José Ferrater Mora:
Indagaciones sobre el lenguaje
El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
© Jo sé Ferraler Mora, 1970
© Alianza Editorial, S. A., Madrid 1970
Calle Milán, 38; X 2 0Ü 0045
Depósito legal: M. 804 - 1970
Cubierta: Daniel Gil ,
Impreso en España por Ediciones Gistilla, S. A.
Calle Maestro Alonso, 21. Madrid
Printed in Spain
Le langage est }a maison dans laquelJe l’hommc
habite.
Juliette, en la película de Jean-Luc Godard,
Deux ou trois cboses que je sais d'elle.
Is it possiblc to describe anything accurately?...
The answer is, like so many answers to
important questions, neither yes ñor no.
Gore Vida], Myra Bréckinridge.
1 .
¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que
no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicólogos,
sociólogos, antropólogos, etc.?
Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué
pueden decir los filósofos sobre el hombre que no puedan
decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, historiadores?
¿Qué pueden decir los filósofos sobre el
mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos,
geólogos, astrónomos? Etc., etc.
Los filósofos no tienen por qué decir nada de las cosas
que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar,
llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta
que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta.
Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas
para la acción, dar instrucciones para la manufactura de
objetos o echana volar la fantasía en la producción de
obras de arte. No tienen, en suma, por qué decir o hacer
ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean
filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los
filósofos no tendrán más remedio que jubilarse.
Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben)
plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren
a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arcanas
ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se
supone que los demás seres humanos no tienen noticia.
Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los
seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cuestión
de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es
el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones.
Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» —piedras, flores,
sillas—, mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sentido,
la razón me sobra, pero en otro sentido la noción
de «cosa» —y, en general, de «objeto»— es cuestionable.
¿Son también cosas lqs colores? ¿Es el azul de la
silla azul un dato sensible? Estoy viviendo en una comunidad
que juzga punible matar al prójimo (aunque a veces,
¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo
es miembro de una clase o colectividad llamada «el enemigo
»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o
principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural,
etcétera. Ninguno de estos principios o razones me
parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros
que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta satisfactoria;
sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da
vueltas.
Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones
que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades.
Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de
actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos
casos es una actividad lingüística —quiero decir, consiste
en escrutar expresiones y modos de decir que, por un
lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por
otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un determinado
contexto —el cual resulta ser a su vez cuestionable—.
En otros casos es una actividad que cabe llamar
«fenomenológica» y que consiste en examinar modos
de ver que parecen impropios cuando no tengo en
cuenta la correspondiente —y también cuestionable—
perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los aludidos
modos de decir o de ver con algún modo principal
de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos
los demás, pero, a menos que baga trampa, no lo encuentro
en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación
de concluir que todos los modos de decir y de ver son
justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas,
pero no hay razón para que los propios contextos y perspectivas
permanezcan a salvo. Haga lo que haga, quedará
siempre un remanente de perplejidad que no consigo
extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando.
En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones,
mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis
aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejidades.
En todo caso, en el proceso de la actividad analítica
no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pueda
saber —nada que me sea revelado simplemente por
medio de mi análisis—. En este sentido es legítimo afirmar
que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué,
decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La
filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una actividad
cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosóficamente
puedo tener atisbos de realidades, y sería imprudente
desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son
algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo,
se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser
materia de indagación filosófica.
Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto
que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre
también en actividades no filosóficas —por ejemplo, en
las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de
las no filosóficas en un punto importante: los conceptos
que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para
una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar
que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable,
probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi análisis
filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que
no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta
normas para la acción humana), ¿no me habré colocado
tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente,
decir nada?
Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con
las'del científico, Stephen Toulmin1 ha indicado que
mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el
del segundo es el del participante. Esta distinción merece
ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa,
como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en
el lenguaje del espectador —de un espectador por lo general
bastante bien informado— cuestiones que, en su
lenguaje de participante, formula el científico. Análogamente,
el filósofo tout court actúa de «espectador» con
respecto a todos los «participantes» —incluyéndose a sí
mismo en la medida en que participa en alguna actividad,
y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;—.
Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bastante
sui generis, porque propone «modos de ver» que
no son de la incumbencia del participante. Tales modos
de ver son tan sui generis como el espectador que los
propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de
conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser,
el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entredicho
todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que
la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino disolverlos.
Sería más adecuado decir que no es instituir
estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante análisis
conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2.
De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al incesante
planteo de cuestiones. Es cierto que los conceptos
armados por los filósofos se congelan a veces en
«posiciones» —posiciones llamadas «dualismo», «fenomenismo
», «escepticismo», etc.— , pero ninguna de ellas
resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones
se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la
postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cuestiones.
No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un
aire asaz dogmático. Así ocuíre cuando se toman decisiones
«de principio», y específicamente cuando se adopta
un «compromiso ontolÓgico», o un «criterio de compromiso
ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos
se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en
virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los
modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no
tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a darse
en un momento dado razón de ellas, pero tienen que
ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o supuestos)
sólo son dignos de mantenerse si se está dispuesto
a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «decisión
», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede
ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un
determinado marco conceptual ejerce el papel de principio
o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco.
Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien
como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas
caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» procedentes
de actividades no filosóficas; puede decirse, pues,
que trabaja sobre datos previos, que son resultados de
estudios empíricos y de experiencias en principio accesibles
a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo
tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materiales
»: resultados de investigaciones lingüísticas, observaciones
sobre los diversos modos de comunicación humana,
experiencias propias en el uso de una o más lenguas.
La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjunto
de «materiales» condiciona la especie de análisis filosófico
practicado. Cabe atenerse principalmente a investigaciones
y teorías lingüísticas; escrutar ciertas expresiones
en un lenguaje corriente; estudiar analogías y
contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilucidar
problemas suscitados por la teoría de la información;
clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos;
explorar los diversos aspectos de la comunicación humana
en contextos históricos y sociales, etc. En algunos casos
—como en el último— los «materiales» son especialmente
abundantes, porque se hallan estrechamente trabados
con factores personales, sociales y políticos, cuya
complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación típica:
la mecanización y ritualización del lenguaje en una
sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser aceptados
como indispensables o beneficiosos (tal, el movimiento
de la «máquina de hablar» que describió Tolstói
bajo la forma de una reunión mundana) 3 o ser denunciados
como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos,
sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente
con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo,
pues, cuando sus «materiales» son de índole más directamente
lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las
investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los problemas
que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje
corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas.
El uso de «materiales» procedentes de actividades no
filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar
ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta
de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o
validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos
lingüísticos. Aun si semejante teoría general del lenguaje
fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tampoco
tarea filosófica formular enunciados empíricos o
descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales»
en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el modelo
de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó
Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «objeto
» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ultra
» realidades, sino posibilidades de conocimiento de
(y de acción sobre) realidades. El hecho de que cuanto
el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo
hace menos «categorial» y «universal». A diferencia de
Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre
sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas completos
de ellas. Además, las categorías —las conceptuaciones—
filosóficas no rigen necesariamente la experiencia,
como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella.
Categorizar materiales es simplemente examinar que conexiones
necesarias pueden darse dentro de esferas determinadas
de «datos». Ello ocurre especialmente cuando
los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de
investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de
estudios «informales» de un lenguaje corriente.
No está excluido que el análisis filosófico sea algo más
ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de conocimiento
de realidades —y no digamos de condiciones
de existencia de las propias realidades—, el filósofo puede
ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, organizando
éstas en perspectivas amplias. En esta coyuntura
pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos»,
pero éstos pierden su aire de especulación gratuita —y
hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspectivas
de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver mejor,
desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya
se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy
variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas;
es una de las pocas plausibles razones que pueden ofrecerse
para seguir admitiéndolas como «hipótesis de trabajo
».
2
El cultivo de la filosofía, cuando no se es demasiado
ingenuo, o no se obra de mala fe, suele engendrar en el
ánimo del cultivador un constante sentimiento de frustración.
En ausencia de patrones, esquemas, modelos, sistemas
e hilos conductores supuestamente definitivos, el filósofo
tiene la impresión de estar navegando a la deriva o de
estar metido en un laberinto. Pronto descubre que, apenas
se vislumbra una salida del laberinto, ya está metido
hasta el cogollo en otro; que no hay idea filosófica que, a
poco de servirse de ella, no empiece a deslustrarse; que,
desde el mismo instante en que alcanza una posición, ya
está flaqueando; que aunque hay muchos argumentos en
filosofía, ninguno constituye prueba; que no parece haber,
en suma, donde agarrarse.
No es sorprendente que de vez' en vez los filósofos se
sientan desilusionados, y hasta amargados. ¿Quién me
metió a mí en la filosofía? Mejor me hubiera ido de haberme
consagrado a la química, a la psicología experimental,
o a la planificación urbana. En estas, y en todas,
las actividades se puede fracasar, pero las actividades
mismas parecen estar a salvo del fracaso. Cabe pasar años
en un laboratorio para determinar qué enzimas controlan
la descomposición de la urea y no obtener ningún resultado
apreciable. Mala suerte, o falta de talento, o escasez
de medios, pero no por ello se va a desconfiar de la
bioquímica. Se puede construir un puente y desplomarse
en el momento de su inauguración. Asunto grave, material
y moralmente, pero no suficiente para dar al traste
con la ingeniería de puentes. En filosofía, en cambio, no
se sabe nunca bien si lo que fracasa es el filósofo o la
propia filosofía —en cuyo caso... Por eso los filósofos
abrigan a veces la sospecha de que lo son por razones
similares a las que, según un político español de antaño,
hace que los españoles sean españoles: «serán filósofos...
los que no puedan ser otra cosa» —lo que es magro consuelo,
inclusive cuando engendra, por reacción, la cada
día más justamente desacreditada «soberbia filosófica».
Puede alegarse que no hay para tanto, y que las cuestiones
filosóficas no son indomeñables. Por ejemplo, cabe
zafarse de un problema para el cual no se encuentra salida
arrinconándolo y abordando otro. Es una operación
que se practica con alguna frecuencia; basta recorrer las
publicaciones filosóficas de muchos períodos para advertir
que se terminó con ciertas cuestiones sobre las que
se había debatido interminablemente de un modo harto
sencillo: dándoles la puntilla. Durante una época más o
menos dilatada vemos a legiones de filósofos batallar encarnizadamente
en torno a un problema. De súbito, éste
se eclipsa; parece como si se hubiese producido un estado
de cansancio general, una imperiosa necesidad de cambiar
de postura. Sin embargo, las cosas no se arreglan
tan llanamente. Los problemas cambian, pero la sensación
de seguir en un laberinto permanece. Por si
ello fuera poco, se descubre que ciertos problemas son
tenaces y gozan de tan larga vida como la propia filosofía:
el supuesto «nuevo problema» revela ser con frecuencia
un aspecto distinto de un problema añejo. Algunos
problemas filosóficos se parecen a los «posibles» leibnizianos:
se codean unos a otros como si se afanaran
por reaparecer tan pronto como las condiciones sean propicias.
La frustración filosófica es muy explicable, y hasta deseable,
si permite recordar al filósofo que su tarea no es
resolver problemas o dar con soluciones definitivas. A este
efecto las llamadas «cuestiones lingüísticas» pueden prestar
señalado servicio. No son cuestiones tras las cuales
uno se parapeta cuando quieren evitarse jaquecas filosóficas.
Algunos han creído que tales jaquecas las engendran
exclusivamente cuestiones como «el sentido del
ser», «la estructura de la realidad», «la condición del
hombre» y otros temas oceánicos, y que basta «limitarse»
a asuntos menos ostentosos para andar más sobre seguro.
Quienes tal creen no están muy familiarizados con estas
lides. Las «cuestiones lingüísticas» pueden ser mayores o
menores, pero en cuanto a arduas, pocas las ganan. Hasta
es posible que produzcan más frustraciones que otras
para las cuales se tiende a forjar prontamente soluciones
perentorias.
Una de las cosas que se aprenden cuando se filosofa
«lingüísticamente» es a andar con pies de plomo. Esta
indudable virtud no se ve siempre libre de una serie de
vicios; a fuerza de afinar y calibrar se degenera a veces
en meros altercados, en los cuales lo que parece importar
es hacerle la contra a alguien, que no ha tenido en cuenta
tal o cual subdistinción dentro de alguna distinción
ya de suyo harto alambicada. El querellante tiene a menudo
razón, pero sólo porque no se ha limitado a dejar
de ver el bosque, mas no ve ni siquiera el árbol. Por
ejemplo, pueden encontrarse «peros» a la distinción ya
clásica entre uso y mención de los signos 4. Casos hay en
los que esta distinción falla, y otros en los que resulta
inútilmente pedante. No obstante, sería ilusorio creer que
tales «peros» desbaratan para siempre la distinción de
Ferratcr Mora, 2
referencia; lo cierto es que únicamente cuando se descubre
alguna otra distinción más capital, puede la que está
en litigio ser condenada. Y aun entonces lo que suele
ocurrir es que la tesis disputada quede «absorbida», no
eliminada totalmente. Hay que tener en cuenta esta situación
en casi todos los debates sobre cuestiones lingüísticas
realmente básicas para no perderse en una maraña
inextricable. Se puede mostrar inclusive que ciertas tesis
contrarias llevan en cada caso a situaciones irreparables:
afirmar, pongamos por caso, que los nombres propios tienen
significado (o «sentido») no parece ni mejor ni peor
que negar que lo tengan. Pero ello sugiere que, aunque
hay que seguir andando con pies de plomo, no se debe
perder demasiado tiempo en reyertas que pueden distraer
de lo que está en discusión.
3
En filosofía cabe tratar lingüísticamente cuestiones muy
diversas: algunas de ellas son lingüísticas y otras no. Entre
las primeras, unas son cuestiones concernientes al
lenguaje y otras son cuestiones suscitadas por el lenguaje.
Correlativamente, algunas cuestiones lingüísticas pueden
ser tratadas alingüísticamente —queremos decir, no
fuera de todo lenguaje— sino simplemente teniendo sobre
todo en cuenta factores extralingüísticos.
No es siempre fácil precisar qué tipos de cuestiones
se tratan, y hasta qué tipo de pensar filosófico se practica
para tratarlas. La llamada por antonomasia «filosofía lingüística
» no siempre hace uso de análisis estrictamente
lingüísticos. En rigor, el adjetivo ‘lingüístico’ describe
menos un tipo bien preciso de filosofía o un conjunto
bien circunscrito de cuestiones, que un determinado tono
filosófico y una cierta preferencia por ciertos temas. Desde
este ángulo, la filosofía que se practica en este libro
y las cuestiones en él tratadas pueden ser llamadas «lingüísticas
». ,
Con esto no se ha dicho todavía mucho, primero porque
la expresión 'filosofía lingüística’ sigue siendo vaga,
y segundo porque no estamos aún en claro respecto a qué
cuestiones cabe llamar, más estrictamente, «lingüísticas».
Las que así llamamos en esta obra no son siempre de
data reciente, pero figuran de modo prominente en una
parte considerable de la literatura filosófica contemporánea
que se ha dado en calificar de «analítica». No por ello
desdeñamos otras cuestiones, y aun otros aspectos de las
cuestiones lingüísticas propiamente dichas, pero no tenemos
más remedio que delimitar nuestro campo.
‘¿Dónde cae el edificio central de correos?’, ‘Te prometo
pagarte mañana’, ‘La filosofía me aburre’, ‘Todos
los hombres son mortales’, ‘Hay unicornios en la Puerta
del Sol’, ‘Juan cree que los platillos volantes transportan
legiones de marcianos’, ‘Quienes creen en Dios no se
han enterado de que Dios ha muerto’, ‘Tengo el placer
de anunciarte la boda de mi hija’, ‘Morir significa dejar
de v i v i r ’No se puede saber que la nieve es blanca si
es falso que la nieve sea blanca’, ‘«Fumo» puede querer
decir que estoy fumando y también que suelo fumar; en
español, la primera persona del presente de indicativo
del verbo «fumar» puede expresar dos tipos distintos de
acción verbal’, ‘Decir que las golondrinas son reales
equivale a decir que hay por lo menos una golondrina
en alguna parte’, ‘París es la capital de Francia’ : he aquí
algunos entre muchos otros posibles ejemplos de expresiones
que plantean problemas dignos de nota. Nada
más que el adecuado tratamiento de dos o tres de ellos
bastaría para llenar un abultado mamotreto. En un ejemplo
transparcce la cuestión de las oraciones indirectas; en
otro, el problema de si ciertas expresiones son o no a la
vez actos lingüísticos; en otro, la cuestión de si una
descripción identificadora está o no ligada al nombre propio
que identifica descriptivamente. Lo que todos estos
ejemplos tienen en común es el poder recurrir a ellos
para examinar cuestiones suscitadas por el lenguaje (o un
lenguaje), las cuales pueden convertirse a su vez en
cuestiones concernientes al lenguaje. En todos importa,
de consiguiente, su dimensión lingüística. Esta puede ser
examinada desde sus respectivos puntos de mira por
lógicos, psicólogos, antropólogos y, por descontado, lingüistas,
pero nuestra intención es ver lo que tales ejemplos
—o las cuestiones para cuyo tratamiento se aducen—
dan de sí filosóficamente. A este efecto nos
atendremos a las especificaciones antes señaladas, y en
particular a la que consiste en adoptar el punto de vista
del «espectador» con relación a todos los «participantes».
Con ello no pretendemos deslindar siempre claramente
entre dichos puntos de vista por varias razones, entre las
cuales destacan éstas: primero, los «participantes» y los
«espectadores» usan el mismo lenguaje; segundo, y sobre
todo, no se puede salir del lenguaje para hablar sobre
él. Se puede pasar de una lengua a otra —y este paso
es a menudo muy iluminativo—, pero no se puede prescindir
de toda lengua y del andamiaje conceptual en ella
implicado.
Nos ocuparemos en este libro de algunos de los problemas
antes aludidos, y de otros aun no mencionados,
pero no pretendemos abarcar todas sus vertientes. Ello
sería demasiado y, a la vez, paradójicamente, demasiado
poco.
Sería demasiado, porque nos obligaría a enzarzarnos
en discusiones interminables con tal copia de casos, excepciones
y distinciones que pronto acabaríamos estrangulados
por nuestro propio «material». Es lo que ocurrió
a menudo en lo que J. R. Searle ha llamado «la filosofía
lingüística clásica» (de 1950 a 1960 aproximadamente) 5
y que ha ido siendo menos común en los últimos años. No
sugerimos que los detalles y los refinamientos no cuenten.
Algunos cuentan mucho, y hay que prestarles la
atención debida, pero otros, seamos sinceros, no tanto.
Así, por ejemplo, el verbo ‘preguntar’ puede poseer,
como hoy se dice, una «fuerza» distinta del verbo ‘quedarse
perplejo’, pero sería hilar demasiado delgado medir
«grados de fuerza», los cuales estarían siempre ligados,
además, a situaciones concretas que habría que describir
en cada caso y que podrían multiplicarse al infinito, Está
en su punto tener en cuenta la existencia de situaciones
lingüísticas, pero no es razonable incrementarlas más de
lo necesario. Es justo también plantearse cuestiones filo*
sóficas a base de expresiones en una determinada lengua,
pero no lo es tomar tal lengua como paradigma de todas
las otras. En este sentido, habrá que moverse entre dos
situaciones distintas y que parecen incompatibles.
Por un lado, ciertas cuestiones filosóficas que surgen
dentro de una lengua no surgen en otra. Ello sucede no
sólo en tanto que, como se dice a veces, una lengua (o,
más generalmente, un tipo de lengua) expresa ciertos
modos de ver y conceptualizar el mundo, sino también, y
más específicamente, en tanto que ciertas expresiones
que pueden conducir a conclusiones erróneas en la lengua
í (o en un tipo de lengua A) no conducen a tales
conclusiones en la lengua b (o en un tipo de lengua B).
Los casos más notables al respecto se presentan cuando
se comparan ciertas expresiones en dos lenguas estructuralmente
muy diferentes (por ejemplo, entre el alemán
y el árabe, o entre cualquiera de ellos y el chino). Hay
que tener en cuenta algunas de estas diferencias, o algunas
diferencias típicas de esta índole, para evitar caer en
el provincianismo lingüístico.
Por otro lado, hay que tener presente que numerosas
expresiones en lenguas diversas pueden funcionar de la
misma manera, de suerte que lo que filosóficamente (y
hasta semánticamente) importa no es la expresión misma,
sino su función —digamos, su «concepto»— . Así,
‘todo’, alies y omnis funcionan del mismo modo en las
lenguas respectivas y expresan, por tanto, el mismo «concepto
». Es cierto que a veces inclusive términos similares
en dos lenguas no demasiado alejadas entre sí tienen
sentidos diversos; recuérdese la alharaca que se armó,
tiempo ha, en una reunión de la Sociedad de Naciones
cuando un delegado británico dijo del discurso de un delegado
de otra nación que era fastidious. Fastidious no
quiere decir «fastidioso», sino algo así como «muy detallado
» y «pormenorizado». Pero ello no impide traducir
fastidious a otra lengua, ni tampoco ‘fastidioso’ al
inglés. En general, las lenguas son mucho más intertraducíbles
de lo que se supone —aunque esta intertraducibilidad
requiere a menudo habilidad y esfuerzo— . Además,
es característico de una lengua corregir de algún
modo sus propias «deficiencias» con respecto a otra. Una
lengua puede no poseer morfemas para indicar el plural,
pero ello no le quita necesariamente la posibilidad de
expresarlo; puede hacerlo mediante la anteposición, o
yuxtaposición, a un nombre de un adjetivo, o de una
locución (‘muchos’, ‘más de uno’, etc.). Ninguna lengua
hace exactamente lo mismo que otra —de lo contrario, 110
se entendería por qué hay tantas, a menos que cada una
sea considerada como «especialmente apta» para determinados
propósitos—. Pero los que usan una lengua
pueden ingeniárselas para hacerle desempeñar tareas para
las cuales no estaba originariamente «dotada». Los traductores
avezados saben bastante de ello. Sin duda que
el grado de traducibilidad no es el mismo en todos los
niveles y aspectos de una lengua. Muchas expresiones
idiomáticas y (por razones distintas) expresiones poéticas
son de traducción difícil. A veces sucede también que
una lengua carezca de términos para exhibir «conceptos»
que en otra lengua resultan muy básicos, pero no por
ello son radicalmente inexpresables en la última.
Indicamos antes que tratar de explorar todas las vertientes
de cada uno de los problemas dilucidados sería
demasiado, pero a la vez demasiado poco. Hay otros
problemas además de los aquí más circunstanciadamente
explorados. Ya en la discusión de problemas «normales»
en filosofía lingüística se topa a menudo con cuestiones
que envuelven muy variados aspectos. Hablar de «juegos
lingüísticos» es hablar también de «modos de vida»
—que es lo que, en último término, se declara que son
tales «juegos»— ; preguntar si ‘es real’ es o no un
predicado es formular una cuestión central ontológica,
a la vez que lógica y lingüística; dilucidar la función
de expresiones como ‘esto’, ‘yo’, ‘aquí’, etc. equivale no
sólo a debatir si estos términos indican mas no nombran,
sino también a tocar un punto de evidente interés epistemológico.
Etc., etc.
La lista cíe problemas que se suscitan en relación con
el tratamiento de «cuestiones lingüísticas» es larga: las
funciones sociales del lenguaje; la autenticidad, inautenticidad,
buena fe o mala fe en la comunicación; el papel
que a veces puede desempeñar el silencio en el intercambio
verbal6; los modos de hablar indirectos (no sólo
las oraciones indirectas); los lenguajes artísticos averbales
y su comparación con los verbales, etc. Muy importantes
aspectos de la existencia humana pueden aclararse
en función del tipo de práctica que va ligada con el
lenguaje y de los intereses que determinan u orientan
usos lingüísticos. Con ello se relacionan los problemas
que suscitan ciertas formas de comunicación —incluyendo
la llamada «pseudo-comunicación»— cuando se destacan
los factores interpersonales y sociales de las mismas.
Se ha puesto de relieve, por ejemplo, que en ciertos casos
la «mecanización» de la comunicación es causa (o efecto)
de un tipo de sociedad que consigue esclavizar a sus
miembros con pleno consentimiento de éstos. De tal
modo, se intensifica la inautenticidad y a la vez se abren
las compuertas para reacciones que, a primera vista, pueden
resultar «chocantes», pero que son harto «comprensibles
» —la práctica casi sistemática del desenfreno verbal,
destinado a romper las convenciones y a protestar
contra «el empobrecimiento de la comunicación».
Una vez reconocida la copia de problemas que se suscitan
al ocuparse del lenguaje es menester, sin embargo,
ser un tanto morigerado. Rozar algunos de estos problemas
cuando se presente la ocasión está muy en su
punto. Lo está inclusive explorar cuestiones lingüísticas
con propósitos algo más «especulativos» siempre que
ello se haga sin descuidar los aspectos más propiamente
lingüísticos de tales cuestiones —como lo ha hecho, por
ejemplo, Paul Ricoeur al proponer una «meditación de
la palabra» a base de pasar del carácter «cerrado» del
universo de signos al carácter «abierto» del discurso7.
No es éste el camino que seguiremos en este libro, lingüísticamente
orientado en dos sentidos: por ser «filosofía
lingüística» y por atender a problemas tratados por
la lingüística. Ello es más de lo que parece a primera
vista. Herbert Marcuse ha acusado a los filósofos lingüísticos
de tratar de mantener el statu quo alegando que
si el lenguaje corriente «está bien tal como está» no
parece que valga la pena esforzarse por cambiar nada de
é l Esto es tomar el rábano por la hojas. Decir que
‘La horca está al final del patio' puede describirse o anaÜ2arse
de modo similar a ‘La escoba está en la esquina’
no equivale a decir que vivimos en un mundo en el cual
no importa nada que haya horcas al final de-patios o
escobas en las esquinas. Lo único que con ello se dice
es que no es menester descomponer dichas oraciones en
supuestos elementos componentes, que serían nombres de
«objetos»: ‘El mango está en la esquina y el manojo está
en la esquina’, ‘Los dos palos hincados en la tierra están
al final del patio y el palo encima trabando los dos está al
final del patio’. ¿Qué statu quo se mantiene con ello?
Es posible que a algunos filósofos lingüísticos no les interese
saber si hay o no horcas, o para qué se arman, pero
esto no tiene nada que ver con que sus análisis sean
más o menos adecuados. Afirmar, como Wittgenstein,
que «si las palabras ‘lenguaje’, ‘experiencia’, ‘mundo’
tienen algún uso, tiene que ser tan humilde como el de
las palabras ‘mesa’, ‘lámpara’, ‘puerta’» 9 no es defender
ningún sistema de gobierno. Se dirá que ahí radica el
mal, pero no veo que un aviso contra navegaciones filosóficas
estratosféricas impida a nadie defender o atacar
ningún gobierno o sistema social. No hay el menor inconveniente
en que los términos ‘libertad’ y ‘justicia’
tengan un uso «humilde» —lo que quiere decir, a la
postre, que tengan el uso que les compete y no uno que
subrepticiamente se les insufle— y sean a la vez «palabras
mayores», dignas de que se haga algo para llenarlas de
contenido.
No todos los filósofos lingüísticos están libres de tachas.
Algunos han abierto tanto las puertas a una especie
de «pluralismo verbal» y extremo «contextualismo» que
han terminado por dar cabida a mucho que merece severo
escrutinio. Puede mencionarse al efecto el «entusiasmo
teológico» de algunos «lingüistas» —paralelo al
«entusiasmo lingüístico» de algunos teólogos— . No parece
que merecía la pena tronar tan fuerte contra los
filósofos especulativos para terminar por introducir, todo
lo «lingüísticamente» que se quiera, las mismas nociones
que ellos. No me opongo (aunque lo parezca) al examen
de cuestiones teológicas, pero se me hace un poco a cuestas
contribuir a cebar la mixtificación.
4
Repitamos: ¿Qué pueden decir sobre el lenguaje los
filósofos que no puedan decirlo los lingüistas? ¿Hay, además
de cuestiones lingüísticas stricto sensu, de las que
se ocupan profesíonalmente los lingüistas, algunas cuestiones
lingüísticas de interés filosófico?
Algunos autores, como Jerrold J. Katz, han atacado
a los filósofos que se han ocupado del lenguaje sin tener
en cuenta los resultados y teorías de la lingüística10:
¿qué nociones generales, categorías, o «universales lingüísticos
» merecen ser tenidos en cuenta si se prescinde
de «datos concretos», de los lenguajes naturales efectivamente
existentes (incluyendo los ya extintos)?
Katz tiene razón, pero sólo en un sentido trivial: los
filósofos que se ocupan de «cuestiones lingüísticas filosóficas
» no pueden prescindir de «datos concretos» o de
«resultados lingüísticos». No pueden hacerlo tampoco
(ni lo hacen) los filósofos que se ocupan especialmente
de los conceptos y métodos usados por los lingüistas,
esto es, los que cultivan la filosofía de la lingüística en
un sentido parecido a como algunos cultivan la filosofía
de las ciencias físicas o biológicas. En suma, a un filósofo
lingüístico no le perjudica la competencia lingüística
en ningún sentido de ésta: como persona que habla (y
entiende) una lengua (o varias) y como persona, además,
que se halla al tanto de lo que se traen entre manos los
lingüistas.
Por otro lado, Katz parece ser demasiado estricto en
dos puntos. Primero, los «datos lingüísticos» que parecen
casi exclusivamente interesarle son los que permiten
indicar qué rasgos más generales cabe rastrear en todas
las lenguas. Segundo, se inclina a ver la tarea filosófica
como una serie de generalizaciones.
Aunque quepa rastrear características generales en todas
las lenguas, lo serán sólo de lenguas que se conozcan
y no se podrá estar seguro de si ha habido, hay (o habrá)
lenguas que no ostenten dichos rasgos. Supongamos, empero,
que se haya resuelto el asunto, que se conozcan
todas las. lenguas o —cosa más razonable— que todas
se hallen especificadas de acuerdo con ciertas estructuras.
Aun así, el filósofo lingüístico no ha llegado al cabo
de la calle. En rigor, se topará con materiales lingüísticos
filosóficamente más interesantes cuando explore ciertas
expresiones en algunas lenguas determinadas.
¡Lo último ha sido objeto de debate, porque varios
autores han estimado que las llamadas «tesis filosóficas
relativas a un lenguaje» no son filosóficas y que, en todo
caso, si lo son, o pueden serlo, con respecto a una
lengua, no lo son, o pueden dejar de serlo, con respecto a
otra. En nuestra opinión, no hay tal; las tesis en cuestión
no son, propiamente hablando, «relativas a un lenguaje
», aun cuando es obvio que suelen plantearse partiendo
de alguna lengua.
Consideremos la distinción propuesta por Ryle entre
verbos que expresan una tarea o actividad y verbos que
expresan el resultado de una tarea o actividadn. La
distinción ha sido suscitada por la comparación entre
verbos como to listen, to look, to travel y verbos como
to hear, to see, to arrive; los primeros son verbos de
acción y los segundos de cumplimiento o logro. Normalmente
se dice en inglés Henry is travelling (‘Enrique está
viajando’, ‘Enrique está de viaje’), pero no Henry is
arriving ('Enrique está llegando’) —o, si se dice lo último,
es en el setnido de is about to arrive (*está a punto
de llegar’ ). También se dice en español que estoy buscando
algo (o que busco algo), mirando algo (o que miro
algo) y viajando, pero no que estoy encontrando, viendo
algo (a menos de ser «recorriendo con la mirada») o
llegando. No puedo encontrar algo sin haber encontrado,
verlo sin verlo y llegar sin haber llegado. ¿Quiere esto
decir que se suscita el problema indicado en inglés o en
español, pero acaso no en otras lenguas? Tsu-lin Mei
responde afirmativamente poniendo como ejemplo el
chino, donde hay, al parecer, «verbos resultativos» compuestos
de dos miembros, el primero de los cuales indica
el tipo de acción verbal y el segundo señala el resultado
o alcance de la acción expresada por el primero 12. En
consecuencia, no es necesario plantearse en chino el problema
que se planteó con relación al inglés o al español.
Dudamos, sin embargo, que el hecho de que haya en
chino versos cuya composición morfológica indica si se
trata de una acción o de un logro elimine el problema de
referencia. Pues aunque la cuestión haya sido suscitada
por el examen en una o más lenguas de ciertos términos,
no depende exclusivamente de éstos. A la postre, se trata
de una distinción conceptual, expresable en principio en
cualquier lengua, o cuando menos de una distinción acerca
de la cual se puede disertar en cualquier lengua.
Por lo demás, a veces se plantea un problema en una
lengua justamente cuando ésta lo tiene, por así decirlo,
«resucito». Consideremos la distinción entre ‘ser’ y ‘estar’,
por lo pronto a un nivel elemental. Se dice en español
‘Catalina está divina’ y no 'Catalina es divina’, si
bien cabe decir ‘Catalina es una mujer divina’ que en un
momento determinado puede dejar de serlo —en cuyo
caso se dirá ‘Catalina no está divina’ y, más específicamente,
‘Catalina no está nada divina hoy (o en estos
últimos tiempos)’. Se dice ‘El Espíritu Santo es divino’,
pero sería chusco decir ‘El Espíritu Santo está divino’.
En español, y en algunas otras lenguas (catalán, portugués,
italiano) el problema de la distinción entre ‘ser’
y ‘estar’ se plantea justamente porque se halla incorporada
en el idioma. En otras lenguas puede asimismo plantearse
con tal que se atienda a varios factores. Si digo
Katbléeti is divine, no se entenderá que esa dama es una
diosa, sino más o menos lo que se dice en español con
‘Catalina está divina’. A veces, el que una distinción se
halle incorporada en una lengua, puede introducir confusiones
en quien no esté familiarizado con ella. ‘Lolita
está rica’ no es lo mismo que ‘Lolita es rica’, y esta diferencia
se expresa en otras lenguas mediante el uso de
distintos adjetivos, o mediante la anteposición a ‘rica’ de
‘una mujer’, ‘una persona’, etc.
Hay muchos problemas relativos a tal o cual lengua
que no son filosóficos, pero si lo son es dudoso que sean
relativos a tal o cual lengua. No hay «problemas filosóficos
en español» distintos de «problemas filosóficos en
húngaro», independientemente del hecho de que una determinada
lengua pueda resultar particularmente apropiada
para poner de relieve ciertos problemas.
Ver la tarea del filósofo lingüístico como una serie de
posibles generalizaciones es adecuado si por ‘generalización’
se entiende el partir de un caso dado, que en algún
respecto es paradigmático. No es adecuado si por ‘generalización’
se entiende una actividad empírica consistente
en coleccionar, y colacionar, datos en virtud de los cuales
cabe producir enunciados de la forma ‘Todos lo s...’,
‘La mayor parte de lo s...’. La filosofía es empírica o, mejor,
está empíricamente orientada sólo en tanto que, por
indirectamente que sea, la experiencia en sus diversas
formas es la encargada de llamar al orden a los filósofos.
Aparte de ello, la tarea filosófica es un análisis de índole
conceptual y categorial. Sólo en razón de este carácter
pueden los filósofos aportar algo que no es de la incumbencia
de los lingüistas, aun si lo que éstos dicen resulta
para los filósofos de interés capital.
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