jueves, 30 de abril de 2015

Haruki Murakami 1q84 Libros 1 Y 2. (Fragmento de novela. Capítulo 1).



Haruki Murakami 
 1q84 Libros 1 Y 2

En japonés, la letra q y el número 9 son homófonos, los dos se pronuncian kyu, de manera que 1Q84 es, sin serlo, 1984, una fecha de ecos orwellianos. Esa variación en la grafía refleja la sutil alteración del mundo en que habitan los personajes de esta novela, que es, también sin serlo, el Japón de 1984. En ese mundo en apariencia normal y reconocible se mueven Aomame, una mujer independiente, instructora en un gimnasio, y Tengo, un profesor de matemáticas. Ambos rondan los treinta años, ambos llevan vidas solitarias y ambos perciben a su modo leves desajustes en su entorno, que los conducirán de manera inexorable a un destino común. Y ambos son más de lo que parecen: la bella Aomame es una asesina; el anodino Tengo, un aspirante a novelista al que su editor ha encargado un trabajo relacionado con La crisálida del aire, una enigmática obra dictada por una esquiva adolescente. Y, como telón de fondo de la historia, el universo de las sectas religiosas, el maltrato y la corrupción, un universo enrarecido que el narrador escarba con precisión orwelliana.

It's a Barnum and Bailey world, Just as phony as it can be, But it wouldn't be make-believe If you believed in me.
Es un mundo circense,  falso de principio a fin, pero todo sería real si creyeses en mí.

«It's Only a Paper Moon»,
E.Y. Harburg & Harold Arlen


PRIMER LIBRO 

 Abril — Junio

Capítulo 1 

AOMAME
No se deje engañar por las apariencias

La radio del taxi retransmitía un programa de música clásica por FM. Sonaba la Sinfonietta de Janáček. En medio de un atasco, no podía decirse que fuera lo más apropiado para escuchar. El taxista no parecía prestar demasiada atención a la música. Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. Aomame, bien recostada en el asiento trasero, escuchaba la música con los ojos entornados.
¿Cuántas personas habrá en el mundo que, al escuchar el inicio de la Sinfonietta de Janáček, puedan adivinar que se trata de la Sinfonietta de Janáček? La respuesta probablemente esté entre «muy pocas» y «casi ninguna». Pero Aomame, de algún modo, podía.
Janáček compuso aquella pequeña sinfonía en 1926. El tema inicial había sido creado, originalmente, como una fanfarria para una competición deportiva. Aomame se imaginaba la Checoslovaquia de 1926. La primera guerra mundial había finalizado, por fin se habían liberado del prolongado mandato de la Casa de Habsburgo, la gente bebía cerveza Pilsen en los cafés, se fabricaban flamantes ametralladoras y saboreaban la pasajera paz que había llegado a Europa Central. Ya hacía dos años que, por desgracia, Franz Kafka había abandonado este mundo. Poco después Hitler surgiría de la nada y, de repente, devoraría con avidez aquel bello país, pequeño y recogido, pero por aquel entonces nadie sabía aún que ocurriría esa catástrofe. La enseñanza más importante que la Historia ofrece a las personas tal vez sea que «en cierto momento nadie sabía lo que sucedería en el futuro». Aomame se imaginaba el apacible viento atravesando las llanuras de Bohemia y, mientras escuchaba aquella música, reflexionaba sobre las vicisitudes de la Historia.
En 1926, el emperador Taishō falleció y se produjo la transición a la era Shōwa. En Japón también estaba a punto de comenzar una época oscura y abominable. El breve interludio de modernismo y democracia se terminó y el fascismo desplegó su poder.
La Historia era una de las aficiones de Aomame, junto con el deporte. Apenas había leído novelas, pero podía leer cuantos libros históricos se le pusieran delante. De la Historia le interesaba el hecho de que todos los acontecimientos estaban, en el fondo, vinculados a determinadas épocas y lugares. Acordarse de las diferentes épocas no le resultaba difícil. Aunque no memorizara las cifras, cuando podía captar todas las relaciones entres los diversos hechos, las épocas le venían automáticamente a la cabeza. En los exámenes de Historia durante la secundaria y en el instituto siempre sacaba las notas más altas de la clase. Cada vez que alguien le decía que se le daba mal recordar épocas históricas, ella se extrañaba. ¿Por qué no son capaces de hacer algo tan sencillo? Aomame era realmente el apellido de aquella chica. Su abuelo paterno era oriundo de la prefectura de Fukushima. Se decía que en aquellos pequeños pueblos y aldeas en medio de las montañas había varias personas que se apellidaban Aomame. Antes de que Aomame hubiera nacido, su padre rompió los vínculos con su familia. Lo mismo sucedió con su madre. Por eso, Aomame nunca llegó a conocer a sus abuelos. Apenas viajaba, pero si se le presentaba la oportunidad de hacerlo, tenía por costumbre abrir la guía telefónica del hotel y averiguar si había alguien apellidado Aomame, aunque hasta entonces, en todas las ciudades y todos los pueblos que había visitado, no había encontrado a nadie que se apellidara así. En esos momentos se sentía como una náufraga solitaria arrojada a merced de las inmensidades del océano.
Dar su apellido siempre le resultaba fastidioso. Cada vez que lo pronunciaba, la gente la miraba a la cara, extrañada o desconcertada. ¿Aomame? Sí. Aomame. Se escribe con los caracteres de «verde» y de «legumbre». Cuando la contrataban en una empresa y debía utilizar tarjetas de presentación, había vivido muchas situaciones embarazosas. Al entregar la tarjeta, la gente se quedaba mirándola fijamente durante un rato. Como si de golpe le hubiera entregado una carta anunciando una desgracia. También había oído risas sofocadas al dar su apellido por teléfono. Cuando la llamaban en las salas de espera del ayuntamiento o del hospital, la gente erguía la cabeza y la miraba. Quizá se preguntaran qué cara podría tener alguien apellidado Aomame.
A veces se equivocaban y la llamaban «Edamame». Incluso la habían llamado «Soramame»[1]. En esas ocasiones, ella corregía: «No, no es Edamame (o Soramame). Es Aomame. Ciertamente se parecen, pero...». Entonces sonreían a la fuerza y se disculpaban. «Es que es un apellido raro, ¿no?» ¿Cuántas veces habría escuchado la misma cantinela en treinta años de vida? ¿Cuántos chistes pésimos habría hecho todo el mundo con aquel apellido? Si no hubiera nacido con ese apellido, su vida probablemente hubiera sido diferente. Con un apellido más común, como por ejemplo Sato, Tanaka o Suzuki, quizá llevaría una vida más relajada y miraría a la gente con un poco más de indulgencia. Tal vez.
Aomame prestaba atención a la música con los ojos cerrados. El bello eco producido por el unísono de los instrumentos de viento calaba en el interior de su cabeza. De repente se dio cuenta de algo. Para ser la radio de un taxi, la calidad del sonido era demasiado buena. Aunque estaba puesta a bajo volumen, el sonido resultaba profundo y los armónicos sonaban con nitidez. Abrió los ojos, se echó hacia delante y observó el equipo estéreo instalado en el salpicadero. El aparato era completamente negro y brillaba con fulgor y como con orgullo. No se podía leer el nombre del fabricante, pero por el aspecto supo que era un producto de lujo. Tenía muchos botones y los números verdes sobresalían con elegancia en el panel. Probablemente fuera un aparato de alta tecnología. Una compañía de taxis normal y corriente no equiparía los coches con un sistema de sonido de tal calidad.
Aomame echó un vistazo otra vez al interior del vehículo. Como había estado abstraída desde que se subió al coche, no se había fijado, pero aquél no era un taxi normal, en ningún sentido. El equipamiento era de buena calidad; la comodidad de los asientos, extraordinaria, y, ante todo, el interior era silencioso. Parecía estar insonorizado, porque apenas entraba ruido del exterior. Era como estar en un estudio equipado con dispositivos de aislamiento acústico. Quizá fuera un taxi privado. Entre los conductores de taxis privados, hay quien no escatima en gastos para el coche. Aomame buscó con la mirada la placa de identificación, pero no la encontró. Sin embargo, no parecía un taxi ilegal, sin licencia. Llevaba el taxímetro reglamentario y marcaba la cantidad de forma adecuada: 2150 yenes. A pesar de ello, la placa de identificación con el nombre del conductor no se veía por ninguna parte.
—Tiene usted un buen coche, muy poco ruidoso —dijo Aomame a espaldas del conductor—. ¿Qué coche es?
—Un Toyota Crown Royal Saloon —respondió lacónico el conductor.
—La música suena nítida.
—Es un coche silencioso. Por eso lo elegí. Toyota tiene una de las mejores tecnologías del mundo en lo que a insonorización se refiere.
Aomame asintió y volvió a recostarse en el asiento. Había algo en la manera de hablar del conductor que la atraía. Hablaba como si siempre se dejara algo importante por decir. Por ejemplo (y no es más que un ejemplo), como si no hubiera ninguna queja en cuanto a insonorización, pero el Toyota fallara en algo. Y cuando acababa de hablar, un pequeño fragmento de silencio locuaz se quedaba flotando en el estrecho espacio del vehículo, como la miniatura de una nube imaginaria. De algún modo, provocó en Aomame una sensación de inquietud.
—Sí que es silencioso —opinó Aomame para alejar aquella nubecilla—. Además, el equipo estéreo parece de lujo.
—Me lo pensé dos veces antes de comprármelo —el tono del conductor sonó como el de un oficial del Estado Mayor retirado hablando de operaciones militares del pasado—. Pero como paso muchas horas dentro del coche, prefiero tener el mejor sonido posible y...
Aomame esperó a que siguiera hablando, pero no hubo continuación. Volvió a cerrar los ojos y a escuchar la música. Desconocía cómo había sido Janáček a nivel personal. De todos modos, estaba segura de que el músico nunca se habría imaginado que alguien, en el silencioso interior de un Toyota Crown Royal Saloon, en medio de un atasco terrible en la autopista metropolitana de Tokio, en 1984, escucharía la música que había compuesto.
Con todo, a Aomame le pareció extraño haber reconocido enseguida que aquella música era la Sinfonietta de Janáček. ¿Y por qué sabía que había sido compuesta en 1926? No era muy fan de la música clásica. Tampoco tenía ningún recuerdo personal relacionado con Janáček. Sin embargo, en el momento mismo en que escuchó las notas del inicio de la obra, diversos conocimientos le vinieron a la mente de forma automática. Como si una bandada de pájaros entrara volando en una habitación por una ventana abierta. Además, aquella música provocaba en Aomame una sensación rara, semejante a una torsión. Sin dolor ni malestar. Tan sólo se sentía como si le estrujaran físicamente, de forma paulatina, todo el cuerpo. Aomame desconocía el motivo. ¿Por qué le causaría la Sinfonietta aquella sensación inexplicable?
—Janáček —dijo Aomame medio inconscientemente. Después de pronunciar aquel nombre, pensó que hubiera sido mejor no hacerlo.
—¿Qué dice?
—Janáček. El compositor de esta pieza.
—No lo conozco.
—Un compositor checo —dijo Aomame.
—¡Ah! —contestó el conductor admirado.
—¿Este taxi es privado? —preguntó Aomame, para cambiar de tema.
—Sí —respondió el conductor. Entonces hizo una pausa—. Es privado. Este vehículo es el segundo que tengo.
—Los asientos son comodísimos.
—Muchas gracias. A propósito —dijo el conductor volviendo un poco la cabeza hacia ella—, ¿tiene prisa?
—Tengo una cita en Shibuya. Por eso tomé el taxi en la autopista metropolitana.
—¿A qué hora es la cita?
—A las cuatro y media —afirmó Aomame.
—Ahora son las cuatro menos cuarto. No llegamos a tiempo.
—¿Tan grande es el atasco?
—Debe de haber un accidente enorme más adelante. Este tráfico no es normal. Hace ya un rato que apenas avanzamos.
A Aomame le extrañó que el conductor no escuchara la información vial por la radio. En la autopista se había formado un atasco brutal que lo obligaba a quedarse en el sitio. Normalmente, los conductores de taxi tienen una frecuencia exclusiva y buscan información.
—¿Cómo lo sabe, si no escucha la información vial? —preguntó Aomame.
—No me fio de esa información —dijo el conductor en un tono un tanto vacuo—. La mitad es mentira. La Corporación Nacional de Carreteras sólo informa de las buenas condiciones del tráfico. Para saber lo que ocurre ahora, no me queda más remedio que ver con mis propios ojos y juzgar con mi propia cabeza.
—Y según sus estimaciones, el atasco no se va a disolver con facilidad.
—De momento, es improbable —afirmó el conductor, asintiendo con calma—. Se lo puedo garantizar. Cuando se pone así de congestionada, la autopista es un infierno. ¿La cita es por algo importante?
Aomame pensó.
—Sí, muy importante. Es una cita con un cliente.
—¡Qué lástima! Lo siento mucho, pero tal vez no lleguemos a tiempo.
Mientras el conductor hablaba, agitaba ligeramente el cuello, como para desentumecer una rigidez en los músculos. Las arrugas de la nuca se movían igual que una criatura prehistórica. La palma de la mano le sudaba de forma tenue.
—¿Qué puedo hacer entonces?
—Nada. Como estamos en la autopista metropolitana, no podemos hacer nada hasta llegar a la próxima salida. Tampoco se va a bajar aquí, como si fuera una carretera normal, y coger el tren en la estación más cercana.
—¿Cuál es la próxima salida?
—Ikejiri, pero llegar allí podría llevarnos hasta el anochecer.
¿Hasta el anochecer? Aomame se imaginó encerrada en aquel taxi hasta el anochecer. Aún sonaba la música de Janáček. Los instrumentos de cuerda con sordina se habían puesto al frente, como para apagar el crescendo de sensaciones. El sentimiento de torsión de antes ya se había apaciguado. ¿A qué se debería?
Aomame había tomado el taxi cerca de Kinuta y, en Yoga, se habían metido en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Al principio, el vehículo circulaba con soltura; pero, antes de llegar a Sangenjaya, de repente se formó un atascó, y poco después casi no podían ni moverse. En el carril contrario, el tráfico circulaba con normalidad. Su carril era el único que sufría un atasco calamitoso. Normalmente, las tres de la tarde pasadas no solía ser la franja horaria en la que aquel carril de la Ruta 3 se atascaba. Por eso le había indicado al conductor que tomara la metropolitana.
—El precio no va a aumentar porque estemos en la metropolitana —le dijo el conductor, mirando por el espejo—. Así que no hace falta que se preocupe por el dinero. Sin embargo, señorita, supongo que le supondría un problema llegar tarde a la cita, ¿no?
—Claro que sí, pero antes me ha dicho que no se podía hacer nada, ¿verdad?
El conductor miró de soslayo la cara de Aomame por el espejo retrovisor. Llevaba unas gafas de sol de tono claro. Debido a la luz, no podía atisbarse su semblante.
—Oiga, no es que no haya absolutamente ningún modo. Existe un recurso de emergencia un poco forzado, pero podría ir hasta Shinjuku en tren.
—¿Un recurso de emergencia?
—No precisamente a la vista de todo el mundo.
Aomame, sin decir nada y con los ojos entrecerrados, esperó a que el señor hablara.
—Mire, ahí hay un espacio al que podría arrimar el coche —explicó el conductor, señalando hacia delante—. Donde está el panel grande de Esso.
Aomame fijó la vista y vio un espacio de estacionamiento en caso de accidente a la izquierda del segundo carril. Como en la metropolitana no hay arcenes, en ciertos sitios habían habilitado lugares de evacuación para emergencias. Tenían una cabina amarilla con un teléfono de emergencia desde el cual se podía contactar con la administración de autopistas. En aquel momento no había allí ningún coche parado. En el tejado del edificio que separaba aquel carril del carril contrario había un enorme panel publicitario de la compañía petrolera Esso. Consistía en un sonriente tigre que tenía en la mano la manguera de un surtidor de gasolina.
—El asunto es que ahí hay unas escaleras para bajar al nivel del suelo. En caso de incendio o de un gran terremoto, el conductor puede abandonar el coche y descender por ahí. Normalmente, la utilizan los obreros de mantenimiento de carreteras. Tras bajar por esas escaleras, hay una estación de la red Tōkyü cerca. Si coge un tren, llegará enseguida a Shinjuku.
—No sabía que hubiera escaleras de emergencia en la metropolitana.
—Por lo general, nadie lo sabe.
—¿Pero no me meteré en un lío si las utilizo sin permiso, sin tratarse de un caso de emergencia?
El conductor tardó un poco en contestar.
—Bueno... No sé bien cómo funcionan exactamente las normas de la Corporación Nacional de Carreteras. Pero no va a molestar a nadie y, además, seguro que lo pasarían por alto. En general, en estos sitios no suele haber nadie acechando. En todas partes hay muchos empleados de la Corporación de Carreteras, pero todo el mundo sabe que en realidad hay pocos que trabajen.
—¿Qué tipo de escaleras son?
—Pues parecen unas escaleras de emergencia para incendios. Mire, como aquellas en la parte posterior de aquel viejo hotel. No son particularmente peligrosas. Tienen la altura de un edificio de tres plantas, más o menos, pero pueden bajarse con normalidad. Aunque ahora mismo en la entrada hay una verja, no es alta y puede saltarse sin problemas.
—¿Las ha usado usted en alguna ocasión?
No respondió. Tan sólo esbozó una débil sonrisa al espejo interior. Aquella sonrisa podía interpretarse de diferentes formas.
—Depende completamente de usted —dijo el conductor, dando golpecitos en el volante con la punta de los dedos al ritmo de la música—. A mí no me importa descansar aquí sentado, escuchando buena música. Como, por mucho que haga, no podemos ir a ninguna parte, no nos queda más remedio que resignarnos. Pero, si se trata de un asunto urgente, siempre tiene el recurso de emergencia.
Aomame frunció de forma imperceptible el ceño, echó un vistazo al reloj y, a continuación, alzó la cara y miró alrededor del coche. A la derecha había un Mitsubishi Montero negro ligeramente cubierto de polvo blanco. En el asiento del acompañante, un hombre joven había abierto la ventana y fumaba con aire de hastío. Tenía el pelo largo, estaba bronceado y llevaba un cortavientos granate. En el maletero había apiladas varias tablas de surf sucias y ajadas. Delante de ese coche se había parado un Saab 900. Las lunas tintadas estaban completamente cerradas y, desde el exterior, era imposible ver quién iba dentro. El vehículo estaba muy bien encerado. Tan bien que si se pusieran al lado, la cara se le reflejaría.
Delante del taxi al que Aomame se había subido se encontraba un Suzuki Alto rojo con una matrícula abollada del barrio de Nerima en el parachoques trasero. Una madre joven agarraba el volante. La hija pequeña se aburría y no paraba de moverse encima del asiento. La madre le llamaba la atención, con cara de estar harta. A través del cristal podían leerse los movimientos de la boca de aquella madre. Era exactamente la misma escena de hacía diez minutos. Durante aquel intervalo, el coche no debía de haber avanzado ni siquiera diez metros.
Aomame reflexionó durante un buen rato. Fue liquidando mentalmente diversos factores por orden de prioridad. Pasó algún tiempo hasta que llegó a una conclusión. La música de Janáček entró, entonces, en el último movimiento.
Aomame sacó unas pequeñas gafas de sol Ray-Ban de la bandolera. Luego tomó tres billetes de mil yenes de la cartera y se los entregó al conductor.
—Me bajo aquí. Es que no puedo llegar tarde —le dijo. El conductor asintió y tomó el dinero.
—¿Quiere recibo?
—No me hace falta. Y quédese con el cambio.
—Gracias —dijo el conductor—. Tenga cuidado, que sopla mucho viento. ¡No vaya a resbalar!
—Lo tendré —respondió Aomame.
—Una cosa más —el conductor habló dirigiéndose al espejo interior—. Me gustaría que recordara lo siguiente: las apariencias engañan.
«Las apariencias engañan», repitió Aomame en su cabeza, y frunció ligeramente el ceño.
—¿Qué quiere decir eso?
El conductor eligió las palabras.
—En fin, podría decirse que lo que está a punto de hacer no es algo normal. ¿No es así? La gente normal no desciende por unas escaleras de emergencia en la autopista metropolitana en pleno día. Sobre todo una mujer.
—Sí, es verdad —dijo Aomame.
—Y cuando se hace algo así, el paisaje cotidiano..., ¿cómo se lo podría decir?... Tal vez parezca un poco diferente al de siempre. A mí me ha pasado. Pero no se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una.
Aomame pensó en lo que el conductor acababa de decirle. Mientras pensaba, la música de Janáček terminó y el público empezó a aplaudir al instante. ¿Dónde habría tenido lugar el concierto de la grabación que habían retransmitido? Fue una ovación apasionada. A veces también se oían gritos de bravo. Le vino a la mente la escena del director de orquesta sonriendo y haciendo reverencias hacia el público puesto de pie. Alzaba la cabeza, alzaba los brazos, le daba un apretón de manos al concertino, se daba la vuelta, levantaba ambos brazos, aplaudía a los miembros de la orquesta, se volvía hacia el público y, una vez más, hacía una profunda reverencia. Al cabo de un buen rato de aplausos grabados, éstos empezaron a enmudecer. La sensación era semejante a escuchar con atención una interminable tormenta de arena en Marte.
—Realidad no hay más que una —repitió el conductor despacio, como si subrayara un fragmento importante de un libro.
—Por supuesto —dijo Aomame. Efectivamente. No puede haber más que una cosa, en un tiempo y en un lugar. Einstein lo demostró. La realidad es serenidad persistente, soledad persistente.
Aomame señaló el equipo de estéreo.
—Sonaba genial.
El conductor asintió.
—¿Cómo se llamaba el compositor?
—Janáček
—Janáček —repitió el conductor, igual que si memorizara una contraseña importante. Después empujó una palanca y abrió la puerta trasera automática—. Cuídese. Espero que pueda llegar a tiempo.
Aomame se apeó del coche con el pequeño bolso bandolera de piel en la mano. Cuando se bajó del vehículo, el aplauso seguía sonando en la radio. Se dirigió al espacio para evacuación en caso de emergencia, que estaba a unos diez metros más adelante, y caminó con precaución por el borde de la autopista. Cada vez que un camión de transporte pesado pasaba por el carril contrario, el pavimento temblaba por el efecto de la alta velocidad. Más que a un temblor, se parecía a una marejada. Como caminar por la cubierta de un portaaviones en un mar encabritado.
La niña pequeña del Suzuki Alto rojo asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del acompañante y se quedó mirando a Aomame boquiabierta. Entonces se dio la vuelta y preguntó a su madre:
—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué está haciendo esa chica? ¿Adónde va? ¡Yo también quiero salir! ¡Eh, mamá! ¡Yo también quiero salir! ¡Eh, mamá! —le pidió en voz alta insistentemente.
La madre sólo negó con la cabeza, en silencio. Después echó una rápida mirada de reproche a Aomame. Sin embargo, aquélla fue la única voz que se oyó en los alrededores, la única reacción perceptible. Los demás conductores se limitaban a dar caladas a sus cigarros, fruncían ligeramente el ceño y la seguían con la mirada, como si vieran algo deslumbrante, mientras ella caminaba a paso ligero, sin titubear, entre el muro lateral y los coches. Era como si, de momento, se reservaran sus juicios. A pesar de que los coches no se movían, el que alguien caminara por el pavimento de la autopista metropolitana no era algo habitual. Requería algún tiempo asimilarlo y aceptarlo como un episodio real. Aún más teniendo en cuenta que quien caminaba era una chica joven con minifalda y zapatos de tacón.
Aomame caminaba con paso firme y decidido, con la barbilla erguida, la vista fija al frente y la espalda recta, mientras sentía en la piel las miradas de la gente. Los zapatos de tacón castaños de Charles Jourdan golpeaban el pavimento con un ruido seco y el viento mecía los bajos del abrigo. Ya había comenzado abril, pero el viento aún era frío y contenía un presentimiento de agresividad. Encima del traje verde de lana fina de Junko Shimada, llevaba un abrigo de entretiempo beis y un bolso bandolera negro de piel. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, bien cortado y arreglado. No llevaba ningún complemento, ni nada que se le asemejara. Medía un metro y sesenta y ocho centímetros de estatura, y tenía todos los músculos cuidadosamente forjados, sin un gramo de grasa de más, aunque el abrigo lo ocultaba.
Observando con detenimiento su rostro de frente, podía verse que la forma y el tamaño de sus orejas diferían considerablemente a ambos lados. La oreja de la izquierda era bastante más grande que la de la derecha y un poco deforme. Pero nadie se daba cuenta de ello, porque, por lo general, las llevaba escondidas bajo el pelo. Al cerrar los labios, éstos formaban una línea recta y sugerían un carácter arisco en toda circunstancia. Una naricita fina, unos pómulos un tanto salientes, una frente ancha y unas cejas largas y rectas acusaban aún más esa tendencia. No obstante, tenía una cara más o menos ovalada y proporcionada. Gustos aparte, podría decirse que era bella. El único problema era la excesiva dureza en la expresión de su cara. En aquellos labios cerrados con fuerza no afloraba una sonrisa a menos que fuera necesario. Ambos ojos parecían no cansarse de mostrarse fríos, como excelentes vigías en la cubierta de un barco. Por eso, su cara nunca dejaba una impresión vivida en los demás. En muchos casos, lo que llamaba la atención de la gente, más que las veleidades y los defectos de aquellas facciones estáticas, era la naturalidad y elegancia de su gesto. La mayoría de la gente era incapaz de entender bien el rostro de Aomame. Una vez que apartaban la mirada de ella, ya no podían describir su cara. Aunque debía de tener un rostro particular, de algún modo, los detalles de sus rasgos no calaban en la mente. En ese sentido, se parecía a un insecto ingeniosamente mimetizado. Cambiar de color y forma, integrarse en el paisaje, llamar la atención lo menos posible, ser recordada con dificultad; eso era lo que Aomame buscaba por encima de todo. Desde que era pequeña, se había ido protegiendo de esa manera.
Sin embargo, cuando pasaba algo y fruncía el ceño, las frías facciones de Aomame cambiaban hasta límites dramáticos. Los músculos faciales se crispaban de manera enérgica, cada uno en una dirección; se acentuaba hasta los extremos la asimetría entre ambos lados de su semblante, se le formaban arrugas profundas aquí y allá, los ojos se le retraían rápidamente hacia dentro, la nariz y la boca se le deformaban con violencia, el mentón se le retorcía, los labios se le levantaban y dejaban al descubierto unos grandes dientes blancos. Entonces, como si cortaran la cuerda que sujetaba una careta y ésta se desprendiera, de repente se convertía en otra persona. Quien la veía se quedaba atónito ante aquella aberrante metamorfosis. Era un salto sorprendente desde el gran anonimato hacia un abismo sobrecogedor. Por eso siempre tenía cuidado de no fruncir el ceño delante de gente desconocida. Únicamente torcía la cara cuando estaba sola o cuando quería amenazar a un hombre que no le agradaba.
Al llegar al espacio de estacionamiento para urgencias, Aomame se detuvo y miró a su alrededor buscando las escaleras de emergencia. Las encontró pronto. A la entrada de las escaleras había una verja de hierro que le llegaba un poco más arriba de la cintura, y le habían echado el cerrojo a la puerta, tal y como el conductor le había dicho. Le amargaba un poco tener que saltar la verja con la minifalda ceñida que llevaba, pero, mientras no atrajera las miradas de la gente, no iba a resultar demasiado difícil. Se quitó los zapatos de tacón sin titubear y los metió en el bolso bandolera. Si caminaba descalza, quizá se le romperían las medias, pero podía comprar unas nuevas en cualquier tienda.
La gente observaba en silencio cómo se descalzaba y se quitaba el abrigo. Por las ventanillas abiertas de un Toyota Célica negro, que estaba parado justo enfrente, sonaba de música de fondo la voz aguda de Michael Jackson. Billie Jean. A Aomame se le ocurrió que era como si estuviera en medio de un show de striptease. «¡De acuerdo! Miren si quieren. Seguro que se están aburriendo, metidos en este atasco. Pero, señoras y señores, no voy a desnudarme más. Hoy sólo toca zapatos de tacón y abrigo. Lo siento mucho.»
Aomame se ató el bolso bandolera para que no se le cayera. El flamante Toyota Crown Royal Saloon negro del que acababa de bajarse se veía a bastante distancia. Recibía de frente el sol de la tarde y el parabrisas deslumbraba como un espejo. Ni siquiera se veía la cara del conductor. Sin embargo, debía de estar mirándola.
No se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una.
Aomame inspiró y espiró profundamente. Luego saltó la verja siguiendo con el oído la melodía de Billie Jean. Se había arremangado la minifalda hasta la cintura. «¡Qué más da!», pensó. «Si quieren mirar, que miren a gusto. Porque aunque miren lo que hay dentro de la falda, no van a ver a través de mi persona.» Aquellas bellas y esbeltas piernas eran para Aomame la parte del cuerpo de la que más orgullosa se sentía.
Cuando se bajó al otro lado de la verja, Aomame se colocó los bajos de la falda, se limpió el polvo de los brazos, se volvió a poner el abrigo y se colgó la bandolera al hombro. También empujó el puente de las gafas de sol hacia atrás. Tenía las escaleras de emergencia ante los ojos. Eran unas escaleras de hierro pintadas de gris. Unas escaleras que sólo buscaban la sencillez, el pragmatismo y la funcionalidad. No habían sido fabricadas para que las utilizara una chica en minifalda, calzada con tan sólo unas medias. Junko Shimada tampoco diseñaba trajes teniendo en cuenta que se utilizarían para subir y bajar escaleras de evacuación en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Un pesado camión pasó por el carril contrario y las escaleras temblaron. El viento silbaba por entre los huecos del armazón de hierro. Con todo, allí estaban las escaleras. Ahora sólo le faltaba bajarlas hasta tocar tierra.
Aomame se volvió por última vez, con la postura de quien, tras un discurso, se queda de pie en el estrado, esperando las preguntas de la audiencia, y miró de izquierda a derecha y de derecha a izquierda los vehículos que formaban una fila sin intersticios sobre el pavimento. La fila de coches no había avanzado ni un ápice con respecto a hacía un rato. La gente se había detenido allí, sin nada que hacer, observando todos sus movimientos. Se preguntaban azorados qué demonios estaría haciendo aquella chica. Las miradas, en las que se entremezclaban preocupación y despreocupación, envidia y desdén, se vertían sobre Aomame, que había pasado al otro lado de la verja. Los sentimientos de aquella gente se balanceaban como una báscula inestable, incapaces de caer hacia un mismo lado. Un silencio plúmbeo los envolvía. No había nadie que levantara la mano e hiciera preguntas (y aunque hicieran preguntas, Aomame no tenía intención de contestarlas). La gente sólo aguardaba en silencio una ocasión que nunca llegaría. Aomame irguió levemente el mentón, se mordió el labio inferior y los evaluó por encima desde el fondo de aquellas gafas de sol de color verde oscuro.
«Seguro que ni os imagináis quién soy, adonde voy y qué voy a hacer a continuación», empezó a decir Aomame sin mover los labios.
«Vosotros estáis ahí atados, no podéis ir a ningún sitio. Apenas podéis avanzar y ni siquiera podéis dar marcha atrás. Pero yo no. Yo tengo un trabajo que hacer. Una misión que debo ejecutar. Por eso, permitidme que vaya pasando.»
Por último, Aomame sintió ganas de contraer la cara con todas sus fuerzas hacia toda aquella gente. Sin embargo, abandonó la idea. No tenía tiempo para cosas superfluas. Una vez que contrajera la cara, le llevaría trabajo devolverla a su expresión habitual.
Aomame dio la espalda al público enmudecido y comenzó a descender con paso cauteloso las escaleras de evacuación para emergencias, sintiendo la tosca frialdad del hierro en la planta de los pies. El viento frío de principios de abril le mecía el cabello y, a veces, le dejaba al descubierto la deforme oreja izquierda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas