CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
sábado, 23 de mayo de 2015
Thomas Mann: el problema del artista frente a la vida (de Los Buddenbrook al Dr. Fausto).
Thomas Mann: el problema del artista frente a la vida (de Los Buddenbrook al Dr. Fausto).
Margo Glantz
Thomas Mann nació en 1875, un domingo de junio en Lübeck, a las doce del día, y fue hijo de una próspera familia burguesa. En su autobiografía escrita en 1936, Mann dice con ironía: «La posición de los planetas era favorable, según me aseguraron, en repetidas ocasiones, adeptos de la astrología, ofreciéndome en base a mi horóscopo, una vida larga y dichosa así como una dulce muerte». Y su horóscopo no se equivocó, Mann vivió 80 años en relativa tranquilidad, dedicado a una larga obra que se inició cuando era muy joven y que no terminó sino hasta el día de su muerte. He dicho relativa tranquilidad a pesar de que tuvo que soportar, como muchos escritores alemanes de su tiempo, un largo exilio violento provocado por la ascensión de Hitler y que se inició en 1933; Mann, muerto en 1955, nunca volvió a vivir en Alemania, aunque varias veces la visitó antes de morir.
Ese largo exilio fue mejor para Mann que para sus compatriotas que emigraron para salvarse de la persecución nazi. Privados de un público que leyese y entendiese sus obras, muchos no logran resistirlo. Lion Feuchtwanger, su contemporáneo, escribía: «El escritor que pierde el círculo de lectores de su propio país, pierde generalmente la base de su existencia económica... Es asombroso ver cómo muchos autores, cuyas obras han sido apreciadas por el mundo entero, se hallan actualmente exiliados de su país y privados por completo de ayuda y medios de subsistencia, pese a que se empeñan afanosamente en conseguirlo». Jacobo Wasserman, el autor de la célebre novela El caso Maurizius, murió en 1934, poco tiempo después que el famoso Stefan George. En 1940 se suicidaron Walter Hasenclever, el dramaturgo expresionista y Walter Benjamin, filósofo y crítico literario; más tarde Ernest Toller, otro gran dramaturgo expresionista y en 1942, llegó la noticia del suicidio de Stefan Zweig quien junto con su esposa se quitó la vida en el Brasil.
Esta serie de suicidios muestra la suerte lamentable de los exiliados alemanes y corrobora la predicción astrológica a la que Mann se refiere en el escrito citado. Thomas Mann sufrió enormemente con el exilio, pero pudo continuar su obra y vivir una vida apacible, ordenada, y abundante. La casa de California donde pasó muchos años era espaciosa y bella.
Cerca de él vivían numerosos amigos suyos y algunos de sus parientes más cercanos; además, sus libros siguieron leyéndose con gran interés en todo el mundo, traduciéndose a varios idiomas extranjeros y su influencia se extendió cada vez más; casi puede decirse que en el exilio el nombre de Thomas Mann resume por sí solo la literatura alemana. Esta tranquilidad le permitió escribir en el destierro algunas de sus obras más importantes, Carlota en Weimar y el Doctor Fausto principalmente. La obra de Mann va siguiendo una evolución perfectamente discernible. Desde su primera gran novela, Los Buddenbrook, hasta las Confesiones de Felix Krull, su última obra, se van desarrollando ciertas problemáticas esenciales que siempre preocuparon al escritor. Es indudable que una de ellas es la del artista frente a la vida.
¿Pero en qué acepción se debe tomar la palabra vida dentro de la obra del novelista alemán? Probablemente una de sus acepciones podría verse en esta declaración de Tonio Kröger, protagonista de una de sus primeras narraciones: «No piense en César Borgia, dice en cierta ocasión, ni en cualquier otra filosofía embriagadora que pueda exaltarnos. Ese César Borgia no significa nada para mí, no le doy importancia alguna, y no seré capaz de comprender nunca que pueda ser venerado como ideal lo extraordinario y demoníaco. No, la "vida", tal y como se opone permanentemente al espíritu y al arte, no se nos presenta como una visión de sangrienta belleza y hermosura salvaje, no como lo extraordinario que da vida a lo extraordinario en nosotros, sino que son precisamente lo normal, lo decente, y lo agradable quienes constituyen el reino de nuestros deseos, la vida, en fin, en su banalidad tentadora». En este párrafo Mann opone como Goethe el romanticismo al clasicismo; niega la predominancia del sentimiento avasallador que aniquila la conciencia, contrapone la disciplina vital a la anarquía del sentimiento. Pero sobre todo considera vida a un orden burgués que determina una moral y define una conducta. La relación de sus personajes principales con el arte presupone un enfrentamiento de la salud y la enfermedad. El arte se alía diabólicamente a la destrucción y deteriora con violencia y de un solo golpe a quien ha vivido estrictamente disciplinado. Este caso es el de Gustav Aschenbach, protagonista de La muerte en Venecia. De él dice Mann: «Era el poeta de todos aquellos que trabajan al borde del agotamiento, de los sobrecargados, de los que se sienten caídos y no dejan, sin embargo, de mantenerse en pie, de todos estos moralistas de la acción fructífera que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de poner en tensión la voluntad y de administrarse sabiamente logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grande». Y en muchos sentidos eso es Mann, el artista que vive una vida decente, burguesa, ordenada y que contempla desde su refinado escritorio (mueble que lo acompañó siempre en sus viajes, desde Munich al destierro) el horizonte de la belleza demoníaca, de esa otra vida que aniquila. Si se comparan dos novelas de Mann escritas con un intervalo de tiempo muy largo, Los Buddenbrook, su primera novela publicada en 1905 y el Doctor Fausto, obra de madurez, editada en 1947, se constata evidentemente una gran diferencia, pero también una identidad de problemáticas que se continúa de manera más compleja y más estructurada en la segunda novela mencionada, pero que se inicia de manera determinante en la primera. Los Buddenbrook es una novela de acción; pero de acción ordenada, burguesa. En ella se precisan con minucia implacable los acontecimientos cotidianos de una familia que va haciendo historia, la historia de una condición burguesa confinada a una razón social, la de los Buddenbrook. La anarquía del sentimiento se ahoga en preceptos puritanos proclamados por el fundador de la empresa: «Reza, trabaja y ahorra», precepto de tradición en la literatura desde el siglo XVIII -piénsese en Robinson Crusoe-, consejo transmitido de generación en generación y que, escrito en orlados caracteres góticos y con tinta sepia, aparecía como sentencia bíblica en el libro donde se asentaban cuidadosamente las memorias de la familia. «Hijo mío: atiende con ánimo tus negocios durante el día, pero emprende solamente aquellos que no te priven del sueño durante la noche». Libro de los Buddenbrook y libro de los Mann, rememorado por Heinrich, el hermano mayor del novelista. Esta sentencia apabullante por su simplicidad mezquina esconde una moral vital que definirá un sentido específico de burguesía y al soslayarla el senador Thomas Buddenbrook, el último director de la dinastía, la empresa empieza su derrumbe. Los Hangenström, fundadores de la familia rival que destrona a la estirpe de los Buddenbrook cancelan la máxima y determinan una nueva forma de vida, la de la bourgeoisie de las ciudades alemanas reunificadas por el canciller de hierro, Bismarck. Thomas y Tony Buddenbrook, depositarios de la fama y tradición de su familia suelen fascinarse ante la posibilidad demoníaca del amor, o del arte; pero la decencia y la banalidad burguesas sostienen a la familia mientras vive el hermano mayor. La decadencia se impone sin embargo concretizada en una corrupción que se apodera de sus vidas ordenadas. Thomas, fanático de la elegancia, muere de una septicemia provocada por la infección de una muela; Christian, hermano menor de Thomas arrastra desde niño una existencia fársica, marca de enfermedades imaginarias que tiranizan sus nervios y Hanno, el único hijo de Thomas y de Gerda Buddenbrook, muere de tifo a los quince años, pero antes ha sido señalado por la enfermedad que lo martiriza cariándole los dientes. La enfermedad de Hanno, su debilidad congénita, lo dotan de una sensibilidad morbosa, decadente e inclinada al arte. Esta inclinación la hereda de su madre Gerda, mujer hermosa y enigmática, de ojos pardos, rodeados de sombras azuladas, de tez pálida, casi marmórea y de bellos cabellos rojizos. Gerda es distante y glacial, sufre de jaquecas, como Adrián Leverkühn, el protagonista del Fausto y como él se dedica a la música y practica el distanciamiento y la frialdad. Hanno carece de disciplina vital y vive enardecido por la música, toca sonatas a dúo con su madre y compone fantasías musicales distorsionadas y caóticas que lo llevan al máximo del placer y de la angustia y por fin a la muerte disfrazada de tifo: «Al repetirla -dice Thomas Mann cuando Hanno interpreta una fantasía-, otra octava más alta, dándole un colorido lánguido y bien armonizado, pareció condensarse en un solo desenlace, en un apasionado y doloroso diminuendo que, gracias al vigor solemne y preciso con que era expresado adquirió una fuerza singular, misteriosa y trascendental. Después comenzaron agitados movimientos, un cruce interminable de síncopas, vago, errante, desgarrador. Se percibían agudos gritos, como si un alma vibrante flotara sobre interrogaciones y no quisiera acallarse. Luego se remontaba sin cesar en armonías nuevas, inaccesibles, plañideras, tan pronto muriendo como renaciendo prometedoras... aquellos gritos de terror fueron adquiriendo formas precisas, hasta convertirse en melodía. Llegó un momento en que resonaron magistralmente en el espacio como un cántico fervoroso y suplicante surgido del metal, y que era a la vez, enfático y humilde. De pronto todo aquel primitivo insistir, todo aquel ondear y vagar y deslizarse incesante, enmudeció, vencido, siendo sustituido por un ritmo sencillo e inmutable, por una especie de fragante cantinela infantil... Y todo terminó con un final de solemnidad litúrgica».
La destrucción de Hanno está presidida por la música, por ese abandono a una pasión mórbida y melancólica que le demuestra su invalidez y que le da fuerzas para morir. La música adquiere una belleza convulsiva que Mann define en el Fausto como repugnante, como lujuriosa. El arte se convierte en un producto del mal, esa tendencia demoníaca, desgarradora, que calcina el orden y la disciplina de una vida decente y burguesa y se perfila en la enfermedad, precio que el artista debe pagar para lograr su perfección. La pasión de Hanno es incipiente, nunca llega a la perfección; la música es sólo su escape, la constatación de que no pertenece a una estirpe de trabajo, pero también la consolación para enfrentarse a la muerte. La pasión caótica, la violencia con que el desmedrado niño se entrega a su enfermedad revela además otro de los postulados de ese enfrentamiento de Mann con la vida, en su propia vida de artista mimetizada por sus personajes, el de arte aislado de otras manifestaciones de cultura. El artista se destierra de su contexto y se pulveriza porque «la Música, se le aparecía -anuncia Mann analizando a Kretzchmar, el profesor de música del joven Adrián, protagonista de su Doctor Fausto- porque la música, repito, se le aparecía como una especialización atrofiante para el espíritu humano, si había que considerarla fuera de relación con las demás manifestaciones de la forma, del pensamiento y de la cultura».
ArribaAbajo 2. La muerte en Venecia: El arte y la pasión
Según Mann, el tema de La muerte en Venecia es «la pasión como desequilibrio y degradación». Al principio el escritor alemán se había propuesto escribir una novela sobre el amor trágico, pero también grotesco, de Goethe que a los 74 años concibe una pasión por la joven Ulrike von Levetezow, que tenía 19 años. Esta idea no se realizó y Mann se ocuparía de los amores de Goethe en forma totalmente distinta en su novela Carlota en Weimar, escrita muchos años más tarde. Eligió en cambio varias figuras importantes de su época como modelos de Gustav von Aschenbach. En 1921, Mann le confiesa al pintor Wolfang Born que su personaje tiene muchos de los rasgos del músico Gustav Mahler: «...no sólo di a mi héroe, convertido en víctima de un desorden orgiástico, el nombre del gran músico, sino que también le puse en cierto modo la máscara de Mahler al describir su aspecto exterior. Quise asegurarme al mismo tiempo de que, dentro de un contexto general tan disoluto y disimulado, no llegaría a producirse identificación alguna por parte del público lector». La novela fue publicada en 1912 y Mahler murió en 1911, época por la que Mann escribía el libro: Otro de los artistas evocados es August von Platen y sus amores uranistas; aunque también sea obvia la relación que la novela tiene en algunos pasajes con el propio Mann.
El problema esencial es ese desorden mencionado por el novelista en la medida en que se opone a un orden clásico de corte burgués que determina una moral y define una conducta; conducta y moral que son el equilibrio y la dignidad burguesas; Gustav von Aschenbach, ha recibido un titulo de nobleza por una obra que tiene el honor de incluirse en las antologías de lectura de las escuelas oficiales y se la incluye porque su vida ha sido consagrada al arte con dignidad y rigor. La disciplina vital ejercida contra la anarquía del sentimiento lo vincula a cualquier comerciante honrado del tipo de los Buddenbrook, consagrado al cultivo de un trabajo fecundo y creador. Ese trabajo consuetudinario y tenaz es soslayado sistemáticamente y entregado en obra pulida de la que se borra toda huella de gestación penosa y esforzada. En palabras de Mann, Aschenbach esconde «hasta el último momento a los ojos del mundo el agotamiento interior, el decaimiento fisiológico», así como Thomas Buddenbrook disfraza su impotencia para mantener intacta la prosperidad de la mansión que lleva su ilustre nombre, con lujosas ropas de impecable pulcritud.
El acendrado esfuerzo cubre magistralmente todo intento vulgar y cualquier inclinación romántica: «Sólo los bohemios incorregibles, reitera Mann hablando de Aschenbach, lo encuentran aburrido, y les parece cosa de burla, el hecho de que un gran talento salga de la larva del libertinaje, se acostumbre a respetar la dignidad del espíritu y adquiera los hábitos de un aislamiento lleno de dolores y luchas no compartidas, de un aislamiento que le ha traído el poder y la consideración de las gentes». La corrupción bohemia que amenaza a los Buddenbrook en la persona de Christian, el hermano bufón y desordenado de Thomas, oculta en realidad una de las facetas que existen en el pulcro y elegante jefe de la casa y su odio violento por el hermano enmascara el terror ante el alter ego que le señala el abismo. Su hermoso traje es el equivalente de la hermosa frase con que Aschenbach se protege del caos, «El ímpetu de la frase, continúa Mann, refiriéndose a su protagonista, con que reprobaba lo reprobable que podía haber en él, significaba la superación de toda incertidumbre moral, de toda simpatía con el abismo, la condenación del principio de la compasión, según el cual comprenderlo todo es perdonarlo todo...».
La muerte en Venecia profundiza las contradicciones inherentes a la familia Buddenbrook en la dualidad representada por el escritor; en el joven Tadzio se retoma la problemática planteada por la trilogía de Thomas, Christian y Hanno. Si Christian es el emblema caricaturizado de la corrupción tanto moral como corpórea, Thomas es el ejemplo del virtuosismo burgués y el representante de su dignidad. Pero ya se ha dicho que esa dignidad ha sido construida en base a la negación de cuanto indique un principio de anarquía; además esa negación sobrehumana intenta enmascarar la enfermedad que acecha a la familia, aunque Hanno Buddenbrook es ya evidentemente un enfermo. En la belleza enfermiza del último de los Buddenbrook se revela la inconsistencia del esfuerzo y la corrupción de la belleza, como en los dientes amarillentos del joven Tadzio. Esos dientes amarillentos que deslucen el divino rostro del adolescente que lanza a Aschenbach al abismo, son la causa de la muerte del pulcro cónsul Thomas Buddenbrook, ahogado en su propia sangre y caído de bruces sobre la nieve. Thomas Buddenbrook mancha la blanca pulcritud de su vestimenta y del paisaje después de que se le extrae una muela cariada y Hanno Buddenbrook anuncia su corrupción rematada por el tifo con sus dientes podridos.
Esos rostros amarillos y esos dientes nefastos señalan la desintegración y le sirven de símbolo y a la vez son el hilo conductor que nos lleva de una novela a otra reiterando las mismas problemáticas. La fealdad amarillenta de la que habla Mann definiendo a su personaje «logra convertir en puro resplandor el rescoldo que en su interior alienta y que llega a las cumbres más excelsas de la belleza...».
La Belleza, así con mayúscula, presupone una abstracción. O a lo más, para Aschenbach, es la multitudinaria labor de un esfuerzo cotidiano disfrazado que se asienta en la construcción de la frase; esa frase que Mann define como «un extraordinario vigor por su sentido de la belleza», en la que se aprecia la pureza, la sencillez y el equilibrio aristocrático de la forma, de esa forma que en adelante prestara a todas sus creaciones un sello tan visible de maestría y clasicismo. La Belleza, de nuevo con mayúscula, así descrita por Mann, y revelada por la frase esculpida por Aschenbach, se ofrece de repente en imagen concreta en el cuerpo y la sonrisa del adolescente polaco que el escritor muniqués contempla en la plaza. Tadzio, nuevo Narciso, se abrasa en la mirada y enturbia el abismo de Aschenbach; ambos se contemplan y se descubren. Aschenbach encuentra de repente la belleza que él ha creado mediante el esfuerzo mediocre y mezquino de lo cotidiano, en la figura desenvuelta y natural del joven. Tadzio es la Belleza; la belleza de las frases de Aschenbach es la ligera capa de estuco con que se recubre la fealdad de lo ordinario. La Belleza de Tadzio es la de los dioses griegos, pero semejante a la belleza de la ciudad donde suceden los amores equívocos de esta pareja trágica y grotesca, es enfermiza, breve, débil, perversa. Venecia, ciudad extraña, ambigua, en la que convergen oriente y occidente, participa de dos naturalezas, es terrestre y es acuática, es civilizada con un refinamiento decadente, y es a la vez heredera de una tradición clásica y patricia. A Venecia llegan barcos extranjeros y en ella depositan turistas de diversas tierras y gérmenes oscuros. Los canales transitados por góndolas mortuorias, barcas de Caronte, ocultan miasmas pestíferas y olores equívocos disfrazados. La peste acecha a la ciudad y Venecia la refinada sólo ofrece corrupción y muerte. Aschenbach advierte las señales y la estrecha disciplina vital que ha regido su universo reacciona con violencia contra el caos, pero la aparición de una belleza consagrada por dos centurias de helenismo germánico, destruye la premonición y lo obliga a permanecer en un paraíso cósmico donde el amanecer del mundo reaparece. La contradicción expresada por lo dionisíaco y lo apolíneo se vuelve carne en el deseo trasladado a la mirada. Aschenbach no puede controlar el deseo que lo lleva a la muerte, no puede mantenerse en el estricto mundo regenteado por el clasicismo. Niega la máxima de Goethe que en carta juvenil a Herder expresa: «Si llevando audazmente tu coche se te encabritan cuatro caballos jóvenes y salvajes y te apoderas de las riendas y consigues domeñar su fuerza, golpeando con el látigo una y otra vez a los que se desvían y desbocan, y los sostienes y los guías y los haces virar, y vuelves a golpearlos con el látigo, sujetándolos y volviendo a aflojar, hasta conseguir al fin que las dieciséis patas marquen el compás de un solo golpe; eso es maestría». Y esa cuadriga inspirada por las odas de Píndaro y que antes ha presidido la creación formal del escritor muniqués, lo desvía del clasicismo y lo hace mirar, descuidando la maestría, el signo formal de una belleza indolente, caprichosa y vulnerable.
El abismo en el que ha entrado Aschenbach, abismo que se le ha anunciado por visiones de naturaleza deforme y desordenada que él identifica con la selva tropical pero que en realidad representa a Venecia por las características que antes mencioné, está constituido por la decadencia de un concepto de la belleza que un clasicismo alemán, iniciado por Lessing y Winckelman, vincula con lo griego. La violencia báquica de lo dionisíaco antes descrita por los neoclásicos y realzada por Nietzsche en El origen de la tragedia, reitera la imposibilidad de vivir idealmente dentro de esa restricción moral que vive la belleza como producto de un orden moral y que la encuentra personificada en un joven Narciso. La fascinación abismática que seduce a Aschenbach se concentra, según Mann, «en la tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión en el mundo, y mas tentadora, por eso a lo inarticulado, desmedido y eterno, a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de perfección?».
La excitación y el desfallecimiento que esa perfección corpórea producen en el ánimo de Aschenbach lo llevan a la nada, a la nada más profunda y destructiva que la peste simboliza, a la muerte en Venecia. La belleza es repugnante, pútrida, ambigua. Es también perecedera e inmoral. No es de este mundo. Mejor, no puede ser del mundo que Aschenbach representa. El ascetismo de su disciplina vital y el orden moral qué la burguesía lo obligan a acatar muestran su fragilidad en la destrucción de una época y de una visión del mundo.
ArribaAbajo 3. La belleza y su imagen
La primera vez que la palabra Belleza aparece en La muerte en Venecia es en conexión con la representación verbal de la imagen de San Sebastián, santo lánguido y apolíneo, lacerado por múltiples dardos y espadas, semejante al Laoconte que sirve de inspiración a Lessing «porque la serenidad en medio de la desgracia, dice Mann, y la gracia en medio de la tortura, no son sólo resignación; son también actividad y encierran un triunfo positivo. La figura de San Sebastián es por eso la más bella, si no de todo el arte, por lo menos del arte a que aquí se hace referencia».
Y esta belleza descrita se vuelve representación concreta en Tadzio, que aparece en la playa en distintas actitudes, casi siempre escultóricas cuando «la sábana envolvía su delicado cuerpo; el brazo suavemente modelado; descansaba en el arenal con la barba apoyada en la palma de la mano». Y esas distintas poses escultóricas son contempladas en doble sucesión por un joven amigo y admirador de Tadzio, Saschu, y, más lejos, por Aschenbach.
Aparecía erguido, con las manos cruzadas por detrás de la nuca, balanceándose suavemente y mirando, soñador, al lejano azul mientras las suaves olas de la orilla bañaban sus pies. Su cabello, rubio, de miel, se adhería en rizos húmedos a sus sienes y su cuello; el sol hacía brillar el vello de la parte superior de la espina dorsal; destacábase claramente bajo la delgada envoltura el fino dibujo de las costillas, la uniformidad del pecho. Sus omóplatos eran lisos como los de una estatua; sus rótulas brillaban, y sus venas azulinas hacían que su cuerpo pareciese forjado de un fino material traslúcido.
Aschenbach contempla a Tadzio que es contemplado a su vez por su joven servidor, Saschu, y en la contemplación imagina el amanecer cósmico, en el que Venus y Eros salen dorados de las ondas para crear el mundo. Tadzio es la perfección, «la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía en adoración, un reflejo y una imagen divina». Tadzio es San Sebastián, pero también es Narciso y la estatua creada por Pigmalión, ya con vida. En San Sebastián se conjuga el sufrimiento resignado con que Aschenbach se ofrece a la vida y sobre todo al arte que lo ha modelado confiriéndole perfil de artista, y la figura juvenil de Tadzio, sometiéndose pasiva a la mirada y al deseo. Es Narciso porque en Aschenbach encuentra un espejo, y fascinado por su imagen Tadzio reacciona convirtiéndose en estatua animada, símbolo concreto, representado, del esfuerzo diario que ha hecho de la obra de Aschenbach una estatua acribillada de dardos y de espadas, según la descripción de uno de sus críticos. Es la obra de Aschenbach, la creación espontánea de una disciplina divina encarnada. Pero, continúa Mann, indagando en la causa del endiosamiento de Aschenbach «la voluntad severa y pura, que en un esfuerzo misterioso había logrado encarnar esa imagen divina, ¿no era la que adelantaba en él (Aschenbach), cuando lleno de contenida pasión libertaba de la masa del mármol del lenguaje la forma esbelta que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como imagen y espejo de belleza espiritual?». Aschenbach mira a Tadzio, lo acecha, lo persigue, y su mirada equívoca lo nombra. Tadzio se ve en esa mirada, se reconoce y se abrasa en su reflejo; pero Aschenbach está endiosado porque en la figura de Tadzio ha encontrado a la vez su propio reflejo, su obra. Ambos son Narcisos y las correspondencias de sentidos se inician. La mirada que escribe y esculpe en un mármol hecho de palabras se ha vuelto la estatua transparente y azulina: que descansa o deambula por la playa y es contemplada por el que antes la ha descrito en arrebatada inspiración y laboriosa vida. Tadzio, joven mimado e indolente, amado de los dioses es la perfección creada, esa perfección a la que Pigmalión quiso darle vida. «Eros procede -insiste Mann al aniquilar a Aschenbach- como los matemáticos, que ven en los niños inexpertos imágenes de las formas puras. Así, los dioses, para hacernos perceptible lo espiritual, suelen servirse de la línea, el ritmo y el color de la juventud humana, de esa juventud nimbada por los mismos dioses para servir de recuerdo, de evocación, con todo el brillo de su belleza, de modo que su visión nos abrasa de esperanza».
Los niños perfectos con lo que Eros especula en ecuaciones redondeadas son construidos por Mann en sucesión novelística desde Hanno y Tadzio para convertirse en Eco, el joven Eco, sobrino de Adrián Leverkühn, y última pasión del músico matemático del Fausto, obra de su vejez. La correspondencia así iniciada en el reflejo que traspone la mirada al tacto en la escritura (y que devuelve el cuerpo a la escultura y se transfiere a la música) es la imagen del joven Eco: el mito se completa. Narciso se refleja en la mirada sólo porque antes ha oído y como en el drama de Calderón es perecedero porque no se ha guardado de ver y oír. Esa belleza juvenil reflejo de un arquetipo platónico no puede existir ni ser apresada, es vulnerable y se esculpe definitiva en forma transitoria porque la vida la rechaza y cuando se libera se vuelve demonio, es Eros revelando el origen pero en el origen se asienta el caos. La luminosidad que Febo proyecta sobre la tierra joven ciega y calcina, Aschenbach recuerda la tradición: «su espíritu ardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos pensamientos que durante su infancia había recibido y que hasta entonces no se le habían encendido con un fuego propio». Los dardos y espadas que han herido la obra de Aschenbach y que permanecen clavados en el cuerpo marmóreo de su escritura perfecta se liberan y se vuelven contra él, revelándole el espanto «que experimenta el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un reflejo de la belleza eterna».
La certera disciplina a la que Aschenbach se ha sometido para lograr con su escritura una perfección vital cede ante el demonio que Eros ha liberado y lo precipita en el ocio de la contemplación, porque Eros ama el ocio y sólo para el ocio ha nacido. Y la paradoja esencial se suscita. Aschenbach ha creado dentro de los límites precisos de una escritura vital que hacen de su vida de escritor oficial el emblema viviente de un quehacer troquelado con el sello de la burguesía ordenada y banal; el reflejo de la belleza espontánea y divina lo fulmina porque el concepto de belleza es producto de una cultura clásica, asentada en un neoplatonismo renacentista. La belleza aparece en la tierra como uno de esos rayos proyectados en la interminable sucesión de esferas y cielos por los que el esplendor de la bondad divina se ha filtrado.
La belleza no es de este mundo y el artista lo comprende. «Aschenbach, reitera Mann, sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla». Confundir el endiosamiento que produce la aparición del reflejo de la belleza divina en la tierra con el deseo, es producto «de un conocimiento defectuoso».
Y antes de morir Aschenbach recuerda el Fedón y advierte que al intentar la perfección ha pecado de orgullo. Al amar a Tadzio que, como jacinto era objeto del amor de los dioses, se ha vuelto su enemigo; enemigo de los dioses porque ama a un mortal divinizado por el reflejo de la belleza divina y enemigo de los dioses porque ha intentado como Satán recrear lo creado en la perfección de la escritura. Como Sócrates, taimado seductor, advierte que el «amante era más divino que el amado, porque en aquél alienta el dios, que no en el otro». Y en esta soberbia representada por la pérdida absoluta de límites que el deseo precipita, Aschenbach se somete a un niño y la naturaleza demoníaca, caótica e ilimitada que lo circunda lo lleva a la nada, a la perfección absoluta.
La contemplación de la belleza, que sólo ella es a la vez divina y perceptible, lo ha aniquilado.
El contacto del artista con la belleza divina y su reflejo perceptible liga al artista con el demonio. En el Fausto, esta luminosidad apolínea que fulmina a Aschenbach se convierte en frialdad glacial y matemática y se traslada a la música, otro de los arquetipos platónicos. La percepción de la música se vuelve extrasensorial y los sentidos ligados a ella se desplazan como en La muerte en Venecia pues el tacto se liga a la mirada, y lo descrito se vuelve realidad representada. Más aún que la escritura, la música es intelectual y sobre todo es el arte más ascético. Despojando al arte del entusiasmo que la confusión del deseo provoca, la música es el Eros desprovisto de sensualidad y de la percepción de los sentidos. La música posee un secreto ascetismo, una castidad innata que protege al artista; es más la música es anti-sensual por excelencia. «En realidad, postula Mann, no hay arte más intelectual que la música, como lo demuestra ya el hecho de que, en ella, forma y contenido se entrelazan como en ningún otro; son, en realidad de verdad, una sola y misma cosa. Se dice generalmente que la música se dirige al oído. Pero esto lo hace en la medida en que el oído, como los demás sentidos, es órgano e instrumento perceptivo de lo intelectual. En realidad hay música que no contó nunca con ser oída; es más, que excluye la audición».
El arte se intelectualiza y se vuelve matemático y abstracción pura y su belleza ya no es perceptible por los sentidos. «Quién sabe, reitera Mann en palabras de Kretzchmar, el profesor de piano de Adrián Leverkühn, si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma». Y al hacerla intangible, imperceptible, incapaz de provocar el deseo y endiosamiento que conduce a la muerte, Mann parece protegerse de esa sensualidad que en forma de demonio erotizado hizo entrar a Aschenbach en el territorio de la belleza sensible, pero su Fausto vacila de nuevo en esa tierra de nadie donde lo perceptible por los sentidos se congela por su ausencia total. Aschenbach perece por la sensualidad que la belleza comporta, pero Adrián Leverkühn, desprotegido ante la música en el momento en que muere Eco, su joven, perfecto y hermoso sobrino, sucumbe ante la frialdad glacial que su demonio musical, deserotizado y ascético, proyecta.
ArribaAbajo 4. La Música: Arte y Humanismo
La música fue siempre fundamental para Thomas Mann. En alguna ocasión declaró tajantemente: «Desde siempre he amado con pasión la música a la que considero en cierto modo como el paradigma del arte. He considerado siempre mi talento como una especie de capacidad de creación musical, y concibo la forma artística de la novela como una especie de sinfonía, como un tejido de ideas y una construcción musical». Y si en La montaña mágica la composición de la obra guarda estrecha relación con una partitura, en el Doctor Fausto, historia de la vida de un compositor alemán que pacta con el Diablo, se reanuda la discusión iniciada en Los Buddenbrook respecto al sentido de este arte y de hecho es a través de la música que se enjuicia el papel que desempeña la creación en la sociedad contemporánea. El tejido de ideas a que se refiere Mann en el texto arriba citado, acaba coincidiendo con la estructura y es a la vez materia de reflexión. Adrián Leverkühn es el filósofo Nietzsche y también el creador de la música dodecafónica, Arnold Schöenberg.
En la Novela de una novela, diario en donde se explica la gestación del Doctor Fausto, Mann subraya este hecho: «Era extraño comprobar hasta qué punto me preocupaba el aspecto técnico de la música cuyo dominio... era una de las premisas de la obra... Me daba cuenta de que para llevar a cabo esto necesitaba la ayuda de un consejero, de un instructor experto en la materia, que estuviera al corriente de mis intenciones y que fuera capaz de imaginar conmigo mi obra literaria; y estaba tanto más dispuesto a aceptar tal ayuda por cuanto la música, hasta el punto en que la novela la trata, era solamente el primer plano, solamente la representación de un mundo más universal, solamente un medio para expresar la situación del arte en general, de la cultura y hasta del hombre, del espíritu mismo de nuestra época profundamente crítica. ¿Una novela de la música? Sí, pero entendida como novela de la cultura y de la época, de manera que aceptar sin escrúpulos una ayuda para lograr la exacta realización del medio y del primer plano me parecía la cosa más natural del mundo».
Esta ayuda la encontró Mann en Theodor Adorno, uno de los filósofos de la escuela de Frankfurt, al que también pertenecían Marcuse y Horkheimer. Con Adorno resolvió el lenguaje técnico y los problemas fundamentales que estas especulaciones sobre la música le planteaban, pero en realidad continuaba desarrollando cada vez más con mayor complejidad y profundidad aquellas ideas obsesivas que fueron marcando sus obras, escalonadas en el tiempo en continua sucesión de problemáticas. Las largas conferencias con que Wendel Kretzchmar matizaba sus conciertos en la medieval ciudad de Keisersachem para beneficio sobre todo del futuro compositor y nuevo Doctor Fausto, Adrián Leverkühn, ya están esbozadas en su sentido general en las discusiones sostenidas por Gerda Buddenbrook con el viejo organista Pfühl, acompañante de la señora aristocrática y maestro de Hanno, su delicado hijo. La vieja preocupación de Mann sobre la historia de la música como historia de la cultura y la profunda influencia que vivió en su juventud al contacto con la controvertida figura de Richard Wagner convergen en el Doctor Fausto y se definen totalmente al influjo de las conversaciones con Adorno.
La constante y enojosa polémica que el viejo Pfühl mantiene con Gerda respecto a la supremacía de la música polifónica frente a la armonía es retomada por Kretzchmar en sus discusiones sobre Beethoven y más tarde será la base de la conceptualización que le permite a Adrián descubrir el sistema dodecafónico.
La exposición de la música dodecafónica y la crítica de ella desarrolladas en un diálogo como en el capítulo II del Fausto, agrega Mann, en el mismo libro de La Novela de la Novela, se basan por entero en los análisis de Adorno, así como se basan también en ella ciertas observaciones sobre el lenguaje musical del Beethoven tardío, que se leen -en las primeras partes del libro, expuestas por Kretzchmar, sobre la fantástica relación que la muerte establece entre el genio y la convención. También esos pensamientos del manuscrito de Adorno -texto de este filósofo sobre la música dodecafónica y Schöenberg- se me presentaban «extrañamente» familiares y respecto de la -¿qué palabra elegiré?- tranquilidad de conciencia con que los puse variándolos, en boca de mi balbuciente personaje, sólo tengo que decir lo siguiente: después de una larga actividad espiritual acontece frecuentemente que cosas sembradas por otras manos y puestas en otras relaciones, nos hacen acordar de nosotros mismos y de las cosas nuestras. Ciertas ideas sobre la muerte y la forma, sobre el yo y sobre el mundo objetivo, bien podían pasar por recuerdos de sí mismo al autor de una novelita veneciana que se remontaba a treinta y cinco años atrás. Podían mantener su lugar en el escrito filosófico de uno más joven y al mismo tiempo ejercer su función en mi pintura de un alma y de una época. A los ojos de un artista, un pensamiento en cuanto tal no tendrá nunca un gran valor de propiedad. Al artista le importaba que este pensamiento pudiera funcionar en el engranaje espiritual de la obra.
En Los Buddenbrook la música es el elemento vergonzante, estigma de rareza que cae sobre la distante mujer del cónsul Buddenbrook y el refugio donde se evade el joven Hanno. Su última conversación con la vida antes de precipitarse en la enfermedad que se la quitará es un diálogo apasionado con el piano y la voz misteriosa con quien conversa acaba volviéndose el llamado de la voz «inconfundible que lo llama imperiosa y segura» hacia la muerte. En La Muerte en Venecia, la novelita veneciana a la que alude con modestia sospechosa Mann en el párrafo citado largamente antes, hace coincidir la belleza con la enfermedad y con la muerte. La belleza revelada en la forma abandona su carácter arquetípico en el Doctor Fausto y se vuelve parodia, ironía y también tragedia, la tragedia de la frialdad, la del desamor. El ciclo empezado en la desamorada Gerda y el desvalido Hanno concluye en la glacial incapacidad de Adrián para vivir el amor y en la muerte del niño Eco, símbolo de la belleza sensible como Tadzio.
La belleza como concepto ya no es aplicada a la obra de arte sino a la apariencia. Tadzio es definitivamente para Aschenbach la belleza encarnada, esa manifestación terrestre de lo divino, es jacinto amado por los dioses, es el inicio del mundo en su primitiva y sensual representación. En el Doctor Fausto lo bello es asociado primero con ciertas manifestaciones biológicas o con experimentos físico químicos que el padre de Adrián, Jonathan Leverkühn, gusta de explicar y de representar ante un auditorio compuesto de su familia y algunos amigos. «Con su índice Jonathan llamaba nuestra atención sobre las maravillas y las excentricidades allí reproducidas: mariposas y morfos de los trópicos, decorados con todos los colores de la paleta y modelados con el más exquisito gusto como por mano de artífice -insectos de fantástica, inenarrable belleza, depositarios de una vida efímera, algunos de ellos considerados por los indígenas como espíritus malignos, portadores de la fiebre».
Estos insectos hechos como por mano de artífice, presentan una belleza engañosa, una apariencia de belleza, su color no es auténtico, es un reflejo óptico. Su belleza está hecha para no ser vista, existe de por sí, o en sí misma, es más, es apariencia. La creación del artista que revela una forma, esculpiéndola en el duro mármol de la palabra, Aschenbach o la revelación de una forma bella, reflejo de la divina bondad -Tadzio- desaparecen ante esta inexplicable belleza, producto de una alquimia diabólica y engañosa, alquimia que favorece su invisibilidad y utiliza esas formas naturales (inenarrablemente bellas) como protección, en esforzado mimetismo para disfrazarse y desafiar el peligro, pero también para suscitarlo. Esta «vanidad de lo visible», como la bautiza Mann, confiere a la belleza un sentido medieval que se asocia con la brujería. y la magia. «Los contactos son aquí múltiples y complejos -continúa el novelista- veneno y hermosura, hermosura y magia, magia y liturgia». Las formas naturales de la creación parecen ser manifestaciones absolutamente desligadas de la obra de arte dentro del contexto mismo de la novela dedicada al nuevo Fausto, pero como en una obra sinfónica su breve trazo melódico reaparecerá con fuerza incontestable más tarde y como símbolo esencial para la comprensión de la novela. El dilema actual del artista estriba en el carácter ficticio de la obra de arte burguesa y específicamente en el hecho de que como afirma Serenus Zeitblom, biógrafo y alter ego de Adrián, en una obra de arte hay mucho de aparente. «Puede irse más lejos y decir que la obra como tal, es sólo apariencia. Tiene la ambición de hacer creer que no ha sido hecha, sino que ha nacido como Palas Atenea nació y surgió, resplandeciente y armada de sus cinceladas armas, de la cabeza de Júpiter. Pero es pura ficción, meras ganas de aparentar. Nunca, se ha producido así una obra, el medio ha sido siempre el trabajo, el trabajo artístico, con la apariencia como finalidad».
Y así esbozando el tema queda incompleto. Pues si la obra es apariencia semejante a la belleza de esas manifestaciones animadas o inertes que la naturaleza crea de por sí, esa apariencia pretende ofrecerse a la vista o a la mirada mediante un juego mágico que la conecta con la brujería y la alquimia. La música de Adrián quiere dejar de ser apariencia y juego y «aspira a ser conocimiento y comprensión», pero como en la ciencia, ese conocimiento y esa comprensión ofrecen una doble cara. «Una vuela hacia el pasado y hacia el futuro. Son a la vez regresivas y progresivas. Reflejan la ambigüedad misma de la existencia». La belleza ya no es absoluta, es ambigua y en ella se integran la razón y la magia, y las variadas especies naturales que el padre de Adrián describe provocan un interés científico y una inclinación primitiva a la brujería.
La música es también ese doble producto: en los elementos matemáticos de que se vale resuena el eco de las viejas esoterias y las numerosas combinaciones pitagóricas. En el cerebro de Adrián Leverkühn se aloja el ángel de la ponzoña, la microscópica espiroqueta que lo precipitará en la locura, pero la contaminación le ha llegado a través de su contacto con la prostituta llamada Esmeralda cuyo nombre se había aplicado antes, en las conversaciones científicas con su padre, a una mariposa de bellos y engañosos colores, la hetaira Esmeralda, y de la combinación de sus letras transferida matemáticamente a las notas Adrián deriva el leitmotif de todas sus obras, obras que a su vez serán producidas bajo la contaminación del pacto con el diablo.
Arriba5. El Arte: libertad y determinación
En La Novela de una Novela Mann advierte el peso de la tradición, que marca con sus convenciones a todos los artistas: «En cierto modo, aquello correspondía a mi tendencia cada vez mas fuerte, que, como he descubierto, no era solo mía, de considerar toda la vida como producto de la cultura y en forma de clisés míticos y de preferir las citas a las invenciones "independientes"».
El trabajo concienzudo que el novelista alemán efectúa para reconstruir una obra lo inserta obligatoriamente en esa tradición mencionada y lo obliga a reconocer que en arte no existe la libertad porque «únicamente es libre lo indiferente. Lo característico no lo es nunca».
Esta aseveración parece confirmarse continuamente a lo largo del Doctor Fausto donde las disquisiciones sobre el arte reflejan una intrincada red de problemas que pueden descifrarse sólo si se estudia cuidadosamente la tradición. El pacto al que el diablo somete a Adrián es fundamentalmente la amenaza de la esterilidad. «Toma por ejemplo, le dice el diablo a Adrián en los apuntes del diario secreto de éste: Toma por ejemplo lo que llamáis la idea original, esa categoría que sólo existe desde hace cien o doscientos años (una novedad), como el derecho de propiedad musical y otras zarandajas. La idea original, es decir, tres o cuatro compases, ¿no es así? Todo lo demás es elaboración, adiposidad. ¿Crees que me equivoco? Se da el caso de que somos gente versada en la literatura musical, nos damos cuenta de que la idea original no es nueva, que recuerda con demasiada insistencia algo ya oído de Rimsky-Korsakof o de Brahms. Qué hacer? Hay que modificarla. Pero una vez modificada ¿sigue siendo una idea original? Toda los cuadernos de apuntes de Beethoven, no queda allí intacto, tal como Dios lo dio, ningún tema original».
Lo original no existe, el artista está atado a la tradición y su obra lo demuestra específicamente. Es evidente que la gestación del largo proceso que le permitió a Mann llegar a reelaborar el mito fáustico, ese clisé de la historia europea, exige ese aprovechamiento profundo de la tradición y a la vez un rechazo a la improvisación que pueda parecer original. En esa cita Mann reitera uno de los conceptos básicos de su arte, en un momento en que la tradición humanística, alemana se conmociona visiblemente ante el impacto del hitlerismo. Además, al tiempo que rechaza con desprecio la violenta reacción de Arnold Schöenberg al identificarse con Adrián Leverkühn y exigir que todas las ediciones de Fausto adviertan que el sistema inventado por éste es de su propiedad, realza el carácter humanista de su propia obra.
Es más, al declarar que toda obra de arte pertenece a la tradición y que se rige por convenciones rechaza algunos postulados de la vanguardia, que como en el caso del futurismo fue un antecedente del fascismo. El irracionalismo violento y el rechazo a toda tradición y a la cultura europea parecieron desembocar en algunos casos, en la barbarie apocalíptica que el mundo nazi provocó. El artista, por serlo, es hermano del criminal y del loco, asegura de nuevo el diablo y Adrián terminará loco, atacado en el sistema nervioso central por la espiroqueta pálida, producto de esa hermosa hetaira Esmeralda de colores, engañosos y mimetismos diabólicos y amorfos. Será también la que ataque a Nietzsche, modelo en parte de Adrián y también de Hitler. El artista, ese desafortunado, sólo se salva de lo apocalíptico si se aferra a la tradición y se inserta en la convención, religiosamente.
Y en la ya tan citada Novela de una novela dice Mann refiriéndose a uno de los personajes del Fausto, Rüdiger Schildknapp a quien retrata del natural y hasta conservándole el nombre: «Además Europa, Alemania, y lo que vivía en ella o lo que ya no vivía en ella, estaban demasiado alejados, sumergidos y convertidos en sueño y pasado, estaban sumergidos y perdidos por su propia voluntad, y así también lo estaba la figura del amigo que hacía surgir con rasgos aparentemente precisos pero también con muchas omisiones; y, otra cosa, aún me hallaba yo demasiado sometido a la fascinación de una obra que, confesión y sacrificio de arriba abajo, no admite reparos, y que presentándose como obra de arte se sale al propio tiempo de la esfera del arte y es realidad». La fascinación que Mann siempre ha tenido por el mundo apocalíptico, por lo desaforado, se redime en esa reducción de lo demoníaco a lo real. Mejor aún, ese trasfondo alemán -ya producto del pasado y que se aparece como un sueño desvaído- es rescatado en la obra que ofrece su tejido de realidad para darle el contrapeso necesario a lo desaforado que termina en lo apocalíptico. Y curiosamente, más que Wagner a quien siempre admiró y que representa vivamente al genio desmelenado y prepotente a quien Mann teme, es Beethoven el que mayor repulsión le causa, pero también mayor admiración: no se contenta sólo con dedicarle los momentos más significativos de las conferencias de Wendel Kretzchmar, tartamudo ideólogo de la música y de la tradición de El Fausto, y portavoz de algunas de las ideas más obsesivas del novelista alemán, sino que constantemente hace alusiones a él en sus diarios y libros autobiográficos. En una ocasión en que el Musical Quarterly de los Estados Unidos, envía como prueba de agradecimiento por una conferencia que Mann pronuncia, la reproducción facsimilar de cartas de Beethoven, exclama con disgusto: «Estudié largamente aquellos trozos retorcidos y atormentados, aquella ortografía desesperada, aquel desorden, aquella desarticulación semisalvaje... y en mi corazón no pude encontrar "amor". También esta vez compartí esa aversión que Goethe había sentido por aquel "hombre desenfrenado" también esta vez me puse a reflexionar sobre la relación entre música y espíritu, entre música y moral, entre música y humanidad. ¿No será que el genio musical nada tiene que ver, en última instancia, con la humanidad, y con el "mejoramiento de la sociedad"?».
Apoyándose en Goethe que lo defiende de lo desaforado y con quien siempre trata de identificarse, asimilándose a su clasicismo, mira a Beethoven protegiéndose y protegiendo al músico sordo del desafuero al anclarlo a la tradición. Antes ya ha cancelado el desvarío musical de Hanno Buddenbrook, de sus personajes el más querido, junto con Adrián, por propia confesión, haciéndolo morir para no seguir ese camino musical emponzoñado que puede alejarlo de la moral. Adrián entra en la música conducido por Wendel Kretzchmar, un profesor tartamudo y, en la locura pasa por el lupanar guiado por un cochero, imagen paródica del teólogo Schleppfuss (el que arrastra un pie) que dialoga furibundo con el diablo. Así la música, se vuelve paradigma del arte, pero también la más sospechosa de las artes, la más equívoca y ambigua, la que más distancia al hombre de su propio humanismo si no se inserta en el concierto general de la cultura. El temor a lo demoníaco, a lo desenfrenado, a lo apocalíptico que Mann reconoce en él y que ha llevado al pueblo alemán a la catástrofe de donde saldrá irredento, es depositado en el archivo expiatorio de un arte que siempre fue su preferido. El exorcismo surge de la tradición que catárticamente redime al propio Beethoven, y quizás hasta Adrián: «En realidad Beethoven fue a mediados de su vida -asevera, el profesor Kretzchmar, doble de Mann-, mucho más subjetivo, por no decir, mucho más "personal" en sus últimos años. Su preocupación de sacrificar a la expresión musical, de dejar absorber por ella. lo mucho que la música tiene de convencional, de formalista, de retórico, era más patente. A despecho de la originalidad, por no decir monstruosidad, de su lenguaje formal, la relación de Beethoven con lo convencional aparece en las últimas obras de su vida, por ejemplo en las últimas sonatas para piano, como mucho más aflojada, más vigilante. En esas obras tardías, lo convencional, exento de modificaciones subjetivas, aparece muchas veces con toda desnudez, o si se quiere descarnado, desprovisto de individualidad, y su majestuosidad es más impresionante que la de cualquier atrevimiento personal. En esas obras, decía el orador, se establece entre lo subjetivo y lo convencional una nueva relación cuyo origen hay que buscarlo en la muerte. Del encuentro de la grandeza y de la muerte, añadía, hace una objetividad hasta cierto punto convencional, cuya soberana belleza supera a la del más desenfrenado subjetivismo porque en ella lo exclusivamente personal, el dominio de una tradición llevada a su más alta cumbre, supera a su vez y, en plena grandeza espiritual, accede a lo mítico y colectivo».
Lo convencional se redime así de la connotación de vulgar y ordinario, que podría atribuírsele, al volverse sinónimo de colectivo, pero sobre todo de mítico. El peso de la tradición, la asimilación de valores que se han ido gestando colectivamente se vuelve simbólico y se expresa en la voz decantada del músico que la recoge y se desvanece -en su contexto a través de sus últimas obras. La vieja discusión iniciada desde la sala de música de Gerda Buddenbrook continúa y los moldes musicales que la tradición de este arte ha moldeado siguen debatiéndose: «Una noche en casa de Adorno, refiere Mann en Novela de la novela, me encontré con Hans Eisler, con el cual conversé de muchas cosas inherentes a mi "interés principal" y para mí estimulantes: sobre la inferioridad de la música homófona frente al contrapunto, sobre Bach, el "armónico", como lo había definido Goethe, sobre la polifonía de Beethoven que no era natural y que era peor que la de Mozart». Y esta idea fija que hace del contrapunto y la fuga los momentos supremos de la historia de la música, fija nostálgicamente a Mann en una tradición humanista en la que la voz, atributo supremo de lo humano, se incorpora a ese arte que puede ser símbolo de la teología por su inmaterialidad manifiesta sólo en el tiempo, o de lo demoníaco por la ponzoña de su desafuero. Beethoven es junto con Adrián, el compositor que prefiere los oratorios y las lieder tan cercanas a la voz humana, el símbolo de ese artista a quien la pasión ha consumido pero que a diferencia de Gustav Aschenbach, esculpido en el esfuerzo cotidiano de una disciplina vital y perdido ante la contemplación de lo bello, se redime por la grandeza que la convención de una tradición le ha otorgado, pues en ella se incorpora a lo humano, en su expresión más profunda y perdurable, el trasfondo colectivo y mítico que es la Belleza suprema, única accesible en esta tierra. «Oigan las cadenas de trinos, los arabescos y las cadencias, exclama exaltado el mismo profesor tartamudo al hablar de la última sonata de Beethoven, la Opus III (sonata escrita cuando el músico ya no oye). No se trata de eliminar del lenguaje la retórica, sino de eliminar de la retórica la apariencia de su dominio subjetivo. Se abandonan las apariencias del arte». Al fusionarse arte y realidad, lo demoníaco -característica suprema de ese arte musical cercenado de las demás manifestaciones de la cultura- ha sido exorcisado y Mann, en acto de contrición suprema, logra exorcisarse también al contribuir con su portentosa obra a la continuación de esa tradición humanista que alcanza la grandeza profundizando en lo convencional.
viernes, 22 de mayo de 2015
"Muerte sin fin" de José Gorostiza en la poesía mexicana. Fernando Castaños.
"Muerte sin fin".
"Diamante en la corona de la poesía mexicana". Alfonso Reyes.
Yo (él) en "Muerte sin fin"1 de Gorostiza: la sustancia y la forma
I (him) in "Muerte sin fin" Gorostiza: the substance and form
Fernando Castaños
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales.
Resumen
El presente artículo expone una lectura analítica de un poema de José Gorostiza sobre el cual han hablado y escrito mucho y con gran admiración los escritores y los académicos en México. Se trata de un poema que Octavio Paz, para sintetizar su contenido y aprehender su constitución, identificó como "reloj de cristal de roca". Ésta es, quizá, la obra más importante del llamado grupo de los Contemporáneos, que, en su estética y en sus actitudes públicas, se opuso a la degradación y al abuso de lo nacional en la cultura de estado del régimen postrevolucionario de nuestro país, y al hacerlo abrió a los intelectuales horizontes de independencia frente al poder gubernamental.
Palabras clave: poesía, "Muerte sin fin", José Gorostiza, Contemporáneos, muerte.
Abstract
The present paper presents an analytical reading of José Gorostiza's poem on which writers and academics in Mexico have spoken and written extensively and with great admiration. It is a poem that Octavio Paz, to synthesize content and grasp its constitution, identified as "rock crystal watch." This is perhaps the most important work of a group called the Contemporáneos, which, in its aesthetic and its public attitudes, opposed to the degradation and abuse of the nationalism in the culture of post-revolutionary regime of México, and in doing so opened the intellectual horizons, independent from government power.
Keywords: poetry, "Muerte sin fin", José Gorostiza, Contemporáneos, death.
Escrito desde el asombro que causa advertir el dinamismo del vocablo "muerte", este poema merecedor de admiración mayúscula escenifica una conversación que es un monólogo, la exposición de una tesis sobre la materia, la vida y la conciencia: devenir hacia la forma es su ser. Está precedido de tres proverbios bíblicos y consta principalmente de dos silvas extensas con versos libres intercalados, las cuales están separadas por un conjunto de estrofas seguidillas que hacen eco del hai-kú y secundadas de cuatro series de octosílabos. Las silvas tienen, cada una, un climax de pasión mística asociada con la tesis: una confirmación y una renuncia. El interludio canta el solaz del alma que contempla y, a la vez, ratifica la voluntad de razonamiento de quien sostiene la tesis, una proyección del propio poeta. Él descifra, así, las correspondencias del epígrafe y enmarca el drama que significa comprender su teología. El epílogo asume las consecuencias de la tesis y de la renuncia. En la versificación, el autor reconoce su tradición y su circunstancia; en el planteamiento, se presenta como interlocutor de la filosofía universal. El texto, en consecuencia, comparte rasgos de una pluralidad de géneros. Aún así, su esencia es la de la poesía, que nos pone en presencia de la revelación de la palabra.
Pienso que contar con esta lectura en un texto publicado en una revista académica2 puede ser de utilidad, no sólo para los investigadores del discurso interesados en los asuntos a los que aludo en algunas de las notas de pie de página, en particular la segunda, sino igualmente para los estudiosos de la cultura interesados en el pensamiento y el arte latinoamericanos. Suscito y respondo preguntas que no han sido planteadas anteriormente, al menos no en la perspectiva que lo hago, por ejemplo, acerca del carácter mismo del poema. Asimismo, al destacar ciertas propiedades de su factura y determinados rasgos de su contenido, no sólo profundizo algunas conexiones entre la escritura de Gorostiza y la literatura y la filosofía universales que han sido señaladas por otros, sino que muestro algunos vínculos que no habían sido indicados. (En parte lo hago en el cuerpo del texto y en parte en otras notas de pie de página, para conservar los tempos y los ritmos de la lectura.)
El título del poema, "Muerte sin fin", es una invitación a presenciar a alguien que busca cantar lo que justo antes no podía ser dicho, un llamado casi, a asistir a la entrega imperiosa de alguien que se aventura a trascender los límites de su lenguaje. La palabra "muerte", que en su primera acepción nos remite a un proceso con el que concluye una trayectoria, la de la vida, es aquí el núcleo de una frase que niega una determinación; esta palabra que, en su segunda acepción, denota el punto de llegada del proceso, es empleada aquí para referir un camino que no tiene destino.
"¿Por qué el sustantivo que entraña una meta seguido de la construcción adverbial que niega cualquier acotamiento?", se pregunta uno. Al causar que nos detengamos así, nos hace ver los otros rasgos de la palabra "muerte" en su acepción de proceso, apenas adumbrados en el trasfondo de lo que se dice con ella normalmente: movimiento, dirección, origen. Lo mismo ocurre con los rasgos secundarios en su acepción de resultado: rigidez, quietud, descanso. Se asoma también lo que generalmente viene con la muerte, y que, sabemos, algún día habremos de enfrentar: el dolor, la impotencia, la destrucción.
Si la sustancia de la palabra "muerte" se nos muestra cuando a ésta se yuxtapone la frase adverbial "sin fin", la incitación a observarla se repite, como en un fractal, por obra de la unión entre las palabras de esa frase, "sin" y "fin". Por diferir su pronunciación en el mínimo posible, el sitio donde silban la "s" y la "f", parecen una eco de la otra, y por un momento casi lo son, pues ambas nos hablan de carencia; pero al siguiente instante la diferencia sutil entre ellas aparece ante nuestros ojos magnificada. La palabra "fin" nos remite a un ordenamiento, en el espacio o en el tiempo, a un antes y un después. En cambio "sin" nos remite simplemente a un vacío.
De esa manera, el título "Muerte sin fin" no sólo anuncia que se hablará de la muerte en el poema; al atraer el pensamiento hacia sí como frase contradictoria, hacia sus propiedades de oxímoron, nos enseña que hablar de la muerte es hablar del movimiento y la quietud, del origen y el destino, de la materialidad y la nada. Ello, ver cómo se iluminan los rasgos de sentido de la frase, no resta interés a lo que se aludirá con la frase; más bien, se incrementa nuestra atención, de manera que podamos considerar, a la vez, las palabras que refieren y lo referido por ellas. En efecto, nos estamos preguntando también: "¿Quién o qué es lo que sigue muriendo siempre?"
En este estado de alerta, encontramos como epígrafe tres proverbios bíblicos. Ellos provienen de la sección acerca de la excelencia y la eternidad de la sabiduría en el libro sagrado:
Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza (8, 14).
Con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia todos los días, teniendo solaz delante de él en todo tiempo (8, 30).
Mas el que peca contra mí defrauda su alma; todos lo que me aborrecen aman la muerte (8, 36).
Por los conocimientos que tiene de las enseñanzas provenientes de la religión católica repetidas en nuestras tradiciones, independientemente de la fe que profese, y aún si esos conocimientos son escasos, cualquier mexicano entiende que la primera persona del primer y el tercer proverbios, el yo que habla, es Dios. Sabe también que quien los está citando se identifica con el yo del segundo, donde Dios es la tercera persona, él.3 Uno se pregunta: ¿entonces de lo que va a hablar el poema es de la relación con Dios? ¿Es la necesidad de comprender esta relación lo que ha llevado a Gorostiza a desglosar los componentes dinámicos del sentido de la palabra? ¿Una relación, primero, de acercamiento a la sabiduría divina; después, de alejamiento del mandato divino?
Con esos antecedentes y tales inquietudes, empezamos a leer el poema, que consta de 795 líneas dispuestas en 39 páginas, y que está dividido en cuatro secciones que se distinguen de maneras que voy a ir indicando más adelante. La primera de esas secciones se compone de seis grupos de versos separados por espacios en blanco de dimensiones variables, el menor equivalente a cuatro líneas de texto y el mayor a quince. Cada grupo empieza en una nueva página, de manera similar a como ocurre con cada capítulo en un texto en prosa. Estos seis grupos ocupan 13 páginas y en total comprenden 300 versos.
El primer grupo empieza con una oración que tiene 117 palabras y está repartida en 21 versos, de los cuales los primeros nueve son los siguientes:4
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada, [5]
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua.
Como se ve, la extensión de la oración no diluye su contenido; más bien, lo concentra. La frase participia inicial "lleno de mí", estructura yuxtapuesta y, a la vez, subordinada, cumple varias funciones, además de reiterar el ritmo contundente del título (Tá-ta Tá Tá). Como estructura verbal independiente del verbo de la oración principal, y colocada antes de la oración, en ese lugar que también pueden tener las frases adverbiales, indica, y pone en común, las condiciones que habrá que tomar en cuenta al juzgar la validez de la proposición expresada por la oración principal, sin que ellas queden directamente en la mesa de discusión, sin ponerlas en tela de juicio, es decir, confiriéndoles el valor de supuestos. Como estructura nominal dependiente del sujeto de la oración, lo adjetiva, le atribuye propiedades; pero al mismo tiempo lo anuncia: es un medio de focalización temática, una manera de decirnos de qué tratará la oración —de la primera persona, del yo que dice que se ve al ver el agua.
Como en ciertas crónicas elaboradas, ese doble rendimiento de las participias iniciales, de preparar el terreno lógico y de enfocar el tema del mensaje, le permite a quien dice el poema hacer varios asuntos presentes a la vez y dar prominencia a uno, él mismo. Nos preguntamos, naturalmente, ¿quién es?
Al encontrar la oración "me descubro..." después de una serie de tres frases participias, el lector se pregunta también: ¿pero qué crónica del presente o qué reflexión sobre el registro del instante procura el yo de este poema? ¿Se trata de una confesión... o de una declaración? ¿Por qué, entonces, la mitigación, propia de una hipótesis en un texto expositivo? Al captar el sentido que toma el verbo en la estructura sintáctica que lo sostiene, en virtud del cual se identifica el sujeto con el complemento locativo, la duda se elabora: ¿es acaso una toma de conciencia previa a la confesión o la declaración, una auto observación o una introspección?
Justo entonces, vemos que el carácter elemental del agua es aprehendido con gran cuidado:
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible, [10]
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
Esta caracterización sugiere que quizá el texto sea una disquisición anterior aún, acerca de lo que hace posible el reconocimiento de sí. En suma, por arte de la sintaxis, a nuestra inquietud por enterarnos quién dice los versos, se añade la de saber cuál es el carácter del poema.
Paralelamente, por efecto de haberse ubicado el locutor como objeto directo y como objeto indirecto del verbo "llenar", y en un orden de ideas afín al análisis semántico del título, el lector se ha preguntado cómo puede algo contenerse a sí. Y ha encontrado, inmediatamente, la respuesta en el poema: en virtud del confinamiento por una fuerza superior, "un dios", con artículo indefinido y con minúscula. Es ella lo que lo configura.
La intensidad del pensamiento convocado por el poema, que casi nos desborda desde el primer momento, es modulada por los ritmos de los versos. Seguimos las pautas sintácticas de la lectura y respondemos a las claves semánticas del texto en un tempo marcado por la prosodia. Este primer grupo, como los demás de la primera parte, consta principalmente de versos de once sílabas, el metro de los sonetos renacentistas de Garcilaso de la Vega, el del "¡Ah de la vida!" de Francisco de Quevedo, el del "Idilio salvaje" de Manuel José Othón, el que también tendrá, después, "Piedra de sol" de Octavio Paz. Están acompañados de versos de siete, como ocurre en las "Églogas" del propio Garcilaso, en las "Soledades" de Góngora, en el "Primero sueño" de sor Juana y en el "Canto a un dios mineral" de Jorge Cuesta.
En "Muerte sin fin", esta combinación de endecasílabos y heptasílabos, la silva, es empleada de manera tal que en ocasiones quedan apareados dos heptasílabos (como en el "Primero sueño"): su música, que atraviesa el Siglo de Oro y la Colonia, que llega al México independiente y al posrevolucionario, recoge de esta manera ecos de los versos de catorce sílabas de Gonzalo de Berceo, los alejandrinos medievales del Mester de clerecía con los que empieza la poesía para ser leída, es decir, pronunciada por su propio público. El poema reconoce las genealogías y los legados de su tradición.
Uno de los principales efectos de combinar esos ritmos es dotar al poema de fluidez, lo que se percibe con claridad, paradójicamente, cuando la combinación llega a su mayor densidad, como en el siguiente fragmento con el que comienza la quinta oración, todavía dentro del primer grupo, y que también ejemplifica la potencia que pueden alcanzar las metáforas cruzadas en "Muerte sin fin":
¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano, [40]
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua, [45]
Pero, como si obedeciera al mismo impulso modernista de Rubén Darío, que lo llevó a abrir el repertorio métrico del soneto, Gorostiza introduce en la silva otros versos, sobre todo pentasílabos, como en el inicio de la oración anterior a la que acabo de citar, es decir, de la cuarta:
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo, [30]
El uso de los pentasílabos incorpora también, si bien apenas insinuados, efectos que caracterizan una forma de poesía surgida en otras latitudes y otros tiempos, el verso blanco de Marlowe, Shakespeare y Milton. El último par de versos en el siguiente fragmento, el 13° y el 14° del poema, un pentasílabo y un heptasílabo, tiene una resonancia como tal, como unidad de dos, equivalente a la del endecasílabo previo, aunque suma doce sílabas:
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible, [10]
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
Como consecuencia de esa equivalencia, contamos el silencio después de "peso" como una sílaba más, lo oímos, lo que se logra en el verso blanco inglés por medio de la métrica de acentos.
De esta manera, Gorostiza, el autor del poema, reivindica una herencia secular, muestra que comparte las inquietudes recientes de otros americanos y nos hace ver que unas cadencias exploradas por poetas de distintas lenguas, que suponemos extrañas a la fonética del español, en realidad no nos son tan ajenas. Lo hace —retomemos el otro hilo— al tiempo que el yo del poema dice que al ver el agua uno se ve como el agua, que en el vaso alcanza plenitud.
Así, por gracia de la articulación precisa entre la sintaxis, la prosodia y la semántica, van mostrando, el autor, y diciendo, el yo, quiénes son. En su doble proceso de identificación, se van haciendo visibles los componentes de pensamiento que guardan los vocabularios de la muerte y la sustancia. Esta lectura del poema, esta realización que va cobrando conciencia de sí, está acompañada de preguntas del lector sobre el lugar desde el que habla el yo y sobre el carácter de sus parlamentos, que conducirán a otra, simple y precisa: ¿con quién habla?
De la misma manera, en los siguientes cinco grupos, cada palabra aporta átomos, cada frase forma moléculas, cada verso crea uniones estructurales. Se va construyendo así, desde adentro y desde abajo, un prisma a través del cual puede el lector mirar la luz analizada de la conciencia y en cuyas aristas puede ver también el brillo fugaz de la fe. Si nos asomamos a su interior, advertimos que unas caras se reflejan en otras y al reflejarse crean horizontes, abanicos, poliedros, laberintos: es un caleidoscopio de lenguaje.
En esos grupos, el yo del poema va exponiendo gradualmente, desglosando, una idea original y profunda: el ser, del cosmos, de la vida, de la inteligencia, es el movimiento constante hacia la forma, y el ser pleno es el que ha alcanzado la forma. Esta idea es acompañada, en cada grupo, por otra, a saber, por las siguientes:
{2} Quizá Dios (con mayúscula y sin artículo) sea un vaso de tiempo que nos sostiene.
{3} Eso no puede asegurarse porque el alma lo único que percibe es la alegría de la presencia de Dios.
{4} Y el núcleo de esa alegría no es sino un sueño.
{5} Es un sueño que se mira y sueña su repetición.
{6} Y la inteligencia es una con su dios.
En otras palabras, el dios que concibe la inteligencia es, como ella, estéril; y el verdadero Dios es inefable. Estas ideas tienen una implicación que no es dicha; más bien, se muestra en el tratamiento, en la forma de ser del poema. Por los ecos de unos versos sobre otros, por sus matices, por el tono general que sus melodías y sus ritmos le confieren, el reconocimiento de la limitación de la inteligencia se nos presenta, se nos ofrece, como una prueba de que la conciencia es el producto de aquello que apenas adivina. Aquí, el poema es una loa a la grandeza de Dios, y así termina la primera parte: ¡ALELUYA, ALELUYA!
Esta alabanza jubilosa subyuga las dudas que se prefiguran en los grupos {3}, {4} y, sobre todo, {5}: ¿si la conciencia se crea a sí misma, tiene Dios los atributos que nuestra teología le confiere? En otras palabras, con la expresión de emoción religiosa, el poema adquiere la tonalidad de una ratificación de fe, lo más cercano a un testimonio de conversión que es posible para alguien que ya es creyente.
En el trayecto hacia tal esbozo del carácter del poema, el lector ha encontrado parte de las respuestas a sus preguntas sobre su emplazamiento. Ha aprendido que las personas dentro del círculo del habla son tres, como los pronombres, como siempre. Sabe ya también que el yo que habla está en una habitación donde hay una silla, un calendario, un tintero, quizá el estudio del poeta. Esa resolución parcial de las interrogantes, precisamente por ser incompleta, ratifica la vigencia de éstas.
La segunda parte del poema es una serie de diez cuartetos, en la que se intercalan, después del tercero, el sexto y el noveno, tres pares de versos. Todos, los cuartetos y los pares, están compuestos por versos de cinco y siete sílabas. Si bien hay aquí, por esta métrica, una consonancia con los grupos de la primera parte del poema, la serie es claramente distinta, por la cardinalidad sistemática y por la carencia de endecasílabos. Además, el segundo y el cuarto verso de cada cuarteto riman entre sí.
Cree uno adivinar que, como en la comedia española, el cambio en la versificación señala un cambio de escena y de tono. Entonces, pensamos, ésta es una posible respuesta a nuestra pregunta sobre el carácter del poema: se trata de un libreto.5 Lo confirmaremos pronto; entre el penúltimo y el último cuartetos hay una línea con una palabra entre corchetes, que indica movimiento, es decir, una acotación escénica.6 La palabra es: "baile". Se pregunta uno si, en consecuencia, el yo del poema es un personaje: seguimos interrogando al texto y nos seguimos observando en nuestra lectura.
El espíritu de los cuartetos es el de la poesía corta japonesa, los hai-kú, que emulaba, o mejor, adoptaba, José Juan Tablada: captar un instante de percepción de la naturaleza y dar una expresión objetiva a la emoción que lo acompaña. Es casi con seguridad, advertirá el lector, que por eso da el autor al personaje las combinaciones de pentasílabos y heptasílabos: son como los tercetos de Tablada, con un verso adicional, con una coda, y ya había Tablada, en sus experimentaciones, descubierto que ese hai-ku castellanizado y mexicanizado era idóneo para objetivar la admiración de la naturaleza.
Para ilustrar la maestría con que se logran los objetivos de aligerar la lectura y mostrar el gozo del alma por la naturaleza sin hacer presente al alma, cito el séptimo cuarteto:
Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana. [230]
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!
La segunda parte tiene otros dos propósitos. Primero, nos muestra al personaje interpelando al agua, en el segundo verso del primer cuarteto. Al ser ella un interlocutor que no habla, y por lo tanto no tomará parte en el diálogo propiamente, éste tiene el valor del monólogo shakespereano. El personaje es alguien que puede ser observado aún en lo más íntimo de sus pensamientos, alguien que el autor puede observar y que, seguramente, ha estado observando durante el detenido proceso de escritura del poema. Se trata de un personaje que él, Gorostiza, nos muestra para que nosotros también lo podamos ver y oír.
Ver el poema como una escenificación conducirá a algunos lectores curiosos, acaso en las pausas de una segunda lectura, a recordar o a indagar que la palabra "proverbio" tenía entre sus acepciones aquella de obra dramática cuyo objeto es poner en acción una enseñanza repetida tradicionalmente.
En segundo lugar, los objetos cuya percepción se capta en los cuartetos son contrastados con el agua en los pares intercalados. Nos dicen que ésta es incolora, inodora e insípida. Parecerían expresar lo que diría alguien que dudara de los planteamientos iniciales del poema, los que le confirieron su gran impulso: ¿qué puede aportar a la comprensión de uno el compararse con el agua?
El personaje que habla y dice los grupos de versos de la primera escena, continúa hablando en la segunda, pero ya no es quien dice. Más bien, presta su palabra, la otorga, literalmente, a cualquiera que pudiera no estar de acuerdo con lo que ha dicho y se interesara en rebatirlo, quizá a alguno de nosotros, los lectores que pronunciamos las palabras. Entonces, sí, una de las pretensiones del texto es la de aproximarse a la verdad de la manera en que lo hace quien busca convencer, no sólo a su destinatario directo, sino a terceros. Se trata de un monólogo de razones, más que de motivos.
Después de este acto, de este periodo de solaz que anunciara el segundo proverbio, tenemos una nueva silva, de 378 versos agrupados en 13 grupos, que numeraríamos del 8 al 20, si continuáramos con la secuencia de la primera parte. Cada uno de estos grupos plantea, nuevamente, una serie de ideas que se unen en una aseveración principal. Por ejemplo, en el octavo grupo se afirma que al agua no le basta idolatrar al vaso donde encuentra su fulgor: quiere verse y oírse.
En el undécimo, dice que la forma se transfigura hacia lo informe. En el decimoquinto, que cuando ello ocurre, el hombre descubre que el lenguaje se sofoca. En el decimoctavo, que todo se consume cuando la forma pura alcanza la muerte. En el vigésimo, que el diablo es un ansia de trasponer esos límites.
Como en la primera parte, la energía de avance en esta tercera es la de la revelación semántica, la de los oxímoron y las metáforas cruzadas; su pulso es el de la música que integra cadencias seculares y ritmos modernistas; su articulación es producto de sintaxis y lógicas precisas, si bien complejas. Hay, aquí, guiños momentáneos a temas de otros poetas, como el de las responsabilidades paralelas del autor y el lector, de Baudelaire, o el de la relación entre el estilo y el contenido, de Mallarmé. Hay, ahora, señalamientos explícitos a los asuntos comunes con otros poetas, sobre todo los de sus contemporáneos mexicanos interesados en el formalismo y el surrealismo, y sobre todo los de Villaurrutia, como el de la "otra poesía" y el de los linderos entre el sueño y la vigilia.
Los grupos de esta tercera parte erigen otro prisma asombroso. En conjunto, recuperan una idea que se venía elaborando en la primera parte, al hacerlo descubren la duda que había quedado tapada por la loa a Dios y dan cuerpo a una tesis que es la contraparte de la conclusión del primer acto. La materia, la vida, la conciencia fluyen hacia la forma; su ser es un movimiento incesante hacia un punto estático. Por lo tanto, nunca alcanzan su perfección, y si la alcanzaran, se disolverían en la nada. Pero, entonces, este fluir, que es también la sustancia primaria y el modelo último de nuestro lenguaje, contraría el designio de Dios (que el mundo y la palabra sean). Luego, Dios ha muerto.
Si nos asomamos al interior del segundo prisma, no encontraremos ya ni despliegues de figuras, ni sólidos geométricos, sino un coloide informe de rasgos de significado desorbitados. Si intentamos mirar el fondo, sólo adivinaremos un vórtice que, como un hoyo negro del cosmos, atrae los cuerpos, la luz, el pensamiento; que amenaza devorar todas las distinciones. El vacío que así se anticipa sería el infierno de quien había encontrado en Dios la plenitud del sentido; como en un análisis filológico que opusiera "diablo" (diábolo) a "símbolo", el lugar del diablo se revela como el sinsentido absoluto, y a ese lugar se dirige el yo del poema.
Como producto paralelo, en la segunda parte se reúnen y profundizan ciertas ideas que tienden a ocurrir separadas y que tendemos a considerar como provenientes de cosmovisiones paganas, aunque aún hoy tienen vigencia en distintos ámbitos de la sociedad mexicana. De éstas, en el poema la idea eje es que la vida y la muerte son una dualidad. Alrededor de ella se plantea: (1°) que la vida y la muerte forman ciclos, una siguiendo a la otra; (2°) que la vida surge de la muerte, y la muerte, de la vida; (3°) que al vivir se está muriendo y al morir se está viviendo.
A la ley del devenir de la sustancia gobernado por la forma y a la idea paralela de la dualidad vida / muerte las acompañan reconocimientos, en forma de ecos o gestos a los ecos, de la paradoja autorreferencial de Epiménides7 y del vértigo argumental de Parménides contra la unidad de la pluralidad.8 Hay, también alusiones a las alusiones de esas paradojas en la prelación ontológica de la nada de Heidegger9 y, por supuesto, en la evolución recurrente de Nietzche.10
Plantear en el marco de esa ley y esas ideas la tesis de la muerte de Dios y representar el infierno que implicaría esa tesis es equivalente a aceptar la tesis y a decir que se acepta con conocimiento de sus consecuencias y en plenas facultades.11 Como acto de la voluntad, es un recuento, una declaración y una disposición última, como las que se profieren en el lecho de muerte. Se trata de una renuncia a la fe y de un rechazo al núcleo de la teología que proveyera el lenguaje para examinar la fe. Hay, no obstante, un reconocimiento a esa teología, una expresión de gratitud por ese lenguaje, y en ese lenguaje. La tercera parte termina como la primera: ¡ALELUYA, ALELUYA!
Eso es lo que Gorostiza, con el título y los proverbios, anunciaba que necesitaba decir. Eso es lo que el yo del poema asume. Esto es lo que se nos ofrece como lectores, para que lo juzguemos cual argumento y nos observemos al juzgarlo. Esto es lo que hemos pronunciado como público, para que lo oigamos cuanto canto y al oírlo veamos a la forma cobrar conciencia de sí. Es, ello, lo que requería los desgloses dinámicos de la muerte y de la sustancia.
Tenemos un poema que sólo pudo haberse escrito en el siglo XX. Como en las pruebas de algunos teoremas matemáticos, antes la humanidad no contaba con un acervo que lo hiciera posible. Tenemos una obra que logra algo muy raro, algo que pocas veces se proponen los literatos: dos clímax.12 Seguramente, ambos, el de la confirmación y el de la renuncia, sólo podrán experimentarse plenamente, en su singularidad y en su unidad, al leer todo el poema. Pero quizá una selección de algunos fragmentos de la primera parte y algunos de la tercera pudiera brindar aquí un indicio de su efecto. De la primera, yo escogería los siguientes:
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño [215]
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga, [220]
...
Pero el ritmo es su norma, el solo paso, [227]
...
así, aun de su cansancio, extrae [229]
...
largas cintas de sorpresas [231]
...
hasta que —hijo de su misma muerte, [234]
...
siente que su fatiga se fatiga,
...
y sueña que su sueño se repite,
...
muerte sin fin de una obstinada muerte, [240]
...
¡OH INTELIGENCIA, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo! [255]
Finge el calor del lodo,
...
y permanece recreándose en sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
...
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, ... [284]
...
con Él, conmigo, con nosotros tres; [295]
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
...
¡ALELUYA, ALELUYA!
De la segunda parte, éstos:
Pero el vaso [502]
—a su vez—
cede a la informe condición del agua
a fin de que —a su vez— la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
...
se pueda sustraer al vaso de agua; [510]
un instante, no más,
...
cuando la forma en sí, la pura forma [514]
se abandona al designio de su muerte
...
PORQUE el hombre descubre en sus silencios [588]
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
...
deshacen su camino hacia las algas; [596]
...
cuando todo —por fin— lo que anda o repta [617]
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
...
y todo cuanto nace de raíces, [645]
desde el heroico roble
hasta la impúbera
menta de boca helada;
...
se esconden en sus ásperas raíces [651]
y en la acerba raíz de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
...
cuando las piedras finas [677]
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
...
cuando la forma en sí, la forma pura, [694]
se entrega a la delicia de su muerte
...
mientras unos a otros se devoran [702]
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
...
donde el sueño no duele, [717]
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
...
¡ALELUYA, ALELUYA! [726]
En la cuarta parte del poema hay, nuevamente, otra versificación. Consta de cuatro grupos. Los tres primeros están formados por 14 versos cada uno, todos de ocho sílabas, uno de los metros más populares, el de las coplas, el del corrido. Después de ellos hay una acotación escénica, la misma, repetida, de la segunda parte: "baile". Adquiere ahora mayor fuerza, pues nos hace recordar que en la Edad Media en Europa, y sobre todo en España, muchas veces se empleaba la danza para representar lo diabólico o los efectos de lo diabólico.
Finalmente, hay un grupo de seis versos, igualmente octosílabos. Esta parte es una especie de epílogo. Resume la grave pasión de la renuncia, retrata lo que quedó y narra las consecuencias, el desenlace. Al empezar, el personaje dice "Tan-tan", como para hacernos oír a los lectores el toquido de una puerta que él está oyendo. Pregunta, entonces, "¿quién es?" Y responde, como prestando su voz a alguien que estuviera detrás de la puerta: "el diablo". Termina pintando a la muerte como un personaje mundano, y nos revela que es ella la otra persona en su círculo de habla:
Desde mis ojos insomnes [790]
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
Cuando leo estos versos, yo no puedo dejar de ver, en la imaginación, grabados como los de José Guadalupe Posada o diablos y calaveras de papel maché como los que se venden en México al terminar la Semana Santa para hacerlos explotar con fuegos artificiales, y que genéricamente llamamos "Judas".13 Tampoco puedo dejar de sonreír al pensar en el estudio del poeta que se convierte, como en un sueño, en la habitación donde está su lecho de muerte y, luego, en la esquina de un salón de baile, quizá como los de la colonia Obrera de la ciudad de México.
Es claro que ver esas imágenes u otras es algo que Gorostiza deja a cada lector; él prefirió no emplear ninguna directamente.14 De cualquier modo, se queda uno cavilando si el libreto no será más bien el de una ensoñación, en la que el personaje se desliza casi imperceptiblemente de un espacio a otro.
Se completan aquí las claves que faltaban para definir el texto. El personaje es una proyección del poeta. Es como ve él que sería al llegar a la muerte. Es la manera que tiene de poner frente a sí la confesión que hará, no a Dios, sino a la propia muerte, lo que será confesarse ante sí mismo. Es la forma que ha logrado dar a su renuncia a la fe, para poder juzgarla como si fuera la de una tercera persona y como la juzgaríamos otros.
Con esta escenificación, José Gorostiza nos dice: "Soy un mexicano del siglo XX, que reconoce su tradición teológica y ama su tradición poética; que se interesa en la poesía y el pensamiento universales; que se dispuso a pensar por cuenta propia, y que ha dejado de creer en Dios. Aquí estoy. Aquí están mis razones y mis emociones." Lo dice de la mejor manera en que pueden ser mostrados el acervo y el potencial de significados de la lengua: por medio de la poesía.
REFERENCIAS
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Notas
1 En nuestro país, han tratado acerca de este texto, Alfonso Reyes, Alí Chumacero, Evodio Escalante y David Huerta, entre otros; estudiosos de la literatura, como Guillermo Sheridan y Tarcisio Herrera; y autores que son escritores y estudiosos de la literatura, como Vicente Quirarte. Lo han considerado también filósofos, como Jaime Labastida y Humberto González Galván, al igual que filólogos y lingüistas, como Edelmira Ramírez y Margarita Palacios. Todos lo han valorado en forma superlativa. El poema es relativamente poco conocido fuera de aquí; pero quienes lo han comentado en otros países, como sus traductores Mordecai Rubin, estadounidense, y Fernand Verhesen, belga, lo han comentado de manera igualmente elogiosa.
2 Éste es, con algunas adiciones, un texto presentado en el seminario de investigación esp 6941 del Departamento de Literatura y Lenguas Modernas de la Universidad de Montreal, el 14 de marzo de 2008. Lo que he agregado es de dos órdenes. Se trata, por una parte, de observaciones que no incluí en la presentación para mantener su duración dentro de lo razonable; consta, por la otra parte, de respuestas a comentarios que Monique Sarfati-Arnaud y Javier Rubiera hicieron entonces, como parte de un diálogo con diversos participantes. Agradezco al departamento la invitación a exponer en el seminario y a todos los colegas sus aportaciones, que desafortunadamente no podría recoger cabalmente por ahora. Este trabajo forma parte de una serie de cuatro estudios sobre textos literarios, dos de los cuales ya han sido publicados: "Locos, muertos y ánimas en Pedro Páramo: los lugares de sus voces como rasgos de identidad" y "Tú, llama Hamlet a sí: una reflexión sobre las transposiciones pronominales" (El '"tercero": fondo y figura de las personas del discurso, R. Montes y P. Charaudeau (coord.), 45-55, 2009.
3 Aunque es obvio que así ocurre, explicar de forma precisa cómo se determina la referencia de cada uno de esos "yo" merece un esfuerzo especial, porque el proceso es revelador de los acoplamientos entre el sistema de la lengua y el sistema del habla; pero ello requiere un tipo de análisis y una reflexión teórica propios de otro tipo de artículo. Ésa es la materia del trabajo al que hago referencia en la nota 2.
4 Para facilitar la ubicación de los versos, he numerado ciertas líneas con cifras entre corchetes. Al respecto de esto, como de la disposición espacial del poema, me refiero al formato del poema en la antología de Gorostiza. Lo que digo es esencialmente válido para otras ediciones impresas o electrónicas cuidadosas.
5 La idea no parecerá descabellada, si se piensa que en sus primeros años de escritor Gorostiza creó obras de teatro sintético y si se advierte que, aunque las preocupaciones que las animaban eran sobre todo las de la denuncia social, al menos en la que aún se conserva, Ventana a la calle, se expresan ya dudas teológicas importantes (si bien en otro tono).
6 Reforzarían la tesis una vuelta sobre temas visitados arriba, como la construcción de un escenario para el habla, y la consideración de temas que he dejado fuera de este artículo, como el valor de la iluminación en la representación.
7 Epiménides puso en aprietos a los lógicos griegos cuando afirmó que todos los cretenses eran mentirosos y no se podía aceptar lo que decían, porque él mismo era cretense. La paradoja que no podían resolver, y de la cual posteriormente se han derivado variantes simplificadas como "esta afirmación es falsa", se produce porque la expresión referencial apunta a sí misma. Las afirmaciones de Muerte sin fin acerca de la forma a veces se confirman y a veces son refutadas paradójicamente en sí mismas, porque para este poema el ser de la poesía y el del propio lenguaje están sujetos a las leyes de la forma.
8 De acuerdo con el diálogo de Platón de mayor dificultad filosófica, cuyo título ha sido traducido como Parménides o De la forma y como Parménides o De las ideas, Parménides hace ver a Sócrates que el valor de la noción de forma radica en que conjuga la unidad y la pluralidad, pero que de esa conjunción resultan conclusiones absurdas. En torno a esta tesis central, por medio de un análisis detallado y exhaustivo sobre la lógica de la semejanza, pone en duda mayúscula nuestros principios ontológicos y epistemológicos. Su argumento principal es que, si decimos que dos objetos particulares son semejantes porque comparten la misma forma, entonces uno de ellos y esa forma tendrán que ser semejantes porque comparten una forma, más pura que aquélla; pero esto conduce a una serie infinita, imposible. De aquí se deduce que la pluralidad es ilusoria, irreal. Los planteamientos de Gorostiza expresan el mismo tipo de reflexiones y les añaden una dimensión dinámica, como se ha señalado en el presente artículo. La profundidad y complejidad que resultan son inéditas. Al mismo tiempo, su conclusión es más modesta y más humana: no es que la diversidad del cosmos no exista, sino que la teología que le ha permitido apreciarla entraña una cosmogonía falsa.
9 Parménides ponía en duda que pudiera afirmarse que algo no existe, porque tal afirmación sería acerca de ese algo, y si ese algo no existe entonces no se puede verificar ni refutar predicado alguno que se le atribuya (incluyendo el de la existencia), es decir, la predicación no tiene sentido. Heidegger, en una especie de continuación de este argumento, plantea que la negación lógica produce sentido cuando lo que se niega es algo que podría afirmarse positivamente y que, por lo tanto, la nada no se concibe como el opuesto del todo o como el opuesto de algo, ni tampoco como el opuesto de la existencia; más bien es un concepto primario, que no se deriva de otros, sino de ciertas emociones, en particular el miedo (o la angustia). Entonces, la reflexión filosófica acerca de la existencia, y de otros temas cardinales, no puede incluir propiamente la consideración de ese concepto, el de la nada, sino que debe suponerlo. En la primera silva de Muerte sin fin, el ser se distingue de la nada porque se orienta hacia la forma; en la segunda, la nada es el origen al que regresa el ser.
10 Como lo ha señalado César González, la teología cristiana crea un tiempo lineal cuando pone en su centro la vida irrepetible de Jesús. Nietzche y Gorostiza oponen a ella una cosmogonía de ciclos.
11 Sería un ejemplo de soberbia soslayar que Gorostiza coincide con Nietzche, no sólo en oponer la cosmogonía cíclica a la teología lineal, sino también en plantear la duda teológica en función del fracaso del proyecto divino, y sería una insensatez decir que las coincidencias son casuales. Gorostiza reconoce la profundidad y la originalidad del pensamiento de Nietzche al expresar la inexistencia de Dios como una muerte, en lugar de una ausencia inicial, que es la forma común del planteamiento. Pero sería, no un abuso, sino una mera ocurrencia, sugerir que las actitudes de Gorostiza convergen con las de Nietzche, y que el poeta, como el filósofo, se ha empeñado en un cuestionamiento muy inteligente de la razón. El carácter, las pretensiones de validez y la conclusión de "Muerte sin fin" son signos inequívocos y convergentes de una valoración positiva del razonamiento.
12 Por esta razón, en ocasiones se han suscitado controversias irresolubles sobre Muerte sin fin; algunos afirman, por ejemplo, que se trata de un poema optimista, mientras que otros afirman que es uno pesimista; para algunos es místico y para otros blasfemo. En tales debates, es común que uno de los sustentantes trate de aquello que conduce al primer clímax como si lo estuviera haciendo de todo el poema y otro de aquello que conduce al segundo clímax de la misma manera. Por el desfase temático, sus argumentos resultan inconmensurables (aunque ambos pueden ser parcialmente válidos).
13 Como lo argumenta Claudio Lomnitz en Idea de la muerte en México, la familiaridad con la muerte, representada por un esqueleto, en ocasiones mordaz, muchas veces jocoso y generalmente juguetón, es una de las tres grandes construcciones simbólicas que hacen presente el pasado atávico y dan cuerpo al contrato social de los mexicanos, es decir, un "tótem". (Según él, las otras son la filiación con la "virgen morena" y el compromiso de Benito Juárez con la razón y la ley.)
14 Cabe pensar que evitar tales figuraciones fue una decisión del poeta y que resultó de una reflexión seria, que expresa una toma de posición; no podría explicarse en función de alguna obediencia a una poética que rechazara de manera general plasmar lo que se mira o se imagina, y menos como una omisión involuntaria. Más aún, parece hacer deliberadamente eco de planteamientos de Cuesta sobre el abuso del nacionalismo y contra el uso de estereotipos en el arte posrevolucionario, los cuales, se ha difundido con cierta amplitud, fueron cuestionados por Paz en sus inicios como escritor y después defendidos por él mismo, precisamente al elogiar Muerte sin fin. Para él, se revelaba como más valioso explorar las profundidades del alma mexicana y las opciones de sentido del ser humano universal que reeditar los signos de lo popular que se apropiaba el régimen de partido hegemónico.
Información sobre el autor
Fernando Castaños. Tiene una licenciatura en física, otorgada por la Universidad Nacional Autónoma de México, una maestría en lingüística aplicada, por la Universidad de Edimburgo, y un doctorado en educación, por la Universidad de Londres. Castaños se ha dedicado a las actividades académicas desde 1976. Actualmente tiene un nombramiento de investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales, IIS, de la UNAM, donde realiza estudios sobre la naturaleza del discurso y sobre la democracia deliberativa. Sus esfuerzos de investigación se concentran en la formulación de principios ontológicos, epistemológicos, teóricos y metodológicos que puedan conformar el eje de una ciencia del discurso.
jueves, 21 de mayo de 2015
G. K. Chesterton sobre William Blake y otros temperamentos.
El formidable ensayo de G. K. Chesterton sobre William Blake —que ocupa la primera mitad de este libro— es una pieza crítica clave de la literatura del siglo xx: el autor de El hombre que fue jueves repasa allí, con inimitable agudeza y originalidad, la vida y la dilatada obra pictórica y poética del genial artista inglés, a la vez que nos propone una discusión en torno al arte de la biografía, a la historia religiosa y mágica de Occidente, y a las relaciones entre temperamento artístico, locura y mística, todo ello sin dejar de revelarse, a cada paso, como un luminoso humorista, un heterodoxo moralista y un maestro del aforismo. Junto a ese ensayo, el libro reúne una serie de comentarios biográficos sobre otros personajes cuya vivisección a manos de Chesterton sólo podía producir pequeñas obras maestras: Lord Byron, Charlotte Brontë, William Morris, Robert Louis Stevenson, Francisco de Asís, Girolamo Savonarola y Lev Tolstói. En su mayoría, los textos nacieron como reseñas de libros que el propio escritor contribuyó a olvidar, erigiéndose, como era su costumbre, en un juez extraordinariamente lúcido —y también insólitamente divertido— de lo bueno y de lo superior. Estas páginas son una. muestra del mejor Chesterton, un autor al que el paso de los años sólo ha conseguido engrandecer, confirmando lo que Jorge Luis Borges anotó sobre él: `Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo`.
Fuente: n.n.
miércoles, 20 de mayo de 2015
Horacio Castellanos Moya. Baile con serpientes. Novela.
Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras 21 de noviembre de 1957) es un escritor y periodista salvadoreño. Aunque nacido en Honduras, su familia era de El Salvador, país al que regresaron en la infancia del escritor. Castellanos realizó sus estudios de primaria y secundaria en el marista Liceo Salvadoreño de San Salvador. En 1979 tuvo que abandonar la Universidad de El Salvador, donde cursaba Letras desde 1976: debido a la situación de convulsión social que vivía el país, se exilió en Toronto, Canadá. Se estableció en Costa Rica en 1980, pero al año siguiente se trasladó a México donde vivió hasta 1992. En este período que coincidió con la Guerra Civil de El Salvador, trabajó en la Agencia Salvadoreña de Prensa (Salpress).
Su primera novela `La diáspora`, ganó el Premio Nacional de Novela 1988, de la Universidad Centroamericana `José Simeón Cañas`. Durante su exilio en México, trabajó como redactor de los diarios `El día` y `Excelsior` de la Ciudad de México y como corresponsal del periódico hispano `La Opinión` de Los Ángeles, California. En 1992 regresó a El Salvador, pero en 1999 se trasladó a España y desde 2001 residió nuevamente en la Ciudad de México. Entre 2004 y 2006 vivió en Fráncfort, por la invitación del programa `Cities of Asylum` de dicha ciudad.
Fuente: N.N.
BAILE CON SERPIENTES de Horacio Castellanos Moya es una obra delirante. Escrita con una fuerza demencial que pocas veces he leído. Es una novela portentosa, novela límite entre novela negra, policíaca y psicológica. Creo que en el ámbito centroamericano pocos autores poseen la audacia y la capacidad creadora de Castellanos Moya. J. Méndez-Limbrick.
"Un buen día aparece estacionado en una calle de la ciudad un Chevrolet amarillo de los años cincuenta. En ese coche vive Jacinto Bustillo, un indigente hosco y harapiento que despierta las suspicacias de los vecinos. Uno de ellos, llamado Eduardo Sosa, decide averiguar quién es Jacinto y cómo ha llegado a esa situación. Quizá por la soledad que lo rodea, el indigente acaba resignándose a la compañía de Eduardo Sosa y le permite inmiscuirse en sus miserables jornadas y averiguar cómo se gana la vida. Pero, de pronto, Jacinto muere degollado en el curso de una reyerta. Del interior del Chevrolet emergen entonces unas peligrosas serpientes que, sumidas en un frenesí de destrucción, siembran el terror en un crescendo imparable que tendrá en vilo a toda la ciudad y traerá de cabeza al subcomisionado de policía Lito Handal y a la reportera Rita Mena".
Fuente: N.N.
(Fragmento. Baile con seerpientes. Novela).
Y entonces, de repente, cuando recién apagaba el cigarrillo y me disponía a dormir, en esa grata duermevela, sentí aquellas viscosidades untándose a mi cuerpo, deslizándose lenta, asquerosamente. El terror me paralizó. No cabía ninguna duda: eran culebras, serpientes quién sabe de qué clase, que habían estado escondidas en las ranuras del auto. Permanecí inmóvil, tratando de controlar mi corazón desbocado, de aclarar mi mente, de no dejarme vencer por el horror. Distinguí por lo menos media docena de ofidios que reptaban sobre mi pecho, alrededor de mis piernas, uno de ellos pasaba ahora por mi cuello, bajo mi oreja izquierda. Intenté controlar mi respiración. ¡Claro!: eran las mascotas de don Jacinto… Si lograba controlarme un par de minutos más, si me concentraba profundamente para que ellas sintieran mis vibraciones y comprendieran que yo era el nuevo don Jacinto, entonces estaría salvado, y el susto de mi vida se transformaría apenas en el gesto de saludo que un grupo de mascotas rendían a su nuevo amo. Y así fue. Estuve como cinco minutos inmóvil, sintiéndome don Jacinto, pensando que la navaja cacha color hueso que portaba en mi bolsillo había sido una especie de escalpelo gracias al cual había abierto tremenda hendidura para penetrar al mundo en el que quería vivir. Poco a poco las serpientes fueron abandonando mi cuerpo, pero aún me quedé quieto otro rato hasta que estuve seguro de que la vida comenzaría a suceder como yo me lo proponía. Enseguida me incorporé, encendí una cerilla y busqué el quinqué. Ahí estaban, ellas, las malditas, cada una en su sitio, enroscadas, observándome. Encendí un cigarrillo. Empecé a murmurar, a decirles, a contarles que el viejo mugroso se había transmutado en quien ahora les hablaba. Me entendían, por supuesto. Lo pude ver en sus ojillos, en la manera como una de ellas agitó la lengua cuando le hablé de frente. Me dije que tenía que ponerles nombre, aprender a reconocerlas. Me pregunté cómo carajos habría hecho don Jacinto para conseguir y domesticar a esas serpientes. La que estaba a un lado del pequeño taburete podría haberse llamado Beatriz, como la tendera, tenían algo en común, claro, pero que a esas alturas de la noche, con las acumulaciones de fatiga, yo no estaba en condiciones de descubrir. Ahora que me sabía dueño de la cabina, amo de esa temible tripulación, podría descansar, tranquilo, como me lo merecía, hasta que mañana corroborara que no había habido sueño sino el despertar absoluto.
Al día siguiente abrí los ojos con temor a encontrarme en la habitación del apartamento de mi hermana Adriana, de constatar las alucinaciones de mi imaginación enfebrecida. Pero lo que estaba sobre mis ojos era el techo herrumbroso del Chevrolet amarillo. Antes de hacer cualquier movimiento, recordé los ojillos criminales de Beatriz, el deslizamiento viscoso untado a mi cuello. Al rato me incorporé. No estaban por ningún lado; evidentemente les gustaba la noche. Yo no me pondría a hurgar: sabía que ellas se encontraban ahí, aparecerían cuando les diera la gana, fuera de mis previsiones, insolentes, obedientes sólo a lo que yo había heredado de don Jacinto. Por eso, una vez que me sentí a mis anchas en la cabina, decidí quitar el cartón que cubría el parabrisas, metí la llave en el arranque, insistí hasta que el motor tosió con el mínimo entusiasmo. Puse el pequeño taburete frente al volante, encendí el cigarrillo matutino y me dije que la Niña Beatriz tendría un día placentero gracias a mi esfuerzo, a mi voluntad de tomar la estafeta que don Jacinto había dejado a la deriva. Y ahí íbamos, radiantes, avanzando a toda máquina —el Chevrolet amarillo, las serpientes y yo—, ganosos de llegar a otras zonas de la ciudad, donde iniciaríamos una nueva aventura.
Me dirigí al centro comercial más grande de la ciudad, al que contaba con un vasto estacionamiento en el que el Chevrolet amarillo podría pasar inadvertido. Me ubiqué en el corazón mismo de aquel espacio repleto de autos, donde los vigilantes no tenían por qué venir a molestarnos. Puse de nuevo el cartón para cubrir el parabrisas, encendí el quinqué, extraje el fajo de papeles que había en la guantera con el propósito de descubrir mayores detalles sobre la vida de don Jacinto: encontré la tarjeta de circulación, una licencia de conducir, recibos viejos, una agenda destartalada, un fajo de cartas y un par de recortes de periódicos. El tipo apenas tenía cuarenta y dos años de edad, la casa de su esposa estaba ubicada en una colonia acomodada, y las cartas habían sido remitidas por una tal Aurora, que, a primera vista, parecía haber sido su amante. Me disponía a adentrarme en esas misivas, con la fruición del curioso, cuando percibí movimientos en un rincón de la cabina: aparecieron casi al mismo tiempo, reptando a mi alrededor, pero sin agresividad, incluso diría que con cierto recato, y eran tan sólo cuatro, no la media docena que yo había pensado. Ahora distinguí con mayor precisión sus peculiaridades como para que de una buena vez les pusiera nombre: Beti era la rolliza de ojos taimados; Loli sería una delgada de movimientos tímidos, casi delicados; Valentina, con su piel tornasolada, exhalaba sensualidad; y Carmela, en su pequeñez, tenía un toque misterioso.
—Buenos días, muchachas —las saludé.
Me repantigué sobre la manta para seguir con la lectura de las cartas. En eso descubrí, con regocijo, la reserva de aguardiente que me había heredado don Jacinto. Me empiné una botella, encendí otro cigarrillo y comencé a leer. La historia era el típico romance entre el jefe contable y su secretaria, ambos casados, él ya maduro y ella en la flor de la edad.
—No puede haber sido sólo una telenovela. Algo más de fondo, más contundente, tuvo que haberle pasado al pobre de don Jacinto —dije, dirigiéndome a Beti. Ella irguió su cabeza plana, aguzó aún más los ojillos, hizo vibrar su lengua bífida y dijo:
—La mataron…
—¡Cómo!… —exclamé, sorprendido porque ellas ya supieran toda la historia.
—La mató el marido cuando descubrió que ella lo traicionaba con don Jacinto —detalló Beti.
Me zampé otro largo trago. Regresé las cartas y demás documentos a la guantera; mejor que ellas me revelaran la historia que don Jacinto les había contado.
—La mandó a matar —aclaró Valentina, sin moverse, tendida cuan larga era desde bajo el volante hasta la parte trasera de la cabina.
De pronto me di cuenta de que estaba sudando, copiosamente. Afuera quizás ya era mediodía, por el calor achicharrante.
—Nunca nos contó los detalles —dijo Beti—. Sólo decía que el marido la había mandado a matar a través de un ladrón cualquiera…
Ésa era la culpa que cargaba don Jacinto, pensé.
—Pero eso no fue todo —murmuró Loli, sin desenroscarse, la indignación en el tono—. El marido les hizo saber toda la historia a la mujer y a la hija de don Jacinto, incluido el crimen, para terminar de destruirlo…
Fue cuando escuché que alguien rondaba el auto, golpeteaba la carrocería, se preguntaba de dónde habría salido semejante vejestorio. Sigilosamente moví un poquito el cartón que cubría la ventanilla del conductor: eran un par de vigilantes del centro comercial. Vaya lata. Lo mejor sería esperar a que se cansaran de estar bajo ese sol y se fueran a comer. Carmela se había puesto tensa, erguida sobre su cabeza, comenzaba a zumbar.
—Tranquila —le susurré—. Ya se van a ir.
Pero los tipos no se iban, sino que más bien hablaban de llamar a una grúa para sacar el auto del estacionamiento, porque una mugre de esa calaña desentonaba con los reglamentos del centro comercial, a tal grado que si algún directivo lo descubría ellos, los vigilantes, podrían ser amonestados.
Salí del auto.
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