sábado, 1 de marzo de 2014

Sonido y sentido: entrelazadas en la poesía. Paul Valery.



Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (Sète, 30 de octubre de 1871 – París, 20 de julio de 1945)
 
 
 
 
Siempre sospeché, que la Literatura, el ARTE de la palabra (escrita o hablada) siempre, pero siempre, tenía una íntima correspondencia entre el ritmo (entiéndase cadencia, musicalización, sonido del lenguaje) y la imagen o imágenes que se presentan en el texto literario. De lo contrario y si no se posee esa capacidad de oído musical, estamos ante un narrador o un poeta "sordo", que sin lugar a dudas afeará el poema, cuento o novela. No entraré a analizar este tema que por décadas lo he pensado y que, quizá mis lecturas poéticas en mis años de estudiante me hicieron luego comprender que no solo la poesía necesita de ese ritmo interior de la Palabra. No estamos hablando de la RIMA que es otro asunto (en el poema) sino, de ese encadenamiento sonoro,  prístino e interno que llevará tanto la buena poesía como la narrativa. No hablaré más, leamos, lo que dice Paul Valery sobre lo anterior.
 
J.Méndez-Limbrick.
 
Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (Sète, 30 de octubre de 1871 – París, 20 de julio de 1945) fue un gran poeta y ensayista francés.
Sobre la poesía
Conferencia pronunciada en la Université des Annales el 2 de diciembre de 1927
Venimos hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.
Por lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será posible ser breve. Les propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.
Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.
Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra. Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.
Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.
Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.
Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.
Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.
He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos yesos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran -permítanme esta expresión musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusiónbastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden sedo; pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.
No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posible. El azar nos las da, el azar nos las retira.
Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizado para la duración y de amplificado mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales -es decir, indirectos-, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrado y ordenado para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).
Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillamos de su instinto.
Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.
Lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.
Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su trascripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra; son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.
En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.
Nada hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la intención a la ejecución.
¡Afortunado el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolo s de cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!
¿Cómo tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos particularmente simples, es decir, reconocible s por el oído y que le sirven de referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.
De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.
Así, este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí mismo en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
Por lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación- alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.
De ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos.
Es tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera, un sonido que se produce evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo, en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos, si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional,que no puede confundirse con los otros, tendrían de inmediato la sensación de un comienzo. En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación recibida.
Y la contraprueba existe.
Si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal.
Ahora bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por las adquisiciones inmediatas de ese arte.
Muy distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.
¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomo s, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre si. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos ,sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.
La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso… Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.
He ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.
Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su [146] mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí.
Esta es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:
«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».
La comparación que Racan adjudica a Maleherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias.
La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzado. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser… Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma.
Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.
Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.
Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñamos que llueve. No es necesario un poeta para persuadimos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve! Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.
Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil…
Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.
Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.
Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.
En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada .verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el
poema y el estado de poesía.
Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.
La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector dé poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.
Muy distinto es el lector de poemas.
Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. N o le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.
Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.
Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo… En cuanto a mí, yo no las entiendo… Las traduzco por soneto abandonado.
Tratemos superficialmente esta difícil cuestión:
Hacer versos…
Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.
Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo.
Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:
«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda.»
Resulta extraño que más de un poeta se haya contentado -si es queno se ha enorgullecido- con no ser más que un instrumento, un momentáneo medium.
Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducir se a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.
No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son unidades legales de potencia poética.
Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.
Es preciso añadir -esto es bastante importante- que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos -de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltaci6n no es oro todo lo que reluce.
En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna Joya.
Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiraci6n pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.
No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios n materia de brujería, que con frecuencia se convenci6 a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).
¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentada. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.
Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos.
 


viernes, 28 de febrero de 2014

La cafetera de Balzac

 
 
 
La cafetera de Balzac
No sólo vivía de día y escribía de noche, sino que para mantenerse despierto y “poner la sangre en movimiento” inventó el consumo industrial de café antes que nadie. Todos los días compraba sus propios granos e inició a su secretario en el arte de graduar la intensidad según las necesidades de cada noche. Incluso vivió sin secretario, pero lo que siempre rescató de todas las mudanzas fue su cafetera.


Por Eduardo Febbro, desde París

El 21 de agosto de 1850 una compacta multitud atravesó París bajo una lluvia desigual. “Era uno de esos días en que el cielo parece derramar algunas lágrimas”, escribió Victor Hugo en sus memorias. El autor de Los miserables iba a la cabecera del cortejo, sosteniendo una de las asas de plata del ataúd donde yacía el cuerpo de Honoré de Balzac. Del otro lado estaba Alejandro Dumas llevando la segunda asa. El duelo había reunido en un mismo momento a tres glorias de la literatura del siglo XIX. Balzac el inmenso, el inagotable narrador, el mujeriego empedernido que esperó hasta casi el final del camino para poder casarse con la mujer que más amaba, el eterno endeudado que adoptaba mil disfraces para escapar de sus deudores, el jugador de destinos que emprendió mil aventuras para evitar la repetición de la vida, el potente creador de La comedia humana que concentró una ciudad y sus personajes en una obra arrasadora. Honoré de Balzac, consumido por la enfermedad, los viajes y la edad había fallecido dos días antes en París.
En los últimos años de su vida, las transformaciones de su rostro habían sido tales que uno de sus mucamos se negó a abrirle la puerta de su propia casa porque no lo había reconocido. Como Alejandro Dumas, Balzac tuvo una vida desplegada en todas las direcciones posibles. Pero a diferencia del autor de El conde de Montecristo, Balzac llevó a cabo la suya con más densidad y con doble intensidad diurna y nocturna. Vivía de día y recreaba el mundo durante insomnes noches de trabajo. Sus aliados para eso que él llamó “el evangelio de la vigilia y el trabajo intelectual” eran el café y la blanca cafetera marcada con las iniciales de su nombre, perpetuamente instalada sobre su escritorio entre los libros, el tintero, la pluma y las hojas manuscritas.
 
OJALA QUE LLUEVA CAFE Su secretario personal, Auguste Benjamin Guillaume Belloy, había adquirido con el tiempo la exacta sabiduría en la preparación del café: sobriamente fuerte (en las noches de cansancio), concentrado hasta el suicidio (cuando era preciso llenar páginas y páginas para pagar las deudas), suave (después de las horas de amor), aromático y condensado (cuando estaban al alcance las últimas páginas de una novela). Formado por Balzac en la preparación rigurosa de la droga graduando la potencia requerida, Belloy dejaba puntualmente la cafetera en el escritorio del genial autor de una literatura hecha de pasiones, virulencia, polifonía y veracidad. Allí está aún hoy, en el escritorio de la casa del 47 de la Rue Raynouard que Balzac ocupó durante siete años, donde corrigió el conjunto de La comedia humana y escribió algunas de sus obras maestras: Un caso tenebroso, Esplendores y miserias de las cortesanas, la Prima Bette, el Primo Pons. La cafetera ocupa un lugar mucho más destacado que los demás objetos. Porque, a diferencia de otros testimonios materiales de la existencia de un autor, no son las plumas de Balzac, ni sus sillas, ni su cama, ni sus tinteros, ni su escritorio lo que compone la galería de emblemas íntimos o personales: es en la cafetera blanca de bandas rojas donde palpita el corazón de Honoré de Balzac. Por eso, la metáfora de su vida y de sus libros cabe en un grano de ese “torrefactor interior” que al mismo tiempo que le daba las fuerzas para crear centenas de personajes le enfermó el cuerpo mucho antes de tiempo. En ella están los esfuerzos de Balzac por trascender las fuerzas debilitadas. Allí están las interminables horas de trabajo. Allí está la filosofía de un hombre que encarnó, a fuerza de café, andanzas, insomnios y constancia, la parte más visible de un universo en expansión. El autor de Ferragus ponía un cuidado tan especial en “drogarse a la medida” y extraerle al cansancio la potencia que necesitaba para sus libros que él mismo elegía y compraba el café. En el número 60 de la Rue Monsieur le Prince, a unos pasos de donde vivía Blaise Pascal, una placa recuerda aún que a ese lugar acudía Honoré de Balzac a comprar su café. 
 
CAFEINA POR ENTREGAS Derrotado mil veces, encarcelado por deudas, perseguido por un ejército de acreedores, Balzac perdió más de una vez todo lo que poseía. Lo único que conservó en cada uno de sus muchos domicilios parisinos fue la cafetera. Sin ella, todo afán de escribir era en vano. Balzac no sólo fue el escritor que inventó la novela por entregas. También fue editor y propietario de una imprenta que arrastró a la ruina a su familia. No sólo respondió a la pregunta ¿Puede hacerse literatura con nada?, sino que también resultó ser el primer hombre que probó una combinación de papel que lo llevó a inventar la celulosa.
En sus años de renuncias y desaliento pensó en abandonar la literatura, pero su principio motor le dio la sabia de la resurrección: Balzac pensaba que ningún pecado humano era tan imperdonable como la abdicación de la propia voluntad. “Trabajar es levantarme siempre a medianoche, escribir hasta las ocho, desayunar en un cuarto de hora, trabajar hasta las cinco de la tarde, cenar, acostarme y recomenzar al día siguiente”, escribió. En contra del adormecimiento, del cansancio, de la renuncia y el abandono al sueño, en contra del confort y la blandura, hizo del café el antídoto contra las debilidades del ser. “En cuanto se lo toma”, escribió en su Tratado sobre los excitantes modernos, “todo se despierta. Las ideas se agitan como batallones del Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos acuden a paso de combate, con las banderas desplegadas. La caballería ligera de las comparaciones se despliega con un magnífico galope. Las figuras se levantan, el papel se cubre de tinta porque la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra, como la batalla se tiñe con la negra pólvora”.
 
LA SANGRE EN MOVIMIENTO ¿Cómo vivir sin descanso, ocupando el día en existir para los demás y dedicando la noche a sacar del cerebro y del alma las “voces agitadas”? Los métodos para preparar el café y sus perfectas proporciones eran para Balzac “una ciencia necesaria”. El café “pone la sangre en movimiento, activa a los espíritus motores: la excitación que provoca precipita la digestión, aleja el sueño y mantiene despierto mucho más tiempo el ejercicio de las facultades mentales”. No es casual que el gran proyecto de su vida fuera combatir la impotencia humana y la debilidad. La comedia humana es el retrato de esa ambición. A Balzac le daba tantos escalofríos la brevedad de la vida como la inacción: “Cuando no escribo mis manuscritos, pienso en mis planes. Y cuando no pienso en mis planes, y no elaboro manuscritos, tengo que corregir mis pruebas. Esa es mi vida”. Muchos de los personajes balzacianos revelan ese proyecto interior, cuya alianza es el café. Por encima de los compromisos del día, la verdadera vida es aquella que comienza cuando, “volviendo a su casa se encierra en la habitación y enciende su lámpara inspiradora pidiéndole palabras al silencio e ideas a la noche”, como el extranjero de Los proscritos.
Los mejores años de Honoré de Balzac son años de café y vigilia. Sumergiéndose en las horas nocturnas, consiguió ir más allá que ningún otro escritor. Allí donde los demás pulen frases, Balzac construía vidas humanas, personajes que pasaron a formar parte de la historia de París como si, condensados como el café por el agua hervida, hubiesen surgido en cuerpo y alma de su escritorio. Balzac trabajaba vestido con una bata blanca, con las cortinas bajas, una pluma de cuervo y seis velas incrustadas en un candelabro de plata. El doble sistema de la cafetera mantenía el líquido caliente hasta el despuntar del día. En esas horas de silencio Balzac ponía en escena lo que había vendido oralmente y con croquis durante el día, lo poco que le alcanzaba para convencer a sus amigos y editores que esa historia de la que les hablaba estaba ya escrita. Balzac vendió a diarios y editores decenas de historias que aún no existían y que, a veces, tampoco existieron después.
 
LA JUNGLA DE LOS VICIOS Por la noche, en la casa de la entonces Rue Fortunéé -hoy lleva su nombre- o en el escritorio de su casa de Passy, Balzac construía el libro con las escasas anotaciones que traía en el bolsillo. Abogados, notarios, cortesanas, ladrones, escribanos, clérigos corruptos y condes engañados, bellas damas enamoradas por bandidos y mediocres, jugadores, fanáticos del dinero, arribistas, putas, soñadores y cobardes, todos forman una inagotable exposición de hombres y mujeres a los que Balzac cubrió con la autenticidad del aroma del café. De todos ellos, Eugène Rastignac es el más logrado. Su permanencia en el tiempo es tal que, en Francia, decir “un Rastignac” equivale a evocar la figura voluntarista del huésped de la pensión Vauquier (otro monumento de la ficción que hoy se toma por real). Más allá de los siglos, los lugares y los idiomas todos hemos conocido o conoceremos alguna vez un Rastignac. ¿Cómo desconfiar de aquel personaje de La comedia humana, estudiante de buena familia, digno en su pobreza, idealista, impetuoso e inteligente, movido por la ambición de la gloria y el poder a las que piensa llegar a fuerza de trabajo? En la lejana provincia de sus orígenes sus hermanas se privan de lo esencial para darle a Rastignac los medios de llegar a sus sueños. Pero entre ellos y Rastignac están París y su jungla de mujeres, de luces engañosas y vicios fáciles. En vez de abogado, Rastignac se convierte en un dandy de cabriolet financiado por sus hermanas al que una mujer dudosa le revela el secreto parisino de los éxitos rápidos y grandiosos: calcularlo todo, esconder sus sentimientos, aplastar a todo el mundo. Pero el hombre se resiste a vender su pureza y sus ideales en nombre del éxito sonado. París lo arrastra corriendo los telones del cinismo, la mentira, la corrupción. Rastignac se deja llevar a ese mundo desde el cual, de vez en cuando, ve surgir la fe y los ideales perdidos. En poco tiempo, Eugène Rastignac asumirá el desafío que le impone París: no ser como los demás, sino “el mejor de los peores”.
En un mundo insensible al trabajo, a la verdad y a los esfuerzos, Rastignac entiende que la vida es una presa que se debe poseer para no ser devorado por ella. Poseerla sin escrúpulos, por todos los medios. Pocos años bastarán para que aquel estudiante escrupuloso y honesto se vuelva un experto en traiciones e intrigas de todo tipo. Los ideales no suenan como las monedas en el bolsillo, ni como el frenesí del poder. Balzac creó decenas de personajes como éste: perfectos en su dimensión, corrompidos por la vida, vacíos de toda compasión, incapaces de cualquier clemencia. Son hijos de la ciudad a la que vinieron y no difieren mucho de los Rastignac de hoy. Sólo cambiaron las corbatas, los oficios, los nombres y la cantidad de dinero. Honoré de Balzac los vio desde mucho antes, desde mucho más lejos. Los entrevió alguna noche de café concentrado, entre el silencio y la sombra que proyectaban las velas.

jueves, 27 de febrero de 2014

Un cuarto de millón de visitas.


 
Hemos llegado a las 250.000 visitas en el blog. Gracias a todos los que visitan el sitio. Con el blog he procurado entretener a mis amigos blogueros con reseñas encontradas en la Internet de escritores poco conocidos, en otras ocasiones presentar obras literarias que siempre me han interesado pero, de poca difusión y que, en ocasiones solo se pueden hallar en revistas especializadas sin embargo, gracias a la Internet he hallado. En el blog entonces, se encuentran mis gustos literarios como mis inquietudes como narrador.
La mayoría de los artículos no son míos pero como siempre, se señalan los autores propietarios de los artículos y la fuente de donde fueron tomados.

J.Méndez-Limbrick.

El hijo del vampiro, por Julio Cortázar.

 

 

Si Carlos Fuentes, uno de los últimos libros que escribió antes de su muerte fue "Vlad", el otro gigante latinoamericano Julio Cortázar, en el año 1937, escribe un cuento con el tema de los vampiros y que, incluiría en su colección: "La otra orilla", escrito entre los años de 1937-1945. (J.Méndez-Limbrick).

 

 

El hijo del vampiro, por Julio Cortázar

Clásicos con un cuento de Cortázar, El hijo del vampiro.

Por Julio Cortázar |
Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito.
El rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte aparente —en el 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos. Ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo.
Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. Y también un césped propicio, o una cariátide.
Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.
Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese meditado, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con hambre.
Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa, y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.
Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.
En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte. La hipótesis de una pesadilla demasiado verista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrido un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.
Puertas cerradas con Yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua.
Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la Yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.
Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.
El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss Wilkinson gritar a la señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:
—Es como su padre, como su padre.
Miss Wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades.
Cuando los médicos se enteraron hablóse de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendoo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.
—Es como su padre —dijo—. Como su padre.
El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No solo ocupaba el cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.
Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la media noche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.
Miss Wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con ello no llegaría a nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.
—Es absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta— y nadie puede interponerse entre su esencia y mi cariño.
Hablaba del hijo; Mis Wilkinson se calmó.
Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz.
Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta.
Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo.
Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss Wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos preguntando, preguntando, preguntando.
1937.
 

 

miércoles, 26 de febrero de 2014

Iván Turgénev (escritor).

 
Iván Turgénev (escritor). Nació el día 9 de noviembre de 1818, su fecha fallecimiento es 3 de septiembre de 1883, es natural de Rusia.
 
LOS RECUERDOS POÉTICOS DE IVÁN TURGUÉNEV
En la inmensidad de la geografía literaria de Rusia el nombre de Iván Turguénev forma parte de una res­plandeciente constelación de novelis­tas, cuyas obras son espejo para el pensamiento que tiende a convertirse en palabras y comunicarse. Turguénev, como escritor, asimiló y recreó en un lenguaje admirable el fluir de su época; en sus novelas y relatos hay todo un universo sorprendente: las costumbres y paisajes de la antigua Rusia, las ilusiones y cambios de las clases sociales, los problemas políticos, la visión de las ciudades y los reflejos de la historia y, sobre todo, la diversidad y autenticidad psicológica de sus personajes. Ya sean éstos los humildes campesinos de su región natal o los propietarios rurales y la nobleza, sus caracteres, sus pasiones, sus sentimientos, en la convivencia o en la soledad, están trazados con genial maestría. Son minuciosos estudios de tal profundización en las complejidades anímicas que únicamente pudo lograrlas quien, como Turguénev, fue un perspicaz y sensible observador de los seres humanos. Y sólo llegó a esta penetración del alma ajena por haber contemplado y conocido la suya propia e interiorizar reflexivamente los desafíos y demandas de su entorno. Así, temperamento y mente le fueron conformados en una dialéctica creadora, tanto de sufrir adversidades afectivas como de ser feliz ante el ideal de la belleza artística.
Una larga vida tuvo para Iván Turguénev una infinidad de dádivas tanto como hirientes sufrimientos. En la incertidumbre infantil, en las frustracio­nes juveniles pretendió alcanzar el afecto primorial y le fue negado, pero sí gozó de numerosas y fieles amistades; fue autor respetado y su obra admirada, pero ante él se desvanece la posibilidad de amor, perseguido y siempre esquivo; una situación privilegiada de desahogo económico estuvo perturbada por problemas de administración, y los estimulantes viajes que enriquecieron su talento eran acompañados de enfermedades verdaderas o imaginarias. Todo este intenso transcurrir de los años, con sus cientos de episodios, de relaciones, de observaciones, sirvió para dar a sus obras la calidad que hoy hace de Turguénev un escritor contemporáneo nuestro.
Algunas de tales experiencias debieron tener una especial modulación íntima y persistente huella en la memoria, y a partir de 1877, casi al final de su vida, tomó la decisión de transformarlas en breves relatos como una forma de dejarlas tras él, darles perennidad y testimonio biográfico. Estos fragmentos de sus recuerdos son los Poemas en prosa.
En ellos -traducidos cuidadosa y fielmente en estas páginas por la Profesora María Sánchez Puig-, está una materia literaria que se podría calificar como clave de un itinerario vital, pues así suele ser la obra poética. Porque la gran poesía no es sino la transposición al lenguaje del doloroso y sabio madurar del poeta, y esta evolución está latente en los Poemas. Son las respuestas cruciales de Turguénev a los hechos del mundo, a los sentimientos e ideas que suscitaron, a las fricciones originadas por el torrente de la existencia.
Los Poemas en prosa, en número de 51, fueron los que Turguénev quiso publicar en vida, y así aparecieron bajo el título de Senilia en la revista Vestnik Evropy, de San Petersburgo, en 1882. Pero Turguénev retuvo otros 32 poemas y en su archivo se conservaron después de su muerte (1883), hasta que el eslavista francés André Mazon, cuarenta años más tarde, los encontró y los hizo publicar. Se puede considerar que estos inéditos eran en los que Turguénev liberaba contenidos más íntimos, acaso más dolorosos.
Aunque fechados todos por él de 1877 a 1882, son recuerdos pertenecien­tes a lejanas y diversas épocas suyas, que quiso redactar en aquellos años postreros cuando el pensamiento gusta de evocar, con nostalgia, los caminos recorridos.
Si sugestivos son los primeros publicados, no lo son menos los inéditos. Predomina en ambas series el carácter de documento privado, con una hermosa revelación de su íntima y secreta personalidad ante momentos para él transcendentales.
Varios de estos Poemas hacen referencia a episodios de la actividad profesional del escritor, las rivalidades, la relación difícil con los críticos, y opiniones motivadas por el comportamiento humano. Otros expresan su inalterable amor al país natal, a esa Rusia de la que se alejó, pero que siempre tuvo ante sí como ámbito de una lengua maravillosamente expresiva, como espacio social idealizado de cuya suerte fluctuante él participaba.
Su imagen del mundo y, en él, de la condición humana forman otros pensamientos de sabiduría superior al enjuiciar lo efímero de la existencia en una naturaleza indiferente que no concede al hombre mayor importancia que a un insecto. Esta conciencia de humilde insignificancia, de quien se identificó con los que nada son, se extiende a la comprensión del desamparo de los animales en cuyos ojos ve una mirada temerosa idéntica a la suya. Son poemas con una significación filosófica que revelan su cosmovisión de pensador realista contrario a prejuicios, movido por la tolerancia, por la piedad ante el dolor, enemigo de las armas, de la envidia, de la ingratitud.
En bastantes poemas se conduele de la llegada de la vejez con sus monótonas dolencias y su vacío de ilusiones, mas esta actitud desalentada no se puede atribuir a la fecha en que fueron escritos, pues a Turguénev le acompañó siempre el terror a las enfermedades y la sensación de la senectud, incluso siendo joven, como si percibiera en su ser la acumulación del vivir de sus antepasados, de generaciones que le precedieron. Y, a la par, el constante presentimiento de la muerte, el cual le engrandece por la serena objetivación de esa fatalidad ineludible.
Y es revelador de estas obsesiones que en varios de los Poemas en prosa relatan sus sueños; éstos son sueños de muerte o amenaza de destrucción no sólo personal, sino de su mundo, de su sociedad. Y tan emotivos, por su contenido subconsciente, debieron de ser, que no dudó en insertar algunos, como pasajes misteriosos, en sus novelas. Y misterioso parecerá el motivo de algunos poemas, y así debe de ser porque proceden de hondos estratos de la conciencia, inasequibles a la fácil comprensión, y porque toda gran creación artística conlleva aspectos enigmáticos.
Pero los Poemas más espontáneos y emocionados son, sin duda, aquellos en los que Turguénev descubre –discretamente- la tensión amorosa, ya sea en la frustración o en la exaltación de sentir su ímpetu poderoso. Como en su biografía de hombre fue, en sus escritos es el amor la más bella sugerencia de felicidad; como un supremo anhelo, llenó los años del escritor de promesas y búsquedas, no por infructuosas menos apasionadas. Si no se realizó en la consecución habitual, y no siempre halló correspondencia a las solicitudes de su alma poética, sentimental, romántica, ya el solo propósito de amor fue una dinámica vivificadora que transmitió a sus obras como delicada melancolía o ilusionada esperanza.
Admira en estos Poemas en prosa el hálito imaginativo en el desarrollo de sus temas; y quien conozca la lengua rusa apreciará también en esta edición la armonía y la sutil musicalidad de la frase de Turguénev. Quien lea solamente en castellano los Poemas en prosa podrá decir que ha leído un fragmento emotivo e importante de la herencia literaria de un escritor genial, ruso, europeo, del mundo entero.
Juan Eduardo Zúñiga
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ESBOZO BIOGRÁFICO
El gran novelista ruso Iván Serguéyevich Turguénev nació en 1818, en la provincia de Oriol, en el seno de una familia hidalga adinerada. La madre, mujer de talante duro y autoritario, era propietaria de inmensos latifundios de más de cien mil hectáreas de tierra y de cinco mil siervos campesinos. El padre, un oficial de la guardia imperial, galante y bien parecido, diez años más joven que su esposa, llevó una vida disipada, llenando la casa familiar de amantes y jaurías de perros de caza. La madre del escritor quedó inmortalizada en la figura de la protagonista de la novela Mumú, y el padre quedó plasmado en la novela El primer amor.
La infancia de Iván Turguénev transcurrió en una de las fincas de su madre, Spásskoye, donde el futuro escritor pudo conocer muy de cerca la dura realidad de la vida de los campesinos, la tremenda lacra social que suponía el derecho de servidumbre, que permitía la compraventa de seres humanos, la separación de las familias, los castigos corporales, toda clase de abusos y violencia. Todo esto Turguénev lo reflejaría posteriormente en sus Relatos de un cazador, su primera gran obra, publicada en 1852. De niño, Turguénev trabó amistad con un siervo apellidado Punin, gran aficionado a la lectura y a la poesía, quien le inculcó su amor a la literatura. Turguénev nos dejó el retrato de su amigo Punin en la novela Punin y Baburin.
En 1827 la familia Turguénev se trasladó a Moscú, y el niño estudió en varios centros: primero en el internado privado de Weidenhammer, luego en el Instituto Armenio, donde se estudiaban lenguas orientales, y, posteriormente, en el colegio internado alemán de Krause. Prosiguió sus estudios en la Facultad de Letras de la Universidad de Moscú y de Filosofía en la Universidad de Berlín. En 1843, ocurrió un hecho que marcó profundamente el resto de su vida: conoció en San Petersburgo a la soprano Paulina García de Viardot, a quien profesó un amor inquebrantable hasta el fin de sus días, siguiéndola en sus giras por Europa, lo que le llevó a vivir prácticamente más tiempo en el extranjero que en Rusia.
Hombre de vasta cultura, conocedor de varias lenguas, de grata presencia y exquisitos modales, y sin preocupaciones económicas, Turguénev se convirtió en el portavoz de la cultura y literatura rusas en Occidente. En su larga vida conoció y trató a destacadas personalidades de la literatura y la cultura rusa y occidental como Pushkin, Saltykov-Schedrín, L. Tolstói, Grigoróvich, Zola, Flaubert, Daudet, E. Goncourt, etc.
Por la publicación de los Relatos de un cazador en 1852, Turguénev sufrió detención y arresto domiciliario durante más de un año, hecho que también le impulsó a residir fuera de Rusia. Viajero impenitente, recorrió en varias ocasiones Alemania, Suiza, Francia e Italia. Murió en 1883 en su casa de Bougival, cerca de París, de cáncer de médula espinal, tras atroces sufrimientos. Sus restos mortales fueron llevados a Rusia e inhumados, con gran solemnidad, en el cementerio de Vólkovo, en San Petersburgo.
Un dato biográfico curioso: a lo largo de su vida estuvo tres veces al borde de la muerte. La primera vez, a los cuatro años, en Berna, durante una visita al zoo estuvo a punto de caerse en el foso de los osos, lográndolo atrapar su padre por un pie en el último instante; la segunda vez, ese mismo año, a causa de una enfermedad infantil, hasta el punto de tener ya los padres preparado el ataúd; y la tercera vez, en 1838, estuvo a punto de perecer en el incendio que se produjo en el barco en el que viajaba. El temor a la muerte acompañó a Turguénev a lo largo de toda su vida, convirtiéndose, en algunos momentos, en auténtica obsesión que llenaba sus noches de angustia.
La obra literaria de Iván Turguénev, prolija y variada, puede dividirse en varios períodos, coincidentes con hechos de su vida personal y aconteci­mientos de la vida social.
Un primer período, entre 1834 y 1848, marcado por la transición del romanticismo al realismo, constituye una búsqueda de su identidad literaria. A este período pertenecen sus creaciones en verso El atardecer, A la Venus de Médicis, Ruso, Dame tu mano, los poemas Steno, Parasha, El pope, Conversación, El terrateniente, así como las novelas y relatos Andréi Kólosov, Tres retratos, El camorrista, Petushkov, etc.
Un segundo período, de 1848 a 1859, caracterizado por dos temas centrales: por una parte, la vida del campesinado ruso sometido al derecho de servidumbre; y, por otra, el prototipo de un hombre nuevo, digno represen­tante de la nobleza rusa. El primer tema culminó en una recopila­ción de narrativa breve, títulada Relatos de un cazador, que tras varias reediciones adquirió la forma definitiva con 25 relatos, en 1880. El segundo tema se plasmó en sus novelas sociales Rudin -cuyo protagonista principal está inspirado en la figura de M. Bakunin-, Nido de nobles, Asia, El diario de un hombre de más, Fausto, y en su ensayo El Hamlet del distrito Schigrovski. En el mismo período quedan comprendidas sus obras teatrales Sin blanca, Almuerzo en casa del jefe provincial, dramas que describen y analizan la decadencia de la nobleza rural; las comedias El hilo se rompe por lo más fino y Un mes en el campo; los dramas El gorrón, El solterón, La provinciana, ambientados igualmente en la pequeña nobleza rural, etc. En este período Turguénev se revela como el creador de la novela social rusa.
Un tercer período de su creación literaria, entre 1859 y 1862, marcado por grandes movimientos sociales en Rusia y la supresión, en 1861, del derecho de servidumbre, fructifica en dos grandes novelas, La víspera y Padres e hijos, que marcaron un hito en la historia de la novela rusa, provocaron acalorados debates entre público y crítica y le ocasionaron al autor no pocos disgustos.
Un cuarto período, entre 1862 y 1869, marcado por cierto cansancio y hastío del escritor, un desencanto, un deseo de apartarse de las tribulacio­nes y problemas sociales para hallar la paz en el mundo del arte, en la filosofía, en la contemplación. A este período pertenecen sus novelas cortas Basta, Fantasmas y, muy especialmente, la novela Humo, donde el escritor caricaturiza a los miembros del "círculo de Gubariov", en alusión clara al "círculo de Ogariov", uno de los promotores de la organización "Tierra y libertad".
Entre 1869 y 1877 se puede delimitar el quinto período de su actividad literaria, marcado por los acontecimientos y movimientos sociales de los años 70. A este período pertenece su novela Tierra virgen, descripción magistral de conocidas figuras y corrientes de pensamiento de diversas agrupaciones "populistas" de los años 70. La novela Tierra virgen tuvo una polémica acogida tanto por la izquierda progresista, como por la derecha conservadora, y sería la última gran novela social que escribiera Turguénev.
El sexto y último período de su fecunda labor literaria se inicia a partir de la publicación de Tierra virgen, en 1877, hasta su muerte, y se caracteriza por una búsqueda de nuevos medios de expresión literaria para temas filosóficos, morales, éticos y existenciales. Aparece, asimismo, alguna obra de corte fantástico, casi neorromántico, como El canto del amor triunfante y Clara Mílich. A esta época pertenecen, entre otras, las novelas Pum, pum, pum..., El reloj, Punin y Baburin y los renombrados Poemas en prosa, hermosas estampas lírico-filosóficas de exquisita forma y profundo sentido.
Tampoco deben olvidarse las novelas El primer amor, Aguas primavera­les, tan conocidas para el lector español, el ensayo Hamlet y don Quijote, magnífico ejemplo de crítica literaria, el relato El rey Lear de las estepas y tantas otras obras.
Uno de los mejores prosistas del s. XIX, y para algunos el mejor, Turguénev posee un estilo sereno y exquisito, de aparente sencillez, un vocabulario de inusitada riqueza, una sintaxis impecable y, sobre todo, un profundo lirismo que impregna toda su obra. A la belleza de sus descripcio­nes narrativas paisajísticas hay que añadir la profundidad del análisis psicológico de sus personajes y una visión global de la problemática social del momento, elementos que rara vez confluyen en un mismo autor y le confieren a Iván S. Turguénev un carisma especial.
María Sánchez Puig
 
 

martes, 25 de febrero de 2014

Giovanni Papini


Giovanni Papini, escritor italiano, nacido en Florencia un 9 de enero de 1881. Sus padres, muy cultos, lo estimularon a escribir ya desde niño. A los 12 años escribió algunos cuentos como El amigo del estudiante y El león y el niño. A los 14 años creó dos revistas manuscritas: Sapiencia y La Revista.
A los 19 años enseñó italiano en un Instituto Inglés y asistió, como oyente, a las Facultades de Letras y Medicina, mostrando su afán de conocer de todo.

A los 20 años ocupó la cátedra de filosofía moderna en la Universidad de Florencia.
En 1902 es nombrado bibliotecario en Florencia, lo que le dará oportunidad para seguir leyendo con la misma avidez de antes y mayores facilidades. Publica diversos artículos sobre filosofa y literatura.
En 1903 funda la revista Leonardo, revista de ciencia, arte, literatura y que tuvo un gran éxito; alcanzó a durar hasta 1906.
Con 23 años participa en un Congreso de Filosofía en Ginebra y después en el Congreso de Psicología celebrado en Roma.
Papini tiene ahora 24 años y publica El crepúsculo de los filósofos, una obra muy polémica, pues atacaba a Nietzsche. En esta obra Papini muestra ya muchas dudas religiosas. Se casa con una mujer católica, se confiesa y hace la primera comunión.
Publica dos nuevas revistas La Voz y El Alma.
Conoce en 1911 a Marinetti y entre los dos inician una crítica futurista a Italia, que no debía, según ellos, ser conocida sólo por sus museos, debía estar a la altura de París, fecundo en arte contemporáneo. Escribe Mi experiencia futurista contra las Academias. Tras su conversión, se separó de Marinetti.
En 1914 deja el Futurismo estando en París. Propugna el ingreso de Italia a la guerra mundial, pues veía en ello una fuente de regeneración de Italia. Pensó alistarse como voluntario, pero un defecto a la vista le impidió tal incorporación. El futurista Bucconi había muerto.
En 1919 escribe La Nueva Italia en la que lanza una diatriba a todas las instituciones: "Cerremos todas las universidades, museos, conventos...", dice.
Escribe, por esta época, La Vida de Cristo, en la que denuncia que a Cristo lo conocen los italianos por la idea de los pintores renacentistas, un Jesús de escayola, en un establo gracioso, un nacimiento de juguete. Y propone Papini al Cristo de la dura realidad de su nacimiento.
En 1912 publicó Palabra y Sangre, obra en la que habla Dios, son unas Memorias de Dios. Conoce entonces a San Agustín, a quien llama alma gemela y escribe su vida.
Después escribe Gog, unos cartapacios que, según Papini, le entregó un loco y que ahora él da a conocer. En esta obra ataca a Lenin por no documentado y suprimir al individuo.
1939 escribe Italia mía en la que apoya a Mussolini como regenerador de Italia.
1944 se encuentra en Florencia. Estaba escribiendo El juicio final, pero fue desalojado de su casa. Se refugió en los franciscanos de Lucano, había allí 1200 personas refugiadas. El P. Samuel se encargó de viajar a su casa y en un camión rescatar la biblioteca. Papini viste de franciscano, como los otros refugiados. Luego se incorpora a la Tercera Orden y su señora a la Orden de las Claras.
Ya en Florencia escribe Cartas de Celestino VI en las que aboga por la santidad.
En 1945 escribe Miguel Ángel, Dante y San Agustín. En Miguel Ángel polemiza sobre sus amores dudosos con un joven, a quien el pintor admira con toda castidad; defiende al pintor a propósito de la tumba de Julio II, una tumba excesiva, con sus esclavos, la Virgen, Moisés...; una tumba para cuya construcción se pedían indulgencias a los fieles. Miguel Ángel tiene grandes dudas, pues quiere hacer una cosa grandiosa y, a la vez, sabe que aquello es un pecado.
A los 72 años ya ciego, dicta a su nieta Anna El Diablo, último libro. A los 75 años escribe el ensayo La felicidad del infeliz, donde defiende, como máxima felicidad, la oración. Muere el 8 de julio de 1956.
Sus letras marcaron toda una época y tuvieron honda influencia en la literatura italiana, así como le allegaron al autor el reconocimiento internacional. Polemista apasionado, Papini dejó en su autobiografía, Un hombre acabado, una melancolía en páginas que para muchos representa su obra maestra.
En palabras de Jorge Luis Borges, "Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es Giovanni Papini, que alguna vez firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta, pragmatista y romántico, ateo y después teólogo".
El propio Borges dice que "hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja. Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático".
En estos cuentos apenas se escucha la voz del autor son narraciones en murmullos. El lector de estas páginas recorrerá los laberintos compartidos y enigmáticos de la intimidad humana. Los personajes parecen fantasmas desconocidos; figuras que sólo aparecen en las páginas de un libro y, al mismo tiempo, delatan rostros que vemos todos los días en los espejos. Papini narra con una sencillez y claridad cuya lectura no sólo entretiene sino también provoca.
Que un hombre sea preso de él mismo, que los hombres se puedan apropiar de los demás, que las almas sean una mercancía cotizada y que nuestros propios retratos sean caras cambiantes; nos provoca una reflexión personal más allá de los párrafos.
Papini también provoca al escritor que todos deberíamos llevar dentro; parecería entonces fácil emular sus fábulas, continuar sus cuentos y seguir su ejemplo de letras, pero esta provocación es engañosa, pues pocos han logrado narraciones de tal perfección como la alcanzada por Papini en estos breves cuentos. Quizá la provocación más evidente de estas páginas sea la inevitable invitación a proseguir la lectura, pues como todos los grandes escritores, Papini es un autor que no sólo debe leerse, sino que se deja releer fácilmente y ése es el mejor homenaje que le podemos rendir.

Advertencia
Hace un año me llegó para antes de Navidad una carta firmada por Gog. Procedía de un puerto de Escocia y decía así:

Querido amigo:
El que le escribe no es un fantasma, sino aquel extraño nómada enfermo de los nervios, siempre enfermo y siempre nómada, a quien conoció usted hace ya veinte años en una casa de salud escondida entre los árboles.
Hace muchos años leí en la edición norteamericana la selección que usted hiciera de las cartas por mí remitidas. Juzgo que la selección fue bastante buena, y he de confesar que en esas viejas páginas volví a hallar gustosamente una lejana imagen de mí mismo, así como también el recuerdo vivo de algunos seres humanos a los que conociera en tiempos pasados. Su libro hizo que me dedicara otra vez a escribir el diario, labor abandonada por las recaídas en mi malestar habitual.
Continué recorriendo la tierra sin meta ni objetivo, tal como antes lo hacía, tomado nota, sin mayor orden, de lo que veía y oía en mis caprichosas y desvariadas peregrinaciones.
Le ruego me haga saber si le agradará leer esta segunda parte de mi diario. También de ella podrá hacer el uso que le agrade, traduciendo y publicando lo que juzgue mejor.
Escriba o telegrafíe a la dirección abajo indicada. Sinceramente, de Ud. Atto. y S. S.
Gog.

Telegrafié en seguida al New Parthenon, la casa de campo del excéntrico multimillonario, haciéndole saber que me agradaría muchísimo recibir y leer lo que tan cortésmente me brindaba. No obtuve respuesta ninguna, pero al cabo de tres meses y desde un puerto de Méjico, me llegó un voluminoso paquete lleno de hojas escritas o máquina. Lo leí todo con suma atención y curiosidad y, al igual que la vez primera, hice una especie de antología de aquel original y abundante diario.
Esa selección es la que ofrezco ahora a los innumerables lectores de Gog esparcidos en todos los Países del mundo, y la título: EL LIBRO NEGRO.

II
Le puse ese título, elegido exclusivamente por mí, porque las hojas del nuevo diario corresponden casi todas a una de las edades más negras de la historia humana o sea a los años de la última guerra y del período posbélico. Haré notar que prescindí de algunos fragmentos que me parecieron demasiado escandalosos y dolorosos. Hay en la naturaleza de míster Gog, junto a una morbosa avidez intelectual, un no sé qué de sádico, y de esta su crueldad, aunque más no sea teórica y platónica, quedan trazas incluso en las páginas por mí traducidas.
Procediendo igual que en el pasado, Gog se ha acercado a los hombres más célebres y representativos de nuestro tiempo y las conversaciones mantenidas son casi siempre sorprendentes y reveladoras. En este volumen podrán conocer los lectores, por ejemplo, el pensamiento de Molotov y de Hitler, de Voronov y de Ernest O. Lawrence, de Pablo Picasso y de Salvador Dalí, de Marconi y de Valery, de Aldous Huxley y de Lin Yutang.
La mayor novedad de esta segunda parte del diario es, si no me equivoco, el descubrimiento de muchas obras de escritores famosos, hasta ahora desconocidas. Gog ha tenido siempre el placer, más aún, la manía de coleccionar. Nos dice que compró en Inglaterra una colección de autógrafos de Lord Everett, colección que sólo contenía trozos y esbozos de obras inéditas, y por su parte, el mismo Gog se ha esforzado por enriquecer esa preciosa colección con otras adquisiciones. Así, pues, los lectores hallarán aquí, por vez primera, noticias referentes a obras, ignoradas por completo hasta el presente, de Cervantes y de Goethe, de William Blake y de Robert Browning, de Stendhal y de Víctor Hugo, de Kierkegaard y de Miguel de Unamuno, de Leopardi y de Walt Whitman. Estas solas e inauditas revelaciones bastarían para que EL LIBRO NEGRO fuera uno de los acontecimientos literarios más singulares de estos tiempos.
Además, e igual que en tiempos pasados, Gog ha encontrado en su camino seres humanos paradojales y lunáticos, preconizadores de nuevas ciencias y nuevas teorías, a cerebrales maniáticos y locos sueltos, a cínicos delincuentes y visionarios. En su conjunto esos seres ofrecen un retrato fantástico y pavoroso, satírico y caricaturesco, pero más que nada, me parece, un retrato sintomático y profético de una época enferma y desesperada más que nunca. Esto que parece diversión, para los espíritus más vigilantes puede ser un saludable adoctrinamiento.
Esta selección hecha en la nueva cosecha de las experiencias de Gog, me parece mucho más sabrosa e importante que la realizada veinte años ha. Me agradaría que esta misma opinión fuera compartida, una vez llegados a la última página, por todos los lectores de EL LIBRO NEGRO.

Giovanni Papini.
Florencia, 5 de noviembre de 1951.
http://www.librosmaravillosos.com/libronegro/



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