domingo, 1 de enero de 2023

Thomas Bernhard Relatos. FRAGMENTO.

 



La obra de Thomas Bernhard (1931-1989) es sin duda una de las empresas creadoras más audaces, originales y valiosas de la literatura alemana del siglo XX. Buena muestra de esta afirmación son los seis Relatos que, seleccionados por Miguel Sáenz, ofrecen en este volumen un amplio panorama de su período creativo más fecundo. La obsesión, la locura, el crimen, la descomposición en suma, bien sea de mentes, de existencias o legados en esa Austria ya rural, ya urbana, pero siempre alucinada y tenebrosa, tan denostada por el autor, son el sustrato plenamente bernhardiano de las seis piezas maestras que integran el libro.

 


 Thomas Bernhard

Relatos

 

 

 

 


 

 Prólogo

No es fácil escoger seis relatos de Thomas Bernhard, y no por falta sino por exceso de material. Confieso haberme guiado por mi gusto, templado por el deseo de ofrecer un amplio panorama de uno de los períodos creativos más fecundos (años sesenta) de Thomas Bernhard.

Los relatos aquí recogidos han sido ya publicados en español, aunque para su traducción se utilizaron los textos alemanes, todavía no contrastados, anteriores a la nueva edición en veintidós volúmenes de la obra de Bernhard publicada por Suhrkamp Verlag. Sin embargo, la verdad es que los cambios son de poca monta: hay relatos que no han sufrido apenas transformación alguna y otros en donde los cambios se deben a correcciones hechas a última hora en galeradas por el propio Bernhard y que, por alguna razón (normalmente falta de tiempo), no se incorporaron al libro publicado. Son diferencias que indican, sobre todo, algo ya sabido: Bernhard era un perfeccionista, y en sus textos cada palabra y cada frase han sido cuidadosamente sopesados. Por último, hay que decir que el orden en que aquí figuran los relatos es sólo aproximadamente cronológico, porque algunos habían aparecido por primera vez en revistas o publicaciones diversas, y su momento de creación no siempre puede fijarse con exactitud.

La gorra es uno de los primeros relatos en el tiempo pero muestra ya a un Bernhard en la plenitud de sus facultades. A primera vista podría parecer un chiste prolongado: un hombre encuentra una gorra en su camino y se esfuerza obsesivamente por devolverla. Sin embargo, no se trata sólo de un ejercicio musical de repeticiones y variaciones sino también de una siniestra excursión a las profundidades de la locura.

¿Es una comedia? ¿Es una tragedia? refleja, ya en su título, el acreditado tópico barroco de la vida como tragicomedia. Sin embargo, como tantas otras veces, Bernhard consigue revivirlo, y arremete de paso, también como tantas otras veces, contra el teatro en general. Es el más insólito de los relatos aquí reunidos y quizá la primera y única vez que en la obra de Bernhard aparece un travestido.

En cuanto a Midland in Stilfs es un texto bernhardiano por los cuatro costados. Stilfs (en realidad Stelvio, ya que hoy pertenece al Alto Adigio italiano) es uno de esos pueblos que siembran los libros de Bernhard y, como si formaran parte de un fantástico mapa borgiano, se sobreponen a la realidad para componer una cartografía peculiar. También la figura del inglés como emisario de la normalidad del mundo exterior resulta típica.

Ungenach son palabras mayores y no sólo por la extensión del relato (lo mismo que Watten, es más una novela corta que un cuento). Su estructura fragmentaria resulta modélica y su tema principal (uno de los recurrentes en Bernhard) es el de la disolución de un legado. A Bernhard, a quien durante toda su vida preocupó, con tenacidad aldeana, la adquisición de propiedades, lo fascinaba la dispersión de esas propiedades a manos de los herederos. De Trastorno a Extinción, la inevitabilidad de ese desmoronamiento recorre el mundo novelístico bernhardiano.

También Watten es, después de todo, una variación del tema. El watten, juego de cartas típicamente austríaco, desempeña en cierto modo en la obra de Bernhard el mismo papel que el skat en la de Günter Grass. Para el protagonista, un hombre destruido, jugar al watten o no jugar al watten, -o mejor: la decisión de hacerlo o no hacerlo— es cuestión de vida o muerte.

Por último, En la linde de los árboles es un alarde de estilo, con los bosques, los inquietantes bosques bernhardianos, al fondo. Decía Claus Peymann que, lo mismo que bastaba oír dos compases de Mozart para reconocerlo, un par de líneas de Bernhard resultaban inconfundibles. En la linde… es un relato bernhardiano clásico, sereno, en el que la tragedia se anuncia en cada página.

MIGUEL SÁENZ


 La gorra

Mientras que mi hermano, a quien se pronostica una carrera fabulosa, pronuncia en los Estados Unidos de América, en las universidades más importantes, conferencias sobre sus descubrimientos en el ámbito de la investigación de las mutaciones, de lo que hablan sobre todo las publicaciones científicas, también en Europa, con un entusiasmo francamente inquietante, yo, cansado de los innumerables institutos centroeuropeos especializados en cabezas enfermas, he podido instalarme en su casa, y le estoy muy reconocido por haber puesto el edificio entero a mi disposición, sin reserva alguna. Esa casa que yo nunca había visto antes, heredada de su mujer, fallecida súbitamente hace medio año, en las primeras semanas en que he podido vivir en ella, con mi predilección característica por esas casas antiguas que, con sus proporciones, es decir, con sus masas y equilibrios corresponden perfectamente a la armonía general y particular de la Naturaleza, se ha convertido, en contra de todos los presentimientos que durante años han podido atormentarme de la forma más profunda, perturbándome hasta en mis células de la forma más mortal, en el único refugio posible para mi existencia, en cualquier caso problemática.

Las dos primeras semanas en la casa, situada a la orilla misma del Attersee, fueron para mí tal novedad que pude respirar, mi cuerpo volvió a vivir, mi cerebro ensayó acrobacias que yo había olvidado ya, sin duda ridículas para los sanos, pero para mí, el enfermo, extraordinariamente satisfactorias.

En los primeros días en Unterach, como se llama el lugar en que se alza la casa de mi hermano, pude ya deducir al menos relaciones, imaginarme de nuevo el mundo como algo habitual, disponer de una parte de mis conceptos, de los totalmente personales, para los, así llamados, fines de iniciación de mi pensamiento resurgido. Evidentemente, tampoco en Unterach podía estudiar. Me retraje otra vez lamentablemente a mis primeros intentos con Chabulas, con Diepold, Heisenberg, con Hilf, Liebig, Kriszat y Sir Isaac Newton, que, creo yo, son indispensables para progresar en mi esfera de la economía forestal y la silvicultura. También en Unterach, utilizando mi cabeza enferma, me limité pronto nada más a descubrir imágenes, a la simple descomposición, a extraer las más pequeñas de las grandes sustancias de la historia de los colores, de toda la historia de los estados físicos; otra vez, como tantas otras, me encontraba, en un instante, reprendido y rechazado hasta la enseñanza elemental de la observación de los colores. Sí, caí en las categorías más lastimosas de la autocontemplación y de lo que yo califico de histeria cromática dentro de mí, observando continuamente todas mis salidas sin encontrar ninguna; padecía en Unterach una continuación de mi existencia, al fin y al cabo sólo animal en sus rasgos esenciales, provocada por mi cabeza, en general por el esfuerzo excesivo de la materia, pero de una forma espantosa. Como temía que mi entorno inmediato de la casa pudiera averiguar cómo me encontraba, despedí a todos los criados, ordenándoles que no volvieran a poner los pies en la casa hasta que volviera mi hermano de América y todo recuperase su orden habitual. Traté de no despertar ninguna sospecha con respecto a mi enfermedad, a mi morbosidad. La gente lo aceptó y se fue contenta, excesivamente pagada y alegre. Cuando estuvieron fuera y no tuve ya razón alguna para dominarme, y en aquella casa y entre aquellas personas, como tengo que confesarme a mí mismo, había tenido que dominarme ininterrumpidamente de la forma más horrible, había tenido que dominarme durante dos semanas, quedé al instante a merced de mis estados de ánimo. Cerré todas las persianas de la fachada delantera de la casa, para no tener que mirar ya al exterior. Hubiera sido absurdo cerrar las persianas de la fachada posterior, porque las ventanas daban en ella sobre el monte alto. Con las persianas y ventanas abiertas entraba en la casa una oscuridad mucho mayor que con ellas cerradas. Sólo dejé abiertas las persianas y la ventana de la habitación en que vivía. De siempre, tenía que tener en mi habitación una ventana abierta si no quería asfixiarme. Realmente, después de estar solo en casa, hice inmediatamente otro intento de proseguir mis estudios, pero ya en los primeros momentos en que me ocupé de la teoría del doctor Mantel, indebidamente abandonada por mí, supe que mi esfuerzo terminaría en un fracaso. Reducido al mínimo existencial de mi cerebro, tuve que retirarme de mis libros y de los de mi maestro. Esa reducción, que siempre produce estados catastróficos en mi nuca, hace que entonces no pueda soportar ya nada. Siempre próximo a volverme completamente loco, pero sin embargo nunca completamente loco, sólo domino entonces mi cerebro para dar órdenes espantosas a mis manos y pies, para dar instrucciones especiales a mi cuerpo. Sin embargo, lo que más temo en esta casa y de lo que no informé en absoluto a mi hermano de América, al contrario, le escribía como habíamos convenido dos veces por semana que estaba bien, que le estaba agradecido, que hacía progresos tanto en mis estudios como en mi salud, que me encantaban su casa y todo el entorno, pero lo que más temía en Unterach era el crepúsculo y la oscuridad que seguía rápidamente al crepúsculo. De ese crepúsculo se trata aquí. De esa oscuridad. No de las causas de ese crepúsculo, de esa oscuridad, no de sus causalidades, sino sólo de cómo ese crepúsculo y esa oscuridad influían en mí en Unterach. Pero, como puedo ver, en estos instantes no tengo fuerzas para ocuparme de ese tema como de un problema, como de un problema para mí, y quiero limitarme sólo a indicaciones, quiero limitarme sólo en general al crepúsculo en Unterach y a la oscuridad en Unterach en relación conmigo, en el estado en que me encuentro en Unterach. Al fin y al cabo, tampoco tengo tiempo para un estudio, porque mi cabeza, porque la enfermedad de mi cabeza requiere toda mi atención, toda mi existencia. El crepúsculo y la oscuridad que sigue al crepúsculo en Unterach no puedo soportarlos en mi habitación y, por tal motivo, todos los días, cuando el crepúsculo trae la oscuridad en esta horrible atmósfera de montaña, salgo corriendo de mi habitación y de la casa y a la calle. Entonces sólo tengo tres posibilidades: correr en dirección a Parschallen o en dirección a Burgau o en dirección al Mondsee. Sin embargo, nunca he corrido en dirección al Mondsee, porque tengo miedo de esa dirección, todo el tiempo corro sólo hacia Burgau; pero hoy, de repente, he corrido hacia Parschallen. Como mi enfermedad, mi cefalalgia que me tortura desde hace ya cuatro años, me ha hecho salir en el crepúsculo (¡aquí ahora ya muy temprano, ya a las cuatro y media!) de mi habitación al vestíbulo, a la oscuridad de la calle y como, obedeciendo a una señal súbita salida de mi cabeza, quería infligirme una tortura mucho mayor que en los días anteriores, no fui a Burgau, como tengo por costumbre desde que estoy en Unterach, sino a la fea localidad de Parschallen, en donde hay ocho carniceros, como ahora sé, aunque en el pueblo no vivan cien personas, hay que imaginárselo: ocho carniceros y ni siquiera cien personas… Hoy quería provocar no sólo el agotamiento de Burgau sino el de Parschallen, mucho mayor, quería dormir, dormir me por fin otra vez. Pero ahora, como me he decidido a escribir estas frases, no puedo pensar ya siquiera en dormirme. Un agotamiento de Parschallen me ha parecido hoy ventajoso, de forma que he corrido en dirección a Parschallen. Mi enfermedad ha vuelto a llegar en Unterach a un punto culminante, me vuelve loco ahora de tal forma que tengo miedo de ser capaz de colgarme de un árbol, de tirarme al agua, sin tener en cuenta a mi querido hermano, de viaje por América; las capas de hielo son todavía delgadas y es fácil hundirse. No sé nadar, eso me vendrá bien… Desde hace semanas, ésa es la verdad, considero mi suicidio. Sin embargo, me falta decisión. Pero aunque me decidiera por fin a ahorcarme o a ahogarme en alguna masa de agua, distaría mucho aún de estar ahorcado, distaría mucho aún de haberme ahogado. Me domina una inmensa debilidad y, como consecuencia, inutilidad. Sin embargo, los árboles se me ofrecen literalmente, el agua me hace la corte, trata de atraerme… Pero yo ando, corro de un lado a otro, sin saltar a ninguna masa de agua, sin ahorcarme de ningún árbol. Como no hago lo que quiere el agua, temo al agua, como no hago lo que quieren los árboles, temo a los árboles… Lo temo todo… Y además, hay que imaginárselo, voy con mi única chaqueta, que es una chaqueta de verano, sin abrigo, sin chaleco, con mis pantalones de verano y mis zapatos de verano… Pero no me congelo, al contrario, todo lo que hay dentro de mí está siempre animado por un calor terrible, me veo empujado por el calor de mi cabeza. Aunque corriera totalmente desnudo hacia Parschallen no podría congelarme. Al grano: he corrido hacia Parschallen porque no quiero volverme loco; tengo que salir de casa si no quiero volverme loco. Sin embargo, la verdad es que quiero volverme loco, quiero volverme loco, nada me gustaría tanto como volverme loco realmente pero me temo estar lejos de poder volverme loco. ¡Quiero volverme loco de una vez! No sólo quiero tener miedo de volverme loco, quiero volverme loco de una vez. Dos médicos, de los que uno es un médico de alto nivel científico, me han profetizado que me volveré loco, que dentro de poco me volvería loco me profetizaron los dos médicos, dentro de poco, dentro de poco; ahora hace ya dos años que espero volverme loco, pero sigo sin haberme vuelto loco. Pero, en el crepúsculo y en la súbita oscuridad, pienso todo el tiempo que, si, por la noche en mi habitación, en toda la casa, no veo nada, si no veo ya lo que toco, oigo desde luego muchas cosas pero no veo nada, oigo y cómo oigo, pero no veo nada, si soportara esa situación espantosa, si soportara el crepúsculo y la oscuridad en mi habitación o por lo menos en el vestíbulo o por lo menos en alguna parte de la casa, si, sin tener en cuenta el dolor realmente inimaginable, no saliera de la casa en ningún caso, tendría que volverme loco. Pero nunca soportaré esa situación del crepúsculo y de la oscuridad súbita, tendré que salir corriendo una y otra vez de la casa, mientras esté en Unterach, y estaré en Unterach hasta que mi hermano vuelva de América, vuelva de Stanford y Princeton, vuelva de todas las universidades norteamericanas, hasta que las persianas vuelvan a estar abiertas y los criados estén de nuevo en la casa. Tendré que salir corriendo una y otra vez de la casa… Y esto ocurre así: no aguanto más y huyo, cierro todas las puertas detrás de mí, entonces tengo todos los bolsillos llenos de llaves, tengo tantas llaves en los bolsillos, sobre todo en los bolsillos del pantalón, que cuando corro hago un ruido espantoso, y no sólo un ruido espantoso, un estrépito horrible, las llaves, cuando corro, cuando me apresuro hacia Burgau o, como esta noche, hacia Parschallen, me trabajan los muslos y el vientre, y las que llevo en los bolsillos de la chaqueta me trabajan las caderas y me hacen daño en la pleura, porque, por la gran velocidad que tengo que alcanzar en cuanto he salido de la casa, tienen que oponerse a mi cuerpo inquieto, sólo de las llaves de los bolsillos del pantalón tengo varias heridas, ahora incluso llagas supurantes en el vientre, sobre todo porque, en la oscuridad, me resbalo en el suelo brutalmente helado y me caigo. Aunque he recorrido ya esas calles de un lado a otro cientos de veces, sigo cayéndome siempre. Antes de ayer me caí cuatro veces, el pasado domingo doce, y me herí en la barbilla, lo que sólo noté en casa; mi dolor de cabeza no me dejó percibir el dolor de mi barbilla, de modo que cabe imaginar lo grande que era mi dolor de cabeza para sofocar el dolor de la barbilla, provocado por una profunda herida en la mandíbula inferior. En el gran espejo de mi habitación, en el que, cada vez que vuelvo a casa, compruebo enseguida mi grado de agotamiento, de mi agotamiento físico, de mi agotamiento intelectual, de mi agotamiento diario, vi entonces la herida de mi barbilla (una herida así hubiera tenido que ser cosida por algún médico, pero no fui a ningún médico, aborrezco los médicos, dejaré esa herida de mi barbilla tal como está), al principio ni siquiera la herida misma de la barbilla sino una gran cantidad de sangre coagulada en mi chaquetón. Me asusté al ver el chaquetón ensangrentado, porque ahora, me pasó por la cabeza, el único chaquetón que tengo está ensangrentado. Pero, me dije enseguida, al fin y al cabo sólo salgo a la calle en el crepúsculo, sólo en la oscuridad, de forma que nadie verá que tengo el chaquetón ensangrentado. Sin embargo, yo que tengo el chaquetón ensangrentado. Tampoco he intentado limpiar mi chaquetón ensangrentado. Todavía ante el espejo solté la carcajada, y durante esa carcajada vi que me había abierto la barbilla, que andaba por ahí con una grave herida en el cuerpo. Es curioso el aspecto que tienes con la barbilla abierta, pensé para mí al verme en el espejo con la barbilla abierta. Prescindiendo de que esa herida en la barbilla me deformaba, toda mi persona había adquirido de repente además algo inconfundiblemente ridículo, sí, de comedia humana absoluta y, sin darme cuenta, en el camino de vuelta me había extendido con las manos por todo el rostro la sangre de la herida de la barbilla hasta la frente, ¡hasta el pelo! y, prescindiendo de eso, me había desgarrado además los pantalones. Pero, como queda dicho, eso fue el pasado domingo, no hoy, y quiero decir que hoy, en el camino de Parschallen, he encontrado una gorra y que tengo puesta ahora esa gorra, mientras escribo esto, efectivamente, tengo puesta la gorra encontrada, por diversas razones… Esa gorra gris, gruesa, tosca y sucia, la llevo ya desde hace tanto tiempo que ha tomado ya el olor de mi propia cabeza… Me la puse porque no quería verla más. Inmediatamente, al estar otra vez en casa, quise esconderla en mi habitación, quise esconderla en el vestíbulo, sin duda por razones que probablemente seguirán siendo inexplicables en el porvenir; quise esconderla en algún lado en toda la casa, pero no pude encontrar ningún lugar apropiado para la gorra, de forma que me la puse. No podía verla ya, pero tampoco tirarla, destruirla. Y ahora ando ya desde hace varias horas por toda la casa, con la gorra en la cabeza, sin tener que mirarla. Todas estas últimas horas las he pasado bajo la gorra, porque me la puse ya en el camino de vuelta y sólo me la quité de la cabeza un minuto para buscarle un lugar apropiado y, como no encontré ningún lugar apropiado para ella, me la volví a poner sencillamente. Pero tampoco podré llevar siempre esa gorra en la cabeza… En verdad, estoy dominado ya, desde hace mucho tiempo, por esa gorra, durante todo el tiempo no he pensado en otra cosa que en esa gorra sobre mi cabeza… Me temo que este estado, consistente en tener la gorra en la cabeza y ser dominado por la gorra de mi cabeza, por ella hasta en las más pequeñas y más mínimas posibilidades de existir, tanto de mi espíritu como de mi cuerpo, bien entendido, como de mi cuerpo, y de no quitármela de la cabeza guarda relación con mi enfermedad, eso sospecho: con esta enfermedad que, hasta hoy, nueve médicos no han sabido explicar, nueve médicos, bien entendido, que consulté en los últimos meses, antes de que, hace dos años, terminara con los médicos; con frecuencia, sólo pude llegar a esos médicos en condiciones inconcebiblemente difíciles y supusieron gastos monstruosos. Con ese motivo conocí la desvergüenza de los médicos. Pero, pienso ahora, he tenido puesta la gorra durante toda la noche, ¡y no sé por qué la tengo puesta! Y no me la he quitado de la cabeza, ¡y no sé por qué! Me resulta una carga horrible, como si un soldador me la hubiera soldado a la cabeza. Pero todo eso es accesorio, porque al fin y al cabo sólo quería anotar cómo llegó esa gorra a mis manos, dejar constancia de dónde encontré la gorra y, naturalmente, de por qué sigo teniéndola en la cabeza… Todo eso podría decirse con una sola frase, lo mismo que todo puede decirse con una sola frase, pero nadie logra decir todo con una sola frase… Ayer, a estas horas, no sabía aún absolutamente nada de esa gorra, y ahora la gorra me domina… Y, además, ¡se trata de una gorra totalmente corriente, de una de cientos de miles de gorras! Pero todo lo que pienso, lo que siento, lo que hago, lo que no hago, lo que soy, lo que represento está dominado por esa gorra, todo lo que soy está bajo esa gorra, todo guarda relación de pronto (para mí, ¡para mí en Unterach!) con esa gorra, con una de esas gorras como llevan sobre todo, lo sé, los carniceros de la región, con esa gorra tosca, gruesa y gris. No tiene por qué ser forzosamente una gorra de carnicero, también puede ser una gorra de leñador, también los leñadores llevan esas gorras, también los campesinos. Todos llevan esas gorras. Pero finalmente al grano: la cosa empezó porque no corrí hacia Burgau, el camino más corto, sino hacia Parschallen, el más largo, por qué no fui ayer precisamente hacia Burgau sino hacia Parschallen no lo sé. De repente, en lugar de correr hacia la derecha, corrí hacia la izquierda y hacia Parschallen. Burgau es mejor para mi estado. Tengo una gran aversión hacia Parschallen. Burgau es feo, Parschallen no. También las gentes de Burgau son feas, las de Parschallen no. Burgau huele horriblemente, Parschallen no. Pero para mi estado Burgau es mejor. Sin embargo, hoy corrí hacia Parschallen. Y en el camino de Parschallen encontré la gorra. Pisé algo blando y al principio creí que era una carroña, una rata muerta, un gato aplastado. Siempre que, en la oscuridad, piso algo blando, creo que he pisado una rata muerta o un gato aplastado… Pero quizá no se trate de ninguna rata muerta, de ningún gato aplastado, pienso, y retrocedo un paso. Con la punta del pie, empujo la cosa blanda hacia el centro de la calle. Compruebo que no se trata de una rata muerta ni de un gato aplastado, de ninguna carroña. ¿De qué entonces? Si no se trata de ninguna carroña, ¿de qué entonces? Nadie me observa en la oscuridad. Alargo la mano y sé que se trata de una gorra, de una gorra de visera. De una gorra de visera como llevan en la cabeza los carniceros, pero también los leñadores y los campesinos de la región. Una gorra de visera, pienso, y ahora, de repente, tengo en la mano una gorra de visera como las que he visto siempre en la cabeza de los carniceros y los leñadores y los campesinos. ¿Qué voy a hacer con esta gorra? Me la probé y me estaba bien. Es agradable, pensé, una gorra así, pero no puedes ponértela porque no eres carnicero ni leñador, ni campesino. Qué listos son los que llevan estas gorras, pienso. ¡Con este frío! ¿Tal vez, pienso, la haya perdido alguno de los leñadores que, durante la noche, hacen tanto ruido cortando leña que los oigo desde Unterach? ¿O algún campesino? ¿O algún carnicero? Probablemente algún leñador. ¡Seguro que un carnicero! Ese tratar de adivinar quién podría haber perdido la gorra me acaloró. Para colmo, me preocupaba también saber de qué color sería la gorra. ¿Será negra? ¿Será verde? ¿Gris? Las hay verdes y negras y grises… si es negra… si es gris… verde… en ese horrible juego de suposiciones me descubro siempre en el mismo lugar en que he encontrado la gorra. ¿Cuánto tiempo ha estado esa gorra en la calle? Qué agradable es llevar esa gorra en la cabeza, pensaba. Entonces la sostuve en la mano. Si alguien me ve con la gorra en la cabeza, pensé, creerá, con la oscuridad que aquí reina, que reina en la montaña, en la montaña y en el agua del lago, que soy un carnicero o un leñador, o un campesino. La gente se deja engañar enseguida por la ropa, por gorras, chaquetones, abrigos, zapatos, no ven los rostros, ni la forma de andar, ni los movimientos de cabeza, no notan más que la ropa, sólo ven el chaquetón y el pantalón que uno lleva, los zapatos y, naturalmente, sobre todo la gorra que uno lleva. De forma que, para quien me vea con esa gorra en la cabeza, seré un carnicero o un leñador o un campesino. Por eso yo, que no soy carnicero, ni leñador, ni campesino, no puedo llevar la gorra en la cabeza. ¡Sería un engaño! ¡Una infracción! ¡De pronto todos creerían que soy un carnicero, no un silvicultor, un campesino, no un silvicultor, un leñador, no un silvicultor! Pero ¿cómo puedo seguir calificándome de silvicultor cuando hace ya más de tres años que no me dedico a la silvicultura?, dejé Viena, dejé mi laboratorio, al fin y al cabo abandoné totalmente mis contactos científicos y forestales, al mismo tiempo que Viena, también la silvicultura y, de hecho, con un lamentable sacrificio de mi propia cabeza. Hace ya tres años que, dejando mis sorprendentes experimentos, me precipité en manos de los especialistas de la cabeza. Que me precipité de una clínica de la cabeza a otra. En general, en los últimos, puedo decir, cuatro años, me he pasado la vida sólo en manos de todos los especialistas de la cabeza imaginables, de la forma más lastimosa. Y, al fin y al cabo, hoy existo sólo por los consejos de todos mis especialistas de la cabeza, aunque no los visite ya, lo reconozco. ¡Existo gracias a los miles y cientos de miles de medicamentos que me han prescrito mis especialistas de la cabeza, de esos cientos y miles de medicamentos recomendados! ¡Diariamente, a las horas indicadas precisamente por esos especialistas de la cabeza, me inyecto mi posibilidad de existencia! Llevo constantemente en el bolsillo los medios para inyectarme. No, no soy ya un economista forestal, no soy una personalidad investigadora, no soy siquiera una naturaleza investigadora… A los veinticinco años, no soy más que un hombre enfermo, sí, ¡nada más! A pesar de eso, precisamente por eso, no tengo derecho a ponerme esa gorra. ¡No tengo ningún derecho a esa gorra! Y pensé: ¿qué puedo hacer con la gorra? Lo pensaba continuamente. Si me la guardo, será un hurto, si la dejo ahí, será innoble, por consiguiente, ¡no debo ponérmela y llevarla en la cabeza! Tengo que encontrar a quien la ha perdido, me dije, entraré en Parschallen y preguntaré a todo el mundo si ha perdido esa gorra. Primero, me dije, iré a ver a los carniceros. Luego a los leñadores. Y por último a los campesinos. Me imagino lo espantoso que será tener que consultar con todos los hombres de Parschallen, y entro en Parschallen. Hay muchas luces, porque en las naves de los mataderos la actividad está en su apogeo, en las naves y en los patios de los mataderos y en los establos. Con la gorra en la mano, entro en el lugar y llamo a la primera puerta de una carnicería. La gente, nadie abre, está en la nave del matadero, puedo oírlo. Llamo una segunda, una tercera, una cuarta vez. No oigo nada. Finalmente oigo pasos, un hombre abre la puerta y me pregunta qué quiero. Le digo que he encontrado la gorra que tengo en la mano, si no habrá perdido esa gorra, le pregunto. «Esta gorra —digo— la he encontrado a la salida del pueblo. Esta gorra», repito. Ahora veo que la gorra es gris, y en ese instante veo que el hombre a quien estoy preguntando si ha perdido la gorra que tengo en la mano lleva exactamente la misma gorra en la cabeza. «Bueno —digo—, naturalmente, usted no ha perdido su gorra, porque la lleva en la cabeza». Y me disculpo. El hombre, sin duda, me ha tomado por un tunante, porque me ha dado con la puerta en las narices. Con mi herida en la barbilla debo de haberle resultado también sospechoso, y la proximidad del establecimiento penitenciario habrá influido lo suyo. Pero sin duda la ha perdido algún carnicero, pienso, y llamo a la puerta del siguiente carnicero. Otra vez me abre un hombre, y también él lleva una gorra así en la cabeza, también una gorra gris. Tiene su gorra, me dice enseguida cuando le digo si no habrá perdido su gorra, como puedo ver, en la cabeza, o sea que es «una pregunta inútil», dijo. Me pareció que el hombre pensaba que mi pregunta de si había perdido la gorra era una artimaña. Los delincuentes del campo se hacen abrir la puerta de las casas con cualquier pretexto, y les basta, como es sabido, con echar una ojeada al vestíbulo para orientarse en futuros robos, etc. Mi pronunciación mitad ciudadana y mitad rural despierta las mayores sospechas. El hombre, que me pareció demasiado flaco para su oficio (un error, porque los carniceros mejores, es decir, los más despiadados, son flacos), me rechazó hacia la oscuridad, poniéndome la mano plana contra el pecho. Detestaba a los que son jóvenes, fuertes y además inteligentes, pero vagos, me dijo el hombre, y me demostró su desprecio al estilo de un carnicero, de la forma más muda, levantándose la gorra y escupiendo delante de sus botas. Con el tercer carnicero mi visita se desarrolló como con el primero, con el cuarto, casi igual que con el segundo. Tengo que decir que todos los carniceros de Parschallen llevaban en la cabeza la misma gorra, gorra de visera, gris, tosca y gruesa; ninguno había perdido su gorra. Sin embargo, no quería renunciar y deshacerme de la gorra encontrada de la forma más lamentable (sencillamente, tirar la gorra), de forma que me puse a visitar a los leñadores. Pero ninguno de los leñadores había perdido su gorra, todos, cuando aparecían en la puerta para abrirme (en el campo las mujeres envían a los hombres a la puerta de entrada en la oscuridad), llevaban una gorra de visera como la que yo había encontrado. Finalmente, visité también a todos los campesinos de Parschallen, pero ninguno de los campesinos había perdido su gorra. El último que me abrió fue un anciano que llevaba la misma gorra y me preguntó qué quería y, cuando se lo dije, me obligó literalmente, más con su silencio que con sus espantosas palabras, a ir a Burgau y preguntar a los carniceros de Burgau si alguno de ellos había perdido esa gorra. Hacía una hora, dijo, siete carniceros de Burgau habían estado en Parschallen y habían comprado todos los cochinillos de Parschallen aptos para ser sacrificados. Los carniceros de Burgau pagaban en Parschallen mejores precios que los carniceros de Parschallen, y a la inversa, los carniceros de Parschallen pagaban en Burgau mejores precios por los cochinillos que los carniceros de Burgau, de forma que los criadores de cochinillos de Parschallen, de siempre, vendían sus cochinillos a los carniceros de Burgau, y a la inversa, los criadores de cochinillos de Burgau, de siempre, sus cochinillos a los carniceros de Parschallen. Sin duda, alguno de los carniceros de Burgau, al salir de Parschallen, había perdido su gorra con el jaleo de los cochinillos, dijo el anciano, cerrando la puerta de golpe. Su rostro anciano, manchado de negro, sucio, me preocupó todo el tiempo en el camino de Burgau. Una y otra vez veía aquel rostro sucio con sus manchas negras, manchas de muerto, pensé: ese hombre vive aún y tiene ya manchas de muerto en el rostro. Y pensé que, como aquel hombre sabía que yo tenía la gorra, tenía que ir a Burgau. Lo quiera o no, tengo que ir a Burgau. El viejo me traicionará. Y, mientras corría, oía siempre las palabras LADRÓN DE GORRAS, una y otra vez las palabras LADRÓN DE GORRAS, LADRÓN DE GORRAS. Llegué a Burgau totalmente agotado. Las carnicerías de Burgau están muy juntas unas de otras. Pero cuando apareció en la puerta el primer carnicero al llamar yo, llevando en la cabeza la misma gorra que los de Parschallen, me asusté. Me di la vuelta al instante y corrí hasta el siguiente. Con ése ocurrió lo mismo, sólo que no tenía la gorra puesta sino en la mano, como yo, de modo que tampoco le pregunté si no habría perdido su gorra… ¿Pero cómo puedo explicar por qué he llamado?, pensé. Le pregunté qué hora era, y el carnicero, después de decir «las ocho», me llamó idiota y me dejó plantado. Finalmente, había preguntado a todos los carniceros de Burgau si no habrían perdido su gorra, pero ninguno la había perdido. Decidí visitar también a los leñadores, aunque mi situación era ya la más angustiosa que se pueda imaginar. Pero los leñadores aparecieron todos también en la puerta con la misma gorra en la cabeza, y el último me amenazó incluso porque yo, asustado, como cabe imaginar, no desaparecí inmediatamente al intimarme a que desapareciera enseguida, y me golpeó con su gorra en la cabeza, tirándome al suelo. Todos llevan la misma gorra, me dije tomando el camino de Unterach, «todos la misma gorra, todos», me dije. De pronto entré corriendo en Unterach, sin darme cuenta en absoluto de que corría, oyendo por todas partes: «¡Tienes que devolver la gorra! ¡Tienes que devolver la gorra!» Cien veces escuché esa frase: «¡Tienes que devolvérsela a su propietario!» Pero estaba demasiado agotado para preguntar a una sola persona más si no habría perdido quizá la gorra que yo había encontrado. No tenía ya fuerzas. Hubiera tenido que ir a docenas de carniceros y leñadores y campesinos. Además, como pensé cuando entraba en mi casa, había visto ya a cerrajeros y albañiles con esas gorras. ¿Y quién sabe si no la habrá perdido alguien de una provincia totalmente distinta de la Alta Austria? Hubiera tenido que interrogar aún a cientos, a miles, a cientos de miles de hombres aún. Jamás, creo, había estado tan agotado como en el instante en que decidí quedarme con la gorra. Todos llevan una gorra así, pensé, todos, cuando, en el vestíbulo, me abandoné totalmente a mi peligrosa fatiga. Otra vez tenía la sensación de haber llegado al fin, de haber acabado conmigo. Tenía miedo de la casa vacía y de las habitaciones vacías y frías. Tenía miedo de mí mismo, y sólo para no tener que sentir un miedo de muerte, de la forma mortal que me es propia, me he sentado a escribir estas páginas… Mientras otra vez, aunque con mucha habilidad, de una forma espantosa, me abandonaba a mi enfermedad y mi morbosidad pensé en qué iba a hacer ahora de mí, y me senté y empecé a escribir. Y durante todo el tiempo, mientras escribía, pensaba sólo que, cuando hubiera acabado, me cocinaría algo, algo de comer, pensé, comer por fin otra vez algo caliente y, como mientras escribía me había quedado tan frío, me puse de repente la gorra. Todos llevan esas gorras, pensé, todos, mientras escribía y escribía y escribía…

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