoge uno
de los temas centrales sobre los que se asienta la historia y el
mensaje de la misma: «Una canción de amor», cantada por los dos
duendes —luego hadas— hermanos. Este poema es un himno al poder
del amor, verdadero motor del mundo, que inunda misteriosamente cada
recoveco de este y de sus habitantes, alejando el pecado y la
tristeza y trayendo belleza, alegría y serenidad. Aunque como
composición lírica no sorprende ni impresiona, la sinceridad de su
mensaje nos acerca al Carroll más íntimo, y ello es lo que le
confiere relevancia.
El autor colocó originalmente al final de cada
volumen un índice de materias, con intención, suponemos, más
irónica que otra cosa (el de La
conclusión de Silvia y Bruno era
general, para ambas partes). A través de ellos podemos localizar
rápidamente en el texto, por ejemplo, muchos de los temas tanto
serios como disparatados tratados en las largas conversaciones entre
los protagonistas, las distintas estrofas de la «Canción del
jardinero» o los inventos del profesor. Un índice de este tipo no
tiene un verdadero interés práctico en una novela como esta, salvo
quizá para el estudioso o para el devoto carrolliano que gusta de
revisitar sus partes favoritas. Por ello, y buscando asimismo no
aumentar el ya de por sí abultado número de páginas de esta
edición integral de Silvia y Bruno,
se ha decidido no incluirlo aquí.
Hablemos ahora del argumento y los personajes:
Silvia y Bruno son una pareja de jóvenes hermanos, de unos diez y
cinco años aproximadamente, hijos del rector o gobernante de
Exotilandia, un país fantástico habitado por duendes y vecino de
Hadalandia, el país de las hadas, cuyos soberanos son los Titania y
Oberón shakespearianos (el propio Bruno, que junto con su hermana
experimentará una transformación en hada durante el relato, posee
una personalidad traviesa y bulliciosa muy similar a la del Puck de
El sueño de una noche de verano).
Tanto Silvia y Bruno como su padre (un anciano que por su edad casi
resultaría más propio como abuelo de los niños) son bondadosos,
inocentes y puros de corazón; por el contrario, el subrector y
hermano del gobernante de Exotilandia (Sibimet), su estúpida esposa
(Tabikat) y el hijo de ambos (Uggug, el cual es primo por tanto de la
pareja protagonista) se presentan al lector como personas
malintencionadas e insidiosas que generan el conflicto motor de una
de las dos tramas principales del libro: el subrector ha urdido una
conspiración con el lord canciller para sustituir a su hermano como
dirigente vitalicio de Exotilandia aprovechando una ausencia de este
en un viaje al extranjero. Mediante argucias consiguen que el rector
firme antes de partir un edicto que nombra a Sibimet emperador de
Exotilandia, consiguiendo así su propósito. Silvia y Bruno, que se
quedan inicialmente con sus tíos, deciden seguir a su padre hasta
Elfolandia (una provincia de Hadalandia de la que este ha sido
declarado rey, lo cual motiva su marcha), y al hacerlo quedan
mágicamente convertidos en hadas. Los niños contarán durante toda
la historia con la ayuda de un viejo y chiflado profesor que ha
viajado a palacio para asistir al cumpleaños de Silvia, creador de
disparatados inventos que serán fuente de muchas situaciones
divertidas. Al profesor lo acompaña el «otro profesor», un colega
igual de excéntrico que se pasa los días «enfrascado» en la
lectura. El último personaje notable de Exotilandia es el jardinero
de palacio, quien posiblemente sea el más memorable y menos cuerdo
de todos (las briznas de paja que lo acompañan son un símbolo
Victoriano de la locura; pueden observarse igualmente en las
ilustraciones de Tenniel de la liebre de marzo en Alicia).
Entre sus hábitos están bailar frenéticamente, regar a la pata
coja con una regadera vacía porque «así pesa menos» o cantar la
historia de su vida: las nueve estrofas que forman su canción,
repartidas a lo largo del texto, narran constantes equívocos del
personaje, el cual cree ver algo inicialmente que resulta ser otra
cosa todavía más chocante y absurda. Carroll, en el prólogo del
primer volumen, nos anima a intentar descubrir qué estrofas fueron
inspiradas por el relato y viceversa. Otro elemento importante de la
historia es el guardapelo mágico, un colgante en forma de corazón
que en un principio aparece en dos versiones: uno con la leyenda
«Silvia querrá a todos», y otro con el inverso «Todos querrán a
Silvia». El padre de Silvia le da a elegir a esta entre uno y otro
cuando los dos hermanos encuentran a su padre en Elfolandia,
disfrazado de mendigo, después de haberle seguido. La niña escoge
el primero, y usará durante el resto del libro algunos de los
poderes que posee, como hacer invisibles las cosas, para originar
muchas situaciones curiosas. Este colgante, y la elección de Silvia,
sirven a Carroll como símbolo de su mensaje de amor universal.
La trama de los pequeños Silvia y Bruno se
entrelaza desde el principio con otra que se desarrolla de manera
paralela en el mundo real del autor, la Inglaterra del sigloXIX, al
cual pertenece el propio narrador de la historia, un anciano
heptagenario que, salvo por la diferencia de edad, podría ser
perfectamente el propio Carroll. En ningún momento se menciona su
nombre, ni su profesión: tan sólo sabemos de él que es un hombre
de clase media, culto, aficionado a las matemáticas y al dibujo y
que padece una afección cardiaca, «quizá —en opinión del
erudito carrolliano Martin Gardner— simbólica de la tristeza de
Carroll por la pérdida de amiguitas, como Isa Bowman, que crecieron,
se casaron y dejaron de escribirle»[5].
Este narrador inicia el relato a bordo de un tren que se dirige a
Elveston, un pequeño pueblo de pescadores de la costa norte del país
donde reside un médico rural amigo suyo, Arthur Forester, de
«alrededor de veinticinco años y […] estatura poderosa y aspecto
de poeta» (según una descripción que hizo de él a Furniss), el
cual espera poder administrarle algunos cuidados que mejoren su
estado. En el vagón que ocupa el narrador, este conoce a lady
Muriel Orme, una joven, inteligente y agradable dama de la nobleza,
hija del earl (conde) de Ainslie, con la que entabla una amena
conversación. A su llegada a Elveston, y tras comentarle el narrador
a Arthur su encuentro con la joven, este último revela que ya se
conocen y que está enamorado de ella, aunque no se atreve a pedirle
matrimonio por la diferencia de posición entre ellos. Arthur
desconoce que su amor es correspondido, aunque en secreto. Al día
siguiente, Arthur y el narrador hacen una visita al earl y su hija
que se repetirá en muchas otras ocasiones, motivando largas charlas
veraniegas que Carroll aprovechará para plantear, por boca de sus
personajes, «algunas reflexiones que quizá demuestren no estar, de
buen grado espero en total disarmonía con las cadencias más serias
de la vida». La situación pronto se complicará cuando entre en
escena Eric Lindon, primo de lady
Muriel y capitán del ejército inglés, quien acabará por
prometerse con ella tras recibir un ascenso.
Ambas tramas, la que se desarrolla en el plano fantástico de
Exotilandia y Hadalandia y la que tiene lugar en el mundo real, se
alternan y entrecruzan a lo largo de todo el libro sobre la base de
que tanto las hadas como los seres humanos son capaces de entrar en
ciertos estados psíquicos que les permiten vislumbrar lo que ocurre
en el mundo que no les es natural por su condición, e incluso viajar
a él de maneras distintas. Tal como explica en detalle en el
prefacio al segundo volumen, el autor parte de la idea de que los
seres humanos, aparte de en su estado normal, pueden encontrarse en
uno de «inquietud», como él lo denomina, que les permite
interaccionar con las hadas sin abandonar el mundo real, o en un
trance que posibilita una suerte de «viaje astral» o «experiencia
extracorpórea» al plano dimensional de las hadas y los duendes. En
este último, mientras la persona parece estar durmiendo en el mundo
real, su «esencia inmaterial» se traslada a Hadalandia o
Exotilandia, pudiendo ser testigo invisible de los hechos que allí
tienen lugar. Es así, gracias a estos trances del narrador de la
historia, como logramos enterarnos de lo que acontece a Silvia y
Bruno en su mundo, mientras que, para los que le rodean, el anciano
aparenta haberse quedado simplemente traspuesto. Cuando los dos
hermanos cruzan las puertas de Hadalandia, trascienden su condición
de meros duendes para convertirse en hadas: estas, al igual que los
seres humanos, pueden entrar en un estado de «inquietud» que les
permite interaccionar con ellos mientras se encuentran en el mundo
real, al que además pueden viajar a voluntad gracias a sus poderes
mágicos (sus «flizz»), con su diminuto tamaño real o adoptando la
forma de niños humanos. Es entonces cuando Silvia y Bruno establecen
contacto directo con el narrador y los demás habitantes de Elveston,
llevando su inocente alegría, sus travesuras y su magia con ellos.
Al final del relato, tras diversos encuentros y peripecias en el
mundo real, los hermanos regresarán a Exotilandia y, tanto allí
como en el mundo real, el poder del amor logrará un desenlace feliz
para todos los que han confiado en él.
Esta teoría sobre la que se construye la historia no se explica de
manera clara en el propio relato: tan sólo se insinúa, y cuando
este se encuentra ya además bastante avanzado. Por esta razón, una
primera lectura de la obra suele resultar muy confusa, dado que la
narración salta frecuentemente de Exotilandia a Inglaterra sin
previo aviso —muchas veces en un simple cambio de párrafo, o
incluso dentro de uno— con las entradas y salidas en trance del
narrador. La historia comienza, por ejemplo, en mitad de una frase y
sin poner en situación al lector, lo cual resulta tremendamente
desconcertante: el narrador acaba de experimentar bruscamente su
primer «viaje astral» a Exotilandia y está observando lo que allí
sucede sin que nadie repare en su presencia. Pero no es hasta el
segundo capítulo cuando averiguamos que en realidad se encuentra en
el interior de un vagón de tren camino a Elveston. Dada la
naturaleza «narcoléptica» del narrador, capaz de quedarse
«dormido» (esto es, de entrar en trance) en mitad de cualquier
conversación, el lector se verá acompañándolo en sus constantes
escapadas extracorporales a Exotilandia a lo largo de buena parte del
relato, mas debido a la brusquedad de dichas excursiones a veces se
sentirá un tanto desubicado.
Contribuyen también a ello las deliberadas
conexiones creadas por Carroll entre los personajes de uno y otro
mundo. Lady
Muriel parece tratarse de una versión adulta de Silvia, exhibiendo
ambas la misma bondad, inocencia y pureza; Arthur comparte con Bruno
su gusto por la réplica rebelde y una actitud picara y
contestataria. El profesor y Mein Herr, quien hace su aparición en
el segundo volumen, son viejos excéntricos llenos de anécdotas e
invenciones disparatadas. El earl y el rector de Exotilandia
comparten asimismo el rol de padre anciano de la joven protagonista
de cada mundo. En ciertos momentos, esta identificación no sólo se
insinúa, sino que es el propio narrador quien la hace
explícitamente. Aparte de estos claros paralelismos entre los
personajes de uno y otro mundo, sus propios nombres remiten al mundo
campestre en que viven duendes y hadas: Silvia, para empezar,
significa «habitante del bosque» en su latín originario; el
apellido de lady
Muriel, Orme, es «olmo» en francés; el de Arthur, Forester, deriva
claramente del inglés forest
(«bosque»); y el de Eric Lindon se parece sospechosamente al
también inglés linden
(«tilo»). El pueblo de pescadores en el que se desarrolla la trama
amorosa de Muriel, Eric y Arthur se llama además Elveston, que suena
curiosamente parecido a elves-town,
«pueblo de los elfos».
Todas estas referencias y los mencionados
paralelismos buscan obviamente desdibujar la frontera entre el mundo
de las hadas y el real, y entre los propios personajes de uno y otro,
lo cual entronca con una de las ideas centrales de la historia, que
aparece ya en el poema preliminar del primer libro: «¿Acaso es
nuestra vida sólo un sueño…?». Esta duda existencial aparece
expresada directa o indirectamente en numerosas ocasiones a lo largo
de los dos volúmenes. Sin ir más lejos, nada más conocer el
narrador a lady
Muriel, cuyo rostro se encuentra tapado por un velo, realiza un
«experimentó telepático» para lograr verlo, y acaba contemplando
en su mente la cara de la pequeña Silvia. Entonces se dice a sí
mismo: «¡De modo que, o bien he estado soñando con Silvia —me
dije y esta es la realidad, o he estado realmente con ella, y esto es
un sueño! ¡Me pregunto si no será la propia vida un sueño!». El
autor también sugiere esta idea haciendo que sus personajes, y por
ende el lector, contemplen la realidad como una obra dramática (¿no
se suele hablar a veces de «el teatro de los sueños»?). Por
ejemplo, un momento antes de plantearse la cuestión anterior sobre
si ha estado realmente con Silvia o soñando, el narrador cavila del
siguiente modo: «¡… una joven y encantadora dama! —musité para
mis adentros con cierta amargura—. Y esta es, por supuesto, la
escena inicial del primer volumen. Ella
es la heroína. Y yo
soy uno de esos personajes secundarios que únicamente hacen acto de
presencia cuando el desarrollo de su destino lo requiere, y cuya
última aparición se da en el exterior de la iglesia, ¡mientras
esperan para felicitar a la feliz pareja!». ¿Es la vida pura
ficción, como gusta de imaginar el earl para divertirse en el
capítulo veintidós del primer libro?: «¿Alguna vez ha convertido
la vida real en una obra dramática? —dijo el earl—. Pruebe a
hacerlo ahora. A menudo me entretengo así». En el primer libro de
Alicia, la pregunta tiene una respuesta clara: la pequeña
protagonista se despierta al final del relato y descubre que el País
de las Maravillas sólo existía en sus sueños. Pero en A
través del espejo, aunque Alicia
despierta de igual modo tras sus aventuras, Carroll pregunta al
lector a través de su protagonista si cree que la realidad es
simplemente el sueño del rey rojo. El poema final de la obra incide
de nuevo en la cuestión y, como ya hemos mencionado, el
introductorio de este libro recoge el guante con esa inversión de
los finales de los versos de la última estrofa de aquel. La propia
estructura del relato y la narración en los dos libros de Silvia
y Bruno pretende hacernos dudar sobre
qué es real y qué no: ¿es lady
Muriel quien habla en un momento dado o es Silvia? ¿Son realmente
dos personas distintas o sólo diferentes encarnaciones de un mismo
ser, de una misma alma? Quizá nos asalta la confusión sólo porque
vivimos a toda prisa, sin detenernos a mirar con atención, como
insinúa el poema inicial del volumen uno, y como le ocurre al
alocado jardinero. Si lo hiciéramos, tal vez descubriríamos que la
diferencia entre «sueño» y «realidad» no es más que una
ilusión, que todo forma parte de la misma creación divina.
El otro núcleo conceptual alrededor del cual gira
Silvia y Bruno
es un mensaje de amor universal: Dios es Amor, y sólo a través de
este, es decir, de Él, lograremos la felicidad y la serenidad
interior, nos alejaremos del pecado y, en última instancia,
entraremos en el Reino de los Cielos. Carroll era diácono de la
Iglesia de Inglaterra y un hombre de profundas convicciones
religiosas. No obstante, su espiritualidad nacía de su interior, de
consultar consigo mismo las cuestiones que lo atormentaban. Creía,
influido por la visión liberal de la religión de Coleridge y el
reverendo Frederick Denison Maurice, entre otros, que Dios habla
directamente con cada uno de nosotros por medio de la reflexión
interior y que, independientemente del credo de cada uno, esta voz
que nace de dentro, si uno sabe escucharla, es la divina voz de la
verdad. Se oponía, por tanto, a la restrictiva visión del
cristianismo y a los dogmas de la Iglesia alta[6],
y sobre todo a su vertiente más ortodoxa y «ritualista», que en su
opinión convertía la religión en un mero espectáculo que hacía
olvidar a los fieles el auténtico significado de la asistencia a la
iglesia y la oración, y así lo denuncia en este libro, primero por
boca del narrador y de Arthur, luego bajo su propia firma en el
prefacio de La conclusión de Silvia y
Bruno.
El guardapelo mágico es la clave para descifrar
el mensaje del libro. Silvia, a petición de su padre, escoge entre
sus dos versiones: la niña elige el altruismo frente al egoísmo,
dar su amor al mundo, independientemente de las consecuencias. Su
padre le dice que su elección ha sido la correcta, mas no es hasta
el final de la historia cuando se revela por qué: en la última
escena, Bruno la sostiene al trasluz y descubre que las dos joyas
eran en realidad una sola, de manera que Silvia, al optar por
entregar su amor incondicionalmente, recibe el del mundo entero. Este
es el mensaje de Carroll: si contemplamos el mundo a
través de los ojos del amor, veremos
que «el cielo de Dios», un Amor puro y eterno, nos devuelve la
mirada. La «Canción del amor» que cantan los dos hermanos en el
segundo volumen no hace sino verbalizar esta idea: «Porque creo que
es amor, / porque siento que es amor, / ¡porque sé que no es otra
cosa que amor!». Todos los personajes que abrazan este mensaje y
aman desde el principio o aprenden a amar encuentran un final feliz
en la historia: Arthur, al sacrificarse por los habitantes de la
aldea de pescadores, halla al cabo la salvación; Eric Lindon, al
rescatar a su rival de las garras de la muerte, supera su
escepticismo y descubre que «¡hay un Dios que responde a las
plegarias!»; incluso Sibimet y Tabikat, los bellacos tíos de Silvia
y Bruno, son perdonados tras arrepentirse de sus maldades. El único
que acaba la historia de manera lamentable y cruel es Uggug, el cual
no conoce el amor. A diferencia de lo que ocurre en los dos libros de
Alicia, que son divertimento puro, en Silvia
y Bruno sí que hay una moraleja.
Esta última característica nos sirve para
resaltar una dualidad existente en esta obra: por un lado, es
producto de su tiempo; por otro, se adelantó a él. Su moraleja, el
sentimentalismo imperante y algunos de los temas que se tratan (como
el choque entre ciencia y fe o las discusiones teológicas y
filosóficas) son totalmente Victorianos. Incluso el lenguaje
infantil de Bruno, la «lengua de trapo» que exhibe, era algo típico
de encontrar en la literatura de su época, aunque según afirma
Martin Gardner: «… Carroll creyó basarse en el lenguaje real de
los niños, pero desde luego jamás ha habido ningún niño inglés
que hablase como Bruno. Aunque el habla infantil era una convención
de la ficción victoriana, los oo’s
y welly’s
de Bruno debieron de ser casi tan difíciles de aceptar para los
lectores contemporáneos de Carroll como lo son hoy»[7].
Pero la original teoría sobre la que se construye la historia y la
estructura de la narración, con esos confusos y abruptos saltos del
mundo feérico al real, anuncian la llegada del sigloXX y de una
serie de artistas que se interesarían por explorar o desdibujar la
frontera entre lo real y lo irreal, entre el consciente y el
inconsciente: Joyce, Kafka, los surrealistas… O yéndonos mucho más
adelante en el tiempo, esa duda que asalta al narrador y al lector
varias veces durante el relato, «¿qué es real?», encuentra ecos,
de tonos mucho más siniestros y paranoicos, en cualquiera que se
sumerja en un libro de Philip K.Dick.
El fracaso de ventas y crítica del libro, en cualquier caso, no
puede atribuirse únicamente a que fuera un libro demasiado original
en ciertos aspectos para su época. La falta de cohesión de la
historia es patente, y ciertamente uno se pregunta a menudo mientras
la lee si existe de verdad un hilo argumental marcado o este no es
más que una excusa para que Carroll exponga a modo de diálogos
platónicos sus inquietudes y reflexiones. Los abruptos saltos de
escenario hacen que la primera lectura resulte pesada y trabajosa,
aun con las advertencias que hemos hecho en esta traducción, y la
larga extensión del relato completo tampoco alienta a encararla con
valentía. La poesía y los abundantes, abundantísimos juegos de
palabras poseen una calidad irregular. La lengua de trapo de Bruno
puede llegar a resultar cargante (¡díganselo a este traductor!), y
el exceso de almíbar hace desear en algunos momentos que aparezca en
escena la Reina de Corazones gritando «¡que les corten la cabeza!»
para ponerle un poco de emoción al asunto.
Pese a todo lo anterior, Carroll en horas bajas
sigue siendo Carroll, y en Silvia y
Bruno hay escenas disparatadas y
divertidísimos retruécanos a la altura de su leyenda que le hacen a
uno reír a mandíbula batiente. Por cada densa discusión sobre el
pecado y el alma cristianos (que ya en su época parecían fuera de
lugar en una obra de este tipo) hay un invento del profesor que
merece la pena descubrir y que provoca maravilla y asombro, o una
divertida travesura de Bruno capaz de descolocar al más pintado.
Silvia y Bruno,
además, constituye la obra de Carroll que mejor nos permite conocer
a la persona, CharlesL. Dodgson, que hay detrás de la máscara del
pseudónimo: sus preocupaciones, anhelos, frustraciones y
debilidades. Este libro no es seguramente el más idóneo para
alguien que nunca haya pisado el País de las Maravillas, o viajado a
bordo del barco que persigue al snark,
pero para los que ya se hallan irremediablemente fascinados por ese
mundo fantástico y desean conocer en lo más íntimo a su creador
(llevándose de propina una buena ración de su genio), Silvia
y Bruno es una obra imprescindible.
Nota a la traducción
Carroll es un prestidigitador del lenguaje, cuyos
trucos son capaces de arrancarnos una exclamación de asombro o una
carcajada cuando menos lo esperemos. Traducir una obra como Silvia
y Bruno es una tarea titánica, a veces
desesperante, pero siempre estimulante y, desde el punto de vista
creativo, enormemente gratificante. A la hora de afrontar esta
empresa, he optado por conservar el espíritu lúdico de la obra por
encima de todo, lo cual implica que los juegos de palabras del
original han sido más «adaptados» que «traducidos», en el
sentido habitual del término («tradaptados», podríamos decir, al
estilo carrolliano). Un chiste de tipo lingüístico traducido
literalmente se convierte en un galimatías; si se le añade una
explicación (léase aquí una «nota al pie») el chiste se
entenderá, pero seguirá sin resultar gracioso. Para provocar risa,
es requisito imprescindible que sorprenda, que encierre una paradoja.
En muchos casos, sí resulta posible trasladar al idioma de llegada
(en este caso, el castellano) dicha paradoja mediante un chiste
análogo al original, aunque distinto; uno en el que el proceso
mental que sigue el lector de la lengua de llegada para dar con «la
gracia» es el mismo que en la lengua de origen. Se conserva así el
espíritu del juego de palabras, aunque tal vez no el significado
literal de la expresión que lo contiene. En una traducción de
«disparates humorísticos», es la pérdida más asumible de todas
las posibles, a mi modo de ver. Aunque podría haber incluido también
notas al pie para explicar estas adaptaciones, a fin de que el lector
español pudiera conocer los juegos de palabras originales, el gran
número de ellas que habría sido necesario me ha disuadido de
hacerlo. Confío en que mi ingenio haya bastado para divertir allí
donde Carroll tuvo la misma intención; no obstante, dado que no soy
él, ni poseo por supuesto su genio creativo, admito haber incluido
alguna nota puntual en aquellos retruécanos «tradaptados» que no
me parecían suficientemente claros, en favor de la comprensibilidad
del texto. En cualquier caso, siempre he procurado alejarme lo menos
posible del sentido del texto original: ningún cambio ha sido
arbitrario. He introducido asimismo notas para explicar aspectos
culturales que resultarían familiares para un lector Victoriano pero
no para uno español actual, al igual que para indicar la fuente de
algunas citas.
He aplicado este mismo criterio en todos los aspectos de la
traducción, lo cual incluye los poemas del libro. Las composiciones
originales de Carroll son siempre muy musicales, con una métrica
estricta y una rima muy marcada precisamente a tal objeto. He tratado
de conservar, hasta donde alcanzan mis dotes como versificador, esa
característica de su poesía, sacrificando de nuevo
irremediablemente cierta literalidad. Esta es mi visión personal de
cómo habría compuesto Carroll sus poemas de haber sido el
castellano su lengua natal. Es un trabajo que he realizado con gran
humildad, y al que he dedicado un enorme esfuerzo que nace de mi
pasión por la obra del autor. Espero no estar a su altura, lo cual
es imposible, pero sí lograr dar una idea al lector español de cómo
«suenan» los poemas en su propio idioma, al tiempo que hago
accesible su significado.
Por último, quisiera explicar brevemente cómo he decidido adaptar
el lenguaje infantil de Bruno, cuyas características en inglés no
pueden trasladarse directamente a nuestro idioma. En líneas
generales, se expresa como una persona adulta, pero he adjudicado a
su forma de hablar una serie de particularidades que espero
transmitan la sensación de que se trata de un niño de unos cuatro o
cinco años: primero, un defecto de rotacismo (dificultad para
pronunciar el fonema /r/ —la «r fuerte»—, el cual sustituye
continuamente por los fonemas /d/ o /f/ —la «r suave»—), muy
habitual en los niños que están aprendiendo a hablar; segundo, una
tendencia a regularizar formas verbales irregulares y a inventar
palabras extrapolando ciertas reglas lingüísticas generales, como
las que rigen la formación de los distintos grados del adjetivo,
incurriendo en ocasiones en sobrecorrección; tercero, simplificación
de grupos consonánticos complejos; y cuarto, desórdenes y otros
errores de pronunciación en palabras largas, complicadas o poco
comunes. Para facilitar la comprensión de la manera de expresarse
del personaje, he señalado en cursiva todas las palabras «alteradas»
según el criterio anterior, de manera que el lector pueda
localizarlas e interpretarlas con facilidad. Soy consciente de que
esto quizá dé gráficamente una impresión de recargamiento al
texto, pero he querido destacar la claridad del diálogo por encima
de consideraciones estéticas.
AXEL ALONSO VALLE
Fuente:
Título original: Sylvie and Bruno
Lewis Carroll, 1889
Traducción: Axel Alonso Valle
Ilustraciones: Henry Holliday