Nota introductoria
Prólogo
Jardines y carreteras
Primer diario de París
1941
1942
Anotaciones del Cáucaso
1943
Notas
Créditos
Sinopsis
Este primer tomo de Radiaciones –título general que Jünger dio a los diarios escritos entre 1939
y 1948– abarca sus anotaciones comprendidas entre 1939 y 1943. En sus páginas, el escritor,
oficial del ejército alemán, entomólogo y, sobre todo, infatigable observador de la naturaleza
humana, registra desde la singular cotidianidad de las primeras escaramuzas bélicas hasta sus
contactos con la intelectualidad parisina; desde sus lecturas y visitas a bibliotecas y museos a sus
impresiones sobre escritores y artistas. Destacan en estos diarios su sombría reflexión acerca del
destino humano y el dolor de tantos inocentes, así como su soterrado desprecio hacia los jerarcas
nazis y la convicción de estar viviendo unos tiempos abocados al nihilismo y la destrucción total.
Compuesto por tres partes, la primera, «Jardines y carreteras», describe el avance alemán a
través del territorio francés. En la segunda parte, «Primer diario de París», dedicado a la
Ocupación, nos revela la vida cotidiana en un París agredido, que, sin embargo, sigue siendo
alegre escenario de la vida bohemia, artística y mundana, donde pululan conocidos personajes
que no vacilaron en codearse con el enemigo. El volumen se cierra con «Anotaciones del
Cáucaso», las observaciones del autor sobre el frente oriental, convertido en un auténtico
infierno de tinieblas.
RADIACIONES I
Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943)
ERNST JÜNGER
Traducción de Andrés Sánchez Pascual
Nota introductoria
Los tres escritos de que consta este primer volumen de Radiaciones, a saber: Jardines y
carreteras (primera edición, 1942), Primer diario de París (primera edición, 1949) y Anotaciones
del Cáucaso (primera edición, 1949), así como los también tres de que se compone el volumen
segundo: Segundo diario de París (primera edición, 1949), Hojas de Kirchhorst (primera
edición, 1949) y La barraca del viñedo. Años de ocupación (primera edición, 1958) permiten
echar una mirada excepcional a diez años decisivos de la historia europea de este siglo: desde
los meses anteriores a la Segunda Guerra Mundial, pasando por la invasión alemana de
Francia, la ocupación de París, los combates en el frente oriental, hasta la catástrofe alemana y
los «años de ocupación».
Los ojos que nos permiten contemplar este panorama de la Segunda Guerra Mundial son y
no son los mismos que en Tempestades de acero y en El bosquecillo1 nos proporcionaron una
visión exacta y objetiva de la estructura, del esqueleto de la Gran Guerra. Permanece la mirada
estereoscópica, la doble vista; el alma ha cambiado. Dos frases famosas, una de Tempestades de
acero y otra de Jardines y carreteras, muestran con toda nitidez el contraste. La primera dice así:
«Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro
grande. Y entonces la guerra nos arrebató como una borrachera. Partimos hacia el frente bajo
una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que
había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un
lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el
rocío» (p. 5 de la edición citada de Tempestades de acero). La segunda, en cambio, reza: «En
ciertas encrucijadas de nuestra juventud podrían aparecérsenos Belona y Atena — la primera
con la promesa de enseñarnos el arte de guiar veinte regimientos al combate de manera que
estuvieran en su puesto en el momento de la batalla, mientras que la segunda nos prometía el
don de juntar veinte palabras de manera que formasen una frase perfecta. Y pudiera ser que
eligiésemos el segundo de los laureles; este crece, más raro e invisible, en las pendientes
rocosas» (p. 165 de este libro).
En julio de 1927 Jünger se trasladó con su familia de Leipzig a Berlín. En la capital del
Reich vivió la agonía de la República de Weimar y se relacionó con los muy variopintos
círculos, de la extrema izquierda a la extrema derecha, que entonces pululaban por las calles y
cafés berlineses. Siguió con atención fascinada, en una mezcla de atracción y repulsa, el
ascenso de Hitler. Sus «estudios callejeros» en Berlín son el trasfondo sobre el que escribe su
inasible obra El trabajador, que aparece en 1932. Con su característica habilidad, Jünger se
cuida bien de preservar su libertad: ninguna de las enfrentadas fuerzas que se lo disputan es
capaz de anexionárselo. Sin embargo, deja pronto muy clara cuál es suposición. Ya en 1927
había rechazado el ser diputado del Reichstag por las listas nacionalsocialistas. En 1933 vuelve
a rechazar esa misma invitación, a pesar de las insistencias de Rudolf Hess y de Joseph
Goebbels y de las esperanzas que el propio Hitler había puesto en él. Se niega a formar parte de
la depurada Academia Alemana de Poesía. Más aún, en una durísima nota pública prohíbe a los
nazis que hagan el menor uso de sus escritos. Pocos alemanes tuvieron entonces su coraje. Para
que todo quedase más claro, en 1933 abandona Berlín y se retira a vivir a pequeñas ciudades
alemanas. Reside primero en Goslar (1933-1936) y luego en Überlinger, junto al lago de
Constanza (1936-1939); en abril de 1939 se traslada a una minúscula aldea, Kirchhorst, situada
un poco al norte de Hannover, donde ha alquilado una vetusta y espaciosa casa parroquial, con
jardín. No la dejará hasta 1948.
Jardines y carreteras, el primer diario, comienza el 3 de abril de 1939, a los pocos días de la
instalación de Jünger en la mencionada casa parroquial, y está escrito desde una posición muy
clara: un antinazismo decidido y militante, desde la perspectiva de la acción espiritual. Por
aquellas fechas está dando la última mano a su más famoso relato: En los acantilados de
mármol (cuyo título inicial era La reina de las serpientes), y día a día comenta en los apuntes su
doble «trabajo»: en el jardín y en las cuartillas. Sin duda la mejor introducción a la lectura de
En los acantilados de mármol son estas páginas, llenas de claves.
Al estallar la guerra en septiembre de 1939, Jünger es nombrado capitán de la reserva e
incorporado al ejército. «Todas las guerras comienzan con cursillos», es su humorístico
comentario; durante dos meses es sometido a un severo entrenamiento. En esa época corrige las
pruebas de imprenta de En los acantilados de mármol, obra que aparece ese mismo año y que
provoca en los círculos nazis una renovada cólera contra él. A mediados de noviembre, al
mando de una compañía, es enviado al Muro Occidental, a orillas del Rin, donde permanece
hasta mayo de 1940. Las abstractas y mecánicas casamatas de hierro y cemento provocan en él
una repugnancia incluso física, y pronto se hace construir una barraca de cañas, barro y
madera donde pasa sus días y sus noches. Es la época de la «Barraca de las Cañas»: un pobre
oasis en medio del desierto.
En mayo de 1940 el ejército alemán invade Francia. Las rápidas columnas de los blindados
succionan tras de sí a las mal equipadas tropas de infantería. A pie o a lomos de su jamelgo
«Justus» penetra Jünger en Francia al frente de su compañía; no llega a entrar en combate en
ningún momento. En medio de la barbarie bélica cabalga un donquijotesco caballero: se cuida
de la catedral y de la biblioteca de Laon, en Montmirail pone todo su empeño en salvar el
castillo de los Rochefoucauld y allí mismo muestra su respeto y simpatía por los infortunados
prisioneros franceses. Sus idas y venidas por tierras francesas concluyen en Bourges; allí recibe
la única condecoración que se le concede en esta guerra: la Cruz de Hierro de segunda clase,
que durante aquellos años fue repartida por centenares de miles. Y la obtiene, no por una acción
bélica, sino por haber rescatado dos cuerpos en el Muro Occidental. Jünger regresa con su
compañía a Francia, en largas jornadas a pie; Jardines y carreteras concluye el 24 de julio de
1940, cuando su autor vuelve a pisar suelo alemán.
Esta obra se publicó en 1942 y provocó asombro e indignación entre los nazis. Ni Hitler ni
el Partido, entonces en la cumbre de su gloria, son mencionados con una sola palabra. Tal
silencio era clamoroso y pesaba más que los millares y millares de telegramas de felicitación
enviados al Führer y a su pandilla de forajidos. Quien sí es mencionado es Kniébolo; se le
aparece a Jünger en un sueño, «ofreciéndole bombones», «enclenque, melancólico y
menesteroso de contacto» (véase p. 46 de este libro). Las poquísimas personas que entonces
sabían o que intuyeron quién era en realidad «Kniébolo» seguramente se divirtieron mucho y a
la vez se asustaron con esta peligrosísima osadía de Jünger.
Pero lo decisivo de este primer diario es la visión de la guerra desde una perspectiva nueva,
la del sufrimiento. Ahora el soldado no es ya para Jünger, como lo era en Tempestades de acero,
el hombre de acción, el lansquenete lanzado a dar muerte al adversario. Ahora el soldado no es
el hombre que mata y que triunfa —o que sucumbe gloriosamente—, sino que es el individuo
sometido a la disciplina, amenazado por la muerte, expuesto al dolor. Y el uniforme militar no es
ya una distinción propia de señores, sino que encarna una obligación ética, es un manto con el
que cubrir y proteger a los débiles y amenazados. Jardines y carreteras, uno de los libros más
leídos por las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial en las bibliotecas de
campaña, enseñó a millares de soldados que también en aquellos años y en aquellas
circunstancias era posible cuando menos la caballerosidad.
Acabada la campaña de Francia, los nazis se sienten dueños de Europa y se disponen a
ajustar ciertas cuentas pendientes, también en el interior de Alemania. Uno de sus propósitos es
deshacerse de Jünger. Por lo pronto lo envían, a comienzos de 1941, de guarnición a un mísero
villorrio del norte de Francia, el lugar más inapropiado para una persona como él. Aquí
comienza el segundo de los diarios reunidos en este volumen: Primer diario de París. En el
mencionado villorrio Jünger sufre lo indecible y piensa en suicidarse o en desertar. En abril del
mismo año su regimiento es trasladado temporalmente a París para prestar servicio de guardia
en diversos edificios oficiales. Esto lo salva de la autodestrucción y del asesinato indirecto que
los nazis habían ideado para él. En cuanto a lo primero, Jünger conoce en París al pintor
Werner Höll (1898-1984), cuyo trato lo reconcilia con la vida. «El trato con Höll me resulta
beneficioso y me ha sustraído a aquellas peligrosas meditaciones en que me había hundido
desde comienzos de este año» (véase p. 232 de este libro). Salvado interiormente, enseguida se
produce la salvación externa. Dos lectores de Jünger, Clemens Podewils y Horst Grüninger,
oficiales destinados en el Estado Mayor del comandante en jefe de las fuerzas de ocupación
alemanas en Francia, se enteran de su estancia en París y de la situación en que se encuentra y
hablan con el jefe del Estado Mayor, el coronel Speidel. Este conoce a Jünger a finales de mayo
e interviene con celeridad. Reclama del Mando Supremo que Jünger sea trasladado a su Estado
Mayor, en dependencia directa de él. Advertido de ello el mariscal Keitel, telefonea
personalmente a Speidel a París y le dice lo siguiente: «Jünger es un hombre peligroso. Lo
único que usted conseguirá, incorporándolo a su Estado Mayor, es perjudicarse». La
conversación se hace tensa. Speidel insiste en su petición y, ante las repetidas admoniciones de
Keitel, gana la partida con esta frase: Das nehme ich auf meine Kappe [eso es asunto mío].
Jünger es destinado a París. A los pocos días el regimiento a que hasta entonces había
pertenecido fue enviado al frente ruso y entró en combate aquel mismo verano. Ninguno de sus
oficiales regresó con vida. Ese era el asesinato indirecto que los nazis tenían destinado a
Jünger, al que sin duda habrían dedicado luego unos pomposos funerales oficiales.
Instalado en París, Jünger tiene su despacho oficial en el Hotel Majestic, en la Avenue
Kléber, sede de la Militärkommandantur, y su habitación privada en el cercano Hotel Raphäel.
Depende directamente de Speidel, quien le encomienda llevar las actas de la planeada pero
nunca realizada Operación León Marino (invasión de las islas Británicas), pero también otras
actas secretas: las de la lucha por la hegemonía en Francia entre el comandante en jefe del
Ejército y el Partido, actas que incluían el asunto de los fusilamientos de rehenes. Pero el
propósito principal de Speidel al retener a Jünger junto a sí había sido el de proporcionarle
tiempo libre para su trabajo creador. De este modo pudo sumergirse en el espíritu de la capital
francesa; de ella recibió múltiples «radiaciones», que sin duda contribuyeron a enriquecer su
personalidad. Un día se presentó en el despacho de Speidel un emisario de Goebbels con una
extraña petición: la de que forzase a Jünger a eliminar de las futuras ediciones de Jardines y
carreteras la famosa mención del salmo 73. Speidel liquidó la cuestión con un despreciativo: «Yo
no mando en el espíritu de mis oficiales». También Jünger se negó, como es natural, a tal
supresión. A partir de aquel momento Goebbels impidió que Jünger publicase ni una sola línea
más en Alemania por el sencillo procedimiento de negar cupo de papel a sus proyectadas
ediciones. En 1945 los ingleses de ocupación en Alemania ratificaron la orden de Goebbels.
Comentario de Jünger: «Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las batidas a la
caza».
El Primer diario de París pertenece a la historia de esa ciudad, es una parte de su
construcción espiritual. Una vez cumplidas sus obligaciones militares, Jünger se convierte a
diario en un incansable paseante de las callejuelas y las avenidas parisinas. Cada uno de sus
rincones le depara una idea o un sentimiento y, a la vez, adquiere de él un significado nuevo.
Jünger trata también de entrar en contacto con sus habitantes, y no solo con los famosos
—Picasso, Céline, Cocteau, Montherlant...—, sino también con los desconocidos, con el hombre
y la muchacha de la calle o de la tienda. Casi siempre va vestido de paisano. En una ocasión ve
por primera vez en una calle de París la estrella amarilla impuesta a los judíos; ese día va de
uniforme y, rabioso por su impotencia, siente asco del traje que lleva. Cuando el comandante en
jefe de las tropas alemanas en Francia, Otto von Stülpnagel, es destituido y viene a relevarlo un
primo suyo, Carl-Heinrich von Stülpnagel, y Speidel es destinado a Rusia, el nuevo comandante
en jefe sigue dispensando su protección a Jünger.
El núcleo del Estado Mayor de París era decididamente antinazi, y en la llamada
«Georgsrunde» se discutían con toda libertad materias que eran absolutamente tabú en
cualquier otro sitio. La «Georgsrunde» era el círculo de íntimos que se reunía en el salón del
Hotel George V, residencia de Speidel, de manera que la traducción inmediata de esa expresión
sería: «peña del Hotel George V». Pero sus miembros le daban, además, otro significado: el de
«círculo de San Jorge», santo patrón de los caballeros. De aquella «Georgsrunde» salieron
múltiples iniciativas para oponerse al terror de las SS en Francia, y millares de franceses
debieron su vida, sin que ellos lo supieran, a las conversaciones que allí se celebraban.
El 15 de octubre de 1942 es enviado Jünger por tres meses al Estado Mayor del Grupo de
Ejércitos A en el frente ruso. Ese mismo día termina el Primer diario de París y comienzan las
Anotaciones del Cáucaso, el tercero de los diarios que componen este volumen. La iniciativa de
tal viaje surgió el domingo 16 de agosto de 1942. Carl-Heinrich von Stülpnagel invitó a Jünger
a pasar el fin de semana en su residencia de verano de Vaux-les-Cernay, cerca de Rambouillet.
Jünger anota en su diario: «El general estuvo hablando de las ciudades rusas y dijo que para mí
sería importante conocerlas, sobre todo con vistas a ciertas correcciones en la “figura del
trabajador”. Le repliqué que ya hacía tiempo que yo mismo me había prescrito como penitencia
el hacer una visita a Nueva York, pero que también estaría de acuerdo con que se me enviase
por una temporada al frente oriental» (véase la p. 349 de este libro).
Jünger no fue a Rusia a luchar, sino a cumplir dos misiones: una espiritual y otra política.
Por un lado, deseaba vivamente conocer el Cáucaso, la montaña a la que había estado
encadenado Prometeo, y estudiar los efectos que sobre el pueblo ruso, sobre la sustancia rusa,
habían causado las fuerzas descritas por él en El trabajador. Por otro lado, aunque de ello no se
habla en los diarios, su viaje de inspección trataba de conocer el estado de ánimo del cuerpo de
oficiales alemanes destinados en el frente oriental. Jünger estaba buscando un Sila que pudiera
oponerse a Hitler, un simplista, enérgico y brutal «general del pueblo» capaz de enfrentarse al
terrible simplificador que era el tirano. Con tristeza y resignación anota el 19 de diciembre de
1942: «De igual manera que en Almas muertas Chíchikov va peregrinando de propietario rural
en propietario rural, así voy yo peregrinando de general en general y observo también su
transformación en trabajadores. Es preciso abandonar la esperanza de que de esta capa puedan
surgir figuras de rasgos silánicos o al menos napoleónicos. Son especialistas en el campo de la
técnica del mando y cada uno de ellos es sustituible e intercambiable, como lo es cualquiera que
trabaje en una máquina» (véase luego, p. 432). En cuanto a su estudio del efecto causado en el
pueblo ruso por el abstracto terror político del sistema soviético, Jünger considera que este
apenas ha afectado a la superficie. Sus observaciones sobre la sustancia rusa están llenas de
simpatía. Jünger pensaba entonces que lo favorable para Alemania era apoyarse en sus vecinos
orientales, y, sobre todo, en Rusia, como correspondía a la mejor tradición prusiana. En
cambio, encuentra desencantado el país. Solo la camaradería entre los soldados, algunos juegos
infantiles y las cimas del Cáucaso le permiten entrever algún rayo de luz en aquel infierno de
tinieblas. Es también en esos momentos cuando adquiere algún color la negra prosa en que
están escritas las Anotaciones del Cáucaso.
La estancia de Jünger en el flanco sur del frente ruso coincide con el cerco de Stalingrado,
presente a diario en sus anotaciones. Esa batalla decisiva obliga a la evacuación del Cáucaso.
Eso, y la muerte de su padre a principios de enero de 1943, obligan a Jünger a acortar su
estancia en Rusia y a regresar precipitadamente a Alemania. Con las meditaciones sobre la
muerte de su padre concluye este tercer diario.
Acerca de esta traducción. Está hecha sobre la definitiva versión alemana dada a estos
textos por su autor y recogida en el tomo tercero de la edición de sus Obras en dieciocho
volúmenes (Klett-Cotta, Stuttgart, 1979). En el amplio e importantísimo prólogo que antecede a
estos diarios ya indica Jünger que «los manuscritos son más fuertes que el texto impreso» (véase
luego, p. 27). Esto quiere decir dos cosas: que son más amplios, que contienen detalles que en el
texto impreso no aparecen, y que la formulación es «más fuerte». Pero a continuación advierte:
«No es en los detalles donde está la exactitud»; y añade: «Lo que yo me propongo es comunicar
al lector una idea de conjunto en su integridad». Al incorporar estos textos a la edición
definitiva de sus Obras volvió Jünger a revisar sus versiones anteriores, incluso las ya
publicadas; eliminó ciertos pasajes y agregó otros. En general, aparte de las mejoras puramente
estilísticas, la revisión intenta que el texto quede más despegado todavía de la subjetividad
individual. Ciertos encuentros eróticos, por ejemplo, quedan «sublimados», entendida esta
palabra en sentido químico, en una breve sentencia.
Sin duda no estará de más indicar que Jünger sigue en estos diarios la máxima de Nietzsche,
que dice que las cosas más importantes caminan silenciosamente, «con pies de paloma». La
reconocida discreción de Jünger alcanza en estos textos su punto más alto. Cuando las frases,
de puro transparentes, parezcan no decir demasiado, se puede estar seguro de que allí hay un
abismo. Un ejemplo célebre: el 29 de abril de 1947, en París, merodeando por los muelles del
Sena, Jünger medita en si, para ser libre en aquella situación, debe suicidarse o desertar. Solo la
palabrita Ausgang («salida», que aquí tiene el significado de exitus vitae), repetida dos veces,
señala al lector atento que Jünger está aquí hablando de su propia muerte. Tras angustiosa
reflexión, que no deja la menor huella en la tersa prosa, el rechazo del suicidio se expresa en
esta frase tan inaparente: «el camino de la libertad no es ese». Jünger decide «elevarse a través
del sufrimiento: entonces se vuelve más comprensible el mundo». Por otro lado, aunque fueron
escritos con vistas a una posible publicación futura, Jünger no redacta sus diarios solo para sí
mismo ni tampoco solo para el lector; los escribe principalmente para Otro. El lector es un
partícipe más de la contemplación del camino de la vida, pero sus ojos deberían estar dirigidos
también, igual que los de Jünger, al sueño de la vida.
Con la próxima publicación del segundo volumen de estos diarios podrá disponer el lector
español de la versión completa de una de las obras más significativas de este siglo.
A.S.P.
Prólogo
1
En estas páginas se alude al diario de los siete marineros que en el año de 1633 invernaron en la
pequeña isla de San Mauricio en el océano Glacial Ártico. Allí los había dejado, con su
consentimiento, la Sociedad Holandesa de Groenlandia, a fin de realizar estudios sobre el
invierno ártico y la astronomía polar. En el verano de 1634, cuando regresó la flota ballenera, se
encontró el diario y siete cadáveres.
Al mismo tiempo que ocurría este episodio estaban representándose en otras partes de
nuestro planeta ciertos actos del drama del gran debate sobre la cuestión del libre albedrío,
debate que Lutero y Erasmo habían replanteado en nuevos términos y que tendía con apremio
hacia una demarcación de las fronteras políticas y espaciales, tras haber conseguido ya esa
delimitación en el campo de la teología. En el año de 1634 fue asesinado Wallenstein en Egger;
tal asesinato representó un factor dilatorio. La muerte de Coligny en 1572 se nos aparece, en
cambio, como una simplificación, como una aceleración hacia nuestra imagen de la realidad.
Juzgamos así porque vemos en el Estado unitario y en las formas perfectamente acuñadas de
ese Estado la meta a que pretende llegar por pasos ingeniosos el Weltgeist, el Espíritu del Mundo.
De ahí que se nos aparezcan llenos de sentido los triunfos de Richelieu y de Cromwell, mientras
que el fracaso de Wallenstein inaugura una era de poderes políticos de segundo y tercer rango.
¿Mas quién conoce las verdaderas magnitudes de la historia y la otra cara del medallón
acuñado por la consciencia? ¿Quién sabe qué cosas perdió Francia en la Noche de San
Bartolomé y cuáles otras fueron obstaculizadas por la mala estrella de Wallenstein? Pero todo
esto no son sino especulaciones que uno urde junto a la chimenea o a que se entrega durante una
noche en vela para pasar el tiempo. Sobreestimamos el significado de las piezas del ajedrez
político y de cada uno de sus movimientos.
Cien años antes de que los hombres de la isla de San Mauricio llevasen su diario mientras
iban muriendo de escorbuto, diseñaba Copérnico la nueva cosmografía. Con razón se estima que
estas fechas tienen más peso que las fechas de la historia de los Estados y las guerras. Son
también, sin comparación posible, más peligrosas. En el año de 1633 comparecía Galileo ante el
tribunal que juzgaba a los herejes. La frase E pur si muove que se le atribuye es una de las
fórmulas de nuestro destino; se ve que la Razón se reservará la última palabra.
Entretanto se nos ha vuelto familiar la idea de que habitamos una bola que va volando con la
velocidad de un proyectil por las profundidades del espacio hacia torbellinos cósmicos. En
Rimbaud la marcha sobrepasa ya todo lo imaginable. Y todo espíritu anticopernicano, si sopesa
con cuidado la situación, se dará cuenta de que es infinitamente más fácil el acelerar el
movimiento que el regresar a una andadura más reposada. En eso estriba la ventaja de los
nihilistas sobre todos los demás. En eso estriba también el enorme riesgo de las acciones
teológicas que están abriéndose paso. Existe un determinado grado de velocidad para el cual
todos los objetos quietos acaban transformándose en una amenaza y tomando la forma de
proyectiles. En los cuentos árabes basta con pronunciar el nombre de Alá para que los demonios
que vuelan por los aires queden abrasados como por el fuego de un astro.
2
Los siete marineros son ya figuras del mundo copernicano, uno de cuyos rasgos distintivos es
también la nostalgia de los polos. Su diario es literatura nueva, de la cual puede decirse,
hablando en términos muy generales, que su nota específica está en que el espíritu se aparta del
objeto, en que el autor se separa del mundo. Esto conduce a una multitud de descubrimientos. De
tal mundo forman parte la observación cada vez más cuidadosa, la consciencia fuerte, la soledad
y, por fin, también el dolor.
Desde que se halló aquel primer diario en los cadáveres de los siete marineros han sido
encontrados otros muchos diarios junto a personas muertas y publicados de manera póstuma.
También personas vivas permiten que la gente eche un vistazo a sus anotaciones privadas; desde
que se publicaron los Dîners chez Magny no hay ya en ello riesgo ninguno. Antes al contrario, el
carácter de diario se convierte en un carácter específico de la literatura. Una de las razones de
esto es también, aparte de otras muchas, la antes mencionada de la velocidad. La percepción, la
multiplicidad de los tonos puede acrecentarse hasta el punto de constituir una amenaza para la
forma; eso es algo que nuestra pintura ha sabido plasmar con mucha fidelidad. Frente a esto, en
la literatura es el diario el mejor medio. Y, además, es el único diálogo posible que subsiste en el
Estado total.
Incluso en la filosofía puede tornarse hasta tal punto amenazadora la situación que el opus se
aproxime al cuaderno de bitácora; algo de eso apunta por vez primera en La voluntad de poder.
Son anotaciones tomadas durante el recorrido por mares donde se deja sentir la succión del
Maelstrom y emergen monstruos a la superficie. Vemos cómo el timonel, mientras observa los
instrumentos de a bordo, que poco a poco van poniéndose al rojo vivo, no olvida un solo instante
el rumbo que sigue y el destino hacia el que navega. Investiga qué derroteros son posibles, las
rutas extremas, donde luego naufragará la razón práctica. La captación espiritual de la catástrofe
es más temible que los horrores reales del mundo del fuego. Esa captación es un riesgo que solo
pueden correr los espíritus más osados, los capaces de soportar grandes cargas, de hacer frente a
las dimensiones de los acontecimientos, bien que no a su peso. Quedar despedazado de ese modo
fue el destino de Nietzsche, lapidar al cual es hoy de buen tono. Después de un terremoto la
gente golpea a los sismógrafos. Pero si no queremos contarnos en el número de los primitivos,
no podemos hacer expiar a los barómetros los tifones.
Poe, Melville, Hölderlin, Tocqueville, Dostoievski, Burckhardt, Nietzsche, Rimbaud,
Conrad, a todos ellos se los encontrará conjurados con frecuencia en estas páginas como augures
de las profundidades del Maelstrom a que hemos descendido. Entre esos espíritus están también
Léon Bloy y Kierkegaard. La catástrofe fue prevista en todos sus detalles. Pero a menudo los
textos eran jeroglíficos — hay así obras para las cuales no hemos madurado como lectores hasta
hoy. Se asemejan a transparentes cuyos letreros son desvelados por el resplandor del mundo del
fuego.
Y una vez más ha demostrado ser la Biblia el libro de los libros, profética también para
nuestro tiempo; y no solo profética, sino asimismo consoladora en grado sumo y, por tal, el
manual de todo saber, un manual que ha vuelto a hacer compañía a innumerables personas
durante su paso por el mundo del horror. Al profundizar en la Biblia, no pocos habrán visto
claramente que también se ha vuelto necesaria la exégesis en el sentido del siglo XX, de igual
manera que se ha tornado precisa la nueva teología en sí. A lo largo de estas anotaciones
aparecen apuntes para una exégesis de ese género. Han sido esbozados para uso personal, pero
quizá proporcionen a este o a aquel lector una indicación sobre la metódica, sobre el modo como
él mismo puede penetrar en ese campo. El impulso metodológico se lo debo ante todo a Léon
Bloy, cuyos escritos también son citados con frecuencia en estas páginas; no quisiera dejar de
llamar la atención de los alemanes jóvenes sobre este autor, aunque preveo una oposición
fortísima. También yo hube de superar la misma aversión — hoy es preciso, con todo, tomar la
verdad en los sitios donde se la encuentra. Igual que la luz, tampoco la verdad cae siempre en el
lugar agradable. En general hay un hilo literario que recorre el laberinto de estos diarios; ese hilo
se funda en mi necesidad de gratitud espiritual, y esa necesidad sentida por mí puede a su vez
resultar fecunda también para el lector.
3
Radiaciones — tal es el título dado a este sexteto de diarios, el primero
de los cuales apareció ya
durante la guerra, mientras que el último no fue publicado hasta bastante después de que callaran
las armas. Aquí esas partes se encuentran reunidas ahora en un todo para dar la imagen de la
catástrofe, que, cual una ola, va encrespándose poco a poco, rompe contra las rocas y luego
refluye. La catástrofe golpea a cada uno de modo diferente, pero a todos los afecta al mismo
tiempo.
Radiaciones — entiéndase por ese término, en primer lugar, la impresión que en el autor
dejan el mundo y sus objetos, el fino enrejado de luz y de sombra formado por ellos. Los objetos
son múltiples, a menudo contradictorios, están incluso polarizados, como ocurre con «Este y
Oeste» y con muchas otras grandes cuestiones de nuestro mundo, las cuales son concordadas en
nuestro interior.
Hay radiaciones claras y hay radiaciones oscuras. Completamente oscuras son las grandes
zonas del terror que a partir del final de la Primera Guerra Mundial van penetrando en nuestro
tiempo y propagándose de manera funesta. Hasta sobre la más pequeña de las alegrías arrojan su
sombra esas zonas.
También recibimos radiaciones del ser humano, de nuestros prójimos y de quienes nos
quedan lejos, de nuestros amigos y de nuestros enemigos. ¿Quién conoce las consecuencias de
una mirada que nos rozó furtivamente, quién conoce el efecto de la plegaria que por nosotros
rezó un desconocido? El horóscopo muestra la concentración de los rayos en el nacimiento,
como si fueran las caras de un diamante. El primer movimiento de la vida después de la
fecundación es una radiación sutilísima — la obertura de la individuación. En cada instante
estamos envueltos en haces de luz que nos tocan, nos rodean, nos traspasan.
¿Quién conoce y quién mide los efectos que esas radiaciones causan en nuestro cuerpo, en
nuestros sentidos, en nuestro espíritu — el orden, el equilibrio a que sin cesar estamos
compelidos? Hasta la propia belleza se contradice a sí misma, como lo enseña la fatiga
subsiguiente al recorrido por museos donde se hallan reunidas obras maestras. Estamos así
esforzándonos sin pausa en dirigir, en armonizar, en elevar al nivel de las imágenes las ondas de
luz, los haces de rayos. No significa otra cosa vivir.
En el grado supremo del orden los rayos cósmicos y los rayos terrenales se hallan de tal
manera entretejidos que súbitamente resplandecen diseños llenos de sentido. Es una señal de que
la vida de los seres humanos, la vida de los pueblos se ha logrado. Símbolos de tales diseños son
las flores; de ahí la palabra cultura, cultivo, y de ahí el papel que las flores desempeñan en las
parábolas. Y de ahí también el hondo y a menudo conmovedor anhelo de obras de arte sentido
por el pueblo. Ese anhelo tiene una razón de ser, pues vastos territorios pueden cristalizar si se
logran diseños llenos de sentido, aunque su superficie no sea mayor que la palma de la mano. Así
las cosas, ni siquiera el carácter masivo de la marcha hacia abajo puede causar angustia. Hay en
la obra de arte una gigantesca fuerza de orientación.
4
Radiaciones — el autor capta luz, que luego se refleja en el lector. En este sentido lo que el autor
realiza es un trabajo preliminar. Lo primero que ha de hacerse es armonizar la muchedumbre de
las imágenes y luego valorarlas — es decir: dotarles, conforme a una clave secreta, de la luz que
corresponde a su rango. Aquí luz significa sonido, significa vida que está oculta en las palabras.
Esto sería entonces un curso de metafísica realizado entre parábolas: la ordenación de las cosas
visibles de acuerdo con su rango invisible. Toda obra y toda sociedad deberían estar
estructuradas según ese principio. Si procuramos hacerlo realidad en la palabra, en la frase, en el
juego de las imágenes que la vida cotidiana trae consigo, entonces estamos entrenándonos en la
más alta disciplina.
Una frase sin tacha causa desde luego efectos que van mucho más allá del placer que en sí
misma proporciona. En la plasmación de una de esas frases está viva, aunque el lenguaje
envejezca, una distribución de luz y sombra, un delicadísimo equilibrio que se extiende luego a
las demás zonas. Porta en sí la fuerza con que el arquitecto estructura palacios, con que el juez
sopesa los últimos matices de lo justo y lo injusto, con que el enfermo sabe encontrar en la crisis
la puerta de la vida. Así que el escribir no deja de entrañar un riesgo muy alto, exige un examen
y una reflexión más profundos que los que se necesitan para conducir regimientos al combate.
Y si aún existieran anillos mágicos, estarían en los sitios donde la voluntad de creación vence esa
resistencia.
El oficio, el ministerio de poeta es uno de los más excelsos de este mundo. A su alrededor se
concentran los espíritus cuando él transustancia la Palabra; huelen que allí está haciéndose una
ofrenda de sangre. No solo son vistas allí cosas futuras; también son conjuradas o proscritas. Los
niveles inferiores de la dominación de la palabra, niveles oscuros todavía, son mágicos; y Goethe
sabía lo que quería decir cuando escribió estos versos:
Könnt ich Magie von meinem Pfad entfernen,
Die Zaubersprüche ganz und gar verlernen
[Concédaseme que pueda alejar de mi senda la magia,
olvidar del todo las fórmulas mágicas]
Esas palabras encierran una alusión a un poder y a un sufrimiento de los que se ha tenido
experiencia vital. También contienen esos dos versos una oración, como tantos otros de Goethe.
Pero si se quiere que la palabra sea eficaz, entonces en ella habrá de permanecer siempre la
magia. Ahora bien, esta ha de ser soterrada en las profundidades, en la cripta. Encima de ella se
alza la bóveda del lenguaje hacia una libertad nueva, que cambia y a la vez conserva la palabra.
Y también el amor ha de aportar su contribución; él es el secreto de la maestría.
El efecto causado por tal cambio tendría que ser reconocible en el crecimiento de la vida, en
el enriquecimiento del lenguaje. Si hemos de seguir usando la imagen de la radiación, entonces
tendrían que multiplicarse los rayos salutíferos. La parte de la palabra que suscita el movimiento
puro, ya sea de la voluntad o ya sea de los sentimientos, tendría que desaparecer en provecho de
la otra parte, la que desvela el núcleo milagroso del lenguaje.
5
Mi autoría en la Segunda Guerra Mundial se limita a estos seis diarios, si exceptúo una
correspondencia muy abundante y algunos escritos menores. Uno de estos es mi tratado La paz,
cuya prehistoria va entretejida con la parte parisina de estas anotaciones. Seguramente las fechas
podrán corregir varios errores, como el que asevera que ese llamamiento es fruto de la derrota.
Hoy es preciso contar, desde luego, con la interpretación más vulgar y a menudo también con la
más insidiosa. En mi trabajo he nadado siempre contra la corriente, jamás he seguido la estela de
ninguna de las fuerzas dominantes; así también en este caso. Antes por el contrario, la
planificación de ese escrito coincide con la máxima extensión del frente alemán. Su finalidad es
puramente personal; debía servir a mi propia formación — en cierto modo como entrenamiento
en la justicia.
La inminencia de la catástrofe me puso en contacto con los hombres que planificaron el
temible riesgo de abatir al coloso antes de que, acompañado de un séquito infinito, encontrase su
meta en el abismo. No era solo que yo enjuiciase de modo diferente la situación, era también que
me sentía hecho de una sustancia diferente de la de ellos, si exceptúo a espíritus amigos de las
Musas como Hans Speidel y Carl-Heinrich von Stülpnagel. Pero ante todo yo estaba convencido
de que, sin un Sila, todo ataque a la democracia plebiscitaria conduciría necesariamente a un
reforzamiento ulterior de lo inferior; y eso fue también lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo.
Hay, sin embargo, ocasiones en las que no es lícito prestar atención al éxito; entonces se está
desde luego fuera de la política. También de aquellos hombres es válido eso, y de ahí que
ganasen moralmente donde fracasaron históricamente. Su sacrificio es de aquellos que no son
coronados por la victoria, pero sí por la poesía.
Consideré un honor el contribuir a aquella acción con mis medios, y fue en aquel contexto
donde mi escrito tomó la forma de un llamamiento a la juventud de Europa. Entretanto mi escrito
influyó también en el pequeño grupo de hombres que estaban aguardando la consigna. Así fue
como lo leyó Rommel antes de enviar su ultimátum. La bala certera que lo alcanzó el 17 de julio
de 1944 en la carretera de Livaroth privó al plan de los únicos hombros a que cabía confiar el
temible peso de la guerra exterior y de la guerra civil — del único hombre que poseía ingenuidad
suficiente para dar la réplica a la temible simplicidad de los que iban a ser atacados. Fue un
presagio inequívoco. En aquellos días aprendí más cosas que con la lectura de bibliotecas enteras
de libros de historia, incluso más cosas que con la lectura de Shakespeare, en cuyo Coriolano me
refugiaba a menudo. Solo breves alusiones a esto se encontrarán en estas páginas, pues su misión
no es política, sino pedagógica, autodidáctica en un sentido superior: el autor permite al lector
que comparta su evolución. También me estará permitido decir que ya entonces me hallaba
cansado del caleidoscopio histórico-político y que no aguardaba ninguna mejora de su pura
inversión. Dentro del ser humano es donde es menester que se desarrolle un nuevo fruto, no en
los sistemas.
En este sentido mi escrito La paz se había convertido para mí en algo perteneciente ya a la
historia cuando en Alemania se extinguió la resistencia. Lo dediqué a mi hijo Ernstel, que
entretanto había salido de la cárcel y caído como voluntario en las cercanías de Carrara. Su
muerte estuvo ligada para mí a la misma amargura que sentía frente a mi autoría. Había previsto
bien que descenderíamos a estratos donde ya no subsiste ningún mérito y donde solo el dolor
conserva peso y valor. Pero el dolor nos eleva a otras regiones, a la patria verdadera. Allí no nos
perjudicará el haber resistido aquí en una situación sin salida y en una posición perdida.
Entretanto La paz circula en ejemplares impresos y en copias hechas a mano. Tienen un
destino propio tanto las balas como los libros. Al parecer se considera paradójico el que un
guerrero hable de la paz. Frente a eso cabe decir que su firma es la única que otorga crédito a esa
palabra. No en vano los antiguos hacían que a los tratados de paz asistiesen sus dioses nacionales
de la guerra, representados por el sumo sacerdote.
Sea cual fuere el destino que esté reservado a ese pequeño escrito mío, yo le deseé lo mejor.
La situación de entonces era parecida a la de los siete marineros en el mar Ártico, y cuando el ser
humano se halla en un ambiente como ese se refugia fácilmente en el odio. Nunca ha sido ese el
terreno donde yo me he movido, pero es posible que haya puesto mis ojos en una de esas
estrellas que jamás se alcanzan en la vida. Tal cosa me haría aún más querido ese escrito, pues
autoría es paternidad, y nuestro afecto va ante todo a aquellos hijos nuestros que no han tenido
suerte.
6
El primero de estos seis diarios, Jardines y carreteras, describe el avance alemán a través del
territorio francés y fue dado a conocer poco después de los hechos. Entonces me gustaba hacer
uso de criptogramas para insinuar la situación a seres humanos, o a quienes deseaban seguir
siéndolo; uno de esos mensajes cifrados es la mención del salmo 73. Hubo de pasar un año antes
de que el cifrado arabesco se divulgase; y entonces el ministro de instrucción popular hizo
depender de la supresión de ese pasaje la reedición del libro. Como rechacé tal exigencia, mi
obra Jardines y carreteras fue incluida en el índice de los libros prohibidos, donde ha
permanecido mucho tiempo.1En el Estado moderno las sucesivas autoridades modifican los
argumentos de la violencia, pero no su práctica. Si uno se desvía un poco de la norma, está
expuesto en todos los casos a peligros. Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las
batidas a la caza.
Encuentros con varias personas me llevaron a conocer que esta primera parte, publicada en
traducción francesa con el título de Routes et jardins,2encontró pronto amigos también en
Francia. La bella idea de la amistad entre Francia y Alemania ha quedado desprestigiada por
culpa de fuerzas perversas, pero son muchas las cosas que dependen de que vuelva a recuperarse
esa idea. El hecho de que en la guerra resultase imposible hacerla realidad forma parte de la
tragedia de amigos suyos en ambos países, a los que vi sucumbir por ella.
Una vez comenzada la guerra, la única vía para bordear la catástrofe estaba en la inmediata
conclusión de una paz con Francia, siguiendo el modelo de Bismarck al concluir la paz con
Austria. El demonio de las masas prefirió triunfos fugaces y el enfriamiento del odio. También
hablando en el plano de los principios era mejor que la clarificación de los conflictos llegase
hasta las raíces. De lo que a la postre se trataba era de saber si el Estado nacional tenía aún futuro
en el siglo XX o no lo tenía. Como era de prever, la cuestión ha quedado resuelta en favor de los
imperios. En este aspecto Alemania ha perdido esta guerra junto a todos los Estados nacionales,
de modo enteramente similar a como perdió la Primera Guerra Mundial en compañía de las
monarquías. En consecuencia con eso yo consideré entonces lleno de sentido el que los alemanes
nos apoyásemos en Rusia, mientras que hoy existe una relación complementaria no solo con
Francia, sino con todos los Estados europeos.
Cabe prever que Alemania continuará siendo la que lleve la peor parte cada vez que se
agrave la tensión entre el Este y el Oeste. Y esa tensión no disminuirá si las dos enormes
potencias cuya aparición en el horizonte vio ya tan claramente Tocqueville se refuerzan cada vez
más y atraen hacia sí como dos polos las potencias situadas en el campo intermedio. Esa
evolución escindiría a Alemania en una parte atlántica y una parte continental, de igual modo
que la Guerra de los Treinta Años la escindió en una mitad septentrional y una mitad meridional.
Ese es el motivo por el que tenemos obligación precisamente nosotros los alemanes de contribuir
a una solución pacífica; y, dada la actual situación de las cosas, tal aportación nuestra no puede
ser más que espiritual.
7
Radiaciones. Por lo que se refiere a la forma, el autor es partidario tanto de la teoría ondulatoria
como asimismo de la teoría corpuscular, lo que quiere decir que deben actuar tanto los
pensamientos como las imágenes — y hacerlo coincidentemente: en el lenguaje las figuras
lógicas se fusionan con los ideogramas del style imagé.
Nosotros creemos que en la plasmación de un estilo nuevo está la sublime posibilidad de
hacer soportable la vida. Solo caminando hacia delante se encontrará tal estilo. Las llamas han
consumido las últimas ramas secas del romanticismo. Y asimismo ha quedado manifiesto el
desconsolador vacío del clasicismo. La etapa museística es la etapa previa al mundo del fuego.
Las pretensiones conservadoras, ya sea en el arte o en la política o en la religión, extienden
cheques contra activos que ya no existen. Así Huysmans, santo padre de la Iglesia de los tropeles
de creyentes a quienes el pánico empuja hoy hacia los altares.
Frente a esto el realismo promete menos, pero cumple más. El realismo renuncia a las
especulaciones que no se rigen por el orden de la lógica y no paga con cheques contra fondos
invisibles. Eso está bien — ¿pero hemos agotado los secretos de las cosas visibles? Toscos
segmentos, relieves superficiales, eso es lo único que el positivismo y el naturalismo han
ofrecido. Ahí puede haber un punto de partida. En las cosas visibles están todas las indicaciones
relativas al plan invisible. Y en los diseños, en las muestras es donde es preciso demostrar que tal
plan existe. A eso tienden los ensayos de fusionar el lenguaje jeroglífico con el lenguaje de la
razón. En este sentido la obra literaria crea las estatuas que el espíritu coloca como ofrendas ante
los templos aún invisibles.
En esta situación las miradas se vuelven al cristianismo. Pero lo que en él se ve es que los
espíritus no son capaces de hacer frente ni siquiera a la ciencia del siglo XIX y a sus ideas,
cuando de lo que se trata es de dar forma a las ideas de nuestro siglo. Esto podría cambiar, y hay
ya enfrentamientos de cuyo desarrollo puede inferirse que a los poderes dominantes están
surgiéndoles unos adversarios de un género nuevo.
8
Unas palabras todavía sobre la delimitación entre la esfera privada y la esfera de la autoría. Aquí
habrá siempre fronteras que se prestarán a discusión. Por este motivo los manuscritos son más
fuertes que el texto impreso. No es en los detalles donde está la exactitud. También se trata de
cuestiones de gusto. Joyce, por ejemplo, en su Ulises, considera importante anotar todas las
circunstancias del uso de un retrete.
De una serie de pasajes que aquí se publican sé bien, puesto que conozco la crítica de hoy,
que su materia dará ocasión a ataques. Esto vale en especial de las cosas horribles que menciono;
y era fácil sucumbir a la tentación de suavizar el texto mediante retoques. No lo he hecho, pues
lo que me propongo es comunicar al lector una idea del conjunto en su integridad. Hoy la única
conversación posible es la que se desarrolla entre hombres que tienen esa idea del conjunto; si tal
cosa ocurre, entonces pueden hallarse ciertamente en puntos muy alejados, sin que ello impida el
diálogo.
El modo de llevar un diario, lo que quiere decir el modo de poner orden en el aflujo de
hechos y pensamientos, forma parte del curso, de la misión que el autor se propone. Hay en eso
un consuelo solitario del que se siente necesitado. En una situación en que son los técnicos
quienes administran los Estados y los remodelan de acuerdo con sus ideas, están amenazadas de
confiscación no solo las digresiones metafísicas y las consagradas a las Musas, lo está también la
pura alegría de vivir. Quedaron atrás hace ya mucho los tiempos en que la propiedad era
considerada un latrocinio. Del lujo forma parte también el modo propio de ser, el ethos, del que
dice Heráclito que es el daimon del ser humano. La lucha por un modo propio de ser, la voluntad
de salvaguardar un modo propio de ser es uno de los grandes, de los trágicos asuntos de nuestro
tiempo.
También tocaré ese asunto, tras haber realizado muchos viajes de descubrimiento a los
campos ardientes y helados del mundo del trabajo. La distancia que hoy ha conseguido el autor
con respecto a su obra trae consigo el que pueda actuar en territorios y estratos que están muy
alejados entre sí y que a menudo son distintos como lo son el positivo y el negativo de una
fotografía. Y, sin embargo, solo ambos proporcionan la realidad. El mundo a cuyo nacimiento
estamos asistiendo no será el calco de motivos y principios plasmados de una manera unitaria —
surgirá del conflicto, como toda creación. Y una de las grandes delimitaciones es ante todo la
que se traza entre el libre albedrío y la determinación. En nuestra cabeza, en nuestro pecho es
donde están los circos en que, vestidos con los disfraces del tiempo, se enfrentan la Libertad y el
Destino.
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