martes, 5 de enero de 2016

Literomanía: Jorge Luis Borges. "Fervor de Buenos Aires".


LITEROMANÍA: lo fantástico y lo oculto en la obra de Jorge Luis Borges. Todo lo que me ha llamado la atención y que  transcribí en mi cuaderno de notas ahora lo comparto con  ustedes.
J. Méndez-Limbrick.


FERVOR DE BUENOS AIRES página 33.

REMORDIMIENTO POR CUALQUIER
MUERTE.

Libre de la memoria y de la esperanza,
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte.
Como el Dios de los místicos,
de Quien deben negarse todos los predicados,
el muerto ubicuamente ajeno
no es sino la perdición y ausencia del mundo.
Todo se lo robamos,
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó su esperanza.
Hasta lo que pensamos podría estárlo> pensando él también;
nos hemos repartido como ladrones
el caudal de las noches y de los días.
JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS

Adolfo Bioy Casares. Historia prodigiosa. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1990.




Nota preliminar
Todas las piezas incluidas en el presente volumen corresponden al género fantástico, salvo la última —en mi opinión, la mejor—, que es una alegoría. Cabe la advertencia, porque el Homenaje a Francisco Almeyra acaso parezca trunco a lectores que esperen materia sobrenatural. En Pardo, en marzo abril de 1952, en un momento de extrema desolación, pensé que para quienes mueren durante una tiranía el tirano es eterno y entreví mi relato de unitarios y federales. Dos veces, en el año 1954, lo publiqué: en la revista Sur y, por separado, en un librito de la editorial Destiempo.
Historia prodigiosa apareció en México, en 1956, con pie de imprenta de Obregón; pocos ejemplares llegaron a Buenos Aires. En esta edición, como en la argentina de 1961, agrego a la serie original un nuevo cuento, Los dos lados.
A. B. C.

Fuente:
Título original: Historia prodigiosa
Adolfo Bioy Casares, 1956
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

lunes, 4 de enero de 2016

Ed MacBain. Novela policíaca: "Cuando Sadie murió".


Evan Hunter (15 de octubre de 1926 - 6 de julio de 2005) fue un escritor y guionista estadounidense. Nacido bajo el nombre de Salvatore Albert Lombino, adoptó legalmente el nombre de Evan Hunter en 1952. Durante su trayectoria como escritor fue mejor conocido como Ed McBain, pseudónimo que utilizó en la mayoría de sus novelas de ficción criminal, a partir de 1956.

Seudónimos que utilizó:
- Ed McBain - S. A. Lombino - Hunt Collins - Curt Cannon - Richard Marsten - Ezra Hannon - John Abbott.

Escribió en el período 1951-2005 los géneros de Ficción criminal, misterio y ciencia-ficción.

Novela policíaca recomendada: “Cuando Sadie murió”.

Título original:
SADIE WHEN SHE DIED

Traducción: Antonio Samons

1.a edición: enero, 1983
La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España)
Traducción: © 1983 by Editorial Bruguera, S. A.
Ilustraciones interiores: Caries Freixas
Diseño de colección: Neslé Soulé

Printed in Spain
ISBN 84—02—09204—7 / Depósito legal: B. 39.112 — 1982
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Carret. Nacional 152, km 21,650. Parets del Vallès (Barcelona) — 1982


Para Charlotte y Dick Condon
La ciudad que se presenta en estas páginas es imaginaria. Personajes y lugares son, en su totalidad, inventados. Sólo los métodos de investigación policíaca responden a la realidad ma-terial de las cosas.


 1

El inspector Carella no estaba seguro de haber entendido bien a su interlocutor. Las palabras de aquel hombre no eran las propias de un marido desconsolado cuya esposa yace en el suelo de su dormitorio, con el paquete intestinal fuera del vientre y en un charco de sangre. El individuo en cuestión, que perma-necía cerca del teléfono de la mesilla de no-che, en pie, con el sombrero flexible, los guantes, la bufanda y el abrigo todavía pues-tos, era un hombre de elevada estatura, cuyo rostro, demasiado largo, presentaba la estra-tégica divisoria de un bien cuidado bigote gris en armonía con las canas que le blanqueaban las sienes. Los ojos claros, azules, mostraban una manifiesta ausencia de dolor o aflicción. Y, como para asegurarse de que Carella le había entendido correctamente, repitió parte de sus anteriores palabras, esta vez todavía con más énfasis.
—Celebro infinito que haya muerto —de-claró.
—Señor —repuso Carella—, sin duda no necesito recordarle...
—Dice usted bien —le atajó el otro—: no necesita recordármelo. Se da la circunstancia de que soy abogado criminalista. Conozco mis derechos y soy plenamente consciente de que cualquier cosa que diga ahora, por pro-pia iniciativa, puede ser utilizada en mi con-tra más adelante. Y le repito que mi mujer era una golfa indeseable y que me alegra que la hayan matado.
Con un gesto de asentimiento, Carella abrió su libreta de notas y, tras echarle una ojeada, preguntó:
—¿Es usted la persona que avisó a la policía?
—En efecto.
—Luego, usted es Gerald Fletcher.
—El mismo.
—¿Cómo se llamaba su esposa, míster Fletcher?
—Sarah. Sarah Fletcher.
—¿Quiere contarme lo sucedido?
—Llegué a casa hace un cuarto de hora. Llamé a mi mujer desde la puerta de entra-da, y no recibí respuesta. Entré aquí, en la alcoba, y la encontré tendida en el suelo, muerta. Llamé inmediatamente a la policía.
—¿Presentaba la habitación este estado cuando entró usted?
—Sí.
—¿Ha tocado algo?
—Nada. No me he movido de este punto desde que hice la llamada.
—¿Había alguien aquí cuando apareció usted?
—Nadie en absoluto. Excluida mi esposa, claro está.
—¿Y dice usted que llegó a casa hace unos quince minutos?
—Más o menos. Puede usted verificarlo con el ascensorista que me subió.
Carella consultó su reloj.
—Eso significa que serían alrededor de las diez y media.
—Sí.
—Y usted llamó a la policía a las... —Ca-rella estudió la libreta—. A las diez treinta y cuatro. ¿Es así?
—No miré el reloj, aunque supongo que sería esa hora.
—Bien, la llamada se registró a las...
—He dicho que seguramente sería esa hora.
—¿Es suya la maleta que hay en el pasillo de la entrada?
—Sí.
—¿Volvía de viaje?
—He pasado tres días en California.
—¿En qué lugar?
—En Los Angeles.
—¿Con qué motivo?
—Un socio mío necesitaba asesoramiento para preparar una defensa.
—¿A qué hora llegó el avión?
—A las nueve cuarenta y cinco. Retiré mi equipaje, tomé un taxi y vine a casa.
—Y llegó a eso de las diez y media, ¿no es eso?
—Eso es. Por tercera vez.
—¿Perdón?
—Que es la tercera vez que establece us-ted ese hecho. Por si le queda alguna duda, repetiré que llegué aquí a las diez y media, encontré muerta a mi esposa y llamé a la po-licía a las diez y treinta y cuatro.
—Sí, señor. He anotado todo eso.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Flet-cher inesperadamente.
—Carella. Inspector Steve Carella.
—Lo tendré presente.
—Así lo espero.
Mientras Fletcher se disponía a tener pre-sente el nombre de Carella; mientras el fotó-grafo de la policía ejecutaba su pequeña y macabra danza alrededor del cadáver, hacien-do destellar luces de magnesio, plasmando la muerte en película Polaroid para su inmedia-ta verificación: disparo del resorte, espera de quince segundos, un «biip», un tirón, un examen de la instantánea, a ver si la señora ha salido bien, o todo lo bien que pueda sa-lir una mujer que tiene rajado el vientre y esparcidos los intestinos sobre una alfombra; mientras dos polizontes de la Brigada de Ho-micidios, Monoghan y Monroe, soltaban pes-tes por haber sido sacados de casa en una fría noche de diciembre, a dos semanas de las Navidades; mientras el inspector Bert Kling entrevistaba en la planta baja al ascen-sorista y al portero, en un intento de estable-cer la hora exacta en que míster Gerald Flet-cher había llegado en un taxi frente a aquel edificio de apartamentos del Silvermine Oval, subido en el ascensor y descubierto a Sarah, la que fuera su bella esposa, desparramada como una ameba en la alfombra del dormi-torio y muerta de una fea muerte; mientras sucedía todo eso, un técnico de laboratorio llamado Marshall Davies se afanaba en la co-cina de la casa, en espera de que apareciese el médico forense, certificara la defunción de la mujer y diagnosticara sus posibles causas (como si se precisase un genio para determi-nar que la habían abierto en canal con una navaja), momento en el cual Davies pasaría al dormitorio y, con extremo cuidado, tratan-do de salvar alguna de las valiosas huellas impresas en la empuñadura, retiraría con exquisito cuidado el arma homicida, que so-bresalía del vientre de la difunta, entre la san-gre y los detritos intestinales.
Davies, que aunque joven era un técnico concienzudo, se dio cuenta de que la ventana de la cocina estaba abierta de par en par, cosa no muy normal en una cruda noche de diciembre en que la temperatura había baja-do hasta los 12° Fahrenheit, por no decir na-da de los centígrados . Al inclinarse sobre el fregadero, Davies observó, además, que la ventana miraba a la escalera de incendios existente en la parte trasera del edificio. Y aunque a él sólo le pagaban por investigar los aspectos externos de cualquier acto crimi-nal —como, por ejemplo, si una víctima te-nía partículas de cristal alojadas en el globo del ojo, o fragmentos de plomo en el pecho, o, como en el caso de la mujer que ahora les ocupaba, un cuchillo clavado en el vientre—, no pudo menos de ponderar la posibilidad de que alguien, un intruso, hubiera saltado de la escalera de incendios al interior de la cocina y luego penetrado en la alcoba, liqui-dando allí a su ocupante. El hecho de que en el borde del fregadero hubiese la marca de una pisada, grande y sucia de barro, y una segunda huella en el suelo, no lejos del fre-gadero, y varias más en el encerado suelo de la cocina, sucesivamente menos intensas e inexorablemente orientadas hacia el salón, hi-zo pensar a Davies que estaba en presencia de algo muy gordo. ¿No era muy posible que un intruso hubiera saltado en realidad hasta el alféizar, y de allí al fregadero, y luego atra-vesado la cocina empuñando la navaja con la que momentos más tarde rasgaría con sa-ña, de izquierda a derecha y con tanta facili-dad como si se tratase de desprecintar un pa-quete de cigarrillos, el vientre de su víctima?
Davies refrenó sus especulaciones y proce-dió a fotografiar las pisadas visibles en el fre-gadero y en el suelo. A continuación, y pues-to que el médico forense seguía mariposean-do en torno al cadáver («Muerte por herida incisa —pensó Davies con irritación al imagi-nar el dictamen—. Qué demonios: ¡destripa-miento!») y parecía poco dispuesto a pronun-ciarse definitivamente sin antes haber consul-tado con su superior, o con su madre («Mi-ra, tenemos aquí un caso difícil: una mujer abierta en canal... ¿Qué crees tú que pueda haberle ocasionado la muerte?»), Davies sal-tó a la escalera de incendios, espolvoreó el saliente inferior de la ventana, que el intruso forzosamente tenía que haber asido para abrirla, y a continuación, por lo que pudiera ser, aplicó polvos también a los travesaños de la escalera de hierro que daba acceso a la de incendios.
El inspector Bert Kling se encontraba fatal.
Su estado, no dejaba de repetirse, no te-nía nada que ver con el hecho de que Cindy Forrest hubiese roto su compromiso hacía en ese momento tres semanas. En primer lugar, el suyo no había sido nunca un auténtico compromiso, y por tanto no era cuestión de ir por ahí lamentando la pérdida de algo que en realidad jamás había existido. Por otra parte, Cindy lo había dejado bien claro: por más que hubiesen pasado juntos ratos bue-nos, y por más que ella estuviese segura de recordar siempre con cariño y agrado los días y los meses (sí, incluso los años) que habían consumido creyéndose enamorados, lo cierto era que ella acababa de conocer a un joven muy atractivo, médico psiquiatra del Buena— vista Hospital, donde ella realizaba sus prác-ticas de interna, y, en vista de que compar-tían intereses similares y de que el joven en cuestión estaba más que dispuesto a casarse, mientras que Kling daba la impresión de ha-berlo hecho ya, pero con su arma reglamen-taria, una pistola del calibre 38, con un escri-torio lleno de arañazos y con una celda de detención preventiva, Cindy consideraba más prudente concluir de inmediato sus relaciones que prolongarlas bajo la amenaza del trauma que supondría una separación lenta y do-lorosa.
De eso hacía tres semanas; desde entonces no había visto ni llamado a Cindy, y el dolor de la ruptura era sólo comparable al que le producía la sinovitis del hombro, pese al bra-zalete de cobre que llevaba en la muñeca. El brazalete, que procedía nada menos que de Meyer Meyer, al que nadie, ni en sueños, hu-biera creído dominado por influencias supers-ticiosas, debía empezar a surtir sus efectos al cabo de diez días («Bueno, quizá dentro de dos semanas», había aducido Meyer defensi-vamente), pero en los siete días que venía lle-vándolo, Kling no había notado alivio algu-no, y sí, en cambio, la aparición de una man-cha verde en torno a la muñeca, justo por debajo del aro de metal. La esperanza es una emoción que no ha cesado de fluir desde la noche de los tiempos. En su memoria genética, Kling entreveía la imagen de una criatura simiesca que, junto a una fogata y frotándo-se los dientes, pedía a gruñidos una cuantio-sa caza para la próxima salida del sol. En esa misma memoria genética, aunque en un instante menos remoto, veía a Cindy Forrest desnuda en sus brazos y, junto con esa estam-pa, alentaba la proporcionada fantasía de una llamada en la que ella sé confesaría víc-tima de un error fatal y dispuesta a plantar de inmediato a su amigo, el psiquiatra. Aun-que no era, ni de lejos, el tipo de hombre que apoya los movimientos feministas, Kling le reconocía plenamente el derecho de tomar la iniciativa en lo referente al restablecimien-to de sus relaciones: ¿no era ella, a fin de cuentas, quien había dado el primer y termi-nante paso encaminado a zanjarlas?
A todo eso, la sinovitis seguía haciéndole pasar las de Caín, y él tenía que habérselas con un ascensorista que, lejos de ser un bri-llante joven en ascenso (hizo una mueca, pues detestaba los chistes malos, incluso los su-yos), le resultó un perfecto zoquete que, por no recordar, ni siquiera recordaba bien su propio nombre. Kling repasó por enésima vez el ya repetido interrogatorio.
—¿Conoce usted de vista a míster Fletcher?
—Desde luego —contestó el ascensorista.
—¿Cómo es?
—Bueno, verá, a mí me llama Max.
—De acuerdo, Max, pero...
—«Hola, Max», me dice. «¿Qué tal va eso, Max?». Y yo le contesto: «Hola, míster Fletcher. Bonito día, ¿verdad?»
—¿Podría describirme a míster Fletcher?
—Es simpático y bien plantado.
—¿De qué color tiene los ojos?
—¿Azules? ¿Castaños? Algo así...
—¿Cómo es de alto?
—Bastante alto.
—¿Más que usted?
—Desde luego.
—¿Más que yo?
—No, eso no... Como usted. Míster Flet-cher debe ser de su estatura, poco más o menos
—¿De qué color tiene el pelo?
—Blanco.
—¿Blanco? ¿Quiere decir gris?
—Blanco, gris, una cosa así.
—¿Cuál de los dos, Max? ¿No lo re-cuerda?
—Bueno, uno de los dos. Pregúntele a Phil. El lo sabe. En lo que se refiere a horas y cosas así, vale mucho.
Phil era el portero. En lo referente a ho-ras y cosas así, valía mucho. Era, además, un viejo charlatán y solitario que daba por muy buena la oportunidad de intervenir en una película de guardias y ladrones. Kling no conseguía meterle en la cabeza la idea de que la investigación que les ocupaba era auténti-ca: había arriba una mujer de cuerpo presen-te, alguien había puesto fin a su vida, y era el deseo de la policía llevar rápidamente ante los tribunales a esa persona.
—Oh, claro, claro —respondió Phil—. Y es que hay que ver cómo se está poniendo esta ciudad, ¿verdad? Ni siquiera cuando ni-ño he visto yo aquí cosas tan terribles. Yo nací en la parte sur, sabe usted, en un barrio donde si llevaba uno zapatos le llamaban ma-riquita. Nos pasábamos todo el tiempo pe-leando contra los italianos, sabe usted. Solía-mos arrojarles cosas desde los terrados. La-drillos, huevos, chatarra y, una vez, una tos-tadora; sí, se lo juro por Dios, una vez les tiramos desde la azotea la vieja tostadora de mi madre, y, ¡pum!, le dio a un italiano en toda la cabeza, que es un mal sitio donde darle a un italiano, claro, porque en ella na-da les hace nada. Pero lo que iba yo a decir-le es que nunca estuvieron aquí las cosas co-mo están ahora. ¿Qué nos pasábamos la vi-da cascándoles las liendres a los italianos y ellos a nosotros viceversa? De acuerdo, pero aquello era divertido, no sé si me entiende usted; vaya si era divertido. Hoy en día, en cambio, ¿qué pasa? Hoy en día se mete uno en un ascensor; le sale allí un loco drogado, le planta una pistola en las narices y le dice que o le da usted todo lo que lleva encima o le vuela la cabeza. Eso mismo le pasó al doc-tor Huskins, ¿o acaso cree usted que bro-meo? Vuelve a casa a las tres de la madruga-da y se mete en el ascensor. Max, que se ha ido a hacer un pis, lo ha puesto en servicio automático. Pero resulta que en el ascensor hay un fulano que sabe Dios cómo ha entra-do en el edificio, probablemente por la azo-tea, pues saltan por las azoteas como cabras montesas esos drogados, y va el tío y le plan-ta la pistola al doctor Huskins en las mismas narices, aquí, aquí mismo, apuntando hacia las fosas nasales, Cristo bendito, y le dice: «Deme todo lo que lleve encima, junto con todas las drogas que tenga en ese maletín.» Total que el doctor Huskins se dice para sí: «Qué coño, ¿me van a matar a mí por cua-renta dólares de mierda y dos frascos de co-caína? Anda, ahí tienes y que te aproveche.» De modo que va y le da al fulano lo que le pide, ¿y sabe usted qué hace el tío a fin de cuentas? Pues va y le atiza al doctor Huskins, que tuvieron que llevárselo al hospital y dar-le siete puntos del culatazo que le había da-do el hijo de su madre en toda la frente. Y lo que yo digo es: ¿dónde se habrá visto una cosa así? Que esta ciudad da asco, vamos, y este barrio más asco todavía. Recuerdo yo este barrio cuando podía volver uno a casa a las tres, a las cuatro, a las cinco y hasta a las seis de la mañana, que a nadie le importaba un pito a qué hora volviera uno, y podía uno venir de esmoquin o con un abrigo de visón, que a todo el mundo le tenía tranquilo lo que llevara uno, sus joyas o sus gemelos de brillantes, y nadie te molestaba para nada. Pero pruebe eso hoy en día. Pruebe a salir a la calle después de oscurecido, y, como no lleve un doberman sujeto con su correa, ya me dirá usted cuánto le dura el paseo. Esos maníacos drogados le huelen a usted a una legua y se le echan encima desde los portales. En este edificio hemos tenido un montón de robos, y todos de maníacos drogados. Se des-lizan por la azotea, ¿sabe? Si no hemos arre-glado cien veces la cerradura de la puerta de esa azotea, no la hemos arreglado ni una, pero, ¿de qué sirve? Todos esos tipos son expertos, y no bien has arreglado tú la cerra-dura, vienen ellos y ¡pam!, te la vuelven a saltar. O se te cuelan por la escalera de in-cendios, ¿quién va a impedírselo? Y cuando quiere uno darse cuenta, ya se te han metido en el apartamento y te lo están desvalijando, que gracias puedes dar si te dejan la denta-dura postiza en el vaso. Juro por Dios que no sé adónde va a parar esta ciudad. Es una vergüenza.
—¿Qué me dice de míster Fletcher? —pre-guntó Kling.
—¿Que qué le digo? Que es una persona decente, un abogado. Y vuelve a casa, ¿y qué se encuentra? Se encuentra a su mujer en el suelo, muerta, probablemente asesinada por uno de esos locos drogados. ¿Es esto forma de vivir? ¿Quién quiere vivir así? ¿Es que ya no podrá uno ni entrar en su dormitorio sin que se le eche alguien encima? A ver dónde se habrá visto algo así.
—¿A qué hora volvió míster Fletcher esta noche?
—A eso de las diez y media —respondió Phil.
—¿Está seguro de que era esa hora?
—Del todo. ¿Sabe por qué lo recuerdo? Lo recuerdo porque en el 12—C vive una tal mistress Horowitz, que o bien no tiene des-pertador, o bien no sabe ponerlo en hora des-de que falleció su marido, hace ahora dos años. De modo que todas las noches llama aquí abajo para preguntarme la hora exacta y para pedirme si el portero de día querría despertarla a tal o cual hora. Claro que estó no es un hotel, pero, qué demonios, si una anciana le pide a uno un pequeño favor así, ¿qué vas a hacer? ¿Decirle que no? Además, es muy espléndida para las Navidades, que tampoco están tan lejos, ¿no? O sea que esta noche va, me llama aquí abajo y me dice: «¿Cuál es la hora exacta, Phil?» Y yo voy, saco el reloj y le digo que las diez y media, y en ese preciso momento llega míster Flet-cher en un taxi. Mistress Horowitz me dice que si quiero pedirle al portero de día que por favor la despierte a las siete y media. Yo le digo que así lo haré, y entonces salgo a la acera, para cargarle la maleta a míster Flet-cher. Y ahí tiene por qué recuerdo la hora que era.
—¿Subió míster Fletcher directamente a su casa?
—Claro —respondió Phil—, ¿Adónde quiere que fuera? ¿A dar un paseo? ¿En este barrio? ¿A las diez y media de la noche? Eso sería como meterse de cabeza en la boca del lobo.
—Bien, pues muchas gracias —dijo Kling.
—No hay de qué —repuso Phil—. En una ocasión ya rodaron por aquí otra película.
En la casa grande no estaban rodando nin-guna película. Estaban reunidos en torno a Gerald Fletcher, en pie, en una especie de triángulo irregular, escuchando sus respuestas con la ceja alzada. Los vértices del triángulo eran el teniente inspector Peter Brynes y los inspectores Meyer y Carella. Fletcher estaba sentado en una silla, con los brazos cruzados ante el pecho. Todavía tenía puesto el flexible, la bufanda, el abrigo y los guantes, como si, esperando que le pidieran salir a la calle de un momento a otro, quisiera estar enteramente preparado para las inclemencias del tiempo.
El interrogatorio se llevaba a efecto en un cuartito sin ventanas cuya puerta de cristal esmerilado ostentaba el pomposo título de SALA DE INTERROGATORIOS. Suntuosa mente amueblada con piezas estilo Adminis-tración circa 1919, la habitación ofrecía a la vista una mesa larga, dos sillas de respaldo recto y un espejo con marco. Este último col-gaba de la pared que daba frente a la mesa, y era (je, je) un espejo transparente, es decir, que si uno se situaba al otro lado, podía ver, sin ser visto a su vez, las más diversas con-ductas delictivas; sabed, sí, que los procedi-mientos de los representantes de la ley son, en cualquier lugar del mundo, ladinos. Pero igualmente ladinos son los de los delincuen-tes, pues no había uno solo en toda la ciudad que no reconociese aquella clase de espejos en cuanto les ponía el ojo encima. A decir verdad, se sabía de no pocos casos de delin-cuentes chuscos que, acercándose al espejo, se habían hundido los pulgares en los aguje-ros de la nariz, para, en un gesto de respeto y afecto, agitar los restantes dedos de ambas manos en las barbas de los polizontes que fisgaban detrás del cristal. De tal forma se cimentaban la admiración y la estima recípro-cas entre los hombres que violaban la ley y los que trataban de defenderla. Tal como se-ñaló Eurípides en cierta ocasión, si bien el crimen no es rentable, no está de más, si uno lo practica, practicarlo con un poco de senti-do del humor.
Los policías que formaban alrededor de Gerald Fletcher lo que hemos decidido llamar triángulo se sentían pasmados, pero no pre-cisamente divertidos, ante la sinceridad de aquel hombre, o, para ser más exactos, ante su brutal franqueza. Una cosa es hablar lisa y llanamente de la muerte de la propia espo-sa, y otra, muy distinta, coquetear con la ca-dena perpetua en una penitenciaría estatal. Y esto último, ni más ni menos, parecía ser el propósito de Gerald Fletcher.
—La odiaba con toda mi alma —dijo.
Meyer levantó las cejas y miró a Byrnes, que alzó las suyas y miró a Carella, el cual, situado ante el espejo transparente, tuvo oca-sión de verse reflejado en él, arqueando a su vez las cejas.
—Míster Fletcher —intervino Byrnes—, sé que conoce usted sus derechos, los mismos que le señalamos al...
—Los conocía mucho antes de que me los señalaran ustedes —le atajó Fletcher.
—Y que ha tenido usted a bien contestar a nuestras preguntas en ausencia de abogado.
—Abogado ya lo soy yo.
—Lo que quiero decir...
— Sé lo que quiere decir. Sí, estoy dispues-to a responder a todas sus preguntas sin ase-soramiento jurídico.
—Aun así, creo mi deber recordarle que una mujer ha sido asesinada...
—Sí —le interrumpió de nuevo Fletcher, sarcástico—: mí querida, mi adorable esposa.
—Lo cual constituye un crimen gravísi-mo...
—El más refinado, a buen seguro, de to-dos los que contempla el Código —apuntó el interrogado.
—Así es —dijo Byrnes, que, además de no poseer facilidad de palabra, sentía agarro-tada la lengua en presencia de Fletcher.
De cabeza en forma de bala, cabellos que viraban del negro corvino al blanco de nieve (pequeña calva apuntando en la coronilla), ojos azules y constitución de macizo jugador de béisbol al estilo de los Minnesota Vikings, Byrnes se enderezó el nudo de la corbata, carraspeó y pidió con una mirada la colabo-ración de sus colegas. Tanto Meyer como Ca-rella se estaban estudiando los cordones de los zapatos.
—En fin, usted verá —dijo Byrnes—. Si se da cuenta de lo que está haciendo, adelan-te. Nosotros le hemos advertido.
—Desde luego que lo han hecho. Repeti-damente —admitió Fletcher—. Y no acierto a imaginar por qué, pues no creo correr nin-gún peligro especial. La zorra de mi mujer ha muerto asesinada por alguien. Pero ese alguien no fui yo.
—Bueno, resulta muy agradable recibir de usted esas seguridades, míster Fletcher. Pero esas seguridades, por sí mismas, no tienen por qué disipar nuestras dudas —dijo Care-lla que, oyendo su propia voz, se preguntó de dónde demonios saldría.
Se dio cuenta de que estaba tratando de impresionar a Fletcher, tratando de librarse de su manifiesta condescendencia a fuerza de ganar su reconocimiento. «Míreme —le pe-día—, escúchenle. No soy un simple zoquete. Soy un hombre sensible e inteligente, capaz de comprender su lenguaje, sus sarcasmos e incluso sus dotes vituperadoras.» Sentado a medias y a medias apoyado en la arañada mesa de madera, de elevada estatura y aspec-to atlético, cabello lacio y castaño, y ojos del mismo color del cabello y curiosamente ras-gados hacia abajo, Carella cruzó los brazos ante el pecho, en inconsciente imitación de Fletcher. Apenas tuvo conciencia de lo que estaba haciendo, los desenlazó presurosamen-te y miró con fijeza a Fletcher, a la espera de su respuesta. Fletcher le sostuvo la mirada.
—¿Y bien? —dijo Carella.
—¿Y bien qué, inspector Carella?
—¿Que qué tiene usted que decirnos?
—¿Acerca de qué?
—¿Quién nos asegura a nosotros que no fue usted quien la acuchilló?
—En primer lugar —repuso Fletcher—, en la cocina había indicios de escalo y en la al-coba los había de huida precipitada, como así lo atestiguan las ventanas de ambas habi-taciones, la primera abierta de par en par y la última con su cristal hecho añicos. Los ca-jones de la vitrina del comedor estaban...
—Es usted muy observador —intervino Meyer inesperadamente—. ¿Advirtió todo eso en los cuatro minutos que le llevó entrar en el piso y llamar a la policía?
—Me corresponde ser observador —res-pondió Fletcher—, pero no contestar a su pregunta. Advertí todo eso después de haber hablado con el inspector Carella, aquí presen-te, y mientras él daba parte por teléfono al teniente inspector. Podría añadir que llevo doce años viviendo en ese apartamento del Silvermine Oval, y que no se requiere una extraordinaria agudeza visual para darse cuenta de que la ventana de un dormitorio ha sido rota o la de una cocina abierta. Tam-poco hace falta ser un sabueso para compren-der que se han llevado la plata, sobre todo si en el suelo de la alcoba, al pie de la ventana destrozada, se ven esparcidos varios cuchi-llos, cazos y cucharones. ¿Han examinado el pasaje que existe bajo esa ventana? Podría ser muy bien que su asesino siguiera tendido allí.
—Su apartamento está en el segundo piso, míster Fletcher —señaló Meyer.
—Por eso he apuntado la posibilidad de que ese hombre siga ahí —replicó Fletcher—. Con una pierna rota o una fractura de cráneo.
—En todos los años que llevo en este tra-bajo —dijo Meyer, y Carella se percató de que también él trataba de impresionar a Flet-cher—, nunca he visto un delincuente que se arrojase a la calle (a Carella le sorprendió que no dijera «se defenestrase») desde un se-gundo piso.
—A este delincuente en particular —obje-tó Fletcher— no le faltaban motivos para co-meter una imprudencia. Acababa de matar a una mujer, probablemente al topar con ella en un piso que creía vacío. Oyendo que al-guien entraba por la puerta principal, com-prendió que no podía salir de la casa por don-de había entrado, pues la cocina quedaba de-masiado cerca del recibidor. Entre dos ries-gos, el de romperse una pierna y el de pasar-se el resto de su vida en una penitenciaría, optó seguramente por el primero. ¿Responde eso a la estampa del resto de los Delincuen-tes Que Ha Conocido Usted?
—He conocido muchísimos delincuentes —repuso Meyer fútilmente— y algunos de ellos son más listos de lo que les convendría.
Se sentía idiota ya antes de haber termina-do ese pequeño parlamento, pero lo cierto era que Fletcher tenía el don de conseguir que la gente se sintiera idiota. Cohibido, Me-yer se pasó la mano por la incipiente calva y rehuyó las miradas de Carella y de Byrnes. Sin saber por qué, le embargaba la sensación de haberles fallado. Era como si, ante una situación que requería una sólida acometida, él hubiese reaccionado con el inocuo embate de un cortaplumas enano.
—¿Qué hay de esa navaja? —preguntó—. ¿La había visto con anterioridad?
—Nunca.
—¿No será suya, por casualidad? —inda-gó Carella.
—No lo es.
—¿Dijo algo su esposa cuando entró us-ted en el cuarto?
—Cuando entré yo en el cuarto, mi espo-sa estaba muerta.
—¿Está seguro de eso?
—Por completo.
—Muy bien, míster Fletcher —dijo Byrnes inopinadamente—. ¿Tendría la bondad de es-perar afuera?
—No faltaría más.
Fletcher se puso en pie y salió. Los tres inspectores guardaron silencio durante un in-tervalo considerable.
—¿Qué pensáis? —dijo Byrnes por fin.
—Yo creo que lo hizo él —respondió Carella.
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿Puedo replantear mi respuesta?
—Claro. Replantéala.
—Creo que puede haberlo hecho él.
—¿A pesar de todos esos indicios de escalo?
—Precisamente a causa de ellos.
—Explícate, Steve.
—Es posible que llegara a casa, encontra-se a su mujer apuñalada, pero con una heri-da que no era mortal de necesidad, y... él la liquidase rajándole el vientre con la navaja. El forense dice en su informe que la muerte, sin duda instantánea, se produjo por sección de la aorta abdominal, por shock traumático o por ambas causas. Fletcher dispuso de cua-tro minutos, cuando en realidad no necesita-ba más que cuatro segundos.
—Quizá tengas razón.
—También puede ser que ese fulano me caiga gordo, sencillamente.
—Esperemos a ver qué dice el laboratorio —propuso Byrnes.
Tanto el marco de la ventana de la cocina como el cubertero de la vitrina mostraban huellas digitales claras. Las había, también, en algunas de las piezas de plata diseminadas por el suelo cerca de la ventana rota del dor-mitorio. Y lo que era más importante: aun-que la mayoría de las huellas existentes en la empuñadura de la navaja estaban corridas, algunas eran de muy buena calidad. Y todas eran de estructura similar: procedían de una misma persona.
Gerald Fletcher se dignó permitir a la po-licía que tomase sus huellas digitales, las cua-les fueron comparadas seguidamente con las que Marshall Davies había enviado desde el laboratorio del Cuerpo. Las huellas dactila-res halladas en la ventana, en el cajón, en los cubiertos y en la navaja no coincidían con las de Gerald Fletcher.
Pero maldita la cosa que eso significaba si cuando remató a su mujer llevaba puestos los guantes.

domingo, 3 de enero de 2016

Octavio Paz. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1985.


PREMIO INTERNACIONAL ALFONSO REYES. AÑO: 1985.
Octavio Paz (México 1914-1998), Premio Cervantes en 1981 y Premio Nobel en 1990, es una de las figuras capitales de la literatura contemporánea. Su poesía -reunida
precedentemente en Libertad bajo palabra (1958), a la que siguieron Salamandra (Joaquín Mortiz, 1962), Ladera Este (Joaquín Mortiz, 1969), Vuelta (Seix Barral, 1976) y Árbol adentro (Seix Barral, 1987)- se recoge en el volumen Obra poética 1935-1988 (Seix Barral, 1990).

No menor en importancia y extensión es su obra ensayística, que comprende los siguientes títulos:

El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957, Seix Barral, 1971), Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965), Puertas al campo (1966, Seix Barral, 1972), Corriente alterna (1967), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (Joaquín Mortiz, 1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968) y su reedición ampliada Apariencia desnuda (1973), Conjunciones y disyunciones (Joaquín Mortiz, 1969), Postdata (1969), El signo y el garabato
(Joaquín Mortiz, 1973), Los hijos del limo (Seix Barral, 1974 y 1987), El ogro filantrópico (Seix Barral, 1979), In/mediaciones (Seix Barral, 1979), Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (Seix Barral, 1982), Tiempo nublado (Seix Barral, 1983 y 1986), Sombras de obras (Seix Barral, 1983), Hombres en su siglo (Seix Barral, 1984), Pequeña crónica de grandes días (1990), La otra voz (Seix Barral, 1990), Convergencias (Seix Barral, 1991), Al paso (Seix Barral, 1992), La llama doble (Seix Barral, 1993), Itinerario (Seix Barral, 1994) y Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995).

En Versiones y diversiones (Joaquín Mortiz, 1973) Paz reunió sus traducciones poéticas. Tradujo también Sendas de Oku, de Matsuo Basho (1957, Seix Barral, 1981). En su fundamental obra El Mono Gramático (Seix Barral, 1974) confluyen el ensayo, la narración y el poema en prosa.

Se reunieron sus conversaciones con diversos interlocutores en el volumen Pasión crítica (Seix Barral, 1985) y sus prosas de juventud en Primeras letras (Seix Barral, 1988). Bajo el título El fuego de cada día (Seix Barral, 1989) el propio autor recogió una extensa y significativa selección de su obra poética. En Memorias y palabras (Seix Barral, 1999), se editaron póstumamente sus cartas (1966-1997) al poeta español Pere Gimferrer.

Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de literatura: «por una apasionada escritura con amplios horizontes, caracterizada por la inteligencia sensorial y la integridad humanística».
Fuente: Enrico Pugliatti.

sábado, 2 de enero de 2016

Carlos Fuentes. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1979.


Su obra incluye novelas, cuentos, teatros y ensayos entre los que destacan `La muerte de Artemio Cruz` (1962), `Cambio de piel` (1967) o la extensa `Terra nostra` (1975).

A lo largo de su vida recibió numerosos premios, entre los que destacan el Premio Biblioteca Breve en 1967, el Premio Cervantes en 1987, el Premio Príncipe de Asturias en 1994, el Premio Picasso, otorgado por la UNESCO, en 1994, la Legión de Honor del Gobierno francés de 2003, el Premio Real Academia Española en 2004, el Premio Internacional Don Quijote de la Mancha en 2008, el González-Ruano de Periodismo en 2009, y el Premio Fundación Gabarrón en 2011.

En la última década, publicó `Todas las familias felices` (2006), `La voluntad y la fortuna` (2008), `Adán en Edén` (2009), `La gran novela latinoamericana` (2011), `Carolina Grau` (2011), `Personas` (2012) y `Federico en su balcón` (2012).

Fue catedrático en las universidades de Harvard y Cambridge (Inglaterra) y poseía una larga lista de doctorados `honoris causa` por universidades como Harvard, Cambridge, Essex, Miami y Chicago, entre otras.

Fuente:
Editorial: EMECÉ,

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Paúl Benavides. ENLATADO CRÍTICO DE NARRATIVA 2015.


ENLATADO CRÍTICO DE NARRATIVA 2015
Por Paúl Benavides
En días pasados publicamos un comentario sobre el artículo de un crítico del suplemento Áncora (20/12), relacionado con la producción del 2015 en el género de poesía. En esta oportunidad, nos referimos a lo que Álvaro Rojas plantea en ese mismo espacio con el título de “Narrativa en Costa Rica este 2015: Mil y una historias”. Es importante discutir sus aseveraciones por cuanto intenta presentarse su comentario como un grupo de criterios de autoridad.
Un solo comentador seleccionado por Áncora se enfrenta a todas las novelas publicadas en el 2015, que no fueron pocas, y elige la “mejor”, en tan solo mil doscientas veintidós palabras.
Inicia el crítico seleccionado con noticias de reediciones de novelas y premios de algunos autores nacionales. Dice que la “novela costarricense pasa por un período de mucha actividad; algunos escritores costarricenses se asoman con sus textos a las páginas de grandes editoriales”. A todo esto le parece que falta un trabajo similar al realizado por Álvaro Quesada Soto con respecto a los últimos 25 o 30 años de “producción costarricense”. Entendemos su referencia y nos parece plausible. Hacen falta estudios totalizadores, profundos, como dice Rojas.
A su vez, describe que “este año, las novelas histórica, negra, psicológica y cierto tipo de novela experimental se mantienen como tendencias en nuestra narrativa; el número de editoriales ha crecido, las revistas literarias, principalmente digitales, también”. Todas estas noticias y menciones al estado narrativo es confirmable. Hasta el momento Rojas se mantiene en la descripción de hechos que es moneda común en el medio literario.
Sin embargo, notamos que en el párrafo cuarto de su discurso comete una sorpresiva disrupción, cuando afirma lo siguiente: “Todo ello favorece la discusión (presumimos que todo ello es la actividad literaria, etc.), la confrontación de ideas y la madurez para aceptar el ejercicio crítico, que es limitado en ambientes pueblerinos donde se escribe más para ganar premios y salir en los periódicos que por pasión literaria; me refiero a esos lugares donde resulta más importante el querer ser escritor que el acto de escribir, para seguir aquella famosa distinción que hizo William Faulkner. En síntesis, no puede haber crítica literaria donde los egos son más grandes que las obras”.
Nos interesa esta disrupción en el feliz registro de las noticias literarias del crítico. ¿Quiere decir que nos anuncia ad portas que el aceptar sus siguientes disquisiciones será un acto de madurez de nuestra parte? ¿De no aceptar su ejercicio crítico seremos acusados de inmaduros por cuanto este es “limitado en ambientes pueblerinos donde se escribe más para ganar premios”…? ¿Por qué se cura en salud Álvaro Rojas? ¿Cuál es su verdadero interés subyacente?
El crítico es contundente: “… no puede haber crítica literaria donde los egos son más grandes que las obras”. ¿Contra cuáles egos se dirige? ¿Contra los egos de los escritores cuyas obras no citará en el artículo? ¿No es un comentario lo que desarrolla sobre la narrativa del 2015? ¿Por qué se embarca en lucubraciones sociológicas sobre el medio cultural y sobre actitudes esperables? ¿Para qué carga su batería contra los “ambientes pueblerinos” donde la crítica sufre limitación? ¿Cómo no podría tener cualquier autor derecho a aspirar a un premio o a dirigirse contra una crítica específica? ¿No es que el crecimiento literario favorece “la discusión, la confrontación de ideas”? ¿No hay aquí de hecho una burda contradicción? Todos los autores tienen derecho a aspirar a premios, becas, oportunidades. Todos los autores deben tener su ego para defender lo que escribe. Si un crítico es amañado es necesario decirlo.
Hasta aquí Álvaro Rojas está satisfecho, en apariencia, con haber zanjado cualquier oposición por haber reducido posibles oposiciones, pues quienes lo hicieren ya sabemos que vienen de lugares donde los “egos son más grandes que las obras”, de “ambientes pueblerinos donde se escribe más para ganar premios y salir en los periódicos que por pasión literaria” (lo cual es opinión nada más basada en los mismos chismes de todas las épocas que se dan en los corrillos literarios de cualquier país y que situación inherente al mismo mundillo de los escritores).
Acto seguido, el crítico elige a la carta, luego de amonestar sacerdotalmente. Y esta otra disrupción es de antología: “Oscar Núñez Olivas, con su novela ʻLa guerra prometidaʼ, publicada por Alfaguara, trae nuevamente al terreno de la ficción la guerra contra los filibusteros de 1856. Mediante una estupenda novela histórica –a mi juicio a la mejor de este año–, reconstruye los escenarios…” Entendemos por fin el ambiente preparador hasta el momento, las disrupciones extrañas y las preceptivas personales para aceptar el “ejercicio crítico”. Con esta apresurada selección del libro del año en novela, comprendemos los zigzagueos semánticos de Álvaro Rojas.
Sin embargo, nosotros nos preguntamos: ¿qué clase de metodología es esta para ejercer la crítica en un medio pueblerino donde hay egos más grandes que las obras y escritores que escriben para premios? ¿Se encuentra en un mejor nivel?
Las siguientes menciones de Álvaro Rojas utilizan las frases y palabras conocidas para elogiar obras de agrado personal: “estupenda”, “extraordinaria obra”, “atrevimiento narrativo”, “chispazos de fineza literaria”, una novela que fue noticia “porque la publicó Anagrama y porque él, su autor, tiene entre sus nacionalidades la nuestra” (suficiente motivo entonces para dejar claro su puesto en la lista).
No dejamos de mostrar algún asombro cuando Rojas se dirige a la novela negra en el país. “Este tipo de obra (escribe), que cuando se hace bien es fluida, irreverente, más de acción que de reflexión…” ¿Es exacto decir que la novela negra se construye con más acción? ¿No es más bien un género que nos pone a reflexionar sobre el pudridero que son nuestras sociedades?
Una nota de párrafos que parecen hilados a la fuerza es lo que nos ha parecido este comentario de Álvaro Rojas donde expresa varias ideas por aparte, como el ejercicio crítico, la producción literaria nacional y los pocos libros que cita de toda esta producción de un año. La falta de información de la que hace gala, las generalizaciones burdas sin estadísticas a mano, las reprimendas que lanza contra el mundillo literario y el ambiente pueblerino, y el recuento colegial de las obras seleccionadas, sin más análisis, nos preocupa.
Estamos de acuerdo con Rojas en que el “ejercicio crítico” debe tener un espacio, pero este debe ganarlo. No con notas enlatadas se logrará. De eso estamos seguros. Las notas enlatadas en este caso revelan que el comentario falló en la lectura de las obras publicadas en el 2015. Que no hizo más que un resumen de algunas novelas. Y que de algunas novelas, como la de Carlos Fonseca, solo sabe que deben ser referidas por su publicación en Anagrama, lo cual no revela ninguna madurez del crítico. Como no revela madurez, tampoco, su necesidad de que se respete el “ejercicio crítico”, solo para cubrirse la espalda, quizá porque no ha leído todas las novelas del año para convertirse en una autoridad de amplio criterio.
Finalmente, el crítico sigue curándose en salud: “No quisiera cerrar sin decir (aduce en el último párrafo de su nota), que los maestros recomiendan no realizar evaluaciones definitivas de obras tan cercanas…” A esto le podemos responder que ya la evaluación la sugirió al aceptar ser el seleccionador de las obras publicadas en el 2015. Si vio que era poco factible hacer tal tarea, debió haberse excusado, era lo más ético habiendo analizado sus criterios. Aquí entonces vemos que el crítico ya no recomienda la confrontación sino que, de súbito, como sacado de la manga, ya la evaluación no es recomendable. ¿Entonces para qué tanta alharaca acerca del ejercicio de la crítica? ¿Tira la piedra y esconde la mano? Cualquiera puede confirmar aquí un alto grado de dubitación del crítico, de temblor por firmar una nota que no le cuajó y que ha aceptado escribir de manera torpe y despreocupada.
Por último, dice que “como pasa con cualquier novela, es prudente esperar lo que les ocurra al enfrentar la prueba del tiempo, los juicios que sobre ellas emitan los críticos, los lectores y las academias”. El cambio de enfoque del artículo nos hace perdernos cada vez más. Ahora debemos dejarlo todo al tiempo. El tiempo y otros juicios, incluso juicios de lectores y academias.
¿Se pueden conjugar todos estos argumentos y encontrarles un hilo conductor? No, porque no los tienen. Álvaro Rojas solo nos confunde y nos extravía en sus deliberaciones. Es tan vacilante que no puede dejar nada claro, salvo que ahora ya él no es el crítico, pues todo lo deja al tiempo.
“Por ahora podemos decir –termina diciendo– que mil y una historias se escriben en Costa Rica y que ya solo eso es una buena señal”. Sin embargo, esta afirmación tan feliz y coqueta tiene un acento condescendiente y epidérmico (como el resto del artículo). No sabemos qué puede ser eso de “mil y una historias” que se escriban en el país. Es una frase que podría ser feliz o irónica. Tampoco podríamos comprender si las miles de historias son una buena señal. ¿Una buena señal de qué? ¿De la producción literaria que él mismo no es capaz de citar obligadamente en un comentario porque no la ha analizado toda, obviamente? ¿De la actividad de las editoriales? ¿De la lectura en sí misma? ¿De la discusión que pueda derivarse de la presencia de muchas novelas con diferentes temáticas? ¿A qué hace alusión el crítico?
No lo sabemos. Lo que sabemos es que Álvaro Rojas debió haberse abstenido de analizar el panorama narrativo del año (por lo menos en novelas, porque en cuento no hace ninguna alusión), porque obviamente no estaba a la altura de dicha tarea.

Jorge Guillén. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1977.

Nació el 18 de enero de 1893 en Valladolid. Fue el mayor de cinco hermanos.

Cuando cuenta 16 años se traslada a Suiza y estudia francés en la ciudad de Friburgo. Cursó estudios de Filosofía y Letras en Madrid, aunque se licenció en Granada en 1913. En 1920 empieza a publicar sus poemas en revistas como `La Pluma` y en la `Revista de Occidente`. Fue lector de español en La Sorbona entre 1917 y 1923 y Catedrático de Lengua y Literatura Españolas en Oxford. Catedrático de Literatura en las universidades de Murcia y Sevilla.


Durante la Guerra Civil estuvo preso y consigue la libertad gracias a las gestiones de su padre, pero es inhabilitado por el Ministerio de Educación para el ejercicio de cualquier cargo público. Tras abandonar España cruzando a pie el Bidasoa, en 1938 se establece en Estados Unidos. Dio clases en diversas universidades estadounidenses y de Latinoamérica. El el 11 de octubre de 1961 contrajo matrimonio en Bogotá con Irene Mochi Sismondi. Regresó a España en 1975, instalándose en Málaga hasta su fallecimiento.

Cántico, su libro de poemas editado en 1928, fue ampliado en los años 1936, 1945 y 1950. El segundo periodo en que suele dividirse su obra, viene constituido por Clamor, con sus tres volúmenes: Maremágnum (1957), Que van a dar en la mar (1960) y A la altura de las circunstancias (1963). En Homenaje (1967), el tercer periodo de su obra, realiza una síntesis de las dos tendencias previas, con una poesía pura. Aire nuestro (1968) recoge su poesía completa, a la que luego se añadirán Y otros poemas (1973) y Final (1982). Además publicó obras críticas como Lenguaje y poesía (1962).

Fue galardonado con el Premio Cervantes en el año 1976. En 1978, fue elegido académico de honor de la Real Academia Española.

Jorge Guillén falleció el 6 de febrero de 1984 en Málaga.

CÁNTICO.
(Fragmento).

DEDICATORIA INICIAL
A MI MADRE
EN SU CIELO

A ELLA,
QUE MI SER, MI VIVIR Y MI LENGUAJE
ME REGALÓ,
EL LENGUAJE QUE DICE
AHORA
CON QUÉ VOLUNTAD PLACENTERA
CONSIENTO EN MI VIVIR,
CON QUÉ FIDELIDAD DE CRIATURA
HUMILDEMENTE ACORDE
ME SIENTO SER,
A ELLA,
QUE AFIRMÁNDOME YA EN AMOR
Y ADMIRACIÓN
DESCUBRIÓ MI DESTINO,
INVOCAN LAS PALABRAS DE ESTE CÁNTICO.
 Por el otero asoma
Al aire de tu vuelo.
SAN JUAN DE LA CRUZ

1. AL AIRE DE TU VUELO
I
MAS ALLÁ
I
(El alma vuelve al cuerpo,
Se dirige a los ojos
Y choca.) –¡Luz! Me invade
Todo mi ser. ¡Asombro!

Intacto aún, enorme,
Rodea el tiempo. Ruidos
Irrumpen. ¡Cómo saltan
Sobre los amarillos

Todavía no agudos
De un sol hecho ternura
De rayo alboreado
Para estancia difusa,

Mientras van presentándose
Todas las consistencias
Que al disponerse en cosas
Me limitan, me centran!

¿Hubo un caos? Muy lejos
De su origen, me brinda
Por entre hervor de luz
Frescura en chispas. ¡Día!

Una seguridad
Se extiende, cunde, manda.
El esplendor aploma
La insinuada mañana.

Y la mañana pesa,
Vibra sobre mis ojos,
Que volverán a ver
Lo extraordinario: todo.

Todo está concentrado
Por siglos de raíz
Dentro de este minuto,
Eterno y para mí.

Y sobre los instantes
Que pasan de continuo
Voy salvando el presente,
Eternidad en vilo.

Corre la sangre, corre
Con fatal avidez.
A ciegas acumulo
Destino: quiero ser.

Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
¡Con la esencia en silencio
Tanto se identifica!

¡Al azar de las suertes
Únicas de un tropel
Surgir entre los siglos,
Alzarse con el ser,

Y a la fuerza fundirse
Con la sonoridad
Más tenaz: sí, sí, sí,
La palabra del mar!

Todo me comunica,
Vencedor, hecho mundo,
Su brío para ser
De veras real, en triunfo.

Soy, más, estoy. Respiro.
Lo profundo es el aire.
La realidad me inventa,
Soy su leyenda. ¡Salve!

II
No, no sueño. Vigor
De creación concluye
Su paraíso aquí:
Penumbra de costumbre.

Y este ser implacable
Que se me impone ahora
De nuevo –vaguedad
Resolviéndose en forma

De variación de almohada,
En blancura de lienzo,
En mano sobre embozo,
En el tendido cuerpo

Que aun recuerda los astros
Y gravita bien– este
Ser, avasallador
Universal, mantiene

También su plenitud
En lo desconocido:
Un más allá de veras
Misterioso, realísimo.

III
¡Más allá! Cerca a veces,
Muy cerca, familiar,
Alude a unos enigmas.
Corteses, ahí están.

Irreductibles, pero
Largos, anchos, profundos
Enigmas –en sus masas.
Yo los toco, los uso.

Hacía mi compañía
La habitación converge.
¡Qué de objetos! Nombrados,
Se allanan a la mente.

Enigmas son y aquí
Viven para mi ayuda,
Amables a través
De cuanto me circunda

Sin cesar con la móvil
Trabazón de unos vínculos
Que a cada instante acaban
De cerrar su equilibrio.


Fuente: Editorial Fuenteovejuna. 1985.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Críticos de hoy con bolas de cristal Por Guillermo Fernández y Jorge Méndez Limbrick.


Críticos de hoy con bolas de cristal
Por Guillermo Fernández y Jorge Méndez Limbrick
Es imprudente y riesgoso pretender erigirse en el censor de la producción de cualquier género literario del país en menos de mil palabras. Pero en Costa Rica suelen darse estas “iniciativas” que podrían adecuarse al folclor con el cual se mira el vasto universo de los sucesos. Se trata de una osadía poco realista. ¿Cómo referirse a tantos libros publicados en tan pocas líneas? ¿Qué clase de don es ese? Es algo que hemos visto en muchos medios periodísticos, blogs y páginas literarias de Facebook. A su vez, el hecho de forjar un rating tomando la opinión de buenos lectores tampoco es sobrio. No creemos que exista un solo lector que haya leído toda la narrativa o poesía y que pueda definir cuál es el mejor libro. En otros años, quizá cuando el folclor era menos visible, un solo hombre, desde una tribuna periodística, definía los mejores libros del año con una autoridad de piedra. Un solo hombre. Inmenso criterio.
El 20 de diciembre del año en curso, Áncora publicó dos comentarios sobre la producción literaria del país: “Narrativa en Costa Rica este 2015: Mil y una historias”, de Álvaro Rojas; y “Poesía en Costa Rica: Un 2015 conservador”, por Gustavo Adolfo Chaves. Ambos son presentados como “especialistas”, además de otros tantos en otros campos artísticos.
La nominación de “especialista” eleva un tribunal infranqueable y nos induce a que seamos, nosotros los lectores no especialistas del suplemento cultural, receptores pasivos y resignados de lo que los conocedores han logrado percibir como los mejores libros, o los peores, o los que no merecen ni siquiera una mención. Algunos que han suspirado por una crítica literaria en el país, siempre a favor del crítico y en contra de los escritores narcisistas y delicados, pueden sentirse satisfechos. Ahora sí hay quienes definan lo correcto, ahora sí se hieren susceptibilidades y que aguanten los que no merecen consideración de los respetables investigadores.
Sin embargo, nada más lejano que esa presunción. Leyendo sin más compromiso que el exigido por la objetividad, nos topamos con que los comentarios de los críticos están, lamentablemente, poblados de herméticas afirmaciones, sino personalísimos puntos de vista que no soportan una ligera discusión.
Por ejemplo, Gustavo Adolfo en su artículo nos indica que este ha sido un año conservador en poesía. Sin embargo, nunca define para él qué significa que sea “conservador”. ¿Es un término negativo? ¿Cómo debe ser una poesía no conservadora? ¿Una que no se apoye en la tradición? ¿Y cuál es esa tradición? ¿La de los nuevos poetas que ya no son tan nuevos? –algunos de estos también publicaron–, ¿la de los trascendentalistas? Puede decir, mondo y lirondo, que hay poemas de amor que en él despiertan su “indiferencia” y poemas de sexo que le provocan “castidad”, otros que “incitan a bailar salsa” y otros que son “imitaciones ad infinitum del estilo que ha ganado premios y becas”. Ergo, el año en poesía ha sido conservador. Es decir, de lo anterior se deduce que sea un año conservador. Y con esas apreciaciones. Pero tampoco establecemos por ningún lado cómo logra establecer la deducción.
De acuerdo con su amplia lectura de los libros de poesía del año –según parece–, para el crítico que es Gustavo nadie ha roto los moldes. Pero, ¿cuáles moldes, de qué corriente literaria, con respecto a la moral o al estilo? ¿De qué habla? ¿Contra qué paradigma se dirige? No entendemos.
En otro párrafo, Gustavo arremete: “Seguimos sufriendo poemas eróticos que usan las flores y las frutas como referentes, y otros de corte feminista que denuncian el sostén y alaban las estrías. Ya nadie espera que los poetas nos guíen, pero quizás podríamos pedirles que no nos atrasen”. Si para defenestrar la poesía de un año –o algunos poemarios específicos– solo es suficiente utilizar esas frases de Gustavo, algo está ocurriendo, el análisis cuidadoso está siendo reemplazado por el aforismo iluminado, por la inspiración del hierofante, algo que les ocurría a los que leían mucho a Nietzsche y terminaban en trabalenguas.
Algunos pueden pensar que este crítico es libre de percibir las anomalías de una poesía que se centra en lugares comunes. El problema es que no expone, no argumenta ni discute. ¿Cómo se puede discutir con alguien que se expresa con burlas? Es lamentable que no haya sido eficaz teniendo el espacio para serlo. Pues la mofa en sí misma no es una forma de convencimiento, sino la señal de una actitud donde prevalece la ostentación, la petulancia o, peor aún, la prepotencia. En una barra de bar uno podría indicar que la fruta es un referente anodino para un poema erótico, pero en un suplemento cultural, la exigencia sería que el crítico rompa el molde de ese escenario y nos lleve por los caminos de su mente diáfana, no de la chota cantinesca. En ese caso, nos quedamos mejor oyendo diatribas en una taberna de la Calle de la Amargura, donde parece haberse quedado una gran parte de la motivación literaria de este país.
¡Pero sorpresa! Más adelante, el crítico advierte “recompensas” en “Ser un tercero” de Esteban Alonso Ramírez, “un texto de amor triste, virtual e intransitivo”. Aquí la cosa empieza a cambiar, no todo es naufragio o poetas que no nos guían, etc. Sin embargo, lo del amor triste sí que lo comprendemos, pero el empleo de “virtual” e “intransitivo” revelan incauto empleo del idioma. Si es triste no puede ser virtual. Obsérvese lo que significa “virtual”, según el DRAE: “1. adj. Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente, frecuentemente en oposición a efectivo o real. 2. adj. Implícito, tácito. 3. adj. Fís. Que tiene existencia aparente y no real”. Por favor, no juegue de maromero del adjetivo, basta con las poesías cargadas de ellos. Si el afán era clarificar, no ayuda.
A pesar de que ha encontrado un año conservador en poesía, hay un libro que le parece “estremecedor” al crítico, incluso hay un poema en ese mismo libro (“Los paisajes son repeticiones” –Hernández–), que “es una iluminación”. ¿Será este uno de los libros que rompieron los moldes por “estremecedor”? Pero si el año fue conservador en poesía (véase el título del artículo), este poemario que lo estremeció y que fue uno de los que rompieron los moldes no puede ser conservador, obviamente. El problema de meter todo en un adjetivo nos lleva a serias contradicciones y complicaciones semánticas. Aquí el crítico da trompicones. Se le ven los “chingos” como diría nuestra abuela.
Gustavo Adolfo juega con nosotros con el título del artículo porque apunta a libros que parece consagrar. Lo de conservador del año 2015 no quita los “inefables” adjetivos que le sirven para pontificar con respecto a algunos poemarios. Y creemos que tiene todo el derecho de hacerlo porque sus gustos son respetables. Nosotros mismos defenderíamos sus gustos, vivimos en un medio donde se ha logrado un alto grado de libertad, y moriríamos por que el crítico se exprese todo lo que desee, como ya dijo un pensador. Pero por sus juegos de palabras no metemos la mano al fuego.
Vemos entonces que Gustavo cambia el tono de la burla a un tono positivo y entusiasta con respecto a libros como “Ganamos el partido”, “El señor Pound”, “Bartender” (“una hermosa y sorpresiva crónica de los trabajos y las noches que involucró sacar adelante el bar Rayuela”, conmovedor criterio para toda esa épica del bar). En este sentido, el crítico encuentra un “libro inolvidable”, “una contribución clara al género elegíaco local” (no sabíamos que existía ese género y si con el empleo de “local” se reduce las buenas intenciones de lo descrito), “las páginas más enternecedores sobre Ezra Pound” (¿había otras menos enternecedoras?, ¿cuál sería la referencia explícita?); y el libro que es un “hito”. Este cambio nos parece importante e insta a la lectura de dichos poemarios, sin embargo, las ponderaciones se hacen con esos acentos débiles y si se quiere desde una valoración cursi (por no decir conservadora). ¿Para qué desaprovechar la oportunidad de un espacio en un suplemento cultural y embutir a los lectores con que un libro es inolvidable o que pertenece a un género elegíaco local? ¿Cómo se puede legitimar el valor de un libro desde la base de una labor en una cantina por muy grandiosa que sea?
Advierte Gustavo Adolfo, finalmente (porque ya nos salió la crítica de la crítica más larga que esta misma), nos reserva una mención “curiosa” sobre el libro “Crooner” del autor Alfredo Trejos. Su mención es la siguiente: “Trejos no es que sea predecible, es que es confiable. Uno va a él como quien va a la cantina del barrio: por ʻlo de siempreʼ.” Como si no bastaran los juegos de palabras que encontramos ya arbitrarios para definir lo que se publicó en poesía en 2015, ahora nos exige Gustavo que nos imaginemos que se va al libro del poeta como se va a la cantina del barrio a pedir el mismo trago. Una comparación que bien pudo haberse quedado –de nuevo insistimos– en dicha cantina. Pues no todos los chistes de cantina sirven para hacer crítica literaria, salvo que la chistosidad haya logrado ser hoy día otra cosa.
El crítico termina su artículo con la siguiente expresión: “Lo que faltó este año es lo que ha faltado siempre, pero ya finalmente se vislumbra”. Pero, ¿qué es lo que ha faltado siempre? ¿Por qué esa pregunta numinosa, casi al borde de una jerga taoísta? Nada se definió. El crítico parece sonreír, malévolo, porque sabe más que nosotros y se guarda ese saber con una interrogante sibilina. Alguien dirá, y con razón, que el papel de Walter Mercado de la poesía no le calza con decoro. Pues no estamos para que nos lea sus cartas del Tarot.
El final de su artículo no parece honrar lo que ya había enfocado como relevante, según hemos comprobado. Encontró páginas excelentes, enternecedores, inolvidables (solo revisemos lo apuntado), pero sigue encontrando que le faltó al año lo que siempre le ha faltado, ¡y que ya vislumbra!
A todo esto, parece que sí tiene una bola de cristal.
http://www.nacion.com/ocio/artes/Poesia-Costa-Rica-conservador_0_1531446854.html

domingo, 27 de diciembre de 2015

André Malaraux. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1976.


André Malraux (París, 3 de noviembre de 1901 - Créteil, 23 de noviembre de 1976), novelista, aventurero y político francés. Personaje representativo de la cultura francesa que giró en torno al segundo tercio del siglo XX, en su vida se confunden los elementos novelados del escritor con la expresión del hombre público, la propaganda del político y la realidad de los hechos históricos que vivió.

Esta mezcolanza ha llevado a alguno de sus críticos, como el biógrafo Olivier Todd a considerar a Malraux el primer escritor de su generación que logró edificar de una manera eficaz su propio mito. André padecía el Síndrome de la Tourette, una afección que provocaba las características muecas, guiños y tics que tanto le distinguieron en vida durante sus apariciones públicas y entrevistas.

Nacido Georges-André Malraux, su padre, Fernand, era un agente de bolsa apasionado por los inventos y la mecánica, que primero abandonó a su familia y luego se suicidó. André pasó una infancia acomodada en Bondy, suburbio de clase media en las afueras de París, en compañía de su madre Berthe, su tía y su abuela quienes regentaban una pastelería.

A pesar de no sufrir estrecheces económicas y de disponer de una educación privada y un reducido grupo de buenos amigos, el escritor resumió en las primera líneas de sus Antimemorias aquella etapa de su vida: casi todo los escritores que conozco recuerdan con cariño su infancia, yo odio la mía. En el curso de su vida, marcada por tragedias personales (pierde a su esposa Josette Clotis en condiciones dramáticas, luego los dos hijos), ha tratado a las grandes personalidades del mundo político (Mao Zedong, John F. Kennedy y Jawaharlal Nehru, por ejemplo) y ha mantenido un diálogo constante con los grandes artistas: Pablo Picasso, Marc Chagall, Georges Braque, Maurice de Vlaminck, André Derain, Fernand Leger, Jean Cocteau, André Gide, Max Jacob, Pierre Reverdy y Louise de Vilmorin, quien fue su última compañera.

Hombre de libertades, Malraux jamás se creyó atado a un dogma y, a través de sus mutaciones, fue siempre fiel a su necesidad de superación, a su heroísmo duro que excluye apelar a utopías consoladoras. En 1976 recibe el Premio Internacional Alfonso Reyes.

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Nota: el Premio Internacional Alfonso Reyes, es un premio por la obra del autor y su carrera como escritor y no por un libro determinado.

Libro: La condición humana.
La gran importancia literaria de La condición humana reside en que, de la complejidad de una acción vigorosa y fértil en situaciones trágicas, surge el planteamiento de los grandes problemas que afectan a la conciencia moderna en el seno de la vida política y moral. La acción está situada en Shanghai en 1928, en la lucha de los comunistas contra Chiang-Kai-shek. Cada uno de los protagonistas, simbólicos pero dotados de un poderoso aliento humano, caracteriza una actitud diferente ante los problemas. `Malraux ha sido uno de los primeros en presentir el carácter catastrófico de nuestra época. El mundo trágico que nos reveló una vez, esa cárcel donde los torturados se arrastran y donde los condenados a muerte marchan eternamente hacia el sitio del suplicio, ese mundo de sangre y de prisión donde el loco recibe los latigazos, y el moribundo muere en cadenas, no era, sabemos ahora, la fantasía de una imaginación desordenada, sino la profecía de lo que llegaría a ser nuestro mundo cotidiano.

Francesco Polidori
Fuente: Editorial Sudamericana. Año 1950.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Alejo Carpentier. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1975.


Alejo Carpentier. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1975.
Premio a investigación literaria y trayectoria literaria.
Otorgado por Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), Instituto Nacional de Bellas Artes, Sociedad Alfonsina Internacional, Universidad Autónoma de Nuevo León, Universidad Regiomontana, Instituto Tecnológico de Monterrey.

VIAJE A LA SEMILLA.
El tiempo nos devora y atraviesa, nos concede el don de la esperanza o la repetición del hastío. El tiempo baila de continuo en nuevos instantes y alberga la expectativa del futuro, del mañana desconocido. Pero, a pesar de sus propagaciones hacia nuevas bocanadas de segundos, el tiempo contiene siempre un corredor de regreso hacia el origen, el comienzo, la semilla.

En la celebre narración El viaje a la semilla de Alejo Carpentier, el tiempo de la narración literaria es, paralelamente, magia metafísica, alquimia de la conciencia abrumada por el presente y la expectativa del futuro. La lectura ya no es sólo un avanzar en el despliegue del relato. Es también el proceso ficcional que trasciende el tiempo corriente, y un acercarse a la semilla inicial donde el tiempo oculta su matriz, su fuente de la que surgen todos los instantes.
«Viaje a la semilla [...] es una biografía tomada en tiempo recurrente, es decir, en vez de hacer una biografía de un hombre desde el momento en que nace hasta el momento en que muere, se le toma en el momento en que está muriendo, en el momento en que se muere, y se reconstruye su vida desde la muerte hasta su nacimiento. Me dirán ustedes que hay, tal vez, en ello un juego gratuito. No, porque precisamente ese tratamiento de una biografía, viene a mostrarnos la coincidencia que hay entre los primeros días del hombre y los últimos días del hombre [...]. Se desarrolla en La Habana, en una Habana barroca, en una Habana de comienzos del siglo XIX, está relacionada con la pintura de Amelia Peláez».

La cultura en Cuba y en el mundo,
Editorial Letras Cubanas, 2003.

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Alejo Carpentier
Viaje a la semilla

VIAJE A LA SEMILLA. FRGAMENTO.I

—¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Premio Internacional Alfonso Reyes. Año 1973. Galardonado: Jorge Luis Borges.




El Premio Alfonso Reyes es un premio mexicano que se otorga por la distinción a la trayectoria, los méritos y las aportaciones dentro de la investigación literaria. El Premio Internacional Alfonso Reyes premia la excelencia de la obra de un escritor, tal como fue la de Alfonso Reyes, autor de Visión de Anáhuac y Junta de sombras, entre otras obras.
Desde su creación el Premio Internacional Alfonso Reyes es otorgado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), la Sociedad Alfonsina Internacional, el gobierno del estado de Nuevo León por conducto del Consejo para la Cultura y las Artes (Conarte), la Universidad Autónoma de Nuevo León, la Universidad Regiomontana y el Instituto Tecnológico de Monterrey.
El galardón, instaurado a iniciativa de Francisco Zendejas en 1972, es un homenaje al escritor regiomontano Alfonso Reyes, como reconocimiento a la obra ejemplar que surgió de su pluma.
La primera entrega de este premio se realizó en 1973. (Fuente: Wikipedia).

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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