domingo, 22 de enero de 2017

SENECA. Tratado sobre la Ira. Libro Primero.




SENECA .
Tratado sobre la ira.
Libro primero

I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales pr
II. opias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.
     II. Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte... como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.



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