1 . ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicó logos, sociólogos, antropólogos, etc.? Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el hombre que no pue dan decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, his toriadores? ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos, geólogos, astrónomos? Etc., etc. Los filósofos no tienen por qué decir nada de las co sas que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar, llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta. Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas para la acción, dar instrucciones para la manufactura de objetos o echana volar la fantasía en la producción de obras de arte.
No tienen, en suma, por qué decir o hacer ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los filósofos no tendrán más remedio que jubilarse. Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben) plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arca nas ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se supone que los demás seres humanos no tienen noticia. Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cues tión de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones. Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» —piedras, flores, sillas—, mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sen tido, la razón me sobra, pero en otro sentido la noción de «cosa» —y, en general, de «objeto»— es cuestiona ble. ¿Son también cosas lqs colores? ¿Es el azul de la silla azul un dato sensible?
Estoy viviendo en una comu nidad que juzga punible matar al prójimo (aunque a ve ces, ¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo es miembro de una clase o colectividad llamada «el ene migo»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural, etcétera. Ninguno de estos principios o razones me parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta sa tisfactoria; sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da vueltas. Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades. Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos casos es una actividad lingüística —quiero decir, consis te en escrutar expresiones y modos de decir que, por un lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un de terminado contexto —el cual resulta ser a su vez cues tionable—.
En otros casos es una actividad que cabe lla mar «fenomenológica» y que consiste en examinar mo dos de ver que parecen impropios cuando no tengo en cuenta la correspondiente —y también cuestionable— perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los alu didos modos de decir o de ver con algún modo principal de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos los demás, pero, a menos que baga trampa, no lo encuen tro en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación de concluir que todos los modos de decir y de ver son justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas, pero no hay razón para que los propios contextos y pers pectivas permanezcan a salvo. Haga lo que haga, queda rá siempre un remanente de perplejidad que no consigo extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando. En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones, mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejida des. En todo caso, en el proceso de la actividad analítica no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pue da saber —nada que me sea revelado simplemente por medio de mi análisis—.
En este sentido es legítimo afir mar que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué, decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una activi dad cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosófica mente puedo tener atisbos de realidades, y sería impru dente desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo, se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser materia de indagación filosófica.
Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre también en actividades no filosóficas —por ejemplo, en las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de las no filosóficas en un punto importante: los conceptos que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable, probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi aná lisis filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta normas para la acción humana), ¿no me habré colocado tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente, decir nada?
Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con las'del científico, Stephen Toulmin1 ha indicado que mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el del segundo es el del participante. Esta distinción mere ce ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa, como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en el lenguaje del espectador —de un espectador por lo ge neral bastante bien informado— cuestiones que, en su lenguaje de participante, formula el científico. Análoga mente, el filósofo tout court actúa de «espectador» con respecto a todos los «participantes» —incluyéndose a sí mismo en la medida en que participa en alguna activi dad, y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;—.
Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bas tante sui generis, porque propone «modos de ver» que no son de la incumbencia del participante. Tales modos de ver son tan sui generis como el espectador que los propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser, el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entre dicho todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino di solverlos. Sería más adecuado decir que no es instituir estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante aná lisis conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2. De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al in cesante planteo de cuestiones. Es cierto que los concep tos armados por los filósofos se congelan a veces en «posiciones» —posiciones llamadas «dualismo», «feno- menismo», «escepticismo», etc.—, pero ninguna de ellas resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cues tiones.
No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un aire asaz dogmático. Así ocuíre cuando se toman decisio nes «de principio», y específicamente cuando se adopta un «compromiso ontolÓgico», o un «criterio de compro miso ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a dar se en un momento dado razón de ellas, pero tienen que ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o su puestos) sólo son dignos de mantenerse si se está dis puesto a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «de cisión», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un determinado marco conceptual ejerce el papel de princi pio o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco.
Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» proce dentes de actividades no filosóficas; puede decirse, pues, que trabaja sobre datos previos, que son resultados de estudios empíricos y de experiencias en principio acce sibles a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materia les»: resultados de investigaciones lingüísticas, observa ciones sobre los diversos modos de comunicación huma na, experiencias propias en el uso de una o más lenguas.
La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjun to de «materiales» condiciona la especie de análisis filo sófico practicado. Cabe atenerse principalmente a in vestigaciones y teorías lingüísticas; escrutar ciertas ex presiones en un lenguaje corriente; estudiar analogías y contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilu cidar problemas suscitados por la teoría de la información; clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos; explorar los diversos aspectos de la comunicación huma na en contextos históricos y sociales, etc.
En algunos ca sos —como en el último— los «materiales» son especial mente abundantes, porque se hallan estrechamente tra bados con factores personales, sociales y políticos, cuya complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación tí pica: la mecanización y ritualización del lenguaje en una sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser acep tados como indispensables o beneficiosos (tal, el movi miento de la «máquina de hablar» que describió Tolstói bajo la forma de una reunión mundana)3 o ser denuncia dos como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos, sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo, pues, cuando sus «materiales» son de índole más direc tamente lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los pro blemas que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas.
El uso de «materiales» procedentes de actividades no filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos lingüísticos.
Aun si semejante teoría general del lenguaje fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tam poco tarea filosófica formular enunciados empíricos o descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales» en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el mo delo de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «ob jeto» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ul tra» realidades, sino posibilidades de conocimiento de (y de acción sobre) realidades. El hecho de que cuanto el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo hace menos «categorial» y «universal».
A diferencia de Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas com pletos de ellas. Además, las categorías —las conceptua- ciones— filosóficas no rigen necesariamente la experien cia, como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella. Categorizar materiales es simplemente examinar que co nexiones necesarias pueden darse dentro de esferas de terminadas de «datos». Ello ocurre especialmente cuan do los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de estudios «informales» de un lenguaje corriente.
No está excluido que el análisis filosófico sea algo más ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de co nocimiento de realidades —y no digamos de condiciones de existencia de las propias realidades— , el filósofo pue de ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, or ganizando éstas en perspectivas amplias. En esta coyun tura pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos», pero éstos pierden su aire de especulación gratuita —y hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspec tivas de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver me jor, desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas; es una de las pocas plausibles razones que pueden ofre cerse para seguir admitiéndolas como «hipótesis de tra bajo».
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