lunes, 30 de enero de 2017

Francisco Umbral. Lorca poeta maldito. (Fragmento).


Lorca, poeta maldito. El planteamiento de este libro es ya sugestivo, nuevo y controvertible, en principio. Se trata de una visión de García Lorca -vida y obra- absolutamente distinta de las usuales. Francisco Umbral, partiendo del hecho a estudiar de que la literatura española no ha dado nunca poetas malditos, rastrea y descubre en Federico García Lorca -el español más universal después de Cervantes- una secreta y profunda vinculación con los grandes malditos «oficiales» de las literaturas europeas, en lo que éstos tienen de más auténtica y angustiadamente existencial, lejos del concepto entre burgués y mondaine de maudit. Lorca, revolucionario a nivel político, rebelde a nivel metafísico, es, en lo más hondo, un desarraigado, un angustiado, en la teoría del autor. Su adhesión a las grandes razas malditas de Occidente -gitanos, negros, homosexuales-, su «panteísmo antihedonista», su desgarrón o desdoblamiento psicológico, su «radical tragicismo» y, finalmente, su muerte prematura y brutal, vienen a dibujar la figura de Lorca como la de un grande y nuevo «maldito», en el más profundo y menos peyorativo sentido del vocablo.
Fuente:  EDITORIAL epulibre.

***
(Fragmento).
Francisco Umbral
Lorca, poeta maldito
ePub r1.0
Titivillus 08.03.16
Título original: Lorca, poeta maldito
Francisco Umbral, 1968
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A María-España
Y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
FEDERICO GARCÍA LORCA
(LORCA, poeta maldito. Ya sé que el enunciado es
escandaloso, sorprendente, inexacto, quizá. ¿Inexacto?
Para probar su exactitud, precisamente, voy a escribir
este libro. Lo que dicho enunciado tenga de alarmante, en
principio, nace de dos circunstancias a estudiar: la
primera de ellas es que la literatura española, la poesía
española, no tiene poetas malditos; la otra circunstancia
no es sino la circunstancia misma, personal, del propio
Federico García Lorca; es decir, su vida, que, según los
clisés que se han ido superponiendo, no corresponde
exactamente a lo que se viene entendiendo desde el
siglo XIX para acá por poeta maldito. Examinemos ambos
supuestos.
Quizá el primer escritor europeo a quien puede
rotulársele como maldito es François Villon. Villon es un
maldito anterior al concepto de “maldito”, concepto
decimonónico, romántico, como sabemos. Hasta el
siglo XIX, el artista había sido una criatura decorativa de
la sociedad, un dios menor en quien las aristocracias, de
vuelta de los dioses mayores, creían o fingían creer. Tras
la Revolución francesa, el artista y el poeta empiezan a
encontrarse incómodos en las nacientes sociedades
burguesas, que no necesitan de ellos para nada, aunque,
nostálgicas de lo que han derrotado y derrocado —como
el vencedor es siempre nostálgico de lo que vence o del
vencido—, aún continúan o creen continuar unas
vigencias artísticas y se obligan a un gusto por lo estético
que no es sino simple mimetismo, cada vez más
desganado y con desgana menos disimulada, del gran arte
de las antiguas élites. Y es ya en el XIX, en el siglo de las
revoluciones sociales e industriales, en el siglo de la
beatería científica, cuando el artista se encuentra
declaradamente al margen de la poderosa sociedad sin
rostro.
Esta jubilación del intelectual y el creador, jubilación
sin retiro y sin agradecimiento ni siquiera formulario de
los servicios prestados, dará lugar a dos actitudes
contrapuestas, de las que arranca todo el arte moderno.
Por un lado, el creador levítico, el que quiere subsistir,
reabsorberse en el orden nuevo, el converso a la nueva
religión de los pragmáticos, decidirá que bien se puede
volver por la puerta de servicio al confortable palacio de
donde se salió por la puerta grande. E, incluso, puede
que se sienta efectivamente ganado por la mística de la
máquina, la política y la sociedad. Converso de
conveniencia o de buena fe, este artista dará lugar a todo
lo que luego se ha llamado arte burgués. A saber, el
neoclasicismo, la pintura impresionista, las odas cívicas
de nuestro Quintana (ejemplo máximo de anti-poeta
maldito), la música de Strauss y toda la literatura y el
teatro de costumbres. El artista ya no es ni siquiera un
dios menor, pero es un sentimental que cose para fuera y
cuando puede —que casi nunca puede— barre para
dentro. La sociedad burguesa le paga para sentirse un
poco más selecta o, sencillamente, para distraerse a ratos
de su ajetreado tejer y destejer lo que luego habría de
llamarse estructuras capitalistas.
Frente a lo que llamo “arte converso” está el arte
rebelde, que tiene como situación-límite, como tipofrontera,
al poeta maldito. Se trata del artista que,
decidido a no servir más a señor que se le pueda morir,
decide hacer su arte contra la sociedad o al margen de la
sociedad. Esta distinción, “contra” y “al margen”, genera
a su vez dos tipos de creación, dos familias de
creadores: al margen de la sociedad trabajan Marcel
Proust, los poetas ingleses, Paul Valéry, Saint-John
Perse, casi todos los poetas españoles contemporáneos
de Federico García Lorca… El arte al margen, que
después se llamaría “de evasión”, degenera casi siempre
en esteticismo, exquisitez, minoritarismo críptico y un
estéril y “danunzziano” “morir por epatar”, que más bien
pudiera trocarse en “epatar para no morir”. Contra la
sociedad trabajan los anarquistas y los poetas malditos.
El anarquista es una fuerza centrífuga de pistón
puramente político que no nos interesa estudiar ahora. El
poeta maldito es una fuerza centrípeta que se diferencia
del anarquista en que no destruye o trata de destruir a la
sociedad, sino que se destruye a sí mismo. Frente al mal
como purificación, que es el anarquismo, está el mal por
el mal, que es la mística explícita o implícita de los
malditos y que más tarde razonaría André Gide —un
maldito sin nervio ni clima para serlo, un maldito tardío
— como “acto gratuito”.
El poeta maldito, así, viene a ser un desarraigado, un
desclasado, un ser que sufre complejo de autodestrucción
y que hace de ese complejo y esa autodestrucción su obra
de arte. Un tipo radicalmente nuevo, nacido del
Romanticismo, aun cuando tenga algún precedente
solitario, como el ya citado de Villon. El maldito es, con
respecto a sí mismo, un tarado en algún sentido, y, con
respecto de la sociedad, una fuerza disolvente, aunque,
como ya hemos dicho, esa fuerza sea centrípeta y afecte
al propio individuo más que a su contorno, lo que viene a
identificar al maldito con el suicida. Pero la
autodestrucción es un suicidio con cámara lenta, y esto
permite al maldito hacer su obra, casi siempre
apresurada, iluminada por relámpagos y potenciada un
poco artificialmente por esa dirección mortal que el
autor imprime en toda ella consciente o
inconscientemente, hasta terminarla de una manera
violenta o dejarla inacabada, pues el suicidio de la obra
de arte no está en cómo termine, sino precisamente en no
terminar.
Si en todas las sociedades de Occidente el
inadaptado —que decimos hoy— había sido
automáticamente reducido de condición, y la máxima
gloria del artista estaba en adaptarse a su tiempo o hacer
que su tiempo se adaptase a él —lo que a nuestros
efectos viene a ser lo mismo—, he aquí que a partir del
siglo XIX nace una raza de grandes inadaptados que hace
precisamente de su inadaptación una mística y una
estética. Ha nacido el arte maldito. Su nómina es tan
obvia como impresionante: Baudelaire, Verlaine,
Rimbaud, Artaud, Allan Poe, Dylan Thomas,
Maiakowski…, en la poesía. En la pintura, Van Gogh,
Toulouse-Lautrec, Modigliani, Gauguin… En la
música… La música, quizá, no tiene otro maldito que
Federico Chopin. Por lo que se refiere a España, ya
hemos dicho que es un país sin malditos, y ahora
trataremos de entender por qué. En todo caso, como
posibles malditos pictóricos están Goya y Solana. Como
posibles malditos literarios, Quevedo, Larra, Valle-
Inclán. Y Lorca.
¿Por qué es España un país sin poetas malditos, por
qué lo es nuestra literatura? La estructura de la sociedad
española, carente de resonancias, mediatizada por lo
religioso, por los tabús del honor y la honra, por los
atavismos más que por las creencias, no parece propicia
a la disparidad ideológica. No es suficientemente fuerte
como para soportar en sí los anticuerpos que son los
malditos. Y como no podría soportarlos, no los produce:
es casi una ley biológica. Por otra parte, las revoluciones
y reformas del mundo han llegado aquí asordadas, con lo
que, al perder virulencia, tampoco han engendrado una
respuesta tan fuerte como la que supone, por ejemplo, el
poeta maldito. El artista, en nuestra sociedad, nunca ha
sido tan endiosado como en otras; y,
compensatoriamente, a la hora del desahucio, también se
siente menos desahuciado. La plena ejecutoria de lo
pragmático, tan vigente en el mundo desde el siglo
pasado, aún no ha llegado entre nosotros a sus últimas
consecuencias, y, en la medida en que seguimos viviendo
de valores entendidos que ya nadie entiende en el mundo,
seguimos respetando —o ignorando— ese valor
entendido que en fin de cuentas era y es todo arte.
Bien sé que sigue sin respuesta definitiva, a pesar de
lo dicho, mi propia pregunta de por qué es la española
una literatura sin poetas malditos. Pero no es esto lo que
mi libro va a tratar de aclarar y, por otra parte, quizá ello
se aclare solo estudiando el caso de ese posible y genial
maldito que fue o pudo ser, para su ventaja o desventaja,
el gran Federico García Lorca. Federico García Lorca, a
quien su vitalismo andaluz ha hieratizado en un busto
sonriente de señorito andaluz listo, reúne en sí tres
condiciones clave del creador maldito: arraigo estético y
humano en los poderes demoníacos o, cuando menos,
daimónicos, como le gustaba decir a Goethe; heterodoxia
sexual y muerte trágica y prematura.
Sobre la historia entera del arte y la cultura de la
humanidad cae un doble rayo de luz y sombra. Del lado
de la luz están los creadores que han aspirado a un orden,
a un redondeamiento del universo, que han creído en la
armonía de las esferas o han necesitado inventarla:
Platón, Goethe, Bach. Del lado de la sombra están los
creadores que han entendido —o no entendido— el
mundo como caos, como desorden, como contingencia:
Heráclito el Oscuro, Beethoven, Sartre. Esta división
casi escolar entre el mal y el bien como fuerzas actuantes
y como concepciones del universo, esta elemental y
necesaria elucidación entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
puede dar lugar a unas subteorías étnicas o geográficas
que, al margen de las históricas, tan debatidas, nos harían
entender, por ejemplo, cómo Andalucía —para traer las
cosas ahora y ya al ámbito concreto de este libro— es
tierra y alma esencialmente dionisíaca. Andalucía vive
de conjurar lo oscuro, lo telúrico, de provocar el
misterio, la magia. Andalucía, como toda región y raza
muy religiosa, vive del demonio, que familiarmente ha
llamado “duende”.
El duende andaluz, el duende de Federico García
Lorca, no es sino una forma convencionalmente simpática
de lo luciferino. Andalucía es Federico y Federico es
Andalucía. Andalucía y Federico, entre tanta luz del Sur,
viven de la sombra.
La heterodoxia sexual —lo que más tarde llamaré
pansexualismo de Lorca—, le sitúa radical y hondamente
—y secretamente— al margen de la sociedad en que
vive, de su sociedad, aun cuando él haya sido
biografiado como criatura eminentemente sociable. No
hay posible integración del individuo cuando el
individuo vive una tragedia sexual íntima.
Y, finalmente, la muerte trágica y prematura del poeta
viene a subrayar, siquiera sea anecdóticamente, pero de
modo brutal, su destino de maldito.
Así, pues, si aceptamos los condicionantes previos
que autorizan a entender la obra y la vida de García
Lorca como la de un posible poeta del mal o poeta
maldito, veamos esquemáticamente de qué modo su
trayectoria vital corresponde a esa figura. Basta para ello
con apuntar que Lorca es el cantor de las tres grandes
razas postergadas de nuestra civilización: los gitanos, los
negros y los homosexuales. Lorca, en Granada, está con
los gitanos frente a la Guardia Civil, frente al orden
establecido. Lorca, en Nueva York, está con los negros,
está con Harlem frente a Wall Street. Lorca, en su Oda a
Walt Whitman y en sus Sonetos del amor oscuro, libro
póstumo, mítico e inédito, canta a la pasión que no se
atreve a decir su nombre. Lorca es, radicalmente, un
hombre en contra. Nada, pues, de voluble señorito
andaluz que toca el piano y escucha la guitarra. Y, como
constante de su dolorido sentir, la pena, manadero de
toda su obra, incluso de la más ingenuista o traviesa. Lo
que el duende es a lo demoníaco —reducción, graciosa
minimización andaluza, diminutivo del mal—, es la pena
a la angustia. El duende como dinámica y la pena como
mística de un poeta de lo oscuro. ¿Demasiado
esteticismo en todo ello? El esteticismo es, precisamente,
la gran denuncia y el gran pecado del maldito. Un
encadenamiento a la belleza, que es el más terrible y
doloroso de los encadenamientos. La belleza como culto
es ya un culto maldito.
En este libro trato de ir dibujando los puntos vividos
donde se denuncia, a lo largo de toda la obra de Lorca,
su condición de maldito. Y hablo sólo de la obra, porque
obra tan reveladora ha de revelarnos al hombre y su
vida.)

***
Francisco Alejandro Pérez Martínez, más conocido como Francisco Umbral (Madrid, 11 de mayo de 1932 - Boadilla del Monte, Madrid, 28 de agosto de 2007) fue un poeta, periodista, novelista, biógrafo y ensayista español.

Hijo de Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid pero pasó su infancia y adolescencia en Valladolid, provincia de origen materno. Concretamente, en la localidad de Laguna de Duero transcurrieron sus cinco primeros años. Francisco comenzó tarde su formación escolar, a los diez años, pero con once dejó sus estudios -mejor dicho, le echaron- para no volver a retomarlos de forma oficial. Tres años más tarde, empezó a trabajar como botones en un banco.

Estudiante autodidacta, la literatura para él se convirtió en una verdadera maestra. Ya desde muy niño leía todos los libros que caían en sus manos, desde novelas de aventuras hasta las obras de los autores de la Generación del 98. Y de ávido lector se convirtió en escritor, al principio con poesía. Su primeros pasos literarios se vieron publicados en la revista Cisne, del S.E.U.

Umbral comenzó en el mundillo informativo en 1958 de la mano de Miguel Delibes, por aquel entonces director de `El Norte de Castilla`, y en ese diario se formó como periodista. Luego se trasladó a León, donde trabajó para diversos medios, como la emisora `La Voz de León` y el periódico `Proa`.

A comienzos del año 61, dejó las tierras castellanas para instalarse definitivamente en Madrid, donde desarrolló su intensa actividad periodística y literaria.
Como escritor forjó su faceta en distintos géneros, como novela, ensayos, poesía, cuentos, biografías, e incluso teatro, pero en este último no tuvo éxito.

Casado con la fotógrafa María España Suárez Garrido en 1959, tuvo un hijo -Pincho- que falleció con tan solo seis años de leucemia. Este acontecimiento marcó enormemente su vida, como se demuestra en su obra `Mortal y Rosa` (1975), considerada además por los críticos como una de las obras literarias más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

El escritor madrileño colaboró en distintas publicaciones, como `La estafeta literaria`, `Mundo Hispánico`, `Por favor`, `Siesta`, `Mercado Común`, `Bazaar`, `Interviu`, y periódicos como `El Norte de Castilla` (1958), `Ya`, `ABC`, `La Vanguardia`, `El País` (1976- 88), `Diario 16` (1988), y `El Mundo`.

Recibió numerosos premios por sus obras. En 1964 consiguió el Premio Nacional de Cuentos Gabriel Miró con `Tamouré` y fue finalista del premio Guipúzcoa por su novela corta `Balada de gamberros`. Un año más tarde, su cuento corto `Días sin escuela` consigue el Premio Provincia de León. La década de los 60 se completa con el finalista al premio de cuentos Tartessos por `Marilén otoño-invierno`.

En 1975 obtuvo el Premio Carlos Arniches de la Sociedad General de Autores, un año después el Premio Nadal por su obra `Las Ninfas`. Fue premio César Ruano de Periodismo en el año 1980 por su artículo `El trienio`, publicado durante su etapa en el País, y finalista del Premio Planeta en 1985 con `Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo`. En los 90 sus trofeos fueron varios: el Mariano de Cavia por su artículo periodístico `Martín Descalzo`, ya de su etapa en `El Mundo`, y el Premio Antonio Machado con su narración corta `Tatuaje`. En el 92, su novela `La leyenda del César visionario` obtuvo el Premio de la Crítica 1991.
De mediados de la década de los 90 son el Premio Juan Valera de literatura epistolar y el VII Premio Nacional de Periodismo de la Fundación Institucional Española, ambos de 1994. Un año más tarde, sus colegas informativos le distinguieron con el Francisco Cerecedo de la Asociación de Periodistas Europeos.
En 1996 recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y un año después el Fernando Lara por `La forja de un ladrón`.
El 97 fue un año exitoso porque el Ministerio de Cultura le otorgó el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y el León Felipe a la Libertad de Expresión.

El 2000 también es año de premios, en esta ocasión obtuvo el Premio Cervantes, uno de los más prestigiosos de las letras hispanas. En el 2003 ganó el Premio Periodismo Mesoneros Romanos.

En el 86 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, a la elección para ocupar el sillón `F` de la Real Academia de la Lengua Española. A pesar de estar bien respaldado por sus padrinos (Cela, a quien consideraba como un padre, Delibes y J.M. de Areilza) los miembros de tan destacada institución eligieron a Sampedro.

domingo, 29 de enero de 2017

Alejandro Casona. Las tres perfectas casadas.


 
Tres perfectas casadas.
Un mundo donde se puede ver el florecimiento de profundossentimientos y el papel de la mujer. Un análisis también propio,dándonos cuenta de detalles que puede ser que no tengamos en cuentaen esta lectura. Un análisis de la pareja, también. Un paseo por lossentimientos, desde la más profunda pasión a la crueldad o lacompasión.El mayor análisis es del papel que comenzó teniendo la mujer en elteatro y el que ha acabado teniendo con y a lo largo del paso del tiempo..Carla Tasis

(En la gráfica: el gran actor mexicano Arturo de Córdova en la obra "Las tres perfectas casadas).

Alejandro Rodríguez Álvarez, conocido como Alejandro Casona (Besullo, España, 23 de marzo de 1903 - Madrid, 17 de septiembre de 1965) fue un dramaturgo y maestro español de la Generación del 27. Autor personal, con una lectura mágica del teatro poético surgido del modernismo de Rubén Darío. Su producción dramática guarda cierto paralelismo con la de Federico García Lorca, si bien su poética tiene el regusto amargo de la supervivencia. Comenzó sus estudios en el Instituto Jovellanos de Gijón aunque los continuó en Murcia, donde obtuvo su título de bachiller en 1920. Hijo de maestros, prosiguió la tradición familiar docente pero encendiéndose en él, además, la vocación literaria. Ésta fue incentivada por sus profesores, como Andrés Sobejano y Dionisio Sierra, a quienes conoció en los inicios de sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, y en el Conservatorio de Música y Declamación. En 1920, apareció su primera obra, `La empresa del Ave María-, un romance histórico galardonado en los Juegos Florales de Zamora. Su trabajo como maestro lo convirtió en inspector y, en 1928, fue trasladado por el Ministerio de Instrucción Pública al Valle de Arán. De su unión con Rosalía Martín nació su hija Marta en 1930. Ese año adoptó el seudónimo de Alejandro Casona al firmar de ese modo su libro de poemas, `La flauta del sapo-. En 1931 dirigió el `Teatro del pueblo- o `Teatro ambulante-. Esto le permitió llevar a recónditos lugares de España la adaptación de los clásicos españoles, como por ejemplo `Sancho Panza en la ínsula-. Su obra `Flor de leyendas- le permitió acceder al Premio Nacional de Literatura en 1932, pero su gran consagración la obtuvo con `La sirena varada-, elogiada por el público y la prensa. Fue estrenada en 1934 y relata los problemas entre Ricardo y la sirena María, por los ambientes distintos a los que pertenecen. Esta obra recibió, en 1933, el premio Lope de Vega. En `Nuestra Natasha-, mostró a una doctora enseñando en el reformatorio donde ella misma se formó, donde las autoridades se oponían a esta experiencia por el temor de los lazos afectivos que la profesional había creado con las internas. Fue una obra profunda y exitosa que cosechó infinidad de elogios. Tras el desencadenamiento de la Guerra Civil Española, se dirigió a Francia y, luego, recorrió en gira varios países de Latinoamérica. En México exhibió, en 1937, `Prohibido suicidarse en primavera-. En 1939 se radicó en Buenos Aires, donde trabajó para periódicos, cine y radio. Escribió `Los árboles mueren de pie- y `La dama del Alba-. Ésta se representó el 3 de noviembre de 1944, contando la historia romántica de Angélica, que luego de su casamiento, huyó junto a su amante. En 1945, se estrenó `La barca sin pescados- y, en 1949, surgió `El retrato jovial-, con cinco farsas breves para el `Teatro ambulante- de los años 30. Retornó a España en 1962, donde estrenó el 22 de abril `La dama del Alba-, en el teatro Bellas Artes, de Madrid. En 1964, representó `El caballero de las espuelas de oro-, mostrando el ocaso de Francisco de Quevedo.


LAS TRES PERFECTAS CASADAS.
Al ir a celebrar el aniversario de tres amigos, uno de ellos, Gustavo, comediógrafo, muere en accidente. En una carta póstuma, se descubre que fue amante de las tres esposas.

===
ALEJANDRO CASONA
LAS TRES PERFECTAS CASADAS


ACTO PRIMERO

Saloncillo en casa del senador Javier Guzmán. Puer-ta a foro derecha sobre el vestíbulo. Izquierda, ven-tanal sobre el jardín. Puertas laterales. Derecha, una al despacho. Izquierda., dos: primer término, a las habitaciones interiores; segundo término, salida al jardín. Ambiente confortable; libros, cuadros, teléfono. A la izquierda hacen un rincón amable diván, butacones y una mesita con copas y botellas. A la derecha, una mesa mayor y sillas.
(Al levantarse el telón está en escena JAVIER y su esposa, ADA; MÁXIMO y GENOVEVA, JORGE y LEOPOLDINA; son tres matrimonios felices que celebran su ani-versario de bodas. Ellos, entre los cua-renta y cinco y cincuenta años; ellas, más jóvenes. CLARA, una adolescente, hija de JAVIER y ADA, los contempla son-riente, entre burlona y conmovida,. Tra-jes de noche. Voces y risas antes de le-vantarse el telón.)
JAVIER (Terminando un brindis.).—...Y que la fiesta de esta noche, que nos recuerda a todos el día más luminoso de nuestra vida, se repita cien ¡años más, invariable como nosotros, y leal como este lazo que nos ata, y que nadie podrá desatar jamás. ¡Salud a todos!
ADA.—¡Salud y felicidad!
(Chocan las copas y beben, cruzando cada una la¡ copa con su pareja. Luego se besan, cambiando alguna frase gaUttn,. te, que se pierde entre risas. CLARA ta-rarea burlonamente la "Marcha nup-cial.")
CLARA.—¿Puedo retirarme ya, papá?
JAVIER.—¿Tanto sueño tienes?
CLARA.—Lo que tengo es que preparar mis clases para mañana.
JAVIER.—Déjate ahora de libros. ¡No irás a pensar que nos estás estorbando!
CLARA.—¡Quién sabe! A lo mejor, en el fondo, es que me estáis dando envidia.
JAVIER.—Perdona, hija. Bien comprendo que, para tu juventud, nuestra fiesta ha de resultar un tan-to aburrida.
CLARA.—Por Dios, papá...
JAVIER.—Sí, sí, aburrida. Y no sé si hasta diría gro-tesca.
ADA.—Te estás excediendo. ¿Por qué había de parecerle grotesco que nos queramos?
JAVIER.—Entiéndeme: quiero decir que Clara per-tenece a una generación iconoclasta y deportiva, que no cree en el amor. Lo admite como una fla-queza, romántica de la juventud; pero, pasados los cuarenta años, lo encuentra ridículo.
ADA.—¡Te sigues excediendo, Javier!
JAVIER.—¿Es mucho decir ridículo?
ADA.—Pero es mucho decir cuarenta. Ninguna de nosotras los ha cumplido.
JAVIER.—Perdón, me refería a los maridos.
GENOVEVA.—Tampoco; en realidad, ninguno de nos-otros tiene más que dieciocho años: los de nues-tras bodas.
MÁXIMO.—¡Bravo, Genoveva! De todos modos, me-jor será no hablar de años.
JORGE.—Y si no hablamos de años, ¿de qué se va a hablar en un aniversario?
LEOPOLDINA.—De amor. Es un aniversario de bodas.
JAVIER.—A eso iba. Y quería llamar la atención de estas nuevas generaciones sobre nuestro caso: tres matrimonios que cumplen hoy dieciocho años de servicios, que se quieren como el primer día y que tienen el orgullo de llamarse públicamente felices. ¡Un caso extraordinario!
CLARA.—Nunca lo he dudado yo. Pero di, papá, si tan natural es el amor dentro del matrimonio, ¿por qué, al hablar de vuestro caso, le llamas "un caso extraordinario"?
JAVIER.—¿Yo he dicho extraordinario?
ADA.—Realmente ha sido, por tu parte, un adjetivo poco afortunado.
JAVIER.—¡Es que no he querido decir eso! Lo ex-traordinario de nuestro caso es que tres amigos inseparables nos hayamos casado con tres ami-gas inseparables; que nos hayamos casado el mis-mo día y que el mismo día también celebremos nuestro aniversario.
LEOPOLDINA.—¿Pero, Javier, si nos hemos casado el mismo día, ¿cómo íbamos a celebrar el aniversa-rio en fecha distinta?
ADA.—Decididamente, no estás nada bien en orato-ria esta noche. Y en cuanto a eso de pregonar públicamente nuestro amor, tiene razón Clara si lo encuentra un poco..., ¿cómo diría yo?..., un poco insolente. Nunca se debe alardear de felici-dad: trae desgracia.
MÁXIMO.—Ada tiene razón. Los chinos nunca con-fiesan en voz alta que son felices por miedo a la venganza de los dioses. Y los ricos nunca confie-san que tienen dinero...
JORGE.—Por miedo a que se lo pidan los amigos.
GENOVEVA.—Pero la felicidad no puede robarse.
ADA.—Se envidia, y es lo mismo; trae desgracia. Seamos felices, pero cerremos las ventanas para que nadie se entere. Ni nuestros hijos. Anda, Cla-ra, ve a preparar tus clases.
CLARA.—No, así no. Pero ¿es que de verdad pen-sáis que yo puedo encontrar grotesco el amor de mis padres?
ADA.—No es eso, hija. Pero tienes que preparar tu trabajo, tienes que madrugar...
JORGE.—Y sobre todo, se trata de un aniversario de bodas, ¿comprendes? Ahora saldrán a relucir aquí las anécdotas, las confidencias... Es un tema para personas sensatas.
GENOVEVA.—¡Anécdotas no, por favor, que te co-nozco!
CLARA.—Entonces no se hable más. Lo que yo ten-go que preparar para la Universidad es mucho más sencillo.
MÁXIMO.—Si es para mi clase, te lo perdono.
CLARA.—Es para Historia Natural: "Vida sexual de los protozoarios".
GENOVEVA. (Espantada.)—¿De quién?
CLARA..—De los protozoarios: unos animalitos mi-croscópicos.
GENOVEVA.—¡Ah!..., creí que era una tribu de África.
CLARA.—Tranquilícese, son mucho menos complica-dos. Y más limpios. Los veré luego, antes de sa-lir. Adiós, papá. (Le besa. Se vuelve a todos antes de salir.) Y conste que mi generación tiene tanta fe en el amor como la vuestra. Y que, por mi parte, el día que me case sólo quisiera para ser feliz que mi marido se pareciese a mi padre y a los amigos de mi padre.
(MÁXIMO y JORGE se ponen galante-mente en pie.)
JORGE.—En nombre de los amigos de tu padre, gra-cias.
CLARA.—Felicidades a todos.
(Una graciosa reverencia y sale.)
JAVIER.—Adiós, hija... (La mira ir cariñosamente.) Es una mujercita encantadora.
GENOVEVA.—Dichosos vosotros que tenéis esa hija. Es lo único que a nosotros nos ha faltado.
LEOPOLDINA.—Y a nosotros...
ADA.—Lo que dice más aún en honor vuestro. Ma-trimonios felices, teniendo hijo®, son bastante fre-cuentes. Vosotros no habéis necesitado ni eso.
JAVIER.—Además, nunca es tarde.
GENOVEVA.—¡Son dieciocho años esperando!
JAVIER.—¿Y qué son dieciocho años? ¡No hay que perder la esperanza! Animo..., ¡y a ello!
GENOVEVA (Ruborizada.).—¡Javier!
JAVIER.—Perdón, no he querido decir eso. Lo que quiero decir...
ADA.:—Pero ¿qué has bebido tú esta noche?
JORGE.—Lo que pasa es que, seguramente, no hemos bebido bastante los demás. ¡Bebamos!
(Sirve.)
LEOPOLDINA.—Tú no, tesoro. Ya has bebido cuatro veces en la mesa.
JORGE.—Tres. Y con soda.
LEOPOLDINA.—Con soda, pero cuatro. ¿Crees que no te llevaba la cuenta? Y te has servido salsa tár-tara con los mariscos, sabiendo cómo te sienta. ¡Acuérdate de la urticaria!
JORGE.—Déjate de recuerdos tristes. Una fecha como esta lo merece todo. ¡Bebamos!
JAVIER.—Permitidme otro brindis.
JORGE.—Sin oratoria, ¿eh?
JAVIER.—Sin oratoria. (Están todos en pie, las copas en la mano.) Amigos míos: hoy hace dieciocho años que los seis hemos unido nuestras vidas Dieciocho veces, año por año, nos hemos reunido aquí a celebrar nuestra felicidad. Pero hoy, por primera vez, hay un hueco en nuestras filas. Nues-tro fraternal amigo Gustavo Ferrán, el solterón eterno, el padrino de estas tres bodas, ha faltado por primera vez a esta cita sagrada. ¿Qué puede haberle pasado?
MÁXIMO.—Algo grave tiene que ser para faltar él.
JAVIER.—Ayer recibí un telegrama anunciándome su llegada en el avión de Marsella. Pero el avión llega al atardecer... Y es más de medianoche.
JORGE.—Alguna aventurilla de última hora. Gusta-vo no ha creído nunca en el amor, pero ha vivido siempre para las mujeres.
MÁXIMO.—Brindemos como si estuviera aquí. Su es-píritu está siempre con nosotros. Sirve cham-paña en su copa, Jorge.
GENOVEVA.—Déjate de espíritus. No me gustan nada estas escenas de invocaciones.
JAVIER.—¡Salud, Ferrán, empedernido solterón! ¡Aunque nunca hayas creído en el amor, salud a ti, que has presidido el nuestro!
(Se vuelve hacia el hueco imaginario que habría de ocupar el amigo ausente.)
MÁXIMO y JORGE. (Al mismo tiempo.)—¡Salud!
(Van a beber. ADA, que ka¡ escuchado visiblemente nerviosa, vacila un momen-to; la copa se resbala de su mano y se rompe. Sorpresa.)
JAVIER.—¿Qué ha sido?
LEOPOLDINA.—¿Te sientes nial?
ADA.—Nada..., no sé cómo ha podido ser...
GENOVEVA.—¡Se te ha resbalado la copa de las ma-nos !...
ADA.—No ha sido nada, de veras..., un vahído.
JAVIER.—Pero ¿por qué? ¿Es que no te sientes bien?
GENOVEVA.—¡Te has puesto pálida!
JORGE.—El calor, tal vez...
ADA.—Nada..., ya pasó. Flue como una gasa que se me puso delante de los ojos. Pero ¡qué caras ha-béis puesto todos! Soy yo la que debía asustarme de veros. (Ríe.) ¡Ea, bebamos, amigos!
MÁXIMO.—Falta una copa.
ADA.—No importa; yo beberé en la suya. ¡La copa del rey de Thule! (Ríe nerviosamente.) ¡Salud, Gustavo Ferrán! ¡Salud y alegría a todos!
(Beben en silencio.)
JAVIER.—¿De veras no ha sido nada?
ADA.—Pero ¿no me estás viendo?
LEOPOLDINA.—Seguramente tienes algo al hígado.
ADA.—¡Ea, se acabó! Si volvéis a hablar de eso tendré que enfadarme. A beber. ¡Salud, querido padrino! ¡Salud a ti que no has faltado nunca en nuestras horas felices!
(Ríe más.)
GENOVEVA.—¡Ay, no te rías así!... Me estás conta-giando tus nervios.
(Calla, preocupada de pronto.)
ADA.—¿Yo? ¿Estoy nerviosa yo?
LEOPOLDINA.—Es el calor de aquí dentro. Vamonos un rato al jardín; que sirvan allí el café.
GENOVEVA.—Mejor será; hace una noche deliciosa.
LEOPOLDINA.—No te pondrás a fumar si te dejo solo, ¿verdad, tesoro?
JORGE.—Vete tranquila.
LEOPOLDINA.—Vamos, Ada; y vigílate el hígado, haz-me caso. ¿Quieres apoyarte en mi brazo?
ADA.—¡Ah, eso sí que no! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Qué fiesta va a ser esta? Vamonos al jardín, pero a cantar, a reír, domo tres novias felices..., ¡y sin fantasmas! ¡Sin fantasmas solterones!
(Sale riendo. Las otras, con ella. JA-VIER la contempla, ir, preocupado. Pausa.)
JAVIER.—Es extraño..., no parece una risa natural.
MÁXIMO.—Risa de champaña. En cuanto le dé el aire se le pasará.
JORGE.—Pero qué, ¿también tú te has puesto pá-lido?
JAVIER.—Hace un momento decía Ada que alardear de felicidad trae desgracia.
MÁXIMO.—¡Ah!, ¿te has vuelto supersticioso? Pues si no es más que eso acuérdate de que somos invulnerables, nos hemos casado los tres un día tres a las tres de la tarde. El número tres da buena suerte.
(Sonríe.)
JAVIER.—Así sea. ¿Un cigarrillo?
MÁXIMO (Rechazándolo.).—No, gracias.
(JAVIER ofrece a JORGE.)
JORGE.—Tampoco. Acabo de prometerle a Leopol-dina no fumar.
(JAVIER enciende el suyo.)
MÁXIMO.—Sí, Javier; hacer un hogar feliz es una difícil obra de arte. Pero nosotros hemos tenido la fortuna de encontrar tres mujeres que repre-sentan la perfección de tres virtudes.
JAVIER.—Yo las nombraría como los moralistas del dieciocho titulaban ¡sus novelas: con un nombre de mujer y una virtud. "Genoveva, o el pudor", "Leopoldina, o la caridad", "Ada, o la inteligen-cia".
JORGE.—Sí, sí, sin duda. Pero a veces, ¿no os pa-rece que son tres excesos de virtud?
JAVIER.—¿Qué quieres decir?
JORGE.—Sencillamente: tu mujer es la Inteligencia. Muy bien... Pero a veces, ¿no te da un poco de rabia que sea más inteligente que tú?
JAVIER.—Muy amable.
JORGE.—Y tu Genoveva, tan pudorosa, ¿no te re-sulta, a veces, un exceso de castidad?
MÁXIMO.—¡Jorge!
JORGE.—Entiéndeme. Una mujer casada, ¡qué dia-blos!, es una mujer casada; tiene ya que estar de vuelta de muchas cosas. Pues ahí tenéis a Genoveva, igual que el día que salió del colegio. ¡Yo la he visto ruborizarse hasta en el Museo!
MÁXIMO.—Sí, en eso quizá es un poco exagerada.
JORGE.—Y en cuanto a la mía, ¡ya es demasiado caridad. Señor! "Cuidado con las corrientes, tesoro; acuérdate de la urticaria, cielo; ¿te has puesto la bolsa de agua caliente, mi vida?" Y la presión, y el metabolismo, y la infusión de manzanilla... ¡Y tesoro, y tesoro, y tesoro!... ¡No es serio!
JAVIER.—Tienes que comprenderla; es una compen-sación de madre fracasada.
JORGE.—¿Y del librito, qué?
JAVIER.—¿Qué libro?
JORGE.—Que se ha leído veinte veces "La perfecta casada", y ya me tiene hasta aquí de fray Luis de León. ¿Y las obras de beneficencia? Es pre-sidenta de tres sociedades y vocal de catorce li-gas: La Alegría del Huérfano, La Viuda del Náu-frago, El Hogar del Perro Perdido... ¡Qué sé yo! Os juro que es un caso de sadismo al revés: ella quisiera que todo el mundo fuera desgraciado para darse el gusto de consolarlo.
MÁXIMO.—¿Y no te parece hermoso? El otro día.la vi en el jardín curando a unos niños heridos. ¡Parecía una estampa de Santa Isabel de Hun-gría!
JORGE.—Sí, muy bonito; ¡pero aquí no estamos en Hungría! Nuestras mujeres son perfectas, indu-dablemente. Pero ahora os digo yo1..., en serio: y a tres mujeres así, tan perfectas, ¿no es una especie de deber nuestro el traicionarlas?
JAVIER.—¿Traicionarlas? ¿Por qué?
JORGE.—¡Por humanidad! Todo lo que es perfecto es inhumano. ¿O es que también vosotros sois perfectos? De hombre a hombre, Javier, de amigo a amigo: ¿tú no has traicionado nunca a tu mu-jer?
JAVIER.—Te diré... Según lo que se entienda por traicionar.
JORGE.—Lo que entiende todo el mundo, sin filoso-fías. ¿Nunca has conocido a otra?
JAVIER.—En fin..., antes del matrimonio...
JORGE.—Nada, eso no cuenta. Después, después.
JAVIER.—Después..:, no creo.
JORGE.—¡Mentira! Mírame a los ojos.
(JAVIER los aparta.)
JAVIER.—Vamos, si quieres decir pequeñas aventu-ras, sin responsabilidad...; en ese caso, claro...
JORGE (Tranquilizado.).—Menos mal. ¡Ya creí que era yo solo!
MÁXIMO (Sorprendido, a JAVIER.).—¡Ah, ah!.. ¿De modo que tú...?
JAVIER (Modesto.).—Nada; escaramuzas...
MÁXIMO.—¿Y tú?
JORGE.—¿Yo? ¡Oooh! (Gesto largo, con una malicia pueril.) Con todo respeto a Leopoldina, eso siem-pre. Pero ¿qué quieres? El matrimonio es el amor domesticado. ¡Y yo soy un salvaje!
MÁXIMO.—Pero ¿cuándo? ¡Si tú nunca sales de no-che!
JORGE.—Ese es mi truco. Las mujeres creen que sólo se las engaña de noche. Yo soy aficionado a la caza, y me levanto temprano, ¿comprendes? No es tan cómodo, pero es más tranquilo.
MÁXIMO.—Ya, ya, ya. Nunca me había explicado yo por qué eras tan madrugador.
JORGE. (Lírico.)—¡Es la hora de las tórtolas!
(Pequeña pausa.)
JAVIER.—¿Y tú, Máximo...?
MÁXIMO.—Por lo visto, yo debo de ser un caso clí-nico.
JORGE.—Es decir, ¿que tú no...?
MÁXIMO.—Jamás. Yo creo firmemente que la mono-gamia es el estado perfecto del hombre civilizado.
JORGE.—¡Sin sociología, Máximo!
MÁXIMO.—Sin sociología. ¡Genoveva ha llenado to-da mi vida!... Y no me perdonaría a mi mismo si un día la ofendiera con una traición innece-saria y estúpida. Tal vez os parezca grotesco.
JAVIER (Cortés.).—Tanto como grotesco, no. Origi-nal.
JORGE.—Pero, por lo menos, históricamente..., quie-ro decir, ¿antes de Genoveva?
MÁXIMO.—Tampoco; ni antes ni después. Entre to-dos los que conozco, yo tengo el orgullo de ser el único hombre de una sola mujer.
JORGE (A JAVIER, sinceramente asombrado.).—¡Y lo dice tan tranquilo! ¡Qué manera de extinguirse una raza!
MÁXIMO.—Perdón...
DONCELLA.—Señor, Francisco pregunta si puede re-cibirle un momento. Parece que es cosa urgente.
JAVIER.—¿Francisco?... ¿Qué Francisco?
DONCELLA.—El criado del señor Ferrán.
JAVIER.—¡Ah, sí! Que pase. (Sale la doncella.) ¿Qué diablos traerá a estas horas? ...¡Adelante, ade-lante !
FRANCISCO (Nervioso.).—Señor, perdone que les in-terrumpa, pero el caso es grave.
JAVIER.—¿No ha llegado el señor Ferrán?
FRANCISCO.—Ayer recibí un cable suyo de Marsella.
(Mostrándolo.)
JAVIER.—Sí, nosotros también... ¿Y...?
FRANCISCO.—El avión de Marsella tiene la llegada al anochecer. La pizarra del aeropuerto anunció primero un retraso de una hora; luego, cambio de ruta; después, un segundo retraso, sin plazo; tormenta de nieve en los Pirineos. Entonces corrí a la central, pero no me dejaron pasar... Estaban llegando los periodistas... Ustedes saben que los periodistas sólo acuden a donde hay desgracias.
MÁXIMO.—Vamos, calma. Seguramente un aterriza-je forzoso.
FRANCISCO.—Y he pensado que acaso el señor, con su autoridad...
JAVIER.—¿Tienes el número de la central?
FRANCISCO.—Oriente, 23-48.
(JAVIER, nervioso, va al teléfono.)
JORGE.—No creo que sea para intranquilizarse. Es-tos aterrizajes ocurren a cada paso.
JAVIER.—¿Transpirenaica? Aquí, senador Guzmán. Por favor, necesito información sobre el avión de Marsella... ¿Cómo?... ¿Sin noticias a estas ho-ras?... No es posible. Hágame el favor de lla-mar al gerente... ¡No hay órdenes que valgan! ¡Lo exijo! Anote: senador Guzmán, 11-97-Sur. Urgente. Gracias; espero. (Cuelga.) Nada; al pa-recer, tienen órdenes de no dar información.
FRANCISCO.—¿Qué debo hacer yo?... ¿Vuelvo al ae-ropuerto?
JAVIER.—¿Para qué? Vete a casa y espera. Yo te avisaré en. cuanto comunique.
FRANCISCO.—Gracias. Y perdone. Señores...
JORGE.—Adiós, Francisco.
(Sale FRANCISCO. JAVIER pasea pre-ocupado.)
JAVIER.—Tormenta de nieve..., sin noticias... Aho-ra comprendo aquella risa nerviosa. Ada tiene corazonadas, presentimientos...
MÁXIMO.—¿Y adonde vas a parar con eso?
JAVIER.—Fue en el momento en que brindábamos por él, ¿os acordáis? La copa se le cayó de las manos, y le pasó por los ojos como una gasa...
JORGE (Nervioso también.).—Pero ¿qué es lo que estás pensando?
JAVIER.—Nada, perdón,... Es estúpido. (Contempla la copa rota.) Y, sin embargo... (Suena el timbre del teléfono. JAVIER se abalanza al aparato.) ¿Transpirenaica?... ¿Es el gerente?... Sí, aquí Javier Guzmán... Gracias... Necesito una noticia exacta del avión Marsella... No, nada familiar; la persona que me interesa no tiene más familia que sus amigos... Diga; diga... sin miedo... ¿Eh? ¿Noticia confirmada?... (Hace un gesto de calma a los otros, que le interrogan ansiosos con el gesto. Su voz se hace grave.) ¿Y los pasaje-ros?... ¿Todos?... Espere, haga el favor de leer-me la lista del pasaje. Siga..., siga... ¿eh?... A ver, ¿quiere repetirme ese nombre?... Exactamen-te: Gustavo Ferrán, escritor... Nada más... Gra-cias...
(Cuelga el teléfono, lívido.)
JORGE.—¿Muerto?
JAVIER (Afirma con el gesto.).—El avión perdió la ruta, cegado por la nieve, y se ha estrellado en el Alto Garona. No se ha salvado ninguno. (Vuelve a la mesita y bebe.) Es lo único que podía ha-cerle faltar hoy.
(Pausa angustiosa.)
JORGE.—¡Pobre Ferrán!
JAVIER.—El mejor de los amigos. Un verdadero her-mano.
MÁXIMO.—No hay una sola hora solemne de nues-tra vida en que él no estuviera presente. Primer ro, en el colegio; luego, en la Universidad; des-pués, como padrino de nuestras bodas...
JAVIER.—Yo le recuerdo a mi lado, en el sanatorio, mandándome vivir... Con aquellos ojos verdes que no se podían mirar de frente, y aquel me-chón gris que le cruzaba la sien como un plu-mazo.
MÁXIMO.—Era una voluntad puesta en pie. Un hom-bre extraordinario...
JORGE.—Oye... ¿Y tú crees que cuando a Ada se le cayó la copa de las manos...?
JAVIER.—Tal vez en ese momento se desplomaba el avión. ¿Por qué no hemos de creer en el misterio? Yo mismo sentí algo inquietante en el aire.
JORGE.—¿Sí?
(Mira disimuladamente a su alrede-dor, alarmado.)
JAVIER.—También Ferrán era supersticioso; estaba convencido de que había de morir de una muer-te violenta. Tanto, que hace dos años me entre-gó en depósito un sobre lacrado, dirigido a los tres, para después de su muerte...
MÁXIMO.—¿El testamento?
JAVIER.—No; lo que a mí me entregó es una confe-sión.
JORGE.—¿Una confesión? ¡Qué extraño! ...¿Y dón-de está ese sobre?
JAVIER.—En mi caja fuerte.
JORGE.—¿No lo has abierto?
JAVIER.—¡Soy notario de profesión, y era un depó-sito sagrado! (Haciendo ademán de salir.) En fin, amigos; creo que debemos dar la noticia a las mujeres.
JORGE (Que no puede dominar su curiosidad.).— Déjalas; no les amargues la fiesta ahora. ¿De modo que un sobre lacrado, dirigido a los tres?
JAVIER.—"Confesiones de un solterón; sólo para hombres". Así reza el sobre.
JORGE.—Escabroso título... ¿Y dices que está en tu caja fuerte?
JAVIER.—¿Tanta curiosidad tienes?
JORGE.—Te diré... no es simple curiosidad. Quizá sea un deber.
MÁXIMO.—Tiene razón Jorge. ¿Quién sabe lo que puede pedirnos ?
JAVIER.—En ese caso, si los dos estáis conformes...
(Pequeña pausa. Los otros indican que sí. Sale hacia su despacho.)
JORGE.—Te confieso que estoy empezando a ponerme nervioso. ¡Un mensaje lacrado, una fecha solem-ne y un amigo que nos va a hablar desde el más allá! Realmente la situación es novelesca.
DONCELLA (Desde el umbral.).—De parte de las se-ñoras, el café está servido en el jardín.
JORGE.—Dígales que estamos despachando un asun-to urgente..., que en seguida vamos. Y cierre esa puerta.
(Sale la DONCELLA y cierra. A su vez, JORGE entorna la puerta interior de acce. sio al jardín y echa las persianas de la ventana. Vuelve JAVIER con un sobre grande, cuidadosamente lacrado.)
JAVIER.—Aquí están las famosas confesiones, de su puño y letra. (Se sienta, a la mesa grande. JAVIER, frente al publico; los otros, a sus lados.) "A mis queridos amigos Máximo Rojas, Javier Guzmán y Jorge Villamil, al otro lado de la muerte." Podéis comprobar que los sellos están intactos.
JORGE.—Por favor... (Le tiende la, plegadera.) Vea-mos.
JAVIER (Rasga el sobre, saca un pliego manuscrito y lee.).— "Amigos míos: Perdonadme que haya tar-dado tanto tiempo en morir; no ha sido mía la culpa. Tengo hoy cuarenta y cinco años, y hace ya cuarenta que estoy cansado de la vida. Tan cansado, que no he querido tomarme el trabajo de morir por mi cuenta..."
MÁXIMO.—No haría falta ver la firma. ¿Recordáis que ya una vez en el colegio, cuando aún no te-nía catorce años, intentó suicidarse?
JORGE.—Déjate ahora de recuerdos. Adelante.
JAVIER.—"...Para unos he sido un escritor morbo-so; para otros, un libertino' vulgar; y para to-dos, un solterón extravagante y pesimista. Pero hay algo que nadie ha podido negarme nunca: mi independencia orgullosa y mi enorme capacidad de desprecio. Jamás he dicho una mentira que pu-diera favorecerme, ni mucho menos una mentira cobarde. En cuanto a lo que el mundo pueda pen-sar de mí, nada míe importa; con lo que yo pienso de él, estamos en paz..."
MÁXIMO.—¡Es estar viéndole! ¡Un verdadero ro-mántico !
JAVIER.—"...Sólo una cosa he callado siempre; el secreto de mi soltería. Y sólo a vosotros quiero confesárosla, porque sólo vosotros sois capaces de comprenderme. Oíd, amigos, la amarga verdad de mi vida. Y oídla solemnemente... ¡Escuchadme en pie..." (Vacilan un momento, mirándose; al fin se ponen en pie respetuosamente.) "...Yo sé que vosotros habéis hecho una religión de la amistad y del amor. Os lo agradezco y os admiro. Pero yo no puedo compartir vuestro optimismo. Porque yo, queridos amigos, yo..." (Se detiene pálida, sin aliento.) ¿Eh?... ¡No es posible!
MÁXIMO.—¿Qué te pasa?
JAVIER.—¡No es posible!...
(No acierta a decir nada más. Con la mamo temblando, deja el papel sobre la mesa. Y se retira, tratando en vano de dominar su emoción. MÁXIMO, impresionado, toma el papel, se cala sus gafas y busca el sitio donde JAVIER dejó la lec-tura.)
MÁXIMO.—"...vuestro optimismo. Porque yo, queri-dos amigos, yo..." ¡No! (Vuelve los ojos aterra-dos a JAVIER, que está de espaldas.) ¡No puede ser!
JORGE (Empezando también a sentirse invadido por un extraño terror.).—Pero ¿qué pasa? ¿Qué es lo que no puede ser? (Arrebata el pliego a MÁXIMO, que a su vez se retira de la mesa, en dirección contraria a JAVIER. Vuelve, nervioso, el pliego, que ha cogido al revés, y repite el pie.) "...Pero yo no puedo compartir vuestro optimismo. Por-que yo, queridos amigos..." (Ligera pausa. Voz lenta y solemne.) "...Yo os he engañado con vues-tras tres mujeres." (Situación: JORGE, helado de asombro, mira alternativamente a JAVIER y a MÁ-XIMO. Cada uno, desde su extremo, contesta a la muda interrogación con un gesto fatalista) ¡Pero esto es inaudito!
JAVIER.—¡Inaudito!...
MÁXIMO.—¡Inaudito!...
JORGE (Sin acabar de digerir.).—Con vuestras tres mujeres... (Al fin, la indignación vence a la sor-presa.) ¡El miserable!... ¿Y para esto nos ha man-dado ponernos en pie?... (Tira furioso el pliego contra la mesa.) ¡Cobarde!... ¿Por qué no se atrevió a decírnoslo vivo y cara a cara?
MÁXIMO.—Calma, Jorge... No levantes la voz.
JORGE.—¡Qué calma, calma!... Es muy cómodo: pri-mero, morirse tranquilamente, y luego, ahí queda eso... ¡Así también lo hago yo! ¡Cobarde! Sólo quisiera ahora poder resucitarle y traerle aquí. ¡Aquí! ¡A dar la cara! ¡Cobarde!...
JAVIER (Abatido.).—Déjalo. Después de esa revela-ción, ¿que nos importa ya él? ¡Lo que importa ahora son ellas!
JORGE.—Tienes razón. (Mordiendo la palabra!.) ¡Ellas!... (Enciende y se deja caer en su asiento.) ¡Ellas!...
(Pausa larga. No se atreven a mirar-se evtre sí. JAVIER y MÁXIMO, hondamen-te abatidos, atentos a su interior. JORGE volcados hacia afuera los nervios, baila los pies, repica los dedos y lanza, gran-des bocanadas de humo, que disuelve a puñetazos. Al fin, JAVIER avanza hacia el centro y aborda la situación, evocan-do tardes difíciles del Senado.)
JAVIER.—Amigos míos: bien comprendo que la si-tuación... es..., no sé cómo decirlo.
JORGE.—Lo que es la situación ya lo sabemos todos. Adelante.
JAVIER.—Acabamos de ser víctimas de una agresión brutal. Doblemente brutal: por ir contra quien va, y por venir de quien viene..., de ese hombre: al que siempre habíamos creído el mejor de los amigos.
JORGE.—Lo creíais vosotros. Yo tenía mis dudas.
JAVIER.—Lo creíamos todos; no tratemos de des-viar culpas. Y sobre todo, no nos dejamos arras-trar a una solución de violencia que tengamos que lamentar mañana.
JORGE.—Pero ¿qué quieres decir? ¿Es que nos lo vamos a tragar así?
JAVIER.—Por lo pronto, se impone una reflexión se-rena.
JORGE.—Yo no tengo nada que reflexionar. Lo que se impone es la acción.
MÁXIMO.—No es un problema tuyo: ¡es de los tres!
JAVIER.—Examinemos primero quién es el agresor. Ahora lo vemos claro; Ferrán era todo él una ne-gación; su única gracia era su cinismo elegante; su único placer, reírse de todo lo que era sagrado para los demás.
MÁXIMO.—Exacto: eso era nuestro amigo.
JORGE.—Entonces, si tan claro lo veíais, ¿por qué era amigo vuestro?
MÁXIMO.—Ese fue nuestro pecado. Le aceptamos por cobardía; y en el fondo, por vanidad.
JAVIER.—Admirábamos en él todo lo que a nosotros nos faltaba, hasta sus vicios.
MÁXIMO.—No le teníamos a nuestro lado por cariño, sino por miedo a tenerle enfrente. ¿Por qué le admirábamos en el colegio?
JORGE.—Porque nos pegaba a todos.
MÁXIMO.—¿Recordáis su crueldad? ¿Recordáis có-mo se reía de nuestro espanto aquel día que le vimos arrancando las alas a una golondrina? ¿Recordáis la frialdad de aquellos ojos verdes?
JAVIER.—Aquellos ojos... Cuando yo era niño y me contaban la historia del Paraíso, siempre me ima-ginaba así los ojos de la serpiente.
MÁXIMO.—Eso era Ferrán: un espíritu satánico. Y bien: ese hombre sin moral, ese amasijo de resen-timiento y de vicio..., ese es el que ahora preten-de destrozar nuestras vidas y tirar su barro sucio contra nuestras mujieres. ¿Por qué hemos de tener más fe en él que en ellas?...
JORGE.—¡Eh!...
MÁXIMO.—¿Qué garantía pueden tener sus palabras? ¿Quién nos asegura que en el fondo de esta acusa-ción no hay también una larva de resentimiento y de venganza?
JORGE.—Pero... ¿contra quién?
JAVIER (Agarrándose al rayo de esperanza que aca-ba de desatar MÁXIMO.).—Contra nuestra felici-dad.
MÁXIMO.—¡O contra nuestras mujeres! ¿Quién sabe lo que ha pretendido de ellas, y cómo se habrá vis-to rechazado?
JAVIER.—¡Eso digo yo!
(Pausa.)
JORGE (Los mira con aire superior y se levanta con un gesto escéptieo.).—Amigos míos, yo comprendo la buena intención de vuestros discursos, pero... ¿para qué nos vamos a engañar? Ferrán sería cualquier cosa, pero un embustero, no. Y menos en esta ocasión. Nadie miente delante de la muer-te. Y, en último caso, ¿a qué hablar más de Ferrán? Vosotros lo habéis dicho: lo que importa ahora son ellas... ¡Ellas!... ¡Las tres perfectas ca-sadas! (Se sienta nuevamente y se vuelve sarcástico a MÁXIMO.) Hombre, ¿quién decía antes que el número tres da buena suerte?
MÁXIMO (Con ira).—¡Qué hermosa ocasión de ca-llar te estás perdiendo!
JAVIER.—Calma, por favor. (Pausa.) En cuanto a ellas, el hecho resulta más increíble aún. Son die-ciocho años de felicidad tranquila sin una som-bra en sus ojos, sin una intención dudosa en sus palabras.
(Suena mimosa, desde el jardín, la voz de LEOPOLDINA.)
LEOPOLDINA.—¡Jorgito!...
JORGE (En pie mecánicamente, con sarcasmo.).—¡Santa Isabel de Hungría!...
LEOPOLDINA.—¡Jorgito!... (Acude MÁXIMO a la ven-tana.) ¿Es que no pensáis bajar a tomar el café?
MÁXIMO.—En seguida. Estamos terminando unos asuntos.
LEOPOLDINA.—¿Y Jorge?... ¿Qué tal está mi maridito?
JORGE (Bronco, desde su sitio.).—Mal. Gracias.
LEOPOLDINA.—No estarás fumando, ¿verdad tesoro?
JORGE.—¡Tesoro! ¡Je! "Cuidado con el tabaco, mi amor; acuérdate de la angina." ¡Farsante!
(Se apresura a encender el mayor cigarro que encuentra.)
LEOPOLDINA.—No tardéis, por favor. ¡ Estamos tan solas sin vosotros!
MÁXIMO (Volviendo.).—Ya se fue.
JORGE.—La esposa modelo. Ya te daré yo fray Luis de León. (A JAVIER.) Y a propósito de fray Luis: ¿decíamos ayer...?
JAVIER.—Decía que en cuanto a ellas, el hecho re-sulta más increíble aún. En lo que a mí se refiere, puedo aseguraros que delante de Ada apenas, me atrevía a hablar de Ferrán. No le era simpático. Más aún: creo que hasta le molestaba su pre-sencia.
JORGE.—¿Cuándo tú estabas delante?... ¡Ya! Conoz-co el truco. ¡Lo he hecho yo muchas veces!
JAVIER.—¡Jorge!
JORGE.—Y ahora veo claro lo de la copa... ¿Por qué se le cayó de las manos cuando estábamos hablan-do de él? ¿A qué venía aquella risa nerviosa? Cla-ro, claro, claro: ese era todo el misterio.
JAVIER.—¿Quieres callarte de una vez?
JORGE.—Disculpa.
MÁXIMO.—Parece mentira que tú mismo estés echando leña al fuego. Piensa en lo que han sido siem-pre nuestras mujeres. ¿Cómo crees posible en ellas una traición semejante?
JORGE.—Eso digo yo. ¿Cómo diablos se las han po-dido arreglar? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?... Lo de las vuestras, pase..., pero Leopoldina...
JAVIER Y MÁXIMO. (Al mismo tiempo.)—¡Jorge!...
JORGE.—Perdón..., no sé lo que digo. (Otra pausa difícil. JORGE, hundido en su asiento-, medita en voz alta, sarcástico.) "Cuidado con las corrientes, tesoro... ¿Te has puesto la bolsa de agua calien-te, vida?..." ¡Hipócrita! Y el metabolismo... ¡Je! Y el perro vagabunda... (Tira al suelo su cigarro y lo pisotea, en uwa¡ Crisis de nervios.) ¡Hipócrita! ¡Farsante! (Se arranca el cuello. A gritos.) ¡Aire! ¡Aire! ¡Esa ventana!
MÁXIMO.—No grites así. Pueden oírte. (JORGE res-pira fatigosamente, repitiendo casi sin voz...) ¡ Hipócrita!... ¡ Hipócrita!...
(Pausa.)
JAVIER.—Vamos, calma. Seamos fuertes y pongámonos a la altura de las circunstancias... Si me lo permitís, yo voy a proponeros una solución.
MÁXIMO.—¿Una solución?
JAVIER.—Pongámonos en el peor de los casos: admi-tamos que eso que dice Ferrán... fuera verdad.
MÁXIMO.—¡Pero es que no puede ser verdad!
JORGE (Escéptico.).—Admitámoslo..., por si acaso.
JAVIER.—La situación en que estamos colocados tie-ne dos aspectos: uno social y otro individual. Socialmente somos tres maridos en ridículo. Individualmente, somos tres, hombres desgraciados. Por fortuna, en nuestro caso, el primer aspecto queda descartado.
JORGE.—Descartado..., ¿por qué?
JAVIER.—Porque somos los únicos que lo sabemos. Lo peor de estas situaciones es la mirada com-pasiva de los amigos, la risita disimulada de los que se consideran bien seguros y se creen con derecho a tirarnos la primera piedra.
JORGE.—¡Inconscientes!... Reírse de un marido en-gañado es una imprudencia temeraria.
MÁXIMO.—¿Y qué me importa a mí la opinión de los demás? Mi problema no son ellos quienes han de resolverlo; soy yo mismo.
JAVIER.—Queda, esa segunda parte: nuestra tragedia íntima.
JORGE.—¡Casi nada!
JAVIER.—Por lo menos, no tan grave. Entre un ri-dículo y una tragedia, todo marido civilizado pre-fiere la tragedia antes que el ridículo. Mi propo-sición es ésta: ¿No hemos sido felices hasta hoy con un engaño? Pues bien: seámoslo en ade-lante con un engaño más: engañémonos a nosotros mismos.
JORGE.—¿Qué? A ver, a ver..., aclara eso.
JAVIER.—Echemos esa carta al fuego, como si nun-ca se hubiera escrito, y jurémonos guardar silen-cio. Ferrán ha muerto con su secreto. Ellas guar-daron el suyo. Guardemos nosotros el nuestro... Y respétemenos mutuamente..., puesto que los tres estamos igualmente comprometidos. Esta es mi solución. Ahora vosotros diréis.
(JORGE, después de mirar a uno y otro, se levanta con el mismo gesto escéptico de antes.)
JORGE.—¡Pido la palabra! (Oratorio.) Queridos co-legas... (A un gesto de ellos.) Perdón, queridos amigos. Por mi parte, voto en contra. Cerrar los ojos no es una solución de hombre; es una solu-ción de avestruz. ¿Perdonar decís? ¿Callarnos?... ¡Quiá!... ¡Qué más quisieran ellas! No, compañe-ros, no; hay que averiguar la verdad... ¡Y los datos! Y luego, castigar. ¡La traición conyugal es un delito que se paga caro!
JAVIER.—No pensabas así cuando te dabas esos madrugones... a las tórtolas.
JORGE.—Un hombre es distinto.
JAVIER.—Ya.
JORGE.—Voto por la violencia: es la tradición de nuestra raza. ¿Qué hubiera hecho en este caso Calderón?
JAVIER.—¿Y qué sabía él? Calderón era un clérigo, y murió soltero.
JORGE (Que nunca se lo hubiera imaginado.).—¡No me digas! Entonces, ¿todo aquello del honor?...
JAVIER.—Literatura barroca.
MÁXIMO.—¿Queréis dejar en paz a Calderón y queréis oírme a mí?
JAVIER.—Tú dirás.
MÁXIMO.—He escuchado con tristeza vuestras opi-niones: permitidme ahora que os dé la mía.
Y perdonadme que os hable con toda crudeza. Ami-gos míos..., os compadezco a los dos.
JORGE.—Hombre, muchas gracias. ¿Y tú qué?
MÁXIMO.—A los dos. Te he visto a ti reaccionar por simple vanidad herida, cacareando desafíos como un gallo de corral. Y te he visto a ti soslayar co-bardemente las entrañas, sin más preocupación que salvar las conveniencias. Tenía de vosotros una opinión más alta.
JORGE.—¡Era lo que nos faltaba esta noche!
MÁXIMO (A JORGE.).—Si lo que dice ese papel fuera verdad..., ¿de qué nos serviría tu palabrería epi-léptica de macho ofendido y esa sucia curiosidad de averiguar los datos? (A JAVIER.) ¿De qué nos serviría ese falso consuelo de ser los únicos en conocer nuestra desgracia?
JAVIER.—Ya que hemos perdido la fe, por lo menos... podríamos salvar la paz.
MÁXIMO.—¡Valiente solución! No, amigos, no; si yo pudiera creer que mi mujer no es digna de la fe que tengo en ella, me limitaría a salir de aquí tristemente... y pegarme un tiro a la orilla del río. (Emocionado.) Vosotros, haced lo que que-ráis... Pero yo no tengo otra fe, ni otra esperan-za, ni otra religión que Genoveva. Y esta noche la llevaré del brazo a casa, con más respeto que nun-ca, como a una reliquia que hubieran querido ro-barme. ¡Y nunca le preguntaré nada, porque to-das las palabras de un Ferrán, de cien hombres como Ferrán, no valen el silencio de una mujer honrada! Esta es mi solución.
(Pausa. JAVIER vacila envidiando la fe de su amigo.)
JAVIER.—Realmente..., quizá tengas razón tú...
JORGE.—Allá vosotros. Pero yo he de averiguar toda la verdad. ¡Y los d&tos! El cómo, y el dónde, y el icuándo. ¡Sobre todo el cuándo!
JAVIER.—¿Y qué nos importa el cuándo?
JORGE.—¡ Mucho! Y a ti más que a nadie. Al fin y ai cabo nosotros no tenemos más problema que nues-tras mujeres... Tú, en cambio, tienes una hija...
JAVIER. (Repentinamente pálido, volviéndose.).— ¿Qué quieres decir?
MÁXIMO.—¿Pero es que has perdido la razón, im-bécil?
JAVIER.—¿Qué es lo que te has atrevido a pensar?... (Se acerca a él tembloroso, Agarrándole de Jais so-lapas.) ¡Mi hija es mía!... ¿Lo oyes?... ¿Quién se atreve a dudar de eso?
JORGE (Dándose cuenta de la gravedad de sus palabras.).—No me hagas caso..., estoy trastornado...
JAVIER.—Podéis pensar de mi mujer lo que queráis... ¡Ya no me importa nada!... ¡Pero mi hija es mía!... ¡Mi hija es mía!... ¡Mía!...
(Se le rompe en sollozos la voz. Cae deshecho en un asiento. Pausa.)
JORGE.—Perdóname, Javier..., no quise hacerte mal.
JAVIER (Con un esfuerza para rehacerse.).— Lo sé... Perdonadme vosotros esta escena... No estaba pre-parado para un golpe así. Esa chiquilla es toda la razón de mi vida... ¿Comprendes?
MÁXIMO.—¿Pero es que has podido dudar? Yo co-nozco a tu hija más que tú mismo; la he tenido en mis clases desde niña, y te juro que no hay en ella un solo gesto ni una sola palabra que no sean tuyos.
(Apretándole la mano que tiene so-bre su hombro.)
JAVIER.—Gracias, Máximo...
MÁXIMO.— ¡Ea!, sé fuerte. ¡Muérdete esas lágri-mas... y avergüénzate como yo de haber dudado! (Se oye la voz de LEOPOLDINA, que se acerca tarareando alegremente.) Ellas vienen. ¡Guarda ese so-bre! (A JORGE, imperativo.) Y tú, silencio. ¿Entendido? ¡Silencio!
(JAVIER guarda el sobre en su bolsillo y se rehace. Entra LEOPOLDINA con una sonrisa colegial, totalmente ajena, a la situación.)
LEOPOLDINA.—¡Cu-cu! Conque, jugando al escondi-te, ¿eh?... ¡Muy bonito!. (Amenazando puerilmente con la mano.) ¡Ah, picaros!... ¿Pero es que vais a seguir así toda la noche? ¡Jesús..., qué ca-ras tenéis los tres! ¿Es una broma? ¿O es que ha ocurrido algo serio?
MÁXIMO.—No, nada serio... (Dándole una salida a JORGE.) Tu marido, que se ha sentido un poco in-dispuesto y quería retirarse.
LEOPOLDINA. (Corre a él, con mimo alarmado.)—¿Tú, mi vida? Pero, ¿por qué?... ¿Ves? ¿No te lo de-cía yo? ¡La salsa tártara!
JORGE (Aspero.).—¿Quieres dejarme en paz con tus salsas?
LEOPOLDINA.—Ya te avisé que estaba muy fuerte, y con mostaza inglesa. Tienes los ojos congestio-nados.
JORGE (Empieza a enfurecerse y va subiendo cada vez más el tono.).— Yo tengo los ojos como me da la gana, ¡para eso son míos!
LEOPOLDINA.—Pero ¿por qué me hablas así? No te enfades tú, tesoro...
JORGE (Furioso.).—¡No hay tesoros! ¿O es que yo soy una isla de piratas?
LEOPOLDINA (Retrocede espantada.).—¡Jorge!
MÁXIMO.—No le hagas caso; ha bebido un poco más de lo justo.
LEOPOLDINA.—¿Sin soda?
JORGE.—¡Con pólvora negra! Y se acabaron los mi-mos... ¡y la bolsa de agua caliente!
LEOPOLDINA.—¡Pero, Jorge!
JORGE.—¡Desde hoy voy a dormir con las ventanas de par en par, o desnudo en la terraza! ¡Quiero una salud heroica!
LEOPOLDINA.—No te excites así, mi cielo... ¡Acuér-date de la urticaria!
JORGE (Ululante.).—¡Se acabó la urticaria! ¡Ahora soy un hombre libre!
LEOPOLDINA (Refugiándose, aterrada, junto a MÁXI-MO.).—Pero, ¿a qué vienen esos gritos?
MÁXIMO.—No es nada... Vamos, Jorge, calma...
LEOPOLDINA.—Seguro que es el exceso de trabajo. Siempre se lo digo: madruga demasiado... Y lue-go llega a casa deshecho...
JORGE (Con una galantería siniestra.).—Tranquilíza-te..., "encanto". Desde mañana salgo por la no-che. Es más cómodo. ¡Vámonos a casa!
LEOPOLDINA.—Deja, por lo menos, que me despida.
JORGE.—Sin despedirte.
LEOPOLDINA. — Pero es que me he dejado el abrigo en el jardín...
JORGE.—Mejor. Yo saldré en mangas de camisa. (Terminante, a ADA, GENOVEVA y CLARA, que entran.) ¡Buenas noches a todos! ¡Andando! ¡Y se acabó el metabolismo... y el perro vagabundo! ¡Y fray Luis de León! Ahora vas a ver tú lo que es un hombre! ¡Un hombre!
(Salen, ella delante, él tirándole sus gritos como pedradas. ADA y GENOVEVA miran a sus maridos con asombro.)
ADA.—Pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué significa esa escena?
GENOVEVA.—Nunca había oído a Jorge bramar de ese modo.
MÁXIMO.—No es nada, el pobre no está acostumbra-do a beber.
ADA (Incrédula.).—¿De veras? Pues tampoco a vos-otros os veo nada sonrientes. ¿Alguna mala no-ticia?
MÁXIMO.—Cosas de negocios; este Javier no sabe dejar nada para el día siguiente. (A él, con in-tención.) Mañana terminaremos eso!; hazme caso. Ahora lo que te conviene es descanso... (Tendién-dole la mano.) y silencio. Adiós, Ada; mil feli-cidades una vez más. Con toda el alma.
(Le besa la mano.)
ADA.—Gracias, Máximo. Y a vosotros.
MÁXIMO.—Y tú, pequeña, no estudies tanto. La cien-cia no vale la pena; la vida es lo que importa.
CLARA.—Hasta mañana, profesor. ¿A las ocho en el laboratorio?
MÁXIMO.—A las ocho en punto: el profesor Rojas no ha faltado nunca a, su hora. ¿Vamos, Geno-veva?
GENOVEVA.—Tienes la voz cansada..., triste.
MÁXIMO.—¿Triste a tu lado? ¡No seas niña! (Ayudándola a ponerse la piel.) Abrígate, Genoveva; está fresca la noche. Abrígate, querida... Abrí-gate...
(Sale acariciando la mano compañera. Pausa. ADA siente que algo grave se cierne en el aire, JAVIER se acerca len-tamente a CLARA, toma su cabeza entre las manos, acariciándole los cabellos, con-templándola con una ternura nueva y melancólica.)
JAVIER.—Eres linda, hija...
CLARA.—Papá...
JAVIER.—Muy linda... ¡Si tú supieras todo lo que eres para mí!
ADA.—¿Quieres explicarme a qué viene todo esto?
JAVIER (Se vuelve a ella, mirándola severamente un momento.).—Quizá. Déjanos ahora, Clara; ten-go que hablar con tu madre.
CLARA.—¿Subirás luego a darme un beso?
JAVIER.—¡Siempre!
(La besa.)
CLARA.—Buenas noches, mamá.
(Sale. JAVIER se queda contemplándola aún después de haber salido. Pausa larga.)
ADA.—¿Qué negocio era ese tan importante que os ha tenido aquí encerrados toda la noche?
JAVIER.—Qué importa... Nunca te he hablado de ne-gocios.
ADA.—Pero hoy no son simples negocios. Es algo más grave y más hondo: algo de dentro.
JAVIER.—¿Por qué lo piensas?
ADA.—Se lo noté a Máximo en la voz. Lo veo en esos ojos tuyos, que se andan agazapando, sin buscar los míos; lo veo en esas manos que te están temblando. ¿Qué ha ocurrido esta noche?
JAVIER.—Pues bien..., sí. Hemos recibido una triste noticia.
ADA.—¿De quién?
JAVIER (La mira fijamente.).—De Ferrán. Nues-tro querido amigo Gustavo Ferrán... acaba de morir. (Espía la reacción de ADA. Ella palidece, esquiva la mirada, pero se domina con un esfuer-zo de voluntad. Silencio.) ¿Qué dices? ¿Es que no has oído? ¡Nuestro amigo Ferrán acaba de morir! (Nuevo silencio.) ¡Habla! ¡Di algo!...
ADA (Fría.).—¿Y qué quieres que diga yo? Ferrán no era amigo mío; lo era vuestro.
JAVIER.—¡Pero tú sabes cuánto significaba en nues-tra vida! ¡Ayer tomó el avión sólo para venir a darnos un abrazo!... ¡Y ahora, en este mismo mo-mento, está muerto contra la nieve y la noche! Tú no puedes recibir la noticia así... ¡Esa frial-dad no es natural! ¡Habla!
ADA (Serenamente, después de una pausa.).—¿Quie-res que te hable con toda lealtad?
JAVIER.—¡Eso es precisamente lo que pido!
ADA.—Pues bien, me alegro.
JAVIER.—¿Qué dices?...
ADA (Con ira contenida.).—Digo, sencillamente, que me alegro. "Vuestro amigo" Gustavo Ferrán... ¡era un canalla!

TELÓN

jueves, 26 de enero de 2017

SÉNECA. FILOSOFÍA. EPISTOLAS MORALES. Cartas a Lucilio.


La obra de Séneca ha quedado consagrada como el más amplio e ilustre corpus de filosofía estoica.
Dentro de tal corpus ocupan un lugar de privilegio las 124 cartas que el filósofo dirigió a su amigo Lucilio y que son algo más que un epistolario privado. En efecto, pertenecen por excelencia a un género literario consagrado ya en la propia Grecia -Platón, Epicuro, etc.- como uno de los vehículos capitales de la exposición filosófica, al lado del diálogo y de la diatriba, y por ello trascienden del estrecho marco de la correspondencia personal, no solo se dirigen a su destinatario formal, ni se quedan en la temática contingente propia de las cartas en sentido estricto, sino que están pensadas y escritas para su difusión en amplios círculos interesados por las cuestiones generales que abordan.
El contenido de la colección es predominantemente ético. Séneca se nos muestra en ella como el gran psychagogós -el «conductor de almas» o «director espiritual»- que pretende ser, como buen sabio estoico. Al propio tiempo, y dado que muchas de ellas toman pie en acontecimientos de la vida cotidiana, las epístolas son un precioso documento para el estudio de las costumbres y mentalidades de la alta sociedad romana de mediados del siglo I.

***

(Córdoba, h. 4-Roma, 65) Filósofo hispanorromano. Perteneció a una familia acomodada de la provincia Bética del Imperio Romano. Su padre fue un retórico de prestigio, cuya habilidad dialéctica fue muy apreciada luego por los escolásticos, y cuidó de que la educación de su hijo en Roma incluyera una sólida formación en las artes retóricas, pero Séneca se sintió igualmente atraído por la filosofía, recibiendo enseñanzas de varios maestros que lo iniciaron en las diversas modalidades de la doctrina estoica por entonces popular en Roma. Emprendió una carrera política, se distinguió como abogado y fue nombrado cuestor.
Su fama, sin embargo, disgustó a Calígula, quien estuvo a punto de condenarlo en el 39. Al subir Claudio al trono, en el 41, fue desterrado a Córcega, acusado de adulterio con una sobrina del emperador. Ocho años más tarde fue llamado de nuevo a Roma como preceptor del joven Nerón y, cuando éste sucedió a Claudio en el 54, se convirtió en uno de sus principales consejeros, cargo que conservó hasta que, en el 62, viendo que su poder disminuía, se retiró de la vida pública.
En el 65 fue acusado de participar en la conspiración de Pisón, con la perspectiva, según algunas fuentes, de suceder en el trono al propio Nerón, éste le ordenó suicidarse, decisión que Séneca adoptó como liberación final de los sufrimientos de este mundo, de acuerdo con su propia filosofía.
En general, su doctrina era la de los antiguos estoicos, aunque, en numerosos aspectos, incorporó a ella su propia visión personal y hasta la de pensadores de escuelas antagónicas, como Epicuro, al que cita a menudo en términos aprobatorios, con ello no hizo sino ejemplificar el espíritu ecléctico y sintético característico del «estoicismo nuevo» propio de su época, del cual fue el máximo exponente.

Fuente: Enrico Pugliatti.

miércoles, 25 de enero de 2017

Carlos Bousoño. Poesía. El ojo de la aguja.


A sus 70 años, escribe, con serenidad, sobre la muerte, y en torno a esta, va articulando diversos temas: el tiempo, la vida, algunas referencias a su familia, el arte, el amor, el más allá. Tiene un toque religioso, que evidencia el título. Poemas largos, con encabalgamientos abruptos, por su estructura y lenguaje nos recuerda `Hijos de la ira`. (Dividido en dos partes: 1- Introducción/ El Ojo de la Aguja/ La madeja/ Adiós/ Amor/ Testamento, 2- Canto de salvación: Quinteto Introductorio/ El Canto)


***

Carlos Bousoño Prieto (Boal, Asturias 9 de mayo de 1923-Madrid, 24 de octubre de 2015) fue un poeta y crítico literario español.
Nació en Boal, Asturias, en 1923. A los dos años sus padres se trasladaron a Oviedo, donde transcurrieron su niñez y adolescencia. Estudió los dos primeros años de la carrera de Filosofía y Letras en Oviedo y se trasladó a Madrid a los diecinueve años para concluirlos en 1946 en la Universidad Central, hoy Complutense, con premio extraordinario. En esa misma universidad se doctoró en 1949 con la primera tesis en España sobre un escritor aún vivo, Vicente Aleixandre, poeta de la Generación del 27 galardonado más tarde con el Premio Nobel de Literatura (1977). Su tesis fue publicada con gran éxito (La poesía de Vicente Aleixandre, 1950) y sigue considerándose hoy el mejor y más profundo estudio sobre la poesía de este autor.
En 1951 publicó con Dámaso Alonso, su gran modelo y compañero dentro de la disciplina estilística, Seis calas en la expresión literaria española y su más famoso libro teórico, varias veces reeditado y ampliado, Teoría de la expresión poética (1952). Entre sus obras fundamentales cabe también mencionar El irracionalismo poético. (El Símbolo) (1977), Superrealismo poético y simbolización (1978) y una obra muy ambiciosa que no llegó a concluir: Épocas literarias y evolución (1981). Reunió su poesía completa en 1998 revisada bajo el título Primavera de la muerte. Por entonces era normal verlo en tertulia en casa de Vicente Aleixandre o enamorado, al par que su amigo Francisco Nieva, de la poetisa vienesa de ojos verdes Angelika Theile-Becker.
Se casó sin embargo en 1976 con Ruth, una exalumna puertorriqueña de la que tuvo dos hijos, y enseñó Literatura española en varias universidades norteamericanas (Wellesley, Smith, Vanderbilt, Middlebury, New York University, entre otras). Impartió la materia estilística en la Universidad Complutense de Madrid, de la que fue en sus últimos años profesor emérito. Obtuvo el premio Fastenrath de la Real Academia Española en 1952 y fue nombrado miembro numerario de la misma en 1979, pronunciando su discurso de ingreso en 1980. Doctor honoris causa por la Universidad de Turín, en 1978 había ganado ya el Premio Nacional de Ensayo por El irracionalismo poético y el simbolismo. En 1990 le fue otorgado el Premio Nacional de Poesía por `?Metáfora del desafuero?`, libro clave en su evolución desde el realismo al simbolismo. En 1993 fue merecedor del Premio Nacional de las Letras Españolas y en 1995 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Fue además «Honorary Fellow» de la Hispanic Society of America y Presidente de honor del Premio Loewe de Poesía, uno de los más importantes de España. Además fue finalista en dos ocasiones del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (mayo de 1993 y junio de 1994) y en diciembre de 2000 fue candidato al Premio Cervantes, en el que quedó entre los cuatro finalistas, galardón para el que compitió también en 1998, 2001 y 2002.
Durante muchos años fue votado como el mejor profesor de la Universidad Complutense. También fue un deslumbrante conferenciante. Sus clases en la Universidad Complutense fueron siempre lecciones magistrales que Bousoño decía sin mirar ni un solo apunte. Su fama como profesor llevó a sus aulas a los más destacados poetas y escritores que estudiaron en la Universidad Complutense. Entre sus amigos más importantes cabe destacar, aparte del propio Vicente Aleixandre, cuyo archivo heredó, a Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Francisco Nieva, Mario Vargas Llosa y el crítico cubano José Olivio Jiménez, entre otros.
Durante toda su vida mantuvo una estrecha relación de amistad con Vicente Aleixandre, de quien recibió unas encendidas cartas amorosas y le dedicó versos de contenido homoerótico que no se hicieron públicos hasta la muerte de Bousoño.
Falleció en Madrid el 24 de octubre de 2015 a los 92 años. En el momento de su muerte era el académico de la RAE más antiguo
Fuente: Enrico Pugliatti.

EL OJO DE LA AGUJA. FRAGMENTO.

 EL OJO DE LA AGUJA


© Carlos Bousoño, 1993





 A
Dámaso Alonso
in memonam



 Tres tiempos hay, o pudiera haber, o
acaso hubiere: el tiempo de la vida en la
vida; el tiempo de la vida en el arte o en
Ciertos instantes especiales de nuestro vi-
vir, en que se modifican los hábitos co-
tidianos de nuestra mirada; y el tiempo
de la vida en un Más Allá siempre pro-
blemático, envuelto en el enigma, en la
ambigüedad, en el sueño.
(De una carta de Zafir a un su amigo,
escrita desde su retiro en el yermo)



 I
INTRODUCCIÓN
-------------



DEFINIENDO LA IMAGINACIÓN

Todo pasa y todo queda.
Una mano lo recoge,
inocente, en la alameda.

A pesar de este embeleso,
saber que voy a morir.
La imaginación es eso.







II

EL OJO DE LA AGUJA
------------------






CONSIDERACIONES POSTRERAS

    A Alberto Portera

Detrás de la mamparo, en un lugar recogido
  o recóndito,
en plena oscuridad, dos amantes encarnizados,
  vivir y morir,
simultáneos los dos, en abrazo
letal, invisible.

Pues sabéis que mi muerte, invisible con mi vida
  nació,
creció luego conmigo, y empezó (misteriosa, indirecta
  mirando hacia otro lado)
su actividad. Ninguna alarma, no hace falta decirlo:
una leve arruguilla en la comisura del labio, en la
  frente; una pérdida de color en un pelo,
extendida la extraña pareja (cerrando los ojos, eso sí) 
  a lo largo de la magna cuchilla,
  monstruosa relación,
pero que simularía hallarse consagrada
por una dulzura,
un olvido, que, desde dentro, estaría como
  redimiéndola,
como fingiéndole
un bienestar, un placer,
alzándola, poco a poco, en suavísima alianza
  de fidelidad,
suprema en lo alto, sin gravitación,
con la sublimidad de las llamas,
el infierno,
la música.

Y aun podría expresarse eso mismo en opuesta
  manera.
Pues un melódico olvido habría allí, sin duda,
  pero en el que parecería esconderse,
  imperceptiblemente, no sé bien,
otra cosa: quizás una mano de sombra, no sé bien,
  que trazara al revés,
puntualmente, sin prisa,
los signos aquellos en el pentagrama,
  incluso, quién sabe, los últimos signos,
los delgados e ígneos de la veracidad,
¡revesada canícula amarga como lenta escritura
  arábiga de sonidos,
que va retrocediendo contraria, oponiéndose,
  haciéndose:
desierto sonoro, tórrido torbellino de arena,
cueva tenebrosa en el aire...!

Es la hora en que cae la sombra sobre el farallón,
  sobre la cadencia del mar; en que cae
el hacha de la verdad, y se deshace el remedo
  sobre una cabeza implorante.
Y es de ver, en los otros, después de lo mismo,
  la repetición,
y la repetición de la repetición: tal, en el ensayo
  insistente
de una obra teatral, bajo la mirada escrupulosa
  y sin término
de un director exigente y maniático.

Pero mira por dónde el espectáculo no carece
  de grandiosidad, de belleza,
No carece de fascinación.
Porque aquellos sucesivos ajusticiamientos callados,
  la mortandad sigilosa y sin pausa, y los furtivos
  trenes que llegan repletos,
uno tras otro, desde siempre hasta siempre,
  a Treblinka y a Auschwitz,
hacen rejuvenecer siniestramente hasta el fondo
  de las raíces más hondas al orbe.
Y en una explosión repentina de rosas ardientes
  y júbilo,
con crueldad, sin descuido de ninguno
  de sus recovecos,
de arriba abajo, espantosamente,
renuévanlo.

Y es justo en ese momento cuando todas las banderas
y todas las patrias,
y todas las aceradas fierezas y pabellones
de los paladines del mundo,
la feroz juventud invasora, los resplandecientes
  desplazadores, los depredadores, los invictos,
  los justos,
en compactos escuadrones cerrados, cuadrados;
  cuadriculados,
obedeciendo geométricamente a la ley,

ascéticamente,
enérgicamente,
delante del soberano absoluto que rígido y en pie
  los contempla,
solitarios y únicos, arrastrando por el suelo
  humillados todos los vencidos estandartes
  hostiles,
duramente inmisericordes en el inmenso páramo
  lúcido,
con el poder de toda la naturaleza concentrada
  y llegada,
despreciando los tiempos, las alteraciones, el sol
  y la luna,

interminablemente, definitivamente,
más profundos que todas las realidades y sueños,
victoriosos del todo,
cataclismos universales,

necesariamente, destilan.



LOGOGRIFOS

    A José Vidal Bernabeu



"En fila y uno a uno. Que no se escape nadie.
  Es una orden"

Diferentes, extraños
a su honda realidad.
Y todo ejecutándose
inteligentemente,
en formas frías, arduas,
calculadas, precisas,
como pesados logogrifos, o acertijos, o siglas
(o ríos en la noche).

Y todo,
igual que aquel dolor.

Un hilo plateado
que va entrando en la aguja,
y la aguja en la carne,
cosida porque sí.

Y se abrió el horizonte:
todo aquel padecer
con sus lentas auroras boreales
y sus parados mediodías fáusticos, carentes de
  crepúsculo;
el sufrir de las hordas cavernarias y del mendigo que
  duerme en las noches más crudas del invierno
debajo de los puentes para evitar la lluvia
—pasando
    por el ojo
          de la aguja—.

Y somos el Hijo del hombre que nunca puede
  redimir al hombre,
la lluvia que lo empapa,
pues no hay puente y morimos
—y el ojo de la aguja que está en ti—.

... Y todo fue cual si nos propusieran
logogrifos o acertijos o siglas
debajo de los puentes,
o debajo
de los híspidos, ásperos enigmas del invierno,
donde el puente está en ruinas por el lado,
  justamente en que existe,
aunque a modo de siglas, o logogrifos, o acertijos,
  o embrollos
que entre todos conforman una unanimidad:
la del bello buen tono,
multicolor, alacre,
de todas las familias bien del mundo,
y el gran orden magnético
con que se enlazan y procrean
tan a gusto de todos,
pero también debajo de los puentes
—el ojo de la aguja que atraviesa la carne—

Debajo de los puentes pasa el orden.
La aguja que atraviesa la carne,
debajo de los puentes.
Por dentro de la carne pasa el orden,
el ojo de la aguja que mira sin la carne,
de senecarnadamente, el ojo paralítico.

Y el ojo de la aguja que enhebra irrevocable
el orden de la carne arrecia el viento.
Por el hueso y la carne arrecia el orden
disciplinadamente.
El orden verdadero
muy dentro de la carne.

Y el ojo de la aguja y el orden de la carne,
debajo de los puentes,
por donde avanzan, con tiento y majestad,
                        morosos, puros,
inmensos automóviles que allí desaparecen
como en sueño borroso, niebla o impropiedad,
y junto a ellos,
sillas de manos que, al caer el crepúsculo,
lentas van por vez última a Loeches,
a El Escorial, o a alguna torre, de Juan Abad u otras
—y el ojo
        de la aguja
                se enhebra
                        sin el hilo-
Y pasan, simultáneos, sucediéndose,
pesados acertijos,
    cansados logogrífos
        o siglas insistentes,
cual en forma de río o logogrifo
que va a dar en un mar lleno de siglas,
que son peces, charadas.

Los peces,
        de tan grandes,
                    casi inmóviles,
lentísimos cetáceos que van a ningún sitio,

como luego, mañana, ayer, entonces.,.

Debajo de los puentes herméticos y enormes
que pasan
        por el ojo
                de la aguja.


martes, 24 de enero de 2017

FILOSOFÍA . Fragmento. SENECA





[PulcinellaSottosuolo
Recomendamos la lectura del propio libro, “Sobre La Ira”, en la gran traducción de la editorial Artemisa, o otras obras que continúan su trabajo
 moral, como “Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad” o las las Cartas a Lucilio.]LIBRO PRIMERO.


[Recomendamos la lectura del propio libro, “Sobre La Ira”, en la gran traducción de la editorial Artemisa, o otras obras que continúan su trabajo moral, como “Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad” o las las Cartas a Lucilio.]
_______________________________________________________________
LIBRO PRIMERO
Se describe la ira como una pasión agitada, desenfrenada, basada en el resentimiento y en la sed de sangre, y cuyo último propósito es la venganza. La ira no obedece a la razón. Se mencionan los efectos nocivos de la ira (asesinatos, envenenamientos, naciones destruidas…) como elementos significativos de su invalidez intrínseca.
La ira es enemiga de la razón y por tanto solo se da en los seres capaces de razón; los animales, se concluye, no experimentan ira, ni en general ninguna pasión humana, solo experimentan impulsos que se les parecen. El bien y el mal solo son propios del corazón humano; igual que las virtudes humanas no se dan en los animales, tampoco los vicios.
[Una vez resuelto qué es la ira, plantea si debe mantenerse.]
El hombre es un ser bueno y sacrificado, que busca la relación con los demás y ser útil a la sociedad. La ira, por el contrario, lleva al aislamiento, se nutre de maldad y hiere hasta al amigo más cercano. La ira, por tanto, es contraria a la naturaleza del hombre.
Pero aun no siendo natural, ¿es útil? No, puesto que la razón solo es más fuerte cuando está alejada de las pasiones: cuando las pasiones aparecen, toman las riendas y no pueden ser dominadas por la templanza. Por ello mismo, hay que rechazar los impulsos de la ira en su misma raíz. Cuando el ánimo se identifica con las pasiones, ya no puede servir de freno.
Aristóteles dice que la ira es necesaria, pero dominada por la razón. Séneca refuta esto, argumentando que si la ira aparece, no obedece a la razón, y por esto es inútil, y que en caso de que obedeciera a la razón, no se trataría de ira. Se critica también el cliché de que la ira moderada es buena, diciendo que un mal en menor medida no se convierte en un bien, sino que sigue siendo un mal, aunque menor.
La ira ni siquiera es útil contra el enemigo, porque en la guerra consiguen más la serenidad, la reflexión y la estrategia, mientras que la ira favorece las derrotas. En el caso de injusticias o atentados contra la familia, son más útiles la piedad y la virtud, que llevan a actuar con calma y diligencia, que la ira. Lo propio y lo querido debe defenderse a través del deber, puesto que las pasiones entorpecen la venganza.
Teofrasto dice que el hombre sabio se irrita contra los malvados. Séneca niega esto diciendo que precisamente los sabios están libres de pasiones y odios, puesto que no se enfrentan al que erra, sino al error; odiar al malvado supondría odiarse a ellos mismos. Hay que corregir al que delinque, con castigo pero sin cólera. En caso de que sean incorregibles, igualmente habría que matarlos, pero sin ira.
La razón basta por sí misma, no solo para aconsejar, sino también para obrar. La razón, una vez encuentra la verdad, persiste en ella, mientras que el motor de la ira es inestable y vano. La razón concede plazo para discutir la verdad y quiere decidir lo que es justo; la ira obra precipitadamente y quiere que se tome por justo lo que ella decide, irritándose contra la misma verdad.
LIBRO SEGUNDO
[Se pregunta si la ira es producto del juicio o si brota como impulso 
Aunque sí que hay impresiones que no dependen de nosotros (como la sudoración, los escalofríos, el vértigo, etc), los consejos triunfan sobre la ira, la ira es un vicio voluntario, que puede controlarse aplicando la razón de manera correcta.
Se distingue entre el primer arrebato que conmueve el espíritu y la verdadera pasión, que consiste en dejarse llevar por ese primer arrebato y abandonarse a él. La ira no es solo conmoverse, sino que es impulso, y no existe impulso sin el consentimiento del ánimo, el alma siempre conoce estos procesos y los permite. La ira, precisamente, consiste en arrastrar a la razón, en encaminarse voluntariamente al impulso.
Hay tres: un primer arrebato, un segundo que se realiza con voluntad fácil de corregir, que es el primer pensamiento de venganza que nos atenaza, y un tercero que es ya tiránico y vence a la razón. Si bien el primero no puede ser evitado, el segundo movimiento nace de la reflexión, y mediante la reflexión puede ser evitado, y también el tercero.
Debería concederse indulgencia al género humano y no irritarse contra los errores, sino entender que existe la necesidad de errar, y que todos tienen razones y causas para hacerlo, incluido uno mismo. El error es natural, puesto que nadie nace siendo sabio y muy pocos llegan a serlo, y no hay que irritarse contra lo que es natural.
Se niega que la ira sea útil porque infunda temor, puesto que esto igualaría al sabio con una bestia, y el temor tampoco conlleva poder, sino que solamente es terrible y somete al temido a sus propios temores también.
La ira NO es inevitable. Ante la ira deben imponerse la paciencia y la tranquilidad del alma. Además, conservar las virtudes es fácil porque es algo orgánico y natural del hombre, mientras que conservar los vicios es muy costoso. Por tanto, hay que luchar contra la ira, para evitarla.
Los remedios contra la ira son de dos tipos: unos para no caer en ella, y otros para, en caso de haber caído, pasar por ella lo mejor posible y triunfar de ella. La educación es importante, puesto que depende de lo porvenir, y resulta más fácil amoldar los espíritus, que apaciguarlos cuando ya viven con los vicios. La educación debe hacer las almas saludables y no alimentar la ira. Hay que mantener a los niños en el término medio, ni imponerse sobre ellos ni dejarles totalmente libres, ni que fracasen ni que se vanaglorien, etc. Debe evitarse la educación blanda y complaciente, los niños tienen que conocer el temor y el respeto, que nada consigan por la ira.
Los que no son niños, deben combatir las causas primeras de la ira. Causa de la ira es la idea de que se ha recibido una injuria, pero esta idea suele ser falsa, así que no hay que ceder ante ella, sino conceder un plazo para pensar. Hay que dejar en suspenso la ira, para comprobar que esta injuria no es un rumor, ni una sospecha. Para evitar la sospecha hay que juzgar con más benignidad y hacer las cosas más sencillas. Tampoco hay que irritarse por cosas frívolas como el vuelo de una mosca. Debemos tratar nuestro alma con dureza, para que no sienta los golpes si no son muy graves.
Otra tontería es irritarse contra objetos inanimados, de los que es imposible recibir injuria, así como contra animales, que no tienen intención. Así también sucede con los niños, o los desastres naturales.
Es necesario también tener en cuenta que nosotros mismos somos los primeros que erramos y cometemos faltas, así que no hay que ser tan ligeros en indignarse o irritarse ante lo que uno mismo hace o habría hecho en otra ocasión. El examen de nosotros mismos nos hará más indulgentes.
Ya se dijo que es vano irritarse por los rumores que no se han confirmado, pero cuando nosotros mismos vemos esa injuria, hay que examinar el carácter y la intención del suceso. Verás que en muchos casos el suceso tiene una causa y una razón. La mayoría de las injurias las creamos nosotros, y no son más que sucesos infortunados o que tomamos demasiado a la ligera como injurias, cuando en realidad no lo son.
Pero, ¿y cuando creemos que la injuria ha sido injusta y que no hay excusa posible? Las injurias inesperadas vienen de ser demasiado ignorantes o ingenuos. Hay que prever los desatinos y las asperezas hasta en los mejores hombres, que no venga por sorpresa, la naturaleza humana produce errores.
No hay que castigar al hombre porque pecó, sino para que no peque más, en sus penas, la ley no se atiene a lo pasado, sino a lo porvenir. En caso de llegar a la venganza, mejor es llegar sin ira, no porque la venganza nos sea dulce, sino porque es útil. Pero la ira es inútil.
La ira echa a perder la dignidad del hombre, si ya lo hace físicamente, cuánto no hará por dentro.

domingo, 22 de enero de 2017

SENECA. Tratado sobre la Ira. Libro Primero.




SENECA .
Tratado sobre la ira.
Libro primero

I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales pr
II. opias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.
     II. Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte... como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.



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