miércoles, 29 de abril de 2015

Edgar Allan Poe Los casos de Monsieur Dupin. Gonzálo Suárez.



Dupin vive en París con su cercano amigo, el anónimo narrador de las historias. Los dos se conocieron por accidente mientras buscaban «el mismo raro y extraordinario libro» en una oscura librería de París. Esta escena y la búsqueda de ambos personajes para encontrar un libro oculto sirve como metáfora para representar el descubrimiento. Dupin es aficionado a los enigmas, acertijos y jeroglíficos. Lleva el título de Chevalier, queriendo decir ello que pertenece a la Légion d’honneur.
En Los crímenes de la calle Morgue (1841), Dupin investiga el asesinato de una madre y su hija en París.
El mismo personaje investiga otro asesinato en El misterio de Marie Rogêt (1842). La historia se basa en la verdadera historia de Mary Rogers, una vendedora de cigarros de Manhattan cuyo cuerpo fue encontrado flotando en el Río Hudson en 1841.
La aparición final de Dupin, en La carta Robada (1844), pone en relieve una investigación sobre una carta que le fue robada a la reina de Francia. Poe calificó a esta historia como «quizá, mi mejor historia del raciocinio».
A lo largo de las tres historias, Dupin recorre tres escenarios. En Los crímenes de la calle Morgue recorre las calles de la ciudad; en El misterio de Marie Rogêt está al aire libre, en un descampado; y en La carta robada, en un encerrado espacio privado.
Dupin no es un detective profesional y sus motivaciones para resolver los misterios cambian a través de los tres relatos. Haciendo uso del raciocinio, combina su considerable intelecto y creatividad, incluso poniéndose a sí mismo en la mente del criminal. Estos talentos están tan desarrollados que parece leer la mente de su acompañante, el narrador anónimo de las tres historias.
Poe creó a Dupin incluso antes de que el término detective fuera conocido. No se sabe a ciencia cierta qué lo inspiró, pero el apellido Dupin parece provenir del inglés duping, engañar o timar. Este personaje sentó las bases para la creación de nuevos detectives ficticios, incluyendo a Sherlock Holmes, y estableció los elementos más comunes del género policial clásico. El método de Dupin es identificarse con el criminal y adentrarse en su mente. Sabiendo cómo piensa un criminal, él puede resolver cualquier crimen. El personaje también enfatiza la importancia de leer y escribir: muchas de las pistas provienen de leer los periódicos o de reportes escritos por el Prefecto. Este mecanismo llama la atención del lector, quien sigue adelante buscando las pistas por cuenta propia.
Muchos tropos que luego llegarían a ser corrientes en las novelas policiales aparecieron primero en los relatos de Poe: el excéntrico pero brillante detective, el policía incompetente, la narración en primera persona por un amigo cercano. Dupin también inicia el mecanismo de narración donde el detective anuncia su solución y luego explica el razonamiento que lo condujo a ello.

***
Poe nació en Baltimore en 1813. Pero no murió. Goza del dudoso privilegio de haber sido adoptado por una veleidosa matrona: la posteridad. Lo meció en sus brazos hasta nuestros días, pero no siempre se mostró maternal. Inicialmente, seducida e incestuosa, le proporcionaba a su hora el biberón de gloria, o de bourbon, tanto da, hasta que, cansada de acunarlo en su regazo, dejó de ser la madre protectora para abandonarlo a la merced de la marejada de las modas. Hubo quien dijo entonces (Poe par lui même, Ed. du Seuil, París) que Edgar Allan Poe era sólo un autor para niños. Tamaño imbécil de cuyo nombre no quiero acordarme ignoraba que los genios siempre son niños, niños borrachos para más señas, y que únicamente los niños y los borrachos dicen lo que sienten. O sea, la verdad, Edgar Allan Poe tenía eso que nuestro Claudio Rodríguez ha dado en denominar el don de la ebriedad. Una suprema lucidez que sólo los místicos y los poetas, valga la redundancia, alcanzan. Poe era un poeta, su propio nombre casi lo enuncia. Y su misticismo, revestido de cosmogonía, deviene lógica fulgurante remando entre la intuición y el intelecto, para convertirse en auténtica aventura de narrador. Penalizar a Poe como a Stevenson, por su inocencia, es una burda manera de tratar de conjurar, en vano, el vértigo que suscita en los que, borrachos o no, todavía perseguimos al niño que un día fuimos para volver a formular las preguntas a las que nuestros mayores nunca respondieron y experimentar los miedos que ellos, hipócritamente, fingían haber superado. La carta que buscamos está sobre la mesa, y en este libro, pero el sobre sigue cerrado. Nadie osará abrirlo porque contiene un secreto que puede acarrear la destrucción. Ésa es la causa de nuestro muy racional terror. Y también el desafío.
De la imaginación nos empecinamos en apreciar solamente lo que consideramos ingenioso y nos apresuramos a relegarla al mundo de la fantasía sin comprender hasta qué punto es la única herramienta de que disponemos para atisbar la realidad. Hasta los científicos la utilizan vergonzosamente, sin nunca nombrarla. Tarde nos sorprendemos de que Frankenstein, por ejemplo, haya cobrado carta de existencia. Pues bien, los relatos de Edgar Allan Poe no son pirotecnia literaria y su vigencia necesita ser reivindicada, redescubierta diría yo, espabilando la memoria, como en su día lo fue por Charles Baudelaire, su hermano francés, que nos reveló el abismo de su mirada. Una mirada compartida por ambos. Basta confrontar sus retratos. Nacidos para conocerse sin encontrarse, y no por etílicas coincidencias, sino porque proyectaban la misma sombra, desde diferentes continentes. Lo que demuestra que los nexos no son únicamente genéticos, como ahora creemos. Y las distintas patrias de origen son también lo de menos. Baudelaire se reconoció en Poe como en un espejo. Y de él nos habla como de un sí mismo y nos dice las cosas que de sí hubiera querido oír. Proclama su amor a la belleza y el genio muy especial que le permite abordar, deforma impecable e implacable, terrible por consiguiente, la excepción en el orden moral. Y lo exalta como el mejor escritor que jamás haya conocido. No exagera. Lo sabe y confirma como cosa experimentada en su interior que no requiere parámetros establecidos ni salvoconductos culturales. Destaca el ardor con el que Poe se zambulle en lo grotesco por amor a lo grotesco y en lo horrible por amor a lo horrible, lo que verifica la sinceridad de su obra y la imbricación del hombre con el poeta. Ensalza la voluptuosidad sobrenatural que el hombre experimenta al ver correr su propia sangre, las repentinas sacudidas, inútiles y violentas, los gritos lanzados al aire, sin que el espíritu haya impelido al gaznate. A Poe le gusta agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en los que se revela la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. Eleva su arte a la altura de la gran poesía, concluye. Y pierde la compostura, delatándose, cuando nos habla del opio que dota de sentido mágico a las bocanadas de luz y color que hacen vibrar los ruidos con significativa sonoridad. Baudelaire, no cabe duda, ha hecho, por derecho, de Poe su propia experiencia y la expresa con la desfachatez y vehemencia del artista que se sumerge de rondón en las profundidades desdeñando las apariencias. Hoy sonará a vacua retórica a los que sólo sean capaces de percibir el eco de su muy postmoderna vacuidad. Pero Baudelaire era, y es, Baudelaire. Y nosotros, mal que nos pese, sus herederos. No podremos zafarnos de Poe, por digerido que haya sido, con el subterfugio del ninguneo, palabra de moda, ni la irrisión, actitud tarantínesca con la que creemos soslayar la soledad. Navegamos en el mismo barco. Rumbo a lo desconocido. También somos él. Y podríamos hacer nuestra la exclamación de otro hermano maldito, Guy de Maupassant, cuando en presencia de su doble profiere: ¡Existe únicamente porque estoy solo!
Disfrutemos de la lectura de estos cuentos de Edgar Allan Poe para sentirnos en inquietante y honrada compañía.
GONZALO SUÁREZ

martes, 28 de abril de 2015

Constantino Bértolo.DASHIELL HAMMETT Un escritor sin adjetivos.


Dashiell Hammett

Obras completas
Tomo I
Novelas
 Títulos originales de las obras de este tomo:

Red Harvest (Cosecha roja), traducción de Francisco Páez de la Cadena.
The Dain Curse (La maldición de los Dain), traducción de Francisco Páez de la Cadena.
The Maltese Falcon (El halcón maltes), traducción de Francisco Páez de la Cadena.
The Glass Key (La llave de cristal), traducción de Horacio González Trejo.
The Thin Man (El hombre delgado), traducción de Horacio González Trejo.
A Woman in the Dark: A Novel of Dangerous Romance (Una mujer en la oscuridad: novela de un idilio peligroso), traducción de Francisco Páez de la Cadena

 PRESENTACIÓN


DASHIELL HAMMETT
Un escritor sin adjetivos


No sé si fue Hemingway u otro escritor, acaso Albert Camus, quien dijo aquello tan sabio de que «hay que elegir entre ser escritor o ser protagonista de novela». Un sabio consejo para tantos que confunden la literatura con la vida sin lograr separar nunca los límites entre una y otra.
El caso es que no hay regla sin excepción aparente y uno de esos casos bien puede ser el de Samuel Dashiell Hammett. Su vida parece una película: nace el 27 de mayo de 1894 en una granja del condado de St. Mary, en el Estado de Maryland, en el seno de una familia que lucha por salir de la penuria. Vive su adolescencia en Baltimore, entra en contacto con la lectura, trabaja como empleado de los ferrocarriles, ingresa en la agencia de detectives Pinkerton, aprende el arte de seducir a las mujeres, se alista en el ejército, enferma del pulmón, vuelve a trabajar de detective, se matricula en un curso de periodismo y entra a trabajar como redactor publicitario para una joyería. Se casa con una enfermera, tiene dos hijas y decide abandonar a su familia para poder dedicarse a la escritura. Redacta anuncios, bebe whisky a destajo y trabaja duro. En 1922 la revista The Smart Set publica uno de sus relatos y empieza a labrarse un cierto prestigio. En 1923 publica el primero de los relatos de El agente de la Continental en la revista Black Mask, en donde aparecerán por entregas sus primeras historias. En 1929 recopila y corrige los materiales que conformarán su primera novela publicada como libro: Cosecha roja, y a continuación La maldición de los Dain, y luego El halcón maltes y poco más tarde La llave de cristal. La fama, Nueva York, el alcohol y mujeres. En 1930 conoce a Lillian Hellman. Viaja a Hollywood para trabajar de guionista. Fama, dinero, alcohol, mujeres. Sigue publicando, sus novelas se adaptan con enorme éxito al cine. Humphrey Bogart populariza la imagen de sus héroes. Colabora con Lillian en las primeras piezas teatrales de ésta. Todavía publicará dos novelas, El hombre delgado y Una mujer en la oscuridad, y algunos relatos. A los cuarenta años el mundo estaba en sus manos. No volvería a escribir nunca más. Como si el protagonista hubiese terminado por tragarse al escritor. En la segunda guerra mundial se alista como voluntario. En la posguerra será víctima de la caza de brujas, siendo acusado de colaboración con los comunistas. Su silencio le llevará a la cárcel. Los últimos años serán de sufrimiento. Hospitales y residencias. Muere en 1961 de cáncer de pulmón. El 10 de enero.
Una vida de leyenda. Una biografía digna de Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Lautreamont o E. A. Poe. El aura romántica de los poetas malditos y la aureola mítica de los escritores norteamericanos de izquierda.
Pero la leyenda puede impedir que veamos los árboles. «Por sus obras los conoceréis» y por eso es necesario volver una y otra vez a sus obras, a sus novelas, a sus relatos. Lo curioso es que generalmente se entra en la obra de Hammett por el camino indirecto del cine. Las películas rodadas sobre sus novelas constituyen parte esencial del gran cine norteamericano en su época dorada. Es imposible separar la imagen de Sam Spade, su detective más famoso, del gesto huraño y desolado de Bogart. Difícil es separar las frases de Bogart, secas, irónicas, escépticas, del texto real de relatos y novelas. Como si Hammett, además de modificar radicalmente los caminos de la novela policíaca, hubiera creado también el cine negro, y en verdad que es difícil separar dónde acaba Hammett y dónde empieza el cine.
Cuando Hammett empieza a publicar sus primeros relatos la novela policíaca era ya un género plenamente constituido. Si todo género literario es ante todo una institución basada en un compromiso tácito entre el lector y el autor, las partes de ese contrato, es decir, el asunto y temática y el repertorio recurrente de artificios —los elementos básicos de un género— ya estaban establecidas. Desde Poe se había ido conformando el Corpus del género y sus claves últimas serían las provenientes del enfrentamiento entre misterio y razón. Hacia 1920 la novela policíaca se había desarrollado como novela de enigma en cuanto que el crimen era el motor que generaba las preguntas básicas a las que toda novela —policíaca— debía contestar: ¿quién lo hizo?, ¿por qué?, ¿cómo? El encargado de contestar a esas preguntas era un detective dotado de especiales dotes deductivas e inductivas y capaz de relacionar pistas y sospechosos hasta que el rompecabezas cuajara de manera adecuada. Detectives que como el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de Conan Doyle o el padre Brown de Chesterton encarnaban, de una u otra manera, «la razón» elevada a la condición de paladín o herramienta suficiente para «desfazer» los entuertos —crímenes— que perturbasen las tranquilas aguas de la normalidad. La novela policíaca tradicional, también llamada novela enigma o novela problema, descansaba sobre una base positivista —la razón como espada contra las sombras, la ciencia como instrumento de conocimiento— desde el punto de vista ético y en una ideología muy pequeño burguesa —la propiedad privada como núcleo de las relaciones sociales, la honradez como valor, la seguridad como meta— desde el punto de vista social. En la novela policíaca tradicional el crimen estaba contemplado como una mera perturbación, como un accidente que trastornaba el orden establecido pero sin que éste fuera nunca puesto en duda, y no es extraño que el escenario predilecto de tantas y tantas novelas de este corte fuera el hogar familiar, «la biblioteca», como símbolo de los valores más representativos de la burguesía.
Y si esto era así desde el punto de vista de la representación de la realidad, en el plano narrativo esa novela descansaba sobre una estructura lineal que se desarrollaba con una doble intención: por un lado, el detective lleva a cabo su investigación buscando pistas y descartando sospechosos para contestar a la pregunta de ¿quién lo hizo?; por el otro lado, el desarrollo narrativo está condicionado por la necesidad intrínseca de que el lector no descubra antes que el detective la respuesta a esa pregunta. En otras palabras, la estructura de la novela policíaca tradicional se construye sobre un doble pivote: descubrir y ocultar. El equilibrio entre ambos pivotes es determinante de la calidad constructiva del relato, puesto que el pacto contractual entre lector y autor exige de este último una cierta honradez narrativa que impide que se le escamotee al lector aquellas pistas o hechos que puedan permitirle descubrir la verdad antes o al tiempo que el detective.
En realidad, la novela policíaca reunía en sí misma tres narraciones diferentes. La primera está constituida por la novela anterior al comienzo de la acción, pues si la acción comienza con el crimen existe una narración anterior cuyo argumento finaliza precisamente con ese crimen y por eso se le puede llamar la narración primigenia. La segunda narración es una narración ficticia, entendiendo por ficticia la presencia clara de una voluntad de engaño. El contenido de esa narración está conformada por las falsas pistas y ocultamientos que el asesino o culpable establece con la intención de que la novela primigenia —los hechos que en realidad ocurrieron— no pueda ser leída, es decir, desentrañada. Esta segunda narración puede ser llamada la novela del asesino, pues es él quien la programa, escribe. La tercera narración coincide con el texto y es aquella que nos va dando cuenta de cómo el detective rechaza la novela del asesino para ir desentrañando la novela primigenia. En realidad, la novela policíaca es el enfrentamiento entre dos ficciones: la ficción que monta el asesino y la ficción que monta el detective. Por eso bien puede decirse que el asesino o culpable si es descubierto es porque es un mal escritor: escribe mal su novela, mientras que el detective es un buen crítico pues descubre los fallos de aquella novela pero por una vez el crítico no es un escritor frustrado pues mientras hace la crítica escribe la novela.
Si a todo eso añadimos que el lector —que sabe que las novelas policíacas se basan en que el héroe encuentre la solución y en que el lector no la encuentre— desconfía a su vez de la novela, la vigila buscando adelantarse a la solución del misterio, se entiende perfectamente la excitación intelectual que la novela policíaca produce en sus lectores. No es extraño que se hable de adictos si tenemos en cuenta que el género le permite al lector ser al mismo tiempo el detective (por identificación con el héroe), culpable (por ver cómo poco a poco el montaje de éste se desmorona) y detective supremo (investiga la investigación del detective).
Vemos por tanto que la novela policíaca tradicional se había constituido de manera muy sólida y que prácticamente funcionaba como un artificio muy regulado y determinado. En realidad, sus textos eran meros juegos seudointelectuales más ligados al ajedrez o a los crucigramas que a los contenidos profundos de la narración, entendiendo por ésta una concatenación de hechos con interés humano. Piezas de relojería o de orfebrería con talentos indiscutibles entre sus artesanos. Así era la novela policíaca antes de Hammett.
Hammett entró en aquel panorama como un elefante en una cacharrería. Rompió todo. Si hasta entonces una novela policíaca era la historia de un habilidoso que lenta y pausadamente iba desatando el nudo gordiano de un crimen, Hammett entró en ese terreno como Alejandro en Asia: rompiendo el nudo de un golpe. En palabras de Raymond Chandler, «Hammett restituyó el crimen a su lugar natural: la calle».
La entrada de Hammett en el mundo de la literatura policíaca supuso una verdadera revolución hasta el punto de que bien puede hablarse de un antes y un después. Con la literatura de Hammett, la novela policíaca se abre a un nuevo camino e inaugura una nueva forma de abordar lo criminal que hoy reconocemos con la etiqueta de «novela negra».
Ciertamente no debe caerse ni en la hagiografía ni en una interpretación individualista de la historia literaria. Esa revolución no es producto de un solo autor, por mucho talento que éste tenga, ni procede de la nada.
En realidad, la novela tradicional ya daba señales de que su formulación general estaba en vías de agotamiento. Experimentos narrativos como los de Austin Freeman, Roy Vickers o Francis Îles, que introdujeron lo que se llamó «inversión», es decir, la narración descubre en sus inicios al criminal y por tanto la investigación, y el suspense, se traslada de centro —del quién lo hizo al será o no será descubierto—, eran evidentes síntomas de que aun sin salirse de la estructura básica del género algunos autores querían romper con sus moldes más estrictos. Por otro lado, la narrativa norteamericana estaba estrenando, de la mano de autores como Hemingway, Faulkner, Steinbeck o Dos Passos, una mirada profundamente realista sobre el entorno social. Desde el punto de vista social había surgido un amplio público de corte muy popular que buscaba ávidamente mitos y referentes. Al socaire de esta demanda proliferaban las revistas populares o pulp que ofrecían narraciones de corte muy realista y muy ligadas a un cierto tremendismo. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la novela de enigma se había asentado fundamentalmente en Inglaterra, mientras que en EE UU se había mantenido una cierta novela policíaca más ligada a las aventuras que a la mera investigación deductiva.
En el origen de lo que hoy denominamos «novela negra» ocupa un papel de primera fila una de esas publicaciones, Black Mask. Nacida en 1920 a partir de una iniciativa de los editores de The Smart Set —la revista donde Hammett publicó su primer relato—, esta publicación pretendía recoger al público interesado en las revistas pulp y las ediciones baratas de novelas del oeste o de crímenes —las famosas dime novels— publicando relatos de misterio y policíacos. Sus primeros editores, Mencken, Nathan y Phil Cody dieron la oportunidad a un grupo de escritores, entre los que se encontraba Hammett, que conectaban con los gustos de ese público mayoritario. La revista se asentaría de manera espectacular bajo la dirección de Joseph T. Shaw. Hammett siguió los pasos de Carroll John Daly, autor hoy olvidado pero que tiene el interés manifiesto de haber sido el primero en poner en el primer plano narrativo la figura de un investigador que por sus características rompía con la imagen fría, científica y calculadora de los investigadores tradicionales hasta entonces en el género. Nacía así el hard-boiled, «duro y en ebullición» según la afortunada traducción de Javier Coma, referida a la figura de ese investigador de carácter duro, violento, amante de la acción, sin apenas valores morales y dotado de un cinismo que rozaba la crueldad. El hallazgo de ese punto de vista supondría para Hammett la posibilidad de llevar a la práctica su sentido de la narración policíaca y por tanto su visión de la realidad y su filosofía de la vida. La experiencia personal de Hammett como detective de la agencia Pinkerton le había aportado una visión del mundo del crimen muy alejada de la realidad de laboratorio típica de la novela policíaca de enigma. Había sido un testigo privilegiado de la «normalidad» de la sociedad de su tiempo. Desde que en 1920 se había aprobado la Ley seca, la proliferación de la violencia era espectacular. Los gánsteres y mafiosos se habían introducido en todo el cuerpo social y la corrupción y los crímenes eran la moneda de cada día. Hammett, personalmente, enfermo de pulmón, veía la vida como algo carente de sentido y vivía bajo la sospecha permanente de que «llegar al jueves» no es nada seguro.
Desde esa posición construyó una literatura policíaca de enorme intensidad. El peso de sus relatos caerá pronto sobre la figura de El agente de la Continental, cuarentón, regordete, astuto, cínico, cruel incluso, escéptico, pesimista y desconfiado. En sus relatos en primera persona el mundo pasa por su filtro amargo. Se mueve como pez en el agua en el mundo de la delincuencia. Permanece de este lado de la ley pero no se sabe muy bien por qué. Todavía conserva un cierto código de honor, de dignidad. Hace su trabajo y lo quiere hacer bien. El fin justifica los medios.
Relato a relato, novela a novela, el mundo narrativo que va construyendo Hammett se desentiende de manera radical del universo de la novela policíaca tradicional. El héroe no es ninguna encarnación de la diosa razón; sus capacidades deductivas no son espectaculares, intuye, sabe y busca. No encuentra pistas, las busca. Su herramienta no es el cerebro sino la acción. Se conserva la base del género: un crimen y una investigación, pero ese crimen ya no es un accidente que trastoca el orden sino un desorden más dentro del desorden general, ni la investigación es un ejercicio de neuronas sino de puños y valor. Lo irracional, la violencia, el miedo, la sangre forman parte del escenario de la gran ciudad. Lo de menos es descubrir al culpable o criminal que por otra parte es conocido desde el principio de los relatos; se trata de mostrar la acción, el carácter del protagonista, de dar testimonio más o menos crítico de la realidad, de diseccionar las pasiones reales que mueven el mundo que se narra: la ambición, la avaricia, el deseo, la voluntad de poder, el miedo, la intolerancia, el abuso, la ley del más fuerte.
Pero si esos son los componentes básicos de la narrativa de Hammett, es indudable que su peso dentro de la historia de la novela policíaca viene determinada por las enormes cualidades narrativas que el autor poseía y que han hecho que su obra sobrepase los límites del género para inscribirse por derecho propio en la historia de la literatura. Escritores como Gide, Cernuda o Malraux vieron pronto que su narrativa estaba más allá de las etiquetas.
Destaca en Hammett el sentido del ritmo narrativo, su enorme capacidad para dotar de significación a los elementos del entorno, el intenso partido que extrae de la economía expresiva, la plasticidad de sus imágenes y el talento para narrar y describir desde un tono neutro, objetivo, descarnado y seco que muestra sus momentos más brillantes en el diálogo como recurso primordial para la construcción de los personajes. Son esas capacidades las que le permiten haber creado esa serie de magistrales ficciones literarias, novelas y relatos, con las que desmontar la gran ficción de la vida, ahondar en la ficción de las apariencias, en la ficción del orden, de la respetabilidad, de las grandes palabras. Descubrir hasta el fondo las contradicciones radicales de esa gran ficción que llamamos vida, la gran asesina.
La edición de sus obras completas que hoy presentamos va más allá de la ceremonia literaria que conlleva el centenario de su nacimiento. Nace esta iniciativa desde la creencia de que en Hammett tiene la literatura de hoy uno de sus más claros referentes.
El papel de Hammett como creador de ese estilo de novela policíaca que llamamos novela negra no determina ni agota su significación literaria. Hoy, cuando la novela negra se ha constituido a su vez en un género codificado y expoliado, la estatura narrativa de Hammett no sólo se hace patente al comprobar cómo sus imitadores apenas logran traspasar la superficie anecdótica de su obra, sino también al constatar que el paso de los años no ha erosionado nada, ni la capacidad expresiva de su escritura ni la potencia estética y ética de su geografía narrativa. Leer hoy a Hammett supone el encuentro con un verdadero maestro literario, con un autor capaz de penetrar en los pliegues más ocultos de la realidad y de la vida.
Construir un personaje con una sola frase. Hacer oír el silencio que se agolpa en un diálogo. Describir en tres pinceladas las grietas que hay detrás de toda apariencia, llenar de amargura el espacio oscuro de una sonrisa irónica. Mostrar que lo literario es lo contrario del oropel o que escribir consiste en revelar el filo agudo de las palabras, son magisterios con los que cualquier lector puede seguir disfrutando cuando se enfrenta a su obra.
En este primer tomo se han agrupado sus seis grandes novelas. Para su edición hemos sopesado la conveniencia o no de presentar como novela el conjunto de los dos relatos —«El gran golpe» y «Dinero sangriento»— que diversos especialistas, algunos de tanto relieve como el español Javier Coma, consideran como una obra única. Sin duda, hay elementos —trama, personajes, tono— que avalan dicha postura. Sin embargo, hemos optado por la presentación clásica o tradicional por entender que si bien Hammett propuso en algún momento su edición como novela unitaria, nunca llevó a cabo el trabajo de reescritura que normalmente efectuaba en casos semejantes. De ahí que dichos relatos sean editados en el segundo tomo de estas obras completas, dedicado a recoger la totalidad de sus narraciones breves.
El silencio de Hammett, el hecho de que dejara de escribir desde finales de los años treinta —en el momento de morir dejó una obra, Tulip, inconclusa— sigue siendo un misterio apasionante. Algunos especialistas hablan de agotamiento, otros, de escepticismo. En cualquier caso, Hammett nos ha dejado un legado literario más que suficiente. Ese es el legado que hoy les ofrecemos. Disfrútenlo.

Constantino Bértolo

lunes, 27 de abril de 2015

Cine y Literatura. John Buchan. Novela 39 escalones.



Político y escritor escocés, John Buchan desarrolló una notable carrera política y diplomática que le llevo a ocupar el puesto de Gobernador general de Canadá en 1935. Miembro del Partido Unionista, se especializó en administración colonial y trabajó para el Departamento de Propaganda durante la I Guerra Mundial. En lo literario, Buchan comenzó pronto a escribir novelas, principalmente dentro del género de aventuras y espionaje, siendo Los 39 escalones su obra más conocida tras la adaptación que realizó del libro Alfred Hitchcock en 1935.


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En `Los 39 escalones`, un hombre con una vida aburrida, conoce a una misteriosa mujer que dice ser espía. Cuando la lleva a su casa, ella es asesinada. Antes de que se pueda dar cuenta, el hombre se encuentra perseguido por una organización llamada los 39 Escalones que no le perderá pisada en una cacería humana por todo Estados Unidos, con un final tan atrapante que dejará a la audiencia sin aliento.

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RESEÑA

Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista...
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.
Fuente: N.N.

domingo, 26 de abril de 2015

CINE Y LITERATURA. El cartero siempre llama dos veces. Un camino fatal.


CINE Y LITERATURA.
James M. Cain nació en Annapolis el 1 de julio de 1892. Se educó en Chestertown, Maryland, y se graduó en el Washington College, en el que su padre era director. Tras servir en la Primera Guerra Mundial, regresó a Baltimore donde comenzó a trabajar como reportero. Empezó escribiendo para el `Baltimore American` y continuó en el `Baltimore Sun` hasta 1923. Tras una temporada en Nueva York, Cain se traslada a Hollywood. Allí intentó escribir guiones de películas, pero encontró un mayor éxito vendiendo relatos de ficción. Su primera novela, `The postman always rings twice`, (`El cartero siempre llama dos veces`) se publicó en 1934 y se convirtió en un bestseller. Cain regresó a Maryland en 1948, asentándose en Hyattsville. Continuó escribiendo y se hizo una figura familiar en el campus de la localidad. James M. Cain murió el 27 de octubre de 1977.

Cain no escribió historias de detectives ni de misterios a resolver, sino que compuso novelas de crimen, sexo y violencia. La gran mayoría de las tramas de Cain siguen un desarrollo similar: un hombre cae en las redes de una mujer, se ve envuelto en actividades criminales debido a ella y, al final, resulta traicionado por dicha mujer. Aunque predecible, esta línea argumental fue abordada una y otra vez, con gran éxito, y hoy en día aún funciona, como vemos en los films posteriores inspirados en la obra de Cain: `Body heat (`Fuego en el cuerpo`) o `Blood simple.

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Cora se desquita de una vida de humillaciones casándose con Nick, pero la llegada de Frank a la fonda, propiedad del matrimonio, aviva las ganas de liberarse de su marido. Los amantes idean un `accidente` para que Nick muera. Pero las cosas no son tan sencillas: la cantidad de intereses creados en el caso golpea y debilita la confianza mutua de la flamante pareja.
Fuente N.N.

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UN CAMINO FATAL
El cartero siempre llama dos veces ha sido reiteradamente saludada y evocada a partir de 1934 —es decir, durante cuarenta y cinco años— como una de las novelas capitales de la literatura negra. Por la fecha de su primera edición en lengua original y por sus indelebles características, forma parte de las obras que cimentaron el género, y su autor, James Cain, es considerado desde entonces como un escritor duro (un tough writer) por excelencia. Once años más tarde, en 1945, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares decidieron incluirla en la colección «El Séptimo Círculo», contribuyendo con esta versión castellana a la difusión de un libro cuyo impacto e influencia empalidecieron buena parte de la obra posterior de Cain.
En un artículo reciente, Javier Coma puntualiza: «En relación a las modalidades y tipologías de protagonismo, la evolución de la novela negra cubre paralelamente dos caminos de sobra conocidos: aquel estructurado sobre el personaje en principio positivo, que lucha a su manera contra el delito; y aquel adentrado en el individuo cuya caída en el crimen le convierte en un ser perseguido y acorralado. El primero brota en los orígenes del género a través del investigador «duro» (hard-boiled detective) [...]. El segundo camino adquirió sólido predicamento a partir del primer James Cain (The Postman Always Rings Twice, 1934, y Double Indemnity, 1936), del debut de McCoy (They Shoot Horses, Don't They?, 1935) y de la menos popular pero asimismo espléndida novela de Don Tracy Criss Cross (1936). Se trata de utilizar a la persona integrada en una vida normal, desconectada tanto del delito como de su represión, que penetra en el universo del crimen, frecuentemente en colaboración o a causa de una mujer»1.
Frank Chambers, protagonista de El cartero siempre llama dos veces, es efectivamente un hombre de vida si se quiere irregular pero cuyo mayor delito ha sido intercambiar, de vez en vez, algunos puñetazos con empleados de los ferrocarriles. Al comenzar la novela no es un criminal, pero se sume en el crimen con una pasmosa vertiginosidad a partir del momento en que conoce a la esposa del griego Nick Papadakis. Chambers y Cora Smith se yerguen entonces en sujetos de una historia cuyas contradicciones parecen llevarlos por un inexorable camino de fatalidad, y el final de la novela es una turbadora y ambigua paradoja: hay algo con más fuerza que la voluntad humana, consciente, y no es precisamente un ser superior —una deidad—, sino el propio, oscuro y desconocido deseo del hombre que termina por enfrentarse instintiva, oscuramente con un sistema represor. Sin duda es posible burlarse de un fiscal —sugiere esta novela de Cain—, pero no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses.
El cartero siempre llama dos veces, con una sorprendente economía de recursos que evita con rigor la descripción interna psicológica de los personajes para relatarlos sólo desde la acción y desde sus austeros diálogos, y con una cierta intemporalidad que, curiosamente, dimensiona el conflicto hasta convertirlo casi en un anacrónico arquetipo, es la historia de un hombre «perseguido y acorralado». La policía no aparece aquí más que cuando se la llama, y si Chambers se encuentra con ella o huye de ella, el hecho no significa nada más allá de algo que fatalmente debe consumarse.
No hay ejemplaridad en él, ni en Cora Smith, ni en el fiscal Sackett, ni en el abogado Katz. El camino de Frank Chambers se borra incesantemente a sus espaldas, como su incierto pasado, y el presente es como un vértigo irregular y violento que oscila entre los instintos y la muerte.
JUAN CARLOS MARTINI

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(Fragmento. Novela: "El cartero siempre llama dos veces").

1
A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno. Me había montado en él la noche anterior en la frontera, y apenas tendido bajo la lona me quedé profundamente dormido. Estaba muy necesitado de ese sueño, después de las tres semanas que acababa de pasar en Tijuana, y dormía aún cuando el camión se detuvo a un lado del camino para que se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que salía debajo de la lona y me arrojaron al camino. Intenté hacer unas bromas, pero el resultado fue un fracaso y comprendí que era inútil esperar nada. Me dieron un cigarrillo, sin embargo, y eché a andar en busca de algo que comer.
Fue entonces cuando llegué a la fonda Los Robles Gemelos. Era una de tantas entre las numerosas de California y cuya especialidad son los sandwiches. Se componía de un pequeño salón comedor, y arriba estaban las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de servicio y un poco más atrás media docena de cobertizos, a los que llamaban aparcamiento. Llegué allí rápidamente y me puse a mirar el camino. Cuando salió el dueño, le pregunté si había visto a un hombre que viajaba en un Cadillac. Le dije que ese hombre debía reunirse conmigo allí, donde comeríamos. Me contestó que no. Inmediatamente preparó una de las mesas y me preguntó qué deseaba comer. Le pedí zumo de naranja, huevo frito con jamón, torta de maíz, crepés y café. Poco después, el dueño estaba de vuelta con el zumo de naranja y las tortas de maíz.
—Oiga... Espere un momento. Tengo que decirle algo. Si ese amigo que estoy esperando no viene, tendrá que fiarme todo esto. La verdad es que debía pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos.
—Está bien. Coma tranquilo.
Me di cuenta de que me había calado y dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después sospeché que el dueño quería decirme algo.
—¿Qué hace usted? ¿En qué trabaja?
—En lo que cae, sea lo que sea. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro años.
—Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted me sería muy útil en estos momentos.
—Buen negocio este que tiene usted aquí.
—El clima es muy bueno. No tenemos niebla como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre limpio. Da gusto.
—De noche debe de ser precioso. Ahora mismo me parece que respiro su aroma.
—Sí, se duerme espléndidamente. ¿Sabe algo de coches? ¿Entiende de arreglo de motores?
—¡Claro!... Soy un mecánico nato.
Siguió hablándome del espléndido clima, de lo fuerte que estaba desde su llegada al lugar, y de cuanto le extrañaba que los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo.
—¿Qué? ¿Cree que le gustaría quedarse aquí?
Yo ya había terminado de comer y estaba encendiendo el cigarro que me había dado.
—Le diré —respondí—: la verdad es que tengo dos o tres proposiciones. Pero le prometo pensarlo. Le aseguro que lo pensaré.
Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.
—Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi en seguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos.
—Dígame, ¿cómo se llama?
—Frank Chambers.
—Yo, Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.

2
A eso de las tres llegó un hombre que estaba furiosísimo porque alguien le había pegado un papel engomado en uno de los parabrisas del coche. Tuve que ir a la cocina a sacarlo con vapor de agua.
—Está haciendo torta de maíz, ¿eh? Ustedes saben hacerla muy bien.
—¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó ella.
—Pues... usted y el señor Papadakis. Usted y Nick. La que me sirvieron en la comida estaba riquísima.
—¡Oh!...
—¿Tiene un trapo para coger esto?
—No es eso lo que usted quiso decir.
—Sí, ¿por qué no?
—Usted cree que yo soy mexicana.
—Ni se me había ocurrido.
—Sí, sí. Y no es usted el primero. Pero, escúcheme. Soy tan blanca como usted, ¿sabe? Es cierto que tengo el cabello negro y que puedo parecerlo, pero soy tan blanca como usted. Si quiere andar a buenas por aquí, no olvide eso.
—Pero usted no parece mexicana.
—Le digo que soy tan blanca como usted.
—No, usted no tiene nada de mexicana. Todas las mexicanas tienen caderas anchas y piernas mal formadas, y senos hasta el mentón, piel amarillenta y los cabellos que parecen untados con grasa de cerdo. Usted no tiene nada de eso. Es menuda, tiene una bonita piel blanca y sus cabellos son suaves y rizados, aunque sean negros. Lo único que tiene usted de mexicana son los dientes. Todas tienen dientes blanquísimos, hay que reconocérselo.
—Mi apellido de soltera es Smith. No es un nombre que suene a mexicana, ¿verdad.?
—No mucho.
—Además, ni siquiera soy de aquí. Vine de Iowa.
—Smith, ¿eh? ¿Y su nombre de pila?
—Cora. Puede llamarme así, si quiere.
Entonces fue cuando tuve la certeza de aquello sobre lo que simplemente me había aventurado al entrar en la cocina. No eran las tortas de maíz que tenía que cocinar ni el pelo negro lo que le daba la sensación de no ser blanca; era el hecho de estar casada con ese griego, y hasta parecía temer que yo la llamara señora de Papadakis.
—Muy bien, Cora. ¿Qué le parece si usted me llama Frank?
Se acercó y empezó a ayudarme. Estaba tan cerca de mí que yo podía percibir su olor. Y de pronto, aproximando mi boca a su oído, le pregunté:
—¿Cómo es que se casó con ese griego, Cora?
Ella dio un salto, como si le hubiese cruzado las carnes con un látigo.
—¿Le importa a usted eso?
—Sí. Mucho.
—Ahí tiene su parabrisas.
—Gracias.
Salí. Había logrado lo que deseaba. Acababa de lanzarle un directo bajo la guardia y estaba seguro de que el golpe había surtido efecto. En adelante, ella y yo nos entenderíamos. Tal vez no dijese que sí, pero estaba seguro de que no se me opondría. Sabía lo que yo quería y sabía también que me había dado cuenta del número que calzaba.
Aquella noche, mientras cenábamos, el griego se enojó con ella porque no me dio más patatas fritas. El hombre quería que yo estuviese a gusto allí para que no me fuese, como lo habían hecho los otros.
—Sírvele más.
—Ahí están sobre el hornillo. ¿Es que no puede servirse él mismo?
—No importa —atajé—. Todavía no he acabado con esto.
Pero el griego insistió. De haber tenido un poco de seso, hubiera comprendido que detrás de todo aquello había algo, porque su mujer no era de las que dejan que uno se sirva solo. Pero era un pobre idiota y siguió refunfuñando. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, él en un extremo, ella en el otro y yo en medio. Yo no la miraba, pero veía su vestido. Era uno de esos guardapolvos blancos de enfermera como los que siempre usan las mujeres, ya trabajen en el consultorio de un dentista o en una panadería. Había estado limpio por la mañana, pero ahora se hallaba un poco ajado y sucio. Nuevamente, volví a percibir su olor.
—Sirve de una vez y basta de discutir —dijo el griego.
Ella se levantó a buscar las patatas. Su guardapolvo se abrió un instante y vi una de sus piernas. Cuando me sirvió las patatas, no las pude comer.
—Eso sí que está bueno —exclamó el griego—. Después de tanto discutir, ahora no las quiere.
—No tengo apetito. Comí mucho al mediodía.
El griego se portó como si hubiese obtenido una gran victoria y ahora la perdonara, comprobando con ello que realmente era un gran tipo.
—Es una buena muchacha. Mi pajarito blanco. Mi palomita blanca.
Me guiñó un ojo y se fue al piso superior. Ella y yo nos quedamos solos, sin decir palabra. Cuando bajó, el griego traía una botella y una guitarra. Nos sirvió un poco de la bebida, pero era uno de esos vinos griegos dulces y me cayó mal. Empezó a cantar. Tenía una voz de tenor, no como la de esos tenorcitos que se oyen por radio, sino voz de gran tenor, y los agudos los acompañaba con una especie de sollozo, como en los discos de Caruso. Pero ahora no podía escucharlo. Cada minuto que pasaba me sentía peor.
El griego observó mi cara y me llevó afuera.
—Aquí, al aire libre, se sentirá mejor.
—No es nada. Dentro de un rato estaré bien.
—Siéntese y no se mueva.
—Entre y no se preocupe por mí. Lo que pasa es que hoy he comido demasiado. No es nada.
Entró, y un segundo después devolví todo lo que había comido. Pero no era por el almuerzo, ni por las patatas, ni por el vino. Lo que pasaba era que ansiaba tan desesperadamente a aquella mujer, que ni siquiera podía retener nada en el estómago.
A la mañana siguiente descubrimos que el viento había arrancado el letrero de la fonda. A eso de medianoche había empezado a soplar, y a la madrugada era ya un vendaval que se llevó el letrero.
—Mire esto, ¡Qué ventarrón!
—Sí, ha soplado tan fuerte que no he podido dormir. No he dormido en toda la noche.
—Sí, sí, pero mire el letrero.
—Está destrozado.
Empecé a trabajar para ver si era posible arreglarlo. El griego se me acercó para mirar.
—¿Dónde hizo preparar este letrero?
—Estaba aquí cuando compré el negocio. ¿Por qué?
—No vale nada. Me asombra que con esto atraiga a un solo cliente.
Me fui a poner gasolina a un coche y lo dejé solo para que meditase sobre lo que acababa de decirle. Cuando regresé, todavía estaba mirando el letrero, que yo había apoyado contra la fachada de la casa. Tres de las bombillas eléctricas se habían roto. Conecté la llave, y la mitad de las bombillas que quedaban no se encendieron.
—Le pondremos bombillas nuevas y lo colgaremos otra vez. Así quedará muy bien.
—Usted manda.
—¿Por qué? ¿Qué tiene el letrero de malo?
—Es anticuado. Nadie les pone bombillas ya a esos letreros. Ahora se usan los de neón. Resaltan más y gastan menos corriente. Éste no vale nada. Fíjese. ¿Qué dice? Los Robles Gemelos. Nada más. La palabra «Fonda» no tiene bombillas. Los Robles Gemelos no abren el apetito ni le dan ganas a uno de detenerse a descansar un rato y pedir algo que comer. Ese letrero le está haciendo perder clientela; sólo que usted no se ha dado cuenta.
—Arréglelo como le dije y quedará bien.
—¿Por qué no manda hacer uno nuevo?
—No tengo tiempo.
Pero poco después volvió con un pedazo de papel. Había dibujado un plano del letrero luminoso, coloreado con lápiz azul, blanco y rojo. Decía: «Los Robles Gemelos, Fonda y Parrilla», y «N. Papadakis, Propietario» y «Salón Comedón).
—¡Éste sí que atraerá a los que pasen, como la miel a las moscas!
Corregí algunas palabras que tenían errores de ortografía y él les agregó unos ganchitos muy artísticos a las letras.
—Nick, ¿para qué vamos a colgar el letrero viejo? ¿Por qué no se va hoy mismo a la ciudad para que le hagan éste nuevo? Créame que es muy bonito. Además, esto del letrero tiene gran importancia. Un negocio vale tanto como su letrero, ¿no le parece?
—Lo haré hoy mismo.
Los Ángeles estaba a sólo unos treinta kilómetros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su coche en una vuelta del camino, cerré la puerta de la calle con llave. Cogí un plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba allí.
—Aquí le traigo este plato que había quedado olvidado en el comedor.
—¡Oh!, gracias.
Me senté. Ella estaba batiendo algo en un plato con un tenedor.
—Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido, pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme.
—Yo también tengo mucho que hacer.
—¿Ya se siente mejor?
—Sí, estoy perfectamente bien.
—A veces, cualquier cosa puede hacerle daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad?
—Probablemente fue debido a que comí demasiado.
—¿Qué ha sido eso?
Alguien repiqueteaba con los nudillos en la puerta de la calle.
—Parece que alguno quisiera entrar.
—¿Está cerrada con llave la puerta, Frank?
—Sí, debo haberla cerrado.
Me miró y palideció. Fue a la puerta de vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya estaba de vuelta.
—Parece que se fueron.
—No sé por qué se me ocurrió cerrar con llave.
—Y a mí se me olvidó ahora abrirla...
Dio un paso hacia el comedor, pero la detuve.
—Dejémosla... cerrada como está.
—Pero así no podrá entrar nadie... Tengo que cocinar esas cosas... Lavaré este plato...
La tomé en mis brazos y aplasté mis labios contra los suyos...
—¡Muérdeme! ¡Muérdeme!
La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos Millos rojos corrían por su cuello.

sábado, 25 de abril de 2015

Rodolfo Walsh. Variaciones en rojo. Novela. Género: policíaca.


Rodolfo Walsh nació en 1927 en Argentina. Fue escritor, periodista, traductor y asesor de colecciones, con una obra que se centra especialmente en el género policial, periodístico y testimonial, con títulos tan celebrados `Operación Masacre` y `Quién mató a Rosendo`. Walsh es para muchos el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.

El 25 de marzo de 1977, un pelotón especializado emboscó a Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido, a su vez, de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior, había escrito lo que sería su última palabra pública: la `Carta Abierta` a la Junta Militar.

***

Las tres novelas breves que componen Variaciones en rojo han sido consideradas por la crítica auténticas piezas maestras de la literatura policial. Tres asesinatos son investigados y resueltos por dos hombres: el comisario Jiménez, hombre sagaz y experimentado en su oficio, y Daniel Hernández, un joven corrector de pruebas de una editorial, reflexivo y silencioso, que muestra una deslumbrante capacidad de observación y de análisis en sus conclusiones. Los dos hombres se complementan y, de alguna manera, rivalizan en la resolución de cada caso, elaborando diferentes teorías sobre la identidad y las motivaciones del asesinado.
Fuente:N.N.
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(Fragmento. Novela. Variaciones en rojo).
Noticia

 
  Sé que es un error —tal vez una injusticia— sacar a Daniel Hernández del sólido mundo de la realidad para reducirlo a personaje de ficción. Sé que al hacerlo contribuyo de algún modo a fijarlo en un destino que no quiso para sí y que le fue impuesto por la casualidad. Sin embargo, no veo cómo podría resistir la tentación de relatar —aun torpemente— algunos de los numerosos casos en que le ha tocado intervenir. Al decidirme a hacerlo he elegido, por rigor o pereza, el orden cronológico. Y en ese orden corresponde el primer lugar a "La Aventura de las Pruebas de Imprenta". Confieso, sin embargo, que he estado a punto de excluirla, a tal extremo es vulgar en cierto sentido el conjunto de circunstancias que hubo de aclarar Daniel Hernández, corrector de pruebas de la .editorial "Corsario", secuaz y homónimo de aquel otro Daniel que escrituras antiguas —parcialmente apócrifas— registran como el primer detective de la historia o de la literatura. En "Las Pruebas de Imprenta", es cierto, .no hay "drama", está ausente ese elementó fantástico o patético que enriquece otras de sus aventuras, como "Variaciones en Rojo", "La Mano en la Pared" o "El Foso de los Leones". Esa carencia necesariamente ha de reflejarse en la narración. Y, sin embargo, no he podido decidirme a suprimirla. En primer lugar, porque todas las demás la suponen: si Raimundo Morel no hubiese muerto, Daniel no se habría interesado en la solución de problemas criminales ni habría llevado su antigua amistad con el comisario Jiménez al nivel de una activa —y a veces molesta— colaboración. Y en segundo lugar porque tiene otro interés: es el más estrictamente policial de todos los casos que se le presentaron a Daniel Hernández. Parece condición ineludible de la narración policial que, cuanto más "ortodoxa" es en su planteo y solución, tanto más queda en la sombra eso que por no buscar términos más complicados llamaremos "interés humano". Daniel Hernández no pudo remediar esa pobreza de las circunstancias, y el narrador —desde luego— tampoco puede sustraerse a esa mínima fatalidad. Queda en pie, sin embargo, cualquiera sea mi impericia en el relato de los hechos, la fascinante cadena de razonamientos que sirvió a D. H. para esclarecerlos.
  Además, me parece en cierto modo simbólico que el primer enigma dilucidado por D. H. estuviera ligado tan estrechamente a su oficio. Creo que nunca se ha intentado el elogio del corrector de imprenta, y quizá no sea necesario. Pero seguramente todas las facultades que han servido a D. H. en la investigación de casos criminales eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesaria, vgr., para interpretar ciertas traducciones u obras originales), y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión.
  Los otros dos relatos que integran este volumen tienen características distintas. El segundo intenta una solución de un problema clásico de la literatura policial; único género que cuenta ya con dos —o quizá tres— situaciones o problemas específicos susceptibles de distintas soluciones.
  He creído conveniente intercalar en el texto algunas ilustraciones y diagramas. Un crítico norteamericano, Stephen Leacock, ha condenado, en general, esos diagramas, con más ingenio que acierto. Yo considero que hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato. Aquéllos podrán interesarse en esas figuras; éstos, desestimarlas sin perjuicio.
  Tampoco he renunciado a otra convención que hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial: el desafío al lector. En las tres narraciones de este libro hay un punto en que el lector cuenta con todos los elementos necesarios, si no para resolver el problema en todos sus detalles, al menos para descubrir la idea central, ya del crimen, ya del procedimiento que sirve para esclarecerlo. En "Las Pruebas de Imprenta" ese momento transcurre en la página 39. En "Variaciones en Rojo", en la página 110. En "Asesinato a Distancia", en la página 162.
 
 
 
 
 
 
 
 
  La aventura de las pruebas de imprenta

  A Horacio A. Maniglia
 
  "Entonces Daniel tuc traído delante
  del rey. Y habló el rey. y dijo a Daniel:
  ../'Y yo he oído de ti que puedes declarar
  las dudas y desatar dificultades.
  Si ahora pudieras leer esta escritura,
  y mostrarme su explicación, serás vestido
  de púrpura, y collar de oro será
  puesto en tu cuello, y en el
  reino serás el tercer señor."
  Biblia, Libro de Daniel, v, 1316.

 
 

  CAPITULO I

  En la Avenida de Mayo, entre una agencia de lotería y una casa de modas, se yerguen los tres pisos de la antigua librería y editorial Corsario. En la planta baja, grandes escaparates exhiben a un público presuroso e indiferente la muestra multicolor de los "recién aparecidos". Confluyen allí, en heterogénea mezcla, el último thriller y el más reciente premio Nobel, los macizos tomos de una patología quirúrgica y las sugestivas tapas de las revistas de modas.
  Adentro, en una suave penumbra, se extiende una interminable perspectiva de estanterías, colmadas de libros, que a esta hora de escasa afluencia de público recorren pausadamente, las manos a la espalda, taciturnos empleados, que a veces toman de una mesa un plumerito con el que sacuden el polvo de dos o tres libros, para volver a dejarlo en la mesa siguiente. Aún no son las cinco de la tarde. Dentro de un rato habrá un hervor de gente que entra y sale. Vendrá el poeta que acaba de "publicar", para preguntar si "sale" su libro. Los vendedores lo conocen, conocen el gesto ambiguo que no quiere desalentar, pero tampoco infundir excesivas esperanzas. Vendrá el autor desconocido que ha escrito una novela de genio, y quiere a toda costa que esta editorial —y no otra— sea la primera en publicarla. Si insiste, si se muestra irreductible, algún vendedor lo mandará al tercer piso, donde está la sección Ediciones. El manuscrito permanecerá dos o tres semanas en un cajón, hasta que al fin un empleado leerá las primeras veinte páginas, por simple tranquilidad de conciencia, y lo devolverá con una nota cortés, explicando que "por el corriente año está completo nuestro plan de ediciones". Vendrá la ex secretaria de Mussolini, del rey Faruk o del Mahatma Gandhi, que quiere publicar sus memorias, pues las considera de sumo interés para resolver la situación mundial. Y también —por qué no— vendrán algunos honestos clientes, que sólo desean comprar un libro.
  En el segundo piso, en un vasto salón calentado por estufas a kerosén, están las secciones Contaduría y Créditos, donde empleados de guardapolvo gris y empleadas de guardapolvo blanco hacen incesantes y misteriosas anotaciones en grandes libros comerciales, y manipulan las teclas rojas y blancas de las máquinas de calcular.
  Un piso más arriba está la sección Ediciones, donde revisores silenciosos y absortos corrigen los originales y las pruebas de imprenta, de las obras del sello. En las mesas y escritorios se amontonan grabados, muestras de telas y cueros de las encuademaciones, proyectos de tapas e ilustraciones. Los estantes de las paredes contienen una vasta colección de diccionarios: etimológicos, enciclopédicos y de ideas afines, de idiomas extranjeros, de modismos, de sinónimos...
  Y en aquel tercer piso conversaban desde hacía unos minutos Daniel Hernández y Raimundo Morel.
  La presencia física de Raimundo Morel proporcionaba siempre a Hernández dos disculpables consuelos: Raimundo era casi tan corto de vista como él, y algo más feo, lo que no es poco decir. Pero no era la suya de esas fealdades inconscientes que se llevan por el mundo sin pensar en sus posibles consecuencias en el prójimo, sino que parecía construida casi a designio y sobrellevada con plena responsabilidad y aun con cierta dignidad. Se desprendía sólo de la inarmonía de los rasgos individuales, pero sin afectar una especie de serenidad del conjunto. Era una fealdad que parecía sugerir excelencias del espíritu, de ésas que se llaman o deberían llamarse fealdades inteligentes, porque una fuerza interior las ha ido modelando paulatinamente desde sus orígenes, hasta volverlas tolerables y aun inadvertibles. La frente demasiado amplia, la nariz larga y un poco torcida, el mentón casi inexistente, los anteojos, la avanzada calvicie, cierto encorvamiento de la espalda y cierta torpeza en el andar daban a Morel el aire inconfundible del profesor envejecido en el tedioso ejercicio de la cátedra.
  Y sin embargo, Morel no era viejo. Contaba apenas treinta y cinco años. Y tanto su obra incesantemente renovada como su inteligencia siempre lúcida y despierta eran testimonio de esa juventud. Sus medios económicos lo dispensaban de la agria necesidad de trabajar, y ese hecho daba a todos sus escritos una objetividad y un desprendimiento de las transitorias circunstancias que era quizás el mayor de sus méritos.
  De sus viajes de estudios, iniciados en plena juventud, ninguno tan fructífero como el que había realizado a los Estados Unidos con el propósito de estudiar la literatura de ese país. Egresado de Harvard, su valoración crítica de autores tan dispares como Whitman, Emily Dickinson y Stephen Grane había llamado profundamente la atención. Eran estos antecedentes los que lo autorizaban a abordar la traducción al castellano del único quizá de los clásicos norteamericanos completamente ignorado en nuestra lengua, y que fuera a su vez brillante y perenne alumno de Harvard: Oliver Wendell Holmes.
  Sobre la pila de pruebas de imprenta descansaba en su plácida sobrecubierta celeste el tomo de la "Everyman Library" en que Holmes hace divagar con chisporroteante ingenio al poeta sentado a la mesa del desayuno. Raimundo Morel lo había contemplado con gratitud al entrar. Daniel, advirtiéndolo, sonrió.
  —Han demorado mucho las pruebas en la imprenta —dijo—, pero en fin, ya ve usted que aquí están. —Hizo una pausa y añadió: —Como de costumbre, han enviado el tercer tomo antes que el primero y el segundo.[1]
  Morel desdobló las largas galeras y con gesto mecánico buscó la numeración de las últimas, calculando el tiempo que llevaría en revisarlas.
  Después, hablaron de Holmes, de su múltiple personalidad de ensayista, poeta y hombre de ciencia. Morel demostró cierta inquietud por algunos detalles de la versión: aún no había resuelto si convenía traducir directamente los poemas intercalados en el texto, o si era preferible incluir la versión original y traducirla en nota al pie. Lo inquietaba, además, el marcado localismo de algunas alusiones. Estas características, a juicio de Daniel, eran el motivo por el cual aún nadie había traducido a Holmes.
  El último sol de la tarde entraba por el ventanal de la oficina, dorando los escritorios y las bibliotecas. Los empleados habían empezado a enfundar las máquinas de escribir y lanzaban miradas disimuladas al reloj eléctrico de la pared.
  Cuando éste marcó las siete menos cuarto, hora habitual de salida, tomaron sus sombreros de las perchas y se marcharon apresuradamente.
  Daniel y Raimundo aún permanecieron unos minutos en la oficina. Después bajaron sin prisa la escalera. Cuando llegaron a la planta baja, el vasto salón de ventas estaba desierto, salvo por la presencia del sereno, un hombre simiesco que los aguardaba junto a la entrada con visible impaciencia. Raimundo tuvo que agacharse mucho para pasar por la diminuta puerta abierta en la cortina metálica, y Daniel casi nada. Era aproximadamente la medida de su estatura.
  Caminaron por la Avenida de Mayo, y al llegar a la esquina de Piedras se separaron. Morel siguió por la Avenida, tropezando con el río de transeúntes, y Daniel dobló la esquina en dirección a su casa. Al cruzar la calle, miró su reloj pulsera.
  Eran las siete.
 

La realidad y la ficción en la novela. Sarmiento Vazquez.


La ficción es el mundo de las posibilidades, de lo que pudo ser y nunca fue, donde todo es posible todavía porque podrá suceder pues aún no ha ocurrido ni se sabe que jamás no ocurrirá. La irrealidad de la ficción no es lo fantástico ni lo inverosímil sino lo siempre posible en la realidad.
El estatuto de ficcionalidad de una novela (y por ende, en los relatos), es una de las cuestiones más debatidas por la crítica y por las modernas teorías de la literatura. Precisamente uno de los casos más polémicos fue el que hace ya varios años protagonizó Javier Marías con su novela "Todas las almas", que levantó tal revuelo en la crítica a la sazón sobre su ficcionalidad o su calidad de realidad (el protagonista coincidía sobremanera con el autor), que éste se vio obligado a publicar una "novela explicativa" a la anterior, a la que tituló "Negra espalda del tiempo", en la que, aparte de autoproclamarse rey de la "isla" de Redonda,, justifica todos los aspectos más pretenciosos de ser reales en la novela anterior. Y no deja de ser cómico que un escritor consagrado de la talla de Marías y en pleno siglo XX, se vea en la situación de dar explicaciones sobre una de sus obras. Ese pacto tácito entre lector y autor es, en ciertas ocasiones y dependiendo de los lectores, harto difícil de establecer. Demostrado queda.
Aunque sea válido afirmar que el individuo ficticio no es real, es necesario aceptar que lo ficticio tiene efectividad. Si el vocablo "ficción" se entiende como construcción de mundos todo el discurrir del ser humano sobre la realidad está impregnado de ella. Es ficción la unidad y exageraste un gesto, la justicia es una convención y simulaste no quererle, el tiempo es una invención y fingió creerte. Pero entendiendo "ficción" como falsedad o mentira se debe distinguir la ficción literaria. La mentira sobrepasa la verdad y la obra literaria sobrepasa al mundo real que incorpora ya que como advertía Philip Sidney El poeta nada afirma y, por tanto, nunca miente. Esta forma de sobrepasar la realidad es algo muy distinto a la mentira. La fórmula básica de la mentira y de la ficcionalidad es provocar la simultaneidad de lo que mutuamente es excluyente, soy fiel e infiel, vencí y perdí, estoy en Región y en Barcelona. La condición que separa a las ficciones literarias de la mentira es que descubren su ficcionalidad, algo que la mentira no puede permitirse sin riesgo de interrogatorio y condena.
Hegel afirmaba sin afirmar que La persona es eso que no es lo que es y que es lo que no es. Esta deficiencia resulta ser el resorte de la ficcionalización, y la ficcionalidad, a su vez, cualifica lo que aquélla ha puesto en marcha: el proceso creativo y el cómo y el por qué de lo que representa Wolfang Iser advertía que este resorte deriva de la dimensión antropológica de la ficción. La ficción permite a uno imaginarse. Un hombre recuerda que siendo niño no quiso jugar en equipo y hoy es empresario; inventa que si ella no ha llamado es porque continúa reunida o decide que no la quiere; imagina que mañana llamará a su hermano y cree que viajará el próximo verano. El mismo hombre recuerda que a los veinte dijo que se iría de casa y se fue a navegar, inventa durante un rato que su número es el premiado y no descuelga el teléfono impertinente, imagina que esa noche matará al infiltrado y dormirá. En este sentido la ficción completa y compensa las carencias o frustraciones de la existencia humana. Pero la ficción revela, sobre todo, la radical imposibilidad de acceder a nosotros mismos de un modo directo. Sólo la ficción busca y encuentra nuestras posibilidades a través de un juego de ocultación y revelación: la ficción se vale del engaño y la simulación para poner al descubierto verdades ocultas donde termina mi propio yo.
  Cruzar la frontera en la que finalizo exige exceder mis propias limitaciones de conocimiento: la ficcionalización empieza donde el conocimiento termina. La dificultad, o será imposibilidad, de conocer excita curiosidad y quien curiosea inventa. En las narraciones coexisten lo real y lo posible, en las vidas coexisten verdades y ficciones, gratuitas o no. Habrá quien satisfaga la deficiencia de no ser lo que es y ser lo que no es siendo espectador de las obras y de las vidas de otros. A quien no le basta la ficción ajena inventa otro lugar más soportable para vivir y filma, fotografía, actúa o escribe. Asumir esa anomalía y dedicarse al placentero arte de inventar y contar historias permite vivir buena parte del tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable o el que lo es más para Javier Marías y para tantos otros fantaseadores declarados. La ficción es el mundo de las posibilidades, de lo que pudo ser y nunca fue, donde todo es posible todavía porque podrá suceder pues aún no ha ocurrido ni se sabe que jamás no ocurrirá. La irrealidad de la ficción no es lo fantástico ni lo inverosímil sino lo siempre posible en la realidad. Quien narra inventa situaciones y personajes: uno abandona el despacho durante una hora que dedica a hablar con quien pase; otro personaje quisiera decir sí a quien fuera pero continúa caminando; el tercero conquista al personaje más deseado y el último aparece y desaparece al ritmo de sus conferencias. La ficción presente y el posible futuro de la realidad no sólo da consuelo sino también diversión. La diversión de quien quiere y hace sólo limitado por sus posibilidades y por la espada de otra condena de la que ya ha aprendido a huir acotando los terrenos de la realidad de hechos, datos y sucesos y de la irrealidad de las ficciones efectivas donde todo es todavía posible.
La literatura es la conexión entre los conceptos de realidad y ficción pues sugiere la narración o comunicación de hechos ficticios basados en hechos reales (también sentimientos, experiencias, descripciones o simplemente ideas sueltas aparentemente sin un contenido objetivo o racional). La literatura presenta un carácter ficticio en el sentido de que necesita de un ente comunicador que relacione lo sucedido o el hecho en si mismo con el lector u oyente (aunque esté en primera persona y coloque en el relato datos biográficos). Lo que el autor comunica o expresa tiene relación con lo que quiere destacar del mundo real. Así, puede burlarse de la realidad o halagarla, o engañar al lector, etc. No necesariamente quiere dejar un mensaje en el lector directamente (o una moraleja) pues a veces un texto se presta a varias interpretaciones (según costumbres distintas o épocas distintas o características personales distintas).
Genette (en Ficción y dicción) considera que, en el discurso narrativo ficcional, los actos de ficción son enunciados de ficción narrativa considerados como actos de habla. Desde este punto de vista, en el discurso narrativo ficcional habría, al igual que en el discurso narrativo factual, tres tipos de actos de ficción: primero, los discursos pronunciados por personajes ficticios, cuya ficcionalidad postula el marco de la representación escénica (real o imaginaria) y cuyo estatuto pragmático en la diégesis es similar al de cualquier acto de habla común. Segundo, actos de habla de los personajes de ficción, cuyas características son similares a las del acto de habla de personas reales. Por supuesto, los personajes dicen dichos (carácter locutivos), acompañan su decir con otros actos (punto y fuerza ilocutivos) y sus dichos influyen en los otros personajes (efectos perlocutivo) . En tercer lugar, el discurso narrativo del autor o conjunto de actos de habla constitutivos del contexto ficcional. Así, es notorio que para Genette, los enunciados de ficción son aserciones fingidas porque son actos de habla simulados en la ficción. Ellos, como los enunciados factuales, y contra lo que pudiera pensarse, pueden transmitir mensajes (como una fábula o una moraleja). Note el lugar central de la frase aserciones fingidas : los personajes de ficción son creados por el novelista que finge referirse a una persona; es decir, las obras de ficción son creadas por el novelista que finge hacer aserciones sobre seres ficcionales.
Los discursos literarios son ficciones que refieren a mundos verbalmente posibles y fundamentados en sí mismos. Estos discursos son intransitivos puesto que se encierran en sí mismos o, lo que es lo mismo, no refieren ni a los objetos ni a los eventos del mundo real. En este sentido, los discursos literarios son inútiles, si se les mide con los parámetros "pragmáticos" y "mercantiles" que parecen gobernar el mundo en estos días. Es decir, la literatura no sirve para construir tractores, no desarrolla teorías científicas ni tecnológicas ni proporciona herramientas para llevar mejor la contabilidad de una empresa. Sin embargo, la literatura es también una mercancía para la que hay un mercado. Varios mercados en realidad pues la industria editorial y los mercados masivos condicionan las características de una buena cantidad de libros de modo diferente a los condicionamientos de los libros de circulación restringida. El artista pues siempre se enfrenta a la disyuntiva de escribir para la gran industria cultural, de escribir para los más restringidos círculos literarios artesanales o de hacerlo al margen de los circuitos de producción circulación y consumo de literatura en su sociedad. Si el escritor elige trabajar para la gran industria, seguirá las normas que los especialistas en mercadeo determinan. Por ejemplo, luego de un secuestro político importante, el escritor escribirá la historia correspondiente, no como crónica, sino como relato ficcional. En esos casos se suele incluir un mención paratextual que dice "basado en hechos reales". Las de estas novelas suelen ser extremadamente simples, el léxico es llano y directo y el estilo de las construcciones sintácticas exime al lector de la labor de conjeturar los significados de las palabras. Si, por un lado, la acción emocionante es tal vez una de las características principales de las estructuras narrativas de las novelas massmediáticas de aventuras (de guerra, de espionaje, policiales, de vaqueros, etc.), por otro lado, el drama suele ser más emotivo que emocional y las complejidades de la trama no profundizan realmente en la psicología de los personajes o en las complejidades de la vida moderna. Las novelas de amor como las de Corín Tellado tampoco examinan al hombre, por el contrario, las situaciones que los personajes enfrentan eluden sus más íntimos conflictos. Esta es pues una literatura sin conflictos, acrítica y fácilmente digerible que no alude a las cosas, sino que las simboliza inequívocamente.
Por otra parte, una vez que los personajes y los eventos han sido identificados, el lector puede enfocar su atención en los móviles de los personajes (¿Quién hace qué y por qué ?). Comprender estos móviles permite identificar los valores ideológicos que entran en conflicto en los eventos; dicho de otro modo, es una de las maneras del lector de comprender qué específicamente problematiza el texto, y así enfrentarse con la naturaleza problematizadora del texto literario moderno. El cuento, según Pacheco, es una representación ficcional con predominio de la función estética. Y la ficción, claro, es un fingimiento, es hablar de mundos que no existen sino sólo en el lenguaje. Desde esta perspectiva, los referentes cotidianos de las palabras no son importantes pues ellas adquieren sentidos nuevos en el cuento. Pero ¿dónde queda la realidad "real", la cotidiana en la que nos movemos nosotros y no los personajes de las historias? La realidad es sólo un eje de referencia para evaluar los mundos ficticios del cuento. Esto es, así como podemos enlistar los objetos mencionados en un cuento y las leyes que rigen los cambios que los afectan, podemos enumerar los objetos de nuestra realidad y las leyes que los rigen. Y así, la única manera que tenemos de comprender un mundo ficticio es comparándolo con la descripción del mundo real. De hecho no hay acuerdo sobre lo que la realidad es (así es que podríamos decir que vivimos una ficción que nos permite vivir en alguna realidad...). Por eso, solemos recurrir a la noción de realidad más extendida, la racionalista y empirista de la ciencia, la mercantil del capitalismo moderno, y la burguesa de los hábitos mentales de los usuarios normales de la literatura. Note que esto no quiere decir que toda la literatura esté intrínsecamente de acuerdo con estos modos de concebir el mundo. Hay también una buena cantidad de escritores que, con diversas suertes, han usado la comodidad de la cosmovisión tradicional para atacarla. En este último grupo podemos situar a la literatura fantástica. Paradójicamente, la industria cultural se apropia del arte que la ataca, y así, la rebelión, el cuestionamiento literario, se aburguesa y se torna mercancía para aquellos a los que precisamente critica.
Darío Villanueva en su investigación del realismo literario: "lo real no consiste en algo ontológicamente sólido y unívoco", y -siguiendo a Nelson Goodman- "no cabe admitir un universo real preexistente a la actividad de la mente humana y al lenguaje simbólico del que ésta se sirve para, precisamente, crear mundos". Como toda expresión es en cierto sentido una ficción, las ficciones literarias se convierten en el lugar privilegiado para estudiar el arte de la expresión. En una perspectiva pragmatista la realidad de la ficción, su significatividad, estriba en las efectivas regularidades empíricas con las que las creaciones humanas, entre ellas los textos literarios, se asocian. La verdadera realidad es, pues, el campo de proyección de la experiencia que los miembros de la sociedad comparten mediante sus actividades comunicativas, entre las que "la literatura -ha escrito Francisco Ayala -, cuya materia prima son las palabras, funciona hoy como factor primordial".El análisis de la ficción y de la libre actividad espontánea de la razón humana (el "musement") iluminan el estatuto de la creatividad. La actividad de la razón es crecimiento y en ese crecimiento tiene un papel central la imaginación. "Cada símbolo es una cosa viva, en un sentido muy estricto y no como mera metáfora. El cuerpo del símbolo cambia lentamente, pero su significado crece de modo inevitable, incorporando nuevos elementos y desechando otros viejos" .Esta división se reproduce en esas simplistas dicotomías al uso como ficción y no-ficción, subjetividad y objetividad, lo mental y lo material, lo privado y lo público todavía en boga en la cultura dominante.La semiótica literaria -el estudio filosófico de la actividad literaria- constituye un camino real para ganar una mejor comprensión, más rica y con mayor potencia explicativa, de la articulación creativa de pensar y vivir que acontece en nuestro lenguaje. Frente al deconstruccionismo postmoderno escéptico que arrumba cualquier idea de objetividad, lo que necesitamos es una nueva comprensión de la objetividad como rasgo irreductible de la relación comunicativa.
La relación del arte con la realidad o con la irrealidad, la explicaba Gorgias como " que el efecto que ejerce el arte, especialmente la poesía, se basa en las ilusiones del engaño y la decepción; su funcionamiento se realiza a través de aquello que, objetivamente no existe en absoluto". Y es que el logro supremo del arte es producir cosas de un modo tan engañoso que parezcan el modelo real, creando así el modelo de realidad.
El término mimesis pasó a ser –matizada aquí y allá- imitación de la realidad. Este ha sido uno de los axiomas de la teoría del arte durante más de dos mil años. Se trata de la copia fiel y la falsificación, la mimesis tanto reproduce fielmente como falsifica. Ante tal duplicidad, es que si las ficciones (lo literario) crean sus mundos, es evidente que no falten quienes crean en la literatura como un realismo, ni se apele a que la referencialidad quede en suspenso o sea aprobada la ficción mediante enchufe o conexión con la no ficción. Si el discurso literario está invertido de ficcionalidad. Uno de los lugares oscuros de lo ficticio es aquel que soporta la escritura autobiográfica, la confesión, las memorias, el diario de relatos de viajes, crónicas, etc., son usualmente considerados como géneros literarios y aparecen en numerosas taxonomías de las que la teoría ha propuesto, sin faltar los sistemas que extraen algunos de tales géneros de lo literario para instalarlos en la historia, de donde se habían desgajado. Identidad de autor, yo y personaje y veracidad de lo narrado son cláusulas de la interpretación tradicional de la autobiografía, realidad de los referentes.
El ser o no ser ficcional no depende de propiedades discursivas o textuales sino de la intencionalidad de autor y de la posición del locutor respecto de su discurso. Para Genette el hecho de que los enunciados de ficción son asersiones fingidas no excluye que sean al mismo tiempo otra cosa: crear una obra de ficción, producir una ficción. Se trata de un acto de lenguaje indirecto que podría tener la forma de invitación a entrar en el universo ficcional del tipo "Imaginad conmigo que había una vez una niña...". Ésta sería una descripción posible del acto de ficción declarado; pero ocurre que esta invitación puede estar presupuesta y no ser declarada, se tiene por culturalmente adquirida y el acto de ficción cobra la forma de una declaración, es decir, de actos del lenguaje a través de los cuales el anunciador, en virtud del poder que le ha sido investido, ejerce una acción sobre la realidad. La convención literaria permite al autor situar objetos ficcionales sin solicitar el acuerdo del destinatario.
Los locutores no suelen adscribirse de modo radical a la verdad o no verdad de un enunciado. En toda comunicación ocurre que creemos más o menos que hay diferencias y matices entre lo que es opinión, creencia, convicción absoluta, tener por cierto, etc. Miguel de Cervantes demostró hasta que punto la ficción es un juego de miradas y un situarse en las difusas fronteras entre el libro y la vida, y así, don Quijote, que no es una entidad real, ha promovido en cambio más realidad, viajes, lugares, zonas que se visitan y espacios geográficos que se viven desde él que muchas de las entidades realmente existen. La literatura ha ficcionalizado tanto el rol del locutor como el del destinatario, entrando en zonas de convenciones de discurso que la teoría literaria tiene plenamente asumidas. En la literatura nunca se ejecuta el contexto comunicativo y las presunciones que éstos establecen. La experiencia literaria enseña que el compromiso del autor para con lo dicho está mediado por un un imposible. Negar al habla literaria valores de verdad o acogerlos como tales, son dos extremos equidistantes para con la literatura, que rehuye uno y otro y al mismo tiempo quiere situarse en el desplazamiento desde el uno (la creencia de que el lector experimente en la verdad de lo dicho) y el otro (la picardía que ha de tener con respecto a esa creencia). Igual puede decirse de las distancias temporales entre la situación de comunicación y la experiencia de lectura. Todo lector de ficciones naturaliza y neutraliza la duplicidad de origen entre dos tiempos y vive actualmente, mientras lee, una unidad rigurosamente falsa, pero que necesita sentirse como verdadera. Si el lector de ficciones tuviera que referirse a un acto original de autor , lo dicho en una narración, la experiencia literaria no se produciría y la vivencia de la narrado sería implanteable, ya que lo dicho por el narrador se convertiría en un documento histórico y de valor pasajero, caduco, porque estaría referido al tiempo de su actualidad originaria.
La ficción escapa al sistema enunciativo de los enunciados de realidad. El yo-origen real desaparece y lo que emerge es un mundo con un yo-origen ficcional, es decir, el de los personajes y el de la narración misma, que no son propiamente objetos de aquel origen enunciativo de autor, sino sujetos propiamente dotados de capacidad productora. Así pues, existe una indiscutible solidaridad entre el esquema discursivo de las formas de la representación y la "creación del mundo" e imagen de la vida y que la ficción implica. Según L. Dolezel, los mundos ficcionales no pueden ser sin más mundos posibles metafísicos, y es que se desarrolla un modelo de mundo posible que está capacitado para explicar las "particularidades ficcionales". Los mundos literarios se hallan dotados de especificidad, que es necesario atender en los términos de una semántica de los mundos posibles armonizada con una teoría textual y una semántica literaria. Por tanto, sería factible la formulación de tres tesis primordiales a fin de explicar cómo unas semántica ficcional literaria puede ser derivada de un modelo de estructura de mundos posibles:
Los mundos ficcionales son posibles estados de cosas.
Se acepta la existencia de posibles no verdaderos (ya sean individuos, hechos, sucesos, cosas, etc). El particular ficcional se acepta como existente sin reservas, peor también se acepta la incomunicabilidad de este mundo posible con el real en tanto que los objetos, ciudades y personal que lo habitan, aunque tengan el mismo nombre, no son los mismos que los verdaderos- reales. Al mismo tiempo, los posibles no verdaderos y las entidades ficcionales son ontológicamente homogéneos, que es una condición necesaria para la coexistencia y plausibilidad compositiva de los particulares ficcionales y explica el por qué los individuos ficcionales no cúmulo de distancias, ironías, donde dirimir radicalmente su performatividad en abstracto es comunican unos con otros. Esta semántica rechaza la idea de mestizaje entre gente real y ficcional.
La serie de mundos ficcionales es limitada y lo más variada posible.
No hay restricción de la literatura a ser imitación de ningún modo real. No se excluyen mundos-ficcionales análogos o similares al real, a igual que esta semántica de mundos posibles excluye los más fantásticos o los más alejados.
Los mundos ficcionales son accesibles desde el mundo real.
Hay diversos canales semánticos que permiten contactar con los mundos ficcionales, ya que la frontera está cerrada. Hay formas de decodificación que permiten esta camunicación, pero rigurosamente, la comunicación solo se da entre mundos a través de tales canales de transducción.
Existe una serie de rasgos específicos de la ficción literaria, según Dolezel:
Los mundos ficcionales literarios son incompletos.
Muchos mundos ficcionales literarios son semánticamente o homogéneos.
Los mundos ficcionales literarios son constructos de la realidad ficcional.
Con respecto al personaje y a la trama narrativa, en relación a la ficionalidad, merece señalarse que en lo referente a la teoría del personaje, resulta habitual considerar dos vertientes del problema, y es que "persona", el lugar que vamos a reconocer como el de la identidad, quiere decir máscara, ya que se oculta y al mismo tiempo se revela la identidad, ya que ese reconocimiento del sujeto viene dado por la cadena significante en la que se integra y también desde parámetros lingüísticos. Sin embargo, el recorrido por la etimología de la acepción de persona no debe hacer olvidar algo que se supo ver notablemente en loa tradición estructuralista, esto es, la dimensión textual y productiva del personaje, porque éste "no es una persona y no es nadie" al mismo tiempo, como diría Charles Grivel. Como efecto textual, el personaje muestra en sus trazos materiales la huella de la producción del texto, los rasgos de su trabajo tanto desde la huella de la producción del texto, los rasgos de su trabajo tanto desde la vertiente de la escritura como de la lectura, procesos ambos que desde Barthes se consideran indiferenciables. Seymour Chatman ofreció en 1.978 una lectura del planteamiento aristotélico que distinguía dos registros del ámbito del personaje claramente difenciados. Por un lado, el ámbito del carácter (ethos), relacionado con las calidades del personaje, lo que lo constituye como una cierta identidad y prácticamente relacionado con la oposición entre personajes round/flat de la tradición forsepsiana o de los rectilíneos y agónicos que presenta Unamuno en "Niebla". Y por otro lado, un aspecto de agente del personaje (pratton) que se define como una exigencia de la acción y que se vincula directamente a la construcción dela trama de la tragedia. La distinción entre ethos y pratton es que la primera se puede traducir por "morada"," hogar" o "lugar donde se vive", mientras que el pratton , algunas traducciones posibles son "atravesar", "recorrer", pero también "realizar", "obrar", "trabajar"...Así, por un lado el ethos se incorporaría a sí mismo los aspectos de persona inherentes al personaje u por otro, el pratton contendría los elementos funcionales, discursivos y estructurales que todo personaje desarrolla en la construcción del texto. La función agente ya fue destacada precisamente por el propio Aristóteles mediante el privilegio de las acciones sobre las caracterizaciones. Por tanto, definiría la manera restrictiva cuatro opciones posibles en la caracterización: Bondad, conveniencia /adecuación, semejanza/ verosimilitud y consistencia / uniformidad.
Para Aristóteles no hay una diferencia entre dos registros asignados a la función de personaje, es decir, entre un componente de persona y otro de agente o funcionalidad. La noción de personaje es secundaria y está absolutamente sometida a la noción de acción: puede haber fábulas sin caracteres pero no caracteres sin fabula. Los personajes están supeditados a la acción, pero hay que considerar que para Aristóteles el planteamiento de acciones (praxeos) no se agota en una explicación pragmática o descriptiva de los hechos que determinan la trama, sino que posee una función estructurante o compositiva de la trama en su más profundo sentido. Para Lubomir Dolezel, mitos, ethos y dianoia ( drama, carácter y pensamiento- además del adorno visual- opsis-) se constituyen desde la finalidad mimética de la tragedia en la que se conjugan como unidad que, de forma adstracta acaba orientando hacia la elaboración del mitos, el elemento más destacado en la composición mimética y el que supedita jerárquicamente a los demás.

El problema del personaje solo tiene una lectura fundamental para Aristóteles en su elaboración discursiva: unirse a la trama en la tragedia. Hay aspectos como las motivaciones, la causalidad o la lógica de las acciones que se ven como los elementos motrices del texto narrativo, excluyendo así cualquier otro tipo de consideración sobre su construcción temporal, al se estás las más operativas desde un planteamiento de análisis retórico. Un ejemplo considerativo de este tipo de enfoque puede encontrarse en "Figures III" de Genette, antes de someter al tiempo a un análisis retórico, define el componente temporal de la literatura escrita en términos estrictamente espaciales, no reconociendo otro tipo de temporalidad que la que proviene de la duración de la lectura. También Genette (en Ficción y dicción) considera que, en el discurso narrativo ficcional, los actos de ficción son enunciados de ficción narrativa considerados como actos de habla. Desde este punto de vista, en el discurso narrativo ficcional habría, al igual que en el discurso narrativo factual, tres tipos de actos de ficción: primero, los discursos pronunciados por personajes ficticios, cuya ficcionalidad postula el marco de la representación escénica (real o imaginaria) y cuyo estatuto pragmático en la diégesis es similar al de cualquier acto de habla común. Segundo, actos de habla de los personajes de ficción, cuyas características son similares a las del acto de habla de personas reales. Por supuesto, los personajes dicen dichos (carácter locutivos), acompañan su decir con otros actos (punto y fuerza ilocutivos) y sus dichos influyen en los otros personajes (efectos perlocutivo) . En tercer lugar, el discurso narrativo del autor o conjunto de actos de habla constitutivos del contexto ficcional. Así, es notorio que para Genette, los enunciados de ficción son aserciones fingidas porque son actos de habla simulados en la ficción. Ellos, como los enunciados factuales, y contra lo que pudiera pensarse, pueden transmitir mensajes (como una fábula o una moraleja). Note el lugar central de la frase aserciones fingidas : los personajes de ficción son creados por el novelista que finge referirse a una persona; es decir, las obras de ficción son creadas por el novelista que finge hacer aserciones sobre seres ficcionales.
La experiencia temporal se resiste a ser compartimentada, desglosada, a pesar de ser un componente fundacional en cualquier relato. Emparentada también con aspectos pragmáticos e incluso vitales de experiencia del mundo, su radical planteamiento determina que sea un problema que la semiótica o la narratología intentan clasificar según criterios codificadores. El problema de las dimension temporal no deja se ser también, en cuanto que plantea cuestiones inherentes al ámbito discursivo y a la constitución del sujeto, un aspecto clave de la formación del relato con el emplazamiento del hombre como elemento cultural.
Finalmente, decir que la literatura es la conexión entre los conceptos de realidad y ficción pues sugiere la narración o comunicación de hechos ficticios basados en hechos reales (también sentimientos, experiencias, descripciones o simplemente ideas sueltas aparentemente sin un contenido objetivo o racional). La literatura presenta un carácter ficticio en el sentido de que necesita de un ente comunicador que relacione lo sucedido o el hecho en si mismo con el lector u oyente (aunque esté en primera persona y coloque en el relato datos biográficos). Lo que el autor comunica o expresa tiene relación con lo que quiere destacar del mundo real. Así, puede burlarse de la realidad o halagarla, o engañar al lector, etc. No necesariamente quiere dejar un mensaje en el lector directamente (o una moraleja) pues a veces un texto se presta a varias interpretaciones (según costumbres distintas o épocas distintas o características personales distintas).
SARMIENTO VAZQUEZ

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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