viernes, 20 de julio de 2018

Lewis Carroll Silvia y Bruno.


Introducción

El nombre de Lewis Carroll irá eternamente unido al de su creación más famosa, la pequeña Alicia, quien le garantizó un puesto en el olimpo de la literatura universal al internarse por la madriguera de conejo, primero, y al cruzar unos años más tarde el espejo sobre la repisa de la chimenea. Y al igual que con Cervantes y el Quijote, Goethe y Fausto, Conan Doyle y Sherlock Holmes, Bram Stoker y Drácula, Saint-Exupéry y el Principito, y otros tantos, la inmensa fama alcanzada por uno solo de sus personajes de ficción (aunque, si hablamos de Fausto, este no fuese en sentido estricto una invención del propio Goethe) ha terminado por eclipsar el resto de sus obras. ¿Cuántos aficionados a la lectura (no digamos ya un ciudadano tristemente típico de los que únicamente lee la prensa deportiva o las revistas «del corazón») son capaces de mencionar hoy en día algún otro libro de Carroll aparte de las dos «Alicias»? Muy pocos. Y de esos pocos, la gran mayoría nombraría su otra obra magna, el extenso poema precursor de la literatura del absurdo La caza del snark. No obstante, como en el caso de todos los autores referidos, y de cualquier otro escritor que merezca ser calificado como tal, la producción de Carroll fue muchísimo más abundante.
Podríamos hablar de las decenas de miles de cartas que escribió a lo largo de su vida, muchas de ellas a los cientos de «amiguitas» cuya amistad siempre se esforzó por ganar y cultivar, y que constituían la mayor alegría de su, en ocasiones solitaria, existencia de soltero. Muchas de estas epístolas rebosan de tanta fantasía e ingenio como es posible hallar en sus mejores libros y poemas, motivo, junto con el continuado interés por la figura del autor, por el cual una selección de ellas ha merecido publicación en diversas ocasiones. También debemos mencionar sus obras matemáticas, la mayoría de ellas firmadas con su nombre real, Charles Lutwidge Dodgson. (Este siempre deseó mantener separado su alter ego literario de su yo real frente a los desconocidos, pues temía que su faceta de autor de libros infantiles le restara crédito cuando quisiera tratar temas más serios. Mas, pese a ello, no albergaba reparo alguno en revelar que eran la misma persona y aprovechar la fama que los libros de Alicia le habían reportado cuando lo creía conveniente). Al margen de sus escritos puramente especializados, dirigidos a colegas de profesión y expertos, compuso otros tantos en los que insertaba los problemas matemáticos en relatos o escenas noveladas, mediante los cuales buscaba acercar y popularizar estas materias entre el gran público, mostrar lo divertidas e interesantes que podían llegar a ser si se les daba una presentación lúdica. Después podemos hablar de su faceta estrictamente poética, que como puede observarse en los mismos libros de Alicia o en los poemas introductorios de cualquiera de sus demás obras en prosa, resulta completamente inseparable de su yo creativo. Desde su adolescencia, Carroll comenzó a componer breves poemas lúdicos y humorísticos, en los que ya se adivinaba el estilo inconfundible que posteriormente alcanzaría todo su potencial. No obstante, como poeta «puro» o serio, Carroll nunca pasó de la segunda fila. Admirador de Blake, Coleridge, Wordsworth o el «poeta laureado» Tennyson, trató de plasmar sus preocupaciones e inquietudes emocionales y espirituales a la manera de estos, pero nunca logró estar a su altura en este ámbito. Naturalmente, el desmesurado éxito de los libros de Alicia posibilitó que sus versos encontraran mayor aceptación y difusión de lo que hubiera sido de esperar por su propio talento. Macmillan & Co., la única editorial con la que Carroll trabajó en vida, publicó, aparte de La caza del snark (1876), varias antologías poéticas suyas, reimpresiones sucesivas de las composiciones por las que él sentía más aprecio, con ligeros cambios en la selección. Todas ellas tuvieron una acogida bastante tibia, incluido el propio snark, que tardó bastante en ser valorado en su justa medida.
Como acabamos de decir, parte de la culpa de que el público no llegara a apreciar realmente estas últimas obras la tenían las propias carencias de Carroll como poeta fuera de la esfera de la parodia, el disparate y el absurdo, ámbito en el que realmente fue único e irrepetible, y por el que ha pasado a la posteridad con toda justicia con obras maestras como «Jabberwocky» o La caza del snark. Sus composiciones serias son además producto de su época, y destilan un sentimentalismo Victoriano que no ha soportado bien el paso del tiempo. No obstante, el propio Carroll albergaba un gran apego por ellas, pues era donde vertía su lado más emotivo, sus miedos, anhelos e inquietudes. Sus obras matemáticas dirigidas al gran público, por muy edulcoradas que estuviesen con juegos de palabras y divertidos disparates, resultaban también difíciles de tragar para alguien sin un interés previo por la lógica y la geometría.
La otra razón por la que Carroll nunca llegó a conquistar de nuevo a sus lectores con igual rotundidad tras el impacto de los dos libros de Alicia fue justamente la alargadísima sombra de esta. Los niños que constituían su público mayoritario y los críticos que tanto habían alabado su ingenio y habilidad para divertir querían más creaciones en la misma línea; pero Carroll deseaba innovar, recorrer sendas no transitadas, una pulsión intrínseca a su personalidad, como demuestran su interés por la fotografía (cuando esta daba aún sus primeros pasos), sus juegos e invenciones. No quería repetirse ni imitarse a sí mismo: ya le habían salido suficientes clones literarios. Estaba decidido a no escribir otra «Alicia». Asimismo, la chispa creativa que había hecho posibles sus obras maestras se fue agotando poco a poco con la edad, y nunca volvería a alcanzar las mismas cotas de brillantez; no obstante lo cual, todavía resultaba posible encontrar de tanto en tanto destellos puntuales de genio, como ocurre en la obra cuya introducción estás leyendo, la cual posee además otras virtudes que hasta hace poco no fueron comprendidas. Los dos libros de Silvia y Bruno supusieron el mayor fracaso comercial y de crítica de su autor, pero con la perspectiva que dan los más de cien años transcurridos desde que viesen la luz, resulta posible valorarlos en su contexto social y temporal, y atendiendo a la influencia que tendrían en escritores posteriores.
Silvia y Bruno y La conclusión de Silvia y Bruno fueron publicados en 1889 y 1893 respectivamente, y se gestaron durante más de veinte años partiendo de un relato breve escrito en 1867 para la revista Aunt Judy’s Magazine, «La venganza de Bruno», en el que el autor conoce a un par de hadas (los hermanos que posteriormente cederían sus nombres para el título de los libros) mientras da un paseo por un bosque en un día muy caluroso. Tiempo después de que saliera publicado, como el propio Carroll comenta en el prefacio del primer volumen, «se me ocurrió por primera vez la idea de convertirlo en el núcleo de una historia más larga. Con los años, fui anotando, de cuando en cuando, toda clase de ideas curiosas, y fragmentos de diálogo, que me sobrevenían […]. Y así fue que me vi finalmente en posesión de una indigesta ensalada de papeles —si el lector tiene la bondad de disculpar el doble sentido que solamente necesitaba un hilvanado, sobre el hilo conductor de una historia ordenada, para constituir el libro que esperaba escribir. ¡Solamente! La tarea, al principio, parecía completamente irrealizable, y me dio una idea, mucho más clara que ninguna otra que hubiera tenido, del significado de la palabra “caos”; y creo que debieron de transcurrir diez años, o más, antes de que lograra organizar lo suficiente dichos retazos como para ver a qué tipo de historia apuntaban, ya que esta tenía que surgir de los episodios, y no al revés». Dicha historia se extiende a lo largo de los dos libros mencionados. La idea inicial de Carroll era publicarla por entero en uno solo, con el título provisional de Cuatro estaciones (presumiblemente porque la trama —o tramas, más bien— se desarrollan a lo largo de un solo año). No obstante, este sería finalmente cambiado por el nombre de sus dos protagonistas, y la extensión final de la narración provocó asimismo su división en dos partes, que salieron en las Navidades de los años mencionados. Curiosamente, según cuenta el ilustrador de La caza del snark, Henry Holiday, en su artículo «The Snarks Significance» [La relevancia del snark], el famoso poema iba en un principio a figurar en Silvia y Bruno, pero la extensión que finalmente alcanzó la composición hizo cambiar de idea a Carroll y que este lo publicase de manera independiente.
Carroll sintió durante toda su vida un gran interés por las hadas. Creía en la posibilidad de su existencia, al igual que en la de espíritus y otros seres que quizás habitaran otros mundos más allá de nuestra percepción y entendimiento. Las hadas aparecen en muchos poemas y cartas del escritor; uno de sus libros favoritos para regalar era Fairies [Hadas] de William Alingham; y pidió a Gertrude Thomson que ilustrara con una serie de dibujos de hadas su antología poética Three sunsets and other poems [Tres puestas de sol y otros poemas]. Se vio asimismo atraído por la fiebre decimonónica por el espiritismo, y consideraba muy probable que fenómenos paranormales como la telepatía pudieran ser algo más que pura ficción. Sin embargo, según su criterio, ello no entraba en contradicción ni con su pensamiento religioso ni con el lógico-científico. Confiaba en que algún día el progreso permitiera demostrar que tales fenómenos también formaban parte del mundo creado por Dios, aunque a priori parecieran inexplicables y antinaturales. Estas ideas, la de la posible existencia de hadas y otros mundos más allá del nuestro a los que quizá resultase posible viajar con determinados medios, sirven de cimientos para la historia relatada en los libros de Silvia y Bruno, como veremos más adelante.
Para ilustrar estos últimos, Carroll pensó en Harry Furniss, «un artista muy hábil de Punch1», según sus propias palabras. Le escribió el 1 de marzo de 1885 proponiéndole el trabajo, y el día 9 le llegó la contestación, en la que el artista se mostraba dispuesto a colaborar con el célebre autor de libros infantiles y presentaba sus tarifas. Carroll las aceptó sin poner reparos, iniciándose una abundante correspondencia entre ambos a través de la cual el escritor enviaría sus textos y sugerencias, y Furniss respondería con sus bocetos y comentarios. Este, al principio de su relación, estaba encantado de trabajar con Carroll, pues había adorado desde siempre los libros de Alicia, con los que creció de niño, y las ilustraciones de Tenniel. No obstante, su algo excéntrica personalidad no soportó bien el bombardeo de cartas al que el escritor sometía a todos los ilustradores de sus libros, con precisas instrucciones de su visión de[1] personajes y escenas, y cientos de esbozos de los mismos. Ello derivó en que la relación de trabajo fuera deteriorándose hasta estar a punto de romperse en varias ocasiones: «¡Usted me crea una serie de problemas adicionales al ignorar tanto el texto! He tenido que reescribir varios pasajes, para que esté de acuerdo con la ilustración…», decía Carroll en una de sus cartas. Intercambiaron intensas diatribas sobre pequeños detalles de los dibujos, como el vestuario de la protagonista o sus proporciones. De hecho, la imagen de la pequeña Silvia fue una de las cuestiones que más preocupó a Carroll, y que motivó las primeras discusiones. Harry Furniss, en su autobiografía Confessions of a caricaturist [Confesiones de un caricaturista], publicada en 1902, afirmaba haber recibido por carta instrucciones como estas por parte del escritor:
[Silvia y Bruno] no son hadas a lo largo de todo el libro, sino niños. Todas estas condiciones hacen que su vestimenta constituya hasta cierto punto un rompecabezas. No deben tener alas; eso está claro. Y ha de tratarse de ropa completamente normal para la vida londinense. Debería ser lo más extravagante posible, al límite de lo que se considera presentable en sociedad. Tal vez las amistades pudieran decir: «¡Qué ropa más rara llevan estos niños!», pero no deberían poder afirmar: «¡No son humanos!»…
Y en otra carta:
En lo que se refiere a la vestimenta de estos niños en su estado feérico (en ocasiones los tendremos alternando en sociedad, la cual da por sentado que son niños de verdad; y por eso deben, supongo, ir vestidos como en la vida normal, pero de forma extravagante, a fin de crear una pequeña distinción). Ojalá me atreviera a prescindir de toda ropa: los niños desnudos resultan tan perfectamente puros y adorables, pero la Sra.Grundy[2] se pondría furiosa; no es una opción. Entonces la pregunta es: ¿qué cantidad mínima de ropa le satisfaría? De cualquier forma, las piernas y los pies deben ir necesariamente al aire. Detesto de un modo tan absoluto esa moda monstruosa de los tacones altos (y, de hecho, he planeado atacarla en este mismo libro), que me resultaría seguramente imposible permitir que mi dulce y pequeña heroína fuera víctima de ella.
En otra, sigue arremetiendo contra la moda contemporánea:
¿Podría eliminar esas hombreras de sus mangas? ¿Por qué deberíamos observar deferencia alguna a una moda espantosa que quedará extinta de aquí a un año? Después de la fealdad sin parangón de la «crinolina», pienso que esas mangas de hombros altos son la peor cosa inventada para las damas en nuestra época. ¡Imagínese lo horrorizadas que estarían si una de sus hijas tuviera realmente esa forma!
Y aún en una más, continúa la discusión:
En cuanto a su [dibujo de] Silvia, me encanta la idea que ha tenido de vestirla de blanco; encaja a la perfección con mi concepto de ella: quiero que sea una especie de encamación de la pureza. Por lo cual pienso que, en sociedad, debería ir totalmente de blanco, con un vestido de ese color (ceñido al cuerpo, por supuesto; odio de veras la moda de la crinolina); también creo que podríamos arriesgamos a hacer su vestido de hada transparente. ¿No le parece que podríamos enfrentarnos a la Sra.Grundy hasta ese punto? En realidad, pienso que esta se contentaría relativamente con verla vestida, y que le daría igual que el material fuese seda, muselina o incluso gasa. Una cosa más. ¡Por favor no le ponga tacones altos a Silvia! Me parecen una abominación.
Es muy posible que estos párrafos, por chocantes que puedan parecerle al lector las sugerencias sobre que los protagonistas vayan desnudos o con vestidos transparentes, pertenezcan realmente a Carroll. Nunca escondió sus peculiares gustos en lo relativo a la estética y sus amistades, ni sentía que tuviesen nada de malo. Pese a sus ideas generalmente conservadoras, una parte de él siempre se opuso a los rígidos convencionalismos Victorianos, sobre todo en lo concerniente a la educación y las asfixiantes normas a las que se sometía a los niños. En cualquier caso, tampoco sería de extrañar que Furniss hubiese retocado o inventado alguna de estas cartas para hacer quedar a Carroll como una persona maniática, muchas veces intratable y, según su propia descripción, como «un niño malcriado». En la mencionada autobiografía podemos encontrar descripciones tan peregrinas del comportamiento del escritor durante el proceso de trabajo de Silvia y Bruno como estas:
Pero su egotismo le hizo ir aún más allá. Estaba decidido a que nadie leyese su manuscrito, a excepción de él y yo; de modo que, a altas horas de la noche (a veces se quedaba escribiendo hasta las 4 a. m.), lo cortó en tiras horizontales de cuatro o cinco líneas, y a continuación metió todas ellas en una bolsa y agitó esta para mezclarlas; sacándolas una a una, pegó las tiras en el orden en que iban saliendo. El resultado, en un manuscrito como ese, que hablaba de disparates en una página y de teología en otra, fice extremadamente audaz, por no decir absolutamente irreverente; por ejemplo:
«… y me vi repitiendo, cuando salíamos de la iglesia, las palabras de Jacob cuando “despertó de su sueño”: “¡No hay duda de que el Señor se encuentra aquí!…”.
»Y una vez más volvieron a oírse aquellas agudas notas discordantes:
Creyó ver bajar de un bus
a un empleado de banca;
mas luego advirtió que
era un hipopótamo…».
Estas tiras incongruentes estaban marcadas de manera elaborada y misteriosa con números, letras y diversos jeroglíficos, cuyo desciframiento habría convertido realmente mi fingida excentricidad en auténtica locura. Por consiguiente, le envié de vuelta el manuscrito entero, ¡amenazándole otra vez con declararme en huelga! Esto logró el efecto deseado. Recibí entonces un manuscrito legible, aunque frecuentemente desconcertante al estar mezclado con Euclides y problemas de matemáticas abstrusas.
Sabemos con seguridad que Carroll tenía una personalidad singular, cuando menos, en comparación con sus contemporáneos, pero no hay constancia alguna de que cometiese con el manuscrito de Silvia y Bruno esta locura que Furniss le atribuye, junto con otras conductas a cada cual más pintoresca e irracional. Todo parece apuntar a que, tras la muerte del escritor, el ilustrador aprovechó la imposibilidad de que este pudiera defenderse para lanzar un ataque contra su reputación, en venganza por las desavenencias pasadas durante su colaboración laboral y por un agravio posterior cuando Carroll devolvió en 1896 unas entradas que había comprado para un espectáculo teatral del propio Furniss al enterarse de que en este se hacía una imitación caricaturesca de un predicador norteamericano, temiendo «un insulto a la cristiandad y […] una profanación de cosas sagradas». Furniss nunca le perdonó el insulto. Morton N.Cohen escribe en su biografía de 1995 de Lewis Carroll: «Los informes [de la autobiografía del ilustrador] son en su mayor parte invención de Furniss para saciar su sed de venganza, aunque Charles le pagó muy bien por sus servicios. Furniss era un populista extravagante, un ostentoso showman, poco escrupuloso al tratar temas caricaturescos, que ni siquiera Tenniel podía soportar»[3]. Pese a las incompatibles personalidades de escritor e ilustrador y los fuertes encontronazos referidos, y gracias principalmente a la paciencia, educación y tenacidad del primero, las cuarenta y seis ilustraciones de cada volumen de Silvia y Bruno fueron terminadas e incluidas en su libro correspondiente acompañando al texto. En mi opinión personal, el resultado nada tiene que envidiarle al trabajo de Tenniel en los libros de Alicia o al de Holiday en La caza del snark, y logra transmitir el espíritu —trascendental en ocasiones, divertido en otras que Carroll quiso plasmar en la que sería a la postre la última obra por la que sería considerado como literato.
Cada una de sus dos partes se abre con un poema acróstico dedicado a una de sus amiguitas; en el tono nostálgico y sombrío de ambos se puede percibir nítidamente el pesar que le produce al escritor verse viejo y solitario, abandonado una y otra vez por sus amiguitas a medida que estas crecían y se casaban, frustrados ya sin solución los anhelos de un lejano en el tiempo «mediodía de ensueño»; pesar mitigado, no obstante, por su certeza interior de que Dios, el cual es amor puro e incondicional, lo acompaña en todo momento, y de que lo estará esperando en el Cielo cuando llegue su hora. Ambos poemas están relacionados con los temas centrales de la obra, de los cuales hablaremos más adelante.
El primero de los poemas está dedicado a Isa Bowman, quien fuera una de las amiguitas favoritas de Carroll de cualquier época. La conoció en 1886 durante los ensayos del primer musical que se hizo de Alicia en el País de las Maravillas, obra en la que tenía un pequeño papel. Por aquel entonces ella contaba doce años, y era la mayor de varias hermanas actrices. Carroll quedó muy impresionado por la niña, pero no comenzó a entablar amistad con ella, llevarla de excursión y recibirla como invitada hasta septiembre de 1887. Durante los ocho años siguientes mantuvieron una estrecha relación, por carta y en diversas y frecuentes visitas. Gracias a su intermediación, Isa logró el papel protagonista en la primera reposición del musical de Alicia en 1888, y el escritor consiguió del mismo modo muchos otros trabajos para ella y sus hermanas. Su feliz amistad terminó en 1895 cuando Isa le anunció sus planes de boda, a lo cual él respondió de manera ofendida y agresiva, destrozando unas rosas que la joven, ya veinteañera, llevaba en el cinturón. Aunque Carroll se disculparía enseguida, no tardarían en romper el contacto. El poema que le dedicó en Silvia y Bruno es un doble acróstico: su nombre puede formarse uniendo la primera letra de cada uno de sus nueve versos, agrupados en tercetos monorrimos, o las tres primeras letras de cada uno de estos últimos; una muestra más del desbordante ingenio creativo del autor. Brian Sibley señaló en un artículo[4] aparecido en 1975 en las páginas de la revista de la Lewis Carroll Society que este poema está conectado con el que concluye Alicia a través del espejo, no sólo temáticamente, al recuperar la idea de «la vida es un sueño» y la imagen del famoso paseo estival en barca por el río, sino también por medio de una repetición en orden inverso de las palabras que remataban los tres últimos versos de aquel (Ever drifting down the stream-ILingering in the golden gleam- / Lifte, what is it but a dream?) en los tres primeros de este (Is all our lifte, then, but a dream / Seen faintly in the golden gleam / Athwart Time’s dark resistless stream?).
El segundo poema, el que introduce La conclusión de Silvia y Bruno, es asimismo un acróstico, aunque mucho más sutil: uniendo la tercera letra de cada verso se forma el nombre de Enid Stevens, a la que conoció en 1891 en la casa familiar de esta en Oxford. Enid era la «bella hermana» de ocho años de una de sus alumnas de lógica en la Oxford High School, también amiguita suya. Cohen nos cuenta en su biografía de Carroll: «Su amistad con Enid se fue afianzando poco a poco. La “pidió prestada” a menudo, la llevó a pasear, imprimió tarjetas de visita para ella, la recibió en sus habitaciones, sola o con su madre, para tomar el té, y consiguió que Gertrude Thomson pintase un retrato de ella, que colgó encima de la repisa de su chimenea». Carroll dedicó mucho tiempo y esfuerzo a su amistad con la pequeña Enid, y esta siempre recordó con alegría los años que compartieron entre juegos, meriendas y excursiones. Fue una de sus últimas amiguitas: durante los años finales de vida, invirtió cada vez más tiempo en trabajar y menos en sus relaciones sociales, obsesionado con escribir antes de morir una lista de trabajos que tenía en mente (algunos de los cuales menciona en el prefacio de Silvia y Bruno). Evocando sueños confusos y desconcertantes y el amor de una madre fallecida, quizá la suya propia, a la que perdió siendo él muy joven, el poema preliminar de La conclusión de Silvia y Bruno sirve a Carroll para despedirse de Silvia, la niña que constituye su ideal de belleza y pureza infantil, un último amor platónico de ficción, crisol donde reúne todo lo que él admiraba y adoraba de sus amiguitas.
Además de los poemas introductorios de cada parte, estas se hallan repletas de otras composiciones de diverso carácter, entremezcladas con la prosa como ya ocurría en los libros de Alicia, una más de las muchas innovaciones que aportó Carroll a la literatura universal. Varias de ellas se extienden a lo largo de uno o dos capítulos, interrumpiendo aquí y allá el relato; de hecho, uno de los poemas, la divertida y descabellada «Canción del jardinero», se extiende a lo largo de todo el libro (con ocho estrofas en el primer volumen, y una última en el segundo). Los críticos coinciden en señalar que esta es posiblemente la composición más conseguida de la obra. Hay otras de carácter similar y mayor extensión, e incluso algún poema romántico más serio: el conjunto resulta heterogéneo y no siempre efectivo. Ha de tenerse en cuenta, en cualquier caso, el proceso de unión de retales que llevó a cabo Carroll para crear su historia. Aparte de la «Canción del jardinero», podemos destacar también el largo poema «Pedro y Pablo», que ocupa prácticamente un capítulo entero, y en el que se relata una historia cargada de ironía sobre una cruel broma del Día de los Inocentes (que en los países anglosajones es el día 1 de abril, recordemos); en este poema narrativo, buena parte de la gracia reside en el uso eufemístico de los términos «conveniente» e «inconveniente» que realizan sus dos (supuestos) amigos protagonistas. Y sobre todo, mencionar la pieza clave que recoge uno de los temas centrales sobre los que se asienta la historia y el mensaje de la misma: «Una canción de amor», cantada por los dos duendes —luego hadas— hermanos. Este poema es un himno al poder del amor, verdadero motor del mundo, que inunda misteriosamente cada recoveco de este y de sus habitantes, alejando el pecado y la tristeza y trayendo belleza, alegría y serenidad. Aunque como composición lírica no sorprende ni impresiona, la sinceridad de su mensaje nos acerca al Carroll más íntimo, y ello es lo que le confiere relevancia.
El autor colocó originalmente al final de cada volumen un índice de materias, con intención, suponemos, más irónica que otra cosa (el de La conclusión de Silvia y Bruno era general, para ambas partes). A través de ellos podemos localizar rápidamente en el texto, por ejemplo, muchos de los temas tanto serios como disparatados tratados en las largas conversaciones entre los protagonistas, las distintas estrofas de la «Canción del jardinero» o los inventos del profesor. Un índice de este tipo no tiene un verdadero interés práctico en una novela como esta, salvo quizá para el estudioso o para el devoto carrolliano que gusta de revisitar sus partes favoritas. Por ello, y buscando asimismo no aumentar el ya de por sí abultado número de páginas de esta edición integral de Silvia y Bruno, se ha decidido no incluirlo aquí.
Hablemos ahora del argumento y los personajes: Silvia y Bruno son una pareja de jóvenes hermanos, de unos diez y cinco años aproximadamente, hijos del rector o gobernante de Exotilandia, un país fantástico habitado por duendes y vecino de Hadalandia, el país de las hadas, cuyos soberanos son los Titania y Oberón shakespearianos (el propio Bruno, que junto con su hermana experimentará una transformación en hada durante el relato, posee una personalidad traviesa y bulliciosa muy similar a la del Puck de El sueño de una noche de verano). Tanto Silvia y Bruno como su padre (un anciano que por su edad casi resultaría más propio como abuelo de los niños) son bondadosos, inocentes y puros de corazón; por el contrario, el subrector y hermano del gobernante de Exotilandia (Sibimet), su estúpida esposa (Tabikat) y el hijo de ambos (Uggug, el cual es primo por tanto de la pareja protagonista) se presentan al lector como personas malintencionadas e insidiosas que generan el conflicto motor de una de las dos tramas principales del libro: el subrector ha urdido una conspiración con el lord canciller para sustituir a su hermano como dirigente vitalicio de Exotilandia aprovechando una ausencia de este en un viaje al extranjero. Mediante argucias consiguen que el rector firme antes de partir un edicto que nombra a Sibimet emperador de Exotilandia, consiguiendo así su propósito. Silvia y Bruno, que se quedan inicialmente con sus tíos, deciden seguir a su padre hasta Elfolandia (una provincia de Hadalandia de la que este ha sido declarado rey, lo cual motiva su marcha), y al hacerlo quedan mágicamente convertidos en hadas. Los niños contarán durante toda la historia con la ayuda de un viejo y chiflado profesor que ha viajado a palacio para asistir al cumpleaños de Silvia, creador de disparatados inventos que serán fuente de muchas situaciones divertidas. Al profesor lo acompaña el «otro profesor», un colega igual de excéntrico que se pasa los días «enfrascado» en la lectura. El último personaje notable de Exotilandia es el jardinero de palacio, quien posiblemente sea el más memorable y menos cuerdo de todos (las briznas de paja que lo acompañan son un símbolo Victoriano de la locura; pueden observarse igualmente en las ilustraciones de Tenniel de la liebre de marzo en Alicia). Entre sus hábitos están bailar frenéticamente, regar a la pata coja con una regadera vacía porque «así pesa menos» o cantar la historia de su vida: las nueve estrofas que forman su canción, repartidas a lo largo del texto, narran constantes equívocos del personaje, el cual cree ver algo inicialmente que resulta ser otra cosa todavía más chocante y absurda. Carroll, en el prólogo del primer volumen, nos anima a intentar descubrir qué estrofas fueron inspiradas por el relato y viceversa. Otro elemento importante de la historia es el guardapelo mágico, un colgante en forma de corazón que en un principio aparece en dos versiones: uno con la leyenda «Silvia querrá a todos», y otro con el inverso «Todos querrán a Silvia». El padre de Silvia le da a elegir a esta entre uno y otro cuando los dos hermanos encuentran a su padre en Elfolandia, disfrazado de mendigo, después de haberle seguido. La niña escoge el primero, y usará durante el resto del libro algunos de los poderes que posee, como hacer invisibles las cosas, para originar muchas situaciones curiosas. Este colgante, y la elección de Silvia, sirven a Carroll como símbolo de su mensaje de amor universal.
La trama de los pequeños Silvia y Bruno se entrelaza desde el principio con otra que se desarrolla de manera paralela en el mundo real del autor, la Inglaterra del sigloXIX, al cual pertenece el propio narrador de la historia, un anciano heptagenario que, salvo por la diferencia de edad, podría ser perfectamente el propio Carroll. En ningún momento se menciona su nombre, ni su profesión: tan sólo sabemos de él que es un hombre de clase media, culto, aficionado a las matemáticas y al dibujo y que padece una afección cardiaca, «quizá —en opinión del erudito carrolliano Martin Gardner— simbólica de la tristeza de Carroll por la pérdida de amiguitas, como Isa Bowman, que crecieron, se casaron y dejaron de escribirle»[5]. Este narrador inicia el relato a bordo de un tren que se dirige a Elveston, un pequeño pueblo de pescadores de la costa norte del país donde reside un médico rural amigo suyo, Arthur Forester, de «alrededor de veinticinco años y […] estatura poderosa y aspecto de poeta» (según una descripción que hizo de él a Furniss), el cual espera poder administrarle algunos cuidados que mejoren su estado. En el vagón que ocupa el narrador, este conoce a lady Muriel Orme, una joven, inteligente y agradable dama de la nobleza, hija del earl (conde) de Ainslie, con la que entabla una amena conversación. A su llegada a Elveston, y tras comentarle el narrador a Arthur su encuentro con la joven, este último revela que ya se conocen y que está enamorado de ella, aunque no se atreve a pedirle matrimonio por la diferencia de posición entre ellos. Arthur desconoce que su amor es correspondido, aunque en secreto. Al día siguiente, Arthur y el narrador hacen una visita al earl y su hija que se repetirá en muchas otras ocasiones, motivando largas charlas veraniegas que Carroll aprovechará para plantear, por boca de sus personajes, «algunas reflexiones que quizá demuestren no estar, de buen grado espero en total disarmonía con las cadencias más serias de la vida». La situación pronto se complicará cuando entre en escena Eric Lindon, primo de lady Muriel y capitán del ejército inglés, quien acabará por prometerse con ella tras recibir un ascenso.
Ambas tramas, la que se desarrolla en el plano fantástico de Exotilandia y Hadalandia y la que tiene lugar en el mundo real, se alternan y entrecruzan a lo largo de todo el libro sobre la base de que tanto las hadas como los seres humanos son capaces de entrar en ciertos estados psíquicos que les permiten vislumbrar lo que ocurre en el mundo que no les es natural por su condición, e incluso viajar a él de maneras distintas. Tal como explica en detalle en el prefacio al segundo volumen, el autor parte de la idea de que los seres humanos, aparte de en su estado normal, pueden encontrarse en uno de «inquietud», como él lo denomina, que les permite interaccionar con las hadas sin abandonar el mundo real, o en un trance que posibilita una suerte de «viaje astral» o «experiencia extracorpórea» al plano dimensional de las hadas y los duendes. En este último, mientras la persona parece estar durmiendo en el mundo real, su «esencia inmaterial» se traslada a Hadalandia o Exotilandia, pudiendo ser testigo invisible de los hechos que allí tienen lugar. Es así, gracias a estos trances del narrador de la historia, como logramos enterarnos de lo que acontece a Silvia y Bruno en su mundo, mientras que, para los que le rodean, el anciano aparenta haberse quedado simplemente traspuesto. Cuando los dos hermanos cruzan las puertas de Hadalandia, trascienden su condición de meros duendes para convertirse en hadas: estas, al igual que los seres humanos, pueden entrar en un estado de «inquietud» que les permite interaccionar con ellos mientras se encuentran en el mundo real, al que además pueden viajar a voluntad gracias a sus poderes mágicos (sus «flizz»), con su diminuto tamaño real o adoptando la forma de niños humanos. Es entonces cuando Silvia y Bruno establecen contacto directo con el narrador y los demás habitantes de Elveston, llevando su inocente alegría, sus travesuras y su magia con ellos. Al final del relato, tras diversos encuentros y peripecias en el mundo real, los hermanos regresarán a Exotilandia y, tanto allí como en el mundo real, el poder del amor logrará un desenlace feliz para todos los que han confiado en él.
Esta teoría sobre la que se construye la historia no se explica de manera clara en el propio relato: tan sólo se insinúa, y cuando este se encuentra ya además bastante avanzado. Por esta razón, una primera lectura de la obra suele resultar muy confusa, dado que la narración salta frecuentemente de Exotilandia a Inglaterra sin previo aviso —muchas veces en un simple cambio de párrafo, o incluso dentro de uno— con las entradas y salidas en trance del narrador. La historia comienza, por ejemplo, en mitad de una frase y sin poner en situación al lector, lo cual resulta tremendamente desconcertante: el narrador acaba de experimentar bruscamente su primer «viaje astral» a Exotilandia y está observando lo que allí sucede sin que nadie repare en su presencia. Pero no es hasta el segundo capítulo cuando averiguamos que en realidad se encuentra en el interior de un vagón de tren camino a Elveston. Dada la naturaleza «narcoléptica» del narrador, capaz de quedarse «dormido» (esto es, de entrar en trance) en mitad de cualquier conversación, el lector se verá acompañándolo en sus constantes escapadas extracorporales a Exotilandia a lo largo de buena parte del relato, mas debido a la brusquedad de dichas excursiones a veces se sentirá un tanto desubicado.
Contribuyen también a ello las deliberadas conexiones creadas por Carroll entre los personajes de uno y otro mundo. Lady Muriel parece tratarse de una versión adulta de Silvia, exhibiendo ambas la misma bondad, inocencia y pureza; Arthur comparte con Bruno su gusto por la réplica rebelde y una actitud picara y contestataria. El profesor y Mein Herr, quien hace su aparición en el segundo volumen, son viejos excéntricos llenos de anécdotas e invenciones disparatadas. El earl y el rector de Exotilandia comparten asimismo el rol de padre anciano de la joven protagonista de cada mundo. En ciertos momentos, esta identificación no sólo se insinúa, sino que es el propio narrador quien la hace explícitamente. Aparte de estos claros paralelismos entre los personajes de uno y otro mundo, sus propios nombres remiten al mundo campestre en que viven duendes y hadas: Silvia, para empezar, significa «habitante del bosque» en su latín originario; el apellido de lady Muriel, Orme, es «olmo» en francés; el de Arthur, Forester, deriva claramente del inglés forest («bosque»); y el de Eric Lindon se parece sospechosamente al también inglés linden («tilo»). El pueblo de pescadores en el que se desarrolla la trama amorosa de Muriel, Eric y Arthur se llama además Elveston, que suena curiosamente parecido a elves-town, «pueblo de los elfos».
Todas estas referencias y los mencionados paralelismos buscan obviamente desdibujar la frontera entre el mundo de las hadas y el real, y entre los propios personajes de uno y otro, lo cual entronca con una de las ideas centrales de la historia, que aparece ya en el poema preliminar del primer libro: «¿Acaso es nuestra vida sólo un sueño…?». Esta duda existencial aparece expresada directa o indirectamente en numerosas ocasiones a lo largo de los dos volúmenes. Sin ir más lejos, nada más conocer el narrador a lady Muriel, cuyo rostro se encuentra tapado por un velo, realiza un «experimentó telepático» para lograr verlo, y acaba contemplando en su mente la cara de la pequeña Silvia. Entonces se dice a sí mismo: «¡De modo que, o bien he estado soñando con Silvia —me dije y esta es la realidad, o he estado realmente con ella, y esto es un sueño! ¡Me pregunto si no será la propia vida un sueño!». El autor también sugiere esta idea haciendo que sus personajes, y por ende el lector, contemplen la realidad como una obra dramática (¿no se suele hablar a veces de «el teatro de los sueños»?). Por ejemplo, un momento antes de plantearse la cuestión anterior sobre si ha estado realmente con Silvia o soñando, el narrador cavila del siguiente modo: «¡… una joven y encantadora dama! —musité para mis adentros con cierta amargura—. Y esta es, por supuesto, la escena inicial del primer volumen. Ella es la heroína. Y yo soy uno de esos personajes secundarios que únicamente hacen acto de presencia cuando el desarrollo de su destino lo requiere, y cuya última aparición se da en el exterior de la iglesia, ¡mientras esperan para felicitar a la feliz pareja!». ¿Es la vida pura ficción, como gusta de imaginar el earl para divertirse en el capítulo veintidós del primer libro?: «¿Alguna vez ha convertido la vida real en una obra dramática? —dijo el earl—. Pruebe a hacerlo ahora. A menudo me entretengo así». En el primer libro de Alicia, la pregunta tiene una respuesta clara: la pequeña protagonista se despierta al final del relato y descubre que el País de las Maravillas sólo existía en sus sueños. Pero en A través del espejo, aunque Alicia despierta de igual modo tras sus aventuras, Carroll pregunta al lector a través de su protagonista si cree que la realidad es simplemente el sueño del rey rojo. El poema final de la obra incide de nuevo en la cuestión y, como ya hemos mencionado, el introductorio de este libro recoge el guante con esa inversión de los finales de los versos de la última estrofa de aquel. La propia estructura del relato y la narración en los dos libros de Silvia y Bruno pretende hacernos dudar sobre qué es real y qué no: ¿es lady Muriel quien habla en un momento dado o es Silvia? ¿Son realmente dos personas distintas o sólo diferentes encarnaciones de un mismo ser, de una misma alma? Quizá nos asalta la confusión sólo porque vivimos a toda prisa, sin detenernos a mirar con atención, como insinúa el poema inicial del volumen uno, y como le ocurre al alocado jardinero. Si lo hiciéramos, tal vez descubriríamos que la diferencia entre «sueño» y «realidad» no es más que una ilusión, que todo forma parte de la misma creación divina.
El otro núcleo conceptual alrededor del cual gira Silvia y Bruno es un mensaje de amor universal: Dios es Amor, y sólo a través de este, es decir, de Él, lograremos la felicidad y la serenidad interior, nos alejaremos del pecado y, en última instancia, entraremos en el Reino de los Cielos. Carroll era diácono de la Iglesia de Inglaterra y un hombre de profundas convicciones religiosas. No obstante, su espiritualidad nacía de su interior, de consultar consigo mismo las cuestiones que lo atormentaban. Creía, influido por la visión liberal de la religión de Coleridge y el reverendo Frederick Denison Maurice, entre otros, que Dios habla directamente con cada uno de nosotros por medio de la reflexión interior y que, independientemente del credo de cada uno, esta voz que nace de dentro, si uno sabe escucharla, es la divina voz de la verdad. Se oponía, por tanto, a la restrictiva visión del cristianismo y a los dogmas de la Iglesia alta[6], y sobre todo a su vertiente más ortodoxa y «ritualista», que en su opinión convertía la religión en un mero espectáculo que hacía olvidar a los fieles el auténtico significado de la asistencia a la iglesia y la oración, y así lo denuncia en este libro, primero por boca del narrador y de Arthur, luego bajo su propia firma en el prefacio de La conclusión de Silvia y Bruno.
El guardapelo mágico es la clave para descifrar el mensaje del libro. Silvia, a petición de su padre, escoge entre sus dos versiones: la niña elige el altruismo frente al egoísmo, dar su amor al mundo, independientemente de las consecuencias. Su padre le dice que su elección ha sido la correcta, mas no es hasta el final de la historia cuando se revela por qué: en la última escena, Bruno la sostiene al trasluz y descubre que las dos joyas eran en realidad una sola, de manera que Silvia, al optar por entregar su amor incondicionalmente, recibe el del mundo entero. Este es el mensaje de Carroll: si contemplamos el mundo a través de los ojos del amor, veremos que «el cielo de Dios», un Amor puro y eterno, nos devuelve la mirada. La «Canción del amor» que cantan los dos hermanos en el segundo volumen no hace sino verbalizar esta idea: «Porque creo que es amor, / porque siento que es amor, / ¡porque sé que no es otra cosa que amor!». Todos los personajes que abrazan este mensaje y aman desde el principio o aprenden a amar encuentran un final feliz en la historia: Arthur, al sacrificarse por los habitantes de la aldea de pescadores, halla al cabo la salvación; Eric Lindon, al rescatar a su rival de las garras de la muerte, supera su escepticismo y descubre que «¡hay un Dios que responde a las plegarias!»; incluso Sibimet y Tabikat, los bellacos tíos de Silvia y Bruno, son perdonados tras arrepentirse de sus maldades. El único que acaba la historia de manera lamentable y cruel es Uggug, el cual no conoce el amor. A diferencia de lo que ocurre en los dos libros de Alicia, que son divertimento puro, en Silvia y Bruno sí que hay una moraleja.
Esta última característica nos sirve para resaltar una dualidad existente en esta obra: por un lado, es producto de su tiempo; por otro, se adelantó a él. Su moraleja, el sentimentalismo imperante y algunos de los temas que se tratan (como el choque entre ciencia y fe o las discusiones teológicas y filosóficas) son totalmente Victorianos. Incluso el lenguaje infantil de Bruno, la «lengua de trapo» que exhibe, era algo típico de encontrar en la literatura de su época, aunque según afirma Martin Gardner: «… Carroll creyó basarse en el lenguaje real de los niños, pero desde luego jamás ha habido ningún niño inglés que hablase como Bruno. Aunque el habla infantil era una convención de la ficción victoriana, los oo’s y welly’s de Bruno debieron de ser casi tan difíciles de aceptar para los lectores contemporáneos de Carroll como lo son hoy»[7]. Pero la original teoría sobre la que se construye la historia y la estructura de la narración, con esos confusos y abruptos saltos del mundo feérico al real, anuncian la llegada del sigloXX y de una serie de artistas que se interesarían por explorar o desdibujar la frontera entre lo real y lo irreal, entre el consciente y el inconsciente: Joyce, Kafka, los surrealistas… O yéndonos mucho más adelante en el tiempo, esa duda que asalta al narrador y al lector varias veces durante el relato, «¿qué es real?», encuentra ecos, de tonos mucho más siniestros y paranoicos, en cualquiera que se sumerja en un libro de Philip K.Dick.
El fracaso de ventas y crítica del libro, en cualquier caso, no puede atribuirse únicamente a que fuera un libro demasiado original en ciertos aspectos para su época. La falta de cohesión de la historia es patente, y ciertamente uno se pregunta a menudo mientras la lee si existe de verdad un hilo argumental marcado o este no es más que una excusa para que Carroll exponga a modo de diálogos platónicos sus inquietudes y reflexiones. Los abruptos saltos de escenario hacen que la primera lectura resulte pesada y trabajosa, aun con las advertencias que hemos hecho en esta traducción, y la larga extensión del relato completo tampoco alienta a encararla con valentía. La poesía y los abundantes, abundantísimos juegos de palabras poseen una calidad irregular. La lengua de trapo de Bruno puede llegar a resultar cargante (¡díganselo a este traductor!), y el exceso de almíbar hace desear en algunos momentos que aparezca en escena la Reina de Corazones gritando «¡que les corten la cabeza!» para ponerle un poco de emoción al asunto.
Pese a todo lo anterior, Carroll en horas bajas sigue siendo Carroll, y en Silvia y Bruno hay escenas disparatadas y divertidísimos retruécanos a la altura de su leyenda que le hacen a uno reír a mandíbula batiente. Por cada densa discusión sobre el pecado y el alma cristianos (que ya en su época parecían fuera de lugar en una obra de este tipo) hay un invento del profesor que merece la pena descubrir y que provoca maravilla y asombro, o una divertida travesura de Bruno capaz de descolocar al más pintado. Silvia y Bruno, además, constituye la obra de Carroll que mejor nos permite conocer a la persona, CharlesL. Dodgson, que hay detrás de la máscara del pseudónimo: sus preocupaciones, anhelos, frustraciones y debilidades. Este libro no es seguramente el más idóneo para alguien que nunca haya pisado el País de las Maravillas, o viajado a bordo del barco que persigue al snark, pero para los que ya se hallan irremediablemente fascinados por ese mundo fantástico y desean conocer en lo más íntimo a su creador (llevándose de propina una buena ración de su genio), Silvia y Bruno es una obra imprescindible.
Nota a la traducción
Carroll es un prestidigitador del lenguaje, cuyos trucos son capaces de arrancarnos una exclamación de asombro o una carcajada cuando menos lo esperemos. Traducir una obra como Silvia y Bruno es una tarea titánica, a veces desesperante, pero siempre estimulante y, desde el punto de vista creativo, enormemente gratificante. A la hora de afrontar esta empresa, he optado por conservar el espíritu lúdico de la obra por encima de todo, lo cual implica que los juegos de palabras del original han sido más «adaptados» que «traducidos», en el sentido habitual del término («tradaptados», podríamos decir, al estilo carrolliano). Un chiste de tipo lingüístico traducido literalmente se convierte en un galimatías; si se le añade una explicación (léase aquí una «nota al pie») el chiste se entenderá, pero seguirá sin resultar gracioso. Para provocar risa, es requisito imprescindible que sorprenda, que encierre una paradoja. En muchos casos, sí resulta posible trasladar al idioma de llegada (en este caso, el castellano) dicha paradoja mediante un chiste análogo al original, aunque distinto; uno en el que el proceso mental que sigue el lector de la lengua de llegada para dar con «la gracia» es el mismo que en la lengua de origen. Se conserva así el espíritu del juego de palabras, aunque tal vez no el significado literal de la expresión que lo contiene. En una traducción de «disparates humorísticos», es la pérdida más asumible de todas las posibles, a mi modo de ver. Aunque podría haber incluido también notas al pie para explicar estas adaptaciones, a fin de que el lector español pudiera conocer los juegos de palabras originales, el gran número de ellas que habría sido necesario me ha disuadido de hacerlo. Confío en que mi ingenio haya bastado para divertir allí donde Carroll tuvo la misma intención; no obstante, dado que no soy él, ni poseo por supuesto su genio creativo, admito haber incluido alguna nota puntual en aquellos retruécanos «tradaptados» que no me parecían suficientemente claros, en favor de la comprensibilidad del texto. En cualquier caso, siempre he procurado alejarme lo menos posible del sentido del texto original: ningún cambio ha sido arbitrario. He introducido asimismo notas para explicar aspectos culturales que resultarían familiares para un lector Victoriano pero no para uno español actual, al igual que para indicar la fuente de algunas citas.
He aplicado este mismo criterio en todos los aspectos de la traducción, lo cual incluye los poemas del libro. Las composiciones originales de Carroll son siempre muy musicales, con una métrica estricta y una rima muy marcada precisamente a tal objeto. He tratado de conservar, hasta donde alcanzan mis dotes como versificador, esa característica de su poesía, sacrificando de nuevo irremediablemente cierta literalidad. Esta es mi visión personal de cómo habría compuesto Carroll sus poemas de haber sido el castellano su lengua natal. Es un trabajo que he realizado con gran humildad, y al que he dedicado un enorme esfuerzo que nace de mi pasión por la obra del autor. Espero no estar a su altura, lo cual es imposible, pero sí lograr dar una idea al lector español de cómo «suenan» los poemas en su propio idioma, al tiempo que hago accesible su significado.
Por último, quisiera explicar brevemente cómo he decidido adaptar el lenguaje infantil de Bruno, cuyas características en inglés no pueden trasladarse directamente a nuestro idioma. En líneas generales, se expresa como una persona adulta, pero he adjudicado a su forma de hablar una serie de particularidades que espero transmitan la sensación de que se trata de un niño de unos cuatro o cinco años: primero, un defecto de rotacismo (dificultad para pronunciar el fonema /r/ —la «r fuerte»—, el cual sustituye continuamente por los fonemas /d/ o /f/ —la «r suave»—), muy habitual en los niños que están aprendiendo a hablar; segundo, una tendencia a regularizar formas verbales irregulares y a inventar palabras extrapolando ciertas reglas lingüísticas generales, como las que rigen la formación de los distintos grados del adjetivo, incurriendo en ocasiones en sobrecorrección; tercero, simplificación de grupos consonánticos complejos; y cuarto, desórdenes y otros errores de pronunciación en palabras largas, complicadas o poco comunes. Para facilitar la comprensión de la manera de expresarse del personaje, he señalado en cursiva todas las palabras «alteradas» según el criterio anterior, de manera que el lector pueda localizarlas e interpretarlas con facilidad. Soy consciente de que esto quizá dé gráficamente una impresión de recargamiento al texto, pero he querido destacar la claridad del diálogo por encima de consideraciones estéticas.

AXEL ALONSO VALLE
Fuente:
Título original: Sylvie and Bruno
Lewis Carroll, 1889
Traducción: Axel Alonso Valle
Ilustraciones: Henry Holliday

jueves, 19 de julio de 2018

JORGE LUIS BORGES. H. G. Wells TRAVELS OF A REPUBLICAN RADICAL IN SEARCH OF HOT WATER Penguin Books.


H. G. Wells
TRAVELS OF A REPUBLICAN RADICAL IN SEARCH OF HOT WATER
Penguin Books.

Profesores de olvido anhelaba Butler, para que no se convirtiera el planeta en un interminable museo, sin otra perspectiva que un porvenir dedicado a conservar el pasado. En esta colección de artículos (cuyo nombre no significa Andanzas de un radical republicano en busca de agua caliente) Wells nos insta a olvidar los miserables rasgos diferenciales que ahora se interponen entre los hombres y a repensar la historia del mundo sin preferencias de carácter geográfico, económico o étnico. A ese propósito magnánimo cabe objetar que también la realidad tiene preferencias y que el concepto de la Gesta Dei per Francos —o per Anglos o per Germanos— es (hasta el día de hoy) menos inexacto que per Guatemaltecos o per Scythas... Lo innegable es que todas las disciplinas están contaminadas de historia. Básteme citar dos: la literatura y la metafísica. Quienes estudian metafísica se ven forzados a encarar la repulsiva tesis platónica de las formas universales, cuando ignoran aún el límpido sistema de Berkeley, que (lógica, no cronológicamente) la precede; quienes ensayan con alguna esperanza las letras, tienen que digerir fragmentos salvajes (pero no pintorescos) del remoto Cantar del Myo Cid o boberías de Valera o Miguel Cañé... Quizá una enciclopedia sin nombres propios, dedicada a exponer y a discutir, sea el instrumento que requerimos. Sugiero ese proyecto (cuya ejecución es difícil pero no costosa) a las editoriales de Buenos Aires.

En este breve libro y en su efusivo hermano mayor The fate of home sapiens, Wells nos exhorta a recordar nuestra humanidad esencial y a olvidar nuestras diferencias, por patéticas o pintorescas que sean.1 Rebate todos los nacionalismos, incluso el judío: el más exacerbado, el más antiguo y el más intolerante de cuantos afligen la humanidad. Según Wells, ha servido de arquetipo para elaborar el nazismo.

Conjetura o comprobación: en su anhelo de una cultura sin énfasis locales, H. G. Wells coincide con la Edad Media.

1 Hay olvidos difíciles: un investigador español acaba de indagar que el hombre español "es, ante todo, un hombre desarrollado con preferencia en las dos dimensiones verticales" (Soly Luna, número 3, página 21). Como se ve, a Hinton no le faltan alumnos.

Sur, Buenos Aires, Año X, N° 64, enero de 1940.


miércoles, 18 de julio de 2018

François Villon El Legado y El Testamento. LITERATURA DE RESCATE.


PRÓLOGO



Siempre ha estado ahí. Desde mi adolescencia —aquel austral de Obregón—, sin que a lo largo de la vida la emoción de su lectura se haya atenuado. François Villon. Me admiró —como hoy— su poesía, pero había además algo en él muy cercano, entrañable; hubiera podido ser un amigo. Como me era familiar su mundo. Luego, en 1960, en París, en una bouquinerie cerca de Notre Dame, la edición de Lacroix para Flammarion. Fue la misma tarde en que compré Illusions perdues de Balzac. Yo estaba hojeando ese libro, cuando Armando López Solórzano —¿qué habrá sido de él?— me señaló el de Villon y me dijo: «Éste sí que era un poeta». Me llevé los dos libros y poco después, en un café junto a la Soborna, empecé a leerlo. No he dejado de hacerlo. Años más tarde hablé mucho de nuestro poeta con quien entonces era un joven soldado en una batería cercana al Mediterráneo y luego ha terminado siendo Carlos Cano; a él le entusiasmaba también, y aún recuerdo cómo se conmovía con esos versos de la octavilla XXXVII de El Testamento. Carlos no sabía entonces mucho francés, y de las dificultades para poder leerlo y de las desastrosas y desalentadoras páginas que por entonces había en español, me vino la idea de traducirlo «en serio» ya lo había hecho desde 1964 o 65, sobre mi viejo ejemplar de la edición de Lacroix, para «aprender». Traduje por aquellos tiempos —1968/69— algunas baladas. Después abandoné durante muchos años esa pretensión —no la lectura, que ha sido tan permanente como Quevedo o Manrique, como Homero o Virgilio, como, más adelante, Kavafis o Eliot—. Volví a ella en 1978, también con motivo de unas conversaciones con la poeta Susan Ludvigson, en Rock Hill, Carolina del Sur; y traduje El Legado. De nuevo los papeles se perdieron en cajones, hasta 1983 o 1984, cuando dedicarme de forma muy intensa a mi viejo y querido Villon, durante bastante tiempo, fue una especie de opio ante muy graves y amargos momentos en mi vida. Para esta tarea mucho me ayudaron las versiones inglesas de John Heron Lepper y John Payne, que Horace Liverigh de New York editó en 1926 junto a poemas sueltos traducidos por Dante Gabriel Rossetti y Swinburne. Y así quedó casi terminada esta versión. Que de nuevo durmió el sueño de los justos; salvo alguna corrección en Cambridge en el otoño/invierno de 1887 y una revisión que hice en Villa Gracia hace cuatro o cinco años, en la cual añadí notas explicativas acerca de los personajes nombrados, lugares o circunstancias que me parecieron precisar de aclaración.
Hasta este mes de septiembre de 1997. Una llamada de mis editores de Pre-Textos —Manuel Ramírez, concretamente— me anunció que iba a recibir las pruebas de un libro donde se reúnen algunas de mis conferencias, y que yo había olvidado que lo tenían, y a ellos avisarme de que lo iban a publicar. Me extrañé muchísimo, pero Manuel Ramírez me dijo que también pensaban en mi traducción de los Sonetos de Shakespeare, la antología (agotada) del Ruiseñor en la poesía inglesa, el diario de La serpiente de bronce —libro que acababan de sacar en su editorial—, y que si tenía más inéditos. Al colgar el teléfono, supongo que espoleado por ese afán editorial y la amistad que me mostraban, pensé en Villon y en mi olvidada traducción. La desempolvé y me puse a revisarla. Salvo unos pocos versos, y algún matiz que he ido descubriendo en estos últimos años en lecturas sobre él y su obra y otras traducciones, vi que no podía mejorar lo hecho. Solamente he procurado poner al día la bibliografía, he redactado la brevísima biografía del poeta, he añadido, eso sí, bastantes notas, y he reproducido el mapa de París en el siglo XV para que el lector se haga una idea de cómo era. Es muy poco lo que pago, con esta traducción, de lo mucho que le debo a Villon.
J. M. Á.


Budapest, octubre de 1997



CRONOLOGÍA



1431. En un París gobernado por los ingleses, bajo el duque de Bedford, nace (y no sabemos el día) François Villon —entonces de nombre Montcorbier, por el apellido y lugar de origen de su padre, en el Borbonesado—. Su familia carecía de fortuna. Lo más probable es que su casa estuviera en el barrio de alrededor de Los Celestinos, entre ese convento y el Hôtel de Ville.
Eran tiempos amargos, de guerra civil, peste y hambrunas. Peleaban los Borgoñones, favorables a los intereses de Inglaterra, contra los Armagnac que defendían los derechos del Delfín, el que sería Carlos VII. En ese año 1431 es ejecutada en la hoguera, en Ruan, «la Doncella de Orleans», Juana de Arco. París era una ciudad de unos 300000 habitantes, sucia, de callejuelas innobles que, al caer la noche (sólo a partir de 1669 se instalaron farolas), eran peligrosas, incluso en las cercanías del Châtelet, la Torre de Nesle y el Cementerio de los Inocentes, los únicos tres lugares iluminados. Pero al mismo tiempo era una ciudad donde se desarrollaba una intensa actividad comercial, y donde abundaban las iglesias, las tabernas y los prostíbulos. Barrios de casas de adobe y madera —la Cité, la place Maubert, Saint-Jacques-la-Bonderie, la Grève, Saint-André-des-Arts, Saint Antoine, Saint Gervais, la Vénerie, Sainte Avoie, Saint Martin, les Halles, Saint-Denis, Saint-Eustache, Saint Honoré…—, rodeando la Santa Capilla y la Catedral de Nuestra Señora, con catorce puertas abiertas en sus murallas (las de Carlos V, que terminó Carlos VI, ampliando el recinto acotado por Felipe Augusto). Junto a la de Saint-Martin, se alzaba, como aviso y escarmiento, el gran Patíbulo de Montfoucon, donde los ejecutados permanecían colgados hasta pudrirse o ser devorados por los pájaros.
No sabemos de los años de infancia de Villon. Debieron ser los normales en un niño de familia humilde: juegos en las calles, una gran libertad sexual, asistencia a las ejecuciones y torturas públicas… Lo que se llamaba «la educación de la calle», que es de las mejores.
El 13 de abril de 1436, París volvió a manos francesas. Se firma la paz entre Carlos VII y Felipe el Bueno. Terminadas las guerras, aumenta la presencia de facinerosos —soldados que se habían quedado sin trabajo, etc— que van a ir constituyéndose en hermandades de delincuentes, como la famosa «Coquilla», favorecidas por la miseria y las dificultades para imponer la Ley —que además contaba en sus filas con innumerables cómplices de estos malhechores.
En 1438, la madre de Villon, ya viuda —el padre debió de morir en la epidemia de peste de 1433—, consigue que el niño sea tutelado por Guillaume Villon, que era capellán de Saint-Benoît, llamada «Le Betourné» porque cuando se construyó se orientó mal, hacia el suroeste; en 1340 se modificó y de ahí «La bienorientada». Cuando la nefasta Revolución de 1789, se convirtió en un almacén para el Teatro del Panteón. Aún hay restos en el jardín del Hotel de Cluny.
Guillaume Villon era hombre de notable cultura y sumamente generoso. Amparó al niño en sus estudios y lo llevó a vivir con él, en su casa, llamada «La Puerta Roja» porque ese color la distinguía. En esa casa había una puerta que comunicaba de manera privada con la Catedral de Notre Dame; quedan restos en lo que es hoy la rue du Cloître-Notre-Dame (L IX y T LXXXVII). Durante años va a permanecer el niño junto al canónigo, y aprenderá Historia, Latín, Humanidades y quizá rudimentos de Derecho, en lo que era muy versado Guillaume Villon, Doctor en Canónico.
En 1443 se matricula el joven en la Facultad de Artes de París, sostenido económicamente por su protector. Pero al año siguiente, por diferencias sobre unos impuestos, la Universidad declara una huelga y se suspenden las clases. Cabe suponer que estas vacaciones y el clima de alteración suscitado debieron facilitar la entrega a la diversión de aquellos estudiantes. Sabemos que cobró mucha vida la noche y, con ella, las tabernas y las prostitutas. Y que el joven François no debió de ser ajeno a esa disipación en unión de su buen amigo Ythier Marchand (L VII y XI y T XCIX).
Son esos los años en que «descubre» la poesía y lee obras famosas de su tiempo —Jehan de Meung, las Vigiles de Morts de Pierre Nesson, Rutebeuf, Colin de Muset, por supuesto a Charles de Orleans, que había regresado de su exilio en Inglaterra hacía poco, a Cristina de Pisan «la Veneciana» (algunos detalles en su obra lo sugieren) y seguramente El camino del largo estudio y mutación de la fortuna y el Cuadrilogo invectivo de Alain Chartrier, y debió nutrirse también de algunos griegos y latinos y, por supuesto, de lecturas piadosas—. Pero no menos debieron influirle el mural del Cementerio de los Inocentes, o el de los Celestinos (T LXXXIX y «Balada para rezar a Nuestra Señora»): ese «Paraíso», ese «Infierno»; y las conversaciones de taberna con las putas; y los propios «Misterios». Son años también donde las amistades de la infancia muchas de ellas se han fortificado y han entrado en su vida personajes sugestivos, no siempre ejemplo de buenas costumbres, como Colin Cayeux y Régnier de Montigny, que tan mal acabarían. Y son los años en que empieza a escribir.
En 1449 obtiene su título de Bachiller en Artes y se dispone a seguir estudios. En ese momento cambia su nombre por el de Villon, no sólo en homenaje a su protector, sino porque en aquellos tiempos eso no tenía demasiada importancia y el Villon —respetado en París, conocido en la Universidad, con asiento social— podía favorecerle más que el desconocido Montcorbier.
En 1450 sucede en Alemania algo que tendrá una importancia considerable para el mundo de la Cultura: en Maguncia, un hombre llamado Gutemberg abre la primera imprenta.
En 1451 la Universidad vuelve a agitarse —en verdad, aún no se había calmado—: los estudiantes, molestos con la viuda del notario real Bruyeres (T LXXXVIII y CXLIV), que debió ser dama poco cordial, deciden reunirse y arrancar un espantoso monolito que dicha señora tenía ante su casa, al que jocosamente llamaban «Pet-au-Diable», esto es: «El Pedo del Diablo». Lo hacen y lo trasladan hasta la colina de Sainte Genevieve. La desconsolada viuda denunció el caso a las autoridades. Se puso un nuevo monolito, y también fue arrancado por los estudiantes, ya envalentonados. La autoridad decidió imponerse y dieron comienzo una serie de altercados que llegaron a producir heridos y algún muerto y que llevó hasta la violación del fuero de la Universidad. Villon tomó parte en las algaradas, y hasta dice haber hecho un librito sobre el tema, aunque parece que se trata de una broma, porque jamás se han tenido pruebas de ello.
Lo que sí trajeron esos sucesos fue una nueva parada en los estudios, y una mayor inmersión, junto a muchos compañeros, y muchos de ellos bastante peligrosos, en el mundo de las tabernas y las putas. Como Villon no tenía dinero, porque el bueno de Guillaume, si le protegía en sus estudios, es natural pensar que no iba a avivar el desenfreno de su pupilo, es de suponer que ante el ejemplo de todos aquellos que sí disponían de sobrada bolsa (llena con robos y estafas), empezase a ver con buenos ojos las posibilidades que ese camino le abría.
En 1452 gana su título de Maestro en Artes con Licentiam docenti.
En 1453, seguramente a causa de que algunas de sus poesías se habían hecho conocidas y a que no debió de ser hombre falto de talento, se relaciona con el mismísimo preboste de París, Robert d’Estouteville. No es tampoco tan extraño, ya que d’Estouteville, y sobre todo su esposa, eran amantes de las Artes y recibían en su palacio a algunos escritores. Como agradecimiento, Villon le escribió la balada de su nombre.
Más o menos por esa época, el poeta conoce a una joven de gran belleza, Catherine de Vaucelles. Aunque a él desde siempre y por siempre lo que le tirará son las prostitutas y las aventuras fáciles, parece que se enamoró de esta joven, y que ella lo marcó con rigor, no sólo en los sentimientos (LIII y sgts. y T LXV y sgts., XCIV y «Última balada»). De este período son poemas como «Contra los enemigos de Francia», «Balada de las damas de ayer», la «Balada de las mujeres de París» o la «Balada del buen consejo». En 1455 sucede algo que cambia el rumbo y la vida de Villon. El 5 de junio tiene un mal encuentro con un sacerdote de nombre Philippe Sermoise. La pelea fue culpa del sacerdote, y Villon no hizo sino defenderse, pero con tan mala fortuna que causó heridas a aquél, tan graves, que murió al poco. Para huir de las consecuencias de este homicidio, Villon abandona París.
La verdad es que no se aleja mucho (y que debía estar en constante contacto con Guillaume Villon y otros); seguramente vivió por Bourg-la Reine o acaso llegara a Port Royal, como se desprende de T CXV, donde conoció a la famosa abadesa, aunque no hay constancia de que participase en sus orgías; seguramente la conoció por mediación del amante de ésta, el fraile carmelita Baudes (T CXX). Lo que sí es bastante seguro es que por esta época empezó a relacionarse ya de manera más directa con otros «perdidos» como él, lo que lo llevó a —como muy poco— tratarse con la hermandad de «la Coquille»., entre cuyos miembros había bastantes conocidos suyos. Que estuvo con ellos, es seguro: hay hasta varios poemas —no incluidos en este libro: casi nunca se hace, entre otros motivos porque son intraducibles— escritos en su jerga: el «Jargon».
En 1456 regresa a París gracias a que Guillaume Villon le ha obtenido dos «cartas de remisión», y de nuevo se instala en la casa de su tutor. Sigue con los estudios —pero con poco interés—, vuelve a su vida nocturna en las tabernas, y pretende con más vigor los favores de Catherine de Vaucelles, que por cierto no se mostró muy amorosa hacia el poeta y hasta lo hizo objeto de una agresión bastante contundente, como escarmiento, ante su propio balcón (quiero decir que presenció la paliza); el jefe de los pandilleros que dejaron bastante malparado a Villon se llamaba Noël Jolis, y se vengará de él en el Testamento CLII. Desde luego, de ella lo hará también (repito: LIII y sgts., T LXV y sgts. y XCIV y «Última balada»).
Harto de vivir sin dinero (una de las causas del no de la Vaucelles), de ver cómo a su alrededor los mediocres prosperaban y cómo la corrupción se extendía por toda la sociedad, incluyendo a las respetables autoridades, Villon decide lanzarse de cabeza por el camino que sus compañeros de jarana le aconsejan desde hace tiempo. Y con algunos de ellos, Guy Tabarie (T LXXXVIII), Colin Cayeux (T CLVI), Petit Jehan y Damp Nicolas, prepara un asalto al Colegio de Navarra. El Colegio había sido fundado en 1304 por doña Juana de Navarra, mujer de Felipe el Hermoso, y se construyó entre 1309 y 1315. Estaba situado en donde hoy la Escuela Politécnica, en la rue Descartes. Los compinches deciden que la Navidad es buena ocasión, ya que el Colegio quedaba sin vigilancia. Y cuando llega la fecha, escalan, descerrajan los cofres y obtienen un botín de 500 escudos. A Villon le tocan 120, lo que no dejaba de ser una pequeña fortuna en ese tiempo.
Regresa a casa de Guillaume Villon; y debió considerar que, más bien temprano que tarde, se descubriría todo y su participación, y decide alejarse de París. Antes de partir, escribe, de un tirón, El Legado. Y se encamina a Angers.
En 1457 vivió algunos meses en Angers, tratando de ganarse el favor de Renato de Anjou, para lo que no escatimó sus halagos («Suplirá a monseñor de Borbón»), pero no lo consiguió. Allí escribió también, según se establece, «Los contradichos de Franc Gontier». Estando en Angers se entera de que en Dijon se está desarrollando un proceso de envergadura contra varios «coquillards», alguno de eIlos amigo suyo, y de que la pena va a ser la horca; y también le llega que su cómplice Tabarie, detenido en París, ha «cantado» todo lo referente al robo en el Colegio de Navarra, los nombres de los implicados y hasta que él, Villon, se encuentra en Angers.
Ya sin dinero —porque en Angers llevó una vida de derroche— se dirige a Blois, donde sabe que el duque de Orleans gusta de proteger a los artistas. Pero —y no está claro el porqué— es detenido y encarcelado por unos días, hasta que a finales de diciembre, la celebración del nacimiento de la primera hija de los duques, la princesa María, lo libera. Entonces se decide a participar en las justas poéticas que el duque ha convocado para 1458 con un pie forzado que a él se le ha ocurrido. Como resultado de este concurso («Balada del concurso de Blois» y «Epístola a María de Orleans»), el duque lo ampara, y seguramente con generosidad; pero Villon tiene algunos roces con otros protegidos de aquél y decide dejar esa corte y dirigirse a Moulins, esperando ganar el amparo de Juan II de Borbón.
De camino a Moulins, se detiene en Bourges. Una acusación, envidiosa, parece ser que de herejía, lo lleva ante el obispo, y cerca está el poeta de acabar muy mal (se vengará de esto en T CXL y CXLI y «Balada»). Por fin logra escapar con bien, y reanuda su camino, no sin enterarse, con gran dolor, supongo, de la ejecución en la horca de su muy querido Régnier de Montigny (L XVII). Por esos días escribe la «Balada de las lenguas mentirosas».
En Moulins no consigue gran ayuda de Juan II, y parte de nuevo. Durante meses se pierde su rastro. En una ocasión, algún documento lo afirma, pretendió otra vez el apoyo del duque de Orleans. Pero transcurren más o menos dos años, en los cuales nada sabemos de él. Podemos imaginar que volvió a frecuentar la hermandad de «la Coquille»; y podemos imaginar también la impresión que debió de causarle, tras la muerte de Montigny, el ajusticiamiento de Colin Cayeux, en septiembre de 1460.
A comienzos del verano de 1461, está en Meung-sur-Loire. Tampoco se saben las razones, aunque seguramente están relacionadas con su notoria amistad con Colin Cayeux y tantos otros, pero el caso es que el obispo Thibault d’Aussigny, hombre implacable, ordena su detención. Quizá pretendió sacarle con tormento el porqué de algunos robos que no se habían esclarecido. El caso es que lo entregó al más cruel de sus verdugos (al que por cierto hizo venir de Orleans, donde estaba con algún «trabajo»): Petit Robert. Los interrogatorios, con potro y tortura de agua, fueron terribles. (Sobre el obispo T I y LXXIII y sobre torturas T II, «Epístola a sus amigos» y «Balada de la apelación»). Sabemos que quebrantaron a Villon físicamente, hasta haciéndole perder el pelo. A principios de otoño, Luis XI, que ha sido coronado tras la muerte de Carlos VII, camino de Tours se aloja en Meung, lo que conlleva la amnistía de los presos del obispo. Así pudo Villon salir de la prisión.
Maltratado, fue una vez más a Moulins, para rogar protección, y hasta para ello escribió la «Suplica al señor de Borbón». Pero no consiguió sino algunas monedas. Con ellas regresa a París.
Estamos ya a finales de 1461. Empieza a escribir El Testamento (no está determinado si ya antes de volver a París o viviendo en casa de Guillaume Villon. Yo me inclino a pensar que todo, o casi, está escrito allí). Poco a poco se repone, aunque jamás por completo. Vuelve, mesurado, a su vida tabernaria y de golfas. El Testamento parece hecho y ordenado en él la serie de poemas anteriores, en los dos o tres primeros meses de ese año.
Y de pronto, sin que esta vez tenga nada que ver en el asunto, el 2 de noviembre es detenido y acusado de un robo. Como se prueba que no ha sido él, lo ponen en libertad, pero mientras ha estado detenido ha salido a relucir el viejo asalto al Colegio de Navarra. Inexplicablemente también, no lo acusan y condenan severamente por ello, sino que le imponen una multa de los 120 escudos que le habían correspondido, y le dan tres años para devolverlos. Y no ha hecho más que poner el pie en la calle, cuando la suerte, una vez más, la mala suerte, cae sobre él: al salir de cenar (con buen riego de vinos) con unos amigos, uno de éstos decide gastarle una broma —pesada— al notario Ferrabuc. Como sea, se produce una riña, y Ferrabuc es herido levemente. Pero Ferrabuc es hombre de grandes influencias, y el preboste de París no es ya Robert d’Estouteville, sino Jacques de Villiers, señor de l’Isle Adam, hombre inexorable y que está decidido a «limpiar» París de vagabundos y ladrones. Todo ello termina dando una vez más Villon con sus huesos en el Châtelet, donde, cuando todo lo que espera es una pena moderada, se encuentra de sopetón con interrogatorios durísimos, el más cruel de los encarcelamientos y —suma arbitrariedad— ¡con una sentencia de muerte!
Aterrado, mientras espera la vía dolorosa hacia el Patíbulo de Montfoucon, donde varios amigos suyos ya han sido ejecutados —y mientras Guillaume Villon y cuantos le conocen y estiman hacen todo lo posible por liberarlo de tan injusta condena—, escribe la «Balada de los ahorcados», su «Epitafio», y el de cuatro versos (XIII en Otras poesías).
Por fin, han sido tantas las exhortaciones en su favor, que el Tribunal revisa la causa, y el 5 de enero de 1463 conmuta la sentencia de muerte por el destierro de París por diez años. En agradecimiento, Villon escribe el «Elogio a la Corte» («Súplica a la Corte del Parlamento») y «Apelación». Y el 8 o 9 de enero —tras ese plazo de tres días que en esa balada suplica— abandona París y jamás volvió a saberse de él.
El texto francés que elegí primero, fue el ordenado por Pierre Michel, para su edición en Le livre de poche; luego tuve muy en cuenta el de Paul Lacroix; pero después he preferido el establecido por Claude Thiry para su edición en Lettres gothiques también de Le livre de poche. Thiry respeta el original, las acaso más acertadas interpretaciones de los manuscritos y primeras ediciones (por ejemplo la edición crítica de Jean Rychner y Albert Henry), permitiéndose tan sólo cierta libertad en los signos diacríticos: indicación de diéresis y «e» finales hoy mudas, así como sometimiento al acento agudo y al grave de distinción de la «à» preposición, el pronombre «où», o ciertos términos como «près» y «après».
He dejado fuera de esta edición las baladas en «Jargon». Aunque ya una edición de 1489—la de Pierre Levet— incluía junto a la obra «canónica», seis de estas baladas y otras cinco aparecen en el manuscrito de Estocolmo, no está asegurada su autenticidad. Bien pudieran ser de mano de Villon, o al menos alguna de ellas, pues bien conocía la jerga de «los Coquillards», aunque en general los versos carecen del vigor que él les imprimía.
He preferido siempre sacrificar metro y posibilidades de «embellecimiento» —hasta la atrocidad en ocasiones— antes que dejar poco claro lo que yo creo que Villon quiere decir.

LE LAIS-EL LEGADO contiene cuarenta octavillas (huitains), en octosílabos. Su rima es ababbcbc.
Existía una tradición de este género; basta recordar El Testamento de Jehan de Meung. En el manuscrito de la Biblioteca del Arsenal, se intitula Le lais - François Villon, lo que permite asegurar que esto fuera lo deseado por Villon (también se refiere a esto en T LXXVI y en L VIII).
Parece confirmado que fue escrito de un tirón en la Navidad de 1456, poco después del robo en el Colegio de Navarra, cuando Villon pensaba alejarse de París y no sabía por cuánto tiempo.

El desarrollo de El Legado: parte de su «presentación», alude —muy en carne viva esa herida— a su pasión, no consumada, por Catherine de Vaucelles; y a continuación empieza a testar, aprovechando esa fórmula para burlarse de un mundo que, verdaderamente, si le había proporcionado ciertas diversiones, bien caras las había pagado; la campana del L XXXV le hace ponerse serio: qué filo el de esa «tinta helada» del L XXXIX. Y firma.

Fuente:
 Título original: Lais, Le Testament

François Villon, 1462

Traducción, prólogo y notas: José María Álvarez

Editor digital: Titivillus

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lunes, 16 de julio de 2018

JORGE LUIS BORGES. LA FUGA.Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 35, agosto de 1937.


LA FUGA

Entrar en un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle. Hago esta confesión liminar para que nadie achaque a turbios sentimientos patrióticos esta vindicación de un film argentino. Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo.

La primera virtud que cabe destacar en La fuga es la continuidad. Hay numerosos films —El martirio de Juana de Arco sigue siendo el espejo y el arquetipo de ese adulado error— que no pasan de meras antologías fotográficas; acaso no hay un solo film europeo que no sufra de imágenes inservibles... La fuga, en cambio, fluye límpidamente como los films americanos. Buenos Aires, pero Saslavsky nos perdona el Congreso, el Puerto del Riachuelo y el Obelisco; una estancia entrerriana, pero Saslavsky nos perdona las domas de potros, las yerras, las carreras cuadreras, las payadas de contrapunto y los muy previsibles gauchos ladinos a cargo de italianos auténticos.

Segunda virtud: el director ha desoído las tentaciones lacrimosas del argumento. Sus malevos ejercen el asesinato como quien ejerce un oficio: no añoran el tugurio natal en tangos elegiacos y los comanda un serio caballero alemán que se complace en animales embalsamados y vive en una casa funcional grata a los paradigmas de Gropius. Es cierto qne una de las protagonistas da la vida por su hombre, pero también es cierto que no le guarda la fidelidad corporal que un director americano le exigiría. La ayuda un empleado de investigaciones. Éste (rasgo justísimo y del todo admirable) es mucho más compadre que los malevos acosados por él.

La escena de la muerte de la mujer —la escena de su inaudita voz moribunda— es la más intensa del film. Otro alto momento es la asombrosa felicidad de la niña, el saber que dos años —sólo dos años— la separan de una felicidad que ella había pensado inmediata.

En cuanto a los defectos... Entiendo que podemos, en buena lógica, reducirlos a uno: la rastrera y penosa comicidad. El argumento de La fuga es, mutatis mutandis, el del famoso film The preacher de Chaplin, malamente rebautizado en estas repúblicas El reverendo Caradura. No desapruebo la anexión de esta fábula: sí, lo ingenuo de suponer que en una historia utilizada por Chaplin, quedan por explorar muchas posibilidades grotescas. Las que nos propone La fuga —el joven que se sienta en la hoja de pega-pega, el joven que conversa sin pantalones— son incomodísimas. Otro error, acaso insanable: la intromisión de personajes caricaturales (en este caso, la directora de la escuelita) que contaminan a los otros de irrealidad. A los otros y a la historia que los hospeda.

Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 35, agosto de 1937.


sábado, 14 de julio de 2018

Félix Lope de Vega y Carpio EL AMOR ENAMORADO. FRAGMENTO. LITERATURA DE RESCATE.


Félix Lope de Vega y Carpio (Madrid, 25 de noviembre de 1562 - Madrid, 27 de agosto de 1635) fue un literato procedente de una familia humilde con una vida sumamente agitada y llena de lances amorosos. Estudió en los jesuitas de Madrid (1574) y cursó estudios universitarios en Alcalá (1576), aunque no consiguió el grado de bachiller. 

Debido a la composición de unos libelos difamatorios contra la comedianta Elena Osorio y su familia, por desengaños amorosos, Lope de Vega fue desterrado de la corte (1588-1595). No fue éste el único proceso en el que se vio envuelto, pues en 1596, después de ser indultado en 1595 del destierro, fue procesado por amancebamiento con Antonia de Trillo. 

Estuvo enrolado, al menos, en dos expediciones militares, siendo una la que conquistó la isla Terceira en las Azores (1583) al mando de don Álvaro de Bazán, y la otra aquella que lo enroló en la Armada Invencible. Fue secretario de varios personajes importantes, como el marqués de Malpica o el duque de Alba y, a partir de 1605, estuvo al servicio del duque de Sessa, relación sustentada en una amistad mutua. 

Lope se casó dos veces: con Isabel de Urbina (Belisa), con la que contrajo matrimonio por poderes tras haberla raptado antes de salir desterrado de Madrid, y con Juana de Guardo en 1598. Aparte de estos dos matrimonios, su vida amorosa fue muy intensa, ya que mantuvo relaciones con numerosas mujeres, incluso después de haber sido ordenado sacerdote. Entre sus amantes se puede citar a Marina de Aragón, Micaela Luján (Camila Lucinda) con la que tuvo dos hijos, Marcela y Lope Félix, y Marta de Nevares (Amarilis y Marcia Leonarda), además de las ya citadas anteriormente. 

La obra y la biografía de Lope de Vega presentan una gran trabazón, y ambas fueron de una exuberancia casi anormal. Como otros escritores de su tiempo, cultivó todos los géneros literarios. 

La primera novela que escribió, `La Arcadia` (1598), es una obra pastoril en la que incluyó numerosos poemas. En `Los pastores de Belén` (1612), otra novela pastoril pero «a lo divino», incluyó, de nuevo, numerosos poemas sacros. Entre estas dos apareció la novela bizantina `El peregrino en su patria` (1604), que incluye cuatro autos sacramentales. `La Filomena` y `La Circe` contienen cuatro novelas cortas de tipo italianizante, dedicadas a Marta de Nevares. A la tradición de `La Celestina`, la comedia humanística en lengua vulgar, se adscribe `La Dorotea`, donde narra sus frustrados amores juveniles con Elena Osorio. 

Su obra poética usó de todas las formas posibles y le atrajo por igual la lírica popular y la culterana de Góngora, aunque, en general, defendió el «verso claro». Por un lado están los poemas extensos y unitarios, de tono narrativo y asunto a menudo épico o mitológico, como, por ejemplo: `La Dragontea` (1598), `La hermosura de Angélica` (1602), inspirado en el Orlando de Ariosto, `Jerusalén conquistada` (1609), basada en Tasso, `La Andrómeda` (1621), `La Circe` (1624). De temática religiosa es `El Isidro` (1599) y también los `Soliloquios amorosos `(1626). La `Gatomaquia` (1634) es una parodia épica. 

En cuanto a los poemas breves, su lírica usó de todos los metros y géneros. Se encuentra recogida en las `Rimas` (1602), `Rimas sacras` (1614), `Romancero espiritual` (1619), `Triunfos divinos con otras rimas sacras` (1625), `Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos` (1634) y la `Vega del Parnaso` (1637). 

Donde realmente vemos al Lope renovador es en el género dramático. Después de una larga experiencia de muchos años escribiendo para la escena, Lope compuso, a petición de la Academia de Madrid, el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609). En él expone sus teorías dramáticas que vienen a ser un contrapunto a las teorías horacianas, expuestas en la Epístola a los Pisones. 

De las tres unidades -acción, tiempo y lugar-, Lope sólo aconseja respetar la unidad de acción para mantener la verosimilitud, y rechaza las otras dos, sobre todo en las obras históricas, donde se comprende el absurdo de su observación, aconseja la mezcla de lo trágico y lo cómico (en consonancia con el autor de `La Celestina`), de ahí la enorme importancia de la figura del gracioso en su teatro y, en general, en todas las obras del Siglo de Oro, regulariza el uso de las estrofas de acuerdo con las situaciones y acude al acervo tradicional español para extraer de él sus argumentos (crónicas, romances, cancioncillas). 

En general, las obras teatrales de Lope de Vega giran en torno a dos ejes temáticos -el amor y el honor- y su público es de lo más variado, desde el pueblo iletrado hasta el más culto y refinado. De su extensísima obra, más de «mil quinientas» según palabras del propio autor, se conservan unas trescientas de atribución segura. 

La temática es tan variada que resulta de difícil clasificación. El grupo más numeroso es el de comedias de capa y espada, basadas en la intriga de acción amorosa: `La dama boba`, `Los melindres de Belisa`, `El castigo del discreto`, `El caballero del milagro`, `La desdichada Estefanía`, `La discreta enamorada`, `El castigo sin venganza`, `Amar sin saber a quién y `El acero de Madrid`. De tema caballeresco: `La mocedad de Roldán` y `El marqués de Mantua. De tema bíblico y vidas de santos: `La creación del mundo` y `El robo de Dina`. De historia clásica: `Contra valor no hay desdicha`. De sucesos históricos españoles: `El bastardo Mudarra` y `El duque de Viseo`. 

Sus obras más conocidas son las que tratan los problemas de abusos por parte de los nobles, situaciones frecuentes en el caos político de la España del siglo XV, entre ellas se encuentran: `La Estrella de Sevilla`, `Fuente Ovejuna`, `El mejor alcalde, el rey`, `Peribáñez y el comendador de Ocaña` y `El caballero de Olmedo`. De tema amoroso son `La doncella Teodor`, `El perro del hortelano`, `El castigo del discreto`, `La hermosa fea` y `La moza de cántaro`.

***


En `El amor enamorado` se pone en escena un tema muy tratado en la gran cantidad de obras del dramaturgo: la fidelidad en el amor, el amor imposible, acotado por la distinta clase social de lo enamorados, por los intereses y sin embargo la resistencia a todo frente al profundo enamoramiento. 
No hay lugar al desengaño, el amor no puede ser engañado ni engañar, si es verdadero amor. Esta tesis del autor se mantiene a lo largo de toda la obra y se desarrolla con auténtica maestría dentro de la sencillez de estilo que Lope tiene presente sabiendo a qué público iba dirigida su obra, sobre todo las teatrales que siempre querían llegar al gran público. 
Muchos críticos vienen a afirmar que existe una cierta obsesión de Lope ante situaciones iguales o semejantes a las que presenta en esta obra. No son sino la experiencia de su amor o amores imposibles, amores fieles que él busca pero que no encuentra y esto le conduce a crear situaciones como esta acertada obra de teatro sobre el amor o más bien sobre el enamoramiento.
***
El amor enamoradoLope de Vega
PERSONAS:
SIRENA,
nympha.ALCINO, labrador.DAPHNE, nympha.SILVIA, labradora.BATO, villano.PHEBO.
ARISTEO,
Príncipe de Thesalia.PENEO, río.COREBO, criado.
VENUS
, diosa.
CUPIDO,
LA LUNA.
DIANA,
diosa.
JÚPITER.
LISENO,
padre de Sirena.Jornada primeraSale Sirena, ninfa, huyendo.SIRENA Júpiter, sacra deidad,
piedad si no falta en vos,
que dejarais de ser dios
si os faltase la piedad:
blasón de la majestad
es tenerla aunque castigue,
y a que la espere me obligue;
que no me hubiérades hecho
para ser alma del pecho
de una fiera que me sigue.
No sé por dónde dilate

el pecho, de temor lleno;
¡cielos, volvedme veneno
porque al comerme le mate!
Cuando esta venganza trate,
justo fue si muero ansí;
pero, ¡qué necia, ¡ay de mí!,
a tal remedio os provoco;
que fuera veneno poco
para el que ella tiene en sí!
Ya, Silvia, pues no hay favor
en los dioses, montes, dadme
socorro, o precipitadme:
será piadoso rigor;
no hay muerte como el temor,
aunque después me la den;
peñas, encubridme bien,
creced, robles, aumentad
las ramas; ¡cielos, piedad,
mis padres matáis también!
Sale Alcino, labrador, galán.ALCINO Por aquí pienso que fue;
éstas son, ¡ay suerte mía!,
de las flores que cogía,
y debe el prado a su pie.
¿Si la hallaré? ¿Si podré?...
¡Oh, esperanzas! ¡Oh, temores!
Pero ¿qué señas mejores
que pies de tal perfección?
aunque no sé cuáles son
las estampas o las flores.
¡Oh, prado, que no me des
nuevas della en tantas penas,
por donde van azucenas
las de sus hermosos pies!
Jazmín, pues morir me ves,
¿por dónde va mi jazmín?
Poned a su curso fin,
tenedla, campos helados,
si os queréis volver en prados,

que va corriendo un jardín.
Aquí cayeron ahora,
y aún con lágrimas también,
que como perlas se ven
sí pasó como la aurora;
pues si en vuestras hojas llora,
habla, azahar; habla, clavel;
pero ¿qué bulto es aquel
que detrás de aquella peña
más temor que cuerpo enseña,
si está mi esperanza en él?
¿Eres tú, Sirena mía?
¿Eres tú, mi bien?
SIRENA ¿Quién es?
ALCINO Quien te ha llorado después
que tu muerte presumía:
creí que muerto te había
el fiero animal impío;
pero fue gran desvarío,
pues ningún cuerpo vivió
después que el alma faltó;
que eres tú el alma del mío.
Desciende, mi luz, desciende.
SIRENA Estoy temblando.
ALCINO No impida
temor tus pies; que mi vida
es quien la tuya defiende.
SIRENA Temor, Alcino, me ofende,
de nieve mi vuelve el pie.
ALCINO Antes, señora, lo fue.
SIRENA Desciendo en tu confianza.
ALCINO Ven a alentar mi esperanza,
ya que no puedes la fe.
Ella baja.SIRENA ¿Cómo me hallaste?
ALCINO Seguí
las flores que habías perdido,
lenguas por donde he venido,
que me dijeron de ti.

SIRENA ¿Las flores te hablaron?
ALCINO Sí;
y no fue la vez primera,
ni fuera error, aunque fuera
para peligros mayores,
el preguntar a las flores
por la misma primavera.
SIRENA Sólo tú pudieras ser
de mi corazón sosiego.
ALCINO Pagado me has todo el fuego
en que el mío siento arder;
en la sangre puede hacer
esa inquietud algún mal.
¿En qué te traeré el cristal
desta fuente, que algún día
en mis ojos le traía,
del alma fuente inmortal?
SIRENA Esos eran los cristales
que la mía estima en más:
voy a beber.
ALCINO Beberás
en búcaro de corales:
ya que a recibirla sales
para ser cristal en rosa,
no heredes, fuente dichosa,
la lisonja de Narciso:
pero ya tarde te aviso;
que es la causa más hermosa.
Ya que su boca a tus hielos
hizo tan alto favor,
no dejes beber, pastor,
que me matarás de celos;
luego te convierte en hielos;
siendo en tu campo sereno
copa de ardiente veneno,
y agua de ámbar para mí.
SIRENA Yo bebí, Alcino.
ALCINO Y yo vi
el clavel de perlas lleno;
pero en esta envidia loca,
tu boca fue el instrumento,

y el agua mi pensamiento,
que se acercaba a tu boca.
SIRENA Galán estás y discreto.
ALCINO ¡Qué cosas hace el pensar,
si fuese en todo lugar
la imaginación efeto!
SIRENA Puesto que me has obligado
con tal fácil desatino,
más que discreto, mi Alcino,
te quisiera enamorado.
Salen Dafne, ninfa, Silvia y Bato, villanos rústicos.DAFNE ¿Que tú la viste?
BATO Alahé,
que la vi subido en somo
de un cerro, y que tiene el lomo,
que de conchas no se ve.
¿No habéis visto la corteza
de un jaspe? Tal es la piel
como que arrojó el pincel
sobre la naturaleza;
como murciélago son
las alas, y llenas de ojos
verdes, dorados y rojos,
sin ser ruedas de pavón;
en lo que es dellas más tierno,
estrellas se dejan ver
de plata, si puede haber
estrellas en el infierno;
en la reverenda cola,
bien puede, Dafne, caber
la tienda de un mercader:
¿qué digo una tienda sola?
¡Voto al sol, toda una praza!
SILVIA Entre las gracias de Bato,
como le cuesta barato,
es mentir con linda traza.
BATO Luego ¿tampoco creerás
que tien la barriga verde
en redondo, Dios me acuerde,

cuarenta varas y más?
SILVIA ¡Qué graciosa impertinencia!
¿Cómo se puede saber?
BATO Un sastre lo dijo ayer,
hombre de buena conciencia,
que le tomó la medida
para hacelle mi verdugado.
DAFNE Silvia, a mí me da cuidado
o verdadera o fingida:
y la cara ¿cómo es?
BATO Eso no es cosa tan fea;
mas no hay hombre que la vea
que pueda vivir después;
un reinoceronte es nada,
es un peñasco de hielos,
es una mujer con celos,
es una suegra enojada;
un pedregoso barranco
es la frente, y tien por crin
las cerdas de un puerco espín
labradas de negro y branco;
la nariz como guadaña,
y los ojos dos incendios
cercados de escolopendrios
en vez de ceja y pestaña.
SILVIA Dafnes, el miedo sería
quien a mentir le provoca.
BATO Tres varas tiene de boca.
SILVIA ¿Tres varas?
BATO Si cada día,
como a los ganados venga,
se almuerza cuatro cochinos
y diez corderos añinos,
¿qué boca quieres que tenga?
Ayer se comió un pastor,
que le alcanzó de una encina.
DAFNE ¡Ay dioses, tanta rüina
tanto mal, tanto rigor!
¿Es Sirena aquélla?
SILVIA Sí,
y Alcino el que está con ella.

DAFNE ¡Mi Sirena!
SIRENA Dafne bella,
¿adónde vais por aquí?
DAFNE Amaneció con el día
esta serpiente cruel
en el prado; y como en él
tan poco reparo había,
venimos al monte huyendo
Bato, Silvia y yo.
ALCINO La tierra
se despuebla, y en la sierra
van las aldeas haciendo
una ciudad populosa.
DAFNE Pues tanto sabes, Alcino,
¿por qué culpa o qué destino
esta sierpe venenosa
vino a Tesalia?
ALCINO Anteayer
contaba un sabio pastor
la causa deste rigor.
DAFNE A todos harás placer
en referir lo que sabes.
ALCINO Diré. Dafne, lo que sé,
que de Doristo escuché
y de otros pastores graves.
Después que el alto Jove omnipotente,
de aquel abismo en sombras sumergido
sacó el mundo invisible, y el presente
por tantos siglos en eterno olvido,
dos causas, la materia y la eficiente,
estaban para ser, no habiendo sido,
en acto aquésta y en potencia aquélla,
y entre las dos naturaleza bella.
Una era cielo en altos movimientos,
y otra era tierra en firme compostura;
mas como dividió los elementos,
salió la luz resplandeciente y pura:
fúlgida antorcha obscureció los vientos,
globo de plata la tiniebla obscura,
bordaron el zafir diamantes claros,
del siempre cano mar brillantes faros.

La verde tierra, ya del fruto amago,
se entapizó de hierbas y de ramas,
cubriendo en agua el ara y viento vago,
al fénix plumas y al delfín escamas;
no conocían el horrible estrago
de Marte fiero, y sus ardientes llamas,
los hombres que en la edad de oro vivían,
ni en los comunes términos partían.
Tras ésta, la de plata y la de cobre,
en que va comenzaba la malicia
y molestar con fuerza el rico al pobre,
volviéndose a los cielos la justicia:
no permiten, airados, que la cobre,
creciendo la maldad y la codicia,
en la de hierro, con que vio la tierra
hurto, traición, mentira, incendio y guerra.
De los gigantes, el mayor, Tifonte,
subir intenta a la región divina,
poniendo un monte encima de otro monte,
a quien airado Júpiter fulmina;
después, con más rigor, todo horizonte
cubrir de tantas aguas determina,
que el alto extremo, exento al aire y hielo,
apenas viese del Olimpo el cielo.
Soberbia tempestad la tierra inunda;
las nubes ríos, las estrellas fuentes;
témplase el cielo, y su piedad redunda
en dar nuevos al sol rayos lucientes:
volvió la tierra a ser la vez segunda,
y se dejó pisar de sus vivientes,
produciendo más fértiles al hombre
cuantas naturalezas tienen nombre.
Entre las fieras hórridas famosa,
que entre los partos de la tierra estimo
por la más estupenda y prodigiosa,
tanto, que aun a pintarla no me animo,
nació Fitón, serpiente venenosa,
del gran calor del sol y húmido limo,
tanto, que por la parte se corría
que en su disforme producción tenía.
Esta destruye la Tesalia ahora,

cuya fama cruel el mundo admira
por cuanto ilustra la oriental aurora,
y donde el sol en negra sombra expira:
ganados despedaza, hombres devora,
y Júpiter airado, que los mira,
mientras que más sus aras vuelven jaspe,
más duro está que bárbaro arimaspe.
Dentro gran ruido de silbos y hondas, diciendo:¡Huid, pastores, huid,
que desciende de la cumbre
del monte la sierpe al valle!
¡Todo lo tala y destruye!
¡Huid!
 

Fuente:
17'5x11'5, 166p, 9h. Rúst. con sobrecubs. Austral nº 638 Madrid 196

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