sábado, 1 de agosto de 2015

FEDOR DOSTOIEVSKI La mujer de otro y el marido bajo la cama


FEDOR DOSTOIEVSKI
En `La mujer de otro`, las cuitas del protagonista, Andrévich, permiten al autor aproximarse tanto a la realidad social del siglo XIX como a las profundidades del alma de este hombre que vive obsesionado por el fantasma de los celos. Dostoievski utiliza la ironía para poner de manifiesto el comportamiento extravagante, ridículo e incluso patético del protagonista. `La mujer de otro` provoca la sonrisa del lector por la hilaridad de alguno de sus episodios, pero también nos muestra los desvaríos a los que llegar este personaje a causa de los celos, hasta el punto de convertir el amor que siente por su joven esposa en un auténtico tormento.
Fuente: NN.
La mujer de otro y el marido bajo la cama

I

 —Por favor, señor, ¿me permite que le haga una pregunta?
 El transeúnte se sobresaltó y miró un poco intimidado al individuo que, envuelto en una piel de vulpeja, le interpelaba de aquella forma a las ocho de la noche en plena calle. Como se sabe, cualquier petersburgués puede asustarse más o menos cuando un desconocido lo aborda en la calle, aunque lo haga con cortesía.
 Así pues, nuestro transeúnte se sobresaltó..., y hasta se asustó ligeramente cuando aquel hombre le dirigió la palabra.
 —Excúseme por importunarle —continuó diciendo el individuo de la piel de vulpeja—, pero es que yo..., yo no sé... En fin, espero que me dispense, pues como usted mismo puede comprobar, me encuentro un tanto confuso...
 Y entonces fue cuando el joven de la pelliza se fijó en que aquel individuo no parecía saber muy bien lo que decía. Su arrugada frente estaba muy pálida, su voz era insegura, sus pensamientos nadaban en la confusión, y las palabras le salían de la boca con gran trabajo, pudiéndose apreciar que efectivamente le resultaba harto laborioso el simple hecho de dirigirse a otra persona con un ruego, aun cuando esta persona, por su apariencia externa, fuese inferior a él socialmente. Si a todo esto se añade que dicho ruego provenía de un caballero como aquél, que vestía una piel magnífica, lucía un irreprochable frac verde y ostentaba sobre él diversas condecoraciones, entonces se comprenderá que la escena resultara incluso más extraña de lo normal.
 El caballero de la piel de vulpeja parecía ser consciente de todo ello, y sin duda por eso se había turbado de aquella manera. No pudiendo dominarse, refrenó como pudo su emoción y se dispuso a poner término a aquella enojosa situación, que él mismo había provocado.
 —Dispénseme usted, señor... No me di cuenta muy bien de lo que hacía. Sé que no me conoce y... Bueno, perdóneme si en algo le he molestado al detenerlo en su camino.
 Después de esto, se quitó el sombrero, lo agitó en el aire a manera de saludo, y se alejó de allí a toda prisa.
 —Señor, permítame...
 Pero el elegante caballero de la piel de vulpeja había desaparecido ya, como tragado por las sombras. Al joven de la pelliza no le quedó otro remedio que dejar que se marchara, si bien pensó: «¡Vaya tipo tan extraño!»
 Después de haberse admirado diversas veces de lo ocurrido, y cuando ya comenzaba a olvidarse de ello, el joven se dedicó a pensar de nuevo en sus propios asuntos. Empezó otra vez a dar paseos, arriba y abajo, por la acera que había frente a un edificio de varios pisos, sin perder de vista la puerta del mismo.
 De pronto comenzó a aparecer una espesa niebla, pero el joven se alegró, ya que de este modo se notaría mucho menos su incansable ir y venir, a pesar de que no tenía otro espectador que un cochero, el cual parecía aguardar inútilmente a que solicitara sus servicios algún cliente.
 —¡Excúseme...!
 El joven volvió a sobresaltarse. Y para mayor sorpresa volvió a encontrarse frente a frente con el caballero de la vulpeja y del frac verde.
 —Perdone usted que vuelva de nuevo a... —comenzó a decir el extraño personaje—, pero he pensado que usted es seguramente un hombre de honor y que... Por favor, no se fije en mí como persona... Bueno, quiero decir que no tenga en cuenta lo que yo pueda significar socialmente. Lo único que quiero de usted es que me considere como un ser humano, sin más ni más, que se ve en la precisión de dirigirse a usted con un ruego apremiante. Necesitaría que alguien me hiciera un favor...
 —Si está dentro de mis posibilidades... Dígame de qué se trata.
 —Quizá esté pensando usted que voy a pedirle dinero...
 El misterioso individuo frunció la boca bajo la forma de una sonrisa. Después palideció y al final estalló en una especie de carcajada histérica.
 —Verá, caballero, yo...
 —Bueno, perdóneme... Ya comprendo que le estoy molestando... ¿Sabe una cosa? ¡Es que no me puedo soportar a mí mismo! Míreme usted como a una persona que no se da cuenta muy bien de lo que ocurre a su alrededor, algo así como si no estuviera en mis cabales, pero no piense usted que...
 —¡Vamos, caballero, dígame lo que sea! —le interrumpió el joven en tono apremiante, aunque los gestos de su cabeza fuesen más bien de impaciencia.
 —¡Ah! ¡De modo que me habla así! —replicó inopinadamente el caballero—. ¿Por qué un jovenzuelo como usted se atreve a tratar de semejante forma a un hombre como yo? ¡Santo Dios! Pienso que debo haber perdido el juicio... Veamos, amigo mío, ¿qué le parezco ahora, en esta actitud de humillación? ¿Quiere responderme sinceramente?
 El joven lo miró con aire de desconcierto, pero no dijo absolutamente nada.
 —Bueno, como usted no quiere contestarme, permítame que le haga yo una pregunta... ¿Ha visto pasar por aquí a una señora? —dijo el caballero de la vulpeja con una súbita resolución.
 —¿A una señora?
 —Sí, eso es. Ya ve, ahora se extraña de que fuera tan simple lo que iba a pedirle... ¡Y ya lo vé! ¡A eso se reducía mi ruego! ¿Acaso creía de verdad que iba a pedirle dinero? Vamos, dígame, ¿ha visto pasar por aquí a una señora?
 —¿Una señora? ¿Y qué sé yo? ¡Han pasado tantas por este mismo lugar!
 —Muy bien... —interrumpió al joven el distinguido caballero, con una amarga sonrisa—. Sepa que no era exactamente eso lo que quería decirle. La verdad es que yo..., hubiera querido ser más preciso desde un principio. Mi pregunta debería haber sido la siguiente... ¿Ha visto usted a una señora con una piel de zorro, un capuchón de terciopelo negro y un velo del mismo color?
 —No, señor... No he visto a ninguna señora vestida así.
 El joven, por su parte, quería preguntar también algo al caballero del frac verde, pero éste había vuelto a desaparecer en la niebla. Cuando fue a formular su pregunta, el joven ya sólo pudo distinguir la silueta del excéntrico caballero, que se alejaba a toda prisa.
 «¡Que se vaya al diablo!», exclamó para sí el nocturno paseante.
 El joven, visiblemente malhumorado, se ciñó la bufanda al cuello un poco más, y reanudó sus paseos sin olvidar la puerta de la casa que vigilaba. En el fondo, y por varias razones; estaba furioso. «¿Por qué no vendrá de una vez? —pensaba—. ¡Pronto serán ya las ocho!»
 No se equivocaba el joven, porqiie en aquel mismo instante comenzaron a oírse las primeras de las ocho campanadas en el reloj de una torre cercana.
 —¡Excúseme...!
 —¿Otra vez? —exclamó el joven, al ver de nuevo al dichoso caballero—. ¿Se ha propuesto darme la noche a fuerza de sustos?
 —Por eso le digo que me perdone... En fin, aquí me tiene de nuevo. Es lógico que le parezca raro, pero es que...
 —Caballero, ¿por qué no intenta explicarse sin tantos rodeos? Hasta el momento no he conseguido enterarme aún de lo que usted desea. Dígame, ¿qué quiere de mí?
 —¡Ah! Por lo que veo, usted es de esos jóvenes que tienen prisa para todo. Está bien, se lo diré todo con el menor número de palabras que me sea posible. No puedo hacer otra cosa, así es que... Verá, yo soy de los que creen que las circunstancias unen ocasionalmente a hombres que, en lo que se refiere a su condición, no tienen nada de común entre sí... ¡Ah! Ya veo que comienza a impacientarse de nuevo. Pero la cuestión es que no sé cómo expresarme... Ya le he dicho antes que ando buscando a una señora. Verá que estoy dispuesto a confiárselo todo, sólo que creo que debo cerciorarme o comprobar, si lo prefiere mejor, el lugar donde se encuentra esa señora. Po lo demás, no creo que le interese a usted conocer la identidad de dicha señora.
 —Como quiera, pero continúe, por favor...
 —¿Que continúe? Dígame, ¿por qué emplea ese tono para hablar? Bueno, tal vez le haya ofendido por llamarle «joven», pero le aseguro que no. En resumen, si usted quisiera hacerme un gran favor... Se trata de esa señora. No puedo decirle otra cosa sino que pertenece a una familia muy distinguida, con la que tengo cierta relación... Dicho de otro modo, como yo me encuentro así, es decir, que no tengo a nadie en este mundo...
 —Bien, ¿y qué más? Continúe.
 —¡Ah, me gustaría verle a usted en mi lugar, joven! ¡Vaya! ¡Otra vez he vuelto a llamarle «joven»! Le ruego que me disculpe. Por lo demás, los minutos son preciosos y urge que... Bueno, figúrese que esa señora... Pero, veamos, ¿no podría decirme usted quién vive en esa casa?
 —¡Vaya! ¡Ahora sale con ésas! ¡En este edificio vive mucha gente, señor mío!
 —Sí, tiene razón —dijo el extraño caballero, sonriendo por lo bajo y tratando de salvar así la situación—. Ya comprendo que hasta ahora me he expresado con una extrema vaguedad, pero... A propósito, ¿por qué me habla usted en ese tono? Cierto que yo no me expreso como es debido, lo reconozco, pero no creo que esto sea motivo suficiente... Bueno, quiero decir que, si usted fuese un hombre generoso, consideraría que ya me he humillado bastante y que... Como le digo, no se trata de una dama de mediana posición, sino que por el contrario pertenece a una familia muy distinguida... Perdone, pero estoy trastornado, y reconozco que le hablo como si se tratara de una novela de Paul de Kock, de esas que tienen «poco fondo», al decir de las gentes, cuando lo malo de tales novelas es que... Pero, bueno, dejemos esto.
 El joven comenzó a mirar con ojos compasivos al hombre de la vulpeja, que una vez más acababa de hacerse un lío con sus propias palabras. Lo contemplaba con una sonrisa estúpida, mientras se llevaba instintivamente las manos al cuello de su pelliza para resguardarse del frío.
 —¿Me preguntaba usted antes quién vive en ese edificio? —dijo de pronto el joven, retrocediendo un paso.
 —Sí, pero ya sé su respuesta. ¡En ese edificio vive mucha gente!
 —Es cierto, pero conozco a alguien que vive ahí... Es una mujer que se llama Sofia Ostafievna —repuso el joven en voz baja y animado por un súbito deseo de mostrarse simpático.
 —¡Ah, vamos! ¡Entonces es de suponer que usted sabe algo más!
 —Le aseguro que no, que no sé nada más de lo que le he dicho, aunque es cierto que, a juzgar por su agitación, cualquiera podría decir que...
 —Le diré lo que sé, joven... ¡Oh, le pido perdón de nuevo! Acabo de enterarme por la criada de que ella visita esta casa, ¿comprende? Pero usted se ha equivocado, porque la dama a que yo me refiero no viene a ver a Sofia Ostafievna, entre otras cosas porque..., ¡ni siquiera la conoce!
 —¡Ah! ¿No...? ¡Entonces dispense!
 —Por lo que veo, nada de lo que constituye mi problema le interesa a usted —observó el extraño personaje.
 —Escuche, caballero —comenzó a decir el joven—, ignoro la causa de su actual estado de espíritu, pero quisiera saber una cosa. Dígame, ¿acaso le engaña una mujer? Si es así —añadió sonriendo, con una evidente intención en su tono de ser comprensivo—, y usted lo quiere reconocer, creo que entonces nos podríamos entender, pero mientras tanto...
 —¡Ah, es usted muy astuto! ¡Va a terminar conmigo y con mi integridad! —exclamó el caballero de la vulpeja—. En fin, se lo confesaré todo. Ha adivinado usted de qué se trata. Ya sé que no es para sentir vergüenza, porque al fin y al cabo, ¿quién está libre de que le ocurra otro tanto? Sepa que su compasión me conmueve, entre otras cosas porque los jóvenes de hoy en día... Bueno, lo que quiero decir es que, entre la juventud, como usted debe saber, suele afirmarse que... En resumen, usted debe saberlo mejor que yo.
 —¡Oh, claro que sí! No se esfuerce, le comprendo perfectamente. Lo que ya no comprendo tan bien, caballero, es en qué puedo servirle.
 —En seguida lo verá. Al menos, convendrá conmigo en que una visita a Sofía Ostafievna es muy poco probable... Por lo demás, tampoco sé a punto fijo dónde ha podido ir la dama en cuestión. Lo único que sé de cierto es que ha entrado en ese edificio, ¿comprende? Por eso, al verle a usted, aquí, dando paseos arriba y abajo, que era lo mismo que hacía yo, sólo que por la otra acera, me dije... Sepa usted que yo estaba esperando a esa señora. Me consta que está ahí dentro... Quería tener un encuentro con ella y exponerle con toda tranquilidad lo poco decente y lo escandaloso que resulta... En fin, ya me comprende usted.
 —¡Oh, claro que sí! Pero dígame de una vez...
 —Sin embargo, no crea que lo hago por mí. No piense usted nada de eso. ¡Oh, no! ¡Esa mujer es para mí una extraña! Su marido está allí, en el puente Vosnesenski. Hubiera querido venir él mismo, pero no es capaz de hallar la fuerza de voluntad necesaria para decidirse... Como les ocurre a todos los maridos que se encuentran en tal situación, no acaba de creerse que lo que le han dicho sea verdad —el caballero de la vulpeja hizo un esfuerzo por sonreír en este punto—. Yo no soy más que un amigo suyo, de forma que habrá de reconocer que, a pesar de las apariencias, no soy lo que usted habrá creído. La situación está clara, ¿no es así?
 —Por supuesto, señor. ¿Y qué más? Si no me equivoco, todavía no me ha dicho lo que pretende de mí. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?
 —Bien, déjeme explicarle. Como le vengo diciendo, yo estoy aquí por delegación, pues se me ha encargado... Bueno, usted ya comprende. ¡Pobre amigo mío! Pero yo sé que esa joven astuta tiene siempre a Paul de Kock en su almohada, y por todo ello creo que no debe serle difícil ausentarse de su casa sin que nadie se entere. Hablando con toda sinceridad, lo único que la criada me ha dicho es que ella acostumbraba venir a esa casa, y por eso estoy aquí... En definitiva, quiero sorprenderla saliendo de ahí, ¿comprende usted? Por otra parte, hace tiempo que yo había tenido una corazonada así, y por esto quería preguntarle a usted, que iba y venía por la calle... En fin, no sabría cómo decirle...
 —¿Otra vez está así? Veamos, ¿qué es lo que en resumen quiere usted saber? ¿No va a decírmelo nunca?
 —Verá, es que yo, por desgracia, no tengo el gusto de conocerle, y francamente no me atrevo siquiera a manifestar una cierta curiosidad. Por ejemplo, yo quisiera saber quién, qué y por qué... Pero de todas formas, usted me permitirá que le diga...
 El caballero de la vulpeja, en extremo emocionado, cogió entonces al joven una mano y se la sacudió con fuerza.
 —¡He tenido mucho gusto en conocerle! —exclamó con una indudable sinceridad—. Lo debía haber hecho así desde el primer instante, ¿no le parece? Pero, comprenda, uno está tan excitado a veces, que acaba olvidándose de todo.
 El caballero de la vulpeja estaba realmente excitado, tanto que no podía permancer quieto ni un solo instante. Miraba sin cesar a derecha e izquierda. Se apoyaba unas veces en un pie y otras en el contrario, gruñendo de impaciencia, y asiendo continuamente algo, ya sus botones, o las solapas de la pelliza de su interlocutor.
 —Verá, mi deseo era dirigirme a usted animado con las mejores intenciones —continuó diciendo—, para rogarle (y perdone la libertad con que me expreso) que efectuara usted sus paseos al otro lado de la calle, ¿comprende? Ya sabe, desde aquí puede vigilarse mucho mejor la puerta, y no querría tener un descuido. No me perdonaría jamás que saliera por esa puerta sin verla. En todo caso, si usted la viera antes que yo, le agradecería infinito que la detuviera y me avisara a gritos, si ello es necesario... ¡Oh, no sé lo que digo! Evidentemente, estoy fuera de mí... Ahora comprendo que mi proposición es tan improcedente como estúpida.
 —¿Por qué? Yo no lo creo así.
 —¡Ah, no! Por favor, no intente disculparme. Sé que estoy loco y que no tengo remedio. Nunca me había ocurrido una cosa así. ¡Es como si hubiera oído pronunciar mi sentencia de muerte! Incluso podría confesarle que... que en un principio le tomé por el amante.
 —Bien, hablemos francamente —dijo el joven—, lo que usted quiere saber es lo que yo hago aquí, ¿no es eso?
 —Pero, mi querido amigo, ¿qué dice usted? ¡Dios pie libre de pensar una cosa así! Sin embargo, ¿sería..., sería usted capaz de darme su palabra de honor de que no es ningún amante que espera?
 —No, señor... No tengo el menor inconveniente en decirle que, en efecto, soy el amante de una mujer, pero no de la suya... Es de comprender que, en tal caso, no estaría de plantón aquí, en medio de la calle, sino con ella en su casa. Espero que lo comprenda usted así.
 —¿Por qué dice de mi mujer, joven? ¿Acaso no le he dicho que se trata de la esposa de un amigo? Sepa que yo soy soltero, como ya creo que le dije. Lo único que... Bueno, yo también tengo una amante...
 —¿Y dice usted que el marido espera en el puente?
 —Así es, joven. Pero, óigame, sepa que hay también otros... Ya sabe usted que todo son enredos y trapisondas, y que la ligereza de costumbres reina por doquier, sobre todo cuando... Bueno, no era eso lo que deseaba decir.
 —¿Y bien?
 —Nada más. Pero sepa que me interesa dejar bien claro entre nosotros que yo no soy el marido...
 —Está bien, eso ya creo que me lo dijo usted con anterioridad. Ahora que está más tranquilo, le ruego que me deje en paz, ¿le parece bien? Haremos lo que usted ha dicho y, si se presenta la ocasión, prometo avisarle. ¿Está de acuerdo? ¡Porque sepa que yo también estoy esperando a una mujer!
 —¡Oh, entonces dispénseme! En seguida le dejo tranquilo, joven... La verdad es que esa impaciencia de su corazón sólo puede inspirarme simpatía. Le entiendo perfectamente, mi querido amigo. ¡Oh, qué bien le comprendo ahora!
 —Bueno, pues mejor, ¿no le parece?
 —¡Hasta la vista! Pero antes dígame uña cosa...
 —¿Qué es lo que quiere ahora?
 —Que me prometa formalmente que usted no es el amante. Déme su palabra de honor de que no lo es.
 —¡Ah, santo Dios!
 —¿Me permite una sola pregunta? Una pregunta solamente... ¿Conoce el apellido del marido de su..., bueno, de la mujer por la que tan interesado se siente?
 —¡Claro que lo conozco! Pero le aseguro que no es el suyo. Vamos, caballero, ¿quiere dejarme en paz de una vez?
 —¡Ah, comprendo! Pero, dígame, ¿cómo sabe usted cuál es mi apellido?
 —Caballero, voy a darle un consejo. Haga el favor de marcharse. Está perdiendo el tiempo, y tanto es así que no se apercibe de que, mientras discute conmigo, esa mujer habría podido escapársele no una, sino cien veces. ¿Qué más desea de mí? Mire, le voy a decir una cosa. La mujer que busca lleva una piel de zorro y un capuchón en la cabeza, mientras que la que yo espero lleva un abrigo a cuadros y un sombrerito de terciopelo azul claro. Y ahora, dígame, ¿qué más quiere usted saber?
 —¿Un sombrero de terciopelo azul claro? ¡Pero si ella lleva precisamente un abrigo a cuadros y un sombrero de terciopelo azul claro! —exclamó, fuera de sí, el extraño caballero, que parecía haberse propuesto echar raíces en el suelo, delante del sufrido joven.
 —¡Ah, demonios! Entonces debe tratarse de una casualidad, por la sencilla razón de que la mujer que yo espero no acostumbra venir a esa casa.
 —Pero, veamos, ¿dónde está ahora la que usted espera?
 —¿De verdad le interesa saberlo?
 —Es lo único que me interesa en estos momentos.
 —¡Demonios! Por lo que veo, usted está loco..., o es un tremendo caradura, además de que no tiene el menor pudor. De acuerdo, le diré que la mujer que yo espero tiene amistades en esta casa, en el segundo piso. Veamos, ¿qué más quiere saber? Porque ahora sólo falta que me pregunte usted su nombre...
 —¡Santo Dios! Yo también tengo amistades en el segundo piso de esa casa. ¡Es el general!
 —¿Qué general?
 —¡Pues el general! Le diré su nombre. ¡Es el general Polovitsin!
 —¿Lo ve? No se trata de la misma persona.
 —¿No?
 —No, señor. Lo que quiere decir que tampoco estamos hablando de la misma mujer. ¿Se convence ahora?
 De pronto guardaron silencio los dos. Quedaron como atontados, mirándose mutuamente, el uno frente al otro.
 —¡Vaya, hombre! —exclamó repentinamente el joven—. ¿Y ahora puede saberse por qué me mira de esa manera?
 El caballero de la vulpeja comenzó a dar muestras de inquietud.
 —Le confieso francamente que yo...
 —No siga, por favor, si no es para hablar de una forma razonable. Estamos tratando una cuestión que nos interesa a los dos. Veamos, dígame de una vez a quién espera usted... O mejor dicho, ¿qué amistades suyas viven en ese edificio?
 —¿Amistades mías?
 —¡Claro! ¿Acaso no ha hablado usted de un general?
 —¿Sabe lo que pienso, joven? Creo que acertó en mis suposiciones, si debo juzgar por sus ojos...
 —¡Demonios! ¿Acaso no estoy aquí, delante sus propios ojos?
 —Sí, pero...
 —Entonces, dígame una cosa, ¿cómo podría estar con ella al mismo tiempo? ¡Vamos, caballero, no desvaríe! Y ahora hábleme claro de una vez, aunque, bien mirado, a mí me es indiferente que hable o que no hable. Lo que yo querría es que me dejara en paz de una vez.
 Y el joven, con la idea de poner punto final a aquella absurda conversación, dio media vuelta e hizo un gesto definitivo en el aire..
 —¡Pero si yo no digo nada! Lo único que le pido es que... Verá, yo estaría dispuesto a contárselo todo, si me prometiera... En fin, le hablaré claro. En un principio, mi mujer visitaba a los Polovitsin porque es parienta suya, como usted muy bien debe saber, y yo no sospechaba nada, como es lógico, aunque mejor sería decir que cualquier clase de sospecha estaba muy lejos de mi ánimo. Pero ayer me encontré en la calle a Su Excelencia y, con el consiguiente asombro por mi parte, hube de enterarme de que hacía ya tres semanas que se había cambiado de casa, mientras que mi mujer (bueno, qué digo, la mujer de mi amigo), la señora en cuestión, ha dicho que iba a ver a sus parientes, como si aún vivieran en ese edificio... La sirvienta, por otra parte, me ha dicho que Su Excelencia había alquilado un piso a un tal Bobinitsin, un joven que...
 —¡Diablos! ¿Otra vez volvemos a las andadas?
 —¡Perdóneme! Comprenda, es que estoy fuera mí.
 —¡Bah, que el diablo se lo lleve! ¿Qué me importa que esté fuera de sí? Claro que ahora es cuando empiezo a comprenderlo todo. ¡Ah, mire usted eso!
 —¿Dónde? ¿Dónde...? ¿Qué ocurre? Por favor, joven, si se ve en la necesidad de llamarme, hágalo con el nombre de Ivan Andreievich...
 —¡Ivan Andreievich! ¡Vaya, nunca hubiera podido imaginármelo!
 —¡Aquí estoy! —gritó en seguida el caballero de la vulpeja, volviendo junto al joven—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está ella?
 —No está en ningún lado, hombre de Dios. Si le he llamado, ha sido para saber únicamente cuál es el nombre de esa dama.
 —Glaf...
 —¿Glafira?
 —No, no es precisamente Glafira... Deberá perdonarme, joven, pero no puedo revelarle su nombre.
 Y el honrado caballero, al decir aquello, se puso completamente blanco.
 —Está bien, de acuerdo. No se llama Glafira. Ya sabía yo que no se llamaba así... Pero ése tampoco es el nombre de la otra. Y ahora dígame: ¿a quién ha ido a yer en esa casa?
 —¿A qué casa?
 —¿A qué casa va a ser? ¡Demonios! ¡A esa de enfrente!
 El joven se sentía tan furioso, que le resultaba prácticamente imposible estarse quieto.
 —¡Ah! ¿Lo ve usted? ¿Por qué sabía que ella se llama Glafira?
 —Por favor, joven, no emplee ese tono para hablarme.
 —¡Diablos! ¡Yo empleo el tono que acostumbro emplear cuando hablo con las personas! ¿Quién se ha creído usted que es? Vamos, dígame de una vez por todas quién es esa mujer. Confiese de una vez que se trata de su esposa.
 —¡Nada de eso...! ¿Cuántas veces he de decirle que soy soltero? Y, desde luego, lo que no me parece nada bien es que, en una conversación como la presente, sostenida con un hombre que tiene mil problemas, saque usted a relucir esa expresión de «¡diablos!» a cada momento. ¿Por qué no sabe hablar en otros términos más correctos?
 —¡Vaya! ¡Volvemos a estar en las mismas! Con usted resulta, imposible dialogar.
 —¡Y a usted le ciega la cólera! Por eso prefiero callarme... ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?
 —¿A qué se refiere?
 En efecto, de pronto comenzaron a oírse unos rumores de risas. Se trataba de dos mujeres elegantemente vestidas, que salían en aquel momento de la casa. Al verlas, los dos hombres se lanzaron con rapidez a su encuentro.
 —¡No hay nada que hacer!
 —¿Qué quiere usted decir?
 —Que no es ella...
 —¡Cómo! ¿No han acertado ustedes? —comentó una de las dos mujeres en tono irónico.
 Entretanto, la otra sé dirigió hacia el coche parado, y llamó:
 —¡Cochero!
 —¿Adonde vamos, señoritas?
 —A Pokrov Ven, Anushka, sube. Te llevaré conmigo.
 —Vamos, cochero.
 El carruaje arrancó y volvieron a quedarse solos los dos obsesionados vigilantes de la calle.
 —¿De dónde habrán salido esas dos mujeres? —comentó el joven.
 —¿No cree usted que deberíamos haberlas seguido?
 —¿Seguirlas? ¿Adonde?
 —¿Adonde iba a ser? ¡Pues a casa de Bobinitsin!
 —Seguir a la gente es algo que no está bien.
 —¿Y por qué no? No es que yo me niegue a ir, pero me figuro que aunque tuviéramos éxito, ella diría otra cosa... Diría que había venido hasta aquí para sorprenderme, con lo cual le daría pie a hacerme sus acostumbados reproches.
 —Mire, yo no sé nada de todo este embrollo, pero... ¿por qué no hacemos la prueba? ¡Suba usted a casa del general!
 —¡Pero si ya no vive aquí!
 —Es igual. ¿No comprende? Si ella ha estado en su casa, usted también va a verlo. En resumen, usted podría simular no saberse enterado del cambio de domicilio del general, y manifestar que iba sólo con objeto de recoger a su esposa...
 —¿Y luego?
 —Luego va usted a ver a quien desee... A Bobinitsin, por ejemplo, ¿le parece bien?
 —Bueno, pero usted... Dígame, después de todo, ¿qué le va ni le viene en todo este asunto?
 —¡Vaya! ¡Otra vez estamos con lo mismo! ¿Acaso desvaría usted hasta tal punto?
 —¿Por qué se pone así? Comprendo que usted quiera saber, pero de eso...
 —¿Y quién quiere saber? ¿No ha sido usted quien ha venido preguntando.aquí? ¡Bah, que el diablo se le lleve! No pienso preocuparme más de sus cosas. Iré yo solo adonde sea necesario. Si le parece bien, póngase a vigilar la salida por si acaso... ¡Vamos, hombre, dése prisa!
 —Por lo que veo, usted se ahoga en un vaso de agua, mi querido amigo —exclamó el caballero de la vulpeja, pareciendo estar él mismo próximo a la desesperación.
 —¡Cómo! ¿Qué tiene de particular el hecho de que yo pueda acalorarme? —preguntó el joven entre dientes, apremiando al caballero—. Al fin y al cabo, ¿quié es usted para censurar mis enfados?
 —Caballero, permítame que...
 —¡No le permito nada! Al menos hasta que diga por lo menos cuál es su nombre. Vamos, dígame, ¿cómo se llama usted, señor mío?
 —No lo sé... No sé domo me llamo, joven. ¿Par qué necesita usted saber mi nombre? No puedo decírselo. A cambio, si quiere, le acompañaré con sumo gusto. No crea que pienso quedarme atrás, porque estoy dispuesto a todo. No obstante, si hemos de seguir juntos, le puntualizaré que yo estoy acostumbrado a un lenguaje más correcto que el que emplea usted. En mi opinión, uno no debe dejar que le arrebate nadie su presencia de espíritu, ¿comprende lo que quiero decir? Pero si usted, por algún motivo, ha perdido la serenidad, no por ello debe olvidar las conveniencias... ¡Usted es todavía muy joven, amigo mío!
 —¿Y a mí qué me importa que usted sea viejo?! Si es así, ¿qué hace aquí? ¿Por qué no se preocupa del marcharse a casa a dormir?
 —¡Vamos, joven! ¿Qué es eso de que yo soy viejo? Sepa que no lo soy tanto, lo cual está a la vista. Debo confesar que quizá le haya permitido a usted una excesiva confianza, pero de eso a andar por ahí dando vueltas...
 —Está bien. En tal caso, ¿por qué no se va con todos los diablos del infierno?
 —Hemos quedado en que le acompañaré... Al fin y al cabo, usted no puede impedírmelo. Los dos están interesados en este asunto, así es que yo le acompaño, ¿de acuerdo?
 —Pero, hombre, ¿por qué no habla más bajo? ¿No comprende que va a alborotar a toda la vecindad?
 Una vez puestos de acuerdo, los dos hombres cruzaron la calle, penetraron en la casa y subieron las escaleras hasta el segundo piso. En el rellano había muy poca luz y apenas se veía nada.
 —Espere... ¿Tiene usted cerillas?
 —¿Cerillas dice?
 —Claro. ¿Es que no fuma?
 —¡Ah, sí! Aquí están... Aquí las tengo, joven.
 El señor de la piel de vulpeja hurgaba afanosamente en los bolsillos, en busca de las cerillas, pero sin éxito.
 —¡Diablos! ¿Qué es esto? ¡Oh, sí! ¡Creo que es ésta la puerta!
 —¡Esa, ésa! ¡Esa... es!
 —¡Demonios...! ¿Por qué no grita usted un poco más? ¿No ve que despertaremos a todo el mundo?
 —Es que yo no estoy acostumbrado a estas aventuras tan poco dignas, compréndalo... Por lo demás, sepa que usted es un mal educado y un insolente.
 Al final ardió una cerilla.
 —¿Lo ve? Aquí está la placa de metal. Ahí lo pone: Bobinitsin. ¿No lo ve usted?
 —Sí, lo veo.
 —Pues silencio, y camine despacito, ¿entendido? ¡Vaya, hombre! ¿Qué le ocurre ahora?
 —Se ha apagado la cerilla.
 —¿Qué le parece? ¿Llamamos?
 —Será lo mejor —asintió con firmeza el caballero de la vulpeja.
 —Está bien, llame entonces...
 —¿Y por qué he de ser yo? Llame usted primero.
 —¡Es usted un cobarde!
 —¡Pues, de usted tampoco se puede decir que un valiente!
 —¡Vamos, llame!
 —¿Sabe que a estas alturas casi lamento haberle confiado mi secreto? Usted...
 —¿Qué es lo que ocurre conmigo?
 —Usted se ha aprovechado de mis momentos de turbación, pues ha visto que yo...
 —¡Que el diablo se le lleve! Yo a usted, sin embargo, le encuentro grotesco, y créame que ya es bastante...
 —En ese caso, ¿por qué está aquí conmigo?
 —¿Y usted?
 —¡Vaya una moral! —se quejó casi involuntaria mente el caballero de la piel de vulpeja.
 —Pero ¿qué dice de moral? ¿Acaso se considera usted muy moral?
 —Es usted quien está cometiendo una inmoralidad.
 —¿A qué inmoralidad se refiere?
 —En mi opinión, todo marido ofendido... ¡es vam especie de vergüenza pública! ¡Una vergüenza que clama al cielo!
 —¡Ah, por fin! ¿De modo que confiesa por fin qul es usted el marido? ¿No decía antes que el marido estaba esperando en el puente? Si es así, ¿por qu| se toma esta historia tan a pecho? ¿Por qué se mete donde no le llaman y corre unas aventuras tan vulgares y a las que, según usted, no está acostumbrado?
 —Puestos a tener sospechas, también yo podrá pensar que usted es el amante...
 —Si continúa así, no tendré más remedio que creer que es usted poco hombre.
 —De modo que, en su opinión, yo soy el marido —dijo el caballero de la vulpeja, como si le hubiesen arrojado un jarro de agua fría.
 —¡Silencio! ¡Cállese! ¿No oye usted?
 —¡Es ella!
 —No creo...
 —¡Qué oscuro!
 En la escalera se hizo de pronto un silencio casi sepulcral, al mismo tiempo que podía detectarse una especie de rumor en el piso de Bobinitsin.
 —¡Vamos, hombre! ¿Por qué hemos de reñir entre nosotros? —murmuró el caballero de la vulpeja.
 —¡Diablos! ¿Acaso no ha sido usted el primero en considerarse ofendido?
 —¡Es que usted me ha tratado con muy pocas consideraciones!
 —¿Y cómo quiere que le trate?
 —De otra forma más correcta.
 —¡Calle usted!
 —Sin embargo, reconocerá que todavía es muy joven...
 —¿Quiere callarse de una vez?
 —Estoy de acuerdo con usted, ¿sabe? Yo también creo que el marido que se encuentra en semejante situación es poco hombre, un calzonazos, un cornudo...
 —Pero, hombre, ¿quiere callar de una vez?
 —¿Y por qué perseguir tanto al pobre marido?
 —¡Silencio! ¡Es ella,..! ¿No la reconoce?
 En aquel mismo Instante, sin embargo, cesó el rumor.
 —¿Era ella de verdad?
 —¡Claro que lo era! ¿Por qué se ha emocionado usted de esa manera? Si de verdad es extraño a todo este asunto, ¿qué puede importarle que sea ella o no?
 —¡Caballero, por favor! —exclamó en voz baja el señor de la piel de vulpeja—. Espero que comprenda que en un estado de turbación como el mío... Lo que quiero decir es que usted me lia visto en una actitud demasiado humillante. Por lo demás, es posible que mañana ya no nos volvamos a ver, pero aunque así ocurriera, no crea que me avergüenzo de nada, pues insisto en que se trata de la esposa de mi amigo, el que espera en el puente... Como ya le he dicho con anterioridad, es su mujer... y no la mía. A ese amigo le conozco muy bien. Si quiere, le contaré su historia. Yo soy su amigo, como usted podrá ver; si no lo fuera, ¿cómo iba a tomarme tanto interés por su desgracia? ¡Compréndalo de una vez, joven! Recuerdo que en más de una ocasión le tuve que preguntar «para qué se casaba». Nunca comprendí la necesidad que pudiera tener de comprometer su vida con una mujer caprichosa y coqueta. ¡Son cosas que no se entienden, pero que ocurren! Dígame, ¿acaso no tengo razón? Bueno, la cuestión es que mi amigo se empeñó y se casó, porque según él ansiaba disfrutar de los placeres de la familia... En otros tiempos, él también había sido una especie de conquistador y engañaba a todos los maridos que podía. Ahora, sin embargo, le ha tocado a él la suerte. Así es la vida, ¿no le parece, joven? Usted me perdonará por estas manifestaciones, que la necesidad de la situación me ha arrancado, incluso en contra de mi sentido de la discreción. Mi amigo es ahora un auténtico desdichado...
 El caballero de la vulpeja se detuvo en este puntos Le fallaba la voz, pero el joven pudo escuchar una especie de sollozo.
 —¡Bah, que el diablo se lo lleve! ¡Por lo visto aún abundan los cretinos en el mundo...! Pero veamos, amigo mío, ¿quiere decirme de una vez quién es?
 —No, joven, eso no estaría bien. Reconózcalo usted mismo. Yo procedo con nobleza y sinceridad, mientras que usted..., ¡usted ha vuelto a emplear ese desagradable tono de voz!
 —Sí, sí, de acuerdo... Pero, dígame, ¿cuál es su apellido?
 —¿Y para qué necesita saber mi apellido?
 —¡Vaya pregunta!
 —Bástele con saber que me es absolutamente imposible decirle mi nombre...
 —Veamos, ¿conoce usted al señor Schabrin? —preguntó súbitamente el joven a su compañero.
 —¡Schabrin!
 —Sí, Schabrin he dicho. ¿Le conoce?
 —No... No sé qué Schabrin puede ser ése —afirmó el señor de la vulpeja, con ojos que parecían amenazar con salírsele de las órbitas—. No conozco a nadie que se llame Schabrin, ésa es la verdad. El amigo del que le hablo es una persona decente, al que conocí por casualidad. Por lo demás, sepa que sus descortesías sólo son explicables a partir de una determinada excitación, propia del momento.
 —Pues sepa que ese individuo es un granuja y que no tiene nada de decente. Es un estafador que ha robado una caja de caudales... y que no tardará en tener que habérselas con la justicia.
 —Perdone usted —dijo el caballero de la piel de vulpeja, que se había puesto pálido como la cera—. Usted no conoce a mi amigo, si no hablaría de otro modo de él. Es evidente que no le ha visto nunca ni de lejos.
 —Es cierto que personalmente no le conozco, pero a cambio conozco perfectamente su carácter, basándome en fuentes que le son muy allegadas...
 —¡Ah, amigo mío! ¿Puede saberse de qué fuentes habla? Como usted sabe, yo soy tan distraído que...
 —Ese individuo es un majadero, ya se lo digo yo. Es un calzonazos, que no sabe guardar a su mujer en casa, ¿qué más quiere que le diga?
 —Le ruego que me disculpe, joven, pero mucho me temo que le esté cegando su ofuscación.
 —¿Qué ofuscación?
 —La suya.
 —¡Vamos, hombre!
 —Sé muy bien lo que le digo.
 —¡Cállese! ¡Silencio! ¿No ha oído?
 En el piso de Bobinitsin volvió a oírse, en efecto, un rumor. Y poco después se abrió la puerta, a la vez que se dejaban oír unas voces.
 —¡Ah! ¡No! ¡No es ella! Estoy seguro de que no es ella. Conozco bien su voz y... ¡No! ¡No es ella, desde luego! —aseguró el caballero de la piel de vulpeja, mientras volvía a ponérsele la cara tan blanca como la pared.
 —¡Cállese! —ordenó de pronto el joven. Y se adosó a un rincón para no ser visto. —No es ella, ya se lo digo... Créame que lo celebro infinitamente.
 —Bueno, hombre, pues en ese caso ya puede marcharse, ¿no le parece? ¡Vamos, largúese!
 —¿Y usted? ¿Por qué quiere quedarse aquí?
 —Porque tengo algo que hacer, mientras que usted... ¿Por qué no se marcha de una vez y me deja tranquilo?
 En aquel momento volvió a abrirse la puerta y el señor de la piel de vulpeja se apresuró a desaparecer, escaleras abajo. Casi rozando con él, pasaron un caballero y una dama..., ¡y el joven creyó que se le saltaba el corazón del pecho! Primero percibió una clara y conocida vocecita de mujer, y luego una voz recia de hombre, que le era completamente desconocida.
 —No hay por qué preocuparse, tomaré un trineo —dijo la voz del hombre.
 —De acuerdo. Me parece muy bien.
 —No tardará mucho en llegar a la puerta. Es cosa de un momento, ya lo verás...
 Después de decir esto, el hombre desapareció, quedándose sola la mujer.
 —¡Glafira! —dijo entonces el joven, saliendo de su escondrijo y cogiendo a la dama por la muñeca—. ¿Es así como respetas tus juramentos?
 —¿Quién eres? ¡Ah, ya veo! Eres tú, Tvogorov... ¡Santo cielo! ¿Qué haces aquí? ¡Qué sorpresa!
 —¿Quién era ese individuo?
 —¡Mi marido! ¿Quién quieres que sea? Márchate cuanto antes, por Dios, que volverá en seguida. Ya sabes, hemos venido a ver a Polovitsin...
 —¡Pero si Polovitsin hace por lo menos tres semanas que no vive aquí! ¡Lo sé todo!
 —¡Ah...!
 Y al lanzar esta pequeña exclamación, la dama echó a correr escaleras abajo, todo lo rápidamente que le fue posible. Pero el joven corrió tras ella y la alcanzó haciendo que se detuviera nuevamente.
 —¿Quién te ha dicho eso? —quiso saber la dama.
 —Tu propio marido, Ivan Andreievich, que se encuentra en tu presencia...
 En efecto, era Ivan Andreievich quien así hablaba, y al que el joven reconoció como su inseparable compañero de toda la noche. Ahora estaba en la escalera, delante de su esposa.
 —¡De modo que eres tú! —exclamó el marido.
 —Ah! C'est vous! —exclamó a su vez Glafira Petrovna, abalanzándose hacia él con sincera alegría—. ¡Oh, Dios! ¡Las cosas que a mí me suceden siempre...! ¿Sabes? Estuve en casa de los Polovitsin, ya te puedes imaginar... Como sabes, viven en el puente Ismailov, ¿lo recuerdas? Bien, el caso es que tomé allí un trineo, pero en el trayecto se espantaron los caballos y fui despedida sobre la nieve, a unos cien pasos de aquí... Al cochero le llevaron al hospital, pues parecía trastornado. Menos mal que en aquel momento llegó el señor Tvogorov...
 —¿Cómo?
 El señor Tvogorov se parecía desde luego mucho más al asombro personificado que a sí minmo.
 —El señor Tvogorov me reconoció en seguida y tuvo la amabilidad de acompañarme, pero ahora, puesto que estás tú aquí, me volveré contigo a casa. Permítame, señor Tvogorov, que le exprese mi más profunda gratitud.
 Y al decir esto, la dama tendió su mano al señor Tvogorov, que parecía cada ves más atónito, y que le estrechó la suya con tanta fuerza que casi le arranca un grito.
 —Es el señor Ivan Ilich Tvogorov —dijo la dama, presentándolo a su marido—. Un amigo mío del que creo haberte hablado alguna vez. Tuve el gusto de conocerle en el último baile que dieron los Skorlupov, ¿lo recuerdas?
 —¡Oh, sí! Claro que lo recuerdo —aseguró con calor el caballero de la piel de vulpeja—. ¡Mucho gusto, señor...!
 Y con sincera alegría estrechó la mano del señor Tvogorov.
 De pronto se dejó oír la voz recia de antes:
 —¿Qué significa esto? ¿Con quién estás hablando?
 Y ante el pequeño grupo apareció un caballero muy alto, que se caló unos impertinentes y examinó con la mayor atención al caballero de la vulpeja.
 —¡Ah! ¡Hola, señor Bobinitsin! —exclamó entonces la dama, con su tono más meloso—. ¿De dónde sale usted, si me permite la pregunta? ¡Figúrese que acaban de despedirme por la nieve los caballos desbocados de un trineo! ¡Ha sido terrible! Pero aquí está mi marido... Jean, permíteme que te presente al señor Bobinitsin, a quien tuve el gusto de conocer en el baile de los Karpov.
 —¡Ah! ¡Encantado, señor! Permítanme, voy a buscar un coche...
 —Sí, Jean, anda. Todavía tengo los nervios de punta a causa del susto que me he llevado. No me siento demasiado bien. Esta noche en el baile de máscaras... —susurró la dama al oído de Tvogorov—. Adiós, señor Bobinitsin. ¿Nos volveremos a ver mañana en el baile de los Karpov?
 —No sé si iré mañana allí —repuso Bobinitsin, que murmuró algo al oído de la dama, para terminar su frase, tras lo cual hizo una reverencia y montó en su trineo.
 Entonces se presentó un segundo trineo, en el cual subió la dama. El caballero de la vulpeja, sin embargo, titubeó antes de hacerlo. Al parecer, no se encontraba en condiciones de hacer ningún movimiento, mientras contemplaba con ojos desorbitados al joven de la pelliza, que sólo oponía a su descaro una sonrisa no precisamente muy espiritual.
 —No sé...
 —Encantado de haberle conocido —repuso el joven con una leve inclinación, que en cierto modo le sirvió para echarse hacia delante, pues de pronto dejó su rostro traslucir una sombra de precaución temerosa.
 —¡Mucho gusto!
 —Creo que ha perdido usted un chanclo...
 —¡Ah, es cierto! ¡Muchas gracias! Eso me ocurre por usar chanclos de goma.
 —Pues, según dicen, con los chanclos de goma sudan los pies —dijo el joven, con un aparente interés.
 —Jean, ¿vienes ya?
 —En seguida voy, querida... Permíteme un momento. Señor —añadió, dirigiéndose al joven—, le agradezco su consejo sobre los chanclos. ¡Excúseme!
 —Por favor...
 —¿Sabe una cosa? Celebro mucho, muchísimo, haberle conocido...
 El caballero de la piel de vulpeja se sentó junto a su esposa en el trineo, y después arrancaron los caballos. El joven, entretanto, permaneció inmóvil, pues aún no había conseguido reponerse de su sorpresa.

Dostoievski Fiodor - El Cocodrilo.


Dostoievski Fiodor - El Cocodrilo.
En `El cocdrilo`, se nos cuenta la disparatada historia de un funcionario que es devorado, ante el espanto de su esposa, por un caimán en el zoo de San Petersburgo. Sin embargo, el tal funcionario no muere porque el animal está hueco por dentro... y ahí comienza la ironía de Dostoievski hincándole los colmillos a la avaricia y la vanidad humanas, al incipiente desarrollo del mundo capitalista y a la mastodóntica burocracia de la Rusia de todos los zares.

El cocodrilo. Fragmento.
 I
¡Hola, Lambert! ¿Dónde está Lambert? ¿Has visto a Lambert?


El 13 de enero del año 1865, a las doce y media en punto, Elena Ivanovna, esposa de Iván Matvieyich, mi sabio amigo y, ¿por qué no decirlo?, también compadre y primo segundo, sintió la comezón súbita de ver el cocodrilo que exhibían en el Pasaje.
Iván Matvieyich no tenía nada que hacer precisamente ese día, pues acababa de obtener una licencia. Hasta tenía ya en el bolsillo su billete del ferrocarril para un viaje al extranjero que se proponía emprender, más bien por ganas de ver cosas nuevas que por razones de salud. No se opuso a la ardiente curiosidad de su esposa, porque la compartía.
—¡Excelente idea! —dijo muy orondo—, vamos a ver el cocodrilo. En vísperas de emprender un viaje por Europa no está mal trabar conocimiento con los indígenas de nuestro país.
Y en el acto ofreció el brazo a su cónyuge, y ambos se encaminaron al Pasaje. Yo les acompañé, a fuer de amigo de la casa y siguiendo inveterada costumbre.
Nunca vi a Iván Matvieyich de tan buen humor como aquella inolvidable tarde. ¡Ah! ¡No sabemos leer en el porvenir!
No bien hubo entrado en el Pasaje, se quedó embobado ante la magnificencia del establecimiento, y, llegado al sitio en que se exhibía el monstruo, manifestó su intención de pagarme las veinticinco copecas que costaba el billete, cosa inaudita en él.
Introducidos en una salita, notamos que, a más del cocodrilo, había allí loros de la especie de las cacatúas y algunos monos encerrados en una jaula, colocada en el fondo. Junto a la entrada, a lo largo de la pared de la izquierda, vimos una gran tina de cinc, especie de bañera cubierta de un enrejado de alambre y con muy poca agua. Aquella tina servía de morada a un cocodrilo enorme que estaba allí muy tranquilo, sin dar mas señales de vida que un tablón, como si hubiese perdido todas sus facultades naturales al contacto de nuestro húmedo clima, tan inclemente para los extranjeros. Aquel primer vistazo que dimos al monstruo nos dejó completamente helados.
—¡Y eso es un cocodrilo!... —dijo Elena Ivanovna con tono de desencanto—, yo me lo había figurado de otro modo.
Sin duda se lo imaginaba engarzado en brillantes. El dueño del cocodrilo, un alemán, se acercó a nosotros y se nos quedó mirando con arrogancia.
—Razón tiene —díjome al oído Iván Matvieyich—, razón tiene para estar tan orgulloso, pues le consta que no hay más cocodrilo en Rusia que el suyo.
Yo cargué aquella trivial observación en la cuenta del extraordinario buen humor de mi amigo y pariente, pues, por lo general, era un poquito envidioso.
—No parece estar vivo su cocodrilo —observó Elena Ivanovna, que, intimidada por el descaro del dueño del monstruo, le dirigió su más graciosa sonrisa, con la esperanza de bajarle los humos, según el procedimiento que suelen seguir las damas.
—Perdón, señora —respondió el alemán, desollando cruelmente el ruso.
Y, acto seguido, levantó la rejilla de alambre y se puso a hostigar al cocodrilo con una varilla. Para dar señales de vida, el pérfido monstruo movió ligeramente las patas y la cola, levantó el hocico y lanzó una suerte de prolongado resuello.
—¡Bueno, bueno; no te enfades, Karlchen  —dijo suavemente el alemán con muestras de amor propio halagado.
—¡Qué feo es este cocodrilo!... ¡Me da miedo! —murmuró, coquetona, Elena Ivanovna—. Estoy segura de que voy a soñar con él.
—En sueños no habría de hincarle el diente, señora —observó el alemán con galantería.
Luego se puso a reír del chiste; pero sus risas no hallaron eco.
—Vamos a ver los monos, Semión Semionich —dijo Elena Ivanovna, dirigiéndose exclusivamente a mí—. ¡Me perezco por los monos; los hay tan bonitos..., mientras que ese cocodrilo es horrible...!
—No temas nada, mujercita —exclamó Iván Matvieyich, pavoneándose y echándoselas de valiente—, este tránsfuga del reino de los Faraones no nos hará ningún daño.
Y se quedó junto a la bañera. A poco, se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en las narices con el guante, con objeto, según después nos confesó, de incitarle a lanzar otro resoplido. El dueño del bicho siguió a Elena Ivanovna —¡una señora!— hasta la jaula de los monos. Todo marchaba a pedir de boca, y no era de temer ningún contratiempo.
Elena Ivanovna quedó encantada de los monos y les dedicó toda su atención. Chillaba de alborozo, y, fingiendo no ver al dueño, se entretenía descubriendo semejanzas entre algunos de aquellos animales con tal o cual de sus amigos. Yo me divertía, pues aquellos parecidos eran siempre exactos. El alemán, no sabiendo si debía o no reírse, concluyó por ponerse mustio...
En aquel preciso momento un terrible alarido, que podría calificarse hasta de sobrenatural, resonó en la sala. No sabiendo qué pensar, me quedé alelado, sin moverme de mi sitio; luego, oyendo gritar también a Elena Ivanovna, me volví a toda prisa. ¿Y qué diréis que vi?
Pues vi, ¡oh Dios mío!, al infortunado Iván Matvieyich, a quien el cocodrilo había cogido por la mitad del cuerpo con sus terribles quijadas, y, levantándolo en el aire, lo zarandeaba horizontalmente en el espacio, sin dejar ver de su cuerpo otra cosa que las piernas que desesperadamente sacudía. En un instante desapareció del todo mi pobre amigo y pariente. Pero, como yo permaneciera inmóvil, pude observar todos los pormenores del accidente con apasionada atención, con la más viva curiosidad que jamás sintiera, de suerte que os lo puedo referir punto por punto.
"¡Qué rabia —pensé— si me hubiese yo encontrado en el pellejo de Iván Matvieyich!"
Pero volvamos a lo ocurrido. Poniendo en acción sus terribles quijadas, el cocodrilo empezó por tirar de los pies del pobre Iván Matvieyich, y luego, soltándolo un poco, porque mi sabio amigo pugnaba por escapar y se agarraba a la bañera, se lo engulló hasta la cintura. Luego, soltándolo otro poco, continuó engulléndoselo de varias sentadas, poco a poco, de suerte que Iván Matvieyich fue desapareciendo lentamente de nuestra vista. Por último, de un bocado definitivo se tragó el animal a mi sabio amigo todo entero y de modo que se podía ver cómo se lo iba metiendo en el cuerpo.
Iba yo a lanzar también un grito, cuando, por un pérfido juego de la suerte, el cocodrilo, molesto sin duda por la inusitada enormidad de aquel bolo alimenticio, hizo otro esfuerzo, y, al abrir por vez postrera sus formidables fauces pudimos ver de nuevo el apurado rostro de mi pariente, cuyos anteojos rodaron al fondo de la tina. Hubiérase dicho que aquella cabeza humana sólo apareció de nuevo para lanzar una suprema mirada sobre las cosas de este mundo y dar un último adiós a todas las alegrías de esta vida.
Mas ni siquiera tuvo tiempo de realizar ese designio. El cocodrilo, que había recobrado bríos, hizo otro esfuerzo y se engulló definitivamente la cabeza. Aquella reaparición y desaparición de una cabeza humana dotada aún de vida, resultaba un espectáculo espantoso; pero, al mismo tiempo —quizá por la rapidez de aquel escamoteo y por la caída de los lentes— no dejaba de tener sus ribetes de ridículo, por lo cual no me fue posible contener la risa. Pero, haciéndome cargo de lo inoportuno de mi conducta en tal momento —¿no era yo amigo de la casa?— interpelé vivamente a Elena Ivanovna con un tono de condolida simpatía.
—¡Adiós para siempre nuestro Iván Matvieyich! —le dije.
No pienso siquiera expresar la intensa emoción de que diera muestra la joven en tanto se desarrollaba la escena descrita. Al comienzo, después de lanzar aquel alarido, se quedó como petrificada y miraba todo aquel desastre casi con indiferencia, muy desencajados los ojos. Luego se echó a llorar, y yo le estreché las manos. En aquel momento, enloquecido de espanto, el dueño del cocodrilo se puso a dar palmadas y, levantando los ojos al cielo, exclamó:
—^Oh mi cocodrilo, mi Karlchen de mi vida! Mutter, Mutter, Mutter .
A aquellos gritos, abrióse la puerta del fondo y apareció la madre, con su cofia en la cabeza. Era una mujer ya de edad, morena y despechugada, que se abalanzó hacia su hijo lanzando chillidos estridentes.
Se armó entonces un espantoso revuelo. Elena, como una poseída, no se cansaba de repetir: "¡Que le den! ¡Que le den!" Tan pronto se encaraba con el alemán como con su madre, suplicándoles, inconscientemente sin duda, que le pegasen no sé a quién ni por qué causa. En cuanto al domador y su madre no se preocupaban lo más mínimo de nosotros, y lloraban, a moco tendido, junto a la bañera.
—Es cosa perdida. ¡Va a reventar de un momento a otro! ¡Acaba de tragarse a un funcionario enterito! —gemía el domador.
—¡Pobre Karlchen! ¡Nuestro querido Karlchen! ¡Se morirá! —aullaba la madre.
—¡Nos deja huérfanos y sin pan! —añadía el hombre.
—¡Denle! ¡Denle! —vociferaba, incansable, Elena Ivanovna, colgada de un faldón del abrigo del alemán.
—Se puso a hostigar a mi cocodrilo. ¿Por qué tenía su marido que hostigármelo? —rezongaba el domador, desasiéndose—. Si revienta mi Karlchen tendrá Ud. que indemnizarme. Era mi hijo, mi único hijo.
Confieso que el egoísmo de aquel alemán y la sequedad de corazón de su madre me indignaban no poco. Pero los ininterrumpidos gritos de Elena Ivanovna: "¡Denle! ¡Denle!", me apuraban todavía más, y concluyeron por cautivar toda mi atención. Yo tenía un miedo muy regular.
Pero había interpretado mal el sentido de aquellas peregrinas exclamaciones. Creía que Elena Ivanovna, habiendo perdido momentáneamente la razón, pero deseosa, no obstante, de vengar a su querido Iván Matvieyich proclamaba su derecho a una satisfacción, y pedía que castigasen al cocodrilo, dándole de palos. Pero ella quería dar a entender, en realidad, otra cosa muy distinta.
Procurando tranquilizarla, le supliqué no emplease aquella escabrosa palabra de pegar, porque, verdaderamente, en aquel sitio en pleno Pasaje, ante una asamblea de personas ilustradas, a dos pasos de la sala donde en aquel mismo momento daba el señor Lavro  su curso público, la expresión de un deseo tan reaccionario resultaba no sólo inverosímil, sino hasta inadmisible. Y de un momento a otro podría dar lugar a que cayesen sobre nuestras espaldas las silbantes cuerdas de las disciplinas críticas del señor Stepanov. Para colmo de terror se justificaron al punto mis temores. Se descorrió la cortina que cerraba el cuarto donde se hallaba expuesto el cocodrilo, y compareció en el umbral un individuo que llevaba barba y bigote, el cual, con el sombrero en la mano, inclinaba hacia nosotros la parte superior de su cuerpo, conservando prudentemente su base de sustentación en el vestíbulo, para no verse así en la obligación de desembolsar el precio del billete.
—Señora —dijo el desconocido, realizando prodigios de equilibrio para mantener su cabeza en la sala donde nosotros estábamos y al mismo tiempo no sacar los pies del vestíbulo—, señora, una inspiración tan retrógrada no dice bien de su inteligencia, y sólo puede provenir de cierta falta de fósforo en su cerebro. La Crónica del Progreso, así como nuestros periódicos satíricos, no podrán menos de anatematizarla a usted...
Mas no pudo rematar su discurso. El dueño del establecimiento recobró en ese momento sus sentidos, y, notando con horror la presencia gratuita de aquel individuo en la sala del cocodrilo, arremetió furiosamente contra el incógnito progresista y lo echó del local a puñetazos. Ambos desaparecieron detrás de la cortina, y yo comprendí al punto que todo aquel revuelo era injustificado, porque Elena Ivanovna era en absoluto inocente de la intención que le atribuía de querer infligir al cocodrilo el humillante castigo de los vergajazos. Pedía, ni más ni menos, que le abrieran la barriga para sacar de allí a su querido Iván Matvieyich.
— ¡De modo que quería usted que matasen a mi cocodrilo! —vociferó el domador—. Antes preferiría diez veces que matasen a su esposo... Mi padre exhibía ya al público a ese cocodrilo; mi abuelo lo había exhibido antes; lo exhibo yo ahora, y mi hijo lo exhibirá cuando yo me muera. ¡El mundo entero ha de ver a ese cocodrilo! A mí me conocen en toda Europa, mientras a usted no la conoce nadie, y tendrá que pagarme una indemnización.
—¡Eso, eso! —gritó la alemana, furiosa—, no les dejaremos salir de aquí hasta que nos indemnicen, porque nuestro pobre Karlchen va a reventar.
—Inútil sería, indudablemente, matarlo —añadí yo con toda flema, tratando de llevarme a Elena Ivanovna a casa—, porque nuestro querido Iván Matvieyich seguro que a estas horas se encuentra ya en la gloria.
—¡Querido amigo —exclamó de pronto, y con asombro nuestro, la voz de Iván Matvieyich—, querido amigo, yo creo que sería más conveniente avisar al comisario de Policía, porque sólo la intervención de la fuerza pública será capaz de convencer a este alemanote!
Aquellas palabras, pronunciadas con voz entera, que atestiguaba una extraordinaria presencia de ánimo, nos dejaron estupefactos hasta tal punto, que en el primer momento nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Sin embargo, nos aproximamos de inmediato a la bañera, donde rebullía el cocodrilo, y nos pusimos a escuchar al desgraciado cautivo con una atención sostenida, aunque algo escéptica.
Resonaba su voz débil y apagada, como si viniese de muy lejos. Se hubiera podido creer que algún chusco, apostado en la estancia contigua y con la boca pegada al almohadón, se desgañitaba gritando para simular, con objeto de distraer al público situado en la otra estancia, un diálogo entre dos gañanes en una estepa o en lo hondo de un barranco, espectáculo que más de una vez pude admirar en casa de algún amigo con motivo de la Nochebuena.
—Iván Matvieyich, maridito mío, ¿estás vivo todavía? —murmuró Elena Ivanovna.
—Sí, vivo y sano —respondió Iván Matvieyich—; gracias a la protección del Altísimo, me tragó el cocodrilo sin hacerme el menor daño. Sólo una cosa me inquieta: ¿cómo considerarán mis jefes este contratiempo? Porque ya sabes que había sacado mis pasaportes para el extranjero, y ahora me encuentro en la panza de un cocodrilo, donde no se está del todo mal...
— ¡Pero, maridito, qué más da, con tal que te saquen de ahí! —interrumpió Elena Ivanovna.
—¡Sacarlo de ahí!... —exclamó el dueño del bicho—. No consentiré que a mi cocodrilo le pongan la mano encima. De ahora en adelante el público se atropellará por entrar a verlo. Cobraré a veinte copecas la entrada, y Karlchen no tendrá necesidad de que le echen de comer...
—¡Gracias a Dios! —añadió la madre.
—Tiene razón —observó Iván Matvieyich con plácido acento—; ante todo, hay que considerar las cosas desde el punto de vista económico.
—Amigo mío —exclamé yo—, ahora mismo corro a ver a nuestro jefe para presentar la oportuna demanda, pues de sobra veo que nosotros solos no lograremos salir del paso.
—Lo mismo creo yo —respondió Iván Matvieyich—, porque en nuestra época de crisis comercial, es bastante difícil abrirle la panza a un cocodrilo sin pagar indemnización. Así que hay que plantearse una cuestión previa: ¿cuánto pedirá el domador por el cocodrilo? Y a esta pregunta ha de seguir otra como corolario: ¿quién habrá de pagar? Porque ya sabes que no soy rico...
—Como no pidas un anticipo sobre tu sueldo —insinué yo tímidamente.
Pero el domador me cortó la palabra.
—No estoy dispuesto a vender mi cocodrilo; ni por tres mil rublos lo daría. Por lo menos, tendría que darme cuatro mil. Con lo que ha pasado, el público formará cola a la puerta del local. Tendrán que darme por él cinco mil rublos.
En una palabra: que quería aprovecharse. La más sórdida avaricia se reflejaba en su rostro.
—Basta ya. ¡Me voy! —exclamé, indignado.
—¡Y yo también, y yo también!... —lloriqueaba Elena Ivanovna—. Iré a ver a Andrei Osipich y le enterneceré con mis lágrimas.
—¡No; eso no, mujercita mía!... —interrumpió Iván Matvieyich, que hacía mucho tiempo que estaba celoso de aquel caballero.
Sabía que su mujer era muy propensa a soltar el raudal de las lágrimas delante de un hombre culto, porque el llanto le sentaba muy bien. Luego, dirigiéndose a mí, continuó:
—Tampoco a ti te lo aconsejo. No sabemos lo que podría resultar de esa gestión. Mas sí te ruego que vayas hoy mismo a ver a Timofei Semionich; es un hombre de costumbres rancias, bastante tonto, y, lo que más importa, muy leal. Salúdale en mi nombre y cuéntale el percance con todos sus pormenores. Al mismo tiempo le entregarás siete rublos que me ganó la última vez que jugamos nuestra partidita; ese rasgo nos granjeará sus simpatías. Es un hombre cuyo consejo puede valernos mucho. Entre tanto, llévate de aquí a Elena Ivanovna... Sosiégate, alma mía —añadió, dirigiéndose a su esposa—; todos esos aspavientos me fatigan, y quisiera descansar un poco. Después de todo, no se está mal aquí; por más que todavía no he tenido tiempo de reconocer bien este inesperado asilo.
—¿Cómo reconocer? Pero ¿es que ves algo ahí dentro? —exclamó Elena Ivanovna, muy alegre.
—Impenetrables tinieblas me rodean —respondió el infortunado cautivo—, pero puedo palpar, y, por así decirlo, ver con las manos. Así, pues, hasta la vista. Estáte tranquila y no te prives de distracciones. Hasta mañana. En cuanto a ti, Semión Semionich, ven a verme esta noche, y, como eres distraído y podrías olvidarte, hazte un nudo en el pañuelo.
Confieso que no me disgustaba la idea de salir de allí, pues estaba cansado y empezaba a aburrirme. Me apresuré, pues, a coger del brazo a Elena Ivanovna y sacarla del local.
—Esta noche les costará a ustedes la entrada veinticinco copecas —nos previno el domador.
—¡Oh Dios mío, qué interesada es esta gente! —dijo Elena Ivanovna, mirándose en todos los espejos del Pasaje y comprobando, con satisfacción visible, que las recientes emociones la habían embellecido.
—Es el punto de vista económico —le contesté un poco emocionado y enorgullecido de acompañar a una mujer tan hermosa.
—¿El punto de vista económico? —repitió ella, con su simpática vocecita—; pues yo no he entendido nada de lo que dijo Iván Matvieyich acerca de ese condenado punto de vista económico.
—Yo se lo explicaré a usted.
Y me puse a disertar sobre los beneficiosos resultados de la acumulación de capitales extranjeros en nuestra patria, con tanto mayor facilidad cuanto que aquella misma mañana había leído en Las Noticias de Petersburgo y en El Cabello sendos artículos sobre el referido tema.
Escuchó ella un rato y me interrumpió, diciendo:
—¡Qué raro es todo esto!... ¿Acabará usted de contarme todas esas sandeces? Dígame: ¿estoy muy encarnada?
Aproveché la ocasión para asestarle una galantería:
—No está usted encarnada —le dije—; está usted exquisita.
—¡Anda el mequetrefe! —murmuró encantada.
Luego añadió, inclinando graciosamente la cabeza:
—¡Cómo compadezco a mi pobre marido!... —Y de pronto—: ¡Pero, Dios mío, dígame usted cómo se las va a arreglar para merendar ahí dentro!... ¿ Y..., y... si se le ocurre alguna necesidad?
—Su pregunta me coge de improviso —le respondí, algo desconcertado—. Si he de decir la verdad, no había caído en ello. ¡Verdaderamente, ustedes las mujeres son más prácticas que nosotros cuando se trata de los problemas de la existencia!
—¡Pobre! ¡Cómo ha ido a meterse ahí! ¡En esas tinieblas no podrá proporcionarse ninguna distracción! ¡Y pensar que ni siquiera me queda un retrato suyo!... ¡Ah! ¡Aquí me tiene usted, viuda o poco menos! —Y esbozó una encantadora sonrisa, que demostraba hasta qué punto le parecía interesante su nuevo estado—. ¡De todos modos, me da él mucha lástima!
Así expresaba ella la natural congoja de una mujer que acaba de perder a su marido. La acompañé a su casa, y me obligó a que me quedase a cenar. Luego, después de tomar una tacita de café, logré apaciguarla y la dejé para ir a avistarme con Timofei Semionich, convencido de que todo hombre que tuviese un hogar y una posición respetable había de encontrarse a aquella hora en su casa.
He escrito este primer capítulo en el estilo que conviene al argumento de mi relato. Pero estoy resuelto a emplear en lo sucesivo un tono menos elevado, si bien más natural, y lealmente se lo advierto al lector.

jueves, 30 de julio de 2015

Fedor Dostoievski. Diario de un escritor.


V

 REFLEXIONES SOBRE LA MENTIRA

 ¿Por qué, entre nosotros, todo el mundo miente?...
 Estoy seguro de que todo el mundo va a detenerme aquí diciéndome: "¡Exagera usted tontamente: todo el mundo, no! Está usted hoy falto de asuntos y, a pesar de eso, quiere usted producir un pequeño efecto entre nosotros lanzando al acaso una acusación sensacional." Nada de eso: he pensado siempre en lo que acabo de decir. Sólo que ¿qué ocurre? Se vive cincuenta años con una convicción en cierto modo latente y, de pronto, al cabo de medio siglo, toma, no se sabría decir cómo, una fuerza imprevista, que, por decirlo así, la transforma en viviente. Desde hace poco me ha llamado más que nunca la atención la idea de que entre nosotros, hasta en las clases ilustradas, hay muy pocas gentes que no mientan. Hombres muy honrados mienten lo mismo que los otros. Estoy convencido de que en los demás pueblos, en la mayoría de los casos, tan sólo los bribones alteran a conciencia la verdad y sus mentiras son interesadas. Entre nosotros se goza mintiendo. Se puede a menudo afirmar que un ruso mentirá..., casi diría por hospitalidad, por ser agradable a su huésped. De este modo sacrifican su personalidad a la de su interlocutor. ¿No recuerdan ustedes haber oído a las gentes más escrupulosas exagerar ridículamente el número de verstas que sus caballos habían recorrido en tales o cuales circunstancias? Esto era para divertir al auditorio y excitarle a charlar a su vez. Y en efecto, el golpe no fallaba nunca; vuestro visitante, animado por vuestra hablilla, recordaba en seguida haber visto una troika adelantar al ferrocarril. ¡Oh, y qué perros de caza había conocido! Continuáis vosotros contando una extraordinaria historia acerca del talento del dentista parisiense que os orificó los dientes, o sobre la loca prontitud del diagnóstico de Botkine, que os curó de una enfermedad verosímil. Llegáis hasta creer la mitad de vuestro relato; siempre se llega a eso cuando se mete uno en ese camino. Más tarde, cuando volvéis a pensar en aquella ocasión, al recordar la atenta fisonomía de aquel que os escuchaba, os decís: "¡Ah, no; he mentido bastante!" Este último ejemplo no es muy afortunado, porque en el carácter del hombre está el mentir siempre cuando se extiende acerca de los detalles de una enfermedad que le hizo sufrir. Esto le cura por segunda vez.
 Pero vamos a ver: ¿no os ha ocurrido nunca, al volver del extranjero, pretender que todo cuanto ha acaecido en el país de donde volvéis durante el tiempo que habéis estado en él ha pasado ante vuestros propios ojos? Aun he escogido mal mi ejemplo. ¿Cómo quieren ustedes que un pobre ruso sea un ser sobrehumano? ¿Cuál es el hombre que consentiría en hacer un viaje al extranjero si no tenía el derecho de traer consigo historias famosas? Busquemos mejor. Seguramente debéis haber hecho en vuestra vida revelaciones nuevas e increíbles acerca de las ciencias naturales..., sobre las quiebras o las fugas de los banqueros, y esto sin saber una palabra de Historia Natural ni haber estado jamás al corriente de los acontecimientos del mundo financiero. Es seguro que, por lo menos, habéis contado una vez, como si le hubiera ocurrido a usted mismo, una historia que sabéis de otra persona. ¿Y a quién se la habéis contado? Al individuo que había sido héroe de la anécdpta que él mismo os había comunicado. Habéis olvidado cómo, a la mitad del relato, se os aparecía la horrible verdad. Tal vez era la extraviada mirada de vuestro auditor la que os advertía... A pesar de eso habéis continuado..., ¡y qué contrariado! Aceleráis el fin de la historia y abandonáis precipitadamente a vuestro amigo, y ¡en qué estado! Entregado a vuestro mirífico relato, habéis olvidado preguntar a ese amigo noticias de su tía enferma...; no pensáis en ello hasta no estar en la escalera; le gritáis rápido vuestra pregunta al sobrino, que cerraba tranquilamente su puerta sin haberos respondido. ¡Y si queréis asegurarme que no contáis jamás anécdotas, que nunca habéis puesto el pie en casa de Botkine, que jamás habéis preguntado a un sobrino noticias de su tía mientras bajabais por la escalera, no os creeré!
 "Broma pesada —me dirán—; una mentira inocente es bien poca cosa; eso no remueve nada en el sistema del universo." Sea; convengo en que todo eso es muy inocente; no hablo más que del grave defecto de carácter que indica esa manía de la mentira.
 "La delicada reciprocidad de la mentira es una condición indispensable al buen funcionamiento de la sociedad rusa", agregaré aún. ¡Bueno! Y acepto el que no haya más que un grosero capaz de desmentiros cuando habléis del número de verstas recorridas o de los milagros operados sobre vosotros por Botkine. En efecto, sólo un imbécil puede tener la pretensión de castigaros inmediatamente por una venial alteración de la verdad. De todos modos, ese lujo de pequeñas mentiras es un rasgo muy importante de nuestras costumbres nacionales. Prueba que los rusos tenemos, no diré odio a la verdad, pero sí una disposición a considerarla como prosaica, aburrida, burguesa; pero, precisamente, evitándola sin cesar, hemos hecho de ella una cualidad rara, preciosa e inapreciable en nuestro mundo ruso. Hace mucho tiempo que ha desaparecido de entre nosotros el axioma de que la verdad es lo que hay aquí más admirablemente sorprendente, y que excede, por lo inesperado, a lo más fantástico que puede imaginarse. Y, sin embargo, el hombre ha transformado de tal manera todo que las más increíbles mentiras penetran mucho mejor en el alma rusa, pareciendo mucho más verosímiles que la cruda verdad. Creo, además, que ocurre un poco lo mismo en el mundo entero.
 Esta manía de falsearlo todo demuestra que aún tenemos vergüenza de nosotros mismos. ¿Cómo podría ser de otro modo, cuando se ve que, en cuanto se aborda la sociedad, el ruso hace cuanto puede por aparecer distinto de lo que en realidad es?
 Herzen ha dicho, a propósito de los rusos que viven en el extranjero, que no saben estar en sociedad, hablando muy alto cuando es preciso callarse, y siendo incapaces de decir una palabra de manera conveniente y natural cuando se espera de ellos algunas palabras Y es exacto. En cuanto un ruso fuera de su país tiene que abrir la boca, se tortura para enunciar opiniones que puedan hacerle considerar todo lo menos ruso posible. Está absolutamente convencido de que un ruso que se presenta tal cual es, será mirado como un ser grotesco. ¡Ah! Si logra aparentar maneras francesas, inglesas, en una palabra, extranjeras, será muy distinto: tendrá derecho a toda la estimación de sus vecinos de salón. Haré todavía una pequeña observación: esta cobarde vergüenza de sí mismo es en él casi inconsciente. Al obrar así, obedece a sus nervios, a un capricho momentáneo.
 —Yo soy completamente inglés de sentimientos y de vida —afirmará un ruso.
 Y sobrentenderá: "Luego es preciso respetarme como se respeta a todos los ingleses." Mas no hay un alemán, ni un inglés, ni un francés, que se avergüence de mostrarse tal como su medio lo ha creado. El ruso se da de ello cuenta muy claramente; pero admite, sin que esa convicción sea en él muy clara, que por eso es por lo que esos extranjeros son muy superiores a él mismo, y, consecuentemente, desearía parecer muy alemán, muy inglés o muy francés.
 —Pero eso que contáis es cosa muy conocida, harto vulgar —me harán observar. Sea; pero he aquí algo de lo más característico: el ruso hará, esencialmente, por pasar como más inteligente que todos, o, si es muy modesto, por no parecer más tonto que otro. Y parece decir: "Confiesa que no soy más tonto que el término medio, y reconoceré que en tu clase no eres un idiota."
 Ante una celebridad europea, el ruso se sentirá encantado haciendo genuflexiones; lo admirará todo, en el gran hombre, sin examen, de la misma manera que desearía le consagrasen a él mismo como espíritu selecto sin estudiarle demasiado. Pero si la celebridad ha dejado de estar a la moda, si el personaje ha perdido su pedestal, nadie en el mundo será más severo en su apreciación del héroe caído que nuestro ruso. Su desprecio burlón no tendrá límites.
 Nos sentiremos ingenuamente asombrados cuando una casualidad nos revele que Europa continúa considerando al grande hombre que ya no está de actualidad como un grande hombre.
 Pero este mismo ruso, que venera ciegamente al favorito del éxito, jamás querrá aceptar en público que sea inferior al hombre de genio que acaba de sincerar: "¡Goethe, Liébig, Bísmarck, está muy bien —dará perfectamente a entender—; pero también estoy yo!"
 En una palabra: el ruso más o menos ilustrado jamás llegará a poseer bastante grandeza de alma para reconocer francamente una superioridad real. Que no se burlen demasiado de mi "paradoja". El rival de Liébig tal vez ni siquiera haya terminado sus estudios en el Instituto.
 Suponed que nuestro ruso se encuentra a Liébig en un vagón, sin conocerlo, y que el sabio entabla conversación sobre Química; nuestro amigo logrará colocar su pequeña reflexión, y no cabe dudar de que llegará a disertar sabiamente —sin saber de aquello de que hable otra palabra que "química"—. Verdad es que pondrá a Liébig enfermo de asco; pero ¿quién sabe si en él espíritu de los oyentes no habrá clavado al gran químico? Porqué un ruso sabe siempre hacer un magnífico empleo del lenguaje científico, sobre todo cuando no comprende los asuntos de que trata. Y al mismo tiempo asistiremos a un fenómeno particular del alma rusa. Én cuanto uno de nuestros compatriotas de las clases ilustradas se ve en presencia de un "público", no sólo no duda ya de su gran talento, sino que hasta se figura poseer la ciencia infusa.
 En su fuero interno un ruso se burla un poco de ser instruido o ignorante... Rara vez se hará esta pregunta: Pero... ¿sé realmente algo?
 Si se la hace, responderá a ella de modo que satisfaga su vanidad, hasta si tiene conciencia de no poseer más que conocimientos rudimentarios.
 Me ha ocurrido a mí mismo, recientemente, oír en un vagón, en el curso de un viaje de dos horas, toda una conferencia sobre las lenguas clásicas: un solo viajero discurseaba y todos los demás bebían sus palabras. Era un desconocido para todos los que en el departamento se encontraban. Era robusto, de edad madura, de fisonomía distinguida, hasta señorial, y hablaba remachando las palabras. Parecía evidente, a quien le escuchaba, no solamente que disertaba por primera vez sobre semejante asunto, sino que no había jamás pensado en aquello con que nos entretenía. Era, pues, una sencilla, pero brillante improvisación. Negaba en absoluto la utilidad de la enseñanza clásica y llamaba a su introducción entre nosotros "un error histórico y fatal". Por lo demás, fue la única palabra violenta que se permitió: había tomado las cosas desde muy abajo para exaltarse fácilmente. Las bases sobre las que establecía su opinión carecían tal vez de solidez, y sus razonamientos eran poco más o menos los de un colegial de trece años o de algunos periodistas, entre los menos competentes. "Las lenguas clásicas, decía, no sirven para nada; todas las obras maestras latinas, por ejemplo, han sido traducidas. Luego ¿para qué estudiar una lengua que no tiene nada más que confiarnos?..." Su argumentación produjo en el vagón el mayor efecto, y cuando nos abandonó, varios viajeros, la mayor parte señoras, le agradecieron el placer que con su discurso les había proporcionado. Estoy muy seguro de que descendió del vagón persuadido de que era un genio.
 Hoy las charlas en público (en vagón o en otra parte) han cambiado de carácter. Ahora parecen buscarse educadores y se escuchará siempre favorablemente una conversación que desflore más o menos todos los grandes temas sociales. Varias personas desconocidas unas de otras sienten cierta molestia en ponerse a hablar juntas. En los comienzos hay siempre cierta reserva molesta. Pero cuando han comenzado, los interlocutores se hacen a veces tan sublimes que sería prudente contenerlos para impedir que se les fuese el santo al cielo. Verdad es que a menudo, la charla se desenvuelve sobre cuestiones financieras o políticas, pero miradas desde un punto de vista tan elevado que el público vulgar no comprende nada de ellas. Este vulgum pecus escucha con humilde deferencia, y el aplomo de los discurseadores crece con ello. Claro es que estos luchadores pacíficos tienen poca confianza los unos en los otros, pero se separan siempre con buenas palabras, tal vez confesándose mutuamente reconocidos. El secreto para viajar de una manera agradable consiste en saber escuchar amablemente las mentiras ajenas y creerlas lo más posible, pues, con esa condición, os dejarán producir cuando os llegue el turno vuestro pequeño efecto, y de este modo el provecho será recíproco.
 Pero, como ya os lo he dicho, existen temas generales que interesan a todo el público, letrado o iletrado, y el más ignorante se apresura a decir su opinión sobre estas cuestiones de vital importancia. Ya no se trata entonces únicamente de pasar el tiempo todo lo más agradablemente posible. Repito que hoy quieren instruirse. Hay sed de aprender, de explicarse las interioridades de la vida contemporánea; se buscan iniciadores, y son las mujeres, sobre todo las madres de familia, las que están impacientes por descubrir a estos profetas de lo nuevo. Reclaman guías, consejos sociales. Están dispuestas a creerlo todo. Hace algunos años, cuando se carecía de nociones exactas sobre nuestra misma sociedad rusa, su empresa casi no tenía término posible. Pero hoy su campo de investigación se ha ensanchado. Sin embargo, puede predecirse que todo discurseada dotado de un exterior casi conveniente (pues conservamos una fatal superstición que convierte a todos los rusos en fáciles víctimas mixtificadas por lo que llaman buenos modos), todo discurseador de buen aspecto, disponiendo de un vocabulario florido, tendrá probabilidades para convencer a sus oyentes de todo cuanto le agrade asegurar. Es justo añadir que, para esto, deberá mostrar opiniones de las llamadas "liberales". Pero esta observación casi era inútil.

 Otro día, encontrándome también en un vagón —era recientemente— pude oír a uno de nuestros compañeros de viaje desarrollarnos todo un tratado de ateísmo.
 El orador era un personaje con cabeza de ingeniero mundano, serio por otra parte, y visiblemente atormentado por la enfermiza necesidad de hacerse prosélitos. Debutó con consideraciones sobre los monasterios. Pude conjeturar fácilmente que de estos conventos no sabía nada. Creía que los monasterios nos habían sido impuestos por un decreto sacerdotal y que el Estado tenía que dotarlos, proveer a sus gastos, en una palabra, sostenerlos. Se le hubiera sorprendido grandemente haciéndole saber que los frailes forman asociaciones independientes. Partiendo de su creencia en un parasitismo legal, exigía, en nombre del liberalismo, su cierre inmediato. Por una ligera extensión de sus ideas, fue a parar de manera natural al ateísmo absoluto. Sus convicciones, decía, estaban basadas en las ciencias exactas, naturales o matemáticas. ¡Cómo desatinaba hablando de las ciencias naturales y de las matemáticas! Por otra parte, aunque le hubieran amenazado de muerte no habría podido citar ni un solo hecho que revelase su conocimiento de aquellas ciencias. Todo el mundo le escuchaba piadosamente. "Por mi cuenta, peroraba! no le enseñaré a mi hijo más que una cosa: a ser un hombre honrado y a burlarse de todo lo demás." Estaba convencido de que no necesitábamos ninguna clase de doctrinas superiores a las que rigen la marcha de la Humanidad; que se encuentran, por decirlo así, en nuestro bolsillo las llaves que abren los dominios del bien: la fraternidad, la beneficencia, la moralidad, etc. Para él, la duda no existía. Como el discurseador de quien hablé antes, obtuvo un triunfo resonante. Había allí oficiales, ancianos, señoras jóvenes. Se le dieron las gracias también, cuando descendió del vagón, por haber hablado de una manera tan deliciosamente interesante. Una de nuestras vecinas de departamento, una madre de familia, mujer muy distinguida, muy elegante y en buena posición, llegó hasta a hacernos saber que, en lo sucesivo, se guardaría muy bien en pensar que el alma fuese otra cosa que "un humo cualquiera". Claro que el señor con cabeza de ingeniero mundano descendió del vagón mucho más considerado de lo que había subido.
 Esta consideración, que un montón de gentes de aquella fuerza sentían por su propio valer, es una de las cosas que más me asombran. No se puede uno asombrar de que existan tontos y charlatanes. Pero aquel hombre no era absolutamente un tonto. No era, indudablemente, tampoco ni un mal hombre, ni un hombre grosero; hasta apostaría cualquier cosa a que era un buen padre de familia. Sólo que no sabía nada de las cuestiones de que había tratado. No se diría nunca: "Mi buen Ivan Ivanovitch (le bautizo por el momento), has discurseado hasta perder el aliento y, sin embargo, no sabes ni una palabra de lo que has contado. Has chapoteado en las matemáticas y en las ciencias naturales, cuando sabes mejor que nadie que has olvidado cuanto de eso te enseñaron. ¡Cuan lejos está hoy la escuela especial donde tú estudiaste! ¿Cómo te atreves a dar una especie de curso a personas que te son desconocidas y algunas de las cuales han aparentado sentirse "convertidas" por tus desatinos? Bien ves que has mentido desde la primera palabra hasta la última, ¡Y te has sentido orgulloso por tu triunfo! ¡Harías mejor en sentirte avergonzado!" Tendría infinidad de razones para dirigirse ese breve sermón; pero, ¡ay!, es probable que sus ocupaciones habituales no le dejen tiempo para preocuparse de esas pequeneces. Creo que ha debido experimentar un vago remordimiento, pero pronto habrá pasado a otro asunto en sus meditaciones, diciéndose que, después de todo, no se trataba de un caso de conciencia. Esta ausencia de buena y sana vergüenza en el ruso es para mí un raro fenómeno. Se nos dirá que esa inconsciencia es general entre nosotros, pero justamente por eso es por lo que a veces desespero del porvenir de tal nación, de sociedad tal.
 En público, un ruso será un europeo, un ciudadano del mundo, el caballero defensor de los derechos del hombre; tanto peor si en su fuero interno se siente un hombre completamente distinto, fríamente convencido de lo contrario de lo que ha profesado. Vuelto a su casa exclamará, si es preciso: "¡Eh! Váyanse al diablo las opiniones y hasta la libertad! ¡Que me golpeen si quieren! ¡Me burlo de ello!"
 ¿Os acordáis de aquel teniente Pirogoff que, hace una cuarentena de años de esto, fue golpeado en la calle Grande-Mistchanskaïa por un aserrador llamado Schiller? Es de lamentar que los Pirogoff abunden demasiado para que sea posible golpearlos a todos: "¡Muy mal, se dijo Pirogoff, que no se sabrá nada!" Recordaréis que el teniente golpeado fue, inmediatamente después de recibida la paliza, a comer un pastel de hojaldre, para reponerse de sus emociones, y que aquella misma noche se distinguió, en la reunión dada por un alto funcionario, como bailarín incomparable. ¿Qué pensáis de esto? ¿Creéis que en el momento en que, mientras bailaba, torturaba sus miembros acardenalados y dolientes, se había olvidado de la contundente corrección? No; seguramente no la había olvidado, pero indudablemente, se decía: "¡Bah! Nadie sabrá nada.” Esta facilidad del carácter ruso para acomodarse a todo, hasta a un contratiempo deshonroso, es tan grande como el mundo...
 Estoy seguro de que el teniente Pirogoff estaba tan por encima de aquellas idiotas vergüenzas, que la noche en cuestión habríase declarado a su pareja —la hija de la casa— y la hubiera pedido formalmente en matrimonio. ¡Es casi trágica la situación de una muchacha que entabla relaciones con un hombre al que han vapuleado aquel mismo día y al cual "no le importa”! Y... ¿qué pensáis que hubiera ocurrido si ella hubiera sabido que su pretendiente había recibido la tunda, si el oficial apaleado y contento se hubiera, de todos modos, preocupado en contarlo? ¿Se hubiera casado con él? ¡Ay, sí!... Con la condición de que el mundo no fuese enterado del secreto del manoseo administrado al novio.
 Creo que, sin embargo, se puede, en general, abstenerse de colocar a las mujeres rusas en la categoría de los Pirogoff. Se advierte cada vez más en nuestra población femenina una verdadera franqueza, perseverancia y un sentimiento verdadero del honor, un gusto loable por la investigación de la verdad, sin olvidar una frecuente necesidad de sacrificarse. Por otra parte, las mujeres rusas se han distinguido en esto siempre de los hombres. Han testimoniado en todo tiempo un mayor horror a la mentira que sus hermanos y sus maridos; hay muchas entre ellas que no mienten jamás. La mujer es, entre nosotros, más perseverante, más paciente en su labor; aspira más seriamente que el hombre a hacer su obra y a hacerla por el amor de la obra misma, y no únicamente por distinguirse. Creo que podemos esperar de ella una gran ayuda.


miércoles, 29 de julio de 2015

Manuel Mujica Lainez. Novela: El escarabajo.


Durante un agasajo a Manuel Mújica Láinez, su colega Jorge Luis Borges afirmaba, hace más de un cuarto de siglo, que "una de las misiones del escritor es rescatar el pasado". El Escarabajo es una excelente muestra de la misión cumplida. Fruto de cuatro años de intenso trabajo y búsqueda, El Escarabajo, prodigio de reconstrucción histórica y de fluidez en el relato, sólo podía ser escrito por quien reunía la doble condición de experto en Humanidades y maestro de la narrativa. El narrador y a la vez protagonista de esta ambiciosa y lograda novela es un escarabajo de lapislázuli, talismán egipcio creado para la reina Nefertari, "nombre enigmático de aquella que llevo en mi carne azul, y que estaba predestinado a servir y amar". El Escarabajo nos cuenta sus peripecias desde el Egipto de Ramsés II hasta nuestros días, que son también las de los personajes por cuyas manos pasó. Testamento literario de Mújica Láinez, El Escarabajo es una novela en mayúsculas y también un viaje alucinante por más de tres mil años de Historia, repleto de acontecimientos, intrigas y emoción.

Fuente: Autor: MUJICA LAINEZ, MANUEL
Editorial: BELACQUA
Año de edición: 2006

martes, 28 de julio de 2015

Dostoievski Fedor. El idiota.


La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representación de un arquetipo de la perfección moral, tiene como protagonista al príncipe Myshkin, personaje de la talla comparable al Rashkolnikov de ` Crimen y castigo ` o el Stavrogin de `Los demonios` y que, significativamente, da título a la obra. Encarnación de cuantas virtudes se asocian al espíritu cristiano, el príncipe, paradójicamente, no logra más que desbaratar, junto con la vida propia, la mayoría de los que a él acuden.

*** 
Este libro narra las aventuras y desventuras del príncipe Mishkin, personaje que da nombre a la novela y que intenta ser esencialmente bueno. La peripecia le sirve a Dostoyevsky para desarrollar su concepción trágica de la vida y pintar un fresco apasionante de Rusia.

Título original: идиот

  Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky, 1869

  Traducción: Juan López-Morillas

  Editor original: Griffin (v1.0)

  Fuente: ePub base v2.0


 Primera parte

A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.
  En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada, dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna. Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso, tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos, mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia. Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las personas de mala educación expresan el contento que les producen los infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.
  —¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros.
  —Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.
  —Viene usted del extranjero, ¿verdad?
  —Sí, de Suiza.
  —¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.
  Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso:
  —No, no me han curado.
  —¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde… ¡Y nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del sobretodo de piel de cordero.
  —¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio.
  —En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego, no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia, después de mantenerme dos años a sus expensas.
  —¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que pagase por usted?
  —No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza, murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia.
  —¿Dónde va usted a instalarse?
  —¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como se me pongan las cosas. En cualquier sitio…
  —¿De modo que aún no sabe dónde?
  Y el hombre del cabello negro comenzó a reír, secundado por el tercero de los interlocutores.
  —Me temo —agregó el primero— que todo su equipaje está contenido en este pañuelo…
  —Yo lo aseguraría —manifestó el otro, con aspecto de extrema satisfacción—. Estoy cierto de que todo el equipaje de este señor es ése, ¿verdad? Pero la pobreza no es vicio, desde luego.
  La suposición de aquellos dos caballeros resultó ajustada a la realidad, como el joven rubio no titubeó en confesarlo.
  —Su equipaje, sin embargo, no deja de tener cierta importancia —prosiguió el empleado, después de que él y el joven de la cabellera negra hubieron reído con toda su alma, siendo de notar que aquel que era objeto de su hilaridad había terminado también por reír viéndoles reír a ellos, con lo que hizo subir de punto sus carcajadas—; pues, aunque pueda darse por hecho que en él brillan por su ausencia las monedas de oro francés, holandés o alemán, el hecho de que tenga usted una parienta como la Epanchina modifica en mucho la trascendencia de su equipaje. Esto, claro, en el caso de que la Epanchina sea efectivamente parienta suya y no se trate de una distracción…, lo que no tiene nada de particular en un hombre, cuando es muy imaginativo…
  —Ha adivinado usted —contestó el joven—. Realmente, casi me he equivocado, porque sólo quise decir que la generala es medio parienta mía, hasta el extremo de que su silencio no me ha sorprendido. Lo esperaba.
  —Ha gastado usted inútilmente en sellos de correo. ¡Hum! Usted, al menos, es ingenuo y sincero, lo cual merece alabanzas. ¡Hum! Yo conozco al general Epanchin… como todos le conocen. Al difunto señor Pavlichev, el que pagaba sus gastos en Suiza, también le conocía, si es que se refiere a Nicolás Andrevich Pavlichev, porque hay dos primos hermanos del mismo apellido. El otro habita en Crimea. El difunto Nicolás Andrevich era hombre muy respetado, con muy buenas relaciones y propietario, en sus tiempos, de cuatro mil almas[1]…
  —Sí; se trataba de Nicolás Andrevich Pavlichiev —contestó el joven, mirando con atención a aquel desconocido que tan bien informado estaba de todas las cosas.
  Esta clase de caballeros que lo saben todo suelen encontrarse con bastante frecuencia en cierta capa social. No hay nada que ignoren: toda su curiosidad espiritual, todas sus facultades de investigación se dirigen sin cesar en igual sentido, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes, como diría un pensador moderno. Añadamos que esa omnisciencia que poseen está circunscrita a un campo harto restringido: les consta en qué departamento sirve Fulano, qué amistades tiene, qué fortuna posee, de dónde ha sido gobernador, con quién está casado, qué dote le aportó su mujer, quiénes son sus primos en primero y segundo grado, y otras cosas por el estilo. Por regla general, estos caballeros que lo saben todo llevan los codos rotos y ganan diecisiete rublos al mes. Las personas de quienes conocen tantos detalles se quedarían muy confusas si lograran saber cómo y por qué estos señores omniscientes están tan bien informados de sus existencias. Sin duda los interesados encuentran algún consuelo positivo en poseer semejantes conocimientos, que consideran una completa ciencia de la que derivan una alta estima de sí mismos y una elevada satisfacción espiritual. Y es, en efecto, una ciencia subyugadora. Yo he conocido literatos, intelectuales, poetas y políticos, que parecían hallar en semejante disciplina científica su mayor deleite y su meta final habiendo hecho, además, su carrera gracias a ella.
  Durante aquella parte de la conversación, el joven de negros cabellos miraba distraídamente por la ventanilla, bostezando y aguardando con impaciencia el fin del viaje. Parecía preocupado, muy preocupado, casi inquieto. Su actitud resultaba extraña: a veces miraba sin ver, escuchaba sin oír, reía sin saber él mismo el motivo.
  —Permítame: ¿a quién tengo el honor de…? —preguntó de improviso el señor de los granos al propietario del paquetito del pañuelo de seda.
  —Al príncipe León Nicolaievich Michkin —contestó el interpelado inmediatamente sin la menor vacilación.
  —¿El príncipe León Nicolaievich Michkin? No le conozco. Jamás lo he oído mencionar —dijo el empleado, reflexionando—. No me refiero al nombre, que es histórico y se puede encontrar en la historia de Karamzin, sino a la persona, ya que ahora no se encuentran en ningún sitio príncipes Michkin y no se oye jamás hablar de ellos.
  —No lo dudo —replicó el joven—. En este momento no existe más príncipe Michkin que yo, que creo ser el último de la familia. En cuanto a mis antepasados, hace ya varias generaciones que vivían como simples propietarios rurales. Mi padre fue subteniente del ejército. La generala Epanchina pertenece, aunque no sé bien en virtud de qué parentesco, a la familia de los Michkin, y es también, como mujer, la última de su raza…
  —¡Ja, ja, ja! —rió el empleado—. ¡Mujer, y la última de su raza[2]! ¡Qué chiste tan bien buscado!
  El señor de los cabellos negros sonrió igualmente. Michkin quedó muy sorprendido al ver que le atribuían un chiste, bastante malo además.
  —Lo he dicho sin darme cuenta —aseguró al fin, repuesto de su sorpresa.
  —¡Por supuesto, por supuesto! —repuso jovialmente el empleado.
  —Y en Suiza, príncipe —preguntó de pronto el otro viajero—, ¿estudiaba usted, tenía algún profesor?
  —Sí; lo tenía…
  —Yo, en cambio, no he aprendido nada nunca.
  —Tampoco yo —dijo el príncipe, como excusándose— he aprendido nada apenas. Mi mala salud no me ha permitido seguir estudios sistemáticos.
  —¿No ha oído usted hablar de los Rogochin? —interrogó con viveza el joven de los cabellos negros.
  —No; no conozco a casi nadie en Rusia. ¿Se llama usted Rogochin?
  —Sí; Parfen Semenovich Rogochin.
  —¿Parfen Semenovich? ¿No será usted uno de esos Rogochin que…? —preguntó el empleado con súbita gravedad.
  —Sí; uno de esos —interrumpió impacientemente el joven moreno quien, desde el principio, no se había dirigido al hombre granujiento ni una sola vez, limitándose a hablar únicamente con Michkin.
  El empleado, estupefacto, abrió mucho los ojos y todo su semblante adquirió una expresión de respeto servil, casi temeroso.
  —¡Cómo! —prosiguió—. ¿Es posible que sea usted hijo de Semen Parfenovich Rogochin, burgués notable por derecho de herencia y que murió hace un mes dejando un capital de dos millones y medio de rublos?
  —¿Y cómo puedes tú saber que ha dejado dos millones y medio? —preguntó rudamente el hombre moreno sin dignarse mirar al empleado. Luego añadió, haciendo un guiño a Michkin para referirse al otro—: Mírele: apenas se ha enterado de quién soy, ya empieza a hacerme la rosca. Pero ha dicho la verdad. Mi padre ha muerto y yo, después de pasar un mes en Pskov, vuelvo a casa como un pordiosero. Ni mi madre ni el bribón de mi hermano me han avisado ni me han enviado dinero. ¡Cómo si fuera un perro! Durante todo el mes he estado enfermo de fiebres en Pskov y…
  —¡Pero ahora va usted a recibir un rico milloncejo, si no más! ¡Oh, Dios mío! —exclamó el señor granujiento alzando las manos al cielo.
  —Dígame, príncipe —exclamó Rogochin, irritado, señalando al funcionario con un movimiento de cabeza—, ¿qué podrá importarle eso? Porque no voy a darte ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí. ¿Oyes?
  —Lo haré, lo haré.
  —¿Qué le parece? Bien: pues no te daré ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí una semana seguida.
  —No me des nada. ¿Por qué habías de dármelo? Pero bailará de coronilla ante ti. Dejaré plantados a mi mujer y a mis hijos e iré a bailar de cabeza ante ti. Necesito rendirte homenaje. ¡Lo necesito!
  —¡Puaf! —exclamó Rogochin, escupiendo. Y se dirigió al príncipe—: Yo no tenía más equipaje que el que usted lleva cuando, hace cinco semanas, huí de la casa paterna y me fui a la de mi tía, en Pskov. Allí caí enfermo. Y entre tanto murió mi padre de un ataque de apoplejía. Gloria eterna a su memoria, sí; pero la verdad es que faltó poco para que me matase a golpes. ¿Lo creería usted, príncipe? Pues es verdad: si yo no hubiese huido, me habría matado.
  —¿Qué hizo usted para irritarle tanto? —preguntó el príncipe, que miraba con curiosidad a aquel millonario de tan modesta apariencia bajo su piel de cordero.
  Aparte el millón que iba a heredar, había en el joven moreno algo que intrigaba e interesaba a Michkin. Y en cuanto a Rogochin, fuese por lo que fuera, se complacía en hablar con el príncipe, quizás más que en virtud de una ingenua necesidad de expansionarse, por hallar un derivativo a su agitación. Dijérase que la fiebre le atormentaba aún. En cuanto al empleado, pendiente de la boca de Rogochin, recogía cada una de sus palabras como si esperase hallar entre ellas un diamante.
  —Mi padre estaba, desde luego, enojado conmigo, y acaso con razón —respondió Rogochin—; pero quien más le predisponía contra mí era mi hermano. No quiero decir nada de mi madre: es una mujer de edad, lee el Santoral, pasa su tiempo en hablar con viejas y no ve más que por los ojos de mi hermano Semka[3]. Pero, ¿no es cierto que éste debió avisarme con oportunidad? ¡Bien sé por qué no lo hizo! Cierto que yo estaba entonces sin conocimiento… Cierto también que me expidieron un telegrama… Pero desgraciadamente lo recibió mi tía, viuda desde hace treinta años y que no trata, de la mañana a la noche, sino con hombres de Dios[4] y gente por el estilo… No es monja, pero peor que si lo fuera. El telegrama la asustó, así que lo llevó al puesto de policía, donde aún continúa. Sólo me he informado de lo sucedido por una carta de Basilio Vasilievich Koniev, quien me lo cuenta todo, incluso que por la noche, mi hermano cortó un paño mortuorio de brocado de trencillas de oro, que adornaba el ataúd de mi padre, diciendo: «Esto vale su dinero». ¡Si quiero, me basta con eso para enviarle a Siberia, porque es un robo sacrílego! ¿Qué opinas tú, espantapájaros? —añadió, dirigiéndose al funcionario—. ¿Cómo califica la ley ese acto? ¿De robo sacrílego?
  —Sí: de robo sacrílego —confirmó el empleado.
  —¿Y se envía a Siberia a los culpables de ese crimen?
  —¡A Siberia, sí! ¡A Siberia inmediatamente!
  —En casa me creen enfermo aún —prosiguió Rogochin dirigiéndose al príncipe otra vez—. Pero yo he tomado el tren sin decir nada a nadie y, aunque mal de salud todavía, dentro de un rato estaré en San Petersburgo. ¡Cuánto se sorprenderá mi hermano Semen Semenovich al verme llegar! ¡El que, como bien sé, fue quien indispuso a mi padre contra mí! Aunque, a decir verdad, éste ya estaba irritado conmigo por lo de Nastasia Filipovna. En ese caso, desde luego, la culpa fue mía.
  —¿Nastasia Filipovna? —preguntó el empleado, con aire servil y, al parecer, reflexionando intensamente.
  —¡Si no la conoces! —exclamó Rogochin, con impaciencia.
  —¡Si! ¡La conozco! —exclamó, con aire triunfante, el señor granujiento.
  —¡Claro! ¡Hay tantas Nastasias Filipovnas en el mundo! Eres un solemne animal, permíteme que te lo diga. ¡Ya sabía yo que este bestia acabaría queriendo pegarse a mí! —añadió Rogochin, hablando a Michkin.
  —¡Bien puede ser que la conozca! —replicó el empleado—. ¡Lebediev sabe muchas cosas! Podrá usted injuriarme cuanto quiera, excelencia, pero ¿y si le pruebo que digo la verdad? Esa Nastasia Filipovna por cuya culpa le ha golpeado su padre, se apellida Barachkov, y es una señora distinguida y hasta, en su estilo, una verdadera princesa. Mantiene íntimas relaciones con Atanasio Ivanovich Totzky y no tiene otro amante que él. Totzky es un poderoso capitalista, con mucho dinero y muchas propiedades, accionista de varias compañías y empresas y por esta razón muy amigo del general Epanchin.
  —¡Diablo! ¡La conoce de verdad! —exclamó Rogochin, realmente sorprendido—. ¿Cómo puedes conocerla?
  —¡Lebediev lo sabe todo! ¡Lebediev no ignora nada! He andado mucho con Alejandro Lichachevich cuando éste acababa de perder a su padre. ¡No sabía dar un paso sin mí! Ahora está preso por deudas; mas yo en aquel tiempo conocí a todas aquellas mujeres: Arrancia y Coralia, y la princesa Patzky, y Nastasia Filipovna, y muchas otras.
  —¿Es posible que Lichachevich y Nastasia Filipovna…? —preguntó Rogochin lanzando una mirada de cólera al empleado. Y sus labios se convulsionaron y palidecieron.
  —¡No, no, nada! —se apresuró a contestar Lebediev—. Él le ofrecía sumas enormes, pero no pudo conseguir absolutamente nada… No es como Amancia. Su único amigo íntimo es Totzky. Por las noches puede vérsela siempre en su palco en el Gran Teatro o en el Teatro Francés. Y la gente hablará de ella lo que quiera, pero nadie puede probarle nada. Se la señala y se dice: «Mirad a Nastasia Filipovna»; pero nada más, porque nada hay que decir.
  —Así es, en efecto —convino Rogochin, con aire sombrío—; eso concuerda con lo que me contó hace tiempo Zaliochev. Un día, príncipe, yo cruzaba la Perspectiva Nevsky vestido con un gabán viejo que mi padre había retirado hacía tres temporadas. Ella salía de un comercio y subió al coche. En el acto sentí que me atravesaba el alma un dardo de fuego. A poco encontré a Zaliochev. No vestía como yo, sino con elegancia, y llevaba un monóculo aplicado al ojo. En cambio yo, en casa de mi padre, usaba botas enceradas y comía potaje de vigilia. «Esa no es de tu clase —me dijo mi amigo—: es una princesa. Se llama Nastasia Filipovna Barachkov y vive con Totzky. Él ahora, quisiera desembarazarse de ella a toda costa, porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, tiene entre ceja y ceja el propósito de casarse con la beldad más célebre de San Petersburgo». Zaliochev añadió que si yo iba aquella noche a los bailes del Gran Teatro podría ver en un palco a Nastasia Filipovna. Entre nosotros, le diré que ir a ver una sesión de baile significaba para mí correr el riesgo de ser molido a golpes por mi padre. No obstante, burlando su vigilancia, pasé una hora en el teatro, volví a ver a Nastasia Filipovna y no pude dormir en toda la noche. Por la mañana, mi difunto padre me entregó dos títulos al cinco por ciento de cinco mil rublos cada uno. «Vete a venderlos —dijo—, pasa por casa de los Andreiev, liquídales una cuenta de siete mil quinientos rublos que tengo con ellos y tráeme el resto del dinero. No te entretengas en el camino, que te aguardo». Negocié los títulos, pero en vez de ir a casa de Andreiev entré en el Bazar Inglés y compré unos pendientes de diamantes, cada uno casi tan grueso como ruta avellana. Como el precio excedía en cuatrocientos rublos el dinero que yo llevaba, di mi nombre y el comerciante me abrió, crédito por la diferencia. Tras esto, fui a ver a Zaliochev. «Acompáñame a casa de Nastasia Filipovna», le dije. Y fuimos. No sé, ni recuerdo, lo que había ante mí, ni a mi lado, ni bajo mis pies. Entrarnos en una sala y ella salió a recibirnos. Yo no di mi nombre: fue Zaliochev quien tomó la palabra. «Sírvase aceptarlos en nombre de Parfen Rogochin, en recuerdo del encuentro de ayer tarde», dijo. Ella abrió el estuche, miró los pendientes y sonrió: «Agradezca a su amigo Rogochin su amable atención», repuso. Y, haciéndonos una reverencia, se apartó. ¿Por qué no caería yo muerto en aquel instante? Si me había decidido a hacer la visita, era porque, en verdad, no esperaba volver vivo de ella. Lo que más me mortificaba de todo era ver que aquel animal de Zaliochev se había arreglado para atribuirse el mérito a sí mismo, en cierto modo. Yo, bajo de estatura como soy y mal vestido como iba, guardaba un silencio lleno de turbación, y me limitaba a contemplar a aquella mujer abriendo mucho los ojos, mientras él, ataviado con elegancia, los cabellos rizados y llenos de cosmético, muy sonrosada la cara, el lazo de la corbata impecable, mostraba una desenvoltura de hombre de mundo, y todo se volvía inclinaciones y gracias. ¡Estoy seguro de que ella le tomó por mí! Cuando salimos le dije: «Ahora no vaya a ocurrírsete cualquier insolencia respecto a Nastasia Filipovna. ¿Comprendes?». El, riendo, repuso: «¿Cómo te las compondrás para arreglar tus cuentas con Semen Parfenovich?». Yo sentía tanto deseo de volver a casa como de tirarme al agua, pero me dije: «Sea lo que quiera. ¿Qué me importa?». Y regresé a casa como un alma en pena.
  —¡Oh! —exclamó el empleado, estremeciéndose con positivo espanto—. ¿No sabe —añadió, dirigiéndose al príncipe— que el difunto Semen Parfenovich era capaz de matar a un hombre por diez rublos? ¡Figúrese de lo que sería capaz por diez mil!
  Michkin miraba con curiosidad a Rogochin, que parecía haber palidecido en aquel momento más aún.
  —¿Matar a un hombre? —dijo Rogochin—. ¡Qué sabes tú de eso! ¡Peor aún! —Y, volviéndose a Michkin, continuó—: Mi padre no tardó en averiguar lo ocurrido, ya que Zaliochev lo iba contando a todos. El viejo me hizo subir al piso alto de casa. Allí se encerró conmigo y me golpeó durante una hora seguida. «Esto es sólo el prólogo —me aseguró—. Antes de acostarme volveré a darte las buenas noches». ¿Y sabe lo que hizo luego? Pues aquel hombre de cabellos blancos visitó a Nastasia Filipovna y se inclinó hasta el suelo delante de ella, suplicándole y llorando. Al fin ella buscó el estuche y se lo tiró a la cara. «Toma, viejo barbudo —le dijo—. Ahí van tus pendientes, pero ahora que sé lo que Parfen Semenovich hizo para regalármelos, tienen diez veces más valor a mis ojos. Saluda a tu hijo y dale las gracias en mi nombre». Entretanto, yo, con permiso de mi madre, pedí veinte rublos prestados a Sergio Protuchin y me fui a Pskov. Llegué tiritando de fiebre. Allí, las viejas de casa de mi tía comenzaron a leerme el Santoral. Cansado, me dediqué a gastar en bebida los restos de mi dinero. Invertí hasta mi último groch en una taberna, y al salir mortalmente borracho caí al suelo y allí pasé la noche. Por la mañana amanecí delirando, y costó mucho trabajo volverme a la razón. Pasé unos días muy malos, se lo aseguro.
  —Vamos, vamos —dijo jovialmente el funcionario, frotándose las manos—, ahora ya verá cómo Nastasia Filipovna canta otra canción. ¿Qué importan aquellos pendientes? ¡Ya le regalaremos otros!
  —¡Si vuelves a mencionar a Nastasia Filipovna, te daré de latigazos por muy amigo que seas de Alejandro Lichachevich! —gritó Rogochin, asiendo con violencia el brazo de Lebediev.
  —Si me das de latigazos, eso quiere decir que no me rechazas. ¡Anda, dame de latigazos! ¡No lo tomo a mal! Cuando se azota a alguien, se pone el sello a… ¡Ea, al fin ya llegamos!
  El tren, en efecto, entraba en la estación. Aunque Rogochin había hablado de una marcha en secreto, varios individuos le esperaban. Al verle, comenzaron a gritar y a agitar sus gorros en el aire.
  —¡También está con ellos Zaliochev! —exclamó Rogochin, mirándoles con sonrisa entre maligna y orgullosa. Luego se dirigió repentinamente a Michkin—: Te he tomado afecto no sé cómo, príncipe. Quizá por haberte encontrado en este momento. Sin embargo, también he encontrado a ése —agregó, indicando a Lebediev—, y no me ha despertado simpatía alguna. Ven a verme, príncipe. Te quitaré esas polainas y te regalaré una pelliza de marta de primera calidad. Además mandaré que te hagan un magnífico frac, con chaleco blanco o del color que te guste. Luego te llenaré los bolsillos de dinero… e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
  —Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
  El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin y le dijo con la mayor cordialidad:
  —Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho, sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
  —Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
  —Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma tarde!
  —Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
  —No… Yo, ¿comprende?… En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar íntimamente a las mujeres.
  —En ese caso —exclamó Rogochin— eres un verdadero hombre de Dios. Dios ama a los seres así.
  —Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
  —Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
  Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky. Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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