viernes, 27 de diciembre de 2024

Descansa, Roberto. Quedáte así inmóvil... FRAGMENTO. NOVELA. LA CONFESIÓN. INÉDITA.

 



Descansa, Roberto. Quedáte  así inmóvil como si ya estuvieras muerto, no te agités, no abrás los ojos. ¿Tenés frío? Por supuesto, cómo no has de tener frío si te has desnudado, te has quitado el pijama y no te has dado cuenta. ¿Por qué te quitaste el pijama? ¿Tenías calor y ahora de repente sentís el sereno de la noche? Roberto, nunca he entendido del por qué en las clínicas no hay cobijas, solo sábanas cuando las sábanas no calientan, mucho menos en la agonía, mucho menos cuando las voces secretas de la noche también duermen. No, no abrás los ojos que te tengo una sorpresa. ¿Me prometés que no vas a abrir los ojos, que no te vas a mover? Júramelo, Roberto, ¿qué sentís? Unos labios que se posan en tus labios. Te recorre un calorcillo por todo el cuerpo. Abajo, más abajo sentís una liviandad que se derrama más allá del poro, más abajo del hueso, en el tuétano. ¿Abrir los ojos? Por el contrario, apretás los párpados como si con aquello hiciera más fuerte la presencia de la mujer, a un palmo de poderla tocar o que ella te vuelva a tocar en el mutismo. Sentís por un momento cómo el cuerpo se difumina en el infinito del universo. Escuchás, pero más que escuchar, estás atento. Ahora escuchás el deslizarse de las sábanas que cubrían tu cuerpo más allá de los pies. Se rasga el silencio en una diminuta elipsis del deseo. En un segundo lance ella roza tus labios con sus labios y su lengua como un animalito curioso busca tu lengua que abres con lentitud como en un ritual pagano. Un sabor dulzón paladeás en la saliva como el néctar oscuro y misterioso ahora que ella se inclina más hacia tu cuerpo. Ahora, tus manos le sirven de apoyo en la cama y sentís el peso de su cuerpo que se funde poco a poco con el tuyo. ¿Abrir los ojos? En verdad aunque lo desearas no podrías hacerlo. 

Te invade una catalepsia y aunque deseás abrir los ojos, no podés. No podés moverte, no podés pronunciar palabra: es una loca ausencia de fuerza, de voluntad que te aqueja, pero contrariamente, no tenés temor, pensás por un  instante que existe una argucia de la mujer, que ella ha provocado el estado cataléptico. Que no ha habido ausencia de vacilación al momento de tocarte, de besarte, de pronunciar tu nombre.

Como el fetiche que no deseas abandonar tratás de abrazar a la mujer, no deseás dejarla, que se aparte de vos, que se escape; aunque sabés que es un intento fallido porque no podés moverte; seguís petrificado en las palabras, en el aire, en tu cuerpo.

Sentís la desnudez de su piel en tu desnudez, su calorcillo, sentís su pubis que roza tu sexo para luego posarse en él como una oscura noche.

¿Te abandonás al misterio, a la incógnita, a esa carne palpitante?


jueves, 26 de diciembre de 2024

LA CONFESIÓN NOVELA INÉDITA. FRAGMENTO

 



Año: 2054

Sábado 26 de diciembre.

La noche como una catarata de oscuridad asalta tu ojo. Luces mayores y menores inician el camino con vos y con el Rolls-Royce Phantom de color negro. Cerrás las ventanas del vehículo, y ya no escuchás el ruido exterior.  Ya no percibís el olor de las hierbas, ni el inicio del canto de los grillos que desean destronar a la oscuridad. 

 Los ojos del Phantom: rectangulares alumbran la carretera. El Phantom es un caparazón negro y gigante.

El dolor ha sido insoportable. ¡Sos el viejo guerrero abatido en una noche que principia! ¡Ya nada te importa! ¿Qué es la vigilia para vos? Ya no podés pedirle mucho a…  Quizá el tiempo. El tiempo que escapa burdo y constante por en medio de tus propios pensamientos ahora que te ves reflejado en el cristal del vehículo. Farsa o aventura, no, no sabés que ha sido la vida. La vida ha sido como tirar una moneda al aire como en un juego —escudo o corona— y que en ocasiones has ganado y en otras ocasiones has perdido.


¿Quién sos? ¿Caíste de nuevo en la trampa burda del recuerdo? Hay personas que viven solo de recuerdos, de glorias pasadas, de amantes y de amores idos, espejos que ya no poseen formas. 

Sos un profesional, te graduaste de abogado, y luego seguiste escalando posiciones en la sociedad: presidente de varias corporaciones de automóviles de lujo, accionista mayoritario de canales de televisión por cable; ¿el zar de las telecomunicaciones centroamericanas por satélite? 

Pero, ahora, ¿qué sos? ¿Una sombra? ¿Un ovillo de nada, encapsulado en un vehículo que se dirige a una clínica porque te estás muriendo muy despacio?

***


AÑO 2054

Sábado 26 de diciembre. 

Más allá del arco tensado de la noche, soñás. Es un sueño placentero por momentos.  En otros momentos recordás la clínica la Santé donde sucedieron los asesinatos que en verdad nunca fueron solucionados porque, para las autoridades judiciales, fue caso cerrado y que, sin embargo, hoy, final de año, te corroe las entrañas, aquellos hechos. ¿Remordimiento? En verdad, no lo sabés con certeza y quizá en el fondo de tu conciencia no te importa demasiado: lo hecho, hecho está, lo que se dijo, se dijo y lo que se ocultó, mejor así… ¿Callarlo…?

¿Y ahora qué podés hacer? Es una culpa compartida que te ha mantenido en vilo por 30 años. ¡30 años! Ahora que estás al límite de tu existencia, pensás que a nadie le has confesado esos crímenes que nunca abandonaron tu mente. ¿Valdría la pena decirle al mundo, a los medios de comunicación colectiva, a los periodistas torpes lo que en verdad sucedió en la Santé?…

miércoles, 25 de diciembre de 2024

¿Qué sucedió? ... Fragmento. El Retornante Nocturno. Novela.




 ¿Qué sucedió? No lo pudieron atrapar, eso es lo más admirable. Se supone que fue el único crimen que cometió, su única obra de arte. Pero, su firma estaba ahí, porque estos asesinos dejan una firma en sus crímenes, al igual que un pintor o un artista firma sus cuadros o su obra literaria. ¿La firma? Como ya he comentado: la posición del cuerpo, la de los brazos en ángulo recto reproduciendo la fotografía del minotauro de Man Ray, este es el corolario, el punto final a su obra de arte.

¡Escalofriante! Dije sin pensarlo.

Al mediocre, al imitador de artista siempre lo atrapan, pero, al verdadero artista jamás es descubierto… Se habló y se tuvo sospechas de muchas personas del medio artístico de Hollywood de aquella época. Pero, se descartaron. Creo que la mejor hipótesis es que quien realizó el asesinato fue un hombre culto, cultísimo, un cirujano de nombre George Hodel... ¿Razones? 

Fragmento. Novela. Inédita. EL RETORNANTE NOCTURNO. IV parte de MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.


martes, 24 de diciembre de 2024

EL RETORNANTE NOCTURNO. IV PARTE DE MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.

 



""Se entrevistaron las personas que vieron el cuerpo y declararon bajo la fe del juramento - que, en efecto—, el cuerpo que llevaron a la Morgue Judicial, no era el mismo. E igual, el personal que realizó la autopsia de don Julián Casasola Brown fue un equipo “ad hoc” para aquel momento. Se cuestionó del porqué no estaba su amigo y patólogo, el Dr. Rodrigo Castilleja de la Cuesta. Sin embargo, se pudo corroborar que el galeno en ese momento estaba fuera de San José, que una semana antes solicitaba unas vacaciones adelantadas. Presiones internas del Poder Judicial hizo que el juez autorizado para tales efectos girara una orden de exhumación del cadáver pero, fue risible dicho “mandamiento” a las autoridades del Cementerio General. Todos sabían que el cuerpo había sido cremado. En realidad el mandamiento se envió como un mero formalismo administrativo. ¿Por qué se incineró el cadáver? Su amigo, el licenciado Yglesias Guardia manifestó que por orden del mismo Casasola ordenó que su cuerpo fuera incinerado. Yglesias ante una investigación presentó un poder especial en el cual se le otorgaba la facultad para decidir sobre el cuerpo de don Julián Casasola Brown.

Cabe anotar que don Julián no tenía pariente vivo dado su longeva edad. Tampoco tuvo hijos ni hermanos.
¿Qué fue lo curioso de aquel incidente rocambolesco? Que al final las mismas cenizas fueron esparcidas en el mar, por lo que tampoco se pudo corroborar mediante una investigación molecular de ADN si, en efecto, el cuerpo incinerado fue el de Casasola Brown".

Novela. Inédita. EL RETORNANTE NOCTURNO. IV PARTE DE MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.

lunes, 23 de diciembre de 2024

José Ferrater Mora: Indagaciones sobre el lenguaje FRAGMENTO

 



José Ferrater Mora:

Indagaciones sobre el lenguaje

El Libro de Bolsillo

Alianza Editorial

Madrid

© Jo sé Ferraler Mora, 1970

© Alianza Editorial, S. A., Madrid 1970

Calle Milán, 38; X 2 0Ü 0045

Depósito legal: M. 804 - 1970

Cubierta: Daniel Gil ,

Impreso en España por Ediciones Gistilla, S. A.

Calle Maestro Alonso, 21. Madrid

Printed in Spain

Le langage est }a maison dans laquelJe l’hommc

habite.

Juliette, en la película de Jean-Luc Godard,

Deux ou trois cboses que je sais d'elle.

Is it possiblc to describe anything accurately?...

The answer is, like so many answers to

important questions, neither yes ñor no.

Gore Vida], Myra Bréckinridge.

1 .

¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que

no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicólogos,

sociólogos, antropólogos, etc.?

Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué

pueden decir los filósofos sobre el hombre que no puedan

decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, historiadores?

¿Qué pueden decir los filósofos sobre el

mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos,

geólogos, astrónomos? Etc., etc.

Los filósofos no tienen por qué decir nada de las cosas

que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar,

llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta

que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta.

Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas

para la acción, dar instrucciones para la manufactura de

objetos o echana volar la fantasía en la producción de

obras de arte. No tienen, en suma, por qué decir o hacer

ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean

filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los

filósofos no tendrán más remedio que jubilarse.

Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben)

plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren

a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arcanas

ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se

supone que los demás seres humanos no tienen noticia.

Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los

seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cuestión

de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es

el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones.

Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» —piedras, flores,

sillas—, mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sentido,

la razón me sobra, pero en otro sentido la noción

de «cosa» —y, en general, de «objeto»— es cuestionable.

¿Son también cosas lqs colores? ¿Es el azul de la

silla azul un dato sensible? Estoy viviendo en una comunidad

que juzga punible matar al prójimo (aunque a veces,

¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo

es miembro de una clase o colectividad llamada «el enemigo

»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o

principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural,

etcétera. Ninguno de estos principios o razones me

parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros

que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta satisfactoria;

sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da

vueltas.

Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones

que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades.

Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de

actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos

casos es una actividad lingüística —quiero decir, consiste

en escrutar expresiones y modos de decir que, por un

lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por

otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un determinado

contexto —el cual resulta ser a su vez cuestionable—.

En otros casos es una actividad que cabe llamar

«fenomenológica» y que consiste en examinar modos

de ver que parecen impropios cuando no tengo en

cuenta la correspondiente —y también cuestionable—

perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los aludidos

modos de decir o de ver con algún modo principal

de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos

los demás, pero, a menos que baga trampa, no lo encuentro

en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación

de concluir que todos los modos de decir y de ver son

justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas,

pero no hay razón para que los propios contextos y perspectivas

permanezcan a salvo. Haga lo que haga, quedará

siempre un remanente de perplejidad que no consigo

extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando.

En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones,

mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis

aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejidades.

En todo caso, en el proceso de la actividad analítica

no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pueda

saber —nada que me sea revelado simplemente por

medio de mi análisis—. En este sentido es legítimo afirmar

que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué,

decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La

filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una actividad

cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosóficamente

puedo tener atisbos de realidades, y sería imprudente

desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son

algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo,

se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser

materia de indagación filosófica.

Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto

que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre

también en actividades no filosóficas —por ejemplo, en

las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de

las no filosóficas en un punto importante: los conceptos

que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para

una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar

que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable,

probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi análisis

filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que

no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta

normas para la acción humana), ¿no me habré colocado

tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente,

decir nada?

Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con

las'del científico, Stephen Toulmin1 ha indicado que

mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el

del segundo es el del participante. Esta distinción merece

ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa,

como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en

el lenguaje del espectador —de un espectador por lo general

bastante bien informado— cuestiones que, en su

lenguaje de participante, formula el científico. Análogamente,

el filósofo tout court actúa de «espectador» con

respecto a todos los «participantes» —incluyéndose a sí

mismo en la medida en que participa en alguna actividad,

y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;—.

Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bastante

sui generis, porque propone «modos de ver» que

no son de la incumbencia del participante. Tales modos

de ver son tan sui generis como el espectador que los

propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de

conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser,

el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entredicho

todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que

la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino disolverlos.

Sería más adecuado decir que no es instituir

estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante análisis

conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2.

De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al incesante

planteo de cuestiones. Es cierto que los conceptos

armados por los filósofos se congelan a veces en

«posiciones» —posiciones llamadas «dualismo», «fenomenismo

», «escepticismo», etc.— , pero ninguna de ellas

resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones

se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la

postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cuestiones.

No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un

aire asaz dogmático. Así ocuíre cuando se toman decisiones

«de principio», y específicamente cuando se adopta

un «compromiso ontolÓgico», o un «criterio de compromiso

ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos

se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en

virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los

modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no

tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a darse

en un momento dado razón de ellas, pero tienen que

ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o supuestos)

sólo son dignos de mantenerse si se está dispuesto

a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «decisión

», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede

ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un

determinado marco conceptual ejerce el papel de principio

o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco.

Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien

como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas

caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» procedentes

de actividades no filosóficas; puede decirse, pues,

que trabaja sobre datos previos, que son resultados de

estudios empíricos y de experiencias en principio accesibles

a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo

tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materiales

»: resultados de investigaciones lingüísticas, observaciones

sobre los diversos modos de comunicación humana,

experiencias propias en el uso de una o más lenguas.

La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjunto

de «materiales» condiciona la especie de análisis filosófico

practicado. Cabe atenerse principalmente a investigaciones

y teorías lingüísticas; escrutar ciertas expresiones

en un lenguaje corriente; estudiar analogías y

contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilucidar

problemas suscitados por la teoría de la información;

clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos;

explorar los diversos aspectos de la comunicación humana

en contextos históricos y sociales, etc. En algunos casos

—como en el último— los «materiales» son especialmente

abundantes, porque se hallan estrechamente trabados

con factores personales, sociales y políticos, cuya

complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación típica:

la mecanización y ritualización del lenguaje en una

sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser aceptados

como indispensables o beneficiosos (tal, el movimiento

de la «máquina de hablar» que describió Tolstói

bajo la forma de una reunión mundana) 3 o ser denunciados

como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos,

sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente

con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo,

pues, cuando sus «materiales» son de índole más directamente

lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las

investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los problemas

que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje

corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas.

El uso de «materiales» procedentes de actividades no

filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar

ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta

de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o

validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos

lingüísticos. Aun si semejante teoría general del lenguaje

fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tampoco

tarea filosófica formular enunciados empíricos o

descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales»

en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el modelo

de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó

Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «objeto

» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ultra

» realidades, sino posibilidades de conocimiento de

(y de acción sobre) realidades. El hecho de que cuanto

el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo

hace menos «categorial» y «universal». A diferencia de

Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre

sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas completos

de ellas. Además, las categorías —las conceptuaciones—

filosóficas no rigen necesariamente la experiencia,

como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella.

Categorizar materiales es simplemente examinar que conexiones

necesarias pueden darse dentro de esferas determinadas

de «datos». Ello ocurre especialmente cuando

los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de

investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de

estudios «informales» de un lenguaje corriente.

No está excluido que el análisis filosófico sea algo más

ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de conocimiento

de realidades —y no digamos de condiciones

de existencia de las propias realidades—, el filósofo puede

ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, organizando

éstas en perspectivas amplias. En esta coyuntura

pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos»,

pero éstos pierden su aire de especulación gratuita —y

hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspectivas

de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver mejor,

desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya

se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy

variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas;

es una de las pocas plausibles razones que pueden ofrecerse

para seguir admitiéndolas como «hipótesis de trabajo

».

2

El cultivo de la filosofía, cuando no se es demasiado

ingenuo, o no se obra de mala fe, suele engendrar en el

ánimo del cultivador un constante sentimiento de frustración.

En ausencia de patrones, esquemas, modelos, sistemas

e hilos conductores supuestamente definitivos, el filósofo

tiene la impresión de estar navegando a la deriva o de

estar metido en un laberinto. Pronto descubre que, apenas

se vislumbra una salida del laberinto, ya está metido

hasta el cogollo en otro; que no hay idea filosófica que, a

poco de servirse de ella, no empiece a deslustrarse; que,

desde el mismo instante en que alcanza una posición, ya

está flaqueando; que aunque hay muchos argumentos en

filosofía, ninguno constituye prueba; que no parece haber,

en suma, donde agarrarse.

No es sorprendente que de vez' en vez los filósofos se

sientan desilusionados, y hasta amargados. ¿Quién me

metió a mí en la filosofía? Mejor me hubiera ido de haberme

consagrado a la química, a la psicología experimental,

o a la planificación urbana. En estas, y en todas,

las actividades se puede fracasar, pero las actividades

mismas parecen estar a salvo del fracaso. Cabe pasar años

en un laboratorio para determinar qué enzimas controlan

la descomposición de la urea y no obtener ningún resultado

apreciable. Mala suerte, o falta de talento, o escasez

de medios, pero no por ello se va a desconfiar de la

bioquímica. Se puede construir un puente y desplomarse

en el momento de su inauguración. Asunto grave, material

y moralmente, pero no suficiente para dar al traste

con la ingeniería de puentes. En filosofía, en cambio, no

se sabe nunca bien si lo que fracasa es el filósofo o la

propia filosofía —en cuyo caso... Por eso los filósofos

abrigan a veces la sospecha de que lo son por razones

similares a las que, según un político español de antaño,

hace que los españoles sean españoles: «serán filósofos...

los que no puedan ser otra cosa» —lo que es magro consuelo,

inclusive cuando engendra, por reacción, la cada

día más justamente desacreditada «soberbia filosófica».

Puede alegarse que no hay para tanto, y que las cuestiones

filosóficas no son indomeñables. Por ejemplo, cabe

zafarse de un problema para el cual no se encuentra salida

arrinconándolo y abordando otro. Es una operación

que se practica con alguna frecuencia; basta recorrer las

publicaciones filosóficas de muchos períodos para advertir

que se terminó con ciertas cuestiones sobre las que

se había debatido interminablemente de un modo harto

sencillo: dándoles la puntilla. Durante una época más o

menos dilatada vemos a legiones de filósofos batallar encarnizadamente

en torno a un problema. De súbito, éste

se eclipsa; parece como si se hubiese producido un estado

de cansancio general, una imperiosa necesidad de cambiar

de postura. Sin embargo, las cosas no se arreglan

tan llanamente. Los problemas cambian, pero la sensación

de seguir en un laberinto permanece. Por si

ello fuera poco, se descubre que ciertos problemas son

tenaces y gozan de tan larga vida como la propia filosofía:

el supuesto «nuevo problema» revela ser con frecuencia

un aspecto distinto de un problema añejo. Algunos

problemas filosóficos se parecen a los «posibles» leibnizianos:

se codean unos a otros como si se afanaran

por reaparecer tan pronto como las condiciones sean propicias.

La frustración filosófica es muy explicable, y hasta deseable,

si permite recordar al filósofo que su tarea no es

resolver problemas o dar con soluciones definitivas. A este

efecto las llamadas «cuestiones lingüísticas» pueden prestar

señalado servicio. No son cuestiones tras las cuales

uno se parapeta cuando quieren evitarse jaquecas filosóficas.

Algunos han creído que tales jaquecas las engendran

exclusivamente cuestiones como «el sentido del

ser», «la estructura de la realidad», «la condición del

hombre» y otros temas oceánicos, y que basta «limitarse»

a asuntos menos ostentosos para andar más sobre seguro.

Quienes tal creen no están muy familiarizados con estas

lides. Las «cuestiones lingüísticas» pueden ser mayores o

menores, pero en cuanto a arduas, pocas las ganan. Hasta

es posible que produzcan más frustraciones que otras

para las cuales se tiende a forjar prontamente soluciones

perentorias.

Una de las cosas que se aprenden cuando se filosofa

«lingüísticamente» es a andar con pies de plomo. Esta

indudable virtud no se ve siempre libre de una serie de

vicios; a fuerza de afinar y calibrar se degenera a veces

en meros altercados, en los cuales lo que parece importar

es hacerle la contra a alguien, que no ha tenido en cuenta

tal o cual subdistinción dentro de alguna distinción

ya de suyo harto alambicada. El querellante tiene a menudo

razón, pero sólo porque no se ha limitado a dejar

de ver el bosque, mas no ve ni siquiera el árbol. Por

ejemplo, pueden encontrarse «peros» a la distinción ya

clásica entre uso y mención de los signos 4. Casos hay en

los que esta distinción falla, y otros en los que resulta

inútilmente pedante. No obstante, sería ilusorio creer que

tales «peros» desbaratan para siempre la distinción de

Ferratcr Mora, 2

referencia; lo cierto es que únicamente cuando se descubre

alguna otra distinción más capital, puede la que está

en litigio ser condenada. Y aun entonces lo que suele

ocurrir es que la tesis disputada quede «absorbida», no

eliminada totalmente. Hay que tener en cuenta esta situación

en casi todos los debates sobre cuestiones lingüísticas

realmente básicas para no perderse en una maraña

inextricable. Se puede mostrar inclusive que ciertas tesis

contrarias llevan en cada caso a situaciones irreparables:

afirmar, pongamos por caso, que los nombres propios tienen

significado (o «sentido») no parece ni mejor ni peor

que negar que lo tengan. Pero ello sugiere que, aunque

hay que seguir andando con pies de plomo, no se debe

perder demasiado tiempo en reyertas que pueden distraer

de lo que está en discusión.

3

En filosofía cabe tratar lingüísticamente cuestiones muy

diversas: algunas de ellas son lingüísticas y otras no. Entre

las primeras, unas son cuestiones concernientes al

lenguaje y otras son cuestiones suscitadas por el lenguaje.

Correlativamente, algunas cuestiones lingüísticas pueden

ser tratadas alingüísticamente —queremos decir, no

fuera de todo lenguaje— sino simplemente teniendo sobre

todo en cuenta factores extralingüísticos.

No es siempre fácil precisar qué tipos de cuestiones

se tratan, y hasta qué tipo de pensar filosófico se practica

para tratarlas. La llamada por antonomasia «filosofía lingüística

» no siempre hace uso de análisis estrictamente

lingüísticos. En rigor, el adjetivo ‘lingüístico’ describe

menos un tipo bien preciso de filosofía o un conjunto

bien circunscrito de cuestiones, que un determinado tono

filosófico y una cierta preferencia por ciertos temas. Desde

este ángulo, la filosofía que se practica en este libro

y las cuestiones en él tratadas pueden ser llamadas «lingüísticas

». ,

Con esto no se ha dicho todavía mucho, primero porque

la expresión 'filosofía lingüística’ sigue siendo vaga,

y segundo porque no estamos aún en claro respecto a qué

cuestiones cabe llamar, más estrictamente, «lingüísticas».

Las que así llamamos en esta obra no son siempre de

data reciente, pero figuran de modo prominente en una

parte considerable de la literatura filosófica contemporánea

que se ha dado en calificar de «analítica». No por ello

desdeñamos otras cuestiones, y aun otros aspectos de las

cuestiones lingüísticas propiamente dichas, pero no tenemos

más remedio que delimitar nuestro campo.

‘¿Dónde cae el edificio central de correos?’, ‘Te prometo

pagarte mañana’, ‘La filosofía me aburre’, ‘Todos

los hombres son mortales’, ‘Hay unicornios en la Puerta

del Sol’, ‘Juan cree que los platillos volantes transportan

legiones de marcianos’, ‘Quienes creen en Dios no se

han enterado de que Dios ha muerto’, ‘Tengo el placer

de anunciarte la boda de mi hija’, ‘Morir significa dejar

de v i v i r ’No se puede saber que la nieve es blanca si

es falso que la nieve sea blanca’, ‘«Fumo» puede querer

decir que estoy fumando y también que suelo fumar; en

español, la primera persona del presente de indicativo

del verbo «fumar» puede expresar dos tipos distintos de

acción verbal’, ‘Decir que las golondrinas son reales

equivale a decir que hay por lo menos una golondrina

en alguna parte’, ‘París es la capital de Francia’ : he aquí

algunos entre muchos otros posibles ejemplos de expresiones

que plantean problemas dignos de nota. Nada

más que el adecuado tratamiento de dos o tres de ellos

bastaría para llenar un abultado mamotreto. En un ejemplo

transparcce la cuestión de las oraciones indirectas; en

otro, el problema de si ciertas expresiones son o no a la

vez actos lingüísticos; en otro, la cuestión de si una

descripción identificadora está o no ligada al nombre propio

que identifica descriptivamente. Lo que todos estos

ejemplos tienen en común es el poder recurrir a ellos

para examinar cuestiones suscitadas por el lenguaje (o un

lenguaje), las cuales pueden convertirse a su vez en

cuestiones concernientes al lenguaje. En todos importa,

de consiguiente, su dimensión lingüística. Esta puede ser

examinada desde sus respectivos puntos de mira por

lógicos, psicólogos, antropólogos y, por descontado, lingüistas,

pero nuestra intención es ver lo que tales ejemplos

—o las cuestiones para cuyo tratamiento se aducen—

dan de sí filosóficamente. A este efecto nos

atendremos a las especificaciones antes señaladas, y en

particular a la que consiste en adoptar el punto de vista

del «espectador» con relación a todos los «participantes».

Con ello no pretendemos deslindar siempre claramente

entre dichos puntos de vista por varias razones, entre las

cuales destacan éstas: primero, los «participantes» y los

«espectadores» usan el mismo lenguaje; segundo, y sobre

todo, no se puede salir del lenguaje para hablar sobre

él. Se puede pasar de una lengua a otra —y este paso

es a menudo muy iluminativo—, pero no se puede prescindir

de toda lengua y del andamiaje conceptual en ella

implicado.

Nos ocuparemos en este libro de algunos de los problemas

antes aludidos, y de otros aun no mencionados,

pero no pretendemos abarcar todas sus vertientes. Ello

sería demasiado y, a la vez, paradójicamente, demasiado

poco.

Sería demasiado, porque nos obligaría a enzarzarnos

en discusiones interminables con tal copia de casos, excepciones

y distinciones que pronto acabaríamos estrangulados

por nuestro propio «material». Es lo que ocurrió

a menudo en lo que J. R. Searle ha llamado «la filosofía

lingüística clásica» (de 1950 a 1960 aproximadamente) 5

y que ha ido siendo menos común en los últimos años. No

sugerimos que los detalles y los refinamientos no cuenten.

Algunos cuentan mucho, y hay que prestarles la

atención debida, pero otros, seamos sinceros, no tanto.

Así, por ejemplo, el verbo ‘preguntar’ puede poseer,

como hoy se dice, una «fuerza» distinta del verbo ‘quedarse

perplejo’, pero sería hilar demasiado delgado medir

«grados de fuerza», los cuales estarían siempre ligados,

además, a situaciones concretas que habría que describir

en cada caso y que podrían multiplicarse al infinito, Está

en su punto tener en cuenta la existencia de situaciones

lingüísticas, pero no es razonable incrementarlas más de

lo necesario. Es justo también plantearse cuestiones filo*

sóficas a base de expresiones en una determinada lengua,

pero no lo es tomar tal lengua como paradigma de todas

las otras. En este sentido, habrá que moverse entre dos

situaciones distintas y que parecen incompatibles.

Por un lado, ciertas cuestiones filosóficas que surgen

dentro de una lengua no surgen en otra. Ello sucede no

sólo en tanto que, como se dice a veces, una lengua (o,

más generalmente, un tipo de lengua) expresa ciertos

modos de ver y conceptualizar el mundo, sino también, y

más específicamente, en tanto que ciertas expresiones

que pueden conducir a conclusiones erróneas en la lengua

í (o en un tipo de lengua A) no conducen a tales

conclusiones en la lengua b (o en un tipo de lengua B).

Los casos más notables al respecto se presentan cuando

se comparan ciertas expresiones en dos lenguas estructuralmente

muy diferentes (por ejemplo, entre el alemán

y el árabe, o entre cualquiera de ellos y el chino). Hay

que tener en cuenta algunas de estas diferencias, o algunas

diferencias típicas de esta índole, para evitar caer en

el provincianismo lingüístico.

Por otro lado, hay que tener presente que numerosas

expresiones en lenguas diversas pueden funcionar de la

misma manera, de suerte que lo que filosóficamente (y

hasta semánticamente) importa no es la expresión misma,

sino su función —digamos, su «concepto»— . Así,

‘todo’, alies y omnis funcionan del mismo modo en las

lenguas respectivas y expresan, por tanto, el mismo «concepto

». Es cierto que a veces inclusive términos similares

en dos lenguas no demasiado alejadas entre sí tienen

sentidos diversos; recuérdese la alharaca que se armó,

tiempo ha, en una reunión de la Sociedad de Naciones

cuando un delegado británico dijo del discurso de un delegado

de otra nación que era fastidious. Fastidious no

quiere decir «fastidioso», sino algo así como «muy detallado

» y «pormenorizado». Pero ello no impide traducir

fastidious a otra lengua, ni tampoco ‘fastidioso’ al

inglés. En general, las lenguas son mucho más intertraducíbles

de lo que se supone —aunque esta intertraducibilidad

requiere a menudo habilidad y esfuerzo— . Además,

es característico de una lengua corregir de algún

modo sus propias «deficiencias» con respecto a otra. Una

lengua puede no poseer morfemas para indicar el plural,

pero ello no le quita necesariamente la posibilidad de

expresarlo; puede hacerlo mediante la anteposición, o

yuxtaposición, a un nombre de un adjetivo, o de una

locución (‘muchos’, ‘más de uno’, etc.). Ninguna lengua

hace exactamente lo mismo que otra —de lo contrario, 110

se entendería por qué hay tantas, a menos que cada una

sea considerada como «especialmente apta» para determinados

propósitos—. Pero los que usan una lengua

pueden ingeniárselas para hacerle desempeñar tareas para

las cuales no estaba originariamente «dotada». Los traductores

avezados saben bastante de ello. Sin duda que

el grado de traducibilidad no es el mismo en todos los

niveles y aspectos de una lengua. Muchas expresiones

idiomáticas y (por razones distintas) expresiones poéticas

son de traducción difícil. A veces sucede también que

una lengua carezca de términos para exhibir «conceptos»

que en otra lengua resultan muy básicos, pero no por

ello son radicalmente inexpresables en la última.

Indicamos antes que tratar de explorar todas las vertientes

de cada uno de los problemas dilucidados sería

demasiado, pero a la vez demasiado poco. Hay otros

problemas además de los aquí más circunstanciadamente

explorados. Ya en la discusión de problemas «normales»

en filosofía lingüística se topa a menudo con cuestiones

que envuelven muy variados aspectos. Hablar de «juegos

lingüísticos» es hablar también de «modos de vida»

—que es lo que, en último término, se declara que son

tales «juegos»— ; preguntar si ‘es real’ es o no un

predicado es formular una cuestión central ontológica,

a la vez que lógica y lingüística; dilucidar la función

de expresiones como ‘esto’, ‘yo’, ‘aquí’, etc. equivale no

sólo a debatir si estos términos indican mas no nombran,

sino también a tocar un punto de evidente interés epistemológico.

Etc., etc.

La lista cíe problemas que se suscitan en relación con

el tratamiento de «cuestiones lingüísticas» es larga: las

funciones sociales del lenguaje; la autenticidad, inautenticidad,

buena fe o mala fe en la comunicación; el papel

que a veces puede desempeñar el silencio en el intercambio

verbal6; los modos de hablar indirectos (no sólo

las oraciones indirectas); los lenguajes artísticos averbales

y su comparación con los verbales, etc. Muy importantes

aspectos de la existencia humana pueden aclararse

en función del tipo de práctica que va ligada con el

lenguaje y de los intereses que determinan u orientan

usos lingüísticos. Con ello se relacionan los problemas

que suscitan ciertas formas de comunicación —incluyendo

la llamada «pseudo-comunicación»— cuando se destacan

los factores interpersonales y sociales de las mismas.

Se ha puesto de relieve, por ejemplo, que en ciertos casos

la «mecanización» de la comunicación es causa (o efecto)

de un tipo de sociedad que consigue esclavizar a sus

miembros con pleno consentimiento de éstos. De tal

modo, se intensifica la inautenticidad y a la vez se abren

las compuertas para reacciones que, a primera vista, pueden

resultar «chocantes», pero que son harto «comprensibles

» —la práctica casi sistemática del desenfreno verbal,

destinado a romper las convenciones y a protestar

contra «el empobrecimiento de la comunicación».

Una vez reconocida la copia de problemas que se suscitan

al ocuparse del lenguaje es menester, sin embargo,

ser un tanto morigerado. Rozar algunos de estos problemas

cuando se presente la ocasión está muy en su

punto. Lo está inclusive explorar cuestiones lingüísticas

con propósitos algo más «especulativos» siempre que

ello se haga sin descuidar los aspectos más propiamente

lingüísticos de tales cuestiones —como lo ha hecho, por

ejemplo, Paul Ricoeur al proponer una «meditación de

la palabra» a base de pasar del carácter «cerrado» del

universo de signos al carácter «abierto» del discurso7.

No es éste el camino que seguiremos en este libro, lingüísticamente

orientado en dos sentidos: por ser «filosofía

lingüística» y por atender a problemas tratados por

la lingüística. Ello es más de lo que parece a primera

vista. Herbert Marcuse ha acusado a los filósofos lingüísticos

de tratar de mantener el statu quo alegando que

si el lenguaje corriente «está bien tal como está» no

parece que valga la pena esforzarse por cambiar nada de

é l Esto es tomar el rábano por la hojas. Decir que

‘La horca está al final del patio' puede describirse o anaÜ2arse

de modo similar a ‘La escoba está en la esquina’

no equivale a decir que vivimos en un mundo en el cual

no importa nada que haya horcas al final de-patios o

escobas en las esquinas. Lo único que con ello se dice

es que no es menester descomponer dichas oraciones en

supuestos elementos componentes, que serían nombres de

«objetos»: ‘El mango está en la esquina y el manojo está

en la esquina’, ‘Los dos palos hincados en la tierra están

al final del patio y el palo encima trabando los dos está al

final del patio’. ¿Qué statu quo se mantiene con ello?

Es posible que a algunos filósofos lingüísticos no les interese

saber si hay o no horcas, o para qué se arman, pero

esto no tiene nada que ver con que sus análisis sean

más o menos adecuados. Afirmar, como Wittgenstein,

que «si las palabras ‘lenguaje’, ‘experiencia’, ‘mundo’

tienen algún uso, tiene que ser tan humilde como el de

las palabras ‘mesa’, ‘lámpara’, ‘puerta’» 9 no es defender

ningún sistema de gobierno. Se dirá que ahí radica el

mal, pero no veo que un aviso contra navegaciones filosóficas

estratosféricas impida a nadie defender o atacar

ningún gobierno o sistema social. No hay el menor inconveniente

en que los términos ‘libertad’ y ‘justicia’

tengan un uso «humilde» —lo que quiere decir, a la

postre, que tengan el uso que les compete y no uno que

subrepticiamente se les insufle— y sean a la vez «palabras

mayores», dignas de que se haga algo para llenarlas de

contenido.

No todos los filósofos lingüísticos están libres de tachas.

Algunos han abierto tanto las puertas a una especie

de «pluralismo verbal» y extremo «contextualismo» que

han terminado por dar cabida a mucho que merece severo

escrutinio. Puede mencionarse al efecto el «entusiasmo

teológico» de algunos «lingüistas» —paralelo al

«entusiasmo lingüístico» de algunos teólogos— . No parece

que merecía la pena tronar tan fuerte contra los

filósofos especulativos para terminar por introducir, todo

lo «lingüísticamente» que se quiera, las mismas nociones

que ellos. No me opongo (aunque lo parezca) al examen

de cuestiones teológicas, pero se me hace un poco a cuestas

contribuir a cebar la mixtificación.

4

Repitamos: ¿Qué pueden decir sobre el lenguaje los

filósofos que no puedan decirlo los lingüistas? ¿Hay, además

de cuestiones lingüísticas stricto sensu, de las que

se ocupan profesíonalmente los lingüistas, algunas cuestiones

lingüísticas de interés filosófico?

Algunos autores, como Jerrold J. Katz, han atacado

a los filósofos que se han ocupado del lenguaje sin tener

en cuenta los resultados y teorías de la lingüística10:

¿qué nociones generales, categorías, o «universales lingüísticos

» merecen ser tenidos en cuenta si se prescinde

de «datos concretos», de los lenguajes naturales efectivamente

existentes (incluyendo los ya extintos)?

Katz tiene razón, pero sólo en un sentido trivial: los

filósofos que se ocupan de «cuestiones lingüísticas filosóficas

» no pueden prescindir de «datos concretos» o de

«resultados lingüísticos». No pueden hacerlo tampoco

(ni lo hacen) los filósofos que se ocupan especialmente

de los conceptos y métodos usados por los lingüistas,

esto es, los que cultivan la filosofía de la lingüística en

un sentido parecido a como algunos cultivan la filosofía

de las ciencias físicas o biológicas. En suma, a un filósofo

lingüístico no le perjudica la competencia lingüística

en ningún sentido de ésta: como persona que habla (y

entiende) una lengua (o varias) y como persona, además,

que se halla al tanto de lo que se traen entre manos los

lingüistas.

Por otro lado, Katz parece ser demasiado estricto en

dos puntos. Primero, los «datos lingüísticos» que parecen

casi exclusivamente interesarle son los que permiten

indicar qué rasgos más generales cabe rastrear en todas

las lenguas. Segundo, se inclina a ver la tarea filosófica

como una serie de generalizaciones.

Aunque quepa rastrear características generales en todas

las lenguas, lo serán sólo de lenguas que se conozcan

y no se podrá estar seguro de si ha habido, hay (o habrá)

lenguas que no ostenten dichos rasgos. Supongamos, empero,

que se haya resuelto el asunto, que se conozcan

todas las. lenguas o —cosa más razonable— que todas

se hallen especificadas de acuerdo con ciertas estructuras.

Aun así, el filósofo lingüístico no ha llegado al cabo

de la calle. En rigor, se topará con materiales lingüísticos

filosóficamente más interesantes cuando explore ciertas

expresiones en algunas lenguas determinadas.

¡Lo último ha sido objeto de debate, porque varios

autores han estimado que las llamadas «tesis filosóficas

relativas a un lenguaje» no son filosóficas y que, en todo

caso, si lo son, o pueden serlo, con respecto a una

lengua, no lo son, o pueden dejar de serlo, con respecto a

otra. En nuestra opinión, no hay tal; las tesis en cuestión

no son, propiamente hablando, «relativas a un lenguaje

», aun cuando es obvio que suelen plantearse partiendo

de alguna lengua.

Consideremos la distinción propuesta por Ryle entre

verbos que expresan una tarea o actividad y verbos que

expresan el resultado de una tarea o actividadn. La

distinción ha sido suscitada por la comparación entre

verbos como to listen, to look, to travel y verbos como

to hear, to see, to arrive; los primeros son verbos de

acción y los segundos de cumplimiento o logro. Normalmente

se dice en inglés Henry is travelling (‘Enrique está

viajando’, ‘Enrique está de viaje’), pero no Henry is

arriving ('Enrique está llegando’) —o, si se dice lo último,

es en el setnido de is about to arrive (*está a punto

de llegar’ ). También se dice en español que estoy buscando

algo (o que busco algo), mirando algo (o que miro

algo) y viajando, pero no que estoy encontrando, viendo

algo (a menos de ser «recorriendo con la mirada») o

llegando. No puedo encontrar algo sin haber encontrado,

verlo sin verlo y llegar sin haber llegado. ¿Quiere esto

decir que se suscita el problema indicado en inglés o en

español, pero acaso no en otras lenguas? Tsu-lin Mei

responde afirmativamente poniendo como ejemplo el

chino, donde hay, al parecer, «verbos resultativos» compuestos

de dos miembros, el primero de los cuales indica

el tipo de acción verbal y el segundo señala el resultado

o alcance de la acción expresada por el primero 12. En

consecuencia, no es necesario plantearse en chino el problema

que se planteó con relación al inglés o al español.

Dudamos, sin embargo, que el hecho de que haya en

chino versos cuya composición morfológica indica si se

trata de una acción o de un logro elimine el problema de

referencia. Pues aunque la cuestión haya sido suscitada

por el examen en una o más lenguas de ciertos términos,

no depende exclusivamente de éstos. A la postre, se trata

de una distinción conceptual, expresable en principio en

cualquier lengua, o cuando menos de una distinción acerca

de la cual se puede disertar en cualquier lengua.

Por lo demás, a veces se plantea un problema en una

lengua justamente cuando ésta lo tiene, por así decirlo,

«resucito». Consideremos la distinción entre ‘ser’ y ‘estar’,

por lo pronto a un nivel elemental. Se dice en español

‘Catalina está divina’ y no 'Catalina es divina’, si

bien cabe decir ‘Catalina es una mujer divina’ que en un

momento determinado puede dejar de serlo —en cuyo

caso se dirá ‘Catalina no está divina’ y, más específicamente,

‘Catalina no está nada divina hoy (o en estos

últimos tiempos)’. Se dice ‘El Espíritu Santo es divino’,

pero sería chusco decir ‘El Espíritu Santo está divino’.

En español, y en algunas otras lenguas (catalán, portugués,

italiano) el problema de la distinción entre ‘ser’

y ‘estar’ se plantea justamente porque se halla incorporada

en el idioma. En otras lenguas puede asimismo plantearse

con tal que se atienda a varios factores. Si digo

Katbléeti is divine, no se entenderá que esa dama es una

diosa, sino más o menos lo que se dice en español con

‘Catalina está divina’. A veces, el que una distinción se

halle incorporada en una lengua, puede introducir confusiones

en quien no esté familiarizado con ella. ‘Lolita

está rica’ no es lo mismo que ‘Lolita es rica’, y esta diferencia

se expresa en otras lenguas mediante el uso de

distintos adjetivos, o mediante la anteposición a ‘rica’ de

‘una mujer’, ‘una persona’, etc.

Hay muchos problemas relativos a tal o cual lengua

que no son filosóficos, pero si lo son es dudoso que sean

relativos a tal o cual lengua. No hay «problemas filosóficos

en español» distintos de «problemas filosóficos en

húngaro», independientemente del hecho de que una determinada

lengua pueda resultar particularmente apropiada

para poner de relieve ciertos problemas.

Ver la tarea del filósofo lingüístico como una serie de

posibles generalizaciones es adecuado si por ‘generalización’

se entiende el partir de un caso dado, que en algún

respecto es paradigmático. No es adecuado si por ‘generalización’

se entiende una actividad empírica consistente

en coleccionar, y colacionar, datos en virtud de los cuales

cabe producir enunciados de la forma ‘Todos lo s...’,

‘La mayor parte de lo s...’. La filosofía es empírica o, mejor,

está empíricamente orientada sólo en tanto que, por

indirectamente que sea, la experiencia en sus diversas

formas es la encargada de llamar al orden a los filósofos.

Aparte de ello, la tarea filosófica es un análisis de índole

conceptual y categorial. Sólo en razón de este carácter

pueden los filósofos aportar algo que no es de la incumbencia

de los lingüistas, aun si lo que éstos dicen resulta

para los filósofos de interés capital.

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