viernes, 22 de noviembre de 2024

Truman Capote Un árbol de la noche y otros cuentos Traducción de Juan Villoro DeBolsillo

 



PROFESOR MISERIA

El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le

hizo pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a

las flores —los crisantemos otoñales en la urna de la entrada—,

sintió que bastaría tocarlas para que se pulverizaran en briznas

escarchadas; no obstante hacía calor, la casa estaba incluso

demasiado caldeada; pero también fría —Sylvia se estremeció—

como frío era el níveo rostro tumefacto y ajado de la secretaria, Miss

Mozart, que vestía toda de blanco, como una enfermera. Claro que

bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento: Mr. Revercomb,

usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no. En ese

momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su

apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos

enrojecidos y opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su

rígido uniforme produjo un seco susurro en el vestíbulo:

—Esperamos que regrese —dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado

—. Mr. Revercomb se ha sentido particularmente complacido.

Afuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles

de noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta

Avenida. Se le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un

acto de desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su

sabiduría urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo

peligroso que es caminar de noche por el parque; mira lo que le

sucedió a Myrtle Calisher. Esto no es Easton, guapa. Esa era otra de

las cosas que decían. Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin

embargo, aparte de ellos y de algunas otras mecanógrafas de

SnugFare, la empresa de ropa interior para la que trabajaba, ¿a

quién más conocía en Nueva York? La situación no estaría mal si no

tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para pagarse un cuarto

propio en algún sitio; pero en aquel angosto apartamento a veces

sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva York?

La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga;

sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido

librarse de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque

Estelle también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati.

Habían crecido juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era

que estuvieran tan, pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo

tenía un nombre: el teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la

cama, el Gran Oso, ¿y qué decir de sus almohadas y toallas El y Ella?

Suficiente para enloquecer. ¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque

silencioso absorbió su voz. Qué agradable sensación, había hecho

bien en atravesarlo, el viento soplaba entre las ramas, los arbotantes

de luz recién encendidos iluminaban dibujos de tiza de los niños:

pájaros rosas, flechas azules, corazones verdes. De pronto, dos

muchachos aparecieron en el camino como un par de palabras

obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se asomaron en la

oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado,

Sylvia sintió que el cuerpo le ardía. Ellos se volvieron y la siguieron

hacia una solitaria zona de juegos. Uno de los chicos golpeaba un

palo a lo largo de una cerca de hierro, el otro silbaba. Los sonidos se

aproximaron como el concentrado rugir de un motor cada vez más

cercano. Cuando uno de ellos, riendo, gritó «¿A qué viene tanta

prisa?», a Sylvia se le entrecortó la respiración. Pensó en tirar el

bolso y correr; no lo hagas, se dijo. En ese momento vio a un

hombre que caminaba con su perro por un paseo lateral. Lo siguió y

se mantuvo cerca de él hasta llegar a la salida. ¡Cómo agradecerían

Henry y Estelle que les contara y les permitiera un te-lo-advertimos!

Es más, Estelle lo mencionaría en una carta y el día menos pensado

todo Easton sabría que la habían violado en Central Park. Durante el

resto del trayecto maldijo a Nueva York: la inocente amenaza del

anonimato y aquel pasillo digno del metro, iluminado toda la noche,

con tuberías chirriantes, pasos interminables, la puerta numerada: 3

C.

—Ssshh —dijo Estelle, saliendo furtivamente de la cocina—, Butsy

está haciendo los deberes.

Henry estudiaba derecho en la universidad de Columbia y,

efectivamente, estaba en la sala inclinado sobre sus libros. A petición

de Estelle, Sylvia se descalzó y luego atravesó el cuarto de puntillas.

Ya en su habitación se dejó caer en la cama y se tapó los ojos con

las manos. ¿En verdad había sucedido ese día? Miss Mozart, Mr.

Revercomb, ¿estaban realmente ahí, en ese alto edificio de la calle

Setenta y ocho?

—¿Qué has hecho hoy, guapa? —Estelle entró sin llamar.

Sylvia se apoyó en un codo:

—Nada, salvo mecanografiar noventa y siete cartas.

—¿Sobre qué? —Estelle usó el cepillo de Sylvia.

—¿Sobre qué va a ser? SnugFare, los calzoncillos que

proporcionan seguridad a los líderes de nuestra ciencia y nuestra

industria.

—¡Uf, qué humor! A veces no sé qué te pasa. Hablas en un tono...

¡Ay!, ¿por qué no compras otro cepillo? Este es un amasijo de pelos.

—Casi todos tuyos.

—¿Qué has dicho?

—Olvídalo.

—Ah, me pareció que decías algo; en fin, como te iba diciendo,

me gustaría que no tuvieras que ir a esa oficina, que no regresaras

enfadada. Desde mi punto de vista, como le dije a Butsy la otra

noche, y él estuvo absolutamente de acuerdo, le dije: Butsy, creo

que Sylvia debería casarse, una chica tan sensible tiene que relajar

sus tensiones. No hay nada que lo impida. Bueno, tal vez no seas

una belleza, en el sentido corriente de la palabra, pero tienes unos

ojos bonitos y aspecto de persona inteligente y sincera. De hecho,

eres el tipo de chica que a cualquier profesional liberal le gustaría

conseguir, y supongo que es lo que tú deseas... Mira lo distinta que

soy desde que me casé con Henry. ¿No te sientes sola al ver lo

felices que somos? Lo que quería decirte es que no hay nada como

estar en la cama con un hombre que te abrace y...

—¡Estelle! ¡Por el amor de Dios! —Sylvia se incorporó, las mejillas

encendidas de ira; pero luego se mordió los labios y bajó la mirada

—. Lo siento —dijo—, no quise gritar, sólo quisiera que no me

hablaras así.

—Está bien —dijo Estelle, sonriendo perpleja como una tonta;

luego se acercó a Sylvia y la besó—. Comprendo. Estás agotada, eso

es todo. Seguro que no has comido nada. Vamos a la cocina y te

haré unos huevos revueltos.

Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se

sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser

amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:

—Es que me ha pasado una cosa.

Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:

—No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero... bueno, hoy

almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres

desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque

hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia

iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver

el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante

más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo

que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el

hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era

totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba

para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos,

de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su

amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado

absurdo para creérselo.

—A mí también —intervino Estelle haciendo notar su sensatez.

—No sé —dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo—. No pude

quitármelo de la cabeza. El nombre era A. F. Revercomb; la dirección

correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un

instante, pero fue... no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor

de cabeza. Salí temprano de la oficina...

Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el

ademán.

—Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a

Revercomb?

—No quería ir —dijo Sylvia, repentinamente avergonzada. Era un

error hablar de eso, Estelle carecía de imaginación, jamás lo iba a

entender. Sus ojos se entrecerraron, como cada vez que inventaba

una mentira—. Y no fui —añadió en tono neutro—. Iba de camino

cuando me di cuenta de lo ridículo que era. En vez de seguir, di un

paseo.

—Muy sensato de tu parte —dijo Estelle, empezando a acomodar

platos en el fregadero—. Imagina lo que hubiera sucedido. ¡Comprar

sueños! ¡Habrase visto! Caray. Realmente, seguro que esto no es

Easton.

Antes de ir a su cuarto, Sylvia tomó un Seconal, cosa que hacía

rara vez. De otro modo, con la cabeza tan despierta y tan hecha un

lío no podría descansar; además sintió una extraña tristeza, una

sensación de pérdida, como si hubiera sido víctima de un hurto, un

hurto real o incluso moral, como si los muchachos que vio en el

parque le hubieran arrebatado realmente —de pronto encendió la luz

— el bolso. ¡El sobre que le había dado Miss Mozart! Estaba en el

bolso, sólo ahora se acordaba. Lo abrió. Dentro había un papel azul

doblado sobre un cheque; había una nota: en pago de un sueño,

cinco dólares. Entonces lo creyó; era cierto, le había vendido un

sueño a Mr. Revercomb. ¿Podía ser tan sencillo? Volvió a apagar la

luz, sonriendo levemente; si vendía un par de sueños a la semana,

¡la de cosas que iba a hacer!: alquilaría un apartamento para ella

sola, pensó, sumiéndose en el sueño. La calma la envolvía como la

luz de una fogata, y luego vino un lapso con suaves brillos de

linternas: se dormía profunda, muy profundamente. Vio unos labios,

unos brazos masculinos, lejanísimos. Apartó la manta de una patada,

con asco. ¿Hablaba Estelle de esos fríos brazos masculinos? Siguió

deslizándose en el sueño; los labios de Mr. Revercomb rozaban su

oído: cuénteme, susurró.

Pasó una semana antes de que fuese a verle de nuevo, una tarde

de domingo a principios de diciembre. Había salido del apartamento

con intención de ver una película, pero sin saber muy bien cómo, se

encontró en la Avenida Madison, a dos calles de Mr. Revercomb. El

cielo estaba color de plata, hacía frío, y el viento afilado era tan

penetrante como la malvarrosa. En las tiendas, los carámbanos de

oropel navideño brillaban entre montones de lentejuelas de nieve.

Todo en perjuicio de Sylvia: odiaba las festividades, esos momentos

en que uno está más solo que nunca. Un espectáculo la obligó a

detenerse ante un escaparate. Era un Santa Claus mecánico de

tamaño natural; se golpeaba el estómago y se balanceaba con un

frenesí de euforia eléctrica. Su estruendosa y chirriante carcajada se

podía oír a través de los gruesos cristales. Cuanto más lo miraba,

más siniestro le parecía. Finalmente se volvió, estremecida, y

continuó su camino hacia la calle donde estaba la casa de Mr.

Revercomb. Por fuera era un gran edificio, quizá menos cuidado e

imponente que los otros, pero aun así bastante majestuoso. Una

hiedra blanqueada por el invierno circundaba los ventanales

emplomados y extendía sus tentáculos sobre la puerta; dos

pequeños leones de piedra, de ciegos ojos cincelados, guardaban la

puerta. Sylvia respiró hondo antes de tocar el timbre. El negro pálido

y gentil de Mr. Revercomb la reconoció con una educada sonrisa.

En su anterior visita, la sala donde había esperado a ser recibida

por Mr. Revercomb estaba vacía. Esta vez había otras personas,

mujeres de aspecto diverso y un hombre joven, con ojos de

mosquito, excesivamente nervioso. Si hubieran sido lo que

aparentaban (pacientes en una sala de espera), él hubiera podido

ser un hombre a punto de ser padre o una víctima del mal de San

Vito. Estaba sentado junto a Sylvia; sus ojos inquietos

desabotonaron su ropa con rapidez, y lo que vio le interesó muy

poco. Sylvia sintió alivio cuando él volvió a sus crispadas

preocupaciones. Poco a poco, sin embargo, cobró conciencia del

interés que su presencia había suscitado en el grupo; a la luz

lóbrega, incierta, de aquella estancia llena de plantas, las miradas

parecían más duras que las sillas donde estaban sentados. Una

mujer la miraba con especial severidad. Aquel rostro parecía

destinado a poseer una dulzura suave y ordinaria, pero ahora, de ver

a Sylvia, lo afeaban la desconfianza y los celos. La mujer agitaba

suavemente una apolillada bufanda de piel, como si tratara de

apaciguar a una bestia que pudiera atacarla a dentelladas; su mirada

fija anticipó el ataque hasta que los pasos de Miss Mozart temblaron

en el vestíbulo. De nuevo el grupo se dividió en entidades

individuales vigilantes como escolares asustadizos.

—Mr. Pocker —dijo Miss Mozart, en tono admonitorio—, ¡usted es

el siguiente!

Mr. Pocker la siguió, con mirada nerviosa y retorciéndose las

manos. En la estancia oscura las mujeres volvieron a acomodarse

como motas de sol.

Entonces empezó a llover. Los reflejos que temblaban en las

ventanas se derritieron en las paredes. El jo-ven mayordomo entró

sigilosamente en la habitación, atizó el fuego del hogar y dispuso el

servicio del té en una mesa. Sylvia estaba muy cerca del fuego; se

sentía mareada por el calor y el sonido de la lluvia; inclinó la cabeza

a un lado, al otro; cerró los ojos, ni despierta ni dormida.

Durante largo rato, sólo la cristalina oscilación de un reloj perturbó

el límpido silencio de la casa de Mr. Revercomb. Luego, un repentino

disturbio en el vestíbulo sumió la habitación en un furioso estruendo:

tan vulgar como el color rojo, una voz grave gritaba:

—¿Detener a Oreilly? ¿Quién osará hacerlo?

El dueño de esta voz, un hombrecito con cuerpo de tonel y piel

rojo ladrillo, se abrió paso hasta el umbral de la sala; su mirada

deambuló ebria de arriba abajo.

—Vaya, vaya, vaya —dijo marcando una escala descendente con

su voz, áspera como la ginebra—, ¿todas estas damas van antes que

yo? Pero Oreilly es un caballero. Oreilly aguardará su turno.

—No lo hará. Aquí no. —Miss Mozart corrió tras él y lo agarró del

cuello de la camisa. Oreilly enrojecía aún más y los ojos se le salían

de las órbitas.

—Me está ahorcando —masculló, pero las manos pálidas,

verdosas, de Miss Mozart, tan fuertes como raíces de roble, le

tiraban aún más fuerte de la corbata hasta hacerle cruzar la puerta,

que finalmente resonó con un efecto demoledor: una taza de té

tintineó, y las hojas secas de una dalia cayeron de lo alto. La dama

de las pieles se llevó una aspirina a la boca.

—¡Qué desagradable! —dijo.

Todos menos Sylvia sonrieron con admirada delicadeza cuando

Miss Mozart pasó frotándose las manos.

Cuando salió de casa de Mr. Revercomb, caía una lluvia densa y

oscura. Echó una mirada a la calle desierta en busca de un taxi.

Nada ni nadie. Sí, había alguien, el borracho que ocasionó aquel

revuelo. Estaba apoyado en un coche haciendo botar una pelota de

goma como un solitario niño callejero.

—Mira —le dijo a Sylvia—, mira, me acabo de encontrar esta

pelota, ¿trae buena suerte?

Sylvia sonrió. El hombre le pareció inofensivo, a pesar del feroz

altercado; su rostro tenía algo especial, una expresión de tristeza

risueña que sugería un payaso sin maquillaje.

La siguió hacia la Avenida Madison, haciendo malabarismos con la

pelota.

—A que hice el ridículo —dijo él—. Cuando me porto así lo único

que quiero es sentarme a llorar. —Después de tanto rato bajo la

lluvia había recobrado una considerable sobriedad—. Pero no debió

tironearme de ese modo; qué salvaje es, maldita sea. Conozco a

algunas mujeres bastante salvajes (mi hermana Berenice podía

herrar al toro más bravo), pero ella es la más salvaje de todas.

Recuerda las palabras de Oreilly: acabará en la silla eléctrica. —Sus

labios produjeron un chasquido—. No tiene por qué tratarme así. De

cualquier forma, toda la culpa no es de él. No tenía mucho con que

empezar y él se quedó con lo que había; ahora no me queda niente,

niña, niente.

—Qué pena —dijo Sylvia, sin saber de qué se compadecía—. ¿Es

usted payaso, Mr. Oreilly?

—Lo era.

Habían llegado a la avenida, pero Sylvia no hizo el menor intento

de buscar un taxi, quería seguir caminando bajo la lluvia junto al

hombre que había sido payaso.

—De niña sólo me gustaban las muñecas vestidas de payaso —le

dijo—. Mi cuarto era como un circo.

—He sido otras cosas. También he sido corredor de seguros.

—Ah —dijo Sylvia, decepcionada—. ¿Y ahora qué hace?

Oreilly rió y lanzó la pelota muy alto; la atrapó sin dejar de mirar

hacia arriba.

—Miro el cielo —dijo—. Viajo a través del azul con mi maleta. Es

adonde vas cuando no tienes otro sitio. ¿Qué hago en este planeta?

He robado, mendigado, vendido mis sueños, todo por el whisky. Uno

no puede viajar en azul sin una botella, lo cual nos lleva al grano:

¿qué te parecería si te pido prestado un dólar?

—Me parecería bien —contestó Sylvia; hizo una pausa, sin saber

qué más decir.

Siguieron caminando, tan despacio que el chubasco parecía

cercarlos como una presión aislante. Le pareció que caminaba con

una de sus muñecas que se hubiera vuelto milagrosa y competente.

Le tomó de la mano: un payaso viajando en el azul.

—Pero un dólar no lo tengo; sólo setenta y cinco centavos.

—Vale —dijo Oreilly—, ¿en serio paga tan poco últimamente?

Sylvia supo a quién se refería.

—No, no... En realidad no le he vendido un sueño. —No trató de

explicarse; ni ella podía entenderlo. Ante la gris invisibilidad de Mr.

Revercomb (impecable, preciso como una balanza, rodeado de

clínicos aromas; ojos grises y opacos plantados como semillas en el

rostro anónimo, sellados por lentes aceradas) fue incapaz de

recordar un sueño, y habló de dos ladrones que la siguieron por un

parque y por la zona de los columpios—. «Un momento», me pidió

que me detuviese; «hay muchos tipos de sueños», dijo, «pero éste

es falso, se lo está inventando». ¿Cómo lo supo? Entonces le conté

otro sueño; era sobre él: me abrazaba de noche entre globos que

subían y lunas que caían. Dijo que no le interesaban los sueños que

tuvieran que ver con él.

Miss Mozart, que anotaba todos los sueños en taquigrafía, recibió

la orden de llamar al siguiente.

—Creo que no volveré.

—Volverás —dijo Oreilly—. Mírame. Hasta yo regreso, y hace

mucho que el Profesor Miseria acabó conmigo.

—¿Profesor Miseria? ¿Por qué le llama así?

Habían llegado a la esquina donde el Santa Claus maníaco se

mecía y vociferaba. Sus carcajadas resonaron en la chirriante calle

lluviosa y su sombra se proyectó sobre los arco iris reflejados en el

pavimento.

Oreilly dio la espalda al Santa Claus. Sonrió y dijo:

—Le llamo Profesor Miseria porque es eso. Profesor Miseria. Tal

vez tú le llames de otro modo, pero es el mismo tipo; seguro que lo

conoces. Las madres siempre hablan de él a sus hijos: vive en los

huecos de los árboles, se desliza de noche por las chimeneas,

acecha en los cementerios, sus pasos resuenan en los desvanes. El

hijo de puta es un ladrón, una amenaza: se apropiará de todo lo que

tengas y no te dejará nada, ni siquiera un sueño. ¡Buu! —gritó, y rió

con más fuerza que el Santa Claus—. Qué, ¿ya sabes quién es?

Sylvia asintió:

—Sé quién es. En mi familia lo llamábamos de otro modo, pero no

recuerdo cómo. Fue hace mucho.

—Pero ¿lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Entonces llámalo Profesor Miseria. —Y se alejó, botando su

pelota—. Profesor Miseria. —Su voz se convirtió en una mera

luciérnaga de sonido—. Pro-fe-sor Mi-se-ria...

Costaba trabajo ver a Estelle recortada contra esa ventana llena

de un sol tan hiriente como el crujir del cristal azotado por el viento.

Además, Estelle la estaba sermoneando. Su voz nasal sonaba como

si su garganta fuera un depósito de oxidadas navajas de afeitar.

—Me gustaría que te vieras —decía, ¿o acaso había dicho eso

tiempo atrás?; era lo de menos—. No sé qué te ha pasado. A que no

pesas ni cuarenta kilos. Se te ven todos los huesos y las venas. ¡Y el

pelo! Pareces un perro de lanas.

Sylvia se pasó una mano por la frente.

—¿Qué hora es, Estelle?

—Las cuatro —dijo, interrumpiéndose el tiempo suficiente para

mirar el reloj—. ¿Y dónde está tu reloj?

—Lo vendí —dijo Sylvia, demasiado cansada para mentir. No

importaba. Había vendido tantas cosas, incluyendo su abrigo de

castor y el bolso de noche con malla dorada.

Estelle negó con la cabeza.

—Me rindo, querida; así de claro, me rindo. Era el reloj que tu

madre te regaló por tu graduación. Qué vergüenza —su boca hizo un

chasquido de sirvienta antigua—, qué lástima y qué vergüenza.

Jamás entenderé por qué nos dejaste. Eso es asunto tuyo, no hay

duda; pero ¿cómo pudiste dejarnos por esta... esta...?

—Pocilga —completó Sylvia, usando la palabra deliberadamente.

Era un cuarto amueblado de la zona este, a la altura de la Sesenta y

tantos, entre la Tercera y la Segunda Avenida. Suficientemente

amplio para un sofá-cama y un buró viejo y astillado como un espejo

que semejaba un ojo con cataratas, tenía una ventana que daba a

un inmenso solar (en las tardes se escuchaban voces agresivas y las

correrías de niños desesperados); a lo lejos, como un punto de

admiración en el horizonte de edificios, se alzaba la negra chimenea

de una fábrica.

La chimenea aparecía con frecuencia en sus sueños y nunca

dejaba de excitar a Miss Mozart:

—Fálica, fálica —murmuraba, apartando la vista de su taquigrafía.

El suelo del cuarto era un basurero de libros empezados y nunca

concluidos, periódicos viejos, hasta mondaduras de naranja, huesos

de frutas, ropa interior, una polvera desparramada.

Estelle se abrió paso entre la basura y se sentó en el sofá-cama.

—Tú no lo sabes, pero me preocupas muchísimo. Mira, tengo mi

orgullo y todo eso, y si no te caigo bien, bueno, pues vale. Pero no

tienes derecho a alejarte de este modo, a que no se sepa de ti en un

mes. Así que hoy le dije a Butsy: Butsy, tengo el presentimiento de

que a Sylvia le ha sucedido algo horrible. Ya te puedes imaginar

cómo me sentí cuando llamé a tu oficina y me dijeron que hacía

cuatro semanas que no trabajabas allí. ¿Qué pasó?, ¿te despidieron?

—Sí, me despidieron. —Sylvia se incorporó—. Por favor, Estelle,

tengo que arreglarme; tengo una cita.

—Tranquila, no irás a ningún lado hasta que no me entere de lo

que pasa. La portera me dijo que te habías vuelto sonámbula...

—¿Has hablado con ella? ¿Qué pretendes?, ¿por qué me espías?

Los ojos de Estelle se arrugaron, como si fueran a llorar. Puso su

mano sobre la de Sylvia y la palmeó suavemente.

—Dime, querida, ¿es por un hombre?

—Sí, es por un hombre —dijo Sylvia, con un asomo de risa en la

voz.

—Debiste haber hablado conmigo antes. —Estelle suspiró—.

Conozco a los hombres. No tienes por qué avergonzarte de eso. Un

hombre puede tratar a una mujer de tal forma que ella se olvide de

todo lo demás. Si Henry no fuera el abogado prometedor que es, lo

querría de todas formas, y haría cosas que antes de conocer a un

hombre me hubieran parecido horrendas y repugnantes. Pero te has

enredado con un tío que se está aprovechando de ti.

—No es esa clase de relación —dijo Sylvia, poniéndose de pie y

localizando un par de medias entre el furor de los cajones del buró

—. No tiene nada que ver con el amor. Olvídalo. Es más, vuelve a

casa y olvídate completamente de mí.

Estelle la miró con detenimiento:

—Me asustas, Sylvia; en serio que me asustas.

Sylvia sonrió; continuó vistiéndose.

—¿Recuerdas que hace mucho te dije que te casaras?

—¡Uf! Ahora escúchame tú. —Sylvia se volvió; tenía una hilera de

horquillas en la boca; las retiraba una a una mientras hablaba—.

Hablas de matrimonio como si fuera la respuesta absoluta; pues

bien, hasta cierto punto estoy de acuerdo. Claro que quiero que me

amen, ¿y quién no? Pero incluso si estuviera deseando

comprometerme, ¿dónde está el hombre con el que me he de casar?

Debe haberse caído por una alcantarilla. En serio, no hay hombres

en Nueva York, y si los hay, ¿dónde los encuentras? Los que me

parecían mínimamente atractivos o eran casados o maricas o

demasiado pobres para casarse. Además éste no es un lugar para

enamorarse; es un lugar para curarse del amor. Claro, supongo que

podría casarme con alguien, pero yo no quiero eso, ¿o sí?

—¿Entonces qué quieres? —Estelle se alzó de hombros.

—Más de lo que recibo. —Colocó la última horquilla en su sitio y

se alisó las cejas frente al espejo—. Tengo una cita, Estelle, es hora

de que te vayas.

—No puedo dejarte así —dijo Estelle, y su mano se agitó inerme

—. Sylvia, eres mi amiga de la infancia.

—Justamente ése es el asunto: ya no somos niñas; al menos yo

no. Vete a casa y no vuelvas por aquí. Lo único que quiero es que te

olvides de mí.

Estelle se llevó el pañuelo a los ojos; cuando llegó a la puerta

lloraba con bastante fuerza. Sylvia no se podía permitir

remordimientos; después de ser dura, sólo podía ser más dura.

—Adelante —dijo, siguiendo a Estelle al vestíbulo—, ¡y escribe a

casa todas las tonterías que se te ocurran de mí!

Estelle lanzó un aullido que hizo que los otros inquilinos salieran a

sus puertas y se fue escaleras abajo.

Sylvia regresó a su cuarto y chupó un terrón de azúcar para

quitarse el agrio sabor de boca; era el remedio de su abuela para el

mal humor. Luego se arrodilló y sacó la caja de puros que escondía

bajo la cama. Al abrirla se escuchó una versión casera y algo

descompuesta de Cómo odio levantarme por las mañanas. La caja

de música la había construido su hermano, que se la regaló cuando

cumplió catorce años. Al comer azúcar había pensado en su abuela,

y al escuchar la melodía, en su hermano; las habitaciones de la casa

en que vivieron giraron frente a ella, en penumbra; Sylvia se movía

de una a otra como una luz: escaleras arriba, abajo, afuera, de un

lado a otro, un aire fragante, primaveral, sombras violáceas y el

chirrido de un columpio en el porche. Todos han desaparecido,

pensó, evocando sus nombres, ahora estoy totalmente sola. La

música terminó. Pero continuó en su cabeza; podía oírla

imponiéndose a los gritos de los niños del solar vacío,

interrumpiendo su lectura. Leía un diario que guardaba en la caja,

un cuaderno donde apuntaba lo más importante de sus sueños;

ahora disponía de una infinidad y era muy difícil recordarlos. Hoy le

contaría a Mr. Revercomb el de los tres niños ciegos. Eso le gustaría.

Los precios que pagaba eran variables y estaba segura de que éste

era por lo menos un sueño de diez dólares. El himno de la caja de

puros la acompañó escaleras abajo, la siguió por las calles hasta

hacerla desear que acabara de una vez.

En la tienda donde había estado el Santa Claus vio una exhibición

igualmente enervante. Incluso cuando llegaba tarde a casa de Mr.

Revercomb, como ahora, se sentía obligada a detenerse ante el

escaparate. Una niña de yeso, con intensos ojos de vidrio, pedaleaba

en una bicicleta a una velocidad de locura; aunque los radios de las

ruedas giraban hipnóticamente, la bicicleta, por supuesto, jamás se

movía: todo ese esfuerzo y la pobre chica sin ir a ningún lado. Era

una situación lastimosamente humana; Sylvia se podía identificar

con ella de un modo tan cabal que sintió una auténtica punzada. La

caja de música giraba en su cabeza: ¡la melodía, su hermano, la

casa, un baile de cuando hacía bachillerato, la casa, la melodía! ¿La

oiría Mr. Revercomb? Su mirada penetrante revelaba una apagada

sospecha. Sin embargo, pareció satisfecho con el sueño. Cuando

salió, Miss Mozart le dio un sobre con diez dólares.

—Tuve un sueño de diez dólares —le contó a Oreilly.

—¡Estupendo! —Oreilly se frotó las manos—. Ojalá hubieras

llegado antes, porque he hecho algo terrible. Entré en una tienda de

bebidas, robé una botella de un cuarto de litro y salí corriendo.

Sylvia no le creyó hasta que del abrigo abrochado con unos

alfileres se sacó una botella de bourbon ya medio vacía.

—Un día te vas a meter en problemas —dijo ella—, ¿y entonces

qué será de mí? No sé qué haría sin ti.

Oreilly rió y sirvió whisky en un vaso de agua. Estaban sentados

en un café que abría toda la noche, un rutilante depósito de comida,

animado por espejos azules y murales burdos. Aunque a Sylvia le

parecía un sitio sórdido cenaban ahí a menudo; de cualquier forma,

aun en caso de tener dinero, ¿adónde más podían ir? Juntos

causaban una impresión curiosa: una chica y un borracho decrépito.

Hasta en un sitio así la gente se les quedaba mirando. Si lo hacían

demasiado rato, Oreilly se erguía muy digno y decía:

—Hola, labios ardientes, me acuerdo muy bien de ti, ¿todavía

trabajas en el aseo de caballeros?

Pero generalmente no les molestaban, y a veces se quedaban

charlando hasta las dos o las tres de la mañana.

—Menos mal que los otros no saben que el Profesor te dio diez

dólares. Alguno diría que le habías robado el sueño. Eso me sucedió

una vez. Nadie se salva de las dentelladas, nunca he visto tantos

tiburones, son peores que los actores, los payasos o los hombres de

negocios.Es algo demencial, si te paras a pensarlo: la obsesión de si

dormirás o no, si tendrás un sueño, si lo recordarás. Una y otra vez.

Consigues un par de dólares y te lanzas a la primera licorería o a la

primera máquina de pastillas para dormir, y antes de darte cuenta,

ya estás total y absolutamente pirado. ¿Por qué? ¿Sabes a qué se

parece? Es como la vida misma.

—No, Oreilly, en eso sí que te equivocas. No tiene nada que ver

con la vida. Tiene más que ver con estar muerta. Siento como si me

despojaran de todo, como si un ladrón me robara hasta dejarme en

los huesos. Oreilly, no tengo ninguna ambición, y solía tener

muchas. No lo entiendo, no sé qué hacer.

Él sonrió:

—¿Y dices que no es como la vida? ¿Quién entiende la vida?

¿Quién sabe lo que hay que hacer?

—No te burles; deja estar el whisky y tómate la sopa antes de que

se congele. —Encendió un cigarrillo; el humo le irritó los ojos,

aguzando su ceño fruncido—. Ojalá supiera para qué quiere todos

esos sueños, todos mecanografiados y archivados. ¿Qué hace con

ellos? Tienes razón cuando dices que el Profesor Miseria... no se

trata tan sólo de un curandero imbécil; no es posible que todo

carezca de sentido, pero ¿para qué quiere sueños? Ayúdame, Oreilly,

piensa, piensa: ¿qué significa?

Oreilly se sirvió otro trago, cerrando un ojo; su torcida boca de

payaso adquirió una corrección académica:

—Esta pregunta vale un millón de dólares, niña. ¿Por qué no

preguntas algo sencillo, como un remedio para el catarro común y

corriente? Sí, ¿qué significa? He pensado bastante en ello. Lo he

pensado mientras le hacía el amor a una mujer y lo he pensado a

mitad de una partida de póker. —Apuró el trago y se estremeció—.

Mira, un sonido puede iniciar un sueño; el ruido de un coche que

pasa por la calle puede hacer que cientos de personas dormidas

caigan en lo más profundo de sí mismas. Es curioso pensar en ese

coche avanzando en la oscuridad, desatando tantos sueños. El sexo,

un repentino cambio de luz, un problema, estas pequeñas llaves

pueden abrir nuestro interior. Pero casi todos los sueños empiezan

porque una furia interior derrumba las puertas. No creo en

Jesucristo pero sí en el alma; así es como me lo imagino yo: los

sueños son la mente del alma, nuestra verdad escondida. Tal vez el

Profesor no tenga alma y tome trocitos de la tuya. Te los roba como

te robaría las muñecas o el ala de pollo de tu plato. Cientos de almas

han pasado por él y han ido a parar a un archivo.

—Oreilly, no te burles —volvió a decir, molesta porque creyó que él

bromeaba—, mira, tu sopa está...

Se detuvo de golpe, sobresaltada por la expresión de Oreilly, quien

miraba hacia la entrada. Había tres hombres, dos policías y un civil

vestido de tendero. El civil señalaba la mesa de ellos. Los ojos de

Oreilly registraron el local con desesperación acorralada. Luego

asintió, se acomodó en su sitio, se sirvió otro trago con gesto

ostentoso.

—Buenas noches, caballeros —dijo cuando los oficiales se le

pusieron delante—, ¿les apetece un trago?

—¡No pueden arrestarlo! —gritó Sylvia—. ¡No pueden arrestar a

un payaso! —Les arrojó su billete de diez dólares, pero no le hicieron

caso, y ella empezó a golpear la mesa. Todos los clientes los

miraban. El encargado llegó corriendo, retorciéndose las manos.

El policía le pidió a Oreilly que se pusiera de pie.

—Desde luego —dijo Oreilly—, aunque no veo por qué se

preocupan de unos delitos tan ínfimos como los míos habiendo

maestros del robo tan a mano. Por ejemplo, esta hermosa criatura...

—se colocó entre los oficiales y señaló a Sylvia— acaba de ser

víctima de un robo mayúsculo: pobrecilla, le han robado el alma.

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