El Hipogeo Secreto
Salvador Elizondo
A María
But the world, mind, is, was and will be writing its own wrunes for ever, man, on all
matters that fall under the ban of our infrarational senses…
James Joyce, Finnegans Wake
… Dime, te imploro —dice—: la noche hubiera quedado envuelta en el más sombrío de
todos los olvidos. Evoca; evoca ese sueño que habrá de realizarse; aquí, ahora. Faltan
apenas unos instantes. Tratemos de resumir tu participación en los hechos. Todo; como
una danza muy lenta. Están allí: un manantial; la boca en que el sueño se convierte en
palabra. Reza; que tus palabras convoquen a los guías. La disciplina es como una
llanura que cruzaremos a galope; un carro tirado por los caballos del crimen. Por favor;
te imploro; repite conmigo. Trata de concentrarte. Recuerda y olvida esa llaga luminosa;
tres veces seguidas. Suspende tu pasión y entrégate: el designio… la palabra…
tómame… rómpeme, que yo no soy más que una débil caña en tu puño… Así; repite
conmigo: “Rómpeme… deshójame como si yo fuera la Flor de Fuego, la sangre que se
incendia, la sangre que galopa y salva las comisuras de la llaga en que nace… desciende
como los cóndores de la muerte por los desfiladeros abismales y recuerda; recuerda y
olvida tres veces seguidas las palabras escritas en este libro; recuerda y desgasta las
palabras contenidas en esta página…: marmaja entre las yemas de tus dedos aguzados;
arena, recuerdo de montañas desoladas que te cae en el regazo aterido; arena adherida a
la piel inquietante de tus muslos. Inmóvil. Así. No te muevas. Esto es de una
importancia muy grande para la disciplina. Ahora olvida. Olvídalo todo. Haz que esos
caballos ebrios se fuguen de tu mirada. No pienses ya en la noche. Todo es el alba y éste
es el momento en el que se produce la primera grieta; disociación de mármoles en los
peristilos de la memoria. Es preciso que lo intentemos esta misma noche. Recordarlo y
olvidarlo tres veces hasta que la memoria se vuelva polvo; ceniza que sucumbe al
tiempo del olvido, dicen ellos —los miembros del Urkreis—, intentar la realización de la
experiencia. Es preciso que te rompas esta misma noche, Perra. Mientras tú te sometes a
esa gran disciplina mediante la que te purificarás en la demencia, en el olvido de tu
propio nombre, yo me iré hacia el alba de tu recuerdo y cruzaré la noche hasta beber en
tu origen; en el más suave origen de tu nombre y evocaré nuestro primer encuentro y el
segundo y el tercero y luego olvidaré el tercero y olvidaré el segundo y retendré junto a
mi corazón el primero cuando ya sea la mañana y entonces nuevamente otro olvido de
tu nombre y el recuerdo de tu nombre y el olvido de tu traje y el recuerdo de tu gesto y
el olvido de tu mirada y el recuerdo de tu nombre y el olvido de tu traje y las llagas, y
aquellos escenarios inquietantes de tus pequeños triunfos en la oscuridad de un museo
que contiene palabras congeladas y el mito y la palabra y la palabra que es mito y rito
de aquella aparición en un pasadizo surcado como de mares y de ríos turbulentos:
espejos en los que la danza de la Flor de Fuego se queda quieta y las fórmulas se
agrietan como los fustes de las columnas de los peristilos desiertos en que nosotros, los
miembros del Urkreis, soñábamos con iniciarte en el más vasto de todos los terrores: el
del olvido de tu nombre y en el del recuerdo de tu nombre, Perra. Ven, Perra; ven. No te
muevas. Esto es importante. Muéstrate nada más y repite estas palabras: “Rómpeme,
que yo no soy más que una débil caña en tu puño, que yo no soy más que una mala
palabra en tus labios, que no soy más que una flor de fuego, una perra que no sabe
quedarse quieta en una habitación, a oscuras; deshójame como si yo fuera la Flor de
Fuego, con tu soplo; porque yo soy la perra, córtame las orejas y el rabo y enséñame a
olvidarme; enséñame a sumirme en el olvido de aquellas noches aciagas de tablados
corruptos, a la luz de candilejas vacilantes y malditas, ante la mirada del Sabelotodo,
allí, en la orquesta, sentado de espaldas al escenario, ante la mirada quirúrgica de
algunos pocos espectadores…” Repite conmigo; repite ya el recuerdo de tu nombre:
Mía, Mía, un personaje desdibujado, pero el más prominente, de un libro cifrado cuya
clave se ha extraviado y cuyo desciframiento depende de datos equivocados, de
investigaciones erráticas, de impresiones falaces, de una crónica secreta que es, en una
medida muy imprecisa, el patrimonio en que se sustenta la vida y el núcleo en torno al
que se desarrolla la actividad que anima nuestro modesto círculo de estudios filosóficos.
No nos culparás ¿verdad? Tú aspirabas ya a este sometimiento. Te fuiste perdiendo en
todos nuestros brazos y en todas nuestras bocas; por los espejos de nuestros ojos, en los
que acaso descubriste tu verdadera apariencia y alguien —quizá el Pantokrator—te
llamó por tu nombre verdadero, bajo un arco inmenso; o se trataba de alguien
encontrado, casualmente, a la vuelta de una esquina o alguien con quien hubiésemos
concertado una cita, para charlar de temas literarios, debajo de un árbol enorme,
después de la lluvia; quizás el Pantokrator; que te llamó por tu nombre verdadero bajo
un inmenso pórtico soleado, el monumento lívido que los moradores o los
trashumantes erigieron en honor de la sombra y tú te viste reflejada en ese nombre
como en un espejo y te abriste de piernas para que la luz de la luna se te metiera en el
cuerpo como una rata se mete en la boca convulsa de un cadáver, como una rata se
acoge al calor que emana del sexo de una mujer dormida junto a los vestigios de un
muro derribado por el viento de los milenios. Así, hubieras podido dictarnos ese libro
que en vano tratamos de escribir; todos, diez mil generaciones de necios combinando
las letras y las formas de todas las runas para conocer su nombre verdadero, el de él, el
Pantokrator. Pero nosotros supimos que tú lo sabías; para ello nos bastó mirarte en los
ojos. La marca de tu nombre era evidente sobre tu cuerpo, como un zaratán de fuego
que aludía a un mito más grave de salamandras, de escorpiones; alimañas ígneas que
medraban en tu pecho; las palabras de una demencia cuyo proferimiento nos hubiera
dado el dominio de todas las ciudades y el secreto de todas las arquitecturas. Qué alta
hubiera sido tu estatura. Y ahora apenas hay tiempo. Clamabas con la mirada por
someterte a esta disciplina y vagabas entre las columnatas fracturadas a cuya sombra
intermitente nos acogíamos para discurrir, en secreto, acerca de esa identidad que tú ya
conocías. Tú sabes el secreto que nosotros tratábamos de descubrir mediante la
observación del desplazamiento de la sombra del obelisco sobre el gnomon del ágora.
Pero nada nos hubieras dicho de ello a cambio de un trago de agua en los días ardientes
de aquel verano. Y luego los mendigos y los inválidos, los parias que habitaban aquella
ciudad en ruinas nos dijeron que dormías reclinada en los umbrales y que cuando
dormías tu cuerpo soñaba con fornicaciones infinitas autotorturantes y con números
porque tus labios decían las palabras que se dicen entonces y enumeraban cifras
interminables. H. te vio dormir recostada en un zócalo sin estatua y en el amanecer
intuyó todo el oro de tu cuerpo y anotó las cifras que salían de tu boca. Al día siguiente
nos lo dijo todo; pero sus palabras hacían demasiado hincapié en la redondez de tus
senos y en la longitud de tus muslos. Formuló vagamente, acerca de tu discurso, una
hipótesis que mucho nos hizo reír, a nosotros, que estamos al margen de la risa: la de
que dormida enunciabas, hasta llegar a términos increíblemente remotos, la serie de los
números primos. Tanto nos reímos de él que tuvo que confundir sus especulaciones y
su ardor con teoremas imprecisos acerca de la relación que existía entre algunas
características de la cuadratiz y la determinación de los términos de esta serie. Los
redactores del Jahrbuch über die Fortschritte der Mathematik rechazaron su trabajo con
frases corteses no exentas, sin embargo, de ironía. Pero todos, a hurtadillas, fuimos a
verte dormir. En la noche, embozados como bandidos (sí, también como conspiradores)
acudíamos a las grandes escalinatas fractas, invadidas de hierba, o a los santuarios
derruidos, a verte soñar tus sueños. Está claro ¿verdad? que todas estas cosas son
mentira. ¿Quién hubiera podido dar un testimonio definitivo acerca de tu condición
oracular y aritmética, si, al cabo de aquel verano, todos sabíamos ya que tú nos estabas
soñando a nosotros y nadie, ninguno de los adherentes a nuestra sociedad, te hubiera
despertado en mitad de la noche para tomarte en la realización de tu propio sueño de
lentísimos coitos, por miedo a la muerte? Cuando empezaron a secarse las hierbas
crecidas en las grietas y el viento arrebataba las hojas doradas en los ángulos friolentos
de las ruinas, estábamos sometidos ya al terror invencible que producía aquel sueño
que era una ciudad magnífica de la que nosotros éramos los habitantes. Si acaso
despertaras alguna vez, se abatirían los muros y el mar de la vigilia socavaría la
fundación inconmovible de aquel sueño dentro del que nosotros medrábamos,
dedicados —insensatos que éramos entonces— a la recopilación de hipótesis erradas,
infinitamente equívocas, acerca de esa identidad que, tal vez, en esta noche, nos será
revelada. Un escalofrío conmueve la mano con que escribo la crónica; las letras con las
que el rito se instaura se congelan como los insectos aprisionados en la efusión más
amplia de su vuelo, dentro del ámbar que, derretido, los sobrecoge de pronto, cuando
recuerdo aquella noche en que yo mismo, viéndote dormir, de par en par abierta,
abierta como una puerta abierta de par en par hacia el panorama de las estrellas
prefiguré, embriagado de noche, contenido como la mosca en el ámbar de tu sueño, la
ceremonia delirante de tu despertar. Una desolación más vasta que la de aquel paisaje
reinaba en mis sentidos y tú eras como una estatua yaciente columbrada desde un
escondite. Tenía sed del origen de mi noche; quería conocer con toda exactitud la
organización de la prisión en la que estaba encerrado. Me deleitaba ese conocimiento
que imaginaba poder adquirir en tu contemplación. Te veía desde algún resquicio
arquitectónico, toscamente pétreo, como la concreción de un hecho natural, orgánico. El
ritmo apenas perceptible de tu respiración acompasaba de una manera multiplicante el
pulso de mi propia acechanza. Era una experiencia lentísima. En ese momento estaban
fraguando los recuerdos que ahora ya son tu mito y en medio de esa noche desolada
como ciudad desolada un recordar más vasto zarpó de mi memoria. Las torres de esta
ceremonia proliferaron en la llanura de mi imaginación y vi cómo te abrías envuelta en
llamas y cómo girabas contenida en el cuarzo de la inteligencia: un vórtice de fuego. Si
tan sólo esa eclosión flamígera pudiera ser contenida y quedara en suspenso. Si el
tiempo de tu sueño se detuviera y cupiera como la convulsión de una falena capturada
en el hueco cálido de un puño imprecante, como la estría que graba la mirada de un
demonio sobre la página en blanco de la realidad. Si así yo te tuviera en el instante justo
en que la sombra desaparece del cuadrante, y en ese mediodía con el que tu despertar
señala el instante del éxtasis y todo, menos tu mirada, fuera como la esencia del silencio
absoluto y sólo ella hablara con esas palabras luminosas con que hablan las estrellas, las
estrellas más inequívocamente lejanas; entonces yo poseería la clave del destino de los
hombres. Una luz perfecta y sólo perceptible al deseo impregnaba tu cuerpo como de
luciérnagas, nada más porque el cuerpo de tu sueño y el sueño de tu cuerpo, a la luz
imprecisa de los astros, me revelaban, en la sombra de aquellos vestigios, un secreto que
me helaba la sangre en las venas. Me acerqué a ti. Tan cerca te miraba que tu aliento
empañaba ese reflejo que soy en un espejo y la comprobación de mis sentidos se hacía
turbia como un paisaje vislumbrado a través de un vidrio despulido. Alguien debió de
haber escrito tu nombre en ese vaho. Un dedo ignoto que allí te hubiera escrito para
conmemorar el instante de esa iluminación que me hizo caer, convulsionado como una
lombriz seccionada, a tu lado y sentir el polvo de aquellas ruinas adherido a mis ojos.
Un paroxismo de horror, de sabiduría y de deseo tenebroso se apoderó de mí. La noche,
en toda su magnitud, me cayó en las espaldas como el vómito o como la defecación de
un dios enloquecido. Las orbes, las galaxias, se quebraron sobre mi cabeza como un
cántaro lleno de orina y mis dientes buscaban la dureza del mármol para clavarse en él
como en un fruto podrido. Sin mirarte; enceguecido por el horror que se niega a ir más
allá de ese sentimiento en el que la extensión del mundo y la profundidad sin fondo de
la muerte se confunden, reptaba como una serpiente rabiosa husmeando las
emanaciones de tu cuerpo abandonado y te sentía dormir como se siente el tajo del
hacha del verdugo sobre la nuca, con el dolor con que se siente el puñal de la luz
socavando los ojos del muerto que yace despatarrado y boquiabierto hacia el esplendor
maligno de los soles. Cuando me incorporé penosamente, muy cerca de tu cuerpo, la
revelación que me había hecho caer convulsionado se concretó por fin. Un instinto de
muerte me hizo alargar la mano hacia tu cuerpo; pero antes de tocar tu carne una voz,
quizás la mía, me dijo estas palabras al oído: El universo es su sueño. Ella es la Flor de
Fuego. No la despiertes. Un aleteo, como de un pájaro nocturno, resonó entre las ruinas.
Los pasos de un fantasma tal vez y volví a caer de bruces a tu lado. La lluvia triste del
alba reanimó esa vigilia interminable de tu sueño que para entonces ya sabía yo que era
nuestra vida, pero mis ojos te habían perdido. Miré en torno. Nada. La desolación del
lugar implicaba horrores más tremendos, pero también más racionales que el de aquella
revelación que había tenido en mitad de la noche. Al volver a la vigilia descubro a mi
lado la presencia de X. Su silencio siempre significativo y sus palabras, no consiguen
hacerme olvidar la revelación. El amanecer se desgasta en una caminata silenciosa bajo
la lluvia hasta que llegamos a un viejo pórtico derruido en donde nos guarecemos. Yo
no sé si X. ha sido testigo de esa revelación que yo he tenido, pero me muestra
despreocupadamente un trozo de ámbar en cuyo centro es posible ver, con toda
claridad, la congelación del vuelo de una efímera; es decir, la suspensión de un
movimiento comenzado a ser realizado hace cincuenta mil años. ¿Te das cuenta de lo
que eso significa? ¿Está X. al tanto del significado de esa información recabada al cabo
de cincuenta milenios y que se reduce, después de todo, a un trozo de material
deleznable? La efímera es lo que tú eres: “Rómpeme; que yo no soy más que una débil
caña en tu puño”. Un gesto, una mirada, la convulsión que provoca un pensamiento
secreto, una apenas perceptible contracción de los músculos ciliares, rescatada de una
continuidad perecedera mediante el dolor envolvente de una masa de materia fundida.
“No me rompas; conténme. Fíjame aquí para que el mundo tenga una eternidad y no
una historia. No me cuentes ningún cuento, porque los cuentos siempre tienen un final
en el que los personajes se disuelven como el cuerpo en la carroña; no me conviertas en
el personaje de una novela, en el vehículo de un desenlace necesariamente banal por ser
un desenlace en el que lo que ya había sido, simplemente deja de ser. Fotografíame
junto a ese pórtico. Yo quiero ser el testimonio inmutable, el recuerdo armónico de un
instante en el que se confronta otro instante. Así; ¿te parece bien que me ponga aquí? Sí;
el sol queda a tu espalda y, además, esta inscripción es perfectamente legible, ¿verdad?
¿No estoy muy despeinada? Es preciso que tú tengas un testimonio infalible de aquel
paseo. Había llovido. Los campos de cáñamo que rodean el cementerio estaban mojados
pues había llovido al amanecer, ¿no crees? Haremos una copia para X. ¿Es aquí donde
te mostró su pedazo de ámbar con el mosquito? Ése es un momento especial, muy
especial de tu vida, ¿no crees? Claro, no es fácil que los demás lo entiendan. Un insecto
aprisionado en el ámbar derretido ¡bah! Quién hubiera podido creer semejante cosa. Sí;
efectivamente está volando todavía.” Pero X. ha intuido el misterio; de otra manera no
me hubiera mostrado su trozo de ámbar. Me lo ha mostrado con la intención de
establecer un diálogo acerca de la conjura. Desprecia a H. que sólo fue capaz de
encontrar una relación intelectuante en aquellas palabras que salían del sueño de la
Perra. Él presintió la esencia de un vuelo, los abismos en los que discurría ese sueño, el
galope del caballo blanco en la llanura, la relación secreta entre ese cuerpo y la
ubicación exacta de un tabernáculo en el que la identidad del Pantokrator sería tal vez
revelada. Has pasado por alto un recuerdo lejano, me dijo. Esta desolación te ha hecho
olvidar las primeras etapas de esta disciplina; el viaje, el encuentro con los hermanos,
los fines precisos que persigue nuestra academia, la desaparición de nuestro jefe, los
enemigos que acechan en los resquicios entenebrecidos de las bibliotecas arcanas; pero
sobre todo has olvidado la conjura. Te has desentendido de esa inteligencia que tú y yo
habíamos establecido y te encontraste de pronto con un cuerpo yaciente, con un sueño
que nos estaba soñando. ¿Por qué no acudiste a la cita que habíamos concertado al pie
de una estatua o bajo la fronda de un árbol enorme? —¿Cuál es ese recuerdo del que me
hablas y que dices que he olvidado? Quizás allí está la clave de toda esta demencia. Tal
vez ése es el principio que rige en los laberintos derruidos que conforman los aledaños
de esta ciudad abandonada y de ello no queda más que un indicio. Le muestro la
fotografía. En ella se ve a una mujer de pie junto a un cuadrante roto sobre el que están
esgrafiadas unas formas ilegibles. Había dicho que la inscripción era perfectamente
legible. Una sentencia que se refiere a la naturaleza del tiempo. Esto lo sabe X., pero no
me lo dice.
—Es imposible descifrar esta inscripción —me dice luego de haber tenido la fotografía
ante sus ojos, pero sin verla realmente. Por eso yo sé que él sí sabe lo que está grabado
en esa piedra—. Volveremos allí, tú y yo. Haremos una calca. Algún día iremos a
conocer el significado exacto de esas palabras.
Se marcha. Yo me vuelvo a dormir bajo el pórtico. En mi sueño invoco
empecinadamente la visión de la Perra. No acude; sólo vuelvo a escuchar las palabras
que hubiera dicho: “Rómpeme…” ¿Por qué? Veo en un trasfondo de violencia sorda las
maquinaciones de los hermanos que se afanan en torno a un personaje que parece regir
con su mirada, los actos agitados que siempre dejan de realizarse en el seno del Urkreis.
Será nuestro jefe. Un hombre cuya mirada jamás hemos descubierto. Un personaje
absolutamente espurio dentro de este libro. Inscrito en ese sueño el terror me asalta: “Si
la Perra despierta de su sueño el mundo mismo se disolvería en ese despertar…” Un
paroxismo extraño, inexplicable, subvierte la secuencia de las imágenes y me miro
mirando un espectáculo triste que se desarrolla sobre el tablado precario de un barracón
de acróbatas y prestidigitadores trashumantes: “¡Y ahora la danza de la Flor de
Fuego…!”, dice la voz de un meneur inquietante. Un rayo de sol, el primero que rompe
el manto de las nubes que se alejan hacia las montañas me cae en los ojos; la última
imagen de esa presencia es una claridad inmensamente diáfana; me despierta el brillo
de esa luz que el terror del sueño hubiera desnaturalizado y el deseo; el deseo más
sagrado me aguijonea en el recuerdo de ese sueño que me quema la carne con su furia
de sueño; más furia que la de un placer invocado que acude al encuentro de carnes
infinitamente ascéticas. “Años después”, me digo, “vendrá quien adivine las epopeyas
banales que encierra este destierro del alma”.
Pero años antes, en la protohistoria de este mito, yo tuve la conciencia de todas las
imágenes que ahora se afinan como en un juego errático de la memoria. La mañana,
después de la lluvia, se vuelve plena y yo vago entre las ruinas tratando de reconstruir
mi esperanza. Veo, en el horizonte marino en el que las nubes se acumulan como
convocadas por un designio majestuoso y remoto, surgir la oscuridad de una noche
lejana, surcada de las reverberaciones de endebles candilejas y la presencia de una
catedral mínima del recuerdo. Fue entonces cuando concebí el proyecto de descubrir la
grieta que rezumaba certidumbres que luego se hundían en la falacia total del mundo y
la vida misma se convirtió en una grieta pululada de palabras gemebundas. Entonces
me llamaban por mi nombre y el horror que fingen todos los secretos no se había
apoderado de mí. Pero eso, en este libro, es un presente eterno hacia el que se fugan
todas las perspectivas del tiempo, que necesariamente son más de tres. Un aprendizaje
tortuoso de palabras infinitas. Escuchadas a la luz de candilejas mezquinas. El
Sabelotodo me instruyó en las etapas más rudimentarias de la disciplina del olvido. Yo
clamaba por entregarme a la totalidad del delirio; invocaba los demonios malignos de la
especie y supuse, no sin razón, que aquel contubernio de acróbatas y magos deficientes
encerraban el secreto de las iniciaciones que ya, en mi memoria, han cobrado la vida
que les había sido destinada. Intuí, porque la danza de la Flor de Fuego revelaba algo
más que giraciones, algo más que la esencia de un cuerpo que se desplaza
sonambularmente en el espacio; revelaba la agitación de un coito sangriento, una
ceremonia. Eso es. Una ceremonia. La ceremonia del resquebrajamiento del hielo bajo
los rayos del sol ardiente de las costas bestiales. Descubrí poco a poco en las palabras
del Sabelotodo la relación mediante la que el atavismo rige ciertos aspectos
fundamentales de nuestra condición, aquí. El Sabelotodo me había enseñado, a lo largo
de nuestras peregrinaciones por los parajes de la demencia tantas cosas: ninguna.
Llegué a confundir la danza de la Perra con las arquitecturas que soñaba E., nuestro
soñador de bibliotecas, de museos, de quirófanos y de catedrales. Entonces lo conocí.
Había inventado una ciudad eterna y sin sentido. Era una ciudad que se leía como un
libro. Ahora, en la desolación de su sueño, las palabras de sus descripciones tortuosas
resuenan como un eco fatigado. Todo, en nuestra asociación, era la prefiguración de un
ceremonial secreto y sus palabras se aturdían con las fórmulas extraídas de los niveles
más imprecisos del conocimiento. Lo que no sabía entonces es que, quizás, yo era E. O
lo hubiera sido si hubiera conseguido escribir ese libro; la relación precisa de los hechos
contenida en un álbum con pastas de tafilete rojo en cuyas páginas estaba consignado
un mito: la disciplina de la Flor de Fuego que sólo se realiza en el último reducto una
hendidura secreta del mundo en la que el mundo está contenido. Nuestro primer
indicio fue una inscripción; la que aparece en la fotografía. X. y yo fuimos a ver al
pseudo-T. que se ocupa del desciframiento de paleografías. Quizás la Perra ya había
hablado con él cuando al fin lo encontramos en el cementerio. Yacía sobre una tumba,
en el interior de una cripta en cuyo plafón había una inscripción que estaba tratando de
descifrar.
—Ya la conozco —dijo después que le mostramos la calca que habíamos hecho. Le echó
una ojeada indiferente desacomodándose apenas para dirigirse a nosotros—. Ya la
conozco —dijo—. Es la inscripción del cuadrante solar.
Hablaba como si él mismo fuera un yaciente; uno de esos monumentos de la tradición
española, pues mientras hablaba miraba fijamente los grafismos incomprensibles
rayados en la bóveda. Luego dijo: —No existe absolutamente ninguna referencia de
ningún orden que permita deducir el significado de esos grafitti.
El pseudo-T. no dijo más; pero tú sabías que él sabía el significado de la inscripción. Da
igual. Tú bien sabes que las opiniones del pseudo-T. no pesan ya. Su desciframiento, es
forzoso suponerlo y tenerlo presente en todo momento, hubiera sido radicalmente
equivocado.
E., por su parte, estaba decidido a llevar a buen término la empresa que había
concebido. El tipo de cosas que, como quiera que sea, sólo se le ocurren a gentes con
una marcada proclividad fantasiosa en lo que se refiere a proyectos de largo alcance.
Había vislumbrado una ciudad cuya construcción mental absorbía casi todos sus
esfuerzos. Pero me estás mintiendo, me dices tú. Me estás mintiendo todo el tiempo;
con esos mitos de las ciudades vestigiales y todas esas cosas. No te ocupas de mí y sin
embargo deseas ardientemente que yo participe en esta experiencia, en esa disciplina,
en esa locura. Ésas son las cosas que tú me dices. No se te olvide que yo te conozco
desde hace mucho tiempo. Desde que te hacías pasar por la Flor de Fuego en aquel
barracón de pequeños taumaturgos ambulantes. Escucha, Perra: yo te conozco desde
hace mucho tiempo, le dice. La Perra se ha adelantado unos pasos y él parece que la
fuera persiguiendo sin poder alcanzarla jamás. De hecho, la persigue como Aquiles
sigue a la tortuga. ¿Verdad, Perra, que yo te voy siguiendo como Aquiles sigue a la
tortuga? Ella se detiene y se vuelve. Escúchame, le dice él, tú sabes que la Academia
está perseguida. Si no te abandonas a nosotros ahora, el proyecto fracasará. La había
seguido hasta allí como el perro sigue a la perra en brama. Además, continuó diciendo,
tú me lo habías pedido. La Perra se había vuelto para mirarlo, pero él no podía discernir
sus facciones pues el sol le daba en los ojos y la silueta de la Perra se alzaba ante él, a
contraluz, como una esfinge negra. Las palabras le salían de alguna parte indefinible del
cuerpo.
—Has fracasado —dijo la Perra—. Comienzan a suceder cosas que no hubieran estado
previstas en el álbum rojo.
—No, no —dice él. Guiñaba nerviosamente los ojos tratando de descubrir la mirada de
la Perra—; todo está previsto; tú verás que las cosas se van a realizar tal y como
nosotros las habíamos previsto.
—No —dice la Perra—; es más tarde de lo que tú crees.
Me adelanté hacia esa silueta resplandeciente que se erguía ante mí sin que yo pudiera
discernir sus facciones.
—Sólo falta descifrar la inscripción —le dije.
Antes de que yo llegara a donde estaba, ella exclamó: —¡Bah! —y luego, como las
plantas, con una lentitud perfectamente irrealizante, se volvió en dirección del sol y
siguió caminando.
Yo me quedé allí, inmóvil, hasta perderla de vista. Un sol de sombra. Así era el ocaso;
una dimensión de la percepción mediante la que ese astro negro, fusiforme, declinaba al
final de aquel sendero polvoriento conforme se alejaba. El sol, el otro sol temporal,
ascendía claramente al extremo del camino. Su elevación se corroboraba en la
disminución evidente del área de las sombras que, cuando se habían detenido a hablar,
eran muchísimo más largas que cuando ella se había perdido de vista. Decidió entonces
ir a hablar con X. para exponerle la reticencia de la Perra a someterse a la experiencia
que hubiera estado prevista en el final del texto contenido en el álbum rojo. Caminaba
entre las construcciones arruinadas evocando el sueño de E. Un sueño evidentemente
irrealizado. Las palabras del viejo resonaban en sus oídos; la brisa lijando las columnas
caídas: un remedo carcomido, grotesco además, de un esplendor que, en realidad, sólo
era de las palabras que expresaban el sueño y no del sueño mismo. La ciudad había sido
concebida como la culminación de una claridad suprema. Aun la noche, le había dicho
E., le hubiera conferido ese esplendor enceguecedor de las grandes fogatas en la llanura.
Éstas habían sido sus palabras textuales…: un esplendor enceguecedor. La mañana era
en extremo luminosa. Como que la lluvia la hubiera hecho ligera y, sin embargo, el
amanecer había sido tortuoso, allí, junto a aquel muro derribado en donde había
despertado. El alba irrumpe lentamente, como si caminara con el paso furtivo de un
asesino. E. había sido capaz de reseñar los orígenes imaginarios de la ciudad con una
precisión admirable. Esa capacidad era la que él, tácitamente, había invocado para ser
admitido entre nosotros. Claro está que absolutamente todo era una mentira. Una
mentira tramada sin la menor habilidad para tramar una mentira. “La ciudad yace
todavía en espera de su realización…” Esta frase, si bien apunta en dirección de una
ambición desmedida, es también el producto de una fantasía abrumadora. Dice
asimismo: “… Resulta bueno recordar el sueño en que se irguieron sus primeras
arquitecturas, desafiando a la vez el mar y las montañas que la ciñen como fronteras
ideales en torno a la planicie sobre la que, como un soñador hecho de mármoles, la
ciudad yace todavía en espera de su realización…” Resulta ocioso subrayar el carácter
retórico de este tipo de construcciones verbales. Vista desde el mar, había dicho alguna
vez, los vastos edificios que la componen, en su entrecruzamiento armonioso, semejan
una red hecha de líneas rectas en la que las horizontales son como la continuación de la
intermitencia de las olas, que en un grito de espuma se deshacen contra los acantilados,
y en que las verticales atenúan y funden su esbeltez contra los picos de las montañas
que se alzan, guardianes de su soledad luminosa, a sus espaldas. ¿Quién hubiera
concebido esta ilusión grandiosa de volúmenes pétreos y de espacios que siempre
parecen interminables? ¿A qué obedece esa luminosidad cegadora que la circunda por
todas partes como un halo de esplendor? ¿Quién osó trazar las perspectivas etéreas e
inconmovibles que la traman y que la urden como un crimen radiante y perfecto,
cometido de pronto; con la forma de un vuelo de torres imprevistas, de columnatas
rítmicas dispuestas de acuerdo con módulos que simultáneamente desafían y halagan
las posibilidades de la razón? ¿Quién hubiera soñado, en una noche de quietud total,
bajo las estrellas clarísimas, la Bóveda que es como un orgasmo de vuelo; como la
precipitación de toda la música hacia las más tenebrosas profundidades de la altura?
Porque quien la ha soñado aplicó tal vez los principios ocultos que rigen el curso de la
vida, la esencia de las leyes que conforman el universo, a la edificación de esta ciudad
con la que la noche conmemora el secreto que es la vida de los hombres. Sin embargo,
más al fondo o al centro mismo de la luminosidad que la envuelve, la ciudad se levanta
como un enorme y alado pregón de la sombra. En este silencio que sólo el mar en la
distancia vivifica de ritmos, de reiteraciones que suenan a lo lejos, se escuchan los
tumbos acompasados del pulso del tiempo. Miraba en sueños la extensión de esa
planicie que se despliega, con la suavidad y la languidez de un cuerpo de mujer, entre
los pinares que nacen en las faldas de las montañas y los acantilados contra los que el
océano se empecina. Y piensa que en una noche así es preciso concebir una idea tan
grandiosa y que esa noche que lo cerca con sus claridades sombrías, lunares, es el
ámbito en el cual puede medrar la semilla que, como si hubiera caído accidentalmente
en el surco, en su mente, en su mente es el primer impulso a la creación. Contempla así
la noche y de tantas geometrías impensadas como alientan en la infinita relación de
movilidad de las estrellas, esas estrellas que guardan el significado de la tarea que se ha
impuesto, hubiera inventado un enjambre, una luminosa organización de prismas en la
que todos los hombres pudieran ver reflejado el destino de la tribu, aunque en realidad
sólo sea la representación de una configuración ficticia de un hecho supuesto,
conservado en el interior de un alveolo oculto en el que quienes lograran penetrar
verían reflejado en un espejo especial no su rostro sino su destino. La ciudad sería el
término de todas las rutas de los trashumantes del mundo, la urbe prevista desde el
origen de todos los pueblos nómadas y su arquitectura sería como el reflejo de los
atavismos milenarios, la cristalización y el fin de todo impulso de viaje, el puerto de
todas las naves y el final de todos los caminos. Así la sueña y conforme la va soñando la
ciudad toma forma en su memoria. Se concreta paulatinamente la disposición general
de su trazo; se dibujan ante sus ojos los tortuosos accesos de la montaña, la vastedad de
las radas; pero más allá de su sueño, oculta más allá de las imágenes de las que hubiera
estado hecha esta visión de la ciudad, alentaba, en realidad, la idea que hubiera regido
este proyecto que todos habíamos emprendido cada uno por su cuenta y riesgo; se
trataba, claro está, de una planificación que sólo hubiera podido tener una forma en el
orden de las ideas. Él sabía muy bien que el ángulo de incidencia es siempre igual al
ángulo de reflexión, y quien hubiera contemplado la ciudad desde cualquiera de los dos
promontorios, a cada lado de la bahía, hubiera comprendido que toda la arquitectura
que la componía, era una serie infinita de reflejos y que la ciudad misma era como el
reflejo de una aspiración reflejante que a fuerza de ser violenta se derrama y se incendia
visiblemente para ser concebida así, en mitad de la noche, por un hombre que quizá, si
no fuera porque la ciudad misma era como el compendio de todas las aspiraciones de
todos los hombres, nunca la hubiera soñado. Pero es que la ciudad era el reflejo,
también, de su propia pasión y en el nivel misterioso de las cosas del mundo, su pasión
estaba prevista por alguien que, también en mitad de la noche, en una noche de lluvia
tal vez y en una ciudad de tierra adentro, concibe, en ese preciso momento, a ese otro
que concibe ciudades marinas: al arquitecto secreto que dispone la estructura de la
ciudad con el mismo ardor contenido con que el jugador de ajedrez va modificando, en
el curso de la partida, la disposición de sus piezas sobre el tablero, hasta conseguir la
jugada y que en un instante habrá de darle la victoria. Y así, cuando consigue el jaquemate,
consagra cada pieza a los dioses ocultos que propiciaron su victoria. E. había visto
en los ojos de ella el nacimiento y el crecimiento lentísimo de la grieta y supo que esa
imagen contenía la primera arquitectura. Pensó que las ciudades deberían crecer con el
ritmo con que crecen las montañas y que la arquitectura es el reflejo del caos en un
espejo que todo lo ordena, que la edificación no es, a pesar de todo, sino la organización
emocional de la materia. Por eso, cuando vio por primera vez aquella planicie extensa
circundada de mar y de montañas, aquella longitud de espacios hechos de mármol y de
basalto que penetraban en el océano con las cuñas de sus gigantescos acantilados que en
los extremos de la bahía menguaban convirtiéndose en playas rectilíneas, no pudo
menos que poblarla, en su imaginación, de perspectivas, de torres y de plazas. ¿Por
qué? Porque él, que también era un nómada, se hallaba fatigado de vagar y deseaba
fervorosamente anclar su sueño en esa rada que él concebía bordeada de enormes
rompeolas: frisos en los que estuviera inscrito con los caracteres de una nueva escritura
la grandeza de su delirio; porque si la ciudad había de estar al margen de la historia,
ella contendría toda la historia; sería la historia misma. La previsión del arquitecto
hubiera tenido esto en cuenta y por ello hubiera dado a la ciudad el carácter de un
museo de la arquitectura en el que, redimidas de su muerte, las formas de las
arquitecturas de todas las épocas alentaban nuevamente dotadas de la vida que los
hombres que las habitaron les habían dado.
Éste era el orden de las ideas acerca del proyecto de E. que me había venido a la mente a
lo largo del trayecto antes de llegar a la plaza en donde nuevamente me encontré con X.
Lo primero que hizo al verme fue tenderme un pequeño trozo de ámbar. Lo tomé en la
mano y lo miré atentamente. Había un mosquito en el interior; claramente visible.
—Hace cincuenta mil años que esa efímera quedó aprisionada en el ámbar —me dijo—.
¿Qué te parece, eh?
Le expliqué la actitud de la Perra y le devolví el trocito de resina fósil.
—“Es más tarde de lo que tú crees” —repitió luego, como para sí, mientras miraba
fijamente el ámbar que sostenía con las puntas de sus dedos. —Tú tienes la culpa —me
dijo volviéndose hacia mí durante un instante—; pero no importa; todavía es posible
realizar la experiencia —señaló con un gesto el pedazo de ámbar que tenía en la mano—
. Si se dicen las palabras requeridas —continuó—, al fundir el ámbar la efímera quedará
liberada y volará otra vez. Llevará a buen término una acción iniciada hace cincuenta
milenios: la acción de revolotear insensatamente durante unas cuantas horas antes de
morir.
Yo no entendí lo que X. me quiso decir con esta parábola.
—Ven —me dijo señalando un lugar situado no lejos de donde estábamos—;
caminemos hacia allá…
Entonces nos pusimos a la sombra de un árbol enorme. Era el único que había. Nos
detuvimos bajo su copa frondosa y durante unos segundos nos pusimos a oír y a ver,
desde esa fronda, el panorama que nos circundaba. X., con el brazo plegado junto al
pecho y la mano extendida a la altura de los ojos, hizo un gesto circularizante que, con
una legibilidad absoluta, aludía al paisaje que nos rodeaba en ese momento y dijo: —Es
preciso que hablemos… —La expresión de su mirada que hasta ese instante había sido
grave, se tornó sugerente e irónica para agregar después de una pausa sutilísima—…
¿verdad?
La interrogante que había proferido era la respuesta a la pregunta que siempre se
plantea acerca de si es posible una comunicación metalingüística que fuera como el
reflejo especular de ésta.
—Contémonos las cosas que nunca hemos hecho —dijo—, imaginemos una bella
aventura verbal que nunca nos haya ocurrido, un amor imposible, ¿eh? —se rió
recordando alguna de sus propias experiencias de esa índole. Al cabo de un momento
inclinó la cabeza y, mirando fijamente el suelo, agregó con voz apagada—: ¿eh?, ¿por
qué no?, ¿por qué un amor imposible no? Todos tenemos nuestros defectos, ¿o no? —
levantó la cabeza y sonrió mostrando una hilera de dientecillos parejos y blancos.
Su sonrisa tenía una particularidad inquietante: era una sonrisa estática; una sonrisa
que no acontecía: —… ¿eh?… ¿tú qué has pensado acerca de todo esto?
Un instante apenas de silencio significativo, luego una carcajada convulsiva, en cierto
modo trágica, se estableció, como el enloquecimiento de vasos comunicantes, entre
nosotros. Con esa carcajada aparentemente grotesca estábamos invocando algo. Yo creo
que así fue porque en ese preciso momento el paisaje era como un texto ya leído con
infinito placer. X. sabía conjurar esos momentos bibliotecales. Volvió a tornarse grave y
agregó indiferentemente, como si hubiera querido que sus palabras disfrazaran una
verdad infinitamente más importante que la que, en realidad, expresaban: —Yo muchas
veces pienso que el mundo es un hecho alquímico —sonrió—. ¿Tú también, verdad?…
una fata facta, claro, ¿verdad?… Así es como hay que entender el libro. —Volvió a hacer
el gesto circularizante, pero más rápidamente que cuando había comenzado a hablar de
nosotros como de una imagen literaria—… Yo creo que ese personaje es un mago —dijo
luego refiriéndose al autor del libro del que nosotros éramos, supuestamente, los
personajes.
Esta vez la sonrisa estática se sostiene un instante que dura mucho tiempo y finalmente,
súbitamente, estalla, se expande, se disuelve, convirtiéndose en una carcajada dolorosa,
apenas perceptible, casi banal. Guardamos silencio. Es un silencio que como una
cisterna se va llenando de convicciones insospechadas. Experimento inesperadamente
la sensación que experimenta la piedra al ser tallada por el escultor. Ésta, claro está, es
una imagen aproximativa; vulgar también; pero no hay otra manera de estar ante un
espejo, de estar siendo escrito. Y eso quizás también el propio X. lo ignoraba.
—¡Eh! —exclamó de pronto—. No sé si se te haya ocurrido lo mismo que a mí; pero a
mí se me ocurre que esto que ahora hemos sentido, tal vez ya ha sido escrito. Después
de todo, ¿por qué no había de ser así? Hay muchos que son capaces de conseguir estos
niveles mediante la escritura; un texto ya leído…
Yo me estaba riendo de él; por dentro. Una carcajada absolutamente interior. Era una
carcajada exactamente igual que la que él había organizado fenomenalmente hacía
apenas unos momentos a propósito de una idea que de buenas a primeras hubiera
resultado deleznable, pero que, como se verá, tiene una importancia nada despreciable;
sobre todo aquí.
—Seríamos como una novela —siguió diciendo—; una novela barata y sin importancia;
una de esas novelas que se leen, no sin malicia, en ciertas casas burguesas cuyos
habitantes no carecen de algún refinamiento atávico, esas casas en que a todas horas
parece el atardecer y hay bellos fruteros, ya me entiendes, ¿verdad?
Parece que conozco de memoria sus ensueños. Siempre son centrífugos y expansivos. Es
necesario que ahora aparezca la Perra, me digo mentalmente.
—… Salones habitados de presencias unívocamente femeninas… —siguió diciendo X.
Adoptó luego un tono irónico, burlesco—… ¡aun a pesar del Chardin! ¡Claro!, del
Chardin que está colgado en el saloncito de arriba y que todos los años, el 13 de octubre,
que es el día que está siendo escrito, el haz de luz dorada que penetra por la lucarne del
muro opuesto, le da directamente de frente a las 6.23 de la tarde. En ese saloncito hay
una mujer. Está de espaldas. Está reclinada en una especie de diván. Es imposible que
sepamos quién es. Esa mujer está leyendo un libro. Un libro de pastas rojas de tafilete.
No le presta mucha atención al Chardin. Hace bien. Si sólo un momento levantara la
vista de esa lectura nos desvaneceríamos como si fuéramos de una sustancia imaginaria,
tornaríamos al aire. El libro que esa mujer está leyendo dice que nosotros somos esos
dos hombres, X. y el otro, que conversan a la sombra de un árbol inmenso. La imagen
de esa mujer leyendo está rodeada de un aura que alude a un hecho que la convierte en
parte de las imágenes que forman el libro en el que estamos siendo escritos: el de que en
esa casa el pensamiento forma parte de la decoración, como si el sustento de esa luz
veneciana fuera una materia muy rectilínea, dórica. Y en medio de todo esto, sólo un
vago dato sensiblemente demencial.
X. se detiene. Yo sé lo que va a decir. La cabellera. Pero no; se refiere a un hecho
infinitamente más importante que la cabellera, todavía inconfesable; el resultado de una
observación muy aguda y de la aplicación de un conocimiento no deleznable de la
biomecánica. En la imagen la mujer aparece en el instante de iniciar un gesto. La
inclinación de su cabeza con relación a la extensión de la superficie de las páginas,
supuestos todos los posibles ejes naturales de la dirección de su mirada de acuerdo a la
inclinación de los ejes de la cadera, de la columna vertebral, del fuste cervical y de la
vertical del cráneo con relación a la vertical ideal y el desarrollo horizontal variable de
las partes de su cuerpo en torno a esos ejes, hacen suponer que la mujer había llegado
en su lectura al final de una página. La imposibilidad de deducir, por la posición del
cuerpo, visto de espaldas en la penumbra, cuál de las páginas está leyendo esa mujer,
nos coloca en una situación sumamente delicada. De hecho, toda nuestra existencia está
comprometida en ese gesto que la mujer ha comenzado a realizar y que casi nadie
supone que pueda ser un gesto que se ve reflejado en un espejo. Es preciso no pensar en
ello; cuando menos por ahora.
X. volvió a detenerse para recobrar el aliento.
—La otra posibilidad —continuó— es la de que el libro que la mujer está leyendo no
contenga sino la descripción del gesto que ya está realizando y que está realizando de
acuerdo con la descripción del gesto que está realizando contenida en el texto de las
páginas del libro forrado de piel roja.
Hizo otra pausa y luego continuó hablando pensativamente.
—… Aunque también es posible suponer que uno de nosotros dos está escribiendo ese
libro —dijo—; que uno de los dos ha imaginado todas sus partes y las guarda en la
memoria, las organiza poco a poco antes de darles esa realidad más aparente que la
escritura les confiere.
Miró en torno. Sin volverse hacia mí, siguió diciendo: —… A mí también se me han
ocurrido algunas novelas. Hasta he llegado a borronear algunas cuartillas. Tengo una
que trata, como ésta, de dos hombres que solían conversar a la sombra de un árbol. Eran
dos hombres que se imaginaban desterrados de una ciudad ideal e inventaban
recuerdos de lugares, de hechos, de mujeres que nunca habían conocido. La costumbre
se había formado en ellos de encontrarse allí, bajo el gran árbol, para agitar sus
memorias como se agita una escarcela y hacer sonar sus recuerdos como monedas…
Las imágenes denotaban casi siempre una proclividad moderniste, o prerrafaelista
cuando más. Yo hubiera querido para el discurso de X. esa cualidad de duración que
tienen ciertas esculturas, vistas en un viaje imaginario a Florencia, en compañía de la
Perra. Eso es el tono que nos convierte en personajes novelescos: el tono de que todo
está previsto. Tal vez porque todo lo transmisible sólo es transmisible por su condición
de ser banal. Nos interesa el otro lado de la moneda. ¿Cuál lado? El otro. X. y el Otro…
no la figura que aparece a la izquierda, en segundo término, en la fotografía; tampoco el
que tomó la fotografía, ni el que imaginó la escena de los dos personajes que dialogan
bajo la sombra de un árbol inmenso; ninguno de ellos, sino el Otro; el que permanece
callado mientras X. le relata los episodios novelescos que alguna vez tuvo el proyecto
de escribir y que el otro está realizando, tal vez. Ya. Así lo hace suponer la parábola del
insecto aprisionado en el ámbar. Estamos de acuerdo X. y yo; el escritor desbasta el
ámbar mientras imagina el vuelo del insecto que queda liberado y se pone en
movimiento nuevamente, después de cincuenta milenios.
Ese gesto; apenas esbozado. La adherencia extraña de la luz en ese momento: 13 de
octubre; 6.23 p.m., en una casa de la ciudad de Polt. Todas estas cosas contribuyen, sin
duda, a instaurar una atmósfera de malicia total acerca de lo que está pasando aquí.
Dice X. que él casi puede escuchar la voz de esa mujer cuando se la imagina. Dice que la
escucha balbucir las palabras de que está hecho ese texto que está leyendo: “…seis…
veint… tres… pe… eme…” X. me recuerda el encuentro que tendremos al anochecer. Se
aleja unos pasos en silencio, pero de pronto se detiene y se vuelve hacia mí haciendo un
gesto de despedida con la mano. Lo miro perderse lentamente entre las ruinas
blanquecinas. Yo me quedo bajo la enorme cúpula de ese follaje que el viento agita
suavemente. Es el mediodía. X., a lo lejos, camina sin que su cuerpo proyecte una
sombra en el polvo. El Otro se queda inmóvil a la sombra del árbol. Su presencia junto a
ese tronco gigantesco evoca sueños lejanos. Luego se pone a pasear lentamente
alrededor del árbol. Pensativo. Imaginando secuelas, breves sobresaltos de vida legibles
que componían la novela que otro había empezado a relatarle; la de la mujer que está
leyendo un libro rojo en el que nosotros estamos contenidos como imagen, la imagen
total que comprende a dos hombres, descritos en el momento en que imaginan a una
mujer que está leyendo un libro en el que nosotros somos el relato, también forma parte
de otro libro, pero de un libro que en este preciso momento está siendo escrito. Se
preguntará el lector de este libro: ¿ese otro libro de qué se trata? Ese libro trata de
muchas cosas aunque su carácter esencial es el de la descripción de una subversión
interior. El personaje central de ese libro es un escritor que cree en la posibilidad de
realizar subversiones interiores. Propugnaba el ars combinatoria como único principio
válido de la composición. Conocía los estilos literarios nuestro autor. Por eso hasta llega
a hablar de proclividad moderniste, prerrafaelista; etcétera. Es el personaje que está
vagamente relacionado con una fotografía y con una historia de teléfonos conscientes
que llamaban autónomamente a los abonados. Una idea truculenta si se quiere, pero
que sirve para inscribir la historia dentro de un margen enigmático. Recuerdo, por
ejemplo, la descripción de un trozo musical escuchada por aquel teléfono: “…de los
cornos es la premonición de un acto heroico con el que tú necesariamente habrás de
simpatizar…” Terminaba diciendo: “…una alegría exaltada, irracional, pero en cierto
modo también, geométrica…”, después de mencionar algo así como el “cataclismo de
los sentidos”. Sí; “… el cataclismo de los sentidos… al que tú aspiras…” El personaje
arroja el auricular y la comunicación se interrumpe. Se produce un momento de
revelación. Habían emprendido el personaje y una mujer llamada la Perra, una
experiencia conjunta de la sensibilidad y del conocimiento. El autor deja suponer,
algunas veces, que el personaje anota acuciosamente, en un cuaderno de pastas rojas,
todos los pormenores de esa experiencia, aunque no es del todo inimaginable que en ese
cuaderno el personaje está escribiendo una crónica novelesca, por demás banal, de las
tribulaciones de los miembros de un círculo de estudios filosóficos al ser descubierta la
verdadera índole de sus actividades; pero ¿quién sabe esto? Se describe el orden de los
pensamientos del personaje. La noche está colmada de un desequilibrio sordo y allí, en
el libro, la vida toma la forma con la que ha sido soñada. ¿Quiere esto decir —se
pregunta el personaje— que yo te estoy soñando? Es como si el mundo se vaciara.
Persisten respiraciones cuyo ritmo y timbre recuerdan el modo en que la sonoridad
emana del violoncello. Voz de contralto. Luego se pone a escribir en el cuaderno rojo:
“… que se llamara El Hipogeo Secreto. Rómpeme, decía la Perra; rómpeme que yo no soy
más que una débil caña en tu puño…” Una búsqueda tenebrosa de soledades detrás de
estas palabras. La mira dormir. Ella parece estar de par en par abierta hacia ese fondo
secreto de la vida que, al principio de su libro, el autor nos promete describir; después
que se presenta a sí mismo como un personaje fundamentalmente en contradicción con
el mundo fenomenal. “Ese antagonismo —dice— no logró privarme de la entrega
espiritual que yo habré hecho a algunas causas aparentemente perdidas, pero en
realidad sólo ocultas hasta que alguien las inscribe de alguna manera en la cronología
que rige en la mente.” Tal era, claro está, el carácter con el que se produjeron los
acontecimientos que tuvieron por resultado nuestra afiliación al Urkreis. Nuestras
invenciones no influyen poco en la incepción y desarrollo de nuestras desesperaciones
totales. Yo también he soñado de acuerdo a estos preceptos. Circunstancias que parecen
producidas por el azar, encontradas así, de pronto. Gestos de la realidad reveladores de
un arcano insospechado e inquietante; ése era el afán que imperaba. Gestos casi siempre
incomprensibles. Muecas en las que se esconde el diablo, como los lagartos en las
grietas. Todos recusaríamos las condiciones de un convenio semejante, si es que no lo
hubiéramos aceptado ya inadvertidamente. Hay que tener presente, sin embargo, la
aterradora posibilidad de que estamos siendo observados; de que todos nuestros
secretos sean conocidos por alguien; porque todo acto secreto expresa una aspiración de
muerte y la máxima generosidad de la realidad es cuando nos revela el significado de
un misterio. Esta noche será propicia, tal vez. Nuestro empecinamiento por apresar
significados nos ha llevado a cometer algunos crímenes contra la inteligencia. Miro a mi
alrededor. Parece que fuera la exacta mitad de un desierto y nada, los libros, los
accidentes de la luz, los callejones que la escritura va destrazando sobre la blancura del
papel; nada tiene un significado tangible de palabras. Los viejos objetos familiares, los
ritmos conocidos de las respiraciones y los crujidos de los muebles, los acomodamientos
de la corteza terrestre, los suspiros que se hubieran escapado del sueño, las palabras
que dice un dolor inmaterial. Un cuerpo quieto cerca de mí; un cuerpo conocido. A lo
lejos, tal vez, los barcos. Estás envuelta como en una bruma de quietud y tu cabellera
ondea casi en la noche agitada por la brisa que turba luego los papeles que están sobre
la mesa. Las notas acerca de El Hipogeo Secreto y la carta de X. acerca del extraño
universo que ha concebido. A tu lado, sobre el reborde de la ventana, está el antiguo
instrumento. Un bamboleo de barcos en el horizonte. Gritos de los foques que
revolotean a caza de los peces fosforescentes. Gruñidos impacientes de viejos marinos
soñolientos que aspiran en su sueño a un amanecer. La infinita tristeza del alba sobre el
mar. Como si la bruma se hubiera congelado; como si el sol nunca hubiera existido o
fuera un recuerdo imprecisable. Estamos hechos, esto se comprende claramente en la
noche, para colmar los vacíos que la muerte paulatina de las cosas va abriendo en la
masa de la realidad. La edificación es la organización emocional de la materia, solía
decir E. Aspiraba a poder soñar una ciudad, como si con ello la fuera construyendo.
Como yo te construyo en el sueño; en ese sueño que X. le cuenta al otro a la sombra de
un gran árbol. El Otro. Pero ¿quién eres tú, la que sueñas cerca de mí? ¿Qué sueñas?
Sueñas como en el borde de un abismo de quietud total. Eres como de la materia que
clarifica la penumbra misma ante las tenebrosas ondulaciones de aquella cabellera. Una
compenetración misteriosa de tiempo y espacio; como si el presente se volviera lejanía
cuando te miro. Has extraviado todos tus gestos y ya no eres capaz de responder a
ninguna invocación. En vano te estoy llamando; te invoco porque no te evoco; no
consigo retener el recuerdo de todo lo que estás siendo todavía allí, entre las páginas de
ese libro que estuviste leyendo hoy en la tarde, un libro con pastas de cuero rojo que tal
vez cayó de tu mano, resbalando por tu regazo, cuando te quedaste dormida. De todo lo
que serás más tarde, unas páginas más adelante. Vuelvo la mirada en torno. Los hechos
familiares de nuestra realidad común están en todos los rincones de esta casa. Poseen
un horror sagrado, como cuando las cosas están a punto de ser olvidadas. Los objetos
comunes, esos pequeños objetos de ámbar, las palabras que fueron de entonces, de ese
entonces en el que éramos la súbita realización de una presencia ansiosamente deseada,
un dejar de ser de la ausencia, una premonición que se realiza intempestivamente como
la carcajada de X. a la sombra del gran árbol, que luego otra carcajada, más interior que
la suya, borra. Había momentos en ese entonces en que hubieras querido ser la madre
de todas las cosas del mundo; pero los días, el proceso corrosivo de la experiencia que
hubiéramos emprendido —que emprendimos quizás—ha hecho nuestro lenguaje
incomprensible. Eso es como llegar al bivio en que es forzoso pensar, constantemente,
en la muerte. Te miro allí, reclinada. La fatiga de todos estos ritos te ha vuelto irreal.
Parece que estás vacía, muerta tal vez. Por encima y más allá de tu presencia,
comienzan a brillar los primeros reflejos tenues, ateridos, del alba. Diríase, por equívoco
acerca de esa luminosidad, que es el atardecer. Quizás me estás soñando que te escribo,
que te recreo mediante las palabras que mi mano traza en la página. Tal vez estás
soñando que tú eres uno de los personajes de El Hipogeo Secreto, que es la historia, dicen,
de un sueño y de un personaje que lo sueña. Eres como una máquina de soñar. Basta
insertar una moneda en la herida para que yo participe (a qué dudarlo; mediante el
lithoptikon) de tus figuraciones mentales, de tu sueño que si fuera descifrado revelaría
un secreto acerca de mí mismo que yo mismo ignoro que existe ignorado en el último
fondo de ti. Conoceríamos así la naturaleza exacta de esos orgasmos. Sería posible
esquematizarlos aritméticamente, y reproducirlos experimentalmente, mediante
estímulos de origen diferente pero de idénticos resultados. Conseguiríamos una
compenetración total entre la causa y el efecto; umbral que divide lo anterior de lo
posterior. Un instante, no más: el del recuerdo de tu mirada que se posa como un
enorme albatros en las arquitecturas, como en el velamen de una nave, en la tarde,
cuando la luz, después de esa lluvia súbita y carcajeante, se vuelve de oro sobre tu
cuerpo. Así pasaron las cosas. Tal vez fue el mismo día que tomaron las fotografías. Tú
me hubieras hablado de parques zoológicos equívocos en los que los visitantes se
colocan en el interior de unas jaulas de hierro, para ser admirados por las fieras que
rondan en libertad por el parque. La diferencia esencial reside en el tono de la mirada.
La bestia desea descubrirnos; nosotros queremos conocerla. Una vez develado el
sentido de esas miradas ígneas, todo el espectáculo nos parece banal, como esa
fotografía en que estás de pie, junto a una paleografía incomprensible toscamente
grabada en un fragmento arquitectónico. Cerca, a tu derecha, al fondo, se ve la silueta
imprecisa de alguien. Por eso amo mirarte al margen de toda posibilidad de tu propia
mirada, como cuando te sientas cerca de la ventana y lees o sueñas otras arquitecturas.
Parece que estás dormida o muerta y mi vigilia está, después de todo, hecha de frases
sin sentido; pero hay veces, en la noche, en noches como ésta, que las palabras recobran,
súbitamente, su sentido y así es que la noche, ahora, se convierte en una noche postrera.
Eres un bulto, una forma, no más, imaginada de espaldas, cerca de una ventana ovalada
que arroja un haz de luz sobre un cuadro. Te imagino leyendo un libro con pastas rojas.
Eres como una prestidigitación de las palabras. El timbre de ese teléfono tenaz te
retrotrae hacia la penumbra de tu interminable disolución. Esa voz incesante;
concreción de una presencia que rige nuestros actos más secretos: “…¿has escuchado el
adagio ese? Sí ¿verdad? La noche se amplifica. Parece que late con el ritmo de la sangre.
70 pulsaciones por minuto. Ímpetus que de tan violentos declinan poco a poco hasta
convertirse en el diapasón ininterrumpido; el pizzicato, en los registros graves, del
continuo, como dicen. Crees conocer estas formas; pero te equivocas radicalmente. Lo
que tú conoces por música no sugiere, ni siquiera de una manera remota y turbia —
tienes que tener en cuenta que cercanía y claridad son el conocimiento— lo que la
música es en realidad. Se trata de una cuestión de asimetrías…” Y mientras tú me estás
leyendo en esas páginas, yo voy escribiendo el libro en el que tú estás contenida así,
leyéndome y casi sin proponérmelo voy consiguiendo la realización de un proyecto
vago: narrar las historias. Me satisface pensar que aún soy capaz de mantener la
disciplina que me había impuesto antes de que tuvieran lugar los acontecimientos que
han echado por tierra las aspiraciones de nuestra organización; de concluir las tareas
que esta crónica me impone, en el término previsto. Espero que las peripecias de la
trama que vaya urdiendo al escribir ese libro no disloquen la posibilidad de terminarlo.
Releo la descripción que E. hubiera hecho de la ciudad. Es deplorable. Tiene una rigidez
que por grandilocuente se vuelve acartonada; pero puede servir; como el ataque
violento al principio de una composición sinfónica, para establecer la diferencia
evidente con el estilo de los otros arcos que forman el curso de este libro de
reminiscencias, de sueños, pero, sobre todo, de rumores. A veces pienso que me cuesta
tanto trabajo escribirlo porque me entretengo demasiado intentando dirimir ciertos
conflictos que, en realidad, no trascienden los límites de la retórica; pero es bueno, para
el discurso, que sepamos darle forma justa a nuestras pasiones. Eso, en cierto modo, es
lo que llaman el acto de creación ¿no crees? Parece como que el autor quisiera jugar con
todas las posibilidades de las palabras. Pero ese afán corresponde, sí, a nuestra urgencia
de ser distraídos, por alguien, por algo, en el sentido más violento de la relación que
presupone la categoría del activo sobre el pasivo. Es preciso vivir la vida, en la medida
en que seamos capaces de hacerlo, de la misma manera que escribimos una novela. En
realidad, yo por ejemplo, en este momento, estoy escribiendo una novela de la que
ignoro todo. Sólo supongo el esquema general de la trama. Se trata de un escritor que
escribe un libro. Ahora bien, lo importante es de qué trata ese libro que el escritor está
escribiendo, allí, cerca de donde una mujer está leyendo un libro de pastas rojas en el
que ese escritor está descrito en el acto de escribir este libro. Claro, no debe ser difícil
suponerlo. Si el escritor está escribiendo una novela, bastaría saber qué edad tiene, para
saber exactamente cómo es su novela. Si fuera una historia fantástica como las que
inventaban los filósofos chinos para ilustrar sus aporías y sus paradojas, podría decir,
por ejemplo, que la novela trata de un escritor que crea a otro escritor, pero que un día
se percata de que él es un sueño de su propio personaje que lo ha soñado creándolo.
Sólo podría librarse de ese sueño soñándome a mí; a mí: Salvador Elizondo, que lo he
inventado como personaje de un libro improbable que se llama El Hipogeo Secreto, que
trata, para ser un poco más imprecisos, de un hombre y una ciudad que nunca han
existido. Ese hombre se encuentra vinculado a una mujer con la que realiza una
experiencia de carácter singular. El hombre relata a la mujer la historia de un escritor
fantasioso que los hubiera o habría o ha ideado a ambos, a la mujer de la cabellera negra
y al otro que la mira furtivamente desde aquí mientras ella lee que él la mira
furtivamente mientras lee y a la que le cuenta la historia del escritor que escribe una
novela que trata de un escritor que escribe una novela en la que aparece una mujer que
está leyendo un libro en el que él aparece como un personaje que espía a una mujer
según la descripción que de esta escena aparece en el libro que la mujer está leyendo y
que, hay suficiente razón para suponerlo, no es, necesariamente, este libro, como
suponen algunos, porque al fin de cuentas esa historia, la de este libro, resulta ser una
historia de horror, de tristeza y de magia, cuando no una novela de esas que a veces se
leen en casas olorosas a fruta; o ni siquiera eso. Algo como Les 500 millions de la Begum,
pero al revés. Una historia triste, pero que, en cierto modo, hace reír a la gente. Esto es
posible inferirlo del hecho narrado en El Hipogeo Secreto, de que, al verla bajar por una
escalinata derruida, el personaje dice: Bajas en la penumbra, por esa escalinata, como va
descendiendo la ciudad desde las estribaciones de la cordillera hacia el mar o como
bajan los cóndores por los desfiladeros abismales… Y ella le responde: —Cuando me
dices eso siento como que soy el personaje que algún escritor oscuro está inventando
así… —vaciló un instante como si hubiera olvidado la palabra exacta que hubiera
definido con precisión ese acto con el que él le otorgaba una existencia precaria dentro
de las páginas del libro; la existencia precaria, pero indudable, de un hecho que se
concreta mediante palabras—… Sí —dijo—, de pronto… una historia triste para hacer
reír a alguien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario