miércoles, 30 de abril de 2025

DE FILOSOFÍA Y LITERATURA EL LUGAR DE LA LITERATURA EN LA FILOSOFÍA Y LA SOCIEDAD FRAGMENTO

 



Carlos Mendiola Mejía (coord.) 

 INTRODUCCIÓN 

 Carlos Mendiola Mejía En este libro, los autores nos preguntamos por el lugar de la literatura en la filosofía y en la sociedad. Ya Charles Dickens se lo había cuestionado con respecto a la literatura en su novela Tiempos difíciles. La fantasía es inútil y subversiva. Frente a la utilidad de la racionalidad científica que busca ganar con el mínimo de esfuerzo, la fantasía de la literatura es inútil. “Pues bien, lo que quiero son hechos. No enseñe a estos cinco chicos y chicas sino hechos. 

En la vida sólo se necesitan hechos. Sólo con hechos se pueden formar las mentes de los animales racionales; ninguna otra cosa les será jamás de utilidad”. (1) La literatura es subversiva porque presenta un sentido de la vida que es incompatible con la visión del mundo de la utilidad. Invita a los lectores a ponerse en el lugar de los personajes y adquirir sus experiencias. Suscita emociones que les permiten vivir experiencias de dolor o alegría, que los preparan para compartir esos sentimientos con los otros. (2) Aquí encontraremos seis respuestas a esta pregunta, que podríamos clasificar como aquellas que señalan los riegos de la literatura frente a la filosofía y la sociedad: 1) lo subversivo del estilo de la literatura, 2) las que, concentradas en los temas literarios, encuentran su valor social y, por último, 3) las que destacan la función epistemológica que ofrece la narración en la comprensión. LA SUBVERSIÓN CON EL ESTILO LITERARIO Pablo Lazo Briones nos muestra que en la literatura de J. M. Coetzee podemos encontrar una invitación a la resistencia.

 Con la expresión de la violencia más feroz, nos mueve a buscar formas de resistencia. Pablo encuentra esto en el estilo de Coetzee. En Diario de un mal año , por ejemplo, aparecen tres fragmentos, de los cuales se brinca de uno a otro; tres fragmentos, un ensayo, las reflexiones de un diario y las narraciones del encuentro con una chica. El lector transita de uno a otro, obligado a romper con la forma acostumbrada de leer. No existe un centro único, sino por el contrario un “estrabismo” que rompe los límites entre los discursos. El ensayo de Francisco Castro Merrifield propone que en La trilogía de Nueva York, de Paul Auster, encontramos una investigación lingüística de la naturaleza, la función y el significado del lenguaje. Leyendo desde la deconstrucción de Derrida, Castro nos dice que la novela logra deconstruir la correspondencia entre significado y significante. Niega la posibilidad de una presencia, de tal manera que no puede haber ninguna solución a la intriga. 

Con estas tres novelas, Paul Auster deconstruye los elementos convencionales del género detectivesco. Cuestiona el origen del yo, sin poder encontrar una referencia para sí mismo ni la sucesión temporal. CONTRASTANDO LOS TEMAS LITERARIOS ENCUENTRAN SU VALOR SOCIAL Luis Guerrero Martínez se pregunta si la literatura puede contrarrestar la violencia. Por medio del análisis de los temas de seis obras literarias, propone una conclusión sutil. La respuesta no puede ser categórica porque se trata de dos realidades complejas: la riqueza de la literatura y la diversidad del ser humano. La creación de mundos literarios permite valorar nuestro mundo real, aunque ésta depende del ingenio del autor y de su presente. Por eso, la literatura no goza de una autonomía total, pero puede invitar a reflexionar. Ignacio Díaz de la Serna analiza la obra de Bataille, La parte maldita, y nos dice que la literatura trata de expresar algo que la rebasa. Por eso, aborda tres variantes que muestran esta imposibilidad de expresión: el gasto, el exceso y la violencia, que están más allá de los límites de lo homogéneo, de lo inteligible. Por el contrario, aparecen como sorpresa y trastornan el orden mundial. Estas tres variantes constituyen la fractura del mundo. LA FUNCIÓN EPISTEMOLÓGICA DE LA IMAGINACIÓN EN LA COMPRENSIÓN María Pía Lara nos ofrece una genealogía del concepto de imaginación estética. Dicho imaginario es una fuente de sentido y de valores con los cuales los actores sociales conocen y actúan. En esta genealogía destaca el surgimiento de la imaginación estética, sus relaciones con la filosofía y con otras disciplinas sociales como el psicoanálisis y la literatura, porque a través de la configuración de ésta surge la cultura, el arte y las fuentes normativas de la sociedad. 

La imaginación estética constituye un vehículo colectivo que nos insta a compartir con los otros y comprender la expresión del mundo en común. Carlos Mendiola Mejía presenta el proyecto de Arthur Coleman Danto, quien propone fundar a la historia como ciencia positiva en sentencias narrativas, pues ellas cumplen el lugar de los enunciados protocolares y, de esta manera, pueden ser verificadas contrastándolas con el estado de hechos que refieren. 

Pero las sentencias narrativas tienen la estructura de la narración que no puede verificarse en el hecho, ya que esta estructura pone algo más que los hechos. Dicho de otra manera, Danto, al dar un peso tan grande a la narración, no puede cumplir su propósito de fundar a la historia como ciencia positiva y, en cambio, lo hace como hermenéutica. Agradezco la confianza depositada en mí para dirigir este libro por el Dr. Luis Guerrero, ex director del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. 1. Charles Dickens, Tiempos difíciles, tr. de Ángel Melendo. Barcelona: RBA, 2009, p. 45. 2. Cfr. Martha Nussbaum, Justicia poética, tr. de Carlos Gardini. Barcelona: Andrés Bello, 1997, pp. 25-31.

lunes, 28 de abril de 2025

Geoffrey Chaucer Cuentos de Canterbury FRAGMENTO

 



1. PRÓLOGO GENERAL Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro¹¹ ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mitad de su camino en el signo de Aries²²; las avecillas, que duermen toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos.

En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir³³ que les ayudó cuando estaban enfermos. Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Tabardo», de Southwark⁴⁴, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. 

 Pertenecían a diversos estamentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury. Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibimos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían aceptado en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para emprender el viaje como les voy a contar. Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la historia, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué clase social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero. El Caballero era un hombre distinguido.

Desde los inicios de su carrera había amado la caballería, la lealtad, honorabilidad, generosidad y buenos modales. Había luchado con bravura al servicio de su rey⁵⁵. Además había viajado más lejos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cristianas. En todas partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría . Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia⁷⁷. Ningún otro caballero cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había intervenido en el sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benmarin⁸⁸ y tomado Ayar y Atalia , y en expediciones por el Mediterráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado muerte a su rival. Este distinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en sus luchas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre consiguió una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie.

A decir verdad, era un perfecto caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus monturas eran excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Vestía un sobretodo de algodón grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus expediciones y se disponía a peregrinar. Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, aprendiz de Caballero y enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al parecer los veinte años.

Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Había intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía¹¹ . En tan poco tiempo se había comportado excelentemente y esperaba obtener el favor de su dama. Iba adomado como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas. Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en torneos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor¹¹¹¹. Era cortés, modesto, servicial y cortaba la carne para su padre en las comidas. El Asistente era el único criado que acompañaba al Caballero en aquella ocasión: así lo había querido. Iba vestido de verde -jubón y capucha-, con un haz de agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los aparejos de su grado: sus flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.

 En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al otro, una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el pecho, una medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en bandolera, le colgaba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado; su mayor juramento era: «¡Por San Eligio!»¹²¹². Se llamaba señora Eglantine. Cantaba bonitamente las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal¹³¹³. Hablaba un francés bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow, porque desconocía el francés de París ¹⁴¹⁴. En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa. Cuando se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna sobre su toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio superior con tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el borde de su copa después de haber bebido.

Al comer tomaba los alimentos con delicadeza. Era muy alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la conducta cortesana y cultivar un porte digno, de forma que se le considerase persona merecedora de respeto. Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de compasión que lloraba si veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si uno de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándolos, lloraba amargamente. Era todo sensibilidad y ternura de corazón.

Llevaba su toca adecuadamente plegada. Su nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como el vidrio; su boca, pequeña, pero suave y roja. Su frente, sin embargo, era amplia; posiblemente tendría un palmo de amplitud. A decir verdad, estaba bastante desarrollada. Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba un broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema: Amor vincit omnia¹⁵¹⁵. Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres sacerdotes¹ ¹ . Se hallaba también un Monje de buen aspecto, administrador de las posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con cualidades más que sobradas para convertirse en abad. Guardaba muchos y hermosos caballos en el establo.

Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno viento silbante el tintineo de las campanitas con la misma claridad y fuerza que el de la campana de la capilla del convento filial del que era prior. Como la regla de San Mauro o de San Benito¹⁷¹⁷ le resultaba anticuada y demasiado estricta a este monje, descuidaba las normas pasadas de moda y se guiaba por otras más modernas y mundanas. Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no pueden ser santos; o que monje que no guarde la clausura, o sea, monje fuera del convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan pintado. 

 Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en libros de convento, o dedicarse al trabajo manual y trabajar como lo ordenó San Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos. Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, grises y costosas, las mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como bola de cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungido. Estaba rechoncho y gordinflón. Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como ascuas bajo el caldero. Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso prelado que un ajado espíritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su montura, de color castaño bayo. Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de aspecto solemne.

 No existía en las cuatro Ordenes mendicantes¹⁸¹⁸ nadie que le superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas jóvenes¹ ¹ . Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era licenciado de su Ordene²² . Escuchaba las confesiones con dulzura y absolvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden mendicante era, para él, la mejor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se vanagloriaba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con remordimiento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oraciones y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cuchillos y agujas para hermosas mujeres. 

 ¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hombre de tan distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humilde y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada. Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendicante de su comunidad. Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de su fratemidad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.

 Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasivo resultaba su In Principio²¹²¹, que siempre obtenía alguna pequeña dádiva antes de partir. Lo que recogía superaba con creces a sus ingresos legales. En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda. Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de estudiante. Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramiento para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se apellidaba Hubert. Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas.

Sobre la cabeza, un sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos beneficios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwe11²²²² quedaran navegables a cualquier precio. Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos ignoraban que estaba adeudado (tan dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje notable, pero, en verdad, no recuerdo su nombre. También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica²³²³. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo. Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudición todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban dinero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima atención y cuidado al estudio. Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siempre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vocabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes morales.

Disfrutaba estudiando y enseñando. No faltaba también un Magistrado²⁴²⁴, prudente y habilidoso, que frecuentaba los porches²⁵²⁵, y era muy conocido, discreto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus palabras rezumaban sabiduría. Había actuado como juez en los procesos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga. Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, todavía lo parecía más de lo que en realidad lo estaba.

Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían dictaminado en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Conquistador² ² . Se sabía las leyes de memoria. Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de margarita. Era de temperamento san guíneo²⁷²⁷. Por las mañanas le apetecía pan remojado en vino. Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto, nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Era el San Julián²⁸²⁸ de su comarca. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos selectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados, carne... Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refinamientos que imaginarse puedan y variaba los platos y comidas de acuerdo con las distintas estaciones del año. Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua dulce, brecas y lucios, en un estanque. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa fuerte y picante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles comensales. Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido elegido representante por su condado²² . De su cinto colgaba una pequeña daga y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada.

Había desempeñado también el cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impuestos. En resumen, era un respetabilísimo terrateniente. Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y un Tapicero, todos ataviados con librea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en latón, sino que estaban delicadamente montadas con plata forjada cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas³ ³ . Cada uno parecía un auténtico ciudadano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de suficientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de concejal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asentimiento de sus esposas -de lo contrario, dichas señoras merecerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con pimienta y especias.

¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres! ³¹³¹. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condimentado con salsa blanca con los ejemplares de pollo más selectos. Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del país; me imagino que procedía de Dartmouth³²³². Cabalgaba lo mejor que podía, montado sobre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el cuello. El cálido verano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisioneros por la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena³³³³ no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, corrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su experiencia de puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finisterre y todas las ensenadas³⁴³⁴ de Bretaña y España. Su barco se llamaba Magdalena. Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para fabricar talismanes para sus clientes³⁵³⁵.

 Sabía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué organo o cuál de los cuatro humores -el caliente, el frío, el húmedo o el seco-- era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina correspondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro -su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de la clase médica³ ³ : Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Bernardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era nutritivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las manos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirroto, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste³⁷³⁷. En la medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial. Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que procedía de las cercanías de la ciudad cle Bath³⁸³⁸; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante.

Ninguna mujer de su parroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin contar sus varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia³³ , por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes separados⁴⁴ . Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una falda exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus talones llevaba un par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas.

Sin duda conocía todos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra. Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad, pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto, un erudito que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y enseñaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y paciente en la adversidad -pues había estado sometido con frecuencia a duras pruebas-, se sentía reacio a excomulgar⁴¹⁴¹ a los que dejaban de pagar el diezmo. A decir verdad, solía repartir entre los pobres de su parroquia lo que le habían dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que añadía este proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está corrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corriente se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se halle cubierto de estiércol mientras sus ovejas están limpias? Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula.

Él no era de los que recogían su beneficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el fango mientras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa vigilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano⁴²⁴². Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba considerado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien -sin importarle su rango- se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor sacerdote. Nunca buscaba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra. Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de estiércol que había llevado en el carro este buen y fiel trabajador! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo⁴³⁴³.

Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el aumento de su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humildemente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de labriego. Por último, había un Administrador, un Molinero, un Alguacil, un Bulero, un Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravillas en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su barba era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una bocaza ancha como la puerta de un horno y su hablar era generalmente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico⁴⁴⁴⁴. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y cobrar tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante honrado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y una caperuza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita. Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no es notable ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hombre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos?

 Sus superiores eran más de treinta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones legales. Había una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vivir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre cualquier pleito que pudiera surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador podía engañar a todos ellos juntos. Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacerdote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la sequía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastante precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo cumplió los veinte años.

Nadie podía demostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en obsequiar a su amo con regalos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero. Montaba una robusta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba «Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk⁴⁵⁴⁵. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos. En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menudos ojos y rostro encendido como el de un querubín⁴ ⁴ , totalmente cubierto de granos. Era cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas cejas negras y su escuálida barba.

 Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros⁴⁷⁴⁷ y por beber un fuerte vino tinto, rojo como la sangre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no hablaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar wat⁴⁸⁴⁸ igual que el mismísimo Papa.

Sin embargo, si se hurgaba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un loro questio quid juns⁴⁴ una y otra vez. Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan imaginar. Por un litro escaso de vino permitía a cualquier camarada conservar su concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de seducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartelado con una chica, solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que creyera que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era precisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el significavit⁵⁵ porque destruye el alma de la misma forma que la absolución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel.

Todas las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su confidente y único asesor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las fachadas de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta. Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival⁵¹⁵¹, su amigo y compañero del alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz alta «Acércate, amor»⁵²⁵², mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas estridencia que una trompeta.

El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y brillante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansaban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba metida en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la última moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida una pequeña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de indulgencias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cutis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castrado o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware⁵³⁵³ no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca perteneciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo campesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es decir, por medio de una descarada adulación y un poco de pases y visajes se metía al clérigo y a su gente en el bolsillo.

Si queremos ser justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría. Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y número que formaba nuestro grupo y la razón por la que se reunieron en esta excelente posada de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Campana»⁵⁴⁵⁴.

Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atribuirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sencillo al dar cuenta de su conversación y conducta y reproduzco las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cualesquiera que fueren.

 En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes saben, esta condición no constituye ningún atentado al buen gusto. Además, Platón dice (como cualquiera que le lea puede comprobar por sí mismo): «Las palabras deben corresponder a la acción»⁵⁵⁵⁵. Por ello les ruego que me perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el orden en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer. Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a todos y nos asignó inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecuado maestro de ceremonias para cualquier sala.

Era corpulento, de ojos saltones (no hay ciudadano en Cheapsides⁵ ⁵ con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcionarnos diversión, diciendo:-Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si afirmo que no he visto compañía más agradable bajo mi techo en lo que va de año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión... Pero acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin embargo, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego que les aporte alguna diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi decisión y hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien.

Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano! No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja alguna en discutir su propuesta, por lo que la aceptamos sin rechistar y le rogamos que nos diese las órdenes pertinentes.-Damas y caballeros -empezó el anfitrión-, háganse a sí mismos un favor y escuchen lo que voy a decir y no menosprecien mis palabras. En resumen, he ahí mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, deberá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez...». El que relate su historia mejor con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banquete a costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Ahora, si ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes. Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que, tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánimemente nos sometimos a su buen juicio.

Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fuimos a la cama sin dilación. A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al romper el alba, nos despertó y nos reunió a todos en grupo. Salimos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss⁵⁷⁵⁷, donde nuestro anfitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:-Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le toca contar el primer cuento.

El que se rebele contra mis disposiciones tendrá que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una sola gota. Ahora, antes de proseguir, echemos suertes.-Señor caballero -dijo él-, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es mi voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito; abandonen esa timidez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes! Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por casualidad, destino o fatalidad, la verdad es que le tocó la china al caballero, para deleite de todos. Por lo que ahora le corresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipulado y según lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio cómo estaban las cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho libremente, y dijo:-Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea mi suerte! Ahora sigamos cabalgando y escuchad lo que voy a decir. Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con estas palabras.

viernes, 25 de abril de 2025

LAURA GÓMEZ PRESENTA A JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK. PROGRAMA RENACERES. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO


 Queridos amigos, el próximo episodio de mi programa literario ‘Renaceres’ está casi listo. Me he dedicado profundamente al estudio de un nuevo libro. Por lo pronto, suscríbanse a mi canal de YouTube, lo agradecería mucho.

jueves, 24 de abril de 2025

investigaciones retóricas I — La antigua retorica Ayudamemoria Roland Barthes FRAGMENTO




 La presente exposición es la transcripción de un seminario dictado en l’Ecole Pratique des Hautes Etudes en 1964-1965. En el origen —o en el horizonte— de este seminario, como siempre, existía el texto moderno, es decir, el texto que no existe todavía. Una vía de aproximación a dicho texto nuevo es saber a partir de qué y contra qué se lo busca y, luego, confrontar la nueva semiótica de la escritura con la antigua práctica del lenguaje literario que durante siglos se ha llamado Retórica. 

De allí la idea de un seminario sobre la antigua Retórica: antigua no significa que haya hoy una nueva Retórica; antigua Retórica se opone más bien a eso nuevo que aún no está concretado: el mundo está increíblemente lleno de antigua Retórica. Nunca hubiéramos aceptado publicar estas notas si existiera un libro, un manual, un memento, cualquiera fuera, que ofreciera un panqrama cronológico y sistemático de esta Retórica antigua y clásica. Lamentablemente, según mis conocimientos, no existe nada parecido (al menos en francés). Me he visto, pues, obligado a construir por mí mismo mi saber y lo que aparece aquí es el resultado de esta propedéutica personal: éste es el ayudamemoria que hubiera deseado encontrar hecho cuando comencé a preguntarme sobre la muerte de la Retórica. Nada más, pues, que un sistema elemental de informaciones, el aprendizaje de un cierto número de términos y de clasificaciones —lo que no quiere decir que en el curso de este trabajo no haya experimentado muy a menudo excitación y admiración ante la fuerza y la sutileza de este antiguo sistema retórico y la modernidad de algunas de sus proposiciones. 

 Lamentablemente no puedo (por razones prácticas) autenti ficar las referencias de este texto; debo redactar este ayudamemoria en parte de memoria. Mi disculpa consiste en que se trata de un saber trivial: la Retórica se la conoce mal y, sin embargo, conocerla no implica ningún trabajo de 7 erudición; por lo tanto todo el mundo podrá acceder sin dificultades a las referencias bibliográficas que faltan aquí. Lo que hemos reunido (a veces incluso quizás, en forma de citas involuntarias) proviene esencialmente: 1. de algunos tratados de Retórica de la Antigüedad y del clasicismo; 2. de las introducciones de alto nivel de los volúmenes de la colección Guillaume Budé; 3. de dos libros fundamentales, los de Curtius y de Baldwin; 4. de algunos artículos especializados, en especial en lo concerniente a la Edad Media; 5. de algunas obras de uso corriente como el Diccionario de Retórica de Morier, la Historia de la Lengua Francesa de F. Brunot y el libro de R. Bray sobre la formación de la doctrina clásica en Francia; 6. de algunas lecturas colaterales fragmentarias y contingentes (Kojéve, Jaeger)1.

FUENTE

 investigaciones retóricas I — · β ® La antigua retorica Ayudamemoria Roland Barthes & Ediciones Buenos Aires SERIE COMUNICACIONES Recherches Rhétoriques, Communications n° © Editions du Seuil, 1970 Traducción Beatriz Dorriots Portada: M.A. © Copyright de la edición Francesa: Editions du Sevil, Paris, 1966 © Copyright de todas las ediciones en castellano: Ediciones Buenos Aires S.A. Sicilia 174, 10, 2a Barcelona-13 España I.S.B.N.: 84-85989-01-5 Depósito legal: B-22.312-1982 Impreso en Gráficas Porvenir, Lisboa, 13 Barbetá del Vallés (Barcelona) Printed in Spain - Impreso en España - Mayo 1982

miércoles, 23 de abril de 2025

HEINRICH LAUSBERG MANUAL DE RETORICA LITERARIA FUNDAMENTOS DE UNA CIENCIA DE LA LITERATURA VERSIÓN ESPA'IQOLA DE JOSJ! PJ!REZ RIESCO

 



PRÓLOGO

 L' ancienne rhétorique regardait comme des orne me nis et des artifices ces figures et ces relations que les raf!i nements successifs de la poésie ont fait en/in co1111a1trc comme l'essentiel de son obiet; et que les progres de l'analyse trouveront un iour comme effets de propriétés profondes, ou de ce qu'on pourrait nommer: "sensibilitt5 formelle". P. Valéry, Tel quel I, Paris 1941, p. 150. 

 El presente Manual de retórica se propone un fin pedagó• gico: pretende allanar al principiante el camino (viam rationem que: v. más abajo § 3) para un estudio inteligente y razonado, f enomenológica e históricamente, de la ciencia de la literatura ; y, además de esto, quiere servir de auxiliar y orientación al filó logo que se ocupa en la práctica de la interpretación de textos. Esta finalidad trae aparejada la necesidad de la limitación. Primeramente, era imposible ofrecer una historia de la retórica en la Antigüedad, en la Edad Media y en la Edad Moderna; una historia así debería abarcar no sólo los sistemas de ense ñanza, sino también los fenómenos de detalle (así, por ejemplo, el "zeugma"; v. §§ 692-708) en la teoría y en la práctica. 

Ahora bien, ello únicamente sería factible a lo largo de una exposición de muchos tornos. Por otro lado, el limitar cronológicamente la exposición a un período de la Edad Media o de la Edad Moderna haría problemática su utilización general incluso para la Edad Media y para la Edad Moderna. Por ello se ha intentado una 10 Retórica literaria exposición de la retórica antigua proyectada hacia la Edad Media y la Edad Moderna. La amplitud de los fenómenos de la Anti güedad permite una inserción radical de fenómenos de detalle incluso postantiguos, con los que el intérprete de la literatura medieval y moderna habrá de tropezar. En todo caso, el intér prete que elige la Antigüedad como base de partida se siente en terreno más seguro. Mostrar ese terreno constituye la finalidad de esta exposición. La historia interna de la antigua retórica será estudiada por Vinzenz Buchheit en su "Historische Einführung in die antike Rhetorik" (que publica la ed. Max Hueber, de München). 

 La presente exposición no se presenta tampoco con la prcten- • sión de abarcar en forma exhaustiva ni siquiera todos los fenó menos y toda la terminología de la antigua retórica: la limitación material del espacio disponible me obligaba ya, sin más, a limi tarme a lo ejemplar. Por otro lado, habida cuenta de la impor tancia literaria de la retórica, se imponía la necesidad de rebasar el marco de la retórica para tocar, siquiera fuera en forma de esbozo, los vecinos campos de la gramática y poética.

 Se halla en preparación un "Handbuch der Iiterarischen Dialektik" dedi cado concretamente a este tema. El valor del presente ensayo, nacido de una práctica activa de la enseñanza de la literatura en Münster a lo largo de diez años, quiere ser contrastado con la práctica, sobre todo, la práctica de la interpretación de textos. 

El viejo tronco de la retórica, con sus más de dos mil años, conserva todavía su savia y su fecundidad. En efecto, sería realmente sorprendente que los ininterrumpidos esfuerzos de la reflexión de los antiguos sobre el lenguaje y la literatura -entre 450 a. C. - 600 d. C. aproximadamente- no hubiesen desembocado en adquisiciones científicas aun hoy esti mables, sobre todo, en el sector donde la enseñanza del lenguaje y la educación literaria de la Antigüedad se mantuvo en contacto vivo con el público: la retorización de la literatura fue una con secuencia necesaria de ese contacto. 

La retórica se convirtió en "periodismo" (tomado muy en serio), en crisol de la literatura, la filosofía, el público y la escuela. Por lo demás, a este encuentro entre la literatura y la retórica es aplicable la afirmación de que Prólogo 11 el intérprete de la literatura no podrá salir airoso con sólo la retórica literaria ni respecto a la formación de las ideas y del lenguaje ni, mucho menos, respecto a los contenidos modelados en la literatura en su más amplio sentido.

 La iniciación en la retórica literaria ha de entenderse como un antídoto, como una cautela contra la actualización demasiado rápida del contacto con la individualidad de la obra de arte y con su creador individual. La retórica pretende señalar la langue, que es el medio conven cional de expresión de la paro/e. Una langue sin paro/e está muerta ; una paro/e sin langue es inhumana : lenguaje, arte, vida social e individual muestran una interdependencia dialéctica entre langue y paro/e. 

El presente Manual se propone la misión de hacer posible una visión panorámica del conjunto de los fenó menos literarios. Cf. también § 1246, s. vv. rhétorique, course. Expreso aquí mi gratitud a Wolfgang Babilas por su leal ayuda en la vigilancia de la impresión, por sus valiosas indica ciones bibliográficas y por su eficaz colaboración crítica en la materia misma del libro. Quedo también singularmente obligado a Alfons Weische y Bemd-Reiner Voss por su intervención en la impresión, y a Peter Ronge, Barbara Ronge-Tilmann y Christa Kriele-Grothues por haber organizado los materiales de los índices.

sábado, 19 de abril de 2025

José Ferrater Mora: Indagaciones sobre el lenguaje FRAGMENTO.

 



1 . ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicó logos, sociólogos, antropólogos, etc.? Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el hombre que no pue dan decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, his toriadores? ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos, geólogos, astrónomos? Etc., etc. Los filósofos no tienen por qué decir nada de las co sas que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar, llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta. Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas para la acción, dar instrucciones para la manufactura de objetos o echana volar la fantasía en la producción de obras de arte. 

No tienen, en suma, por qué decir o hacer ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los filósofos no tendrán más remedio que jubilarse. Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben) plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arca nas ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se supone que los demás seres humanos no tienen noticia. Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cues tión de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones. Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» —piedras, flores, sillas—, mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sen tido, la razón me sobra, pero en otro sentido la noción de «cosa» —y, en general, de «objeto»— es cuestiona ble. ¿Son también cosas lqs colores? ¿Es el azul de la silla azul un dato sensible?

 Estoy viviendo en una comu nidad que juzga punible matar al prójimo (aunque a ve ces, ¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo es miembro de una clase o colectividad llamada «el ene migo»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural, etcétera. Ninguno de estos principios o razones me parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta sa tisfactoria; sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da vueltas. Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades. Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos casos es una actividad lingüística —quiero decir, consis te en escrutar expresiones y modos de decir que, por un lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un de terminado contexto —el cual resulta ser a su vez cues tionable—. 

En otros casos es una actividad que cabe lla mar «fenomenológica» y que consiste en examinar mo dos de ver que parecen impropios cuando no tengo en cuenta la correspondiente —y también cuestionable— perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los alu didos modos de decir o de ver con algún modo principal de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos los demás, pero, a menos que baga trampa, no lo encuen tro en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación de concluir que todos los modos de decir y de ver son justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas, pero no hay razón para que los propios contextos y pers pectivas permanezcan a salvo. Haga lo que haga, queda rá siempre un remanente de perplejidad que no consigo extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando. En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones, mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejida des. En todo caso, en el proceso de la actividad analítica no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pue da saber —nada que me sea revelado simplemente por medio de mi análisis—. 

En este sentido es legítimo afir mar que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué, decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una activi dad cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosófica mente puedo tener atisbos de realidades, y sería impru dente desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo, se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser materia de indagación filosófica.

 Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre también en actividades no filosóficas —por ejemplo, en las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de las no filosóficas en un punto importante: los conceptos que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable, probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi aná lisis filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta normas para la acción humana), ¿no me habré colocado tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente, decir nada? 

 Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con las'del científico, Stephen Toulmin1 ha indicado que mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el del segundo es el del participante. Esta distinción mere ce ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa, como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en el lenguaje del espectador —de un espectador por lo ge neral bastante bien informado— cuestiones que, en su lenguaje de participante, formula el científico. Análoga mente, el filósofo tout court actúa de «espectador» con respecto a todos los «participantes» —incluyéndose a sí mismo en la medida en que participa en alguna activi dad, y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;—. 

 Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bas tante sui generis, porque propone «modos de ver» que no son de la incumbencia del participante. Tales modos de ver son tan sui generis como el espectador que los propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser, el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entre dicho todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino di solverlos. Sería más adecuado decir que no es instituir estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante aná lisis conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2. De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al in cesante planteo de cuestiones. Es cierto que los concep tos armados por los filósofos se congelan a veces en «posiciones» —posiciones llamadas «dualismo», «feno- menismo», «escepticismo», etc.—, pero ninguna de ellas resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cues tiones. 

 No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un aire asaz dogmático. Así ocuíre cuando se toman decisio nes «de principio», y específicamente cuando se adopta un «compromiso ontolÓgico», o un «criterio de compro miso ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a dar se en un momento dado razón de ellas, pero tienen que ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o su puestos) sólo son dignos de mantenerse si se está dis puesto a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «de cisión», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un determinado marco conceptual ejerce el papel de princi pio o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco. 

 Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» proce dentes de actividades no filosóficas; puede decirse, pues, que trabaja sobre datos previos, que son resultados de estudios empíricos y de experiencias en principio acce sibles a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materia les»: resultados de investigaciones lingüísticas, observa ciones sobre los diversos modos de comunicación huma na, experiencias propias en el uso de una o más lenguas. 

 La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjun to de «materiales» condiciona la especie de análisis filo sófico practicado. Cabe atenerse principalmente a in vestigaciones y teorías lingüísticas; escrutar ciertas ex presiones en un lenguaje corriente; estudiar analogías y contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilu cidar problemas suscitados por la teoría de la información; clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos; explorar los diversos aspectos de la comunicación huma na en contextos históricos y sociales, etc. 

En algunos ca sos —como en el último— los «materiales» son especial mente abundantes, porque se hallan estrechamente tra bados con factores personales, sociales y políticos, cuya complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación tí pica: la mecanización y ritualización del lenguaje en una sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser acep tados como indispensables o beneficiosos (tal, el movi miento de la «máquina de hablar» que describió Tolstói bajo la forma de una reunión mundana)3 o ser denuncia dos como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos, sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo, pues, cuando sus «materiales» son de índole más direc tamente lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los pro blemas que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas. 

 El uso de «materiales» procedentes de actividades no filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos lingüísticos. 

Aun si semejante teoría general del lenguaje fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tam poco tarea filosófica formular enunciados empíricos o descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales» en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el mo delo de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «ob jeto» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ul tra» realidades, sino posibilidades de conocimiento de (y de acción sobre) realidades. El hecho de que cuanto el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo hace menos «categorial» y «universal».

 A diferencia de Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas com pletos de ellas. Además, las categorías —las conceptua- ciones— filosóficas no rigen necesariamente la experien cia, como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella. Categorizar materiales es simplemente examinar que co nexiones necesarias pueden darse dentro de esferas de terminadas de «datos». Ello ocurre especialmente cuan do los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de estudios «informales» de un lenguaje corriente.

 No está excluido que el análisis filosófico sea algo más ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de co nocimiento de realidades —y no digamos de condiciones de existencia de las propias realidades— , el filósofo pue de ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, or ganizando éstas en perspectivas amplias. En esta coyun tura pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos», pero éstos pierden su aire de especulación gratuita —y hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspec tivas de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver me jor, desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas; es una de las pocas plausibles razones que pueden ofre cerse para seguir admitiéndolas como «hipótesis de tra bajo».

viernes, 18 de abril de 2025

JOSE FERRATER MORA EL MUNDO DEL ESCRITOR EDITORIAL

 



JOSE FERRATER MORA EL MUNDO DEL ESCRITOR EDITORIAL CRÍTICA

Este libro pertenece al género de lo que cabe llamar «compren sión literaria», «hermenéutica literaria», o «interpretación de la literatura». Se trata de un campo tan vasto y difuso que es fácil transitar por él sin advertir que se halla repartido en varias par celas. Mencionaré cuatro. 1) La parcela de más categoría es la de la «crítica literaria» en sentido estricto, esto es, la crítica literaria concebida como una disciplina rigurosa — lo más rigurosa posible, que a menudo es menos de lo deseable—. 

Los cultivadores de esta crítica, sea cual quiera la metodología que adopten —estilística, análisis estructu ral, etc.— tienen que valerse de categorías formales y tienen que usar, cuando la ocasión lo requiera o permita, métodos cuantitati vos (por ejemplo, la computación de la frecuencia de usos de tér minos y expresiones, o de las formas principales de construcción sintáctica). 2) De menos categoría, pero no necesariamente de menos im portancia, que la anterior parcela es la que abarca lo que llamaré, por mor de la brevedad, «historia literaria».

Digo «por mor de la brevedad» porque la parcela cultivada bajo el citado rótulo in cluye no sólo la historia de la producción de obras literarias, sino también la biografía de los autores, el estudio de las influencias, el desarrollo de los temas, y, desde luego, y a menudo principal mente, la sociología de la literatura. 3) Una parcela hoy poco reputada, y hasta francamente des deñada, es la titulada «crítica impresionista». 

No se trata necesa riamente de una crítica arbitraria, pero debe reconocerse que su interés y eficacia dependen casi siempre de la sensibilidad artís tica, e inclusive de la propia capacidad literaria, del crítico. 4) La última parcela, que colocaré bajo el rótulo «crítica (literaria) filosófica», ocupa un territorio inmenso, y seguramente excesivo. Consiste en la aplicación a la comprensión literaria — y a menudo a la comprensión de la comprensión literaria— de prin cipios filosóficos, sean de índole general o de carácter más res tringido, como los formulados en la estética o en la filosofía de la cultura. Esta parcela está siendo constantemente removida, al al bur de las corrientes filosóficas que se juzguen más adecuadas para proceder a las pertinentes construcciones o, según los casos, des construcciones. 

 Ninguna de las parcelas mencionadas se halla muy precisamen te circunscrita. Lo más usual es que los estudios de hermenéutica literaria se cuelen de una parcela a otra. En ciertos casos, como ocurre con la crítica literaria estricta y la historia literaria, el cruce de limites puede ser beneficioso, en un sentido parecido a como puede serlo el entrecruzamiento (no la confusión) de la fi losofía y la historia (y sociología) de la ciencia. Los estudios de que consta la presente obra no encajan cómo damente dentro de una sola de dichas parcelas, pero no constituyen tampoco un dominio del todo independiente y soberano. Son una especie de híbrido.

 Como hay en ellos poco, o nada, de his toria (y sociología) literaria, y no son tampoco ejercicios de crí tica (literaria) filosófica, les quedan dos territorios a explorar y cul tivar, pero los exploran y cultivan en forma algo distinta a como lo hacen sus legítimos propietarios. Por una parte, hay en tales estudios algo de crítica impresionista, pero ésta se halla tan las trada por una fuerte «carga empírica» (que los «impresionistas» usuales, arropados en sus reacciones subjetivas, tienden a descar tar) que nunca se remonta a más de un par de varas cortas sobre la tierra firme. Por otra parte, simpatiza con varios de los re quisitos de la crítica literaria en sentido estricto. 

Por ejemplo, echa mano de algunas categorías como la de «preferencia lingüística» (y su complemento, la de «repugnancia lingüística», o «rechazo lingüístico») y la categoría de «coherencia sistémica» — categorías que no son aún angostamente formales, pero que pueden servir para tender una especie de red conceptual—. Apunta asimismo a la posibilidad, y aun necesidad, de llevar a cabo computaciones de frecuencias destinadas a validar o invalidar las descripciones presentadas. 

La mencionada computación de frecuencias, asi como una exhaustiva ordenación y reconstrucción de estructuras sintác ticas, lejos de dañar las sugerencias que se ofrecen, podrían con tribuir a hacerlas más aceptables y más precisas. Dado el sentido que doy al término 'mundo', parece razo nable admitir que todos los escritores que han producido una obra de cierta complejidad tienen, es decir, manifiestan un mundo, y algunos tienen o exhiben más de uno. No todos, sin embargo, tienen o exhiben uno o varios mundos con el mismo grado de intensidad y la misma coherencia. 

Los escritores aquí elegidos a guisa de ejemplos tienen un mundo en el más alto y amplio sen tido, y es un mundo muy coherente, esto es, uno en donde cada elemento y forma de discurso está al servicio de una estructura unificada. Con ello no estoy formulando ningún juicio de valor. No estoy diciendo que el grado de intensidad y la coherencia del mundo que un escritor despliega determinan unívocamente el va lor y la calidad de su obra. 

Éstos dependen de muy otros factores. Es posible inclusive que un gran escritor sea, por así decirlo, me nos «mundiftcable» que algunos escritores menores. Decir «el mundo de un escritor» no es necesariamente lo mismo que decir «el mundo de un gran escritor». De los autores elegidos, dos son, en mi opinión, realmente grandes —Valle-Inclán, que lo es en su perlativo, y Calderón—. Con respecto a los restantes, caben dispu tas: para algunos, Azorín es menor en todos los sentidos de esta palabra, y Baroja es un razonable término medio.

 Pero aquí no interesan las cualidades de una obra literaria, sino la relación entre ésta y un cierto mundo —o, si se quiere, la obra literaria como «una trabazón mesclada y junta», según decía, apoyándose en Aristóteles, Fernando de Herrera} No debe extraerse, pues, nin guna consecuencia valorativa del mayor o menor detalle con que se ha estudiado a un autor determinado o, congruentemente, de la mayor o menor extensión dedicada al mismo. El detalle y la ex tensión responden al modo como se ha enfocado el estudio perti 1. En Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones, Sevilla, 1580, página 338, dtado por Francisco Rico, El pequeño mundo del hombre. Varia fortuna de una idea en las letras españolas, Castalia, Madrid, 1970, p. 11. nente: concentrado, y a veces elíptico, en el caso de Valle-Inclán; directo, y un tanto abrupto, en el de Baroja; moroso y textual, en el de Azorín; sintético, en el de Calderón.

 Espero que esta varie dad de modos contribuya a romper la monotonía que las investiga ciones del tipo de las aquí emprendidas pudiera engendrar. Por supuesto, cabría haber sacado a relucir otros escritores de indisputables méritos y que, por añadidura, han exhibido, o crea do, un mundo con elementos perfectamente coadunados; para ba rajar al azar algunos nombres, Carpentier, Joyce, Nabokov, Proust, en orden alfabético. La elección hecha es, pues, relativamente ar bitraria. La salvan de una arbitrariedad total el que los elegidos pertenezcan al mismo universo lingüístico y el que, además, tres de ellos, los más detalladamente examinados, hayan sido, ciertas reservas aparte, miembros de la misma generación.

jueves, 17 de abril de 2025

CUENTOS COMPLETOS JUAN BENET tomo I

 



E n el prólogo a la primera edición de sus CUENTOS COMPLETOS señalaba JUAN BENET que la recopilación reunía «un variado conjunto de relatos muy diversos, salpicados de imágenes de emociones que de manera refleja pueden resucitar diferentes estados del espíritu». Caracteres enfrentados y situaciones singulares dan lugar al despliegue de diferentes actitudes y pasiones: «La generosa nobleza separada por un delgado tabique de páginas de la más baja ruindad: la venganza implacable junto al magnífico perdón: desapacibles noches del invierno regionato a poca distancia en el tiempo de los cálidos mediodías; momentos risueños dentro de un acontecer sombrío, y viceversa; el lujo de una civilización pagada de lo último en contraste con la miseria de una cultura añeja y decrépita.» En este primer volumen (LB 649) se reúnen las novelas cortas y en el segundo (LB 650) los cuentos propiamente dichos. En esta misma colección han sido editados los cuentos completos de Ignacio Aldecoa (LB 436, LB 437), Carmen Martín Gaite (LB 704), Jesús Fernández Santos (LB 675), Francisco García Pavón (LB 820, LB 821). Medardo Fraile (LB 1545) y Juan García Hortelano (LB 1588, LB 1589). El libro de bolsillo ? f g c Alianza Editorial

miércoles, 16 de abril de 2025

LOUIS ARAGON EL LIBERTINAJE

 



Recopilación de textos del período vanguardista del gran poeta francés fallecido en 1938. «No contaré mi vida. Mi objetivo, aquí, son mis libros, la escritura. Al menos, al principio. Sin embargo esta extraña ocupación que poco a poco va a apoderarse de un hombre es inseparable de su mera biografía. No recuerdo ninguna época en la que no haya escrito. Lo cual puede entenderse, por lo menos, de dos maneras. Pues lo cierto es que he escrito siempre, incluso cuando no sabía escribir».

martes, 15 de abril de 2025

Para una lectura del Pessoa utópico Miguel Casado INTRODUCCIÓN

 



«OBRAS» ABADA EDITORES MENS AGÍTAT MOLEM 

 Para una lectura del Pessoa utópico Miguel Casado

 I . Malestar Fernando Pessoa publicó Mensaje en diciembre de 1934; fue el único de sus libros que preparó para la imprenta, el único que vio editado, pues murió el 3 ° de noviembre de 1935= un año más tarde, sin haber culminado ninguno de sus otros proyectos. Y no solo por esto resulta un libro singular: su planteamiento parece cerrado en sí mismo, sin vías de comu nicación a primera vista con los demás textos pessoanos; dibuja un lugar propio, relativamente aislado dentrc escritura del autor, y no remite a la voz múltiple q hecho legendario a Pessoa, sino que contiene una « facetas menos frecuentadas, menos conocidas por los lecto res que en todo el mundo tiene. 

 Guando en una carta —a la que volveré— trata de explicar cuál de sus personalidades se manifiesta en Mensaje, se pre senta así: «Soy de hecho un nacionalista místico, un sebas- tianista racional»1 —es decir, se define por un lugar a la vez político y espiritual, y por una determinada inserción en la tradición portuguesa. Pessoa, en efecto, repasa la nómina de quienes fueron protagonistas en la formación y consolida ción de la entidad nacional de Portugal y de su independen cia, situando su tarea bajo el amparo del dios católico. 

En una segunda parte, distingue como empresa de la madurez I Fernando Pessoa, Teoría poética. Edición de José Luis García Martín. Traducción de José Angel Cilleruelo. Madrid, Júcar, 1985, p. 185. nacional los descubrimientos realizados en Africa, América o Asia, y caracteriza igualmente a los personajes que los lleva ron a cabo. Y, por fin, comparte la propuesta utópica del sebastianismo, como proyecto colectivo aún vigente; como es sabido, el joven rey Don Sebastián, desapareció en la batalla de Alcazarquivir el 4 de agosto de 1578 ■ en el curso de una expedición al Magreb; no se encontró su cadáver y, desde esos mismos momentos, se generó la esperanza —y la leyenda— de su regreso liberador, en cuya duradera onda de energía viene a inscribirse también Pessoa.

 De este modo, Mensaje, ofrece una lectura histórica en la línea iniciada por OsLusiadas, de Camdes, basándose, como principal fuente, en la romántica Historia de Portugal, de G li- veira Martins, un autor decimonónico que anudó el curso de los siglos en torno a la utopía sebastianista. Y, como ocurre en estos precedentes, a Pessoa lo mueve una voluntad nacio nalista, que, en su caso, asumiría a la vez un carácter espiritual, no tanto por su confesionalismo (que parece derivarse del contexto histórico de los orígenes de la nación), como por su forma de eludir la práctica inmediata de la política, ideali zando algunos principios, y por el oscuro fluir subyacente de una concepción esotérica. Todo ello va tomando cuerpo en el libro gracias a una sintaxis latinizante y al uso de formas cerradas, neoclásicas, que no tendrían ya por referencia —como en la poesía firmada por el heterónimo Ricardo Reis— a Horacio y la tradición clásica, ni tampoco el manie rismo exuberante de Camdes, sino un prieto verso elíptico y abstracto, casi conceptista, que a veces recuerda el momento de cruce entre el primer Renacimiento y lo medieval tardío, y que para nosotros conlleva la lejana resonancia de un Jorge Manrique más flexible, más libre. 

 En Mensaje parecería que, en vez de la pluralidad de voces de los heterónimos que dialogan en el escenario del drama pessoano, aquí es una pluralidad de lenguas la que entabla conversación: la heráldica, la emblemática, la mesiánica, la mitológica, la esotérica, la numerológica, la de la tradición literaria... Pessoa tuvo que realizar una tarea ingente para escribir y organizar, para articular todos los subtextos, tra 6 MIGUEL CASADO mas y codificaciones. Sin embargo, nunca se desprendió de una especie de malestar que le producía Mensaje, y que quizá no era sino el modo de incorporarlo a una obra inestable y en conflicto siempre consigo misma. 

 El m alestar d e l a u to r «Estoy absolutamente de acuerdo con usted en. que no fue feliz el estreno que de mí mismo hice con un libro de ía naturaleza de Mensagem»2: dice Pessoa casi al principio de la carta que le dirige el 13 de enero de 1935 a Adolfo Casais Monteiro —poeta veinte años más joven que él, director entonces de la revista Presenta—, célebre carta que incluye el citadísimo relato de cómo surgieron los heterónimos. El desarrollo de la carta trata, después de esa primera confe sión, de buscar justificaciones. En prim er lugar, alega, no habría tomado en sentido estricto una decisión, la publica ción no era iniciativa suya: «Com encé con este libro mis publicaciones por la simple razón de que fue el primer libro que conseguí, no sé por qué, tener organizado y listo.

 Como estaba dispuesto, me incitaron a que lo publicase; accedí» —y no es ajeno al malestar, y quizá a la mala conciencia, que Pes soa no relacione esa casual invitación a publicar con la pro puesta previa de que lo presentara a un concurso, convocado para libros que exaltaran el nacionalismo portugués. Quizá esta convocatoria fue el desencadenante práctico3; en todo caso, no se debió a una razón interna del propio libro o de su obra que lo eligiera como tardío estreno editorial. En segundo lugar y desde la perspectiva del autor, no deja de percibirse un desajuste entre este desarrollo de los hechos y la minuciosa forma, casi maniática, en que concebía Pessoa todos sus proyectos, hasta el punto de nunca llegar a cerrarlos. 

 El inacabamiento de sus textos y su privacidad son constituti 2 3 Fernando Pessoa, Teoría poética, ed. eit., p. !8",. Obtuvo finalmente el segundo premio —el primero para libros más breves—, que también conllevaba la publicación. vos de su escritura, vista en conjunto y desde ahora. Parece que motivo principal del malestar sería la discordancia entre la publicación de Mensaje y su poética de lo múltiple, el rechazo que siempre había sentido a que una sola poética, unitaria, pudiera tomarse como la suya personal: «Guando a veces pensaba en el orden de una futura publicación de mis obras —sigue diciendo en la carta—, nunca un libro del género de Mensagem había figurado en primer lugar. Dudaba si debía comenzar por un libro de versos grande —un libro de unas 350 páginas— englobando varias subpersonalidades de Fer nando Pessoa...». 

Y eso le lleva a reconocer, después del ini cio ya citado, un déficit evidente: «Soy de hecho un naciona lista místico, un sebastianista racional. Pero soy aparte y hasta en contradicción con esto, muchas otras cosas. Y esas cosas, por la misma naturaleza del libro, Mensagem no las incluye». Se entiende bien que este resultara el modo menos pre visible, para él mismo, de empezar la publicación de sus tex tos, aunque no fuera consciente de la cercanía de la muerte y, en esa medida, confiara aún en tener ocasión de dar una imagen más completa de sí —por eso, el razonamiento que traslada a Casais Monteiro continúa con el recuento de los proyectos inmediatos—. Llevaba ya muchos años pensando cómo resolver el tránsito desde las revistas y periódicos al libro, y cómo debían articularse sus distintas poéticas para que la posible obra impresa asumiera la pluralidad. Y no actuó así: el cierre estructural de Mensaje apuntaba en direc ción opuesta. Intentó argumentar en su defensa, pese a todo, con una tercera justificación: «Estoy de acuerdo con usted, dije, en que no fue feliz el estreno que de mí mismo hice con la publicación de Mensagem. 

Pero estoy también de acuerdo con el hecho de que fue el mejor estreno que podía hacer. Precisamente porque esta faceta —en cierto modo secunda ria— de mi personalidad no había sido nunca suficiente mente manifestada en mis colaboraciones en revistas»' .

 4 8 El argumento no respondía del todo a la verdad. Una revista había publicado en 1922 Mar Portugués, la segunda sección del libro y un tercio de él en extensión. MÍGUEt CASADO Las distintas poéticas que integran la obra de Pessoa mantienen una continua discusión entre sí, confrontando sus concepciones del mundo o proponiendo fórmulas lin güísticas y estructurales muy diferentes. Pero me atrevería a decir que la forma en que, en distintos lugares de la obra, se rechazan rasgos o posiciones contenidos en Mensaje, más que del orden de este tipo de divergencias, es del orden de la des calificación. 

Me limito a poner tres ejemplos, para subrayar lo aislado de este libro y el tipo de malestar que lo acompaña. En un poema firmado por Alvaro de Campos, significativo por su anotación manuscrita: «El inicio de Alvaro de Cam pos» (el poema parece ser tardío, y falsa, pues, su datación, pero con la evidente idea de dotar al personaje de unas raíces que lo definan), se lee esta exclamación: «¡Tan poco herál dica la vida!»0; como veremos, la heráldica es motivo sobre el que se articula, en buena medida, la estructura de Mensaje. 

No es la única expresión de distancia de Alvaro de Campos; podría citarse también su escepticismo específico respecto a los viajes a Oriente, que habían sido el núcleo de la epopeya de los descubrimientos; así, los versos de Opiario, el p gran poema con su firma: «Mas yo busco en el opi consuela / un Oriente al oriente del O riente»6, o, de más trivial, «M e parece que no vale la pena / ir hasta Oj. y ver la India y China»7. La segunda muestra de desacuerdo la tomo de la conti nuada defensa del paganismo que hace Ricardo Reis y la dureza de los ataques al cristianismo que van inscritos en ella —igual que en los textos en prosa firmados por Antonio Mora, el doble filosófico de Reis—; frente a ello, la ya citada confesionalidad católica de Mensaje y un providencialismo que convierte a Dios en factor determinante del proyecto nacio nal portugués. Y quizá el tercer ejemplo sea el más fuerte, 5 6 7 Fernando Pessoa, Poesía III.

 Los poemas de Alvaro de Campos, I. Edición de Juan. Barjayjuana Inarejos. Madrid, Abada, 2012, p. 59 Ibídem, p. 77 Ibídem, p. 8l. porque lo pone el poema «Elegía en la sombra», escrito solo medio año más tarde de la publicación del libro, en junio de 1935, y, como este, firmado por Pessoa con su pro- pió nombre: «Duerme, madre Patria, nula y postergada, / y, si un sueño te surge de esperanza, / no creas en él, porque todo es nada, / y nunca viene lo que lia de venir» ; donde se percibe realmente esta elegía como un anti-Mensaje. E l m alestar de los lecto res Algún tipo de malestar, como el compartido por Pessoa con su corresponsal, seguirá acompañando la fortuna de Mensaje; será el malestar de los lectores, aunque ya no con las mismas causas, porque la perspectiva es, obviamente, otra: los lecto res disponen del resto de la obra de Pessoa, pueden ir cono ciendo y sopesando las diversas voces que en ella hablan, contando siempre con su multiplicidad: es inevitable que unos prefieran a Campos o a Reis, otros a Caeiro o al ortónimo Pessoa; no se puede quizá disfrutar por igual todas las poéti cas, aun admirando el conjunto. 

Creo que el malestar de los lectores ante Mensaje se relaciona con una de estas dos causas o con ambas: con la apuesta ideológica por un nacionalismo de corte tradicional y teocrático, por una parte, y, por otra, con los efectos, en la lengua y el mundo del libro, de un trabajo estructural de cierre, sin precedentes en Pessoa. Merece la pena detenerse primero en un punto y luego en el otro, para ir, con esta guía, entrando más en materia. a ) M alestar po lítico Entre la infinidad de los escritos inéditos de Pessoa, de sus hojas de prosa inacabadas, abandonadas y luego reanudadas en otro punto, proliferan y casi predominan los de inten 8 Fernando Pessoa, Mensagem. Poemas esotéricos. Edición de José Augusto Seabra (coord.). Madrid, A LLC A XX y Editorial Universitaria de Chile, 1997» p- 106 (la traducción es mía). ción política, mezclándose esas notas nunca publicadas con los textos dados a la prensa. A lo largo de toda su vida, Pessoa fue tomando posición de forma pública sobre cuestiones políticas, tanto de actualidad como de mayor calado ideoló gico; en la pequeña parte de los escritos que fue publicando, los de enfoque político ocupan sin duda un lugar proporcio nalmente destacado. El conjunto y, en particular, los inédi tos muestran —como señala González Varela, autor de una amplia antología— «a un Pessoa hiperpolítico, tribuno, sociólogo, profeta, incluso historiador en ciernes. La hybris política latía en sus venas»9, e incluso se creería que; «El trait d’union entre el poeta y el pensador político es lo que nos per mite descifrar el pathos de Pessoa»10, 

 De una primera aproximación no se concluye, sin embargo, que tan constante inquietud política haya generado una línea de pensamiento única y coherente; es cierto que los textos tienden en general a un aristocratismo que se ante pone a la igualdad postulada por los principios democráti cos, tienden a una posición reaccionaria que encajar!' cc <■> los impulsos antimodernos y autoritarios de cierta de-ecn- europea del primer tercio del siglo XX. Pero los vaive: Pessoa en sus tomas de postura ante la actualidad portug^v.»!» y su disidencia en cuestiones centrales para esta tendencia política impiden que se le adscriba a ella sin reparo. Por un lado, alternó varias veces su apoyo a la monarquía o a la república, encontrando sus argumentos en una casuística difícil de sistematizar, lo mismo que varió de actitud respecto a los gobiernos dictatoriales que conoció (Sidónio Paes, Salazar...); por otro lado, la frecuente condena del catoli cismo, su orientación racionalista pero no pragmática (y ahí, quizá, la vinculación con la masonería), o la pasión por la 9 10 Nicolás González Varela, «El pathos de un escritor patriótico», introducción a: Fernando Pessoa, Política y profecía (Escritospolíticos ig io- 1935)’ edición de Nicolás González Vareía, Barcelona, Montesinos, 2 013, p. 9. Ibídem, p. 39. modernidad que representaba Alvaro de Campos, abren dis tancias con la derecha tradicional difíciles de suturar. Así, en ocasiones se declara apasionado nacionalista y en otras afirma que la única patria que conoce es la lengua portuguesa. Por eso, cuando Teresa Rita Lopes propone que «el hombre de acción que Pessoa curiosamente era, cristalizó sus impulsos en el pequeño cofre de Mensaje» 11, cuesta asumir que el libro pueda jugar ese papel en un conjunto que no parece admitir síntesis, sino más bien apertura y dispersión de líneas. 

 Quizá sea el deseo de dibujar con precisión una volun tad política tan variable, de encontrar un punto quieto entre las dudas que suscita, lo que lleva a atribuir a Mensaje este peso. En esa línea iría la interpretación de Judith Balso.- « Mensagem dispone una especie de 'cifra’ de Portugal. Y este libro no puede ser leído más que en el modo de un descifra miento, a cuyo término la esencia de lo nacional que con tiene, resultará o bien descubierta, o bien irremediable mente fallida»12. No sé si hablar de un tipo de desciframiento que hace depender de él el destino de lo nacional no obs truye la lectura que todo libro de poemas espera; en todo caso, la propuesta de Balso, pese a su dramatismo, contiene ele mentos que relativizan la función condensadora, de formu lación de un programa político, que parece concederse a Mensaje. 

Sus palabras sugieren que no se trataría propiamente de un ejercicio de exaltación nacionalista —como requerían las bases del consabido concurso—, sino de una búsqueda de otra clase, quizá metafísica («la esencia»), y que, además, su enfoque no es unívoco, ofrece elección, un camino bifur cado; aunque uno de sus términos esté marcado como un logro, y el otro, por el contrario, como un fracaso, la doble posibilidad está ahí, lo negativo asoma también como posible destino.-II 12 Teresa Rita Lopes, <>: da cuenta en principio de cómo Dios eligió a un portugués para asumir un destino que abocaba al mar y al futuro, y que llegaría a ser destino de la nación; pero la con sumación de este designio quedó a medias: se cumplió la parte que conducía al mar, el imperio se hizo, y luego se des hizo : «¡ Falta, Señor, cumplirse Portugal!»10.

 De este modo, según el texto, Portugal logró un sentido, asumió su respon sabilidad en la empresa humana común, pero no supo o no pudo, en el curso de esta acción, hacerse a sí mismo. Obtuvo identidad, pero no retuvo su ser. Mensaje daría cuenta, así, de un destino colmado primero y frustrado después, y de un subsiguiente estado de postración; es cierto que habla poco de la parte negativa del balance, pero hace pesar ese silencio de forma decisiva. En el poema «Niebla», además de refe rirse a la mañana en que, según el mito, habrá de reaparecer Don Sebastián, la niebla toma otros dos valores: uno corres ponde al estado del presente —«Niebla eres hoy, Portugal»—; el otro, a lo etéreo del proyecto colectivo y de la esperanza, a su inconsistencia: «Nadie sabe lo que quiere. / Nadie sabe qué alma tiene, / ni sabe qué es bien ni mal. / [...] / Todo es incierto y postrero. / Todo suelto, nada entero». La con ciencia, la fuerza de la crítica negativa es lo que abre la posi bilidad del futuro. Y la descripción del estado de la nación, la discrepancia con él, impide pensar que el poeta escriba en apoyo de ningún régimen o propuesta política actual; solo queda la energía que nace de un deseo contiguo a la desespe ración. Y es ese deseo el que explica que, en tal punto de pérdida, Pessoa dé un giro sorprendente y decida que, puesto que todo es niebla, es ya el momento que el mito pre veía; precisamente «¡Es la H ora!». 15 Todas las citas de Mensaje están tomadas de la presente edición. Por tanto, las posibles causas de un malestar político se dilu yen en la apertura del planteamiento pessoano que, por otro lado, parece movido más por una lógica personal que por razones ideológicas. 

Quizá esto se perciba observando el lugar que ocupa OsLusiadas en el libro. Salvo el sebastianismo, que no podía estar aún en el poema de Camoes por obvias razones cronológicas (se publicó seis años antes de la desapa rición del rey), hay una notable coincidencia en el recorrido histórico de ambas obras y, sin embargo, Mensaje no tace mención de ello; no se incorpora Camoes a la galería de los héroes, aunque esta incluye figuras de escritores menos con sagrados, como las de Bandarra o Antonio Vieira. Y no puede haber desconocimiento por parte de Pessoa, que en diversas ocasiones, anunció la llegada de un supra Camoes; no hay desconocimiento, sino intención. 

Con Os Lusiadas coin cide Mensaje en el recorrido por la constitución de la nacio nalidad, en su inventario de personajes históricos, en la epo peya de los navegantes y descubridores, en la médula religiosa de la empresa, en múltiples motivos y escenas. Pero, aparte de no nombrarlo, hay signos de evidente distancia, como la casi completa impugnación del depósito mítico gr del que Camoes se nutría hasta el punto de interc siones de ese origen y quebrar el hilo épico; ei huella de este fondo es mínima y se limita a la figu de Ulises y un par de alusiones sueltas. Eduardo Lourenco ha definido el libro de Pessoa corno un «anti-Lusiadas»: con Camoes llevaría a cabo Pessoa una «tachadura freudiana que constituye el centro hueco de la estructura textual y mítica de Mensaje » .

 Sin duda es así, como parte de una extraña rivalidad histórica, del ánimo competitivo que parecía mover el impulso de escritor de Pes soa. Pero también porque el patronazgo de Camoes le habría quitado flexibilidad para introducir los toques personales 16 Diversos estudios de Eduardo Lourenco, citados por María Helena da Rocha Pereira, «Ulysses e a Mensagem^, en Fernando Pessoa, Mensogem. Poemas esotéricos, ed. cit., p. 309. que hacen de su libro escritura y no un tratado histórico ni un programa político. 

La asociación mundo clásico-cristia- nismo de Os Lusiadas seguramente le repugnaba, por el lugar que guardaba su pensamiento para el paganismo, y porque además lo católico adquiría en Camoes notable rigidez; la forma narrativa y el frecuente juego de buenos y malos, de héroes nobles y dañinos infieles, se oponían al análisis con ceptual que Pessoa iba a proponer, como forma coherente con su proyecto y compatible con su personalidad. 

Si debía apoyarse por una vez en la raíz cristiana de la nación, le era preciso dotarla de un carácter espiritual asociado a un des tino, y no cabía construir la utopía sebastianista del «Q uinto Imperio» con los materiales de la conquista. Sí, la querencia de desplazar a Camoes del pedestal, pero sobre todo las exi gencias de su propia escritura, el trazado —tan minucioso y pensado siempre— de su poética. Abrirse a un espacio que no esté condicionado ideológicamente, moverse en él con ener gía poética. b ) M alestar poético Me referí antes a una segunda causa del malestar del lector: los efectos en el libro, en su lengua y mundo, de un trabajo estructural de cierre, único en la obra de Pessoa, impuesto en buena medida por las exigencias de la publicación. 

Así, con la sintaxis cultista y los esquemas estróficos se da cuerpo a un conjunto de materiales de variada procedencia. Si, por supuesto, dominan los de carácter histórico, vienen a sumarse a ellos otros innumerables, como los que tienen ori gen en la mitología artúrica —que trataría de reforzar el relato sebastianista, por sus coincidencias con la historia del Grial, también de pérdida y esperanza de reencuentro, o el papel de la niebla en los ciclos celtas— o las alusiones al mundo ocul tista, sus símbolos y corrientes, como ocurre en «El Encu bierto», poema en el que se superponen la rosa y la cruz —rosacruz literalmente. Todo parece caber en el libro —así, Angel Crespo recordó la relación mítica de Orfeo, título de la ya lejana revista, con los navegantes, o las resonancias del LíberNumerorum de San Isidoro'"7— que, siendo un espacio sin crético, ofrece una tersa superficie de lengua. 

Uno de los mejores ejemplos de la diversidad de referencias que fluye en un solo cauce es «O mostrengo», el poema sobre el mons truo que acecha en el fin de los mares, donde se funden el gigante Adamastor —que Camóes encontró en fuentes anti guas y contemporáneas—, la peripecia histórica de Bartolo- meu Dias —que solo al tercer intento consiguió doblar el lla mado Cabo de las Tormentas, en el confín austral de Africa— y el eco de algún pasaje de la Balada del Viejo Marinero, de Gole- ridge, sobre todo en la figura del homem do Ieme [el timonel]. 

 Todo está ahí, todo actúa, pero el poema lo marca el pulso de Pessoa, con sus recurrencias solemnes, en las que caben tanto lo grotesco del monstruo —tan «rom o» que se echa a rodar por tres veces— como la emoción épica ante el destino que asume la forma de una obstinada obediencia —también tres veces sometida a prueba—; el ritmo del poema mece en sus olas ambas formas del absurdo. Consciente de este minucioso trabajo, Román Jakobson, uno de los ilustres precursores de la difusión internacional de Pessoa, basaba de modo preferente en Mensaje su juicic el poeta; el ensayo que firmó en 1968 con Luciana Stej Picchio proponía: «Pessoa debe ser incluido entre los j des poetas de la 'estructuración’» 1 . Y este chocante diagnós tico, aplicado a quien subrayó entre sus opciones de escritura el inacabamiento y la dispersión, se apoya en una categoría usada por el propio poeta; según él, los así definidos serían capaces de una mayor complejidad, «porque expresan cons truyendo, arquitecturando, estructurando » 19, y apuntan de 17 18 19 Ver la extensa introducción en Fernando Pessoa, 

El poeta es un fingidor (Antologíapoética), edición de Angel Crespo, Madrid, Austral, 1982. Román Jakobson y Luciana Stegagno-Picchio, «Los oxímoros dia lécticos de Fernando Pessoa», en Román Jakobson, Ensayos de poética, traducción de Juan Almela, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1977, P. 236. Citado por Jakobson y Stegagno-Picchio, que lo toman de una carta a Francisco Costa, escrita en agosto de 1925* ese modo una tendencia a la universalidad, a lo que se mani fiesta al margen de accidentes. En el desarrollo de este crite rio, el ensayo de Jakobson estudia, por ejemplo, las frecuen cias vocálicas y su sistema de aparición, inaugurando los muy numerosos trabajos que se ocupan de establecer armonías cuantitativas, claves numerológicas, etc. Mensaje quedaría, así, justificado como una labor ejemplar de orfebrería lingüís tica, como un tejido extremadamente cuidadoso y complejo de relaciones, proporciones o simetrías. Pessoa mismo, en una suerte de iluminación estructuradora, llega a incluirlo todo --aún en la carta a Gasais Monteiro— en un efecto de trascendencia que lo desborda: «Lo que hice por causalidad y se completó en conversaciones fue exactamente tallado, con Escuadra y Compás, por el Gran Arquitecto». 

 Hay, por tanto, muchos hilos de los que es posible tirar; me limito a un solo ejemplo de la crítica que se mueve en esta órbita de una «poesía de la estructura». Mensaje se abre con un epígrafe en latín, como luego ocurre con fór mulas latinas más breves en cada una de las secciones: «Benedictus dominus deus noster qui dedit nobis signum» [Bendito el señor nuestro dios que nos dio enseña]: la invo cación religiosa en latín, la acción divina de conceder signum, las formas (nobis, noster) de un nosotros que sitúa las coordena das del mensaje más allá de lo personal. Como explica Adrien Roig, el «signum» tendría el sentido de la enseña para el campo de batalla, lo mismo que el romance brasao [blasón], que da título a la primera parte del libro. 

Blasón concedido por Dios a una comunidad que pronto se identifica con Portugal. El desarrollo se va dividiendo en secciones que corresponden a los distintos campos del escudo de Portugal: los castillos, las quinas, etc. Hay en todo ello un sabor medieval y, también, la alusión permanente a la interven ción divina y a los mitos nacionales. Tanto los castillos como las quinas remiten a la batalla de . Ourique, ganada a los musulmanes en agosto de 1139 por el primer rey de Portugal, Afonso Henriques, y que abrió la conquista de Lisboa y de todo el centro del país. Los castillos son siete, como los reyes moros derrotados20, y las quinas remiten a la visión de Cristo que tiene el rey en la víspera de la batalla, en la que le concede como armas sus propias lla gas21. Adrien Roig piensa que «existen relaciones estrechas entre la Visión de Don Afonso Henriques, el Epígrafe y los poemas»2' y, a partir de ahí, estudia la recurrencia de las palabras clave en las diferentes secciones del libro; y añade otra hipótesis: Pessoa conoce y tiene en cuenta, siguiéndolo estructuralmente, el relato (¿original?) en latín de la visión que, según 1a. tradición, fue encontrado en el monasterio de .Alcobaja en 1596. 

Roig culmina su sugerente trabajo con un juicio sobre el género del libro: «Esta primera sección hace recordar, por su naturaleza y estructura, la literatura emble mática. Se parte de un conjunto dibujado, de un grabado (en este caso el Blasón de Portugal). Se inscribe debajo una fórmula, frecuentemente enigmática, lacónica (el Epígrafe inicial) y se va esclareciendo, en un comentario organizado (la secuencia de los poemas), explicitando con ejemplos y autoridades (héroes y soberanos portugueses) el valor y la significación simbólica de cada uno de los elementos del grabado»23. 20 21 22 23 Las interpretaciones difieren en algunos detalles. Suele hablarse de cinco reyes, a los que se sumarían las plazas de Lisboa y Evora ocu padas después, Curiosa y emblemática palabra esta de quinas, asumida por el caste llano. Según la Academia: «Armas de Portugal, que son cinco escu dos azules puestos en cruz, y en cada escudo cinco dineros en aspa». 

 Tirso de Molina escribió una obra titulada Las quinas de Portugal: «Las armas que a Lusitania/otorga mi amor propicio, / en cinco escudos celestes / han de ser mis llagas cinco; / en forma de cruz se pongan, / y con ellas, en distinto / campo, los treinta dineros / con que el pueblo fementido / me compró al. avaro ingrato». También en las Soledades de Gongora aparecen «las quinas» como metonimia de las naves portuguesas que cruzan el océano hacia Asia. Adrien Roig, «Mensagem: Heráldica e poesía», en Fernando Pessoa, Mensagem, Poemas esotéricos, ed. cit., p. 284- La versión portuguesa del original francés es de Angela Carvalhas (traduzco del portugués). ibídem. p, 292. « Si se atien.de a la perfección externa, esta es su obra más completa» 24 —decía Octavio Paz, otro de los primeros, fuera del ámbito lusista, en difundir y valorar la obra de Pes soa, Pero ¿qué sería la perfección externa en un libro de poe mas?, ¿se define como externo lo que no se integra en el cuerpo poético? Es curioso que, mientras en la mayoría de los libros de Pessoa la atracción por los heterónimos acaba susti tuyendo con frecuencia la lectura concreta del texto, aquí llega tal vez al mismo resultado el conjunto de lenguas y sabe res, el sistema de conexiones y referencias. 

Recuerdo ahora aquella form ulación, quizá discutible pero muy fértil, que hacía Ferlosio de un «principio de patencia» para la lectura de poesía. Acogiéndose a la idea de efecto y de unidad de efecto que desarrolló Poe, piensa que los elementos poéticos son los que, al margen de su dificultad, están activos ante el lector, que los percibe en una copresencia mutua, y por eso «lo accesible únicamente mediante el descifrado carece de exis tencia literaria, no forma parte de la obra» ' . Sin duda, extremar tanto la afirmación puede agrietarla; pero algo de esa índole sucede; quizá ninguna de las tramas que subyacen al libro contiene las claves de su lengua y su mundo, de su poética. Y es lo patente en los poemas lo único que, pese a la costumbre crítica, constituye Mensaje. 

 Creo que con esto se relaciona el malestar de los lectores, que quedaría explicado en la misma cita de Octavio Paz ya comenzada: «Si se atiende a la perfección externa, esta es su obra más completa. Pero es un libro fabricado, con lo cual no quiero decir que sea insincero sino que nació de las espe culaciones y no de las intuiciones del poeta.

 [...] Para que los símbolos lo sean efectivamente es necesario que dejen de simbolizar, que se vuelvan sensibles, criaturas vivas y no emblemas de museo. Gomo en toda obra en que interviene 24 25 Octavio Paz, «Fernando Pessoa, el desconocido de sí mismo», en Cuadrivio, México, Joaquín Mortiz, 1969, p- 158-159 Rafael Sánchez Ferlosio, Las semanas del jardín. Semana Segunda. Madrid, Nostromo, 1974» P- 126. más la voluntad que la inspiración, pocos son los poemas de Mensaje que alcanzan ese estado de gracia que distingue a la poesía de la bella literatura». El comentario, aunque con inicial prudencia, resulta contundente; es cierto que implica cuestiones de poética, sean de época (el ensayo apareció en 1962) o personales, que no parecen obvias (sinceridad, intuición, símbolo, inspiración), pero es difícil no compar tir este juicio: la sensación de que el plan pesa sobre el libro y lo condiciona, de que bastantes poemas han surgido para cumplir una función sin ser necesarios en sí, sin estar vivos. El trabajo para cerrar Mensaje supuso una experiencia única en la vida de Pessoa, una experiencia interesante y ambi gua, que probablemente suscitó su perplejidad. Es como si la energía poética, sostenida durante las dos décadas que man tuvo el proyecto, se hubiera agotado antes de llegar totalmente a puerto, como si se destensara el poder de concentración de la lengua y hubiera que recurrir a explícitos mecanismos retó ricos para rellenar el esquema, produciéndose perceptibles decaimientos. Es curioso que estos aparezcan a menú ’ poemas dedicados a personajes fundamentales, que limi el abanico de posibilidades, pues solo cabría hacer su loa sensación de que el poeta se mueve con más natur cuando la desgracia se combina con el deber y las valora se hacen conflictivas. Frente al juicio de Jakobson, parece que Pessoa es más un poeta del inacabamiento que un poeta de la estructura, y leer Mensaje lo confirm a; en el espacio informe de lo abierto sus logros poéticos son extraordinarios, de modo que situarse en él habría sido, tanto como una elección perso nal o el fruto de una personalidad inestable y múltiple, una necesidad interna de su escritura. Sin embargo, sería injusto con el libro hacer absoluto un juicio motivado por sus decaimientos; hay amplio margen en él para percibir el valor y la fuerza de esta lengua de Pes soa, otra más de sus lenguas. I I. 

La mirada de P o rtu gal Tras haber intentado evocar algunas condiciones de la recep ción de Mensaje, percibida como una experiencia de malestar, y de haber revisado determinadas líneas de articulación del texto, querría volver sobre mis pasos, retomar la lectura desde el principio, atendiendo a los tres poemas iniciales del libro, que seguramente contienen en síntesis lo sustancial del reco rrido. Después del epígrafe latino, se entra directamente en la parte dedicada al « Blasón», también con su breve fórmula latina marcando el comienzo: «Bellum sine bello», «guerra sin guerra»; tras ella, dos poemas que presentan los compo nentes básicos del blasón, «los castillos» y «las quinas»; empieza luego la sección que desarrolla «los castillos», con el poema dedicado al mítico antepasado, «Ulises». Estos tres son los que querría releer. «De los castillos», el primer poema, imagina el mapa de Europa como una mujer tumbada, que se apoya en los codos para levantar la cabeza y mirar hacia adelante; los codos corresponderían a Italia e Inglaterra, mientras «ese rostro que mira es Portugal». Así, Europa tiene dos funda mentos; uno que remite a la época clásica («helénicos ojos», recordando que buena parte de Italia fue griega antes que romana) y otro al mundo británico («románticos cabe llos »), que reúne la modernidad de las pasiones, la libertad y el progreso.

 En términos de Pessoa, un codo sería Reis, y el otro, Campos; su formación inglesa ahonda y matiza el aporte clásico, le permite inclinarlo hacia una perspectiva marina —y universal—, próxima a la identidad portuguesa que va a elaborar. El movimiento del tiempo y de la cultura con- cuerdan, en principio, con el dinamismo sugerido por el mapa, que iría «desde Oriente a Occidente», y ello sitúa a Portugal en la vanguardia de Occidente, rostro de Europa, mascarón de proa. Pero ya un tono decadente, muy art nouveau, perceptible en la selección léxica, avisaba, también desde el principio, de otra clase de inquietud temporal; Pessoa lo retoma, hacia el final del poema, para romper la aparente transparencia del dibujo: «Con su mirar esfíngico y fatal / ve a Occidente, futuro del pasado. // Y ese rostro que mira es Portugal». Europa está mirando, sí, con sus ojos portugueses, hacia el océano que tiene delante, abarcando en su mirada la epopeya de los des cubrimientos; sometido, sin embargo, al dilema de la Esfinge y al dictamen del destino, el sentimiento del tiempo vira, es ya distinto del progresivo que parecía regir: todo estaba abierto en un impreciso momento anterior, el gesto del mapa reproduce su tensión y su energía, pero —«futuro clel pasado»— eso que era futuro entonces hoy ya se jugó. Y sopesar estas formas de pasado y de futuro será trabajo del libro. El segundo poema, «De las quinas», habla con verso más breve, más sentencioso, fiado a la rotundidad de la rima para hacerse inapelable. 

Si antes se presentaba la comunidad histórica y política que protagoniza el libro, se suma aquí la opción por el cristianismo, aunque en el verso inicial estén todavía (digo todavía, como si se hubieran conservado después de los escritos de Ricardo Reis y Antonio Mora) « 1c ses», en plural; pero se nombra a Cristo explícitamer ofrece duda. Decir Dios es convocar también al destino que el dios cristiano, en el movimiento doble que lo c tuye, a la vez lo implica y lo niega: «C on desgracia t ___ vileza / Dios al Cristo definió: / lo opuso a Naturaleza / cuando como Hijo lo ungió»; en la concepción del hijo puso el padre componentes naturales («desgracia y vileza» lo son, como atributos existenciales) y la inmortalidad divina que se les opone. Lo que sería una definición indiscutible, por dogmática, cuando se trata de quien es dios y hombre al mismo tiempo, se convierte en extrañeza conflictiva cuando heredan esa tensión los hombres solo hombres, y a ello tam bién alude el poema: «compra gloria la desgracia», «vida breve y alma vasta». 

De este modo, como generando una serie de oposiciones en torno al mismo núcleo, la religión supone un impulso del alma hacia su amplitud que a la vez la empuja al sufrimiento. La infelicidad humana, la lucha con tra el tiempo, la alternativa de la aceptación, el choque entre cultura y naturaleza vendrían dados en la opción confesional, sin que sea preciso explicitarlo apenas. La religión, el destino marcan una verdad trascendente, pero también establecen los límites para la existencia y su infinito y doloroso debate. «Ulises», el último paso de este tríptico inicial, recoge la leyenda del viejo marinero de la Odisea como fundador mítico de Lisboa—nombre griego: Olisipo—y, con ella, de Portugal. 

El poema combina de modo brillante un análisis de lo que sea el mito con la pregunta por la identidad, pues ambas cosas se hacen de sí y no, de contrarios que en vez de neutralizarse se impregnan y potencian mutuamente. «El mito: nada que es todo» resume el carácter del pensamiento mítico: sin referirse a nada realmente existente, tiene un poder de explicación y de sentido que puede transformar la realidad. 

Así son los mitos, y la alusión en el poema al sol como cuerpo muerto de Dios, que remite seguramente al egipcio Osiris —dios celeste y también de los muertos, tan presente en las creencias herméticas—, viene a generalizar su estatuto. Ulises aporta la singularidad de no provenir del tiempo ahistórico de las mitologías, sino que, en cuanto cre ación de las letras griegas, nació ya como personaje literario, permitiendo así a Pessoa situarse en el vacío lógico de la paradoja: «Este, que hasta aquí llegó, / fue por no ser exis tiendo. / Sin existir nos bastó. / Por no venir fue viniendo / y nos creó». Ulises vive en su falta de ser y por ella misma, se asocia al modelo de identidad que asumió Pessoa y que dio también a sus personajes-poetas; tiene el mismo modo de existir que Gaeiro o Campos. Pero, como el poema dice: «nos creó», los portugueses son hijos de Ulises, herederos de su condición, y Pessoa traslada como rasgos de la identi dad patria los que se han ido, a lo largo de su obra, constitu yendo como identidad personal. Al final del poema se produce un quiebro que solo indi rectamente proviene de lo dicho: «Abajo, mitad de nada, / muere la vida». 

El mito, el sol, quedaría en un mundo de alturas; de la unidad mítica entre nada y todo, a la vida le toca ría el no; la realidad, la historia, la identidad nacional se fecun dan y mueven con el poder del mito; la vida humana perma nece al margen en cuanto hecho concreto y circunstancial. Aunque Pessoa construye Mensaje con elementos —lengua, cam pos de sentido, religión— muy distintos de los que usó en la mayor parte de su poesía, en esto coincide con ella; la elabo ración de determinadas esferas ideales no altera su saber de la experiencia de la existencia. Y no le importa entonces forzar las palabras, y hacer de la realidad— «al fecundarla, la aviva»— algo que se disocia y opone a la vida —«muere». Los tres poemas abren, así, los itinerarios del libro. 

Lo colectivo, la identidad colectiva, nacional. La concepción del tiempo. El cruce entre Dios y destino, el papel del mito y su traducción existencial. Esta última, siempre, más latente que manifiesta. El nosotros aparecía ya en el epígrafe general, y los tres poemas lo configuran como mirada, como inserción en el tiempo, como extraño y real nudo de inexistencia. Todo ello constituye el Portugal de Mensaje, además de la prolongada reflexión sobre la posibilidad de un proyecto y sobre cuál sería su carácter: «Portugal, nosotros, poder ser», y uí más allá: «el desear poder querer», quizá una enumer o quizá, en cambio, varios infinitivos que se complerr entre sí, difiriendo el ejercicio del deseo. 

 En la poesía de Pessoa son infrecuentes los plurales; recuerdo ahora a los piratas en la «Oda marítima» de Alvaro de Campos: el plural le servía al personaje para colocarse fuera y fantasearse como objeto, incapaz de participar en la acción. Sin embargo, en Mensaje el poeta no trata solo de esbozar una identidad común, sino que se siente parte de ella, y es ese sentirse parte lo que conduce a la escritura. Cabral Martins recuerda que Pessoa propuso una empresa de «remodelación del subconsciente nacional», o que descri bió al zapatero y profeta Bandarra como alguien cuya labor desbordaba lo individual, de modo que su nombre podría acoger a quienes compartieran su visión26. 

Cuando, en el poema «Noche», un marinero se pierde en el mar y va a buscarlo un hermano suyo, que se pierde también, y otro tercero queda a la espera de un permiso del rey para inten tarlo a su vez, se perfila un sistema de relevos, en que lo per sonal no cuenta sino como fuerza o energía que suma. Así, el marino que sujeta el timón ante la amenaza del Monstruo, encuentra su capacidad de resistencia en un sentirse trascen dido: «Al timón puesto, yo soy más que yo. / Soy un Pueblo que quiere el m ar»: la trascendencia encarnada concede sentido. Elj>o en este caso no es otro, sino un más quejo; no la disgregación y la pluralidad, sino la concentración, la supe ración. 

 Por un momento parecería que esto se separa de las ideas generales del poeta, quien trató con insistencia de recordar el vínculo entre la posible identidad portuguesa y la personal, negada y múltiple, como se veía en «Ulises». Así lo proponen estas frases de una entrevista de 1923 (reciente aún la publicación de «Mar portugués»): «¿Q uién, que sea portugués —se preguntaba Pessoa—, puede vivir la estrechez de una sola personalidad, de una sola nación, de una sola fe? ¿Qué portugués verdadero puede, por ejemplo, vivir la estrechez estéril del catolicismo, cuando fuera de él hay que vivir todos los protestantismos, todos los credos orientales, todos los paganismos muertos y vivos, fundiéndolos portu guesamente en el Paganismo superior? [...] Ser todo, de todas las maneras, porque la verdad no puede estar en que algo siga faltando» '. Y esa última frase, aplicada aquí a Por tugal, es la misma que Pessoa suele usar para proponer su poética de la heteronimia: «Ser todo, de todas las mane ras». 

 También, en el poema sobre Bandarra, hay pasajes en que ambas identidades se comunican: «Soñó, anónimo y disperso, / el Imperio por Dios visto, / confuso cual Uni verso / y plebeyo como Cristo»; en estos cuatro adjetivos tan pessoanos —anónimo, disperso, confuso, plebeyo—la dispersión de la identidad y la anónima falta de relieve del individuo que se entrega a una empresa de signo comunitario contagian de imprecisión el proyecto nacional; adjetivos móviles, impuros y .mezclados en sí cada uno, donde tanto lo personal como lo común solo parpadean como ausencia. 

Observa José Augusto Seabra que, sobre todo en «M ar portugués», la combina ción de las perspectivas de primera, segunda y tercera per sona aporta «densidad poética» y permite que se entrelacen los géneros épico, lírico y dramático28; encuentra, pues, otras formas de dispersión a través del perspectivismo: apenas hay textos de Mensaje en que la voz poética se sienta como de un sujeto; actúa, más bien, una impersonalidad gnómica o una cesión de palabra a alguien que no llega a ser personaje, sino una especie de modelo o tipo: todas las personas grama ticales —añadamos el nosotros— para no nombrar a nadie, para reducir a los individuos al cauce de un proyecto. La latencia de la cuestión existencial y la dispersión de la identidad, por tanto, forman parte del mundo de Mensaje, como del resto de la poesía de Pessoa. Pero no se sitúan, en primer plano; la forma dominante en el libro es la anulación de lo personal. La composición de los textos, las opciones concretas de escritura levantan un sistema pensado para generalizar, trascender, idealizar, superar las perspectivas individuales y actuales. 

No importa que haya numerosos poemas; especialmente los de «Blasón», con un protago nista concreto: el retrato del personaje no suele contener elementos narrativos, sino que lo orienta una voluntad de definir, de extraer aquel valor o concepto que el héroe pueda, en cada caso, representar o aportar al curso de la his toria colectiva: «M i deber me hizo, como Dios al mundo. / [...] Contra el Destino cumplí mi deber. / ¿Inútilm ente? No, pues lo cumplí» («Don Duarte, rey de Portugal»); no 28 José Augusto Seabra, «O arquitexto da Mensagem», en Fernando Pessoa, Mensagem. Poemas esotéricos, ed, cit., p. 2 4 3 cambia, pues, la función del texto cuando se adopta la pri mera persona, que suele tomar la forma de un autoanálisis o monólogo dramático, algo como un examen postumo de conciencia, que acercaría el pensamiento de los muertos, el más ajeno a circunstancias. Este enfoque de las historias individuales se engrana en el plan de conjunto —ideológico, doctrinal—, que se va dispo niendo como mapa conceptual perfectamente articulado. «Todas las naciones son misterios. / Un mundo entero es cada nación»: desvelar este misterio exige un tipo de com prensión para el que no importan tanto los nombres y las peripecias de los personajes, como la búsqueda en cada caso —como se ha dicho— de una fórmula, de una esencia. De este modo, alcanzar el núcleo de lo nacional no será distinto de acceder a lo universal —y no en vano está detrás el irreducti ble cosmopolitismo de Pessoa, por más que se revista con la apariencia de lo local—: «Solo dos naciones —la Grecia de antaño y el Portugal de mañana— han recibido de los dioses el don de ser no solo ellas mismas sino también todas las demás»*9. 

La empresa de Magallanes, su vuelta al mundo, es una empresa de conocimiento, un empeño de signo prome- teico, que lleva a los titanes —defensores del privilegio de los dioses, ejercido a través del oscurantismo y la ignorancia— a celebrar con danzas su muerte. En consecuencia, el trayecto de cada persona, por valioso que pudiera haber sido, desde esta perspectiva resulta insignificante. De ese Viriato, pionero, que habría creado el marco en que Portugal pudo hacerse, se concluye: «Tu ser es como la fría / luz de antes de madrugada, / que es ya un ir a abrirse el día / albeando confusa nada» —donde prevalece una plástica imagen de la falta de consistencia sobre la posible intuición de un comienzo. La galería de los héroes parece entonces perder su singularidad, como si el transcurso histó 29 De una entrevista de 1923, citada en Robert Bréchon, Extraño extran jero. Una biografía de Fernando Pessoa. Traducción de Blas Matamoros. Madrid, Alianza, 1999, P- 4 1? rico tendiera a abstraerse en una metafísica. 

El tratamiento del tiempo o el análisis de 1a. relación entre destino y azar son formas de este proceso. Así, las contradicciones entre la «vida breve» y el «alma vasta», pueden obviarse con distin tos procedimientos para suspender el curso temporal ordina rio y, con él, los efectos del tiempo en lo personal y existen - cial. Guando la nave de Don Sebastián se pierde, lleva el pendón del imperio, y, cuando el rey vuelva, será en la misma nave, llevará el mismo pendón; un paréntesis de irrelevantes siglos, repletos de acontecimientos, que se darán por no transcurridos. Así, la intervención del azar se inscribe —«todo comienzo es involuntario. / Dios, el agente»— no entre las fragilidades individuales, sino en el diseño de con ju nto; Dios integra el azar de los individuos en el destino, identificado con su plan: es la maternidad de una mujer la que aporta el héroe «al que, imprevisto, Dios predestinó». Y más se refuerza el efecto cuanto más débil parece la parte humana: «No fue ni santo ni héroe, / mas Dios le dio Su señal», «Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace». ~ esta vía, el cristianismo asume un papel clave en la co: ción de la identidad, como si, en la diversidad pessoana una de sus poéticas se constituyera en torno a una ieiea cíe Dios. 

 En un escenario que reúne identidad colectiva («fue Dios el alma y Portugal el cuerpo / cuya mano guiaría al Occidente»), detención del tiempo personal y una moral de la aceptación, todo parece, por tanto, neutralizado en la empresa común, bajo la dirección divina. Pero, si se acerca la mirada, hay momentos en que deja de percibirse una sola tonalidad en todo y se trasluce lo que quedó postergado, se toma conciencia de lo que latía por detrás. Y esto ayuda a entender mejor la lógica de este proyecto de escritura, repo niendo en la escena las fuerzas negativas que trataban de omitirse. Visto así, es notable la frecuencia con que en la trayecto ria histórica de los protagonistas de Mensaje se impuso la des gracia, sin que, en cambio, el concepto deducido por el poema se haga sensible a ello. 

No es solo que el poema no sea propiamente narrativo ni incluya elementos de anécdota, sino que lo biográfico se escamotea por completo en nume rosos casos, sin siquiera dedicarle una atención indirecta, «Doña Teresa» fue derrocada con las armas por su hijo, Afonso Henriques, y murió en prisión; el poema cifra su figura en la maternidad de un héroe fundador —ese mismo hijo— que, de acuerdo con el plan general, parece quedar disponible para reactivarse, si fuera necesario, a lo largo de los siglos. Don Duarte, después de ser derrotado ante Tán ger, murió en Lisboa a causa de la peste; el poema encuentra en él una filosofía del deber. El infante Don Fernando fue apresado, en la misma fracasada expedición, cuando tenía quince años, y murió sin salir de la prisión de Fez; el poema se centra en la consagración recibida de mano divina y en una fiebre de trascendencia al borde de la locura. 

Y Bartolo - meu Dias, «el Capitán del Fin», yace en una playa próxima a ese cabo extremo recién superado; una de las tormentas inmediatas a la hazaña acabó con él, cuya aportación había sido la doma de lo misterioso: «Dobló el Asombro. / Mar solo es mar». No es preciso seguir enumerando, basta esto para mos trar el propósito de Pessoa en su tarea de abstracción, pero también lo que no queda del todo oculto por ella. En boca del desdichado Don Duarte se lee: «En mi tristeza firme, así viví» —y el dato emocional, subjetivo, pone espesor en el fino trazo de los valores, decolora en sombra su espacio ideal. Y se sigue leyendo entonces: el mar es salado por las lágrimas portuguesas, «quien quiera ir allende Bojador / ha de pasar allende del dolor». O, en uno de los momentos más altos de ensoñación del «Quinto Imperio», cuando se lo asocia a una victoria del alma sobre el poder del tiempo, se filtra esta pequeña sentencia: «ser descontento es ser hombre».

 Men saje se resiste a ser epopeya, eludiendo los hechos y el flujo narrativo, y se encuentra siendo elegía, seguramente sin haberlo pretendido. La preferencia del poeta por los casos desdichados, aun idealizándolos, el modo en que deja entre ver los factores negativos que los rodean, ensordece su labor programática, perturba con su eco la claridad de sonido del mensaje. Y hasta tal punto ocurre así que, en el flujo de detalles postergados, los requisitos para participar en el proyecto colectivo —la moral de la aceptación tomada como actitud vital— parecen endurecer su exigencia en una línea que Pes soa ya había perfilado: «Realicemos en nuestra alma la lle gada de Don Sebastián, [...] obra pagana, obra antihumani- taria, obra de trascendencia y de elevación, hecha a través de aquella crueldad para con nosotros mismos que el espíritu de Nietzsche, en un momento lúcido, vio como base de todo sentimiento de imperio » 3°.

 La formulación de opuestos para impedir la síntesis de sus poéticas y hacer más percepti ble la apuesta pluralista abre, en ocasiones, canales de comu nicación como este, en el que cabe reconocer la misma raíz que alimentaba los brotes del impulso masoquista en Alvaro de Campos. En el recorrido por la desdicha, en el intento de obviarla en aras de un proyecto superior, vuelven a coincidir, pues, lo personal y lo colectivo, como entiende Eduardo Lourenfo: «El sentido mítico y místico de la vida de P figurado y confundido con el destino de un pueblo 'cr que, como el Salvador, no debió su elección sino al miento y a la humillación con que Dios, enigmáticamej distinguió » 3’. Es la misma lógica de aquella sentencia: «Abajo, mitad de nada, / muere la vida». 

 El trabajo de abstracción con su designio esencialista, el propósito de trascender las negaciones existenciales, solo en apariencia había borrado la huella del sufrimiento, que acaba saliendo a flote, ocupando su lugar. Quizá el verdadero pro yecto de Pessoa, el sentido de esta formalizada guerra sin guerra, 30 31 Fragmento inédito sin fechar, en Fernando Pessoa, Políticaj>profecía, ed. cit., p. 128. Eduardo Louren^o, «Sueño de imperio e imperio de sueño», en Fernando Pessoa, Mensaje, traducción de Jesús Munárriz, Madrid, Hiperión, 2014 (4a ed.), p. 19. vaya, de la mano de Ulises, en una dirección distinta de esos dos movimientos —abstraer, testimoniar— entre sí opuestos: construir un planteamiento radical de irrealidad y hacer que llegue a manifestarse como propuesta política. Así, aquellos gerundios que extendían la duración sin límite de lo que no es: «Este, que hasta aquí llegó, / fue por no ser existiendo», «por no venir fue viniendo / y nos creó»; una vida que pueda ser considerada como auténtica vida se daría en ese lugar de irrealidad o de existencia paralela. Si se leyera de este modo la mítica fundación de la identidad, quedaría todo situado del lado del sueño, ese escenario tan pessoano del deseo y de la creación de mundos. El sueño es quizá el nudo de conexión más abarcador de toda su obra. Ya en 1912 había parafraseado Pessoa una célebre frase de Shakespeare, apli cándola a las naves que partieron hacia la India y que se habrían construido «de aquello con que los sueños están hechos». 

No será entonces extraño —piensa Gabral Martins— que «se pueda formular como programa para Portugal una encarnación colectiva del sueño» . Es la médula del sebas tianismo de Mensaje. Aunque su presencia se dé sobre todo en la tercera parte, «El Encubierto», el sueño nutre una corriente que fluye a lo largo del libro. Quizá el poema más característico de cómo subyace a todo sea el dedicado a Don Denís, el rey poeta, que evoca su capacidad para dar voz a un anhelo oscuro de no se sabía aún qué: puede escuchar en el habla de los pinares, en «la voz de la tierra», los sonidos de un «m ar futuro», de un ansia de mar. La voz de los árboles o de la tierra nombraría un tipo de vibración del mundo en la que se abre la posibilidad de un sueño generador; las ondulacio nes del trigo, el «rum or de pinos» traen, en versos de tierra adentro, un «oleaje oscuro» en el que ya bulle otro tiempo. Es también el modo de Bandarra, actor por excelencia del sueño profético, que desde la aparente modestia de sus cua lidades —anónimo, disperso, confuso, plebeyo— fue capaz de aportar una sensibilidad y un pensamiento mesiánicos, para que prendieran en el alma del pueblo, aun antes de que Don Sebastián desapareciera. Y es igualmente el lugar de este libro, de Mensaje, tal como expone en su lectura Finazzi - Agro; según él, Pessoa disfraza de mito el propio discurso, la pala- bra, dándole en ella nombre y existencia, «contra la intangi- bilidad ideal del Todo y la tangibilidad física de la Nada. 

Un nombre y una existencia que solamente la escritura —ese pórtico roto a lo Imposible’, esa conjunción enigmática de cosas improbables— llega de modo provisional a realizar. El Mensaje de Pessoa habla, en fin, del propio mensaje, es decir que remite únicamente a sí mismo y a la dimensión virtual (mezcla de imposibilidad y de historia) que instituye»3'1; «dim ensión virtual», «conjunción enigmática de cosas improbables», que tejen la escritura y el sueño, la utopía de ambas, su no lugar. El sueño es, así, vida en la irrealidad, lo que está y no está. En el poema «Oración», donde habla el nosotros de Portugal, y se trata de mantener viva la esperanza en el largo tiempo de la espera, se recurre a la metáfora de la brasa, de la llama que está oculta y siempre el viento puede reavivar; se concluir embargo: «Pero la llama, que la vida crea, / si es que ha aún, no se termina»: la duda absoluta crece en el cen! afirm ación tan rotunda, tan llena de fe. Porque el sueño es vida extrema y, a la vez, oscura inconsistencia, virtualidad que no puede atraparse, ni ella procurarse materia.

 Hay dos expresivos poemas, recorridos por el soplo del relato fantás tico, por el parpadeo luminoso y sombrío de los viejos cuen tos infantiles, que dan cuenta de este carácter del sueño: se oye en el primero una voz que habla, que dice algo, y que calla de inmediato si alguien acierta a escucharla; nunca podría ofre cer un diálogo, se limita a portar su anuncio incomprensible, 33 Ettore Finazzí-Agrd, « L ’impossible et Tliistoire. Une iecture du Message de Fernando Pessoa», en Colloque de Cerisy, Pessoa —Unité, Dioersité, Obliquilé—, édition de Pascal Dethurens et Maria-Alzira Seixo, París, Chistian Bourgois Ed., 2000, p. 523 (la traducción es mía). oculto entre los márgenes del sueño: «Mas, si vamos desper tando, / la voz calla y solo hay mar». En el otro poema, se oye cómo rompe el mar en una playa, pero la isla a la que tendría esta que pertenecer no puede verse: «¿Q ué nao, qué armada, qué flota / puede el camino encontrar / de playa en que el mar embiste, / si a la vista solo hay m ar?» Mundo paralelo, con algo del hechizo, de los encantamientos de los viejos relatos artúricos, el sueño ofrece una salvación que de él, sin embargo, no puede extraerse. En la «Elegía en la sombra», intermedia —como dije— entre la publicación de Mensaje y la muerte de Pessoa, se leía: «Nos pesan el pasado y el futuro. / Duerme en nosotros el presente. Y soñando / el alma encuentra siempre el mismo muro». Límite del sueño, límite de la realidad. Pero, cuando acaba la tercera parte y el poeta va a despedir el libro con otra fórmula latina, elige decir: «Válete, fratres», atreviéndose a usar, aunque sea en otra lengua, fratres, una palabra de her mandad, que parece impregnarle de una nostalgia de lo colec tivo, el nosotros que tal vez en el sueño pudo compartir. 

 El sebastianismo sería, por tanto, un proyecto político cuyo espacio es el sueño. O el deseo, la energía abierta que constituye lo utópico. La visión mesiánica de Pessoa con vierte el regreso de Don Sebastián y el logro de un «Quinto Imperio» en una empresa espiritual de orden diferente de la aventura marítima o de una conquista de signo nacionalista; por eso, la serie de los poetas profetas termina prevaleciendo sobre la de los héroes guerreros. Tiene su raíz la mitología del « Quinto Imperio» en el bíblico sueño de Nabucodono- sor (Libro de Daniel) ; se hace portuguesa en la obra, con raíces en las dos orillas del Atlántico, de Antonio Vieira, y culmina en Mensaje: el imperio es un libro, una lectura, un sueño capaz de transformar el mundo. En una hoja en la que Pessoa había garabateado distintas posibilidades de entender la cifra esotérica que sería este título, entre otras hipótesis citaba unas palabras de la Eneida, «mens agitat molem»34, de las que 34 Virgilio, Eneida, libro VI, verso 727 una simple sincopación obtendría el resultado: mens ag"‘- em, Mensagem, la mente mueve montañas33. Teñido de antipragmatismo, de un idealismo que se hace antipolítico a fuerza de ideal —«después de la conquista de los mares debe venir la conquista de las almas. El resto (la felicidad nacional, la buena administración, la libertad, la lealtad, la honra) no es sino la basura que obstaculiza el camino de nuestros gestos»36—, el sebastianismo de Pessoa enlaza con una larguísima y variada tradición. El inventario se haría prolijo. 

Así, en la Edad Media se dio la difundida creencia de que volvería el rey Arturo para ceñir la corona de Inglaterra, y ya antes las profecías francas anunciaban la lle gada de un segundo Garlomagno, que marcaría el fin. de los tiempos. Guando murió en las cruzadas Balduino de Flan- des, un ermitaño se hizo pasar por él y se creó el mito del Emperador Dormido. A punto de ser derrotada la rebelión valen ciana de las Germanías, surgió una figura carismática, Lo Encubert, que durante unos meses pareció capaz de darle la vuelta a la situación de la guerra, aunando las ideas m: ristas medievales y el mesianismo de los conversos, has1 fue ejecutado en 1522. Bandarra aparece entonces y recoge el nombre que tomó el rebelde Antonio Navarr coplas se difundieron de manera vertiginosa y reaparec en diversas ocasiones a lo largo de los siglos. En el XVII, el jesuíta Vieira —alternativamente perseguido por la Inquisi ción y ascendido por las jerarquías romanas, obispo en Bra sil, prodigioso políglota y pionero de la lingüística indige nista, utopista visionario— dedicó buena parte de su obra a elaborar un nuevo sebastianismo y la promesa de un quinto imperio; con él querrá descubrir «las nuevas regiones y los nuevos habitantes del segundo hemisferio del tiempo, que están en las antípodas del pasado»37. 35 Posibles significados de moles, -is, en castellano: mole, masa, multi tud, dique, máquina de guerra... 36 Fernando Pessoa, Política y profecía, ed. cit., p. 129 37 Robert Bréchon, op. cit., p. 414.. En la tercera parte de Mensaje, la sección interm edia se titula «Los avisos» y se dedica a conmemorar esta serie pro- íetica; son tres poemas, los dedicados a Bandarra, a Vieira y uno último, solo llamado «Tercero»: «M i libro escribo a duras penas, / casi no alienta mi corazón» —sin nombrarse, Pessoa ocupa su lugar en la cadena, o mejor, lo ocupa Mensaje, utopía cristalizada que emite su resplandor hacia dentro. Lo más sorprendente, y no sé si el poeta llegó a imaginarlo, es que la tradición no concluye ahí, como si en verdad algo de la mirada portuguesa se constituyera en ella. Pienso en la investigación delirante, extraordinaria e insólita prosa, que María Gabriela Llansol tituló 0 Livro das Comunidades, en 1974, y por cuyas páginas circula el rebelde utopista Thomas Münt- zer, llevando bajo el brazo su cabeza decapitada y acompa ñado en sus viajes por los grandes místicos del XV y el XVI38. 

 Y también, por supuesto, en la película de Manoel de Oli ve ir a que, en 1990, obtuvo una mención especial del jurado del Festival de Gannes, No, o la vanagloria de mandar: durante la guerra colonial en Africa, un capitán —que había sido antes historiador— se entretiene contando a sus subordinados epi sodios de la historia de Portugal, que parecen seguir una vez más el guión de Camoes (los héroes de la independencia, los que combatieron a moros y castellanos, los descubridores), para luego recrear pasajes de Os Lusiadas, y alcanzar la evoca ción de Don Sebastián; herido en combate, el sencillo y melancólico profesor muere en un hospital soñando con el regreso del rey, viéndolo acercarse entre la niebla; el médico firma el parte de defunción el 25 de abril de 1974- En los créditos finales, entre los asistentes de producción, aparece un Fernando Pessoa; no es un nombre tan raro en Portugal, pero ahí aparece. Sin interpretar, quería solo dejar constan cia del peculiar seguir que se va hilando entre la melancolía de las derrotas y el exilio de las victorias. 

Y que perfila esa utopía, que es del sueño y de su propia resistencia. 38 Hay una edición española, junto a otros dos libros de la autora, en: Maria Gabriela Llansol, Geografía de rebeldes, traducción de Atalaire, Madrid, Ginca, O¡4 . Hay otro poema de Mensaje, que sin referirse al Encu bierto, puede relacionarse con él. Es el dedicado a Magalla nes. Mientras los titan.es danzan —en la escena citada— para celebrar una muerte que permitiría a los dioses mantener su velo sobre el mundo, los supervivientes de la. flota continúan adelante, y es que «el muerto aún manda en la gran armada», «pulso sin cuerpo aún el timón gobierna». 

La mente mueve las cosas, en efecto, y la muerte no interrumpe los proyectos de conocimiento y de liberación. En esa línea de autonomía espiritual, de variable vínculo con la figura física de los personajes, con los hechos de los héroes, puede decir Pessoa que, tras la muerte de Don Sebastián, «guarda Dios cuerpo y forma del futuro, / mas su luz lo proyecta, sueño oscuro / y breve». Recluidos en la limitación del sueño, se anota la idea de que el cuerpo del rey muerto debe preservarse porque es ia «form a del futuro», preservarse, claro, en la desaparición —una tumba no seria lo mismo—. Las combinaciones de lo físico y lo espiritual, diversas, confusas en ocasiones, mantienen siempre un mismo grado de realidad en el habla. Igual que las contradic ciones que integran el sueño —proyecta/ breve, oscuro/luz— no lo anulan: «en un mar ya sin tiempo ni espacio, / veo borrosa tu faz, que al fin, despacio, / torna». 

 El propio Don Sebastián tendría ya su alma entre sue ños cuando cayó en la batalla, habría abierto desde antes el paréntesis, ese tiempo paralizado en que Dios se encarga de guardar su forma para que, en el momento preciso, pueda albergar otro acontecimiento: «C on Lo que me soñé, que eterno dura, / regresaré». Y el anuncio de esa hora es, una y otra vez, el amparo bajo el que se suspende el principio de realidad. La voz de Don Fernando, el desdichado infante, cautivo desde su adolescencia, asegura que Dios le «consagró en la honra y la desgracia», y esa elección del destino no opera en el seno de una mitología heroica, sino en una inclemente aridez: «en el tiempo en que un frío viento pasa / por la fría tierra». Es esta la realidad, y su suspensión por el poder del deseo y el sueño, revela un movimiento que convierte las fuerzas negati vas en energía de .resistencia y disidencia. Lo que para el infante supone esa consagración, aun en las peores condicio nes, es una especie de posesión por el deseo.- «me hace arder la fiebre, / de gloria el ansia, pues su Nombre sienten / en. mí vibrar». No tanto a ganar el cielo como a un quieto combate contra el enemigo, contra la realidad, guerra sin guerra, se dirige esta pasión extrema, incorporada al sentimiento mismo de vivir, sustituía casi —en este caso límite— de la propia vida. 

.Algo parecido se dice de aquel tercer hermano, a quien el rey no autoriza para buscar a los otros dos, desaparecidos, y que vive por eso en la amargura: «con los ojos fijos de ansia / mirando a la prohibida azul distancia»; no son el amor ni el sacrificio ni el objetivo de la salvación su fuerza, sino un deseo absoluto, una insoportable disconformidad. 

 Y cada vez que actúa el veto de la realidad —«pero Dios no permite que partamos»—, surge con más fuerza su impugnación. Es lo que Mensaje llama locura. No es un rasgo excéntrico; estar de este modo loco es precisamente la cuali dad que humaniza: «Sin locura, ¿qué es el hombre / sino la sana bestia, / aplazado cadáver que procrea?» 

Es la ruptura con la razón lo que humaniza, al contrario de lo establecido; es la mirada existencial cuando busca sentido con firmeza que linda con el absurdo. Pessoa habría firmado en cual quiera de sus metamorfosis la definición del ser humano como «aplazado cadáver que procrea», terrible fórmula a la altura de su desesperación; pero aquí, en el poema titulado «Don Sebastián», reconoce a la locura el poder de invali darla. Y es significativo que hubiera hecho ya esto mismo al menos otra vez, y con análogas palabras, en un comentario de actualidad política, que firmó y se preocupó por difundir ampliamente, escrito en mayo de 1023: «es la locura la que dirige el mundo. 

Locos son los héroes, locos son los santos, locos los genios, sin los cuales la humanidad es una mera especie animal, cadáveres demorados que procrean»39. El 39 Fernando Pessoa, «Sobre un manifiesto de los estudiantes», en Política y profecía, ed. cit.., p. 3 5 ^ sueño conduce aquí. El cristal de Mensaje, tan perfecto, pura estructura, se abre en grietas o luces —viene a ser lo mismo— que permiten pensar lo utópico de este modo, como una condición de la persistencia humana. Con el impulso que es la energía del navegante: «ese puerto siempre por hallar».

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas