lunes, 4 de enero de 2016

Ed MacBain. Novela policíaca: "Cuando Sadie murió".


Evan Hunter (15 de octubre de 1926 - 6 de julio de 2005) fue un escritor y guionista estadounidense. Nacido bajo el nombre de Salvatore Albert Lombino, adoptó legalmente el nombre de Evan Hunter en 1952. Durante su trayectoria como escritor fue mejor conocido como Ed McBain, pseudónimo que utilizó en la mayoría de sus novelas de ficción criminal, a partir de 1956.

Seudónimos que utilizó:
- Ed McBain - S. A. Lombino - Hunt Collins - Curt Cannon - Richard Marsten - Ezra Hannon - John Abbott.

Escribió en el período 1951-2005 los géneros de Ficción criminal, misterio y ciencia-ficción.

Novela policíaca recomendada: “Cuando Sadie murió”.

Título original:
SADIE WHEN SHE DIED

Traducción: Antonio Samons

1.a edición: enero, 1983
La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España)
Traducción: © 1983 by Editorial Bruguera, S. A.
Ilustraciones interiores: Caries Freixas
Diseño de colección: Neslé Soulé

Printed in Spain
ISBN 84—02—09204—7 / Depósito legal: B. 39.112 — 1982
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Carret. Nacional 152, km 21,650. Parets del Vallès (Barcelona) — 1982


Para Charlotte y Dick Condon
La ciudad que se presenta en estas páginas es imaginaria. Personajes y lugares son, en su totalidad, inventados. Sólo los métodos de investigación policíaca responden a la realidad ma-terial de las cosas.


 1

El inspector Carella no estaba seguro de haber entendido bien a su interlocutor. Las palabras de aquel hombre no eran las propias de un marido desconsolado cuya esposa yace en el suelo de su dormitorio, con el paquete intestinal fuera del vientre y en un charco de sangre. El individuo en cuestión, que perma-necía cerca del teléfono de la mesilla de no-che, en pie, con el sombrero flexible, los guantes, la bufanda y el abrigo todavía pues-tos, era un hombre de elevada estatura, cuyo rostro, demasiado largo, presentaba la estra-tégica divisoria de un bien cuidado bigote gris en armonía con las canas que le blanqueaban las sienes. Los ojos claros, azules, mostraban una manifiesta ausencia de dolor o aflicción. Y, como para asegurarse de que Carella le había entendido correctamente, repitió parte de sus anteriores palabras, esta vez todavía con más énfasis.
—Celebro infinito que haya muerto —de-claró.
—Señor —repuso Carella—, sin duda no necesito recordarle...
—Dice usted bien —le atajó el otro—: no necesita recordármelo. Se da la circunstancia de que soy abogado criminalista. Conozco mis derechos y soy plenamente consciente de que cualquier cosa que diga ahora, por pro-pia iniciativa, puede ser utilizada en mi con-tra más adelante. Y le repito que mi mujer era una golfa indeseable y que me alegra que la hayan matado.
Con un gesto de asentimiento, Carella abrió su libreta de notas y, tras echarle una ojeada, preguntó:
—¿Es usted la persona que avisó a la policía?
—En efecto.
—Luego, usted es Gerald Fletcher.
—El mismo.
—¿Cómo se llamaba su esposa, míster Fletcher?
—Sarah. Sarah Fletcher.
—¿Quiere contarme lo sucedido?
—Llegué a casa hace un cuarto de hora. Llamé a mi mujer desde la puerta de entra-da, y no recibí respuesta. Entré aquí, en la alcoba, y la encontré tendida en el suelo, muerta. Llamé inmediatamente a la policía.
—¿Presentaba la habitación este estado cuando entró usted?
—Sí.
—¿Ha tocado algo?
—Nada. No me he movido de este punto desde que hice la llamada.
—¿Había alguien aquí cuando apareció usted?
—Nadie en absoluto. Excluida mi esposa, claro está.
—¿Y dice usted que llegó a casa hace unos quince minutos?
—Más o menos. Puede usted verificarlo con el ascensorista que me subió.
Carella consultó su reloj.
—Eso significa que serían alrededor de las diez y media.
—Sí.
—Y usted llamó a la policía a las... —Ca-rella estudió la libreta—. A las diez treinta y cuatro. ¿Es así?
—No miré el reloj, aunque supongo que sería esa hora.
—Bien, la llamada se registró a las...
—He dicho que seguramente sería esa hora.
—¿Es suya la maleta que hay en el pasillo de la entrada?
—Sí.
—¿Volvía de viaje?
—He pasado tres días en California.
—¿En qué lugar?
—En Los Angeles.
—¿Con qué motivo?
—Un socio mío necesitaba asesoramiento para preparar una defensa.
—¿A qué hora llegó el avión?
—A las nueve cuarenta y cinco. Retiré mi equipaje, tomé un taxi y vine a casa.
—Y llegó a eso de las diez y media, ¿no es eso?
—Eso es. Por tercera vez.
—¿Perdón?
—Que es la tercera vez que establece us-ted ese hecho. Por si le queda alguna duda, repetiré que llegué aquí a las diez y media, encontré muerta a mi esposa y llamé a la po-licía a las diez y treinta y cuatro.
—Sí, señor. He anotado todo eso.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Flet-cher inesperadamente.
—Carella. Inspector Steve Carella.
—Lo tendré presente.
—Así lo espero.
Mientras Fletcher se disponía a tener pre-sente el nombre de Carella; mientras el fotó-grafo de la policía ejecutaba su pequeña y macabra danza alrededor del cadáver, hacien-do destellar luces de magnesio, plasmando la muerte en película Polaroid para su inmedia-ta verificación: disparo del resorte, espera de quince segundos, un «biip», un tirón, un examen de la instantánea, a ver si la señora ha salido bien, o todo lo bien que pueda sa-lir una mujer que tiene rajado el vientre y esparcidos los intestinos sobre una alfombra; mientras dos polizontes de la Brigada de Ho-micidios, Monoghan y Monroe, soltaban pes-tes por haber sido sacados de casa en una fría noche de diciembre, a dos semanas de las Navidades; mientras el inspector Bert Kling entrevistaba en la planta baja al ascen-sorista y al portero, en un intento de estable-cer la hora exacta en que míster Gerald Flet-cher había llegado en un taxi frente a aquel edificio de apartamentos del Silvermine Oval, subido en el ascensor y descubierto a Sarah, la que fuera su bella esposa, desparramada como una ameba en la alfombra del dormi-torio y muerta de una fea muerte; mientras sucedía todo eso, un técnico de laboratorio llamado Marshall Davies se afanaba en la co-cina de la casa, en espera de que apareciese el médico forense, certificara la defunción de la mujer y diagnosticara sus posibles causas (como si se precisase un genio para determi-nar que la habían abierto en canal con una navaja), momento en el cual Davies pasaría al dormitorio y, con extremo cuidado, tratan-do de salvar alguna de las valiosas huellas impresas en la empuñadura, retiraría con exquisito cuidado el arma homicida, que so-bresalía del vientre de la difunta, entre la san-gre y los detritos intestinales.
Davies, que aunque joven era un técnico concienzudo, se dio cuenta de que la ventana de la cocina estaba abierta de par en par, cosa no muy normal en una cruda noche de diciembre en que la temperatura había baja-do hasta los 12° Fahrenheit, por no decir na-da de los centígrados . Al inclinarse sobre el fregadero, Davies observó, además, que la ventana miraba a la escalera de incendios existente en la parte trasera del edificio. Y aunque a él sólo le pagaban por investigar los aspectos externos de cualquier acto crimi-nal —como, por ejemplo, si una víctima te-nía partículas de cristal alojadas en el globo del ojo, o fragmentos de plomo en el pecho, o, como en el caso de la mujer que ahora les ocupaba, un cuchillo clavado en el vientre—, no pudo menos de ponderar la posibilidad de que alguien, un intruso, hubiera saltado de la escalera de incendios al interior de la cocina y luego penetrado en la alcoba, liqui-dando allí a su ocupante. El hecho de que en el borde del fregadero hubiese la marca de una pisada, grande y sucia de barro, y una segunda huella en el suelo, no lejos del fre-gadero, y varias más en el encerado suelo de la cocina, sucesivamente menos intensas e inexorablemente orientadas hacia el salón, hi-zo pensar a Davies que estaba en presencia de algo muy gordo. ¿No era muy posible que un intruso hubiera saltado en realidad hasta el alféizar, y de allí al fregadero, y luego atra-vesado la cocina empuñando la navaja con la que momentos más tarde rasgaría con sa-ña, de izquierda a derecha y con tanta facili-dad como si se tratase de desprecintar un pa-quete de cigarrillos, el vientre de su víctima?
Davies refrenó sus especulaciones y proce-dió a fotografiar las pisadas visibles en el fre-gadero y en el suelo. A continuación, y pues-to que el médico forense seguía mariposean-do en torno al cadáver («Muerte por herida incisa —pensó Davies con irritación al imagi-nar el dictamen—. Qué demonios: ¡destripa-miento!») y parecía poco dispuesto a pronun-ciarse definitivamente sin antes haber consul-tado con su superior, o con su madre («Mi-ra, tenemos aquí un caso difícil: una mujer abierta en canal... ¿Qué crees tú que pueda haberle ocasionado la muerte?»), Davies sal-tó a la escalera de incendios, espolvoreó el saliente inferior de la ventana, que el intruso forzosamente tenía que haber asido para abrirla, y a continuación, por lo que pudiera ser, aplicó polvos también a los travesaños de la escalera de hierro que daba acceso a la de incendios.
El inspector Bert Kling se encontraba fatal.
Su estado, no dejaba de repetirse, no te-nía nada que ver con el hecho de que Cindy Forrest hubiese roto su compromiso hacía en ese momento tres semanas. En primer lugar, el suyo no había sido nunca un auténtico compromiso, y por tanto no era cuestión de ir por ahí lamentando la pérdida de algo que en realidad jamás había existido. Por otra parte, Cindy lo había dejado bien claro: por más que hubiesen pasado juntos ratos bue-nos, y por más que ella estuviese segura de recordar siempre con cariño y agrado los días y los meses (sí, incluso los años) que habían consumido creyéndose enamorados, lo cierto era que ella acababa de conocer a un joven muy atractivo, médico psiquiatra del Buena— vista Hospital, donde ella realizaba sus prác-ticas de interna, y, en vista de que compar-tían intereses similares y de que el joven en cuestión estaba más que dispuesto a casarse, mientras que Kling daba la impresión de ha-berlo hecho ya, pero con su arma reglamen-taria, una pistola del calibre 38, con un escri-torio lleno de arañazos y con una celda de detención preventiva, Cindy consideraba más prudente concluir de inmediato sus relaciones que prolongarlas bajo la amenaza del trauma que supondría una separación lenta y do-lorosa.
De eso hacía tres semanas; desde entonces no había visto ni llamado a Cindy, y el dolor de la ruptura era sólo comparable al que le producía la sinovitis del hombro, pese al bra-zalete de cobre que llevaba en la muñeca. El brazalete, que procedía nada menos que de Meyer Meyer, al que nadie, ni en sueños, hu-biera creído dominado por influencias supers-ticiosas, debía empezar a surtir sus efectos al cabo de diez días («Bueno, quizá dentro de dos semanas», había aducido Meyer defensi-vamente), pero en los siete días que venía lle-vándolo, Kling no había notado alivio algu-no, y sí, en cambio, la aparición de una man-cha verde en torno a la muñeca, justo por debajo del aro de metal. La esperanza es una emoción que no ha cesado de fluir desde la noche de los tiempos. En su memoria genética, Kling entreveía la imagen de una criatura simiesca que, junto a una fogata y frotándo-se los dientes, pedía a gruñidos una cuantio-sa caza para la próxima salida del sol. En esa misma memoria genética, aunque en un instante menos remoto, veía a Cindy Forrest desnuda en sus brazos y, junto con esa estam-pa, alentaba la proporcionada fantasía de una llamada en la que ella sé confesaría víc-tima de un error fatal y dispuesta a plantar de inmediato a su amigo, el psiquiatra. Aun-que no era, ni de lejos, el tipo de hombre que apoya los movimientos feministas, Kling le reconocía plenamente el derecho de tomar la iniciativa en lo referente al restablecimien-to de sus relaciones: ¿no era ella, a fin de cuentas, quien había dado el primer y termi-nante paso encaminado a zanjarlas?
A todo eso, la sinovitis seguía haciéndole pasar las de Caín, y él tenía que habérselas con un ascensorista que, lejos de ser un bri-llante joven en ascenso (hizo una mueca, pues detestaba los chistes malos, incluso los su-yos), le resultó un perfecto zoquete que, por no recordar, ni siquiera recordaba bien su propio nombre. Kling repasó por enésima vez el ya repetido interrogatorio.
—¿Conoce usted de vista a míster Fletcher?
—Desde luego —contestó el ascensorista.
—¿Cómo es?
—Bueno, verá, a mí me llama Max.
—De acuerdo, Max, pero...
—«Hola, Max», me dice. «¿Qué tal va eso, Max?». Y yo le contesto: «Hola, míster Fletcher. Bonito día, ¿verdad?»
—¿Podría describirme a míster Fletcher?
—Es simpático y bien plantado.
—¿De qué color tiene los ojos?
—¿Azules? ¿Castaños? Algo así...
—¿Cómo es de alto?
—Bastante alto.
—¿Más que usted?
—Desde luego.
—¿Más que yo?
—No, eso no... Como usted. Míster Flet-cher debe ser de su estatura, poco más o menos
—¿De qué color tiene el pelo?
—Blanco.
—¿Blanco? ¿Quiere decir gris?
—Blanco, gris, una cosa así.
—¿Cuál de los dos, Max? ¿No lo re-cuerda?
—Bueno, uno de los dos. Pregúntele a Phil. El lo sabe. En lo que se refiere a horas y cosas así, vale mucho.
Phil era el portero. En lo referente a ho-ras y cosas así, valía mucho. Era, además, un viejo charlatán y solitario que daba por muy buena la oportunidad de intervenir en una película de guardias y ladrones. Kling no conseguía meterle en la cabeza la idea de que la investigación que les ocupaba era auténti-ca: había arriba una mujer de cuerpo presen-te, alguien había puesto fin a su vida, y era el deseo de la policía llevar rápidamente ante los tribunales a esa persona.
—Oh, claro, claro —respondió Phil—. Y es que hay que ver cómo se está poniendo esta ciudad, ¿verdad? Ni siquiera cuando ni-ño he visto yo aquí cosas tan terribles. Yo nací en la parte sur, sabe usted, en un barrio donde si llevaba uno zapatos le llamaban ma-riquita. Nos pasábamos todo el tiempo pe-leando contra los italianos, sabe usted. Solía-mos arrojarles cosas desde los terrados. La-drillos, huevos, chatarra y, una vez, una tos-tadora; sí, se lo juro por Dios, una vez les tiramos desde la azotea la vieja tostadora de mi madre, y, ¡pum!, le dio a un italiano en toda la cabeza, que es un mal sitio donde darle a un italiano, claro, porque en ella na-da les hace nada. Pero lo que iba yo a decir-le es que nunca estuvieron aquí las cosas co-mo están ahora. ¿Qué nos pasábamos la vi-da cascándoles las liendres a los italianos y ellos a nosotros viceversa? De acuerdo, pero aquello era divertido, no sé si me entiende usted; vaya si era divertido. Hoy en día, en cambio, ¿qué pasa? Hoy en día se mete uno en un ascensor; le sale allí un loco drogado, le planta una pistola en las narices y le dice que o le da usted todo lo que lleva encima o le vuela la cabeza. Eso mismo le pasó al doc-tor Huskins, ¿o acaso cree usted que bro-meo? Vuelve a casa a las tres de la madruga-da y se mete en el ascensor. Max, que se ha ido a hacer un pis, lo ha puesto en servicio automático. Pero resulta que en el ascensor hay un fulano que sabe Dios cómo ha entra-do en el edificio, probablemente por la azo-tea, pues saltan por las azoteas como cabras montesas esos drogados, y va el tío y le plan-ta la pistola al doctor Huskins en las mismas narices, aquí, aquí mismo, apuntando hacia las fosas nasales, Cristo bendito, y le dice: «Deme todo lo que lleve encima, junto con todas las drogas que tenga en ese maletín.» Total que el doctor Huskins se dice para sí: «Qué coño, ¿me van a matar a mí por cua-renta dólares de mierda y dos frascos de co-caína? Anda, ahí tienes y que te aproveche.» De modo que va y le da al fulano lo que le pide, ¿y sabe usted qué hace el tío a fin de cuentas? Pues va y le atiza al doctor Huskins, que tuvieron que llevárselo al hospital y dar-le siete puntos del culatazo que le había da-do el hijo de su madre en toda la frente. Y lo que yo digo es: ¿dónde se habrá visto una cosa así? Que esta ciudad da asco, vamos, y este barrio más asco todavía. Recuerdo yo este barrio cuando podía volver uno a casa a las tres, a las cuatro, a las cinco y hasta a las seis de la mañana, que a nadie le importaba un pito a qué hora volviera uno, y podía uno venir de esmoquin o con un abrigo de visón, que a todo el mundo le tenía tranquilo lo que llevara uno, sus joyas o sus gemelos de brillantes, y nadie te molestaba para nada. Pero pruebe eso hoy en día. Pruebe a salir a la calle después de oscurecido, y, como no lleve un doberman sujeto con su correa, ya me dirá usted cuánto le dura el paseo. Esos maníacos drogados le huelen a usted a una legua y se le echan encima desde los portales. En este edificio hemos tenido un montón de robos, y todos de maníacos drogados. Se des-lizan por la azotea, ¿sabe? Si no hemos arre-glado cien veces la cerradura de la puerta de esa azotea, no la hemos arreglado ni una, pero, ¿de qué sirve? Todos esos tipos son expertos, y no bien has arreglado tú la cerra-dura, vienen ellos y ¡pam!, te la vuelven a saltar. O se te cuelan por la escalera de in-cendios, ¿quién va a impedírselo? Y cuando quiere uno darse cuenta, ya se te han metido en el apartamento y te lo están desvalijando, que gracias puedes dar si te dejan la denta-dura postiza en el vaso. Juro por Dios que no sé adónde va a parar esta ciudad. Es una vergüenza.
—¿Qué me dice de míster Fletcher? —pre-guntó Kling.
—¿Que qué le digo? Que es una persona decente, un abogado. Y vuelve a casa, ¿y qué se encuentra? Se encuentra a su mujer en el suelo, muerta, probablemente asesinada por uno de esos locos drogados. ¿Es esto forma de vivir? ¿Quién quiere vivir así? ¿Es que ya no podrá uno ni entrar en su dormitorio sin que se le eche alguien encima? A ver dónde se habrá visto algo así.
—¿A qué hora volvió míster Fletcher esta noche?
—A eso de las diez y media —respondió Phil.
—¿Está seguro de que era esa hora?
—Del todo. ¿Sabe por qué lo recuerdo? Lo recuerdo porque en el 12—C vive una tal mistress Horowitz, que o bien no tiene des-pertador, o bien no sabe ponerlo en hora des-de que falleció su marido, hace ahora dos años. De modo que todas las noches llama aquí abajo para preguntarme la hora exacta y para pedirme si el portero de día querría despertarla a tal o cual hora. Claro que estó no es un hotel, pero, qué demonios, si una anciana le pide a uno un pequeño favor así, ¿qué vas a hacer? ¿Decirle que no? Además, es muy espléndida para las Navidades, que tampoco están tan lejos, ¿no? O sea que esta noche va, me llama aquí abajo y me dice: «¿Cuál es la hora exacta, Phil?» Y yo voy, saco el reloj y le digo que las diez y media, y en ese preciso momento llega míster Flet-cher en un taxi. Mistress Horowitz me dice que si quiero pedirle al portero de día que por favor la despierte a las siete y media. Yo le digo que así lo haré, y entonces salgo a la acera, para cargarle la maleta a míster Flet-cher. Y ahí tiene por qué recuerdo la hora que era.
—¿Subió míster Fletcher directamente a su casa?
—Claro —respondió Phil—, ¿Adónde quiere que fuera? ¿A dar un paseo? ¿En este barrio? ¿A las diez y media de la noche? Eso sería como meterse de cabeza en la boca del lobo.
—Bien, pues muchas gracias —dijo Kling.
—No hay de qué —repuso Phil—. En una ocasión ya rodaron por aquí otra película.
En la casa grande no estaban rodando nin-guna película. Estaban reunidos en torno a Gerald Fletcher, en pie, en una especie de triángulo irregular, escuchando sus respuestas con la ceja alzada. Los vértices del triángulo eran el teniente inspector Peter Brynes y los inspectores Meyer y Carella. Fletcher estaba sentado en una silla, con los brazos cruzados ante el pecho. Todavía tenía puesto el flexible, la bufanda, el abrigo y los guantes, como si, esperando que le pidieran salir a la calle de un momento a otro, quisiera estar enteramente preparado para las inclemencias del tiempo.
El interrogatorio se llevaba a efecto en un cuartito sin ventanas cuya puerta de cristal esmerilado ostentaba el pomposo título de SALA DE INTERROGATORIOS. Suntuosa mente amueblada con piezas estilo Adminis-tración circa 1919, la habitación ofrecía a la vista una mesa larga, dos sillas de respaldo recto y un espejo con marco. Este último col-gaba de la pared que daba frente a la mesa, y era (je, je) un espejo transparente, es decir, que si uno se situaba al otro lado, podía ver, sin ser visto a su vez, las más diversas con-ductas delictivas; sabed, sí, que los procedi-mientos de los representantes de la ley son, en cualquier lugar del mundo, ladinos. Pero igualmente ladinos son los de los delincuen-tes, pues no había uno solo en toda la ciudad que no reconociese aquella clase de espejos en cuanto les ponía el ojo encima. A decir verdad, se sabía de no pocos casos de delin-cuentes chuscos que, acercándose al espejo, se habían hundido los pulgares en los aguje-ros de la nariz, para, en un gesto de respeto y afecto, agitar los restantes dedos de ambas manos en las barbas de los polizontes que fisgaban detrás del cristal. De tal forma se cimentaban la admiración y la estima recípro-cas entre los hombres que violaban la ley y los que trataban de defenderla. Tal como se-ñaló Eurípides en cierta ocasión, si bien el crimen no es rentable, no está de más, si uno lo practica, practicarlo con un poco de senti-do del humor.
Los policías que formaban alrededor de Gerald Fletcher lo que hemos decidido llamar triángulo se sentían pasmados, pero no pre-cisamente divertidos, ante la sinceridad de aquel hombre, o, para ser más exactos, ante su brutal franqueza. Una cosa es hablar lisa y llanamente de la muerte de la propia espo-sa, y otra, muy distinta, coquetear con la ca-dena perpetua en una penitenciaría estatal. Y esto último, ni más ni menos, parecía ser el propósito de Gerald Fletcher.
—La odiaba con toda mi alma —dijo.
Meyer levantó las cejas y miró a Byrnes, que alzó las suyas y miró a Carella, el cual, situado ante el espejo transparente, tuvo oca-sión de verse reflejado en él, arqueando a su vez las cejas.
—Míster Fletcher —intervino Byrnes—, sé que conoce usted sus derechos, los mismos que le señalamos al...
—Los conocía mucho antes de que me los señalaran ustedes —le atajó Fletcher.
—Y que ha tenido usted a bien contestar a nuestras preguntas en ausencia de abogado.
—Abogado ya lo soy yo.
—Lo que quiero decir...
— Sé lo que quiere decir. Sí, estoy dispues-to a responder a todas sus preguntas sin ase-soramiento jurídico.
—Aun así, creo mi deber recordarle que una mujer ha sido asesinada...
—Sí —le interrumpió de nuevo Fletcher, sarcástico—: mí querida, mi adorable esposa.
—Lo cual constituye un crimen gravísi-mo...
—El más refinado, a buen seguro, de to-dos los que contempla el Código —apuntó el interrogado.
—Así es —dijo Byrnes, que, además de no poseer facilidad de palabra, sentía agarro-tada la lengua en presencia de Fletcher.
De cabeza en forma de bala, cabellos que viraban del negro corvino al blanco de nieve (pequeña calva apuntando en la coronilla), ojos azules y constitución de macizo jugador de béisbol al estilo de los Minnesota Vikings, Byrnes se enderezó el nudo de la corbata, carraspeó y pidió con una mirada la colabo-ración de sus colegas. Tanto Meyer como Ca-rella se estaban estudiando los cordones de los zapatos.
—En fin, usted verá —dijo Byrnes—. Si se da cuenta de lo que está haciendo, adelan-te. Nosotros le hemos advertido.
—Desde luego que lo han hecho. Repeti-damente —admitió Fletcher—. Y no acierto a imaginar por qué, pues no creo correr nin-gún peligro especial. La zorra de mi mujer ha muerto asesinada por alguien. Pero ese alguien no fui yo.
—Bueno, resulta muy agradable recibir de usted esas seguridades, míster Fletcher. Pero esas seguridades, por sí mismas, no tienen por qué disipar nuestras dudas —dijo Care-lla que, oyendo su propia voz, se preguntó de dónde demonios saldría.
Se dio cuenta de que estaba tratando de impresionar a Fletcher, tratando de librarse de su manifiesta condescendencia a fuerza de ganar su reconocimiento. «Míreme —le pe-día—, escúchenle. No soy un simple zoquete. Soy un hombre sensible e inteligente, capaz de comprender su lenguaje, sus sarcasmos e incluso sus dotes vituperadoras.» Sentado a medias y a medias apoyado en la arañada mesa de madera, de elevada estatura y aspec-to atlético, cabello lacio y castaño, y ojos del mismo color del cabello y curiosamente ras-gados hacia abajo, Carella cruzó los brazos ante el pecho, en inconsciente imitación de Fletcher. Apenas tuvo conciencia de lo que estaba haciendo, los desenlazó presurosamen-te y miró con fijeza a Fletcher, a la espera de su respuesta. Fletcher le sostuvo la mirada.
—¿Y bien? —dijo Carella.
—¿Y bien qué, inspector Carella?
—¿Que qué tiene usted que decirnos?
—¿Acerca de qué?
—¿Quién nos asegura a nosotros que no fue usted quien la acuchilló?
—En primer lugar —repuso Fletcher—, en la cocina había indicios de escalo y en la al-coba los había de huida precipitada, como así lo atestiguan las ventanas de ambas habi-taciones, la primera abierta de par en par y la última con su cristal hecho añicos. Los ca-jones de la vitrina del comedor estaban...
—Es usted muy observador —intervino Meyer inesperadamente—. ¿Advirtió todo eso en los cuatro minutos que le llevó entrar en el piso y llamar a la policía?
—Me corresponde ser observador —res-pondió Fletcher—, pero no contestar a su pregunta. Advertí todo eso después de haber hablado con el inspector Carella, aquí presen-te, y mientras él daba parte por teléfono al teniente inspector. Podría añadir que llevo doce años viviendo en ese apartamento del Silvermine Oval, y que no se requiere una extraordinaria agudeza visual para darse cuenta de que la ventana de un dormitorio ha sido rota o la de una cocina abierta. Tam-poco hace falta ser un sabueso para compren-der que se han llevado la plata, sobre todo si en el suelo de la alcoba, al pie de la ventana destrozada, se ven esparcidos varios cuchi-llos, cazos y cucharones. ¿Han examinado el pasaje que existe bajo esa ventana? Podría ser muy bien que su asesino siguiera tendido allí.
—Su apartamento está en el segundo piso, míster Fletcher —señaló Meyer.
—Por eso he apuntado la posibilidad de que ese hombre siga ahí —replicó Fletcher—. Con una pierna rota o una fractura de cráneo.
—En todos los años que llevo en este tra-bajo —dijo Meyer, y Carella se percató de que también él trataba de impresionar a Flet-cher—, nunca he visto un delincuente que se arrojase a la calle (a Carella le sorprendió que no dijera «se defenestrase») desde un se-gundo piso.
—A este delincuente en particular —obje-tó Fletcher— no le faltaban motivos para co-meter una imprudencia. Acababa de matar a una mujer, probablemente al topar con ella en un piso que creía vacío. Oyendo que al-guien entraba por la puerta principal, com-prendió que no podía salir de la casa por don-de había entrado, pues la cocina quedaba de-masiado cerca del recibidor. Entre dos ries-gos, el de romperse una pierna y el de pasar-se el resto de su vida en una penitenciaría, optó seguramente por el primero. ¿Responde eso a la estampa del resto de los Delincuen-tes Que Ha Conocido Usted?
—He conocido muchísimos delincuentes —repuso Meyer fútilmente— y algunos de ellos son más listos de lo que les convendría.
Se sentía idiota ya antes de haber termina-do ese pequeño parlamento, pero lo cierto era que Fletcher tenía el don de conseguir que la gente se sintiera idiota. Cohibido, Me-yer se pasó la mano por la incipiente calva y rehuyó las miradas de Carella y de Byrnes. Sin saber por qué, le embargaba la sensación de haberles fallado. Era como si, ante una situación que requería una sólida acometida, él hubiese reaccionado con el inocuo embate de un cortaplumas enano.
—¿Qué hay de esa navaja? —preguntó—. ¿La había visto con anterioridad?
—Nunca.
—¿No será suya, por casualidad? —inda-gó Carella.
—No lo es.
—¿Dijo algo su esposa cuando entró us-ted en el cuarto?
—Cuando entré yo en el cuarto, mi espo-sa estaba muerta.
—¿Está seguro de eso?
—Por completo.
—Muy bien, míster Fletcher —dijo Byrnes inopinadamente—. ¿Tendría la bondad de es-perar afuera?
—No faltaría más.
Fletcher se puso en pie y salió. Los tres inspectores guardaron silencio durante un in-tervalo considerable.
—¿Qué pensáis? —dijo Byrnes por fin.
—Yo creo que lo hizo él —respondió Carella.
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿Puedo replantear mi respuesta?
—Claro. Replantéala.
—Creo que puede haberlo hecho él.
—¿A pesar de todos esos indicios de escalo?
—Precisamente a causa de ellos.
—Explícate, Steve.
—Es posible que llegara a casa, encontra-se a su mujer apuñalada, pero con una heri-da que no era mortal de necesidad, y... él la liquidase rajándole el vientre con la navaja. El forense dice en su informe que la muerte, sin duda instantánea, se produjo por sección de la aorta abdominal, por shock traumático o por ambas causas. Fletcher dispuso de cua-tro minutos, cuando en realidad no necesita-ba más que cuatro segundos.
—Quizá tengas razón.
—También puede ser que ese fulano me caiga gordo, sencillamente.
—Esperemos a ver qué dice el laboratorio —propuso Byrnes.
Tanto el marco de la ventana de la cocina como el cubertero de la vitrina mostraban huellas digitales claras. Las había, también, en algunas de las piezas de plata diseminadas por el suelo cerca de la ventana rota del dor-mitorio. Y lo que era más importante: aun-que la mayoría de las huellas existentes en la empuñadura de la navaja estaban corridas, algunas eran de muy buena calidad. Y todas eran de estructura similar: procedían de una misma persona.
Gerald Fletcher se dignó permitir a la po-licía que tomase sus huellas digitales, las cua-les fueron comparadas seguidamente con las que Marshall Davies había enviado desde el laboratorio del Cuerpo. Las huellas dactila-res halladas en la ventana, en el cajón, en los cubiertos y en la navaja no coincidían con las de Gerald Fletcher.
Pero maldita la cosa que eso significaba si cuando remató a su mujer llevaba puestos los guantes.

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