Al norte
de Boston está compuesto por dieciséis largos poemas (salvo los dos
últimos), de carácter narrativo, donde se incluyen extensos diálogos, monólogos
dramáticos y descripciones. El origen de su redacción data de su estancia en
una granja que adquirió en Dewy, Nueva Inglaterra. La observación de sus
vecinos le sirve de referente a la hora de crear los personajes que aparecen en
estos poemas, enfrentados a una dura lucha con el clima y la tierra.
Robert Frost
Al
norte de Boston
NOTA
PREVIA DEL TRADUCTOR
Robert
Frost nació en San Francisco de California el 26 de marzo de 1874. Era oriunda
su familia de Nueva Inglaterra, y allí tomaría y transcurrirían los años de
infancia del poeta y los primeros de su juventud. También en aquel medio rural
e ingrato se empleó desde muy pronto en rudas faenas del campo,
familiarizándose desde entonces con el ambiente rústico y el contacto con la
naturaleza que tan a fondo habrían de influir en su personalidad y en su futura
creación poética.
En
1892 se graduó en la Escuela Superior de Lawrence (Massachusetts), junto con su
futura esposa Eleanor White. En su primer poema, la clásica oda académica,
apuntaban ya indicios de su talento para la expresión lírica. Pasó tres años de
constantes y penosos esfuerzos para ganarse la vida en los más diversos y bajos
menesteres, el de zapatero entre otros; pero sin desmayar jamás en su
infatigable pasión por la lectura.
Contrajo
matrimonio en 1895, y esto, junto con los poemas que ya escribía, tuvo en su
vida un influjo estabilizador. Escribía, sí, y continuó escribiendo a lo largo
de bastantes años, pero sin conseguir convencer y mover a los editores para la
publicación y difusión de su obra, ni salir de la estrechez material y la
angustia de un vivir esclavizado por el alienante trabajo en talleres y
fábricas.
En
1897 siguió dos cursos en Harvard, y, en 1900, su abuelo le hizo donación de
una granja en New Hampshire. En aquella comarca desolada y áspera, cerca de
Derry, Robert espigó una espléndida cosecha de sugerencias y motivos para sus
poemas futuros. Entre 1905 y 1912, ejerció como docente. Fue un profesor
estimable, tanto en la Academia Pinkerton, de Derry, donde impartió lengua
inglesa, como en la Escuela Normal de Plymouth, donde enseñó psicología.
En
1912 vendió la granja por 1500 dólares y se fue a Inglaterra, dispuesto a darse
a conocer y abrirse camino con la poesía. No tardó en entablar relación con un
grupo de poetas georgianos que le presentaron a los editores. Fue su suerte. Sus
dos primeros libros, A boy’s Will
(1913) y North Boston (1914),
causaron sensación en Londres. Cuando volvió a los Estados Unidos en 1915 se
encontró con que ya era famoso. En adelante, estimulado y dirigido por Eleanor,
dedicó por entero su vida a la poesía. Se introdujo de lleno en el mundo
cultural y académico y dio frecuentes lecturas de sus poemas en Michigan, en
Amherst, en Dartmouth, y en un sinfín de colegios y sociedades. Ganó el premio
Pulitzer en 1924,1931, 1937 y 1943, además de otros muchos galardones.
Frost
es hoy, después de la época de Whitman, uno de los más grandes poetas
norteamericanos, y su obra ha supuesto una notable revolución en la poesía
inglesa. Podemos situarla, en principio, dentro de la corriente renovadora que
surgió en Estados Unidos hacia 1912 en tomo a la revista Poetry. Fue, en cierto modo, como un nuevo romanticismo que se
proponía volver a la observación de la realidad y prescindir del tradicional
lenguaje poético. En su génesis influyó particularmente la publicación de
algunos libros de versos entre los que destacaba el ya citado A Boy’s Will. Frost, como queda dicho,
tenía su principal fuente de inspiración en la vida rural de Nueva Inglaterra,
donde residió largo tiempo. De ahí la simplicidad de su vocabulario, que muy a
menudo reviste un carácter coloquial. Esto, y el hecho de que se situara en la
vanguardia de un movimiento reformista, le relaciona de alguna manera con el
poeta inglés Wordsworth, si bien Frost no suele incurrir en el subjetivismo y
el ternurismo frecuentes en aquél. En sus poesías apreciamos más bien una
fuerza telúrica sabiamente administrada, con el freno consciente de quien se
sabe «un hombre hablando a los hombres». Hay un propósito de modulación del
verso a partir del referente concreto que suple las limitaciones expresivas de
los recursos métricos y retóricos con lo que Frost denomina «el sonido del
sentido»: la musicalidad de los significados determinando y enriqueciendo la de
los significantes. Por eso no se revela como innovador de las técnicas de
versificación, aunque emplea el verso libre de un modo muy personal. Para él lo
fundamental es «the sound», la música, llegando a decir que el sonido, en el
poema, es como el oro en la ganga. Existe el dilema entre hacer resaltar el
poema-como-música o el poema-como-significado. Un poeta, según Frost, debe
aprender a «crear cadencias por medio de la ruptura elaborada de los sonidos
del sentido con toda su irregularidad de acento a través del metro». Claro que
esto no es ninguna novedad: en palabras de Jay Parini, «los poetas siempre han
entendido que el metro es una abstracción, y que uno superpone los ritmos del
discurso normal sobre el latido teórico del patrón métrico».
Para
Frost, el objeto al escribir poesía es hacer que todos los poemas suenen tan
distintos unos de otros como sea posible, y para eso no bastan los recursos de
vocales, consonantes, puntuación, sintaxis, palabras, frases, métrica…
Precisamos del auxilio del contexto, el tema, el significado. Sólo así logramos
la variedad. Y el sentido —el sonido— es múltiple aún dentro de un mismo poema.
La música —el significado— de un poema no es siempre igual para cada perceptor
y en cada momento. En la idea que tiene Frost del acto de creación poética y de
su posterior recepción, un poema comienza siempre como placer, predispone al
impulso, asume dirección con el primer verso que se escribe, sigue un curso de
hallazgos más o menos afortunados y concluye en una clarificación de la vida:
no necesariamente una gran clarificación, como aquélla en que se fundan las
sectas y los cultos, sino en un punto de apoyo momentáneo frente a la
confusión. En suma, tiene un desenlace, que es siempre un atisbo de
conocimiento, con lo que cabe decir que la trayectoria de un poema es siempre
del placer al conocimiento. Y ese resultado, aunque imprevisto, estaba ya
implícito en la idea originaria, aunque el poeta procede de sorpresa en
sorpresa, sin conocerlo hasta el final. Es decir, que era predestinación lo que
termina como revelación. Y la piedra de toque de la autenticidad de todo poema
está en que ese proceso lo viva también, a su manera, cada oyente o lector.
Y,
por supuesto, irrenunciablemente también el traductor. Para que el poema
resultante de la versión en otra lengua tenga savia propia, vuelo propio; para
que no se parezca, como tantas veces ocurre, a esos productos inanes de las
máquinas de traducir, el poeta que la realiza (¡tiene que ser poeta, no se
olvide!) ha de sumergirse en el texto original como en un río y dejarse calar
hasta los huesos por su sentido y su sonido, y sobre todo, como postula Frost,
por «el sonido del sentido», ese complejo contrapunto de ritmos y significados,
avanzando así, también él de sorpresa en sorpresa, hasta el
desenlace/revelación. Sólo esta actitud abierta, de entrega y disponibilidad,
le permitirá ir descubriendo la melodía verbal que en su idioma se corresponde
con las modulaciones y acordes del poema que intenta convertir. Léxico,
sintaxis, puntuación, metro, rima cuando la hay, no deben surgir nunca de una
operación de mimesis o de calco. Tienen que nacer de nuevo, a impulso de la
vivencia profunda del espíritu que progresa, deslumbrado y torpe, del placer al
conocimiento, y obra la metamorfosis. Por eso la recreación de un texto poético
en otra lengua suele tener algo de litúrgico: es como una concelebración.
Al norte de Boston, que, como ya se ha indicado, publicó Frost
por vez primera en 1914, no es por ello obra primeriza, ni menos recia y
representativa que el resto de su producción. Aquí aparecen ya todas sus
constantes, asoman todos sus demonios. De cuanto en la presente nota queda
expuesto, estos dieciséis poemas son muestra más que sobrada. En ellos estamos
siempre al aire libre, en contacto con los elementos, enfrentados con la
fatalidad y la intemperie. Sobre este cañamazo de vida rural y presencia
numinosa de la naturaleza, borda Frost con estro delicado una serie de
sencillas escenas, entre la comedia y el drama, tan diferentes entre sí como él
en efecto propugnaba. Roza el costumbrismo, pero lo salva siempre. Nos hallamos
más bien ante una épica de lo cotidiano. La ironía, el humor —un humor cruel, a
veces— recorren sutilmente estos poemas-relato, y el alma de los personajes se
revela y desnuda en sus monólogos y sus diálogos; lo que se sugiere es siempre
mucho más de lo que se dice, y a veces deja entrever perspectivas inquietantes.
Hay casos, como en «Arándanos», o «La casita negra», en que sabemos de los
caracteres principales por lo que cuentan otros. Y son figuras conmovedoras, en
su simplicidad y su recia humanidad. Otros personajes («Servidora de
servidores», «El ama de casa») nos estremecen en su situación de angustiada
soledad y desesperanza.
No
sé si alguien lo ha constatado antes, pero creo advertir un claro antecedente
de esta poesía en el británico Robert Browning: en poemas como «Andrea del
Sarto», por ejemplo. Con esta temática, lejos de los niveles de abstracción de
sus contemporáneos Eliot. Pound, etc., nada tiene de sorprendente que Frost
llegara a ser un poeta muy popular. Salvadas las distancias, que son
considerables, podría ser el caso de poetas españoles coetáneos como Ramón de
Campoamor y José M.ª Gabriel y Galán, autores a su vez de poemas narrativos, y
el segundo en dialecto extremeño bien a menudo. Frost hace hablar a sus
personajes en un cierto dialecto de Nueva Inglaterra, con particularidades de
dicción y sintaxis de imposible traducción, por lo que cabría aconsejar a todo
lector con suficientes nociones de inglés que se aventure a leer los diálogos
en esta lengua. Por otra parte, la dimensión trágica, el ingrediente de
desesperación y amargura que encontramos en muchos momentos de los poemas de
Frost, los abismos y los enigmas que se insinúan tras de sus versos
aparentemente sencillos, le sitúan muy por encima, como poeta, de la musa filosofante
y moralizante de nuestro asturiano, igualmente tan popular en su tiempo.
Dos
palabras, para concluir, acerca de los criterios aplicados en la versión. El
endecasílabo inglés raras veces puede reducirse a endecasílabos castellanos,
por lo que ha sido preciso optar, como en tantos otros casos, por alargarlo en
alejandrinos y otras combinaciones métricas más extensas, manteniendo los
ritmos silábicos en una pugna constante por no caer en la prosa pura y simple,
difícil empeño cuando el componente anecdótico tiende como un lastre hacia
ello. En los poemas con rima en inglés, hemos tratado de rimar también en
español, si bien no siempre ha sido posible encontrar consonantes sin
distorsionar demasiado el verso, en cuyo caso hemos recurrido a rimas asonantes.
Y en cuanto al léxico, nos hemos permitido la mayor libertad con el fin de acercarnos
lo más posible a ese ideal que antes exponíamos de que el poema trasvasado
tenga savia propia, vuelo propio. Tal ha sido el propósito, claro está, pero es
mucho lo que va del deseo al pleno cumplimiento. En esto, cuando el traductor
traiciona, se traiciona antes que nada a sí mismo. Y uno siente aquí la
tentación de remedar a los viejos actores del teatro clásico cuando concluían
humildemente la representación con aquel célebre latiguillo que pedía al
público «perdón por las muchas faltas».
AL
NORTE DE BOSTON
CERCA EN REPARACIÓN
Hay
algo que se opone a que una cerca exista,
Que
hincha la tierra helada y la socava
Y
desparrama al sol los pedruscos cimeros,
Y
abre boquetes por los que se cuelan
hasta
dos cuerpos juntos. Pues ¿y los cazadores?
He
ido tras ellos y reparado el estrago
Allí
donde no dejan ni piedra sobre piedra;
Pero
es que tienen que sacar de su hoyo al conejo
Por
dar gusto a los canes plañideros. Los boquetes, creedme,
Que
nadie les ha visto hacer, ni hacer ha oído,
Pero,
a la primavera, allí los encontramos.
Se
lo hago saber a mi vecino, allende el cerro,
Y
un día nos damos cita y recorremos la linde
Y
volvemos a alzar la cerca entre nosotros,
Manteniéndola
siempre entre los dos, al paso.
Cada
uno los pedruscos que de su lado cayeron.
Y
los hay como panes, y otros tan casi esféricos
Que
hemos de usar conjuros para que se sostengan:
«¡Ahí
quieto donde estás hasta que nos volvamos!»
Nos
pelamos los dedos manejándolos.
Ah,
otra especie de juego al aire libre,
Uno
por cada bando. A poco más alcanza:
Ahí
donde está la cerca, no la necesitamos.
Él
es todo pinar; yo, manzanal.
Y
mis manzanos no van a cruzar nunca
La
cerca y a comerse sus piñas, le digo.
Y
él sólo me responde: «Buenas cercas hacen buenos vecinos».
La
primavera me trastorna, y no sé
Si
podría meterle en la cabeza: «¿Por qué
Hacen
buenos vecinos? ¿No será
Donde
hay vacas? Pero aquí no hay vacas.
Antes
de levantar una cerca, yo siempre considero
Lo
que de un lado y otro estoy cercando
Y
a quien puedo infligir con ello agravio.
Hay
algo que se opone a que una cerca exista,
Que
quiere echarla abajo». Podría yo decirle: «Trasgos».
Pero
no son exactamente trasgos, y preferiría
Se
lo dijera él mismo. Le veo allá venir
Aferrada
una piedra en cada mano,
Como
un salvaje de la edad de piedra bien armado,
Y
me parece verlo en la tiniebla
No
tan sólo de bosques y de sombra de árboles.
Él
no irá más allá del proverbio ancestral
Y
le encanta pensarlo por su cuenta
Y
repite: «Buenas cercas hacen buenos vecinos».
LA MUERTE DEL JORNALERO
Contemplaba
María la llama del quinqué, sentada a la mesa,
Esperando
a Warren. Cuando oyó sus pasos
Corrió
de puntillas por el pasillo a oscuras
A
darle la noticia en el umbral
Y
ponerle en guardia. «Silas ha vuelto».
Le
hizo salir con ella, cerró la puerta y dijo:
«Sé
amable». Tomó luego de los brazos de Warren
Las
cosas que traía del mercado
Y
las dejó en el soportal. Después le hizo bajar
Y
sentarse a su lado en los peldaños de madera.
«¿Cuándo
dejé de ser con él amable?
Mas
no le admitiré de nuevo aquí», repuso el hombre.
«Ya
se lo dije en la pasada recolección del heno.
Si
se marchaba entonces, le advertí, habíamos terminado.
¿Para
qué sirve? ¿Quién le dará acogida
A
su edad por lo poco que puede hacer?
Nada
depende de su contribución.
Siempre
se larga cuando le necesito más.
Cree
que debería ganar un módico jornal,
Bastante
al menos para comprar tabaco
A
fin de no tener que pedir y estar agradecido.
“Bien”,
digo yo. “No puedo permitirme
Pagar
salarios fijos, aunque ojalá pudiera”.
“Otro
sí que podrá”. “Entonces otro tendrá que hacerlo”.
Y
no me importaría a mí que mejorase
Si
de eso se tratara. Puedes estar segura,
Cuando
él empieza así es que tiene a alguien
Que
intenta sonsacarle con algún dinerillo…
En
pleno henaje, cuando escasea la mano de obra.
Luego
en invierno vuelve con nosotros. Estoy harto».
«¡Chis!,
no tan algo: te va a oír», dijo María.
«Pues
que me oiga: más tarde o más temprano habrá de oírme».
«Está
agotado. Duerme junto a la estufa.
Cuando
volví de casa de Rowe me lo vi aquí, arrebujado
Contra
la puerta del establo, dormido como un tronco.
Daba
lástima verlo, y también miedo…
No
es para que sonrías… No le reconocí…
No
le esperaba yo… y está cambiado.
Aguarda
y ya verás».
«¿Dónde dijiste que había estado?»
«No
lo ha dicho. Le llevé como pude hasta la casa
Y
le di té, y procuré que fumara.
Intenté
hacerle hablar sobre sus viajes.
No
hubo manera: se limitó a cabecear sin soltar prenda».
«¿Pero
qué dijo? ¿Dijo algo?»
«Poca
cosa».
«¿Pero
algo? Confiésame, María,
Ha
dicho que está aquí para avenarme el prado».
«¡Warren!»
«¿Pero lo dijo? Sólo quiero
saberlo».
«Pues
claro que lo dijo. ¿Qué quieres que dijese?
No
irás a escatimarle al pobre viejo
Alguna
forma simple de salvar su amor propio.
Y
añadió, si de veras te interesa saberlo,
Que
pensaba aclarar la dehesa alta también.
¿Te
suena a historia ya antes oída?
Warren,
quisiera que hubieses oído cómo
Lo
embarullaba todo. Dos, tres veces
Me
paré yo a observar —tan perpleja me tenía—
Si
no sería que hablaba en sueños. Continuó luego
Con
Harold Wilson —recuérdalo—, el muchacho
Que
empleabas en el henaje desde hacía cuatro años.
Ha
terminado sus estudios, cursado magisterio.
Silas
afirma que tendrás que mandarlo volver.
Dice
que ambos formarán un buen par para la labor:
¡Que
entre los dos tendrán esta heredad como una seda!
Si
vieras cómo mezclaba eso con otras cosas.
Él
tiene al joven Wilson por un chico capaz,
Aunque
chiflado con la educación: tú sabes
Cómo
bregaron todo el mes de julio, bajo el sol llameante,
Silas
subido al carro, acoplando la carga,
Harold
al pie, echándola hacia arriba con el bieldo».
«Sí,
yo me cuidaba de estar lejos, donde no los oyera».
«Pues
bien, aquellos días, a Silas lo turbaron como un sueño.
Quién
podría creerlo. ¡Cómo persisten ciertas cosas!
El
desparpajo estudiantil de Harold picaba su amor propio.
Después
de tantos años aún anda buscando
Razones
que ahora entiende podría haberle opuesto.
Me
da lástima. Sé muy bien cómo sienta
Que
se te ocurra la razón cabal demasiado tarde.
Harold
asociado en su mente con el latín…
Ha
querido saber qué pienso yo sobre el decir de Harold
De
que estudió el latín, como el violín,
Porque
le gustaba… ¡vaya un argumento!
Dice
que no logró hacer creer al mozo
Que
él descubre agua con una vara de avellano…
Lo
cual demuestra el provecho que ha sacado de los estudios.
Pasaría
por eso. Pero ante todo piensa
En
poder disponer de otra oportunidad
De
enseñarle a apilar una carga de heno…»
«Lo
sé, ésa es la única habilidad de Silas.
Pone
cada horconada en su lugar exacto,
Y
la marca y numera para futura referencia,
A
fin de hallarla y removerla, en la descarga,
Con
facilidad. Silas hace eso bien. Lo saca
En
parvas grandes como nidos de grandes aves
Y
nunca le verás de pie sobre el forraje
Que
intenta echar arriba, pues quien se empina es él».
«Él
piensa que podría enseñarle eso, así sería
Quizá
de algún provecho para alguien en el mundo.
Detesta
ver a un chico víctima de los libros.
Pobre
Silas, tan preocupado siempre por el prójimo.
Sin
nada en el ayer que mirar con orgullo,
Sin
nada en el mañana que ver con esperanza,
Nada
distinto nunca para él».
Un
segmento de luna caía hacia poniente
Llevándose
consigo el cielo entero hacia las lomas.
Su
luz le llovió blanda en el regazo. Lo vio ella
Y
se cubrió con el delantal. Como quien pulsa un arpa,
Tendió
luego la mano entre los dondiegos de día
Acicalados
de rocío desde el arriate a los aleros,
Cual
si arrancara, música inaudible, no sé qué ternura
Que
obró en él su virtud junto a ella en la noche.
«Warren»,
dijo María, «ha venido a casa a morir:
No
tienes que temer que esta vez te abandone».
«A
casa», ironizó él con voz queda.
«Sí, ¿pues qué, si no es a casa
Vas
a decir? Todo depende de lo que se entienda por la casa de uno.
Claro,
para nosotros él no es nada; no más
Que
el perro aquel que se llegó a nosotros,
Desconocido,
despernado, por el carril del monte».
«Tu
casa es aquel sitio donde si tienes que acudir
han
de darte acogida».
«Yo lo definiría como algo
Que
en cierto modo no has de merecer».
Warren
a esto se inclinó, dio un paso o dos,
Echó
mano a un bastoncillo, se lo trajo
Consigo,
lo quebró y lo arrojó a un lado.
«¿Crees
tú que Silas es más acreedor de nuestra hospitalidad
Que
de la de su hermano? Trece millas escasas
A
vueltas del camino le llevarían ante su puerta.
Silas
ha caminado hoy todo eso y más, sin duda alguna.
¿Por
qué no acude allí? Su hermano es rico,
Un
personaje… director del banco».
«Él
nunca nos lo ha dicho».
«Lo
sabemos, no obstante».
«Yo
creo que su hermano debería ayudar en algo, por supuesto.
Me
encargaré de ello, si hace falta. Debería, en justicia,
Acogerle
en su hogar, y acaso esté dispuesto…
Tal
vez sea mejor de lo que nos parece.
Pero
ten lástima de Silas. ¿Piensas tú
Que
si él cifrara algún orgullo en el linaje
O
en cualquier cosa que pudiera esperar de su hermano
Habría
callado respecto a él todo este tiempo?»
«Me
gustaría saber qué hay entre ellos».
«Puedo
decírtelo.
Silas
es lo que es; a nosotros no nos importa;
Pero
es justo la clase de persona que los parientes no soportan.
Jamás
ha hecho nada tan execrable, en realidad.
Él
no sabe por qué no es él tan bueno
Como
cualquier otro. Pero, indigno como se considera,
No
se dejará avergonzar por agradar a su hermano».
«No
puedo creer que Si haya jamás herido a nadie».
«No,
pero me ha herido en el alma ver la forma
En
que yacía y giraba la senil cabeza en ese puntiagudo
Respaldar.
No me ha permitido acomodarle en el sofá.
Debes
entrar y ver lo que puedes hacer tú.
Le
he preparado allí la cama para esta noche.
Te
sorprenderá cuando lo veas, lo maltrecho que está.
Ya
no podrá volver a trabajar. Estoy segura».
«Yo
no diría eso así tan pronto».
«Tampoco
yo. Anda, mira, compruébalo tú mismo.
Pero
Warren, hazme el favor, recuerda los sobrentendidos:
Ha
venido a ayudarte a drenar el prado.
Tiene
un plan. No debes reírte de él.
Quizás
no hable del asunto, y luego sí que hable.
Yo
miraré entretanto si aquella nubecilla
Acierta
o no a cubrir la luna».
La cubrió.
Entonces
hubo tres allí: una guirnalda
Difusa:
la luna, la nubecilla plateada y ella.
Regresó
Warren —demasiado pronto, pensó María—.
Se
deslizó a su lado, le tomó la mano y esperó.
«¿Warren…?»,
inquirió ella.
«Muerto», fue toda la respuesta de
él.
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