miércoles, 20 de mayo de 2015

Horacio Castellanos Moya. Baile con serpientes. Novela.


Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras 21 de noviembre de 1957) es un escritor y periodista salvadoreño. Aunque nacido en Honduras, su familia era de El Salvador, país al que regresaron en la infancia del escritor. Castellanos realizó sus estudios de primaria y secundaria en el marista Liceo Salvadoreño de San Salvador. En 1979 tuvo que abandonar la Universidad de El Salvador, donde cursaba Letras desde 1976: debido a la situación de convulsión social que vivía el país, se exilió en Toronto, Canadá. Se estableció en Costa Rica en 1980, pero al año siguiente se trasladó a México donde vivió hasta 1992. En este período que coincidió con la Guerra Civil de El Salvador, trabajó en la Agencia Salvadoreña de Prensa (Salpress).

Su primera novela `La diáspora`, ganó el Premio Nacional de Novela 1988, de la Universidad Centroamericana `José Simeón Cañas`. Durante su exilio en México, trabajó como redactor de los diarios `El día` y `Excelsior` de la Ciudad de México y como corresponsal del periódico hispano `La Opinión` de Los Ángeles, California. En 1992 regresó a El Salvador, pero en 1999 se trasladó a España y desde 2001 residió nuevamente en la Ciudad de México. Entre 2004 y 2006 vivió en Fráncfort, por la invitación del programa `Cities of Asylum` de dicha ciudad.
Fuente: N.N.

BAILE CON SERPIENTES de Horacio Castellanos Moya es una obra delirante. Escrita con una fuerza demencial que pocas veces he leído. Es una novela portentosa, novela límite entre novela negra, policíaca y psicológica. Creo que en el ámbito centroamericano pocos autores poseen la audacia y la capacidad creadora de Castellanos Moya. J. Méndez-Limbrick.

"Un buen día aparece estacionado en una calle de la ciudad un Chevrolet amarillo de los años cincuenta. En ese coche vive Jacinto Bustillo, un indigente hosco y harapiento que despierta las suspicacias de los vecinos. Uno de ellos, llamado Eduardo Sosa, decide averiguar quién es Jacinto y cómo ha llegado a esa situación. Quizá por la soledad que lo rodea, el indigente acaba resignándose a la compañía de Eduardo Sosa y le permite inmiscuirse en sus miserables jornadas y averiguar cómo se gana la vida. Pero, de pronto, Jacinto muere degollado en el curso de una reyerta. Del interior del Chevrolet emergen entonces unas peligrosas serpientes que, sumidas en un frenesí de destrucción, siembran el terror en un crescendo imparable que tendrá en vilo a toda la ciudad y traerá de cabeza al subcomisionado de policía Lito Handal y a la reportera Rita Mena".
Fuente: N.N.

(Fragmento. Baile con seerpientes. Novela).

Y entonces, de repente, cuando recién apagaba el cigarrillo y me disponía a dormir, en esa grata duermevela, sentí aquellas viscosidades untándose a mi cuerpo, deslizándose lenta, asquerosamente. El terror me paralizó. No cabía ninguna duda: eran culebras, serpientes quién sabe de qué clase, que habían estado escondidas en las ranuras del auto. Permanecí inmóvil, tratando de controlar mi corazón desbocado, de aclarar mi mente, de no dejarme vencer por el horror. Distinguí por lo menos media docena de ofidios que reptaban sobre mi pecho, alrededor de mis piernas, uno de ellos pasaba ahora por mi cuello, bajo mi oreja izquierda. Intenté controlar mi respiración. ¡Claro!: eran las mascotas de don Jacinto… Si lograba controlarme un par de minutos más, si me concentraba profundamente para que ellas sintieran mis vibraciones y comprendieran que yo era el nuevo don Jacinto, entonces estaría salvado, y el susto de mi vida se transformaría apenas en el gesto de saludo que un grupo de mascotas rendían a su nuevo amo. Y así fue. Estuve como cinco minutos inmóvil, sintiéndome don Jacinto, pensando que la navaja cacha color hueso que portaba en mi bolsillo había sido una especie de escalpelo gracias al cual había abierto tremenda hendidura para penetrar al mundo en el que quería vivir. Poco a poco las serpientes fueron abandonando mi cuerpo, pero aún me quedé quieto otro rato hasta que estuve seguro de que la vida comenzaría a suceder como yo me lo proponía. Enseguida me incorporé, encendí una cerilla y busqué el quinqué. Ahí estaban, ellas, las malditas, cada una en su sitio, enroscadas, observándome. Encendí un cigarrillo. Empecé a murmurar, a decirles, a contarles que el viejo mugroso se había transmutado en quien ahora les hablaba. Me entendían, por supuesto. Lo pude ver en sus ojillos, en la manera como una de ellas agitó la lengua cuando le hablé de frente. Me dije que tenía que ponerles nombre, aprender a reconocerlas. Me pregunté cómo carajos habría hecho don Jacinto para conseguir y domesticar a esas serpientes. La que estaba a un lado del pequeño taburete podría haberse llamado Beatriz, como la tendera, tenían algo en común, claro, pero que a esas alturas de la noche, con las acumulaciones de fatiga, yo no estaba en condiciones de descubrir. Ahora que me sabía dueño de la cabina, amo de esa temible tripulación, podría descansar, tranquilo, como me lo merecía, hasta que mañana corroborara que no había habido sueño sino el despertar absoluto.
Al día siguiente abrí los ojos con temor a encontrarme en la habitación del apartamento de mi hermana Adriana, de constatar las alucinaciones de mi imaginación enfebrecida. Pero lo que estaba sobre mis ojos era el techo herrumbroso del Chevrolet amarillo. Antes de hacer cualquier movimiento, recordé los ojillos criminales de Beatriz, el deslizamiento viscoso untado a mi cuello. Al rato me incorporé. No estaban por ningún lado; evidentemente les gustaba la noche. Yo no me pondría a hurgar: sabía que ellas se encontraban ahí, aparecerían cuando les diera la gana, fuera de mis previsiones, insolentes, obedientes sólo a lo que yo había heredado de don Jacinto. Por eso, una vez que me sentí a mis anchas en la cabina, decidí quitar el cartón que cubría el parabrisas, metí la llave en el arranque, insistí hasta que el motor tosió con el mínimo entusiasmo. Puse el pequeño taburete frente al volante, encendí el cigarrillo matutino y me dije que la Niña Beatriz tendría un día placentero gracias a mi esfuerzo, a mi voluntad de tomar la estafeta que don Jacinto había dejado a la deriva. Y ahí íbamos, radiantes, avanzando a toda máquina —el Chevrolet amarillo, las serpientes y yo—, ganosos de llegar a otras zonas de la ciudad, donde iniciaríamos una nueva aventura.
Me dirigí al centro comercial más grande de la ciudad, al que contaba con un vasto estacionamiento en el que el Chevrolet amarillo podría pasar inadvertido. Me ubiqué en el corazón mismo de aquel espacio repleto de autos, donde los vigilantes no tenían por qué venir a molestarnos. Puse de nuevo el cartón para cubrir el parabrisas, encendí el quinqué, extraje el fajo de papeles que había en la guantera con el propósito de descubrir mayores detalles sobre la vida de don Jacinto: encontré la tarjeta de circulación, una licencia de conducir, recibos viejos, una agenda destartalada, un fajo de cartas y un par de recortes de periódicos. El tipo apenas tenía cuarenta y dos años de edad, la casa de su esposa estaba ubicada en una colonia acomodada, y las cartas habían sido remitidas por una tal Aurora, que, a primera vista, parecía haber sido su amante. Me disponía a adentrarme en esas misivas, con la fruición del curioso, cuando percibí movimientos en un rincón de la cabina: aparecieron casi al mismo tiempo, reptando a mi alrededor, pero sin agresividad, incluso diría que con cierto recato, y eran tan sólo cuatro, no la media docena que yo había pensado. Ahora distinguí con mayor precisión sus peculiaridades como para que de una buena vez les pusiera nombre: Beti era la rolliza de ojos taimados; Loli sería una delgada de movimientos tímidos, casi delicados; Valentina, con su piel tornasolada, exhalaba sensualidad; y Carmela, en su pequeñez, tenía un toque misterioso.
—Buenos días, muchachas —las saludé.
Me repantigué sobre la manta para seguir con la lectura de las cartas. En eso descubrí, con regocijo, la reserva de aguardiente que me había heredado don Jacinto. Me empiné una botella, encendí otro cigarrillo y comencé a leer. La historia era el típico romance entre el jefe contable y su secretaria, ambos casados, él ya maduro y ella en la flor de la edad.
—No puede haber sido sólo una telenovela. Algo más de fondo, más contundente, tuvo que haberle pasado al pobre de don Jacinto —dije, dirigiéndome a Beti. Ella irguió su cabeza plana, aguzó aún más los ojillos, hizo vibrar su lengua bífida y dijo:
—La mataron…
—¡Cómo!… —exclamé, sorprendido porque ellas ya supieran toda la historia.
—La mató el marido cuando descubrió que ella lo traicionaba con don Jacinto —detalló Beti.
Me zampé otro largo trago. Regresé las cartas y demás documentos a la guantera; mejor que ellas me revelaran la historia que don Jacinto les había contado.
—La mandó a matar —aclaró Valentina, sin moverse, tendida cuan larga era desde bajo el volante hasta la parte trasera de la cabina.
De pronto me di cuenta de que estaba sudando, copiosamente. Afuera quizás ya era mediodía, por el calor achicharrante.
—Nunca nos contó los detalles —dijo Beti—. Sólo decía que el marido la había mandado a matar a través de un ladrón cualquiera…
Ésa era la culpa que cargaba don Jacinto, pensé.
—Pero eso no fue todo —murmuró Loli, sin desenroscarse, la indignación en el tono—. El marido les hizo saber toda la historia a la mujer y a la hija de don Jacinto, incluido el crimen, para terminar de destruirlo…
Fue cuando escuché que alguien rondaba el auto, golpeteaba la carrocería, se preguntaba de dónde habría salido semejante vejestorio. Sigilosamente moví un poquito el cartón que cubría la ventanilla del conductor: eran un par de vigilantes del centro comercial. Vaya lata. Lo mejor sería esperar a que se cansaran de estar bajo ese sol y se fueran a comer. Carmela se había puesto tensa, erguida sobre su cabeza, comenzaba a zumbar.
—Tranquila —le susurré—. Ya se van a ir.
Pero los tipos no se iban, sino que más bien hablaban de llamar a una grúa para sacar el auto del estacionamiento, porque una mugre de esa calaña desentonaba con los reglamentos del centro comercial, a tal grado que si algún directivo lo descubría ellos, los vigilantes, podrían ser amonestados.
Salí del auto.

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