miércoles, 6 de mayo de 2015

En 10 puntos. Julio Verne. 20.000 leguas de viaje submarino.


1. Típica novela de aventuras. Sin mayores complicaciones de estructura, hace que  la historia sea de lectura fácil y entretenida.
2. La exposición de los acontecimientos de 20000 leguas de viaje submarino es sencilla:  A) Presentación de los hechos. B) Desarrollo. C) Conclusión. Esta forma lineal, esquemática y simple se mantendrá a lo largo de toda la obra y de cada aventura narrada. Esa es su forma mecánica de contar la historia.
3. Se le podría criticar que en ocasiones, las descripciones son demasiado abundantes, innecesarias y gratuitas. Sin embargo, Verne toma siempre como punto de apoyo o de pivote un acontecimiento histórico y en general científico para iniciar sus narraciones de aventuras, de ahí entonces cierta morosidad en el relato.
4. La  trama principal de la novela es quién es el capitán Nemo, su nacionalidad y la lengua en que se comunica con sus tripulantes en el Nautilus. E igual trama paralela a esta es si Aronnax, Conseil y el arponero Ned Land, lograrán escapar del Nautilus al ser capturados por el capitán Nemo luego de su derrota y, el hundimiento del Abraham Lincoln. Esta pregunta se mantendrá hasta la última página de 20.000,00 leguas de viaje submarino.
5. Un aspecto que se plantea la obra es lo moralmente aceptable por la sociedad, lo justo e injusto, ciencia vs moral. Desafortunadamente, solo obtenemos visos, meras sensaciones y conclusiones a estos planteamientos tan importantes.
6. Es una obra bien documentada, con conocimiento de los adelantos científicos de la época e igualmente de una gran imaginación.
7. Julio Verne es el típico narrador nato. En él la prosa es diáfana, limpia, depurada, legible. No ahonda en detalles de la acción narrada solo en cuanto a los aspectos científicos que siempre están aparejados con lo narrado. Tampoco es una novela psicológica, ni social.
8. En Verne, todo aspecto científico está fundamentado, racionalizado o al menos, se orienta a que así sea.
9. Más que literatura de Ciencia Ficción o Fantástica, podríamos hablar de literatura de anticipación y de aventuras. Verne se adelanta a su época siendo un visionario al crear en su novela un submarino como el Nautilus.
10. En su novela, el verosímil del relato, está completo, redondo, perfecto en su universo. Quizá por las razones anteriores Julio Verne nos sigue agradando como escritor.  J.Méndez-Limbrick.

martes, 5 de mayo de 2015

La nueva narrativa rusa: Vladimir Sorokin.


Vladimir Sorokin. (nacido 07 de agosto de 1955 en Bykovo, Óblast de Moscú) es un escritor y dramaturgo ruso,contemporáneo postmoderno, uno de los más populares de la literatura moderna rusa. En 1972 hizo su debut literario con una publicación en el periódico Za Kadry Neftyanikov.
Se formó como ingeniero en el Instituto de Moscú de petróleo y gas, pero se volvió hacia el arte y la escritura, convirtiéndose en una importante presencia en el metro de Moscú de la década de 1980.
Artista de talento multifacético formado en el ambiente de la vanguardia moscovita de los años 80, Sorokin fue pintor en sus inicios e ilustró una cincuentena de libros antes de dedicarse a la escritura. Su obra fue prohibida en la Unión Soviética, y su primera novela, La Cola, fue publicado por el famoso disidente Andrei Sinyavsky emigrado en Francia en 1983.
En 1992, Collected Stories de Sorokin fue nominado para el Premio Booker ruso, en 1999, la publicación de la controvertida novela Manteca de cerdo azul, que incluía una escena de sexo entre los clones de Stalin y Jruschov, dio lugar a manifestaciones públicas contra el libro y de las demandas que Sorokin ser procesado como un pornógrafo. En 2001, recibió el Premio Andrei Biely por sus sobresalientes contribuciones a la literatura rusa.
Sorokin es también el autor de los guiones de las películas de Moscú, El Kopeck y 4, y del libreto para niños de Rosenthal de Leonid Desyatnikov, la primera nueva ópera para ser comisionado por el Teatro Bolshoi desde 1970. Ha escrito numerosas obras de teatro y cuentos, y su obra ha sido traducida en todo el mundo. Sorokin vive en Moscú.

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En el siglo XVI, el déspota ruso Iván el Terrible estableció la oprichnina, una especie de estado de emergencia que otorgaba al zar poderes absolutos. Una ola de terror y de sangre invadió Rusia. Los oprichniks, todopoderosos integrantes de la guardia personal de Iván, llevaban a cabo su voluntad sembrando el miedo y la muerte… Todavía en el siglo XXI este período histórico ejerce una peligrosa fascinación.
El oprichnik de la Nueva Rusia, Andrey Komyaga, narra en primera persona su jornada. Su agenda es apretada: ahorcar al noble caído en desgracia, ocuparse de los asuntos amorosos de la Soberana… Desde su fanatizado punto de vista conoceremos la Rusia de 2027, aislada del resto del mundo por la Gran Muralla y gobernada con mano de hierro por el omnipotente Soberano, una sociedad sumergida en la increíble mezcla de pasado medieval y futuro tecnológico.
Vladimir Sorokin, el más provocativo y mordaz autor de la Rusia contemporánea, ha sido el único que se ha atrevido a reflejar en la literatura las alarmantes realidades políticas de la Rusia actual. El resultado es esta aturdidora novela, corta, concentrada, sarcástica. El carácter profético de la ucronía de Sorokin la sitúa al lado de las más angustiosas visiones de Orwell y Zamiatin.
Fuente:N.N.
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El día del opríchnik


Título original: День опричника - Den' oprichnika
Vladimir Sorokin, 2006
Traducción: Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira
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A Grigory Lukiánovich Skuratov-Belskiy
Apodado Maliuta

El sueño es el de siempre: ando por la ilimitada campiña rusa, que se extiende en sucesivos horizontes; veo al corcel blanco en lontananza, voy hacia él, lo presiento incomparable, el caballo de todos los caballos, bello, presto, de pie ligero; por mucho que me afane, no consigo alcanzarlo, acelero el paso, silbo, grito, lo llamo… De repente comprendo que en ese corcel está toda mi vida, toda mi suerte, toda mi esperanza, que lo necesito como el aire, corro, corro, corro tras él, y él, como siempre, se aleja pausado, impasible, sin hacer caso de nada ni de nadie, se va para siempre, se va de mí y de mi destino, se va por los siglos de los siglos, irremisiblemente, se va, se va, se va…
Me despierta mi parlante:
Latigazo: grito.
Otro latigazo: gemido.
Tercer latigazo: estertor.
Lo grabó Poyarok en la Intendencia Secreta mientras le apretaban las tuercas al gobernador de la región del Lejano Oriente. Esa música despertaría a un muerto.
—Komyaga a la escucha —digo acercando el frío parlante al oído todavía cálido del sueño.
—Salve, Andréy Danílovich. Korostylev al habla —brota la voz del viejo subalterno de la Intendencia de Asuntos Foráneos y, en un santiamén, al lado del parlante, en el aire, se me aparece su jeta bigotuda y nerviosa.
—¿Qué se te ofrece tan temprano?
—Me permito recordarle que esta noche se celebra la audiencia real con el embajador albano. Se mantiene convocada, pues, la docena circundante.
—Ya estaba al tanto —gruño irritado, aunque a decir verdad se me había olvidado por completo.
—Lamento importunarlo, pero debía ratificárselo. Lo manda el reglamento.
Dejo el parlante en la mesita. ¿A santo de qué viene el auxiliar diplomático a recordarme el consabido protocolo? Ah, sí… Olvidaba que los de embajadas se estrenaron hace poco como cooficiantes del lavatorio de manos. Sin abrir los ojos, me siento en el borde de la cama con las piernas colgando y, de un respingo, trato de sacudirme la resaca. Busco a tientas la campanita, la agito. Del otro lado de la pared se oye cómo Fedka salta del banco de la estufa, trajina, hace tintinear los platos. Yo sigo sentado con la cabeza gacha, todavía no preparada para despertarse: ayer otra vez tuve que agarrarme una buena pese a que había jurado beber y aspirar sólo con los míos, como es de rigor. Noventa y nueve reverencias en la catedral de la Dormición, preces a San Bonifacio… ¡Al carajo con todo! No iba a hacerle un desaire al eminente y sabio consejero Kirill Ivánovich, en cuya compañía tanto aprendo. Yo, a diferencia de Poyarok o Sivolay, valoro la virtud de la inteligencia. Jamás me cansaría de escuchar las palabras omniscias de Kirill Ivánovich. Lástima que éste, sin farlopa, sea poco locuaz…
Entra Fedka:
—Salve, Andréy Danílovich.
Abro los ojos.
Fedka trae la bandeja. Y esa jeta suya de todas las mañanas, ajada y descompuesta. En la bandeja, el surtido habitual de una mañana de resaca: un vaso de kvas blanco, una medida de vodka, medio vaso de salmuera de repollo. Trago la salmuera. Me pica la nariz y se me contraen los pómulos. Respiro hondo y me echo el vodka entre pecho y espalda de un solo trago. Suben las lágrimas emborronando la jeta de Fedka. Ya recuerdo casi todo: quién soy, dónde estoy, para qué. Dilato los pulmones aspirando con cautela. Del vodka paso al kvas. Transcurre el minuto de la Gran Inmovilidad. Eructo fuerte, con un gemido de las entrañas, me enjugo las lágrimas. Y ya me acuerdo de todo.
Fedka retira la bandeja e, hincado de rodillas, me ofrece la mano. Me sirvo de ella para levantarme. Por la mañana, huele Fedka aún peor que por la noche. Es la verdad de su cuerpo y no la puedes esquivar. No es algo que se cure con azotes. Estirándome y gimiendo camino hacia el iconostasio, prendo la lamparita, me arrodillo. Musito las plegarias matutinas, hago las reverencias preceptivas. Fedka, detrás, bosteza y se santigua.
Después de rezar, me incorporo apoyándome en Fedka y me encamino al cuarto de baño. Me lavo la cara con el agua recién sacada del pozo, en la que aún se aprecian los trocitos de hielo, y me miro al espejo y él me mira a mí con el rostro ligeramente hinchado, las aletas de la nariz cubiertas de vetas azules, el pelo desgreñado y, en las sienes, las primeras canas, demasiado tempranas para mi edad. Gajes del oficio, qué remedio. Pesa mucho la causa del Estado…
Descargados el vientre y la vejiga, me sumerjo en la pila de hidromasaje, pongo el programa en marcha, reclino la nuca en la templada y confortable cabecera. Miro hacia arriba, al techo pintado donde unas doncellas recogen cerezas en un jardín. Contemplo sus piernas arremangadas, sus cestos llenos de fruta madura. La idílica estampa transmite sosiego. Mientras, el agua sube, se hincha de aire, bulle en torno a mi cuerpo. El vodka por dentro y la espuma por fuera me restituyen poco a poco la lucidez. Al cabo de un cuarto de hora, cesa el borbollón. Remoloneo un rato más antes de pulsar el botón que hace venir a Fedka con la toalla y la bata. Entra y me ayuda a salir, me envuelve con la toalla, me abriga con la bata. Prosigo hasta el comedor. Allí Taniushka ya ha dispuesto el desayuno. En la pared del fondo, me aguarda la burbuja de noticias. Le ordeno en voz alta:
—¡Novedades!
La burbuja se enciende, tornasola con la bandera azul-blanca-roja de la Patria y el águila bicéfala dorada mientras tañen las campanas de la iglesia de Iván el Grande. Sorbiendo té con frambuesa, atiendo a los partes: en la zona norcaucásica del Muro de Meridión, sale otra vez a la luz el latrocinio de funcionarios y miembros de las asambleas; el Tubo del Lejano Oriente seguirá cerrado hasta que se reciba el suplicatorio de los japoneses; los chinos amplían sus colonias en Krasnoyarsk y Novosibirsk; continúa el proceso de la Eraria contra cambistas y agiotistas en los Urales; los tátaros construyen un palacio inteligente para el Aniversario de Su Majestad; los carcamales de la Academia Curanderil acaban los estudios sobre el genoma del envejecimiento; los Citaristas de Murom ofrecerán dos conciertos en Moscú; el conde Trifon Bagratiónovich Golitsin ha dado una paliza a su joven esposa; durante todo enero no se azotará en la plaza Sennaya de San Petrogrado; el rublo se ha fortalecido en relación con el yuan en otro medio kópek…
Taniushka sirve pastel de requesón, nabo al vapor con miel, jalea. A diferencia de Fedka, Taniushka es hermosa y fragante, agradable como el frufrú que hacen sus faldas mientras se mueve discreta y hacendosa por la estancia.
El té fuerte y la jalea de arándano rojo me devuelven a la vida definitivamente. Aflora el sudor salvífico. Taniushka me entrega un paño bordado por ella misma. Seco mi rostro, me levanto de la mesa, me santiguo, doy gracias a Dios por el alimento.
Es hora de atender a los quehaceres.
El barbero a domicilio ya espera en el guardarropa. Voy hacia allá. El rechoncho Sansón me invita reverencioso y sin mediar palabra a tomar asiento ante los espejos, me masajea la cara, me frota el cuello con aceite de lavanda. Sus manos, igual que las de todos los barberos, son poco agradables. Pero discrepo por principios con el cínico de Mandelshtam: el poder no es para nada «aborrecible como las manos del barbero». El poeta no tenía razón. El poder es seductor y atractivo como el seno de la costurera virgen. Y en cuanto a las manos del barbero, hay que resignarse, qué le vamos a hacer si no compete a las hembras afeitar nuestras barbas. Sansón echa en mis mejillas la espuma de un frasco naranja, marca Gengis Khan, la extiende con sumo cuidado, sin tocar mi barba estrecha y bella, toma la navaja de afeitar, la afila sobre el cinturón, apunta, encogiendo el labio inferior, y empieza de manera suave y regular a retirar la espuma de mi rostro. Me miro. Las mejillas ya no están muy lozanas. En estos dos años he adelgazado medio pud. Las ojeras han devenido crónicas. Ninguno de nosotros duerme nunca lo suficiente. Y la noche pasada no ha sido una excepción.
Tras cambiar la navaja por la máquina eléctrica, Sansón retoca diestramente esa isla en forma de hacha que es mi barba.
Compasivo, le guiño un ojo a mi reflejo: «¡Buenos días, Komyaga!».
Las manos poco agradables aplican sobre mi rostro un paño caliente impregnado en menta. Sansón seca mi cara a conciencia, da colorete a las mejillas, riza el tupé, no escatima en polvos dorados, me coloca en la oreja derecha el pesado pendiente de oro: la campanilla sin badajo. Estos pendientes los llevan sólo los nuestros. Ninguna chusma o casta habida o por haber, ni los aristócratas destripaterrones, los hidalgos provincianos y demás alcurnia de medio pelo, ni los chupatintas y leguleyos de palacio y negociado, ni los alguaciles, arcabuceros y el resto de la morralla armada, ni aun los mismísimos caballeros boyardos, se atreverían a lucir, siquiera para una mascarada navideña, nuestra campanilla distintiva.
Sansón rocía mi cabello con Manzana Salvaje, mi esencia favorita, se inclina sin pronunciar palabra y se retira: ha hecho su trabajo de barbero. Enseguida reaparece Fedka, y aunque su jeta sigue tan arrugada como antes, ya ha tenido tiempo para cambiar de camisa, cepillarse los dientes y lavarse las manos y ahora está listo para el proceso de vestirme. Acerco la palma de mi mano a la cerradura del vestidor. Pitan los herrajes, parpadea el piloto de luz roja, la puerta de roble se desplaza hacia un lado y me descubre el mismo estimulante panorama de cada mañana, mis dieciocho trajes alineados. Hoy es un día ordinario, laborable. O sea: ropa de faena.
—Oficial —le indico a Fedka.
Extrae la vestidura del armario, me viste: los paños menores, blancos, ornados con cruces, la camisa roja con el cuello de tirilla, la casaca de brocado con el ribete de marta, bordada de oro y plata, los calzones de terciopelo, las botas de cordobán bermejo. Por encima de la casaca, Fedka me pone el caftán negro, de paño tosco y acolchado y faldón largo.
Tras un rápido vistazo al espejo, vuelvo a cerrar la puerta de roble.
Voy al recibidor, miro el reloj: 8.03. Voy bien de tiempo. En el recibidor ya me esperan para despedirme la niñera con el icono de San Jorge y Fedka, que trae la gorra y el cinturón. Me encasqueto la gorra de terciopelo negro con ribete de cibelina, dejo que me ciñan el ancho cinturón de cuero. A la izquierda va el puñal en su funda de cobre, a la derecha, el Rebroff en la pistolera de madera. La niñera, mientras tanto, me bendice:
—¡Andréy, que la Santa Madre, el santo Nicolás y todos los startsi del monasterio Óptina te guarden!
Tiembla su barbilla puntiaguda, sus ojillos azules lagrimean desbordados de emoción. Me santiguo, beso el icono de San Jorge. La niñera mete en mi bolsillo la plegaria «Al amparo del Altísimo, a la sombra del Poderoso» bordada con hilo dorado sobre cinta negra por las madres del monasterio Novodevichiy. Sin esta plegaria nunca acometo mis empresas.
—Victoria sobre los enemigos… —murmura Fedka santiguándose.
Desde el aposento trasero se asoma Anastasia: sarafan rojiblanco, la trenza castaña clara por encima del hombro derecho, los ojos de color esmeralda. El rubor de su rostro denota su desazón. Baja la vista, se inclina apresuradamente y, ahogando los sollozos, desaparece tras la jamba de roble. La despedida de la doncella despierta instantáneamente el embate en el corazón: la ardiente oscuridad de la otra noche se ha abierto de par en par, ha revivido con el dulce gemido en los oídos, con el cuerpo joven y cálido apretándose contra mí, y ahora hierve en mis venas.
Pero el trabajo es lo primero, y hoy hay trabajo en abundancia. Sólo faltaba ese embajador albano…
Salgo al zaguán. Allí ya se ha alineado toda la servidumbre: pastoras, cocinera, chef, barrendero, perrero, guarda, ama de llaves:
—¡Salve, Andréy Danílovich!
Me dedican una profunda reverencia que yo correspondo con un leve asentimiento de cabeza al pasar. Crujen las tarimas. Abren la puerta forjada. Salgo al patio. El día es soleado y gélido a la vez. La noche ha traído nieve y ha dejado su rastro en los abetos, encima de la valla, en la torre de vigilancia. ¡Bueno es que se acumule nieve! Cubre las vergüenzas de la tierra. Y gracias a ella el alma se hace más limpia.
Entornando los ojos bajo el sol repaso el patio con la mirada: granero, establo, cuadra: todo adecuado, sólido y en orden. Se desprende de la cadena el perro lanudo, aúllan los galgos en la perrera detrás de la casa, canta el gallo en el corral. El patio está limpio, barrido, rastrillado, la nieve arrinconada con esmero, los montones parecen roscones de Pascua. En la puerta está mi Mercedes orondo y reluciente, de color escarlata, como el de mi camisa. El sol arranca destellos de la cabina transparente. Timoja, el mozo de cuadra, espera junto a él con la cabeza de perro en la mano, y en cuanto llego se inclina ante mí:
—¿Da su visto bueno, Andréy Danílovich?
Me muestra la cabeza para el día de hoy: de perro lobo peludo, con los ojos girados, la lengua tocada por la escarcha, los dientes amarillos, fuertes. Sirve.
—¡Adelante!
Timoja sujeta hábilmente la cabeza al paragolpes del Mercedes e instala la escoba encima del baúl. Acerco la mano a la cerradura del Mercedes, el techo transparente se desliza. Me acomodo, medio tumbado, en el asiento tapizado de cuero negro. Me abrocho el cinturón, prendo el motor y se abren ante mí las puertas de la verja, las cruzo y avanzo raudo por el camino recto y estrecho flanqueado por el bosque de viejos abetos cubiertos de nieve. ¡Qué belleza! Buen sitio. Por el retrovisor veo alejarse mi finca. Buena casa, exclama mi alma. Tan sólo hace siete meses que vivo aquí y, sin embargo, la sensación es como si hubiese nacido y crecido aquí. Antes todo esto era propiedad de Gorojov Stepan, lugarteniente de un pez gordo de la Intendencia Eraria. Cuando, a raíz de la Gran Limpieza de Erarias, cayó en desgracia y se quedó al desnudo, le echamos mano a la finca. Durante aquel verano caliente rodaron varias cabezas erarias. A Bobrov y otros cinco compinches los arrastraron en una jaula de hierro por todo Moscú, luego los molieron a palos y los decapitaron en el Patíbulo. La mitad de los de Erarias fue desterrada más allá de los Urales. Tuvimos que aplicarnos a la tarea… Pronto le llegó el turno, pues, a Gorojov y, como es de rigor, para comenzar lo enchastramos hasta las cejas en estiércol, después le atiborramos la boca de billetes, se la cosimos, le metimos una vela en el culo y lo ahorcamos en las puertas de la finca. Se nos ordenó no ensañarnos con la familia, de manera que la desalojamos de su heredad, que luego me fue legada por quien de todo es el único dueño. Justo es nuestro Soberano, gracias a Dios.

lunes, 4 de mayo de 2015

La busca, Mala hierba y Aurora roja.(Trilogía).Ricardo Senabre.


La lucha por la vida, título procedente de las palabras de Darwin en El origen de las especies, es una de las más famosas y significativas trilogías de Pío Baroja. Su primera versión, titulada La busca, apareció por entregas en el diario El Globo, entre el 4 de marzo y el 29 de mayo de 1903, con un total de 59 capítulos. Pero Baroja debió de ir reescribiendo y ampliando la obra casi al mismo tiempo, o muy poco después de concluir la publicación de los folletines en El Globo, puesto que a lo largo de 1904 se editaron, en volúmenes independientes, las tres novelas en que se había convertido aquella primera versión: La busca, Mala hierba y Aurora roja. Entre La busca de 1903 y la trilogía del año siguiente hay abundantes diferencias: cambios de estilo, alteración en el orden de algunos episodios y, sobre todo, una considerable ampliación: de Aurora roja apenas había unas páginas en la versión publicada en El Globo. Sin embargo, una vez que se conoce la versión completa de la trilogía parece evidente que todo lo que Aurora roja aporta al plan primitivo de la obra era necesario para completar la evolución del personaje central.
Porque ésta es la cuestión. Numerosos comentaristas se han referido a La lucha por la vida como si se tratara de un gran fresco colectivo, de una radiografía del Madrid suburbial en el tránsito del siglo XIX al XX Los múltiples personajes que pueblan estas páginas y que a veces aparecen sólo fugazmente ayudan, en efecto, a producir la sensación de un mundo hormiguearte y bullicioso era el que la muchedumbre predomina sobre el individuo. Pero, en realidad, la diversidad de sucesos y personajes constituye el fondo —minuciosamente detallado, eso sí— en el que se inscriben los años de adolescencia y juventud de Manuel Alcázar, desde su llegada a Madrid, hacia 1888, hasta 1902, cuando es dueño de una imprenta y acaba de casarse con la Salvadora. Puede considerarse La lucha por la vida como un relato deformación en el que lo esencial, la línea conductora que proporciona cohesión y unidad al conjunto, es el proceso evolutivo de Manuel desde los doce o trece años, esto es, la narración de sus actos, con los errores y las experiencias que van jalonando su progresiva instalación en la sociedad. Manuel se une a esa oleada inmigratoria que, abandonando la periferia o el medio rural comenzó a invadir las ciudades en busca de mejor fortuna durante los últimos años del siglo XIX. Las tres novelas marcan nítidamente los sucesivos estadios por los que transita el personaje. En La busca, cuya historia dura algo más de tres años, Manuel tras intentar con poco éxito varios trabajos ínfimos, se acerca a una pandilla de jóvenes hampones y descuideros de los suburbios con los que participa en pequeños robos, duerme a la intemperie y se relaciona con randas, pícaros y maleantes del inframundo madrileño. No acaba de acostumbrarse a esta forma de vida, y la novela concluye en un amanecer gris, cuando Manuel, considerando el contraste entre los noctámbulos que vuelven a sus refugios y quienes salen a la calle dispuestos a comenzar una nueva jornada de trabajo, se afirma en su propósito de «ser de éstos, de los que trabajan al sol no de los que buscan el placer en la sombra».
En Mala hierba, Manuel intenta cambiar de vida. Trabaja para un escultor y un fotógrafo, y acaba por entrar de aprendiz en una imprenta, con lo que se apunta ya su camino futuro. Pero aún gravita sobre él su pasado más turbio, y un encuentro fortuito con su primo Vidal y con el Bizco, antiguos cómplices de fechorías, lo devuelve temporalmente al mundo de la delincuencia. El asesinato de Vidal lo impulsa una vez más a escapar de los barrios bajos. Una «sorda irritación contra todo el mundo» le hace prestar atención a las teorías del cajista Jesús, partidario de un anarquismo que conduzca a una sociedad idílica de hombres libres, sin autoridades, sin luchas, sin injusticias. Este cuadro soñado de un ideal utópico cierra Mala hierba y prepara el terreno a la historia de Aurora roja, donde el sector del hampa y el de los artesanos dejan paso, en una gradación paralela al ascenso social de Manuel, al ámbito de los obreros asalariados y de las núcleos anarquistas. Es aquí donde cobra relieve un nuevo personaje: Juan, el hermano de Manuel, que ha abandonado el seminario y predica una especie de fraternidad universal casi mística en la que parecen encarnarse las aspiraciones del anarquismo más idealista.
La muerte de Juan al final de la novela simboliza también el final de un sueño. Baroja recalca en las últimas líneas de la obra el sonido de las paletadas de tierra en la tumba donde queda enterrado Juan y la vuelta de los obreros a sus casas –a la realidad— para concluir con una nota simbólica: «Había oscurecido». Porque, como en otras obras de Baroja, los elementos del paisaje adquieren un sentido que trasciende la mera función descriptiva. En La busca, por ejemplo (tercera parte, capítulo II), Manuel ha pasado la noche guarecido con otros golfos en el pórtico del Observatorio. Al amanecer anota el narrador—«el cielo, aún oscuro, se llenaba de nubes negruzcas». Se mencionan a continuación los edificios y «los ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc». La mirada se extiende hacia las afueras de la ciudad y la descripción concluye así: «Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve». La visión de la sierra nevada como una cima distante de pureza, contemplada por un observador que se ha hundido entre golfos, prostitutas y delincuentes, desencadena en la frase siguiente una nota de júbilo: «En pleno silencio, el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre, olvidado en la ciudad dormida». Ésta es tina de las innovaciones radicales de la novelística barojiana: la asimilación de los rasgos del paisaje al estado de ánimo del personaje o del contemplador, frente a su antigua función, propia de la narrativa decimonónica, de elementos decorativos y estáticos.
La complejidad de personajes y escenarios de las tres novelas no es gratuita ni se halla dispuesta mediante la simple acumulación de episodios. Todo lo que Baroja introduce en la historia tiene una repercusión directa o indirecta en la formación de Manuel, en su difícil adolescencia, en la resolución de sus dudas y en el rumbo de sus acciones. Manuel se debate desde el principio entre influencias contrarias, entre personajes que lo incitan a construirse una vida honrada, laboriosa y digna, como Roberto y la Salvadora —cuyo nombre no es una casualidad—, y otros que, por el contrario, constituyen una fuerza negativa y procuran su hundimiento moral, como Vidal y el Bizco. El influjo bienhechor acaba por triunfar, pero Manuel conoce otros casos de personajes que finalmente escogen la senda equivocada, como la Justa, que pasa de ser una muchachita atractiva a convertirse en «una mujerona de burdel». Existen otros fracasos, como el de Leandro, que se deja arrastrar por la pasión de unos celos enfermizos, o el de Vidal, víctima de su ambición desmedida. De otro signo es el ejemplo de Juan, espíritu puro y generoso, defensor de unos ideales de imposible realización en una sociedad mediocre, insolidaria y egoísta. Juan es, en este sentido, el personaje quijotesco por antonomasia de la literatura barojiana. En el polo opuesto se sitúa don Alonso, representación del español que vive en el pasado, absorto en las grandezas pretéritas, como la caricatura degradada de un viejo hidalgo empobrecido, fuera del tiempo y de la realidad.
Junto a ellos, una multitud de personajes diestramente retratados, cada uno con sus características y su peculiar historia, forman un conjunto sin parangón alguno en la literatura narrativa de la época. Mujeres como la Petra, madre de Manuel o la Salomé, tienen perfiles inconfundibles. Y lo mismo podría decirse del señor Custodio, el trapero, del cínico Mingote, del periodista Langairiños, de los anarquistas Prats y el Libertario. Variadísimo es el friso de chulos y valentones de arrabal —el Valencia, el Pastiri, el Carnicerín, el Cojo, el Tabuenca—, al igual que el de prostitutas —la Rubia, la Chata, la Mellrí, la Rabanitos, etc.—, cuya caracterización lingüística, repleta de giros coloquiales, tics propios, vulgarismos y voces jergales, es de extraordinaria precisión. Comparada con el dibujo del mundo suburbial madrileño que Galdós trazó en su novela Misericordia, o con el Madrid de mendigos y maleantes en que Blasco Ibáñez situó poco después La horda, la trilogía barojiana ofrece una variedad mayor de tipos y ambientes. Su vigencia permanece intacta casi cien años después, cuando la ciudad y la sociedad han cambiado mucho, precisamente porque el propósito de La lucha por la vida no era componer una crónica histórica, sino relatar la formación de un ser humano en un medio hosco y adverso. Y la existencia de holgazanes, pícaros, estafadores, personas laboriosas, seres desvalidos y gentes de espíritu generoso no es algo exclusivo de una época. Esta atención a lo inmutable y esencial, esa intuición narrativa para seleccionar lo perdurable, dejando a un lado los rasgos más externamente costumbristas y perecederos de la historia, es lo que proporciona a La lucha por la vida, como a todas las grandes novelas, su carácter inmarcesible.
RICARDO SENABRE

domingo, 3 de mayo de 2015

Candido O El Optimismo. Voltaire.


La capacidad satírica del gran autor francés Voltaire se pone de manifiesto en esta extraordinaria novela corta, una divertidísima e irónica crítica a la filosofía de Leibniz, quien afirmaba en su teoría de la armonía preestablecida que nos hallábamos en el mejor de los mundos posibles, y un miramiento mordaz a la sociedad e ideologías de la época en un gozoso trayecto repleto de penurias para su protagonista, el optimista Cándido.

A la par que sardónica, la novela, repleta de múltiples aventuras narradas de manera ligera y sencilla, resulta muy entretenida y ágil en la exposición de las diferentes aventuras y personajes que le van sucediendo al ingenuo protagonista, enamorado de Cunegunda, la hija del barón de Thunder-ten-tronck, quien siguiendo la doctrina de su maestro el doctor Pangloss y a pesar de la nefasta realidad que le circunda, siempre ve algo positivo en las continuas desgracias que le van sucediendo.
Fuente:N.N.

(Fragmento).
Traducido del alemán por el Sr. Doctor Ralph
Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor,
cuando murió en Minden, el año de gracia de 1759.

CAPÍTULO 1
Cándido es educado en un hermoso castillo, y es
expulsado de él.
Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven
a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía
descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de
juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la
casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo
de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había
podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había
sido devastado por el tiempo.
El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su
castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era
necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en
ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le
reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba
por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta
dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era
una muchacha de mejillas
sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su
padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía
sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando
brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el
más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las
baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles.
-Es evidente -decía- que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si
todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las
narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las
piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han
sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como
barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras
que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año.
Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido
un error: deberían haber dicho que todo es perfecto.
Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como
encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado
decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón
de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda;
el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el
mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo.
Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que
llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo
una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa
y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó
sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la
razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y
con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón
suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma.
Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también
se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber
muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de
la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer
el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente
la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una
sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las
rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-trockh
acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido
del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en
sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agradable
de los castillos posibles.

sábado, 2 de mayo de 2015

Hubert `Cubby` Selby Jr. Novela. La habitación.


Hubert `Cubby` Selby Jr. (julio 23, 1928 hasta abril 26, 2004) fue un escritor estadounidense del siglo XX. Sus novelas más conocidas son Last Exit to Brooklyn (1964) y Réquiem por un sueño (1978). Ambas novelas fueron adaptadas posteriormente al cine,y él apareció en pequeños papeles en ambas producciones.

Su primera novela fue acusada de obscena en Gran Bretaña en 1967 y prohibida en Italia. A pesar de esto su trabajo fue defendido por importantes escritores. Ha sido considerado de gran influencia por varias generaciones de escritores. Además de escritor fue profesor de escritura creativa durante 20 años en la University of Southern California en Los Ángeles, donde vivió desde 1983.
Fuente:N.N.
***
LA HABITACION supone para muchos entendidos la verdadera obra maestra de Selby, una lectura desafiante donde las haya, protagonizada por un delincuente vulgar e iracundo, a la espera de un juicio por un crimen que clama no haber cometido. En el transcurso de la novela, el lector dudará de su inocencia en todo momento, la cual pasa a un plano secundario a medida que se van sucediendo por la mente del reo toda clase de pensamientos desoladores, recuerdos de violaciones, asesinatos, tortura, delirios de grandeza, venganzas inverosímiles, raptos masoquistas y una degradación aún más claustrofóbica dadas las dimensiones de la ubicación de la acción: el calabozo de unos juzgados.

***

(Fragmento de novela, LA HABITACIÓN).


Título Original: The room
  Traductor: Ortiz Peñate, Daniel
  ©1972, Selby Jr, Hubert
  ©2010, Escalera
  Colección: Precursores, 5
  ISBN: 9788493701864
  Generado con: QualityEbook v0.62

  LA HABITACIÓN

  HUBERT SELBY JR

  Traducción de Daniel Ortiz Peñate

 
  NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA


  La presente edición de La habitación ha respetado la forma del texto original: distribución de párrafos, interlineado, puntuación, uso de cardinales y ordinales, mayúsculas, signos de exclamación, vocabulario, reiteraciones, cursivas y metáforas.

  1



  Era consciente de la oscura quietud en el corredor. Sabía que no había nada que ver y pese a ello seguía perforando con mirada fija el reflejo de su rostro en el ventanuco. El corredor medía sólo dos metros de ancho y la pared de enfrente era apenas visible. Leyó los letreros de las cestas para la ropa sucia: camisas azules, pantalones azules, sábanas, toallas de ducha, toallas de mano. A duras penas podía leer los dos últimos a fuerza de apostarse contra el cristal y apurarse hacia un lado. Volvió a leerlos de izquierda a derecha, primero desde el centro del cristal para luego ir escorándose hacia la izquierda, forzando la vista hasta leer el último letrero. Camisas, pantalones; podía recitarlos sin problemas. Cerró los ojos. Toallas de mano, sábanas, toallas de baño... No se molestaba en comprobar si los enumeraba por orden. Estaba convencido de que no se equivocaba.
  Dio la

  espalda a la puerta maciza y cerrada y se miró al espejo sobre el lavabo. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad podía verse la cara con nitidez, incluso una pequeña mancha roja que le afloraba en la mejilla. Se acercó al espejo y la recorrió con la yema de los dedos. Un grano incipiente. Comenzó a apretar, luego bajó las manos. ¿Para qué molestarme? Ya rasgará la piel. Esperaré a que asome la cabeza... si no desaparece antes. Quién sabe, tal vez lo haga, y se pasó de nuevo el dedo. Dejó de hurgarse y retrocedió levemente para contemplarse mientras entornaba los ojos hasta el estrabismo y fruncía el ceño hasta que toda la cara se le arrugaba.
  Se encogió de hombros y fue a sentarse al borde del catre. Sabía que la luz en el cuarto era tenue comparada con la luz del día, con todas las lámparas del techo encendidas, pero aún así creyó percibir la misma claridad. Es obvio que tan sólo parecía ser así, aunque si algo parece ser así, es que es así, ¿no? Entonces ahora mismo hay tanta claridad aquí dentro como en una playa soleada y punto.
  Pero sabes que no es así. Sabes que sólo lo parece, y da esa impresión simplemente porque te has acostumbrado a ello. Y cuando enciendan las luces habrá tanta claridad que no podrás siquiera abrir los ojos del todo, entonces, al cabo de un rato, te parecerá que siempre ha sido así, hasta que vuelvan a apagar las luces y dejen sólo las de noche encendidas y de pronto todo se torna muy oscuro, hasta que te acostumbras y luego la claridad regresa tan insoportable como antes. Es siempre igual: te habitúas a algo y entonces ese algo cambia. Te habitúas a otra cosa, y esa otra cosa también cambia. Una y otra vez. Siempre igual.
  En fin,

  al diablo con eso. De todas maneras no tiene importancia. No está oscuro y yo no tengo tanto sueño. Pude haber prescindido de la siesta esta tarde. Si tuviera algo para leer podría cansar un poco la vista y quedarme frito. En el fondo da bastante igual que duerma de día o de noche. Es lo mismo. La misma cantidad de tiempo tiene que pasar cada día y cada noche. Las mismas veinticuatro horas.
  Cierto que mientras más duermes más rápido pasa el tiempo. Igual que en nochebuena cuando eres niño y no puedes esperar al día siguiente para ver qué te ha traído papá noel. Sabes que amanecerá en cuanto te duermas. Es todo lo que hay que hacer: dormirse para luego despertar, saltar de la cama y listo, a arrancarle el papel a los regalos bajo el árbol. Qué difícil era dormir también entonces. Aun sabiendo que en cuanto te durmieras llegaría la mañana, sin importar lo distante que ésta estuviera. Y tú ahí pensando: duérmete y será por la mañana. Era tan difícil dormir. Pero el tiempo pasaba y acababas por dormirte, por fuerza. Y resultaba igualmente difícil conciliar el sueño cuando ya sabías de la inexistencia de papá noel.
  Qué demonios.

  Bueno, de todas formas, el tiempo tiene que pasar. Aunque a veces lo haga jodidamente despacio y parezca arrastrarse y arrastrarse como si pesara una tonelada y se te colgara como un mono. Como si fuera a chuparte toda la sangre o a retorcerte las tripas por dentro. Y en cambio a veces vuela. Simplemente vuela. Y se va a alguna parte, de alguna manera, antes de que puedas darte cuenta. Es como si el tiempo existiera con el solo propósito de humillarte. Esa es la única finalidad del tiempo. Exprimirte. Reventarte. Amarrarte, anudarte y hacerte sentir miserable. Si pudiera dormir entre 12 y 16 horas diarias. Sip, sería estupendo. Por desgracia no funciona así. Puede lograrse de forma ocasional, sí, si por ejemplo: duermes poco durante varios días. Pero una vez te recuperas, vuelves donde empezaste. A intentar dormir para que el maldito tiempo pase.
  Y qué decir de esos viejos locos bastardos que se pasan la puta vida mirando las estrellas y toda esa mierda, sólo para saber dónde están y qué hora es. Jodidos con el tiempo. Sin telescopios. Sin relojes. Ahí, tratando de comprender el tiempo. Miles de ellos, miles de años, sentando el culo y mirando al cielo. Todos jodidos con el tiempo. Tan preocupados por los putos planetas y las putas estrellas. Qué locura. ¿Cómo pueden? Pasarse sus estúpidas vidas mirando al cielo. Y algunos de esos cretinos llegan a vivir 80 o 90 años. Día tras día. Noche tras noche. Malditos tarados. Hace falta estar muy mal. ¿Y adonde llegan con todo eso? Averiguan la posición de marte dentro de diez mil años. Qué pasada. Por dios, menuda pérdida de tiempo. ¿Y qué sacan en claro? ¿Qué? Si una vez averiguan toda esa mierda se mueren o siguen ahí, con el culo sentado, mirando al condenado cielo. Justo donde empezaron.
  Uno siempre acaba donde empieza.

  Pase lo que pase. De vuelta a la misma fosa séptica. Incluso si duermes 24 horas seguidas vuelves al punto de partida, a sentarte a ver pasar las próximas 24 horas y tal vez intentar dormir. Sentado al borde del catre o lo que sea, con la mirada fija en la pared.
  La puta luz nocturna te golpea intermitente en los ojos abiertos.
  Bueno, al menos la pared es gris.

  Gris.

  Sí, es gris. Casi un gris acorazado. Un descanso para los ojos al fin y al cabo. Ya tengo bastante con esa luz toda la puta noche, como para encima tener frente a mis narices una pared brillante transmitiéndome todo su fulgor.
  Eso

  es. Ya sé de dónde he sacado lo del gris acorazado. Me preguntaba. Qué edad tendría. Unos 8 o 9 o así. Apareció entre mis regalos de navidad. Qué acorazado era.
  No recuerdo el nombre. Recuerdo a ciencia cierta que el pegamento apestaba. Supongo que mamá me ayudó a encolarlo. Solía hacerlo. Debimos tardar un par de días. Puede que más. Creo que luego lo lijé hasta dejarlo impecable. Creo que era de aquellos pegamentos que tardaban mucho en secarse. Había que poner mucha atención en no equivocar la posición de las piezas una vez el pegamento comenzaba a secarse. Sip, había que dejarlo junto a una ventana abierta para que el pegamento se secara. Olía fatal. Supongo que lo del gris acorazado se me ocurrió a mí.
  O

  quizá venía en las instrucciones que había que pintarlo de gris.
  En fin. Eso sí, recuerdo ir a comprar la pintura. A la ferretería de enfrente. Venía en una latita que costaba sólo 10 centavos. Lo mismo que un sándwich de jamón con ensalada alemana en Delicatessen Kramers. Lo cierto es que una vez terminado no lucía tampoco gran cosa. No sé, puede que fuera por el gris. Le faltaba algo. Como las maquetas de aviones. Nunca lucen como debieran. No del todo. Pero era divertido armarlas y luego pegarles fuego. Ardían rápido. Ya sé que es una idiotez derramar tanto sudor en la construcción de aquellas putas maquetas. Te tiras todo ese tiempo y ¿cuál es el resultado?: la maqueta de un avión. Menuda mierda absurda.
  Al

  diablo con todo eso, y se concentró en las manchas del suelo tratando de establecer equivalencias entre sus distintas formas. Tiene gracia, pero es más fácil cuando juegas a esto con las nubes que cruzan el cielo. Examinó con cuidado el suelo, pero cuanto más miraba más parecía fundirse el suelo en una amorfa masa gris. Finalmente, tras repasar cada centímetro visible de suelo, sus ojos se posaron en la puerta. Alzó la vista hasta el ventanuco. Sip, ya sé: camisas, pantalones... toallas, sábanas. Hacia atrás, hacia adelante... atrás, adelante.

viernes, 1 de mayo de 2015

John Dee – Libro: El Jeroglífico Monádico. Alquimista, matemático y astrólogo de la Reina Isabel I de Inglaterra.



DE JOHN DEE.
Nacido el 13 de julio de 1527 en Londres, Inglaterra, John Dee era un "alquimista Inglés, astrólogo y matemático que contribuyó en gran medida a la reactivación del interés por las matemáticas en Inglaterra."
- Enciclopedia Británica


"Dee era un estudiante excepcional, que entró en la Universidad de Cambridge cuando tenía quince años... De ese destacó en Cambridge y fue nombrado miembro de la facultad junior antes de recibir su título. Después de graduarse viajó al continente para continuar sus estudios, alcanzar la fama durante la noche en París a la edad de veintitrés años, cuando pronunció una serie de conferencias sobre las obras recientemente exhumadas del matemático griego Euclides."
- Visiones y Profecías


"Tras ejercer como profesor y estudiar en el continente europeo entre 1547 y 1550, Dee volvió a Inglaterra en 1551 y se le concedió una pensión por parte del gobierno. Dee se convirtió en astrólogo de la reina María Tudor, y poco después fue encarcelado por ser un mago, pero fue liberado en 1555. "
- Enciclopedia Británica


Dee conoció a la futura reina Elizabeth mientras ella se encontraba detenida bajo arresto domiciliario por la reina María Los dos desarrollaron una amistad que duró por el resto de sus vidas Como reina, Elizabeth le dio dinero a Dee... Más importante, ella lo protegió de los que le acusaban de brujería."

John Dee (13 de julio de 1527 – finales de 1608 o principios de 1609) fue un notorio matemático, astrónomo, astrólogo, ocultista, navegante, imperialista4 y consultor de la reina Isabel I. Dedicó gran parte de su vida al estudio de la alquimia, la adivinación y la filosofía hermética.

John Dee, fue un Gran Mago muy reputado en la Inglaterra Isabelina, al mismo tiempo que un científico ortodoxo de reconocida calidad a nivel internacional. Su nacimiento tuvo lugar en el año de 1527. Comenzó los estudios en 1542, cuando ingresó en el Colegio de San Juan, en Cambridge, a la temprana edad, para aquellas épocas, de 15 años. Empezó a sobresalir en los estudios en 1547, al estudiar navegación con el entonces famoso Gemma Frisius, durante estos estudios también conoció al Geógrafo destacado Gerardo Mercator. El viaje que realizó con ellos le impresionó vivamente, y regresó a Inglaterra con los inventos nuevos de Frisius en el ramo de la navegación, y con dos globos Terráqueos diseñados por Mercator, impresionando a la sociedad científica Inglesa. En 1548, en busca de mayores conocimientos partió hacia la Europa Continental, por ello en 1550, durante la Quema de Libros que emprendió la mal llamada Reforma en Cambridge y Oxford, Dee se encontraba en París, en donde sus disertaciones sobre los trabajos de Euclides causaban sensación entre los círculos intelectuales Europeos. Para entonces tan sólo contaba con 23 años de edad. A finales de 1550, John Dee regresó a Inglaterra, donde permaneció durante 12 años. Parte de este tiempo lo pasó en la cárcel, pues se le acusó de querer someter a encantamiento a la Reina María al levantarle su Carta Astral e interpretarle su Horóscopo, lo que era equiparable en aquel tiempo al delito de Traición. Después de aclarar que fue la misma Reina la que le solicitó este servicio, hubo de enfrentarse a las autoridades eclesiásticas por petición del Obispo de Londres. Todo este problema sólo duró tres meses, pero fue lo suficientemente fuerte como para dejar una honda marca en el carácter y en la salud de Dee. En 1562, Dee emprendió un nuevo viaje a la Europa Continental, y se encontró en Antwerp, durante su corta estancia, con William Silvius, un conocido Editor, quien un tiempo después le publicó “El Jeroglífico Monádico”. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo permaneció Dee en  Europa, y en diversas crónicas se recoge su visita a diversas ciudades y capitales Europeas. En lo que todas ellas parecen coincidir, es en que John Dee asistió en Hungría a la coronación del Rey Maximiliano II, a quien Dee dedicó “El Jeroglífico Monádico”. Dee escribió “El Jeroglífico Monádico” en trece días, mientras se encontraba en Antwerp, justamente del 13 al 25 de Enero de 1564. Acto seguido escribió una larga carta de dedicación a Maximiliano II, en donde expone con todo detalle las razones, los ideales y los propósitos de su obra.
Para el 30 de Enero, Dee ya tenía en sus manos el grueso del manuscrito completamente terminado, y en este mismo día se lo entregó a Silvius. Para el 31 de Marzo del mismo año, Silvius había impreso la primera edición de esta obra. Este libro que parece el producto de un repentino furor de Dee, fue en realidad la eclosión de “siete años de gestación”.
A finales de 1560, Dee se encontraba nuevamente en Inglaterra, asentándose en las propiedades familiares, en la población de Mortlake. En este lugar, Dee dedicó quince años al estudio e investigación de todas las ciencias, y fue precisamente durante esta época cuando John Dee ejerció una fuerte influencia en todos los aspectos de la vida que se desarrollaba en la Inglaterra Isabelina. Durante estos quince años, Dee acumuló una de las mayores bibliotecas de su tiempo, compuesta de unos 3.000 volúmenes manuscritos, y unos 1.000 libros impresos. Muchos fueron los navegantes, exploradores e investigadores que fueron a consultar mapas, cartas, manuscritos y libros, atraídos por el carisma de Dee, y por el cúmulo de conocimientos que la biblioteca ofrecía; entre ellos destacan John Hawkins y Sir Francis Drake. El sueño de Dee, era que aquel centro se convirtiera en el Imperio de las exploraciones e investigaciones británicas de su época, de las cuales por cierto el fue un gran promotor, que aportó además de esfuerzos y conocimientos, sus propios fondos económicos para el desarrollo de diversas empresas.
En 1583, John Dee y Edward Kelley, su amigo y mentor en las ciencias herméticas, viajaron a la Europa Continental y se radicaron en Praga, Liepzig y Trebona, por espacio de seis años, aunque se estuvieron moviendo frecuentemente de una ciudad a otra, perseguidos por la ira del Pope y de los intereses políticos de la región. Durante este periodo, Dee y Kelley estuvieron completamente enganchados al estudio de los Rituales Mágicos de la Qabalah. Kelley actuaba como Médium y escriba de Dee. “Una Verdadera y Esplendorosa relación se estableció entre el Dr. John Dee y algunos Espíritus”, escribiría años más tarde en sus memorias Edward Kelley, estas memorias han sido publicadas repetidas veces, y en ellas se narran toda clase de experimentos e increíbles experiencias. Cuando Dee regresó esta vez a Inglaterra, su situación había cambiado mucho y de una forma drástica. En su ausencia, unos ladrones habían saqueado su casa de Mortlake destruyendo buena parte de su preciada biblioteca. Por otra parte, la Corte Real le encontraba sospechoso y se mostró francamente hostil con él, y la Reina Isabel, su protectora era ya demasiado vieja para mantener el orden entre los Nobles más poderosos. La mayoría de sus amigos habían muerto o abandonado la vida pública y los puestos importantes. Poco a poco se fue empobreciendo, al dejar de recibir ciertos aportes Reales que le sustentaron años atrás. En 1596, la Reina Isabel le nombró Intendente del Colegio Cristiano de Manchester, donde Dee se enfrentó con el odio y el miedo. Y por supuesto que la sucesión al trono en favor del supersticioso y reaccionario Jaime I no le ayudó en nada al Dr. Dee, y en 1605, se vio obligado a dimitir de su puesto en el Colegio Cristiano, y tuvo que regresar en condiciones precarias a su casa de Mortlake, en donde falleció en un estado penoso y lamentable en 1608.
Debido a la publicación, cincuenta años después de su muerte, de las memorias de Kelley “Una Verdadera y Esplendorosa Relación con los Espíritus”, y al escándalo que causó esta obra, John Dee ha sido conocido
durante más de cuatrocientos años como un Mago o como un loco investigador de las Ciencias Ocultas. Hasta hace muy poco tiempo, el Dr. John Dee ha sido reconocido como un mecenas de las exploraciones británicas isabelinas, que le dieron a Inglaterra parte de la fuerza Imperial que alcanzó.
Solo ahora se reconoce su aporte “tras bambalinas”, en los círculos científicos y literarios de su época. Dee revivió el interés por las Leyendas del Rey Arturo, por la historia y por las antigüedades británicas, por las ballenas y la Ecología. Dee fue un brillante Mecánico y Matemático, un incansable viajero e investigador, con un fuerte peso académico y político. Y además, la personificación del Mago Renacentista, que supo unir y eslabonar al mundo inmaterial con el material. Su único verdadero sucesor en Inglaterra, ha sido posiblemente Robert Fludd.

jueves, 30 de abril de 2015

EL ENGAÑO QUE EXPLICA EL ÉXITO DE CINCUENTA SOMBRAS DE GREY ALEJANDRO GAMERO.


 EL ENGAÑO QUE EXPLICA EL ÉXITO DE CINCUENTA SOMBRAS DE GREY
ALEJANDRO GAMERO 

Mike McGrady, columnista del Newsday, tenía la teoría de que una novela pésimamente escrita podía llegar a triunfar en el mundo editorial siempre y cuando tuviera grandes dosis de sexo. Para demostrarlo, y de paso poner en evidencia lo decadente y falso de la cultura norteamericana contemporánea, decidió hacer un experimento en 1966. McGrady se propuso sacar al mercado una novela que no solo no tuviera nada destacable sino que fuera inconsistente y mediocre, aunque, eso sí, aderezada con muchas escenas de sexo, al menos un par de ellas por cada capítulo. Si el libro se convertía en un éxito de ventas su tesis se confirmaría.

   Convencido de la dificultad de escribir especialmente mal de forma consciente, McGrady echó mano de un equipo de veinticuatro compañeros, entre los que había varios Premios Pulitzer. Le entregó a cada uno un esbozo con el argumento general del libro y les dio dos premisas: que escribieran lo peor que pudieran y que usaran mucho sexo. Cada colaborador redactó un capítulo sin tener en cuenta el trabajo del resto, lo que dio como resultado una extraña mezcolanza tremendamente deslavazada. Dos años más tarde el libro ya estaba listo, aunque todavía hubo que revisar algunos capítulos porque no eran lo suficientemente malos. La historia básicamente trataba sobre un matrimonio, Gillian y William Blake, donde él le es infiel a ella y ella decide engañarlo con el mayor número posible de vecinos. El libro no es más que la sucesión de las aventuras amorosas de Gillian con distintos tipos.

Autores del engaño.

   La novela, titulada Naked Came the Strange, salió a la venta en 1969 en Lyle Stuart, una editorial independiente conocida sobre todo por publicar libros polémicos, muchos de ellos de contenido sexual. La supuesta autora sería una tal Penépole Ashe, una escritora apócrifa interpretada por la cuñada de McGrady y que más tarde aparecería posando en la solapa del libro y participaría en algunas entrevistas, con un discurso que entremezclaba una especie de liberación sexual feminista con un romanticismo de escritor trasnochado.

   Como cabía esperar, fue un auténtico éxito, superando los 20.000 ejemplares vendidos. El engaño no tardó en filtrarse y los autores tuvieron que confesar, pero, paradójicamente, eso no hizo sino aumentar las ventas, superando en cuestión de meses las 90.000 copias. A finales de año el libro permaneció trece semanas en la lista de libros más vendidos del New York Times. Además, dio lugar a una serie de novelas en colaboración que copiaban descaradamente el original. Hasta 2012 se calculan que se han podido vender unos 400.000 ejemplares.

   Llegados a este punto, con paralelismos más que evidentes, creo que más de uno ya se habrá imaginado por dónde voy. No es que pretenda desenmascarar a la señora E. L. James con un artículo, aunque ganas no me faltan. Simplemente dejo constancia de mi sospecha. Y si algún día se descubre que es una actriz y que Cincuenta sombras de Grey es el engaño de un intelectual bromista ‒o varios‒, recordad que fui el primero en apuntarlo. Aunque, bromas aparte, todo sea dicho: el experimento de McGrady explica mejor que ninguna otra cosa el éxito imparable de esta novela. Que cada uno saque sus conclusiones.

Haruki Murakami 1q84 Libros 1 Y 2. (Fragmento de novela. Capítulo 1).



Haruki Murakami 
 1q84 Libros 1 Y 2

En japonés, la letra q y el número 9 son homófonos, los dos se pronuncian kyu, de manera que 1Q84 es, sin serlo, 1984, una fecha de ecos orwellianos. Esa variación en la grafía refleja la sutil alteración del mundo en que habitan los personajes de esta novela, que es, también sin serlo, el Japón de 1984. En ese mundo en apariencia normal y reconocible se mueven Aomame, una mujer independiente, instructora en un gimnasio, y Tengo, un profesor de matemáticas. Ambos rondan los treinta años, ambos llevan vidas solitarias y ambos perciben a su modo leves desajustes en su entorno, que los conducirán de manera inexorable a un destino común. Y ambos son más de lo que parecen: la bella Aomame es una asesina; el anodino Tengo, un aspirante a novelista al que su editor ha encargado un trabajo relacionado con La crisálida del aire, una enigmática obra dictada por una esquiva adolescente. Y, como telón de fondo de la historia, el universo de las sectas religiosas, el maltrato y la corrupción, un universo enrarecido que el narrador escarba con precisión orwelliana.

It's a Barnum and Bailey world, Just as phony as it can be, But it wouldn't be make-believe If you believed in me.
Es un mundo circense,  falso de principio a fin, pero todo sería real si creyeses en mí.

«It's Only a Paper Moon»,
E.Y. Harburg & Harold Arlen


PRIMER LIBRO 

 Abril — Junio

Capítulo 1 

AOMAME
No se deje engañar por las apariencias

La radio del taxi retransmitía un programa de música clásica por FM. Sonaba la Sinfonietta de Janáček. En medio de un atasco, no podía decirse que fuera lo más apropiado para escuchar. El taxista no parecía prestar demasiada atención a la música. Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. Aomame, bien recostada en el asiento trasero, escuchaba la música con los ojos entornados.
¿Cuántas personas habrá en el mundo que, al escuchar el inicio de la Sinfonietta de Janáček, puedan adivinar que se trata de la Sinfonietta de Janáček? La respuesta probablemente esté entre «muy pocas» y «casi ninguna». Pero Aomame, de algún modo, podía.
Janáček compuso aquella pequeña sinfonía en 1926. El tema inicial había sido creado, originalmente, como una fanfarria para una competición deportiva. Aomame se imaginaba la Checoslovaquia de 1926. La primera guerra mundial había finalizado, por fin se habían liberado del prolongado mandato de la Casa de Habsburgo, la gente bebía cerveza Pilsen en los cafés, se fabricaban flamantes ametralladoras y saboreaban la pasajera paz que había llegado a Europa Central. Ya hacía dos años que, por desgracia, Franz Kafka había abandonado este mundo. Poco después Hitler surgiría de la nada y, de repente, devoraría con avidez aquel bello país, pequeño y recogido, pero por aquel entonces nadie sabía aún que ocurriría esa catástrofe. La enseñanza más importante que la Historia ofrece a las personas tal vez sea que «en cierto momento nadie sabía lo que sucedería en el futuro». Aomame se imaginaba el apacible viento atravesando las llanuras de Bohemia y, mientras escuchaba aquella música, reflexionaba sobre las vicisitudes de la Historia.
En 1926, el emperador Taishō falleció y se produjo la transición a la era Shōwa. En Japón también estaba a punto de comenzar una época oscura y abominable. El breve interludio de modernismo y democracia se terminó y el fascismo desplegó su poder.
La Historia era una de las aficiones de Aomame, junto con el deporte. Apenas había leído novelas, pero podía leer cuantos libros históricos se le pusieran delante. De la Historia le interesaba el hecho de que todos los acontecimientos estaban, en el fondo, vinculados a determinadas épocas y lugares. Acordarse de las diferentes épocas no le resultaba difícil. Aunque no memorizara las cifras, cuando podía captar todas las relaciones entres los diversos hechos, las épocas le venían automáticamente a la cabeza. En los exámenes de Historia durante la secundaria y en el instituto siempre sacaba las notas más altas de la clase. Cada vez que alguien le decía que se le daba mal recordar épocas históricas, ella se extrañaba. ¿Por qué no son capaces de hacer algo tan sencillo? Aomame era realmente el apellido de aquella chica. Su abuelo paterno era oriundo de la prefectura de Fukushima. Se decía que en aquellos pequeños pueblos y aldeas en medio de las montañas había varias personas que se apellidaban Aomame. Antes de que Aomame hubiera nacido, su padre rompió los vínculos con su familia. Lo mismo sucedió con su madre. Por eso, Aomame nunca llegó a conocer a sus abuelos. Apenas viajaba, pero si se le presentaba la oportunidad de hacerlo, tenía por costumbre abrir la guía telefónica del hotel y averiguar si había alguien apellidado Aomame, aunque hasta entonces, en todas las ciudades y todos los pueblos que había visitado, no había encontrado a nadie que se apellidara así. En esos momentos se sentía como una náufraga solitaria arrojada a merced de las inmensidades del océano.
Dar su apellido siempre le resultaba fastidioso. Cada vez que lo pronunciaba, la gente la miraba a la cara, extrañada o desconcertada. ¿Aomame? Sí. Aomame. Se escribe con los caracteres de «verde» y de «legumbre». Cuando la contrataban en una empresa y debía utilizar tarjetas de presentación, había vivido muchas situaciones embarazosas. Al entregar la tarjeta, la gente se quedaba mirándola fijamente durante un rato. Como si de golpe le hubiera entregado una carta anunciando una desgracia. También había oído risas sofocadas al dar su apellido por teléfono. Cuando la llamaban en las salas de espera del ayuntamiento o del hospital, la gente erguía la cabeza y la miraba. Quizá se preguntaran qué cara podría tener alguien apellidado Aomame.
A veces se equivocaban y la llamaban «Edamame». Incluso la habían llamado «Soramame»[1]. En esas ocasiones, ella corregía: «No, no es Edamame (o Soramame). Es Aomame. Ciertamente se parecen, pero...». Entonces sonreían a la fuerza y se disculpaban. «Es que es un apellido raro, ¿no?» ¿Cuántas veces habría escuchado la misma cantinela en treinta años de vida? ¿Cuántos chistes pésimos habría hecho todo el mundo con aquel apellido? Si no hubiera nacido con ese apellido, su vida probablemente hubiera sido diferente. Con un apellido más común, como por ejemplo Sato, Tanaka o Suzuki, quizá llevaría una vida más relajada y miraría a la gente con un poco más de indulgencia. Tal vez.
Aomame prestaba atención a la música con los ojos cerrados. El bello eco producido por el unísono de los instrumentos de viento calaba en el interior de su cabeza. De repente se dio cuenta de algo. Para ser la radio de un taxi, la calidad del sonido era demasiado buena. Aunque estaba puesta a bajo volumen, el sonido resultaba profundo y los armónicos sonaban con nitidez. Abrió los ojos, se echó hacia delante y observó el equipo estéreo instalado en el salpicadero. El aparato era completamente negro y brillaba con fulgor y como con orgullo. No se podía leer el nombre del fabricante, pero por el aspecto supo que era un producto de lujo. Tenía muchos botones y los números verdes sobresalían con elegancia en el panel. Probablemente fuera un aparato de alta tecnología. Una compañía de taxis normal y corriente no equiparía los coches con un sistema de sonido de tal calidad.
Aomame echó un vistazo otra vez al interior del vehículo. Como había estado abstraída desde que se subió al coche, no se había fijado, pero aquél no era un taxi normal, en ningún sentido. El equipamiento era de buena calidad; la comodidad de los asientos, extraordinaria, y, ante todo, el interior era silencioso. Parecía estar insonorizado, porque apenas entraba ruido del exterior. Era como estar en un estudio equipado con dispositivos de aislamiento acústico. Quizá fuera un taxi privado. Entre los conductores de taxis privados, hay quien no escatima en gastos para el coche. Aomame buscó con la mirada la placa de identificación, pero no la encontró. Sin embargo, no parecía un taxi ilegal, sin licencia. Llevaba el taxímetro reglamentario y marcaba la cantidad de forma adecuada: 2150 yenes. A pesar de ello, la placa de identificación con el nombre del conductor no se veía por ninguna parte.
—Tiene usted un buen coche, muy poco ruidoso —dijo Aomame a espaldas del conductor—. ¿Qué coche es?
—Un Toyota Crown Royal Saloon —respondió lacónico el conductor.
—La música suena nítida.
—Es un coche silencioso. Por eso lo elegí. Toyota tiene una de las mejores tecnologías del mundo en lo que a insonorización se refiere.
Aomame asintió y volvió a recostarse en el asiento. Había algo en la manera de hablar del conductor que la atraía. Hablaba como si siempre se dejara algo importante por decir. Por ejemplo (y no es más que un ejemplo), como si no hubiera ninguna queja en cuanto a insonorización, pero el Toyota fallara en algo. Y cuando acababa de hablar, un pequeño fragmento de silencio locuaz se quedaba flotando en el estrecho espacio del vehículo, como la miniatura de una nube imaginaria. De algún modo, provocó en Aomame una sensación de inquietud.
—Sí que es silencioso —opinó Aomame para alejar aquella nubecilla—. Además, el equipo estéreo parece de lujo.
—Me lo pensé dos veces antes de comprármelo —el tono del conductor sonó como el de un oficial del Estado Mayor retirado hablando de operaciones militares del pasado—. Pero como paso muchas horas dentro del coche, prefiero tener el mejor sonido posible y...
Aomame esperó a que siguiera hablando, pero no hubo continuación. Volvió a cerrar los ojos y a escuchar la música. Desconocía cómo había sido Janáček a nivel personal. De todos modos, estaba segura de que el músico nunca se habría imaginado que alguien, en el silencioso interior de un Toyota Crown Royal Saloon, en medio de un atasco terrible en la autopista metropolitana de Tokio, en 1984, escucharía la música que había compuesto.
Con todo, a Aomame le pareció extraño haber reconocido enseguida que aquella música era la Sinfonietta de Janáček. ¿Y por qué sabía que había sido compuesta en 1926? No era muy fan de la música clásica. Tampoco tenía ningún recuerdo personal relacionado con Janáček. Sin embargo, en el momento mismo en que escuchó las notas del inicio de la obra, diversos conocimientos le vinieron a la mente de forma automática. Como si una bandada de pájaros entrara volando en una habitación por una ventana abierta. Además, aquella música provocaba en Aomame una sensación rara, semejante a una torsión. Sin dolor ni malestar. Tan sólo se sentía como si le estrujaran físicamente, de forma paulatina, todo el cuerpo. Aomame desconocía el motivo. ¿Por qué le causaría la Sinfonietta aquella sensación inexplicable?
—Janáček —dijo Aomame medio inconscientemente. Después de pronunciar aquel nombre, pensó que hubiera sido mejor no hacerlo.
—¿Qué dice?
—Janáček. El compositor de esta pieza.
—No lo conozco.
—Un compositor checo —dijo Aomame.
—¡Ah! —contestó el conductor admirado.
—¿Este taxi es privado? —preguntó Aomame, para cambiar de tema.
—Sí —respondió el conductor. Entonces hizo una pausa—. Es privado. Este vehículo es el segundo que tengo.
—Los asientos son comodísimos.
—Muchas gracias. A propósito —dijo el conductor volviendo un poco la cabeza hacia ella—, ¿tiene prisa?
—Tengo una cita en Shibuya. Por eso tomé el taxi en la autopista metropolitana.
—¿A qué hora es la cita?
—A las cuatro y media —afirmó Aomame.
—Ahora son las cuatro menos cuarto. No llegamos a tiempo.
—¿Tan grande es el atasco?
—Debe de haber un accidente enorme más adelante. Este tráfico no es normal. Hace ya un rato que apenas avanzamos.
A Aomame le extrañó que el conductor no escuchara la información vial por la radio. En la autopista se había formado un atasco brutal que lo obligaba a quedarse en el sitio. Normalmente, los conductores de taxi tienen una frecuencia exclusiva y buscan información.
—¿Cómo lo sabe, si no escucha la información vial? —preguntó Aomame.
—No me fio de esa información —dijo el conductor en un tono un tanto vacuo—. La mitad es mentira. La Corporación Nacional de Carreteras sólo informa de las buenas condiciones del tráfico. Para saber lo que ocurre ahora, no me queda más remedio que ver con mis propios ojos y juzgar con mi propia cabeza.
—Y según sus estimaciones, el atasco no se va a disolver con facilidad.
—De momento, es improbable —afirmó el conductor, asintiendo con calma—. Se lo puedo garantizar. Cuando se pone así de congestionada, la autopista es un infierno. ¿La cita es por algo importante?
Aomame pensó.
—Sí, muy importante. Es una cita con un cliente.
—¡Qué lástima! Lo siento mucho, pero tal vez no lleguemos a tiempo.
Mientras el conductor hablaba, agitaba ligeramente el cuello, como para desentumecer una rigidez en los músculos. Las arrugas de la nuca se movían igual que una criatura prehistórica. La palma de la mano le sudaba de forma tenue.
—¿Qué puedo hacer entonces?
—Nada. Como estamos en la autopista metropolitana, no podemos hacer nada hasta llegar a la próxima salida. Tampoco se va a bajar aquí, como si fuera una carretera normal, y coger el tren en la estación más cercana.
—¿Cuál es la próxima salida?
—Ikejiri, pero llegar allí podría llevarnos hasta el anochecer.
¿Hasta el anochecer? Aomame se imaginó encerrada en aquel taxi hasta el anochecer. Aún sonaba la música de Janáček. Los instrumentos de cuerda con sordina se habían puesto al frente, como para apagar el crescendo de sensaciones. El sentimiento de torsión de antes ya se había apaciguado. ¿A qué se debería?
Aomame había tomado el taxi cerca de Kinuta y, en Yoga, se habían metido en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Al principio, el vehículo circulaba con soltura; pero, antes de llegar a Sangenjaya, de repente se formó un atascó, y poco después casi no podían ni moverse. En el carril contrario, el tráfico circulaba con normalidad. Su carril era el único que sufría un atasco calamitoso. Normalmente, las tres de la tarde pasadas no solía ser la franja horaria en la que aquel carril de la Ruta 3 se atascaba. Por eso le había indicado al conductor que tomara la metropolitana.
—El precio no va a aumentar porque estemos en la metropolitana —le dijo el conductor, mirando por el espejo—. Así que no hace falta que se preocupe por el dinero. Sin embargo, señorita, supongo que le supondría un problema llegar tarde a la cita, ¿no?
—Claro que sí, pero antes me ha dicho que no se podía hacer nada, ¿verdad?
El conductor miró de soslayo la cara de Aomame por el espejo retrovisor. Llevaba unas gafas de sol de tono claro. Debido a la luz, no podía atisbarse su semblante.
—Oiga, no es que no haya absolutamente ningún modo. Existe un recurso de emergencia un poco forzado, pero podría ir hasta Shinjuku en tren.
—¿Un recurso de emergencia?
—No precisamente a la vista de todo el mundo.
Aomame, sin decir nada y con los ojos entrecerrados, esperó a que el señor hablara.
—Mire, ahí hay un espacio al que podría arrimar el coche —explicó el conductor, señalando hacia delante—. Donde está el panel grande de Esso.
Aomame fijó la vista y vio un espacio de estacionamiento en caso de accidente a la izquierda del segundo carril. Como en la metropolitana no hay arcenes, en ciertos sitios habían habilitado lugares de evacuación para emergencias. Tenían una cabina amarilla con un teléfono de emergencia desde el cual se podía contactar con la administración de autopistas. En aquel momento no había allí ningún coche parado. En el tejado del edificio que separaba aquel carril del carril contrario había un enorme panel publicitario de la compañía petrolera Esso. Consistía en un sonriente tigre que tenía en la mano la manguera de un surtidor de gasolina.
—El asunto es que ahí hay unas escaleras para bajar al nivel del suelo. En caso de incendio o de un gran terremoto, el conductor puede abandonar el coche y descender por ahí. Normalmente, la utilizan los obreros de mantenimiento de carreteras. Tras bajar por esas escaleras, hay una estación de la red Tōkyü cerca. Si coge un tren, llegará enseguida a Shinjuku.
—No sabía que hubiera escaleras de emergencia en la metropolitana.
—Por lo general, nadie lo sabe.
—¿Pero no me meteré en un lío si las utilizo sin permiso, sin tratarse de un caso de emergencia?
El conductor tardó un poco en contestar.
—Bueno... No sé bien cómo funcionan exactamente las normas de la Corporación Nacional de Carreteras. Pero no va a molestar a nadie y, además, seguro que lo pasarían por alto. En general, en estos sitios no suele haber nadie acechando. En todas partes hay muchos empleados de la Corporación de Carreteras, pero todo el mundo sabe que en realidad hay pocos que trabajen.
—¿Qué tipo de escaleras son?
—Pues parecen unas escaleras de emergencia para incendios. Mire, como aquellas en la parte posterior de aquel viejo hotel. No son particularmente peligrosas. Tienen la altura de un edificio de tres plantas, más o menos, pero pueden bajarse con normalidad. Aunque ahora mismo en la entrada hay una verja, no es alta y puede saltarse sin problemas.
—¿Las ha usado usted en alguna ocasión?
No respondió. Tan sólo esbozó una débil sonrisa al espejo interior. Aquella sonrisa podía interpretarse de diferentes formas.
—Depende completamente de usted —dijo el conductor, dando golpecitos en el volante con la punta de los dedos al ritmo de la música—. A mí no me importa descansar aquí sentado, escuchando buena música. Como, por mucho que haga, no podemos ir a ninguna parte, no nos queda más remedio que resignarnos. Pero, si se trata de un asunto urgente, siempre tiene el recurso de emergencia.
Aomame frunció de forma imperceptible el ceño, echó un vistazo al reloj y, a continuación, alzó la cara y miró alrededor del coche. A la derecha había un Mitsubishi Montero negro ligeramente cubierto de polvo blanco. En el asiento del acompañante, un hombre joven había abierto la ventana y fumaba con aire de hastío. Tenía el pelo largo, estaba bronceado y llevaba un cortavientos granate. En el maletero había apiladas varias tablas de surf sucias y ajadas. Delante de ese coche se había parado un Saab 900. Las lunas tintadas estaban completamente cerradas y, desde el exterior, era imposible ver quién iba dentro. El vehículo estaba muy bien encerado. Tan bien que si se pusieran al lado, la cara se le reflejaría.
Delante del taxi al que Aomame se había subido se encontraba un Suzuki Alto rojo con una matrícula abollada del barrio de Nerima en el parachoques trasero. Una madre joven agarraba el volante. La hija pequeña se aburría y no paraba de moverse encima del asiento. La madre le llamaba la atención, con cara de estar harta. A través del cristal podían leerse los movimientos de la boca de aquella madre. Era exactamente la misma escena de hacía diez minutos. Durante aquel intervalo, el coche no debía de haber avanzado ni siquiera diez metros.
Aomame reflexionó durante un buen rato. Fue liquidando mentalmente diversos factores por orden de prioridad. Pasó algún tiempo hasta que llegó a una conclusión. La música de Janáček entró, entonces, en el último movimiento.
Aomame sacó unas pequeñas gafas de sol Ray-Ban de la bandolera. Luego tomó tres billetes de mil yenes de la cartera y se los entregó al conductor.
—Me bajo aquí. Es que no puedo llegar tarde —le dijo. El conductor asintió y tomó el dinero.
—¿Quiere recibo?
—No me hace falta. Y quédese con el cambio.
—Gracias —dijo el conductor—. Tenga cuidado, que sopla mucho viento. ¡No vaya a resbalar!
—Lo tendré —respondió Aomame.
—Una cosa más —el conductor habló dirigiéndose al espejo interior—. Me gustaría que recordara lo siguiente: las apariencias engañan.
«Las apariencias engañan», repitió Aomame en su cabeza, y frunció ligeramente el ceño.
—¿Qué quiere decir eso?
El conductor eligió las palabras.
—En fin, podría decirse que lo que está a punto de hacer no es algo normal. ¿No es así? La gente normal no desciende por unas escaleras de emergencia en la autopista metropolitana en pleno día. Sobre todo una mujer.
—Sí, es verdad —dijo Aomame.
—Y cuando se hace algo así, el paisaje cotidiano..., ¿cómo se lo podría decir?... Tal vez parezca un poco diferente al de siempre. A mí me ha pasado. Pero no se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una.
Aomame pensó en lo que el conductor acababa de decirle. Mientras pensaba, la música de Janáček terminó y el público empezó a aplaudir al instante. ¿Dónde habría tenido lugar el concierto de la grabación que habían retransmitido? Fue una ovación apasionada. A veces también se oían gritos de bravo. Le vino a la mente la escena del director de orquesta sonriendo y haciendo reverencias hacia el público puesto de pie. Alzaba la cabeza, alzaba los brazos, le daba un apretón de manos al concertino, se daba la vuelta, levantaba ambos brazos, aplaudía a los miembros de la orquesta, se volvía hacia el público y, una vez más, hacía una profunda reverencia. Al cabo de un buen rato de aplausos grabados, éstos empezaron a enmudecer. La sensación era semejante a escuchar con atención una interminable tormenta de arena en Marte.
—Realidad no hay más que una —repitió el conductor despacio, como si subrayara un fragmento importante de un libro.
—Por supuesto —dijo Aomame. Efectivamente. No puede haber más que una cosa, en un tiempo y en un lugar. Einstein lo demostró. La realidad es serenidad persistente, soledad persistente.
Aomame señaló el equipo de estéreo.
—Sonaba genial.
El conductor asintió.
—¿Cómo se llamaba el compositor?
—Janáček
—Janáček —repitió el conductor, igual que si memorizara una contraseña importante. Después empujó una palanca y abrió la puerta trasera automática—. Cuídese. Espero que pueda llegar a tiempo.
Aomame se apeó del coche con el pequeño bolso bandolera de piel en la mano. Cuando se bajó del vehículo, el aplauso seguía sonando en la radio. Se dirigió al espacio para evacuación en caso de emergencia, que estaba a unos diez metros más adelante, y caminó con precaución por el borde de la autopista. Cada vez que un camión de transporte pesado pasaba por el carril contrario, el pavimento temblaba por el efecto de la alta velocidad. Más que a un temblor, se parecía a una marejada. Como caminar por la cubierta de un portaaviones en un mar encabritado.
La niña pequeña del Suzuki Alto rojo asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del acompañante y se quedó mirando a Aomame boquiabierta. Entonces se dio la vuelta y preguntó a su madre:
—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué está haciendo esa chica? ¿Adónde va? ¡Yo también quiero salir! ¡Eh, mamá! ¡Yo también quiero salir! ¡Eh, mamá! —le pidió en voz alta insistentemente.
La madre sólo negó con la cabeza, en silencio. Después echó una rápida mirada de reproche a Aomame. Sin embargo, aquélla fue la única voz que se oyó en los alrededores, la única reacción perceptible. Los demás conductores se limitaban a dar caladas a sus cigarros, fruncían ligeramente el ceño y la seguían con la mirada, como si vieran algo deslumbrante, mientras ella caminaba a paso ligero, sin titubear, entre el muro lateral y los coches. Era como si, de momento, se reservaran sus juicios. A pesar de que los coches no se movían, el que alguien caminara por el pavimento de la autopista metropolitana no era algo habitual. Requería algún tiempo asimilarlo y aceptarlo como un episodio real. Aún más teniendo en cuenta que quien caminaba era una chica joven con minifalda y zapatos de tacón.
Aomame caminaba con paso firme y decidido, con la barbilla erguida, la vista fija al frente y la espalda recta, mientras sentía en la piel las miradas de la gente. Los zapatos de tacón castaños de Charles Jourdan golpeaban el pavimento con un ruido seco y el viento mecía los bajos del abrigo. Ya había comenzado abril, pero el viento aún era frío y contenía un presentimiento de agresividad. Encima del traje verde de lana fina de Junko Shimada, llevaba un abrigo de entretiempo beis y un bolso bandolera negro de piel. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, bien cortado y arreglado. No llevaba ningún complemento, ni nada que se le asemejara. Medía un metro y sesenta y ocho centímetros de estatura, y tenía todos los músculos cuidadosamente forjados, sin un gramo de grasa de más, aunque el abrigo lo ocultaba.
Observando con detenimiento su rostro de frente, podía verse que la forma y el tamaño de sus orejas diferían considerablemente a ambos lados. La oreja de la izquierda era bastante más grande que la de la derecha y un poco deforme. Pero nadie se daba cuenta de ello, porque, por lo general, las llevaba escondidas bajo el pelo. Al cerrar los labios, éstos formaban una línea recta y sugerían un carácter arisco en toda circunstancia. Una naricita fina, unos pómulos un tanto salientes, una frente ancha y unas cejas largas y rectas acusaban aún más esa tendencia. No obstante, tenía una cara más o menos ovalada y proporcionada. Gustos aparte, podría decirse que era bella. El único problema era la excesiva dureza en la expresión de su cara. En aquellos labios cerrados con fuerza no afloraba una sonrisa a menos que fuera necesario. Ambos ojos parecían no cansarse de mostrarse fríos, como excelentes vigías en la cubierta de un barco. Por eso, su cara nunca dejaba una impresión vivida en los demás. En muchos casos, lo que llamaba la atención de la gente, más que las veleidades y los defectos de aquellas facciones estáticas, era la naturalidad y elegancia de su gesto. La mayoría de la gente era incapaz de entender bien el rostro de Aomame. Una vez que apartaban la mirada de ella, ya no podían describir su cara. Aunque debía de tener un rostro particular, de algún modo, los detalles de sus rasgos no calaban en la mente. En ese sentido, se parecía a un insecto ingeniosamente mimetizado. Cambiar de color y forma, integrarse en el paisaje, llamar la atención lo menos posible, ser recordada con dificultad; eso era lo que Aomame buscaba por encima de todo. Desde que era pequeña, se había ido protegiendo de esa manera.
Sin embargo, cuando pasaba algo y fruncía el ceño, las frías facciones de Aomame cambiaban hasta límites dramáticos. Los músculos faciales se crispaban de manera enérgica, cada uno en una dirección; se acentuaba hasta los extremos la asimetría entre ambos lados de su semblante, se le formaban arrugas profundas aquí y allá, los ojos se le retraían rápidamente hacia dentro, la nariz y la boca se le deformaban con violencia, el mentón se le retorcía, los labios se le levantaban y dejaban al descubierto unos grandes dientes blancos. Entonces, como si cortaran la cuerda que sujetaba una careta y ésta se desprendiera, de repente se convertía en otra persona. Quien la veía se quedaba atónito ante aquella aberrante metamorfosis. Era un salto sorprendente desde el gran anonimato hacia un abismo sobrecogedor. Por eso siempre tenía cuidado de no fruncir el ceño delante de gente desconocida. Únicamente torcía la cara cuando estaba sola o cuando quería amenazar a un hombre que no le agradaba.
Al llegar al espacio de estacionamiento para urgencias, Aomame se detuvo y miró a su alrededor buscando las escaleras de emergencia. Las encontró pronto. A la entrada de las escaleras había una verja de hierro que le llegaba un poco más arriba de la cintura, y le habían echado el cerrojo a la puerta, tal y como el conductor le había dicho. Le amargaba un poco tener que saltar la verja con la minifalda ceñida que llevaba, pero, mientras no atrajera las miradas de la gente, no iba a resultar demasiado difícil. Se quitó los zapatos de tacón sin titubear y los metió en el bolso bandolera. Si caminaba descalza, quizá se le romperían las medias, pero podía comprar unas nuevas en cualquier tienda.
La gente observaba en silencio cómo se descalzaba y se quitaba el abrigo. Por las ventanillas abiertas de un Toyota Célica negro, que estaba parado justo enfrente, sonaba de música de fondo la voz aguda de Michael Jackson. Billie Jean. A Aomame se le ocurrió que era como si estuviera en medio de un show de striptease. «¡De acuerdo! Miren si quieren. Seguro que se están aburriendo, metidos en este atasco. Pero, señoras y señores, no voy a desnudarme más. Hoy sólo toca zapatos de tacón y abrigo. Lo siento mucho.»
Aomame se ató el bolso bandolera para que no se le cayera. El flamante Toyota Crown Royal Saloon negro del que acababa de bajarse se veía a bastante distancia. Recibía de frente el sol de la tarde y el parabrisas deslumbraba como un espejo. Ni siquiera se veía la cara del conductor. Sin embargo, debía de estar mirándola.
No se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una.
Aomame inspiró y espiró profundamente. Luego saltó la verja siguiendo con el oído la melodía de Billie Jean. Se había arremangado la minifalda hasta la cintura. «¡Qué más da!», pensó. «Si quieren mirar, que miren a gusto. Porque aunque miren lo que hay dentro de la falda, no van a ver a través de mi persona.» Aquellas bellas y esbeltas piernas eran para Aomame la parte del cuerpo de la que más orgullosa se sentía.
Cuando se bajó al otro lado de la verja, Aomame se colocó los bajos de la falda, se limpió el polvo de los brazos, se volvió a poner el abrigo y se colgó la bandolera al hombro. También empujó el puente de las gafas de sol hacia atrás. Tenía las escaleras de emergencia ante los ojos. Eran unas escaleras de hierro pintadas de gris. Unas escaleras que sólo buscaban la sencillez, el pragmatismo y la funcionalidad. No habían sido fabricadas para que las utilizara una chica en minifalda, calzada con tan sólo unas medias. Junko Shimada tampoco diseñaba trajes teniendo en cuenta que se utilizarían para subir y bajar escaleras de evacuación en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Un pesado camión pasó por el carril contrario y las escaleras temblaron. El viento silbaba por entre los huecos del armazón de hierro. Con todo, allí estaban las escaleras. Ahora sólo le faltaba bajarlas hasta tocar tierra.
Aomame se volvió por última vez, con la postura de quien, tras un discurso, se queda de pie en el estrado, esperando las preguntas de la audiencia, y miró de izquierda a derecha y de derecha a izquierda los vehículos que formaban una fila sin intersticios sobre el pavimento. La fila de coches no había avanzado ni un ápice con respecto a hacía un rato. La gente se había detenido allí, sin nada que hacer, observando todos sus movimientos. Se preguntaban azorados qué demonios estaría haciendo aquella chica. Las miradas, en las que se entremezclaban preocupación y despreocupación, envidia y desdén, se vertían sobre Aomame, que había pasado al otro lado de la verja. Los sentimientos de aquella gente se balanceaban como una báscula inestable, incapaces de caer hacia un mismo lado. Un silencio plúmbeo los envolvía. No había nadie que levantara la mano e hiciera preguntas (y aunque hicieran preguntas, Aomame no tenía intención de contestarlas). La gente sólo aguardaba en silencio una ocasión que nunca llegaría. Aomame irguió levemente el mentón, se mordió el labio inferior y los evaluó por encima desde el fondo de aquellas gafas de sol de color verde oscuro.
«Seguro que ni os imagináis quién soy, adonde voy y qué voy a hacer a continuación», empezó a decir Aomame sin mover los labios.
«Vosotros estáis ahí atados, no podéis ir a ningún sitio. Apenas podéis avanzar y ni siquiera podéis dar marcha atrás. Pero yo no. Yo tengo un trabajo que hacer. Una misión que debo ejecutar. Por eso, permitidme que vaya pasando.»
Por último, Aomame sintió ganas de contraer la cara con todas sus fuerzas hacia toda aquella gente. Sin embargo, abandonó la idea. No tenía tiempo para cosas superfluas. Una vez que contrajera la cara, le llevaría trabajo devolverla a su expresión habitual.
Aomame dio la espalda al público enmudecido y comenzó a descender con paso cauteloso las escaleras de evacuación para emergencias, sintiendo la tosca frialdad del hierro en la planta de los pies. El viento frío de principios de abril le mecía el cabello y, a veces, le dejaba al descubierto la deforme oreja izquierda.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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