MAX FRISCH
No soy Stiller
Debido a un incidente en la aduana, James Larkin, un ciudadano
norteamericano, es retenido en prisión preventiva en Suiza. Se le acusa de ser
Anatol Stiller, un suizo desaparecido ocho antes y tal vez relacionado con un
caso de espionaje. Para que demuestre la falsedad de la acusación, se le
entrega un cuaderno en blanco para que escriba 'sencillamente la verdad'. Es
decir, el señor White debería escribir su vida, pero acaba escribiendo la del
ausente Stiller.
En su cuaderno, White se limita a escribir lo que sobre
Stiller le cuentan sus visitas. Debido a su parecido físico con el
desaparecido, todo el mundo da por supuesto que habla con el auténtico Stiller.
Así, White puede reconstruir la vida de su doble: su participación en la Guerra
Civil española, su matrimonio, su trabajo como escultor y hasta sus aventuras
extramatrimoniales.
Pese a su pormenorizada anotación de la vida de Stiller, White
en ningún momento reconoce ser el desaparecido. Escribe sobre la vida íntima de
ese hombre con distancia y desapasionamiento. De hecho, rara vez toma parte por
Stiller en su relato, sino que siempre parece ponerse del lado de los otros,
sea su mujer, su hermano o su amigo.
¿ES TAN terrible ser suizo? Leyendo a algunos autores
contemporáneos de ese país se diría que no hay pesadilla más siniestra que la
civilización. Ser prósperos, bien educados y libres resulta, por lo visto, de
un aburrimiento mortal. El precio que se paga por gozar de semejantes
privilegios es la monotonía de la existencia, un conformismo endémico, la merma
de la fantasía, la extinción de la aventura y una formalización de las
emociones y los sentimientos que reduce las relaciones entre los seres humanos
a gestos y palabras rituales carentes de sustancia.
Tal vez sea así. Tal vez el progreso material y el desarrollo
político que tantos pueblos pobres y reprimidos miran como paradigma tenga un
aspecto deprimente. Ello sólo prueba, claro está, algo que podíamos saber
echando una ojeada a la historia que ha corrido: todo estadio del progreso
humano trae consigo nuevas formas de frustración e infelicidad para la especie,
distintas de aquellas que ha dejado atrás, y, por lo tanto, nuevas razones para
la inconformidad y el deseo de una vida distinta y mejor. Eso no significa que
no exista algo llamado «progreso», que la «civilización» sea un fraude, sino
que estas nociones nunca se traducen en formas acabadas y perfectas de
existencia. Ambas son provisionales y relativas y valen sobre todo como
términos de comparación. Por avanzada y admirable que sea una sociedad, el
descontento habitará en ella y, si no fuera así, convendría provocarlo aunque
sea artificialmente, para la salud futura de aquel pueblo. Pero el progreso
existe: es preferible morirse de aburrimiento siendo suizo que perecer de
hambre en Etiopía o por obra de las torturas en cualquier satrapía
tercermundista.
Pero es importante, sobre todo, que los hombres que luchan
para que algún día sus países alcancen los niveles de desarrollo de una Suiza,
conozcan las máculas que pueden afear un logro así, a ver si de esta manera las
evitan o por lo menos atenúan. Y para conocer aquel peligro nada mejor que la
literatura, actividad que atestigua mejor que ninguna otra sobre el espíritu de
contradicción del ser humano, su resistencia a conformarse con aquello —no
importa cuán digno y elevado sea— que ha conseguido. A esa insatisfacción que
acompaña como una sombra al hombre de Occidente desde los albores griegos, debe
esta cultura haber llegado tan lejos; pero, también, el haber sido incapaz de
hacer más felices a esos ciudadanos que, tropezones aparte, iba haciendo cada
día menos pobres, más cultos y más libres.
Ésta es la problemática que anida en el corazón de No soy
Stiller, y no es extraño que el libro tuviera tanto éxito en Europa y en
Estados Unidos cuando apareció, en 1954. La novela de Max Frisch, aunque
situada en Suiza, aludía a un asunto que concierne íntimamente a todas la
sociedades liberales desarrolladas. Se puede formular de manera muy simple:
¿quién es culpable, en países así, de que la felicidad sea imposible: los
individuos particulares o la sociedad en general? La pregunta no es académica.
Averiguar si el desarrollo material y político que ha alcanzado el Occidente es
incompatible con vidas individuales intensas y ricas, capaces de colmar las
inquietudes más íntimas y el deseo de plenitud y originalidad que alienta en
los seres humanos (en muchos de ellos, por lo menos), es saber si la
civilización democrática no conduce también a la uniformización y a la
destrucción del individuo, ni más ni menos que aquellas sociedades cerradas y
organizadas bajo el rígido patrón de un ideal colectivista.
Anatol Stiller, escultor de Zurich que peleó en las brigadas
internacionales en la guerra de España (donde protagonizó un humillante
episodio por no atreverse a disparar cuando debía), un buen día, siguiendo un
impulso difuso, huye de su mujer, de su vocación, de su país y de su nombre.
Vagabundea por Estados Unidos y por México y casi siete años más tarde
reaparece en Suiza, con un pasaporte norteamericano, bajo el nombre de Sam
White. Allí es detenido por la policía, que sospecha su verdadera identidad y
quiere establecer si tuvo participación en un hecho criminal, el «asunto
Smyrnov».
La novela son los cuadernos que escribe Stiller en la cárcel,
mientras se investiga su caso, y un epílogo redactado por el fiscal Rolf, cuya
mujer, Sibylle, fue amante de Stiller poco antes de la misteriosa desaparición
del escultor.
Durante buena parte de la historia, una incógnita impregna de
tensión al relato: ¿es Stiller el señor White, como pretende la policía, o se
trata de un absurdo malentendido, según afirma el arrestado? La duda está
alimentada por contradicciones objetivas y, sobre todo, por la categórica
convicción con la que el autor de los cuadernos niega ser Stiller. Pero luego,
cuando, a través de su propio testimonio, va transpareciendo la verdad y
resulta evidente que Stiller y White son la misma persona, otra incógnita toma
el relevo de la primera, para mantener alerta el interés del lector. ¿Qué
ocurre con el escultor? ¿Por qué huye de sí mismo y rechaza su pasado y su
nombre con esa obcecada desesperación? ¿Es ésta una fuga dictada por el
remordimiento, una inconsciente manera de rehuir la responsabilidad que le
incumbe en el fracaso de su relación sentimental con Julika? ¿O se trata de algo
más abstracto y complejo, del rechazo de una cultura, de unas maneras de ser y
de vivir que fueron siempre para Stiller incompatibles con una realización
plena de la existencia?
A diferencia de la primera, esta segunda incógnita no la
resuelve la novela: la tarea concierne al lector. El libro se limita a
suministrarle un abundante y heterogéneo material de episodios y situaciones de
la vida de Stiller a fin de que, expurgándolos y cotejándolos, cada cual saque
sus conclusiones. Y la densidad y sutileza de esta documentación existencial
son tales que, en verdad, las conclusiones que se pueden sacar sobre Stiller
son muy diversas. Desde la patológica, un simple caso de esquizofrenia, hasta
la metafísica cultural, una recusación alegórica del «ser suizo», o, mejor
dicho, de la imposibilidad, siéndolo, de asumir la condición humana en todas
sus ricas y múltiples posibilidades.
¿Qué es lo que Stiller detesta de su mundo zuriqués? Que todo
esté tan limpio y ordenado y que la vida sea para sus compatriotas una rutina
previsible de la que han sido excluidos los excesos y la grandeza. A la
mediocridad, piensa, sus compatriotas la han disfrazado con el virtuoso nombre
de «templanza», y, como han renunciado a la «audacia», han ido perdiendo
espiritualidad y muriéndose, vaciándose de fuerza vital: «La atmósfera suiza
está necesitada de vida, necesitada de espíritu en el sentido de que el hombre
pierde espiritualidad al no aspirar a la perfección.» Ni siquiera la libertad
de que se jactan los suizos le parece real, pues el conformismo ha erradicado
de sus vidas «el peligro de la duda» y esa actitud es para el escultor
prototípica de la falta de libertad.
En esta atmósfera de «suficiencia opresiva», todo lo que
implica un riesgo o una ruptura con las formas establecidas de existencia
tiende a ser reprimido y evitado, y por ello esa mediocridad disimulada bajo la
bonanza material se infiltra también en las relaciones humanas,
empobreciéndolas y frustrándolas, como muestran las dos historias de amor —si
se las puede llamar así— que figuran en la novela: la de Julika y Stiller y la
de Rolf y Sibylle.
Pese a los desplantes y arrebatos anticonformistas del
escultor, sus conflictos conyugales con Julika, la bella bailarina de ballet
víctima de la tuberculosis, a quien hace sufrir y maltrata antes de abandonar
—para luego recuperar a medias a su retorno a Suiza—, son típicamente burgueses
(y un tanto tediosos). Nunca queda muy claro qué reprocha Stiller a la delicada
y paciente Julika. ¿Su delicadeza y paciencia, tal vez? ¿Su resignación a lo
que es y a lo que tiene? ¿No «amar lo imposible», según la fórmula de Goethe
que él quisiera convertir en norma de conducta? O tal vez sea el temor de verse
arrastrado por ella a la vida convencional, a la aurea mediocritas de sus
conciudadanos, lo que repele a Stiller en esa mujer a la que, por otra parte,
no hay duda de que ama. Cuando, a su regreso a su país y a su identidad,
Stiller trata de reconstituir aquel amor frustrado es ya tarde y una muerte
vulgar —de folletín— pone fin al intento.
La historia sentimental del fiscal Rolf y su mujer Sibylle,
contada al sesgo de la aventura de Stiller, es acaso lo más logrado del libro y
la que mejor ilustra aquella enajenación del amor por obra de la civilización
moderna que es la gran acusación de No soy Stiller.
Jóvenes, cultos, desprejuiciados, los esposos han decidido que
su matrimonio será una relación abierta y sin servidumbres, en la que ambos
conservarán su independencia y libertad. La bella teoría —como suele ocurrir—
no llega a funcionar en la práctica. Cuando Sibylle tiene un amante (Stiller),
Rolf sufre una profunda impresión. Tal vez descubre entonces, por primera vez,
que ama y necesita a su mujer. Y la aventura de ésta con el escultor da la
impresión de una instintiva estrategia de Sibylle para provocar el amor de
Rolf, o, en otras palabras, para animarlo, encenderlo, cargarlo de sustancia y
salvarlo de la rutina. Las condiciones están dadas para que esta pareja, que en
el fondo se ama, se ame también en las formas y resulte de ello una relación
intensa y recíprocamente enriquecedora. Pero ello es imposible, porque ninguno
es capaz de apartarse de las buenas maneras, contenidas y frías, que
constituyen en ambos algo así como una segunda naturaleza. Formales hasta en la
informalidad que han querido introducir en su matrimonio, Rolf y Sibylle acaban
separándose. Más tarde se reconcilian y, en cierto modo, llegan a ser felices,
pero de esa manera pasiva y resignada —formal— que a Stiller causa espanto.
Ocurre que en el escultor hay un sustrato romántico —amar lo
imposible— que lo condena a la desdicha. Lamartine, comentando Los miserables
de Víctor Hugo, escribió que lo peor que le podía ocurrir a un pueblo era
contraer la «pasión de lo imposible». También para los individuos es ésta una
enfermedad muy arriesgada. Pero de ella, agreguemos, no sólo han resultado
muchos sufrimientos para los hombres; también, las más extraordinarias hazañas
del espíritu humano, las obras maestras del arte y el pensamiento, los grandes
descubrimientos científicos y —lo más importante— la noción y la práctica de la
libertad. «Amar lo imposible» forma parte de la naturaleza del hombre, ser
trágico a quien han sido dados el deseo y la imaginación, que lo inducirán
siempre a querer romper los límites y alcanzar aquello que no es y que no
tiene.
Es esto, probablemente, más que las imperfecciones de su país,
lo que lleva a Anatol Stiller a huir, en busca de aquello que intuye como una
garantía de plenitud: la aventura y el exotismo. En sus años de exilio
voluntario parece haber llevado una existencia errante y primordial, en Estados
Unidos y en México, de la que sus diarios nos dejan entrever algunas briznas.
Son evocaciones impregnadas de cierta melancolía y que, a menudo, alcanzan un
alto nivel artístico, como la hermosa descripción de los jardines de
Xochimilco, o la del mercado de Amecameca y la del día de los muertos en
Janitzio, y una amenidad muy pintoresca, como el relato de la súbita aparición
de un volcán en la hacienda tabacalera de Paricutín donde Stiller —su fantasma,
más bien— trabajaba como bracero.
¿Encontró el escultor prófugo de la castradora civilización
urbana occidental la intensidad de vida que buscaba, viviendo de manera
primitiva en los bosques de Oregón o compartiendo la miseria y la explotación
de los campesinos mexicanos? Su testimonio es vago, pero la ironía y el
sarcasmo que a veces brotan en esos recuerdos parecerían indicar que la
respuesta es negativa. Aunque no lo diga, se tiene la impresión de que al
retorno de su peregrinaje, Stiller ha comprendido esta dura verdad: que la vida
real no estará nunca a la altura de los sueños de los individuos, y que, por lo
tanto, la insatisfacción que lo llevó a desaparecer está condenada a no ser
jamás satisfecha.
Salvo, sin duda, en el plano de lo imaginario, en el de la
ficción. Allí sí los hombres pueden saciar —y de manera inocua— su vocación por
el exceso, el apetito por existencias fuera de lo común, o por el drama y el
apocalipsis. Es algo que por lo visto aprende Stiller en la prisión preventiva
donde lo encierran las autoridades mientras averiguan su identidad. Al buenazo
de Knobel, su guardián, lo entretiene y aterra refiriéndole supuestos crímenes
que habría cometido y diversas anécdotas, llenas de gracia y de color, que se
adivinan falaces o profundamente distorsionadas. Son páginas que el lector
agradece por el humor y la picardía que hay en ellas, pues hacen el efecto de
un refrescante bálsamo en un libro, en su conjunto, de movimientos lentos y
saturado de sombrío pesimismo.
Por lo demás, la mera existencia de una novela como No soy
Stiller contradice la tesis que ella propone. La atroz civilización del país
donde la historia sucede no debe ser tan destructora del espíritu crítico ni
tan generalizado el conformismo que ella segrega, cuando en su seno surgen
contradictores tan severos como Max Frisch y protestas tan aceradas como esta
novela.
No hay que perder, pues, las esperanzas: con un poco de
suerte, el limbo suizo llegará, tal vez, algún día, a ser el infierno tan
deseado por gentes como Anatol Stiller.
Barranco, 12 de febrero de 1988
A mí respetado amigo Peter Suhrkamp
en testimonio de gratitud.
«Ves, si resulta tan difícil a cada uno escoger su propio yo
es precisamente porque en ese acto la soledad absoluta se hace idéntica a la
más profunda continuidad, puesto que el acto de escoger ese yo propio excluye
definitivamente toda posibilidad de devenir otro y aún más: de imaginarse
otro.»
«Mientras la pasión por la libertad despierta en él (y
despierta en el acto de escoger porque está implicada en ese acto mismo),
escoge su propio yo y lucha por poseerlo como lucharía por su salvación; y es
que su salvación está en ello.»
KIERKEGAARD
FUENTE:
Título Original: Stiller.
Traductor: Fontseré, Margarita
Autor: Frisch, Max
©1954, SEIX BARRAL
ISBN: 9788422624059
Generado con: QualityEbook v0.87
Con prólogo de Mario Vargas Llosa
y semblanza biográfica de Pilar Ylla
Título del original alemán: Stiller.
Traducción: Margarita Fontseré.
Año de edición: 1954
Editorial: SEIX BARRAL
ISBN 84-226-2405-2
No hay comentarios:
Publicar un comentario