S ituada en Monteriano, localidad imaginaria de la Toscana cuyo
modelo real es San Gimignano, el libro se centra en las reacciones
inesperadas y violentas que provoca en un grupo de ingleses de
buena crianza una situación que rebasa los límites de su
experiencia. El agente catalizador es la boda de la viuda Lilia
Herriton con un italiano doce años más joven que ella, Gino; y el
tema fundamental del relato es el contraste entre las pautas de
conducta inglesas y el comportamiento de Gino.
Irónica en unos pasajes y grave en otros, tan certera en su
sátira de las hipocresías sociales como en la sutileza de su
observación psicológica, esta primera novela de E. M. Forster,
revela ya la maestría característica del escritor.
E. M. Forster
Donde los ángeles no se
aventuran
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Estaban todos en Charing Cross para despedir a Lilia —Philip,
Harriet, Irma y la propia Mrs. Herriton—. Incluso Mrs. Theobald,
acompañada de Mr. Kingcroft, había hecho frente a un viaje desde
Yorkshire para decir adiós a su única hija. Miss Abbott también
estaba asistida por numerosos parientes, y el panorama de tanta
gente hablando al mismo tiempo y diciendo cosas tan dispares
hacía que Lilia estallara en incontrolables carcajadas.
—Es toda una ovación —gritó, dejándose caer fuera del vagón
de primera clase—. Nos van a tomar por miembros de la familia real.
Oh, Mr. Kingcroft, tráiganos unos calientapiés.
El amable joven se fue corriendo y Philip, ocupando su lugar, la
desbordó con una última retahíla de órdenes y consejos: dónde
detenerse, cómo aprender italiano, cuándo utilizar mosquiteras, qué
cuadros mirar.
—Recuerda —concluyó Philip— que la única manera de llegar
a conocer el país es descarrillando. Tenéis que ver los pueblos
pequeños: Gubbio, Pienza, Cortona, San Gimignano, Monteriano. Y,
permite que te lo ruegue, no vayas con esa horrible idea del turista
de que Italia sólo es un museo de arte y antigüedades; ama y
comprende a los italianos, porque la gente es más maravillosa que
la tierra.
—¡Cuánto me gustaría que vinieras, Philip! —dijo Lilia,
halagada por la insólita atención que su cuñado le prestaba.
—También me gustaría a mí.
Hubiera podido arreglárselas para ir sin demasiadas
dificultades, ya que su trabajo de abogado no era tan intenso como
para impedirle unas vacaciones de vez en cuando. Pero la familia no
aprobaba sus asiduas visitas al continente, y él mismo disfrutaba a
menudo con la idea de que estaba demasiado ocupado para salir de
la ciudad.
—Adiós, queridos todos. ¡Qué mareo! —Reparó en su hija
Irma, y le pareció que la ocasión requería una nota de solemnidad
maternal—. Adiós, querida. Pórtate bien, y haz lo que te diga la
abuelita.
No se refería a su madre, sino a su madre política, Mrs.
Herriton, la cual odiaba el título de «abuelita».
Irma alzó, para que se lo besara, un rostro grave y dijo con
cautela:
—Haré todo lo posible.
—Seguro que será buena —dijo Mrs. Herriton, que se
mantenía, pensativa, algo apartada del alboroto. Pero Lilia ya estaba
llamando a Miss Abbott, una joven bastante bonita, alta y seria, que
llevaba su despedida de un modo más decoroso en el andén.
—¡Caroline, mi Caroline! Sube de un salto, o tu carabina se irá
sin ti.
Y Philip, que siempre se embriagaba con la idea de Italia,
volvió a hablarle de los momentos supremos de su prometedor viaje:
la Campanile de Airolo, que se le echaría encima cuando emergiera
del túnel de San Gotardo, presagiando el futuro; la vista del Ticino y
del lago Maggiore cuando el tren se encaramara a las faldas del
monte Ceneri; la vista del Lugano, la vista del Como —Italia se
acumulaba tupida a su alrededor—, la llegada a su primer lugar de
descanso, cuando, después de un largo trayecto por calles sucias y
oscuras, contemplaría por fin, entre el rugido de los tranvías y la luz
deslumbrante de los faroles de arco, los contrafuertes de la catedral
de Milán.
—¡Pañuelos y cuellos —vociferó Harriet—, en mi caja
damasquinada! Te he prestado mi caja damasquinada.
—¡Mi querida Harry!
Lilia volvió a besarlos a todos, y se hizo un momento de
silencio. Todos sonreían fijamente, excepto Philip, que tosía en
medio de la niebla, y la anciana Mrs. Theobald, que se había puesto
a llorar. Miss Abbott subió al vagón. El jefe de tren en persona cerró
la puerta y le dijo a Lilia que todo iría bien. Entonces el tren se puso
en marcha, y con él todos se desplazaron un par de pasos, agitaron
pañuelos y dieron grititos de alegría. En aquel momento apareció
Mr. Kingcroft, con el calientapiés cogido por ambos extremos, como
si se tratara de la bandeja del té. Lamentaba haber llegado
demasiado tarde, y gritó con voz temblorosa: —Adiós, Mrs. Charles.
Que usted lo pase bien, y que Dios la bendiga.
Lilia sonrió y asintió con la cabeza, pero luego la absurda
imagen del calientapiés pudo más que ella, y se echó a reír de
nuevo.
—¡Oh, lo siento! —gritó—. Pero es que tiene un aspecto tan
divertido… ¡Oh, están todos tan divertidos agitando las manos! ¡Oh,
por favor! —Y riéndose inconteniblemente fue transportada hacia la
niebla.
—Muchos ánimos para empezar un viaje tan largo —dijo Mrs.
Theobald, frotándose los ojos.
Mr. Kingcroft hizo un gesto solemne con la cabeza para
manifestar su conformidad.
—Me hubiera gustado —dijo— que Mrs. Charles llevara su
calientapiés. Estos mozos londinenses no prestan ninguna atención
a los campesinos.
—Pero usted hizo todo lo posible —dijo Mrs. Herriton—. Y me
parece verdaderamente generoso de su parte que haya traído a
Mrs. Theobald desde tan lejos en un día como éste. —Entonces, un
poco precipitadamente, le estrechó la mano, y dejó que el joven
condujera de regreso a Mrs. Theobald.
FUENTE:
Donde los angeles no se aventuran. E. M. Forster.
Editorial. SUR.
Impreso en Argentina.
Encuadernación: tapa blanda.
Páginas. 153.
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