lunes, 16 de diciembre de 2024

RADIACIONES I Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943) ERNST JÜNGER Traducción de Andrés Sánchez Pascual Nota introductoria

 



Nota introductoria

Prólogo

Jardines y carreteras

Primer diario de París

1941

1942

Anotaciones del Cáucaso

1943

Notas

Créditos

Sinopsis

Este primer tomo de Radiaciones –título general que Jünger dio a los diarios escritos entre 1939

y 1948– abarca sus anotaciones comprendidas entre 1939 y 1943. En sus páginas, el escritor,

oficial del ejército alemán, entomólogo y, sobre todo, infatigable observador de la naturaleza

humana, registra desde la singular cotidianidad de las primeras escaramuzas bélicas hasta sus

contactos con la intelectualidad parisina; desde sus lecturas y visitas a bibliotecas y museos a sus

impresiones sobre escritores y artistas. Destacan en estos diarios su sombría reflexión acerca del

destino humano y el dolor de tantos inocentes, así como su soterrado desprecio hacia los jerarcas

nazis y la convicción de estar viviendo unos tiempos abocados al nihilismo y la destrucción total.

Compuesto por tres partes, la primera, «Jardines y carreteras», describe el avance alemán a

través del territorio francés. En la segunda parte, «Primer diario de París», dedicado a la

Ocupación, nos revela la vida cotidiana en un París agredido, que, sin embargo, sigue siendo

alegre escenario de la vida bohemia, artística y mundana, donde pululan conocidos personajes

que no vacilaron en codearse con el enemigo. El volumen se cierra con «Anotaciones del

Cáucaso», las observaciones del autor sobre el frente oriental, convertido en un auténtico

infierno de tinieblas.

RADIACIONES I

Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943)

ERNST JÜNGER

Traducción de Andrés Sánchez Pascual

Nota introductoria

Los tres escritos de que consta este primer volumen de Radiaciones, a saber: Jardines y

carreteras (primera edición, 1942), Primer diario de París (primera edición, 1949) y Anotaciones

del Cáucaso (primera edición, 1949), así como los también tres de que se compone el volumen

segundo: Segundo diario de París (primera edición, 1949), Hojas de Kirchhorst (primera

edición, 1949) y La barraca del viñedo. Años de ocupación (primera edición, 1958) permiten

echar una mirada excepcional a diez años decisivos de la historia europea de este siglo: desde

los meses anteriores a la Segunda Guerra Mundial, pasando por la invasión alemana de

Francia, la ocupación de París, los combates en el frente oriental, hasta la catástrofe alemana y

los «años de ocupación».

Los ojos que nos permiten contemplar este panorama de la Segunda Guerra Mundial son y

no son los mismos que en Tempestades de acero y en El bosquecillo1 nos proporcionaron una

visión exacta y objetiva de la estructura, del esqueleto de la Gran Guerra. Permanece la mirada

estereoscópica, la doble vista; el alma ha cambiado. Dos frases famosas, una de Tempestades de

acero y otra de Jardines y carreteras, muestran con toda nitidez el contraste. La primera dice así:

«Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro

grande. Y entonces la guerra nos arrebató como una borrachera. Partimos hacia el frente bajo

una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que

había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un

lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el

rocío» (p. 5 de la edición citada de Tempestades de acero). La segunda, en cambio, reza: «En

ciertas encrucijadas de nuestra juventud podrían aparecérsenos Belona y Atena — la primera

con la promesa de enseñarnos el arte de guiar veinte regimientos al combate de manera que

estuvieran en su puesto en el momento de la batalla, mientras que la segunda nos prometía el

don de juntar veinte palabras de manera que formasen una frase perfecta. Y pudiera ser que

eligiésemos el segundo de los laureles; este crece, más raro e invisible, en las pendientes

rocosas» (p. 165 de este libro).

En julio de 1927 Jünger se trasladó con su familia de Leipzig a Berlín. En la capital del

Reich vivió la agonía de la República de Weimar y se relacionó con los muy variopintos

círculos, de la extrema izquierda a la extrema derecha, que entonces pululaban por las calles y

cafés berlineses. Siguió con atención fascinada, en una mezcla de atracción y repulsa, el

ascenso de Hitler. Sus «estudios callejeros» en Berlín son el trasfondo sobre el que escribe su

inasible obra El trabajador, que aparece en 1932. Con su característica habilidad, Jünger se

cuida bien de preservar su libertad: ninguna de las enfrentadas fuerzas que se lo disputan es

capaz de anexionárselo. Sin embargo, deja pronto muy clara cuál es suposición. Ya en 1927

había rechazado el ser diputado del Reichstag por las listas nacionalsocialistas. En 1933 vuelve

a rechazar esa misma invitación, a pesar de las insistencias de Rudolf Hess y de Joseph

Goebbels y de las esperanzas que el propio Hitler había puesto en él. Se niega a formar parte de

la depurada Academia Alemana de Poesía. Más aún, en una durísima nota pública prohíbe a los

nazis que hagan el menor uso de sus escritos. Pocos alemanes tuvieron entonces su coraje. Para

que todo quedase más claro, en 1933 abandona Berlín y se retira a vivir a pequeñas ciudades

alemanas. Reside primero en Goslar (1933-1936) y luego en Überlinger, junto al lago de

Constanza (1936-1939); en abril de 1939 se traslada a una minúscula aldea, Kirchhorst, situada

un poco al norte de Hannover, donde ha alquilado una vetusta y espaciosa casa parroquial, con

jardín. No la dejará hasta 1948.

Jardines y carreteras, el primer diario, comienza el 3 de abril de 1939, a los pocos días de la

instalación de Jünger en la mencionada casa parroquial, y está escrito desde una posición muy

clara: un antinazismo decidido y militante, desde la perspectiva de la acción espiritual. Por

aquellas fechas está dando la última mano a su más famoso relato: En los acantilados de

mármol (cuyo título inicial era La reina de las serpientes), y día a día comenta en los apuntes su

doble «trabajo»: en el jardín y en las cuartillas. Sin duda la mejor introducción a la lectura de

En los acantilados de mármol son estas páginas, llenas de claves.

Al estallar la guerra en septiembre de 1939, Jünger es nombrado capitán de la reserva e

incorporado al ejército. «Todas las guerras comienzan con cursillos», es su humorístico

comentario; durante dos meses es sometido a un severo entrenamiento. En esa época corrige las

pruebas de imprenta de En los acantilados de mármol, obra que aparece ese mismo año y que

provoca en los círculos nazis una renovada cólera contra él. A mediados de noviembre, al

mando de una compañía, es enviado al Muro Occidental, a orillas del Rin, donde permanece

hasta mayo de 1940. Las abstractas y mecánicas casamatas de hierro y cemento provocan en él

una repugnancia incluso física, y pronto se hace construir una barraca de cañas, barro y

madera donde pasa sus días y sus noches. Es la época de la «Barraca de las Cañas»: un pobre

oasis en medio del desierto.

En mayo de 1940 el ejército alemán invade Francia. Las rápidas columnas de los blindados

succionan tras de sí a las mal equipadas tropas de infantería. A pie o a lomos de su jamelgo

«Justus» penetra Jünger en Francia al frente de su compañía; no llega a entrar en combate en

ningún momento. En medio de la barbarie bélica cabalga un donquijotesco caballero: se cuida

de la catedral y de la biblioteca de Laon, en Montmirail pone todo su empeño en salvar el

castillo de los Rochefoucauld y allí mismo muestra su respeto y simpatía por los infortunados

prisioneros franceses. Sus idas y venidas por tierras francesas concluyen en Bourges; allí recibe

la única condecoración que se le concede en esta guerra: la Cruz de Hierro de segunda clase,

que durante aquellos años fue repartida por centenares de miles. Y la obtiene, no por una acción

bélica, sino por haber rescatado dos cuerpos en el Muro Occidental. Jünger regresa con su

compañía a Francia, en largas jornadas a pie; Jardines y carreteras concluye el 24 de julio de

1940, cuando su autor vuelve a pisar suelo alemán.

Esta obra se publicó en 1942 y provocó asombro e indignación entre los nazis. Ni Hitler ni

el Partido, entonces en la cumbre de su gloria, son mencionados con una sola palabra. Tal

silencio era clamoroso y pesaba más que los millares y millares de telegramas de felicitación

enviados al Führer y a su pandilla de forajidos. Quien sí es mencionado es Kniébolo; se le

aparece a Jünger en un sueño, «ofreciéndole bombones», «enclenque, melancólico y

menesteroso de contacto» (véase p. 46 de este libro). Las poquísimas personas que entonces

sabían o que intuyeron quién era en realidad «Kniébolo» seguramente se divirtieron mucho y a

la vez se asustaron con esta peligrosísima osadía de Jünger.

Pero lo decisivo de este primer diario es la visión de la guerra desde una perspectiva nueva,

la del sufrimiento. Ahora el soldado no es ya para Jünger, como lo era en Tempestades de acero,

el hombre de acción, el lansquenete lanzado a dar muerte al adversario. Ahora el soldado no es

el hombre que mata y que triunfa —o que sucumbe gloriosamente—, sino que es el individuo

sometido a la disciplina, amenazado por la muerte, expuesto al dolor. Y el uniforme militar no es

ya una distinción propia de señores, sino que encarna una obligación ética, es un manto con el

que cubrir y proteger a los débiles y amenazados. Jardines y carreteras, uno de los libros más

leídos por las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial en las bibliotecas de

campaña, enseñó a millares de soldados que también en aquellos años y en aquellas

circunstancias era posible cuando menos la caballerosidad.

Acabada la campaña de Francia, los nazis se sienten dueños de Europa y se disponen a

ajustar ciertas cuentas pendientes, también en el interior de Alemania. Uno de sus propósitos es

deshacerse de Jünger. Por lo pronto lo envían, a comienzos de 1941, de guarnición a un mísero

villorrio del norte de Francia, el lugar más inapropiado para una persona como él. Aquí

comienza el segundo de los diarios reunidos en este volumen: Primer diario de París. En el

mencionado villorrio Jünger sufre lo indecible y piensa en suicidarse o en desertar. En abril del

mismo año su regimiento es trasladado temporalmente a París para prestar servicio de guardia

en diversos edificios oficiales. Esto lo salva de la autodestrucción y del asesinato indirecto que

los nazis habían ideado para él. En cuanto a lo primero, Jünger conoce en París al pintor

Werner Höll (1898-1984), cuyo trato lo reconcilia con la vida. «El trato con Höll me resulta

beneficioso y me ha sustraído a aquellas peligrosas meditaciones en que me había hundido

desde comienzos de este año» (véase p. 232 de este libro). Salvado interiormente, enseguida se

produce la salvación externa. Dos lectores de Jünger, Clemens Podewils y Horst Grüninger,

oficiales destinados en el Estado Mayor del comandante en jefe de las fuerzas de ocupación

alemanas en Francia, se enteran de su estancia en París y de la situación en que se encuentra y

hablan con el jefe del Estado Mayor, el coronel Speidel. Este conoce a Jünger a finales de mayo

e interviene con celeridad. Reclama del Mando Supremo que Jünger sea trasladado a su Estado

Mayor, en dependencia directa de él. Advertido de ello el mariscal Keitel, telefonea

personalmente a Speidel a París y le dice lo siguiente: «Jünger es un hombre peligroso. Lo

único que usted conseguirá, incorporándolo a su Estado Mayor, es perjudicarse». La

conversación se hace tensa. Speidel insiste en su petición y, ante las repetidas admoniciones de

Keitel, gana la partida con esta frase: Das nehme ich auf meine Kappe [eso es asunto mío].

Jünger es destinado a París. A los pocos días el regimiento a que hasta entonces había

pertenecido fue enviado al frente ruso y entró en combate aquel mismo verano. Ninguno de sus

oficiales regresó con vida. Ese era el asesinato indirecto que los nazis tenían destinado a

Jünger, al que sin duda habrían dedicado luego unos pomposos funerales oficiales.

Instalado en París, Jünger tiene su despacho oficial en el Hotel Majestic, en la Avenue

Kléber, sede de la Militärkommandantur, y su habitación privada en el cercano Hotel Raphäel.

Depende directamente de Speidel, quien le encomienda llevar las actas de la planeada pero

nunca realizada Operación León Marino (invasión de las islas Británicas), pero también otras

actas secretas: las de la lucha por la hegemonía en Francia entre el comandante en jefe del

Ejército y el Partido, actas que incluían el asunto de los fusilamientos de rehenes. Pero el

propósito principal de Speidel al retener a Jünger junto a sí había sido el de proporcionarle

tiempo libre para su trabajo creador. De este modo pudo sumergirse en el espíritu de la capital

francesa; de ella recibió múltiples «radiaciones», que sin duda contribuyeron a enriquecer su

personalidad. Un día se presentó en el despacho de Speidel un emisario de Goebbels con una

extraña petición: la de que forzase a Jünger a eliminar de las futuras ediciones de Jardines y

carreteras la famosa mención del salmo 73. Speidel liquidó la cuestión con un despreciativo: «Yo

no mando en el espíritu de mis oficiales». También Jünger se negó, como es natural, a tal

supresión. A partir de aquel momento Goebbels impidió que Jünger publicase ni una sola línea

más en Alemania por el sencillo procedimiento de negar cupo de papel a sus proyectadas

ediciones. En 1945 los ingleses de ocupación en Alemania ratificaron la orden de Goebbels.

Comentario de Jünger: «Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las batidas a la

caza».

El Primer diario de París pertenece a la historia de esa ciudad, es una parte de su

construcción espiritual. Una vez cumplidas sus obligaciones militares, Jünger se convierte a

diario en un incansable paseante de las callejuelas y las avenidas parisinas. Cada uno de sus

rincones le depara una idea o un sentimiento y, a la vez, adquiere de él un significado nuevo.

Jünger trata también de entrar en contacto con sus habitantes, y no solo con los famosos

—Picasso, Céline, Cocteau, Montherlant...—, sino también con los desconocidos, con el hombre

y la muchacha de la calle o de la tienda. Casi siempre va vestido de paisano. En una ocasión ve

por primera vez en una calle de París la estrella amarilla impuesta a los judíos; ese día va de

uniforme y, rabioso por su impotencia, siente asco del traje que lleva. Cuando el comandante en

jefe de las tropas alemanas en Francia, Otto von Stülpnagel, es destituido y viene a relevarlo un

primo suyo, Carl-Heinrich von Stülpnagel, y Speidel es destinado a Rusia, el nuevo comandante

en jefe sigue dispensando su protección a Jünger.

El núcleo del Estado Mayor de París era decididamente antinazi, y en la llamada

«Georgsrunde» se discutían con toda libertad materias que eran absolutamente tabú en

cualquier otro sitio. La «Georgsrunde» era el círculo de íntimos que se reunía en el salón del

Hotel George V, residencia de Speidel, de manera que la traducción inmediata de esa expresión

sería: «peña del Hotel George V». Pero sus miembros le daban, además, otro significado: el de

«círculo de San Jorge», santo patrón de los caballeros. De aquella «Georgsrunde» salieron

múltiples iniciativas para oponerse al terror de las SS en Francia, y millares de franceses

debieron su vida, sin que ellos lo supieran, a las conversaciones que allí se celebraban.

El 15 de octubre de 1942 es enviado Jünger por tres meses al Estado Mayor del Grupo de

Ejércitos A en el frente ruso. Ese mismo día termina el Primer diario de París y comienzan las

Anotaciones del Cáucaso, el tercero de los diarios que componen este volumen. La iniciativa de

tal viaje surgió el domingo 16 de agosto de 1942. Carl-Heinrich von Stülpnagel invitó a Jünger

a pasar el fin de semana en su residencia de verano de Vaux-les-Cernay, cerca de Rambouillet.

Jünger anota en su diario: «El general estuvo hablando de las ciudades rusas y dijo que para mí

sería importante conocerlas, sobre todo con vistas a ciertas correcciones en la “figura del

trabajador”. Le repliqué que ya hacía tiempo que yo mismo me había prescrito como penitencia

el hacer una visita a Nueva York, pero que también estaría de acuerdo con que se me enviase

por una temporada al frente oriental» (véase la p. 349 de este libro).

Jünger no fue a Rusia a luchar, sino a cumplir dos misiones: una espiritual y otra política.

Por un lado, deseaba vivamente conocer el Cáucaso, la montaña a la que había estado

encadenado Prometeo, y estudiar los efectos que sobre el pueblo ruso, sobre la sustancia rusa,

habían causado las fuerzas descritas por él en El trabajador. Por otro lado, aunque de ello no se

habla en los diarios, su viaje de inspección trataba de conocer el estado de ánimo del cuerpo de

oficiales alemanes destinados en el frente oriental. Jünger estaba buscando un Sila que pudiera

oponerse a Hitler, un simplista, enérgico y brutal «general del pueblo» capaz de enfrentarse al

terrible simplificador que era el tirano. Con tristeza y resignación anota el 19 de diciembre de

1942: «De igual manera que en Almas muertas Chíchikov va peregrinando de propietario rural

en propietario rural, así voy yo peregrinando de general en general y observo también su

transformación en trabajadores. Es preciso abandonar la esperanza de que de esta capa puedan

surgir figuras de rasgos silánicos o al menos napoleónicos. Son especialistas en el campo de la

técnica del mando y cada uno de ellos es sustituible e intercambiable, como lo es cualquiera que

trabaje en una máquina» (véase luego, p. 432). En cuanto a su estudio del efecto causado en el

pueblo ruso por el abstracto terror político del sistema soviético, Jünger considera que este

apenas ha afectado a la superficie. Sus observaciones sobre la sustancia rusa están llenas de

simpatía. Jünger pensaba entonces que lo favorable para Alemania era apoyarse en sus vecinos

orientales, y, sobre todo, en Rusia, como correspondía a la mejor tradición prusiana. En

cambio, encuentra desencantado el país. Solo la camaradería entre los soldados, algunos juegos

infantiles y las cimas del Cáucaso le permiten entrever algún rayo de luz en aquel infierno de

tinieblas. Es también en esos momentos cuando adquiere algún color la negra prosa en que

están escritas las Anotaciones del Cáucaso.

La estancia de Jünger en el flanco sur del frente ruso coincide con el cerco de Stalingrado,

presente a diario en sus anotaciones. Esa batalla decisiva obliga a la evacuación del Cáucaso.

Eso, y la muerte de su padre a principios de enero de 1943, obligan a Jünger a acortar su

estancia en Rusia y a regresar precipitadamente a Alemania. Con las meditaciones sobre la

muerte de su padre concluye este tercer diario.

Acerca de esta traducción. Está hecha sobre la definitiva versión alemana dada a estos

textos por su autor y recogida en el tomo tercero de la edición de sus Obras en dieciocho

volúmenes (Klett-Cotta, Stuttgart, 1979). En el amplio e importantísimo prólogo que antecede a

estos diarios ya indica Jünger que «los manuscritos son más fuertes que el texto impreso» (véase

luego, p. 27). Esto quiere decir dos cosas: que son más amplios, que contienen detalles que en el

texto impreso no aparecen, y que la formulación es «más fuerte». Pero a continuación advierte:

«No es en los detalles donde está la exactitud»; y añade: «Lo que yo me propongo es comunicar

al lector una idea de conjunto en su integridad». Al incorporar estos textos a la edición

definitiva de sus Obras volvió Jünger a revisar sus versiones anteriores, incluso las ya

publicadas; eliminó ciertos pasajes y agregó otros. En general, aparte de las mejoras puramente

estilísticas, la revisión intenta que el texto quede más despegado todavía de la subjetividad

individual. Ciertos encuentros eróticos, por ejemplo, quedan «sublimados», entendida esta

palabra en sentido químico, en una breve sentencia.

Sin duda no estará de más indicar que Jünger sigue en estos diarios la máxima de Nietzsche,

que dice que las cosas más importantes caminan silenciosamente, «con pies de paloma». La

reconocida discreción de Jünger alcanza en estos textos su punto más alto. Cuando las frases,

de puro transparentes, parezcan no decir demasiado, se puede estar seguro de que allí hay un

abismo. Un ejemplo célebre: el 29 de abril de 1947, en París, merodeando por los muelles del

Sena, Jünger medita en si, para ser libre en aquella situación, debe suicidarse o desertar. Solo la

palabrita Ausgang («salida», que aquí tiene el significado de exitus vitae), repetida dos veces,

señala al lector atento que Jünger está aquí hablando de su propia muerte. Tras angustiosa

reflexión, que no deja la menor huella en la tersa prosa, el rechazo del suicidio se expresa en

esta frase tan inaparente: «el camino de la libertad no es ese». Jünger decide «elevarse a través

del sufrimiento: entonces se vuelve más comprensible el mundo». Por otro lado, aunque fueron

escritos con vistas a una posible publicación futura, Jünger no redacta sus diarios solo para sí

mismo ni tampoco solo para el lector; los escribe principalmente para Otro. El lector es un

partícipe más de la contemplación del camino de la vida, pero sus ojos deberían estar dirigidos

también, igual que los de Jünger, al sueño de la vida.

Con la próxima publicación del segundo volumen de estos diarios podrá disponer el lector

español de la versión completa de una de las obras más significativas de este siglo.

A.S.P.

Prólogo

1

En estas páginas se alude al diario de los siete marineros que en el año de 1633 invernaron en la

pequeña isla de San Mauricio en el océano Glacial Ártico. Allí los había dejado, con su

consentimiento, la Sociedad Holandesa de Groenlandia, a fin de realizar estudios sobre el

invierno ártico y la astronomía polar. En el verano de 1634, cuando regresó la flota ballenera, se

encontró el diario y siete cadáveres.

Al mismo tiempo que ocurría este episodio estaban representándose en otras partes de

nuestro planeta ciertos actos del drama del gran debate sobre la cuestión del libre albedrío,

debate que Lutero y Erasmo habían replanteado en nuevos términos y que tendía con apremio

hacia una demarcación de las fronteras políticas y espaciales, tras haber conseguido ya esa

delimitación en el campo de la teología. En el año de 1634 fue asesinado Wallenstein en Egger;

tal asesinato representó un factor dilatorio. La muerte de Coligny en 1572 se nos aparece, en

cambio, como una simplificación, como una aceleración hacia nuestra imagen de la realidad.

Juzgamos así porque vemos en el Estado unitario y en las formas perfectamente acuñadas de

ese Estado la meta a que pretende llegar por pasos ingeniosos el Weltgeist, el Espíritu del Mundo.

De ahí que se nos aparezcan llenos de sentido los triunfos de Richelieu y de Cromwell, mientras

que el fracaso de Wallenstein inaugura una era de poderes políticos de segundo y tercer rango.

¿Mas quién conoce las verdaderas magnitudes de la historia y la otra cara del medallón

acuñado por la consciencia? ¿Quién sabe qué cosas perdió Francia en la Noche de San

Bartolomé y cuáles otras fueron obstaculizadas por la mala estrella de Wallenstein? Pero todo

esto no son sino especulaciones que uno urde junto a la chimenea o a que se entrega durante una

noche en vela para pasar el tiempo. Sobreestimamos el significado de las piezas del ajedrez

político y de cada uno de sus movimientos.

Cien años antes de que los hombres de la isla de San Mauricio llevasen su diario mientras

iban muriendo de escorbuto, diseñaba Copérnico la nueva cosmografía. Con razón se estima que

estas fechas tienen más peso que las fechas de la historia de los Estados y las guerras. Son

también, sin comparación posible, más peligrosas. En el año de 1633 comparecía Galileo ante el

tribunal que juzgaba a los herejes. La frase E pur si muove que se le atribuye es una de las

fórmulas de nuestro destino; se ve que la Razón se reservará la última palabra.

Entretanto se nos ha vuelto familiar la idea de que habitamos una bola que va volando con la

velocidad de un proyectil por las profundidades del espacio hacia torbellinos cósmicos. En

Rimbaud la marcha sobrepasa ya todo lo imaginable. Y todo espíritu anticopernicano, si sopesa

con cuidado la situación, se dará cuenta de que es infinitamente más fácil el acelerar el

movimiento que el regresar a una andadura más reposada. En eso estriba la ventaja de los

nihilistas sobre todos los demás. En eso estriba también el enorme riesgo de las acciones

teológicas que están abriéndose paso. Existe un determinado grado de velocidad para el cual

todos los objetos quietos acaban transformándose en una amenaza y tomando la forma de

proyectiles. En los cuentos árabes basta con pronunciar el nombre de Alá para que los demonios

que vuelan por los aires queden abrasados como por el fuego de un astro.

2

Los siete marineros son ya figuras del mundo copernicano, uno de cuyos rasgos distintivos es

también la nostalgia de los polos. Su diario es literatura nueva, de la cual puede decirse,

hablando en términos muy generales, que su nota específica está en que el espíritu se aparta del

objeto, en que el autor se separa del mundo. Esto conduce a una multitud de descubrimientos. De

tal mundo forman parte la observación cada vez más cuidadosa, la consciencia fuerte, la soledad

y, por fin, también el dolor.

Desde que se halló aquel primer diario en los cadáveres de los siete marineros han sido

encontrados otros muchos diarios junto a personas muertas y publicados de manera póstuma.

También personas vivas permiten que la gente eche un vistazo a sus anotaciones privadas; desde

que se publicaron los Dîners chez Magny no hay ya en ello riesgo ninguno. Antes al contrario, el

carácter de diario se convierte en un carácter específico de la literatura. Una de las razones de

esto es también, aparte de otras muchas, la antes mencionada de la velocidad. La percepción, la

multiplicidad de los tonos puede acrecentarse hasta el punto de constituir una amenaza para la

forma; eso es algo que nuestra pintura ha sabido plasmar con mucha fidelidad. Frente a esto, en

la literatura es el diario el mejor medio. Y, además, es el único diálogo posible que subsiste en el

Estado total.

Incluso en la filosofía puede tornarse hasta tal punto amenazadora la situación que el opus se

aproxime al cuaderno de bitácora; algo de eso apunta por vez primera en La voluntad de poder.

Son anotaciones tomadas durante el recorrido por mares donde se deja sentir la succión del

Maelstrom y emergen monstruos a la superficie. Vemos cómo el timonel, mientras observa los

instrumentos de a bordo, que poco a poco van poniéndose al rojo vivo, no olvida un solo instante

el rumbo que sigue y el destino hacia el que navega. Investiga qué derroteros son posibles, las

rutas extremas, donde luego naufragará la razón práctica. La captación espiritual de la catástrofe

es más temible que los horrores reales del mundo del fuego. Esa captación es un riesgo que solo

pueden correr los espíritus más osados, los capaces de soportar grandes cargas, de hacer frente a

las dimensiones de los acontecimientos, bien que no a su peso. Quedar despedazado de ese modo

fue el destino de Nietzsche, lapidar al cual es hoy de buen tono. Después de un terremoto la

gente golpea a los sismógrafos. Pero si no queremos contarnos en el número de los primitivos,

no podemos hacer expiar a los barómetros los tifones.

Poe, Melville, Hölderlin, Tocqueville, Dostoievski, Burckhardt, Nietzsche, Rimbaud,

Conrad, a todos ellos se los encontrará conjurados con frecuencia en estas páginas como augures

de las profundidades del Maelstrom a que hemos descendido. Entre esos espíritus están también

Léon Bloy y Kierkegaard. La catástrofe fue prevista en todos sus detalles. Pero a menudo los

textos eran jeroglíficos — hay así obras para las cuales no hemos madurado como lectores hasta

hoy. Se asemejan a transparentes cuyos letreros son desvelados por el resplandor del mundo del

fuego.

Y una vez más ha demostrado ser la Biblia el libro de los libros, profética también para

nuestro tiempo; y no solo profética, sino asimismo consoladora en grado sumo y, por tal, el

manual de todo saber, un manual que ha vuelto a hacer compañía a innumerables personas

durante su paso por el mundo del horror. Al profundizar en la Biblia, no pocos habrán visto

claramente que también se ha vuelto necesaria la exégesis en el sentido del siglo XX, de igual

manera que se ha tornado precisa la nueva teología en sí. A lo largo de estas anotaciones

aparecen apuntes para una exégesis de ese género. Han sido esbozados para uso personal, pero

quizá proporcionen a este o a aquel lector una indicación sobre la metódica, sobre el modo como

él mismo puede penetrar en ese campo. El impulso metodológico se lo debo ante todo a Léon

Bloy, cuyos escritos también son citados con frecuencia en estas páginas; no quisiera dejar de

llamar la atención de los alemanes jóvenes sobre este autor, aunque preveo una oposición

fortísima. También yo hube de superar la misma aversión — hoy es preciso, con todo, tomar la

verdad en los sitios donde se la encuentra. Igual que la luz, tampoco la verdad cae siempre en el

lugar agradable. En general hay un hilo literario que recorre el laberinto de estos diarios; ese hilo

se funda en mi necesidad de gratitud espiritual, y esa necesidad sentida por mí puede a su vez

resultar fecunda también para el lector.

3

Radiaciones — tal es el título dado a este sexteto de diarios, el primero

de los cuales apareció ya

durante la guerra, mientras que el último no fue publicado hasta bastante después de que callaran

las armas. Aquí esas partes se encuentran reunidas ahora en un todo para dar la imagen de la

catástrofe, que, cual una ola, va encrespándose poco a poco, rompe contra las rocas y luego

refluye. La catástrofe golpea a cada uno de modo diferente, pero a todos los afecta al mismo

tiempo.

Radiaciones — entiéndase por ese término, en primer lugar, la impresión que en el autor

dejan el mundo y sus objetos, el fino enrejado de luz y de sombra formado por ellos. Los objetos

son múltiples, a menudo contradictorios, están incluso polarizados, como ocurre con «Este y

Oeste» y con muchas otras grandes cuestiones de nuestro mundo, las cuales son concordadas en

nuestro interior.

Hay radiaciones claras y hay radiaciones oscuras. Completamente oscuras son las grandes

zonas del terror que a partir del final de la Primera Guerra Mundial van penetrando en nuestro

tiempo y propagándose de manera funesta. Hasta sobre la más pequeña de las alegrías arrojan su

sombra esas zonas.

También recibimos radiaciones del ser humano, de nuestros prójimos y de quienes nos

quedan lejos, de nuestros amigos y de nuestros enemigos. ¿Quién conoce las consecuencias de

una mirada que nos rozó furtivamente, quién conoce el efecto de la plegaria que por nosotros

rezó un desconocido? El horóscopo muestra la concentración de los rayos en el nacimiento,

como si fueran las caras de un diamante. El primer movimiento de la vida después de la

fecundación es una radiación sutilísima — la obertura de la individuación. En cada instante

estamos envueltos en haces de luz que nos tocan, nos rodean, nos traspasan.

¿Quién conoce y quién mide los efectos que esas radiaciones causan en nuestro cuerpo, en

nuestros sentidos, en nuestro espíritu — el orden, el equilibrio a que sin cesar estamos

compelidos? Hasta la propia belleza se contradice a sí misma, como lo enseña la fatiga

subsiguiente al recorrido por museos donde se hallan reunidas obras maestras. Estamos así

esforzándonos sin pausa en dirigir, en armonizar, en elevar al nivel de las imágenes las ondas de

luz, los haces de rayos. No significa otra cosa vivir.

En el grado supremo del orden los rayos cósmicos y los rayos terrenales se hallan de tal

manera entretejidos que súbitamente resplandecen diseños llenos de sentido. Es una señal de que

la vida de los seres humanos, la vida de los pueblos se ha logrado. Símbolos de tales diseños son

las flores; de ahí la palabra cultura, cultivo, y de ahí el papel que las flores desempeñan en las

parábolas. Y de ahí también el hondo y a menudo conmovedor anhelo de obras de arte sentido

por el pueblo. Ese anhelo tiene una razón de ser, pues vastos territorios pueden cristalizar si se

logran diseños llenos de sentido, aunque su superficie no sea mayor que la palma de la mano. Así

las cosas, ni siquiera el carácter masivo de la marcha hacia abajo puede causar angustia. Hay en

la obra de arte una gigantesca fuerza de orientación.

4

Radiaciones — el autor capta luz, que luego se refleja en el lector. En este sentido lo que el autor

realiza es un trabajo preliminar. Lo primero que ha de hacerse es armonizar la muchedumbre de

las imágenes y luego valorarlas — es decir: dotarles, conforme a una clave secreta, de la luz que

corresponde a su rango. Aquí luz significa sonido, significa vida que está oculta en las palabras.

Esto sería entonces un curso de metafísica realizado entre parábolas: la ordenación de las cosas

visibles de acuerdo con su rango invisible. Toda obra y toda sociedad deberían estar

estructuradas según ese principio. Si procuramos hacerlo realidad en la palabra, en la frase, en el

juego de las imágenes que la vida cotidiana trae consigo, entonces estamos entrenándonos en la

más alta disciplina.

Una frase sin tacha causa desde luego efectos que van mucho más allá del placer que en sí

misma proporciona. En la plasmación de una de esas frases está viva, aunque el lenguaje

envejezca, una distribución de luz y sombra, un delicadísimo equilibrio que se extiende luego a

las demás zonas. Porta en sí la fuerza con que el arquitecto estructura palacios, con que el juez

sopesa los últimos matices de lo justo y lo injusto, con que el enfermo sabe encontrar en la crisis

la puerta de la vida. Así que el escribir no deja de entrañar un riesgo muy alto, exige un examen

y una reflexión más profundos que los que se necesitan para conducir regimientos al combate.

Y si aún existieran anillos mágicos, estarían en los sitios donde la voluntad de creación vence esa

resistencia.

El oficio, el ministerio de poeta es uno de los más excelsos de este mundo. A su alrededor se

concentran los espíritus cuando él transustancia la Palabra; huelen que allí está haciéndose una

ofrenda de sangre. No solo son vistas allí cosas futuras; también son conjuradas o proscritas. Los

niveles inferiores de la dominación de la palabra, niveles oscuros todavía, son mágicos; y Goethe

sabía lo que quería decir cuando escribió estos versos:

Könnt ich Magie von meinem Pfad entfernen,

Die Zaubersprüche ganz und gar verlernen

[Concédaseme que pueda alejar de mi senda la magia,

olvidar del todo las fórmulas mágicas]

Esas palabras encierran una alusión a un poder y a un sufrimiento de los que se ha tenido

experiencia vital. También contienen esos dos versos una oración, como tantos otros de Goethe.

Pero si se quiere que la palabra sea eficaz, entonces en ella habrá de permanecer siempre la

magia. Ahora bien, esta ha de ser soterrada en las profundidades, en la cripta. Encima de ella se

alza la bóveda del lenguaje hacia una libertad nueva, que cambia y a la vez conserva la palabra.

Y también el amor ha de aportar su contribución; él es el secreto de la maestría.

El efecto causado por tal cambio tendría que ser reconocible en el crecimiento de la vida, en

el enriquecimiento del lenguaje. Si hemos de seguir usando la imagen de la radiación, entonces

tendrían que multiplicarse los rayos salutíferos. La parte de la palabra que suscita el movimiento

puro, ya sea de la voluntad o ya sea de los sentimientos, tendría que desaparecer en provecho de

la otra parte, la que desvela el núcleo milagroso del lenguaje.

5

Mi autoría en la Segunda Guerra Mundial se limita a estos seis diarios, si exceptúo una

correspondencia muy abundante y algunos escritos menores. Uno de estos es mi tratado La paz,

cuya prehistoria va entretejida con la parte parisina de estas anotaciones. Seguramente las fechas

podrán corregir varios errores, como el que asevera que ese llamamiento es fruto de la derrota.

Hoy es preciso contar, desde luego, con la interpretación más vulgar y a menudo también con la

más insidiosa. En mi trabajo he nadado siempre contra la corriente, jamás he seguido la estela de

ninguna de las fuerzas dominantes; así también en este caso. Antes por el contrario, la

planificación de ese escrito coincide con la máxima extensión del frente alemán. Su finalidad es

puramente personal; debía servir a mi propia formación — en cierto modo como entrenamiento

en la justicia.

La inminencia de la catástrofe me puso en contacto con los hombres que planificaron el

temible riesgo de abatir al coloso antes de que, acompañado de un séquito infinito, encontrase su

meta en el abismo. No era solo que yo enjuiciase de modo diferente la situación, era también que

me sentía hecho de una sustancia diferente de la de ellos, si exceptúo a espíritus amigos de las

Musas como Hans Speidel y Carl-Heinrich von Stülpnagel. Pero ante todo yo estaba convencido

de que, sin un Sila, todo ataque a la democracia plebiscitaria conduciría necesariamente a un

reforzamiento ulterior de lo inferior; y eso fue también lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo.

Hay, sin embargo, ocasiones en las que no es lícito prestar atención al éxito; entonces se está

desde luego fuera de la política. También de aquellos hombres es válido eso, y de ahí que

ganasen moralmente donde fracasaron históricamente. Su sacrificio es de aquellos que no son

coronados por la victoria, pero sí por la poesía.

Consideré un honor el contribuir a aquella acción con mis medios, y fue en aquel contexto

donde mi escrito tomó la forma de un llamamiento a la juventud de Europa. Entretanto mi escrito

influyó también en el pequeño grupo de hombres que estaban aguardando la consigna. Así fue

como lo leyó Rommel antes de enviar su ultimátum. La bala certera que lo alcanzó el 17 de julio

de 1944 en la carretera de Livaroth privó al plan de los únicos hombros a que cabía confiar el

temible peso de la guerra exterior y de la guerra civil — del único hombre que poseía ingenuidad

suficiente para dar la réplica a la temible simplicidad de los que iban a ser atacados. Fue un

presagio inequívoco. En aquellos días aprendí más cosas que con la lectura de bibliotecas enteras

de libros de historia, incluso más cosas que con la lectura de Shakespeare, en cuyo Coriolano me

refugiaba a menudo. Solo breves alusiones a esto se encontrarán en estas páginas, pues su misión

no es política, sino pedagógica, autodidáctica en un sentido superior: el autor permite al lector

que comparta su evolución. También me estará permitido decir que ya entonces me hallaba

cansado del caleidoscopio histórico-político y que no aguardaba ninguna mejora de su pura

inversión. Dentro del ser humano es donde es menester que se desarrolle un nuevo fruto, no en

los sistemas.

En este sentido mi escrito La paz se había convertido para mí en algo perteneciente ya a la

historia cuando en Alemania se extinguió la resistencia. Lo dediqué a mi hijo Ernstel, que

entretanto había salido de la cárcel y caído como voluntario en las cercanías de Carrara. Su

muerte estuvo ligada para mí a la misma amargura que sentía frente a mi autoría. Había previsto

bien que descenderíamos a estratos donde ya no subsiste ningún mérito y donde solo el dolor

conserva peso y valor. Pero el dolor nos eleva a otras regiones, a la patria verdadera. Allí no nos

perjudicará el haber resistido aquí en una situación sin salida y en una posición perdida.

Entretanto La paz circula en ejemplares impresos y en copias hechas a mano. Tienen un

destino propio tanto las balas como los libros. Al parecer se considera paradójico el que un

guerrero hable de la paz. Frente a eso cabe decir que su firma es la única que otorga crédito a esa

palabra. No en vano los antiguos hacían que a los tratados de paz asistiesen sus dioses nacionales

de la guerra, representados por el sumo sacerdote.

Sea cual fuere el destino que esté reservado a ese pequeño escrito mío, yo le deseé lo mejor.

La situación de entonces era parecida a la de los siete marineros en el mar Ártico, y cuando el ser

humano se halla en un ambiente como ese se refugia fácilmente en el odio. Nunca ha sido ese el

terreno donde yo me he movido, pero es posible que haya puesto mis ojos en una de esas

estrellas que jamás se alcanzan en la vida. Tal cosa me haría aún más querido ese escrito, pues

autoría es paternidad, y nuestro afecto va ante todo a aquellos hijos nuestros que no han tenido

suerte.

6

El primero de estos seis diarios, Jardines y carreteras, describe el avance alemán a través del

territorio francés y fue dado a conocer poco después de los hechos. Entonces me gustaba hacer

uso de criptogramas para insinuar la situación a seres humanos, o a quienes deseaban seguir

siéndolo; uno de esos mensajes cifrados es la mención del salmo 73. Hubo de pasar un año antes

de que el cifrado arabesco se divulgase; y entonces el ministro de instrucción popular hizo

depender de la supresión de ese pasaje la reedición del libro. Como rechacé tal exigencia, mi

obra Jardines y carreteras fue incluida en el índice de los libros prohibidos, donde ha

permanecido mucho tiempo.1En el Estado moderno las sucesivas autoridades modifican los

argumentos de la violencia, pero no su práctica. Si uno se desvía un poco de la norma, está

expuesto en todos los casos a peligros. Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las

batidas a la caza.

Encuentros con varias personas me llevaron a conocer que esta primera parte, publicada en

traducción francesa con el título de Routes et jardins,2encontró pronto amigos también en

Francia. La bella idea de la amistad entre Francia y Alemania ha quedado desprestigiada por

culpa de fuerzas perversas, pero son muchas las cosas que dependen de que vuelva a recuperarse

esa idea. El hecho de que en la guerra resultase imposible hacerla realidad forma parte de la

tragedia de amigos suyos en ambos países, a los que vi sucumbir por ella.

Una vez comenzada la guerra, la única vía para bordear la catástrofe estaba en la inmediata

conclusión de una paz con Francia, siguiendo el modelo de Bismarck al concluir la paz con

Austria. El demonio de las masas prefirió triunfos fugaces y el enfriamiento del odio. También

hablando en el plano de los principios era mejor que la clarificación de los conflictos llegase

hasta las raíces. De lo que a la postre se trataba era de saber si el Estado nacional tenía aún futuro

en el siglo XX o no lo tenía. Como era de prever, la cuestión ha quedado resuelta en favor de los

imperios. En este aspecto Alemania ha perdido esta guerra junto a todos los Estados nacionales,

de modo enteramente similar a como perdió la Primera Guerra Mundial en compañía de las

monarquías. En consecuencia con eso yo consideré entonces lleno de sentido el que los alemanes

nos apoyásemos en Rusia, mientras que hoy existe una relación complementaria no solo con

Francia, sino con todos los Estados europeos.

Cabe prever que Alemania continuará siendo la que lleve la peor parte cada vez que se

agrave la tensión entre el Este y el Oeste. Y esa tensión no disminuirá si las dos enormes

potencias cuya aparición en el horizonte vio ya tan claramente Tocqueville se refuerzan cada vez

más y atraen hacia sí como dos polos las potencias situadas en el campo intermedio. Esa

evolución escindiría a Alemania en una parte atlántica y una parte continental, de igual modo

que la Guerra de los Treinta Años la escindió en una mitad septentrional y una mitad meridional.

Ese es el motivo por el que tenemos obligación precisamente nosotros los alemanes de contribuir

a una solución pacífica; y, dada la actual situación de las cosas, tal aportación nuestra no puede

ser más que espiritual.

7

Radiaciones. Por lo que se refiere a la forma, el autor es partidario tanto de la teoría ondulatoria

como asimismo de la teoría corpuscular, lo que quiere decir que deben actuar tanto los

pensamientos como las imágenes — y hacerlo coincidentemente: en el lenguaje las figuras

lógicas se fusionan con los ideogramas del style imagé.

Nosotros creemos que en la plasmación de un estilo nuevo está la sublime posibilidad de

hacer soportable la vida. Solo caminando hacia delante se encontrará tal estilo. Las llamas han

consumido las últimas ramas secas del romanticismo. Y asimismo ha quedado manifiesto el

desconsolador vacío del clasicismo. La etapa museística es la etapa previa al mundo del fuego.

Las pretensiones conservadoras, ya sea en el arte o en la política o en la religión, extienden

cheques contra activos que ya no existen. Así Huysmans, santo padre de la Iglesia de los tropeles

de creyentes a quienes el pánico empuja hoy hacia los altares.

Frente a esto el realismo promete menos, pero cumple más. El realismo renuncia a las

especulaciones que no se rigen por el orden de la lógica y no paga con cheques contra fondos

invisibles. Eso está bien — ¿pero hemos agotado los secretos de las cosas visibles? Toscos

segmentos, relieves superficiales, eso es lo único que el positivismo y el naturalismo han

ofrecido. Ahí puede haber un punto de partida. En las cosas visibles están todas las indicaciones

relativas al plan invisible. Y en los diseños, en las muestras es donde es preciso demostrar que tal

plan existe. A eso tienden los ensayos de fusionar el lenguaje jeroglífico con el lenguaje de la

razón. En este sentido la obra literaria crea las estatuas que el espíritu coloca como ofrendas ante

los templos aún invisibles.

En esta situación las miradas se vuelven al cristianismo. Pero lo que en él se ve es que los

espíritus no son capaces de hacer frente ni siquiera a la ciencia del siglo XIX y a sus ideas,

cuando de lo que se trata es de dar forma a las ideas de nuestro siglo. Esto podría cambiar, y hay

ya enfrentamientos de cuyo desarrollo puede inferirse que a los poderes dominantes están

surgiéndoles unos adversarios de un género nuevo.

8

Unas palabras todavía sobre la delimitación entre la esfera privada y la esfera de la autoría. Aquí

habrá siempre fronteras que se prestarán a discusión. Por este motivo los manuscritos son más

fuertes que el texto impreso. No es en los detalles donde está la exactitud. También se trata de

cuestiones de gusto. Joyce, por ejemplo, en su Ulises, considera importante anotar todas las

circunstancias del uso de un retrete.

De una serie de pasajes que aquí se publican sé bien, puesto que conozco la crítica de hoy,

que su materia dará ocasión a ataques. Esto vale en especial de las cosas horribles que menciono;

y era fácil sucumbir a la tentación de suavizar el texto mediante retoques. No lo he hecho, pues

lo que me propongo es comunicar al lector una idea del conjunto en su integridad. Hoy la única

conversación posible es la que se desarrolla entre hombres que tienen esa idea del conjunto; si tal

cosa ocurre, entonces pueden hallarse ciertamente en puntos muy alejados, sin que ello impida el

diálogo.

El modo de llevar un diario, lo que quiere decir el modo de poner orden en el aflujo de

hechos y pensamientos, forma parte del curso, de la misión que el autor se propone. Hay en eso

un consuelo solitario del que se siente necesitado. En una situación en que son los técnicos

quienes administran los Estados y los remodelan de acuerdo con sus ideas, están amenazadas de

confiscación no solo las digresiones metafísicas y las consagradas a las Musas, lo está también la

pura alegría de vivir. Quedaron atrás hace ya mucho los tiempos en que la propiedad era

considerada un latrocinio. Del lujo forma parte también el modo propio de ser, el ethos, del que

dice Heráclito que es el daimon del ser humano. La lucha por un modo propio de ser, la voluntad

de salvaguardar un modo propio de ser es uno de los grandes, de los trágicos asuntos de nuestro

tiempo.

También tocaré ese asunto, tras haber realizado muchos viajes de descubrimiento a los

campos ardientes y helados del mundo del trabajo. La distancia que hoy ha conseguido el autor

con respecto a su obra trae consigo el que pueda actuar en territorios y estratos que están muy

alejados entre sí y que a menudo son distintos como lo son el positivo y el negativo de una

fotografía. Y, sin embargo, solo ambos proporcionan la realidad. El mundo a cuyo nacimiento

estamos asistiendo no será el calco de motivos y principios plasmados de una manera unitaria —

surgirá del conflicto, como toda creación. Y una de las grandes delimitaciones es ante todo la

que se traza entre el libre albedrío y la determinación. En nuestra cabeza, en nuestro pecho es

donde están los circos en que, vestidos con los disfraces del tiempo, se enfrentan la Libertad y el

Destino.

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