miércoles, 7 de septiembre de 2022

LA CASTELLANA DE LONGEVILLE O LA MUJER VENGADA Sade



 LA CASTELLANA DE LONGEVILLE O LA MUJER VENGADA

Sade

El Señor de Longeville, dueño de un gran predio cerca de Fimes, en la Champagne, vivía en un tiempo en el que los señores gobernaban sus tierras como déspotas; en esas épocas gloriosas, Francia contaba en sus dominios con una infinidad de soberanos en lugar de tener treinta mil esclavos postrados ante un solo rey. Su mujercita era una morena, traviesa y muy vivaz, no muy linda pero picara, a quien le gustaba mucho el placer: la castellana tendría veinticinco o veintiséis años y el amo como mucho unos treinta; casados desde hacía diez años, estaban en edad de buscar distracciones al tedio del himeneo, las que trataban de procurarse explorando las vecindades. La ciudad, o mejor dicho la aldea de Longeville, ofrecía pocos recursos; sin embargo, una granjerita de dieciocho años, fresca y apetitosa, le había encontrado la vuelta para complacer al amo, y este ya hacía dos años que se las arreglaba muy bien con ella. Luisón era el nombre de la adorable tórtola, quien acudía cada noche a acostarse con su dueño, para lo que subía una escalera abandonada, y se introducía en una torre que lindaba con los aposentos del patrón; a la mañana, desaparecía antes de que la señora entrara en ellos, lo que acostumbraba hacer antes del desayuno.

La señora de Longeville no ignoraba estas distracciones del marido pero como ella, por su lado, también se distraía a gusto, no decía una palabra; no hay nada más apacible que las casadas infieles pues tienen tanto interés en esconder sus andanzas que atienden a las ajenas menos que las mojigatas. Un molinero de los alrededores llamado Colas, simpático bribón de dieciocho a veinte años, blanco como su propia harina, musculoso como su mulo y lindo como la rosa que crecía en su jardincito, se filtraba cada noche, como lo hacía Luisón, en una pieza situada junto a los aposentos de la señora, arrebujándose en el fondo del lecho cuando todo estaba tranquilo en el castillo. No había nada más pacífico que estas dos parejas; si el demonio no hubiera metido su cola, se las podría recordar como auténticos ejemplos para toda la Champagne.

No te rías lector, no, no te rías de esa palabra, ejemplo; al contrario de la virtud, el vicio decente y secreto puede servir de modelo: ¿hay algo más feliz que pecar sin escandalizar al prójimo? ¿Qué peligro supone el mal si no es conocido? En fin, estos pecaditos, por irregulares que sean, no son los habituales en el cuadro que nos ofrecen las conductas actuales. ¿Acaso no era preferible que ese señor de Longeville yaciera sin escándalo en los lindos brazos de la linda granjera mientas su respetable esposa lo hacía junto al bello molinero de cuyo goce nadie se enteraba? ¿No era esta conducta mejor que la de tantas duquesas parisinas que cambian cada mes de amante, o han de entregarse a sus mayordomos, mientras el duque se gasta doscientos mil escudos por año con ciertas despreciables criaturas que, por ambición de lujo, envilecen y corrompen su vida?

Digo, pues, si no hubiera sido por la discordia que los venenos iban a destilar pronto sobre esos cuatro favoritos del amor, nada hubiera habido de más dulce y sabio que esos pequeños arreglos.

Pero el señor de Longeville, quien tenía, como tantos injustos esposos, la pretensión cruel de ser feliz sin dejar que su mujer lo fuera, el señor de Longeville, digo, quien se imaginaba no ser visto por nadie cuando, como las perdices, escondía la cabeza, descubrió la intriga de su mujer y no le hizo ninguna gracia, como si su conducta lo autorizara a condenar otras.

En un espíritu celoso, sólo hay un paso entre el descubrimiento y la venganza. El señor de Longeville resolvió no decir nada pero desembarazarse del ridículo que coronaba su frente… Ser cornudo, pase, se decía en soledad, pero serlo por un molinero… ¿Oh, señor Colas, tendría la bondad de ir a moler a otro molino? No admitiré que el de mi mujer se abra a vuestra simiente.

Y como el odio de estos pequeños déspotas es siempre muy cruel, como ellos abusan con frecuencia del derecho de vida y muerte que sus vasallos les acuerdan, el Señor de Longeville, lo menos que podía hacer era arrojar al pobre Colas al pozo lleno de agua que circundaba el castillo.

—Clodomir —le dijo un día a su cocinero mayor—, necesito que tú y tus muchachos me libren del villano que ronda la cama de la señora.

—Hecho, mi señor —respondió Clodomir—. Si usted quiere lo degollamos y se lo servimos trozado como un lechón.

—No, amigo —respondió el señor de Longeville—. Basta que lo metan en una bolsa llena de piedras y lo echen al fondo del foso.

—Así se hará.

—Sí, pero antes hay que echarle mano y aún no lo hemos hecho.

—Lo tendremos, señor, será un mago si se libra de nosotros, le digo que lo tendremos.

—Vendrá esta noche a las nueve —dijo el esposo ofendido—. Atravesará el jardín, se filtrará en la planta baja del castillo y se esconderá en el cuarto junto a la capilla donde permanecerá quieto hasta que la Señora, creyéndome dormido, vendrá a liberarlo para llevárselo a sus habitaciones; hay que dejar que él haga todas sus maniobras, mientras

lo vigilamos, y en cuanto se crea seguro, le pondremos la mano encima y lo echaremos al foso para que el agua enfríe sus fuegos.

Nada mejor conducido que ese plan y el pobre Colas hubiera ido a dar de comer a los pescados si todo el mundo hubiera sido discreto; pero el barón, que se había confiado a demasiada gente, fue traicionado: un mozo de la cocina que codiciaba a la patrona y aspiraba a compartir un día los favores de ella con el molinero, se dejó llevar más por los sentimientos que le inspiraba su Señora que por el placer que le daba la desgracia de su rival, y corrió a denunciar esta trama siendo recompensado por su ama con un beso y dos escudos de oro que para él valían menos que el beso.

—No hay hombre más injusto que el Señor —le dijo la señora de Longeville a la doncella que era su cómplice, en cuanto ambas quedaron solas—. Hace lo que quiere, yo no le digo nada, y le parece mal que me desquite de todos los males que me causa. ¡Ah, no! ¡No lo soporto más, querida, no lo soporto, yo! Escucha, Jeanette, ¿tú me ayudarás en mi plan para salvar a Colas y atrapar al señor?

—Claro, señora, no tiene más que ordenarme y yo lo haré todo: no he conocido a otro muchacho mejor que este Colas, ninguno tiene unos muslos tan fuertes y unas mejillas tan frescas… Oh, sí, señora, la obedeceré, ¿qué he de hacer?

—Ya mismo —dijo la dama— le advertirás a Colas para que no aparezca por el castillo hasta tanto yo le avise, y le pedirás de mi parte que nos preste el traje completo que habitualmente viste cuando viene aquí. Cuando tengas ese traje, irás a ver a Louison, la querida de mi pérfido, y le dirás que vienes de parte del Señor quien le ruega que se vista con el traje que tu llevarás y que venga no por el camino ordinario sino por el jardín, el patio y las salas bajas del castillo. En cuanto ella esté en el castillo le dirás que se esconda en la habitación que está junto a la capilla, hasta que el Señor venga a buscarla. A las preguntas que ella seguramente te hará sobre estos cambios, le dirás que todo obedece a los celos de la Señora, quien lo ha sabido todo. Si ella se asusta, la tranquilizarás, haciéndole algún regalo y recomendándole que no falte porque el Señor tiene cosas muy importantes que decirle relativas a la escena de celos de la Señora.

Jeanette parte, cumple sus dos encargos de la mejor manera que puede, y a las nueve de la noche, la desgraciada Louison, con el traje de Colas, se encuentra en la habitación junto a la capilla, donde debe ser sorprendido el amante de la Señora.

—Vamos —dijo el señor de Longeville a sus hombres quienes, junto con él, no habían dejado de vigiliar—. Vamos, ¿lo habéis visto como yo, amigos, no es cierto?

—Sí, mi Señor. Por cierto que es un lindo muchacho.

—Abrid lentamente la puerta, cubridle la cabeza con unos paños para que no grite, metedlo en una bolsa y ahogadlo sin más.

Todo se ejecuta al milímetro; el cautivo tenía tan apretada su boca que le fue imposible darse a conocer; lo meten en una bolsa en el fondo de la cual había piedras gruesas y por la misma ventana de la habitación donde se consumó el secuestro, lo tiran al agua del pozo. Completado el operativo, todos se van y el Señor de Longeville regresa a sus aposentos, ávido de recibir a la doncella que según él, no tardaría en llegar y cuyo actual y fresco emplazamiento estaba lejos de adivinar. Pasa la mitad de la noche y nadie aparece; como había claro de luna, a nuestro inquieto amante se le ocurre ir a averiguar qué pasaba en la casa de su bella.

Sale. Mientras tanto, la Señora de Longeville que lo vigilaba, se introduce en el lecho de su marido. En la casa de Louison, el señor de Longeville se entera de que ella ha partido como cada noche y que estaría por lo tanto en el castillo. El señor regresa. La bujía que había encendido, está apagada. Busca junto a su lecho un fósforo para reencenderla. Al aproximarse, oye que alguien respira, no duda que se trata de su bella Louison quien ha de haber llegado mientras él la buscaba, y, supone, se habría acostado, impaciente al no encontrarlo.

No vacila ni un momento y hélo aquí, entre dos sábanas, acariciando a la mujer con las palabras de amor y las expresiones tiernas de las que acostumbraba a servirse con su querida Louison.

—Cómo me has hecho esperar, dulce mía… pero ¿dónde te habías metido, mi querida Louison…?

—¡Pérfido! —gritó entonces la señora de Longeville, descubriendo una linterna sorda que tenía escondida—. Ahora no puedo dudar de tu conducta. ¿Reconoces a tu esposa en lugar de la p… a quien le das lo que sólo me pertenece a mí?

—Señora —dijo el marido, sin perder el dominio de sí—. Creo que soy dueño de mis actos sobre todo cuando tu misma me faltas tan esencialmente.

—¿Qué yo te falto, mi Señor, y en qué, te ruego me lo digas?

—¿Crees que no conozco tu intriga con Colas, uno de los peores campesinos de mis tierras?

—¿Yo, Señor, yo, envilecerme de esa forma? —respondió con arrogancia la castellana— ¿Acaso eres adivino? Ni una palabra de lo que dices es cierta, y te desafío a que lo pruebes.

—Es cierto, señora, eso será difícil de probar ya que acabo de arrojar al agua a ese acelerado culpable de mi deshonra, y a quien ya no volverás a ver jamás.

—Mi Señor —dijo la castellana con arrogancia—, si has echado al agua a ese desgraciado, por tales sospechas, eres culpable de una de las mayores injusticias, pero si, como dices, él ha sido castigado por venir al castillo, tengo miedo de que te hayas engañado, pues él no ha puesto los pies aquí.

—En verdad, señora, me harás creer que estoy loco.

—Aclarémoslo, mi Señor, aclarémoslo todo. Envía a Jeanette a buscar a ese paisano de quien estás tan falsa y ridículamente celoso y veremos lo que pasa.

El Señor consiente, Jeanette parte, y vuelve con Colas. El señor de Longeville, al verlo, se frota los ojos y ordena a sus guardias que reconozcan a la persona que él ha hecho tirar al foso. Vuelan, vuelven con un cadáver, y es… el de la desgraciada Louison, expuesto ante los ojos del Señor de Longeville.

—Oh, justo cielo —clama el barón—, una mano desconocida se agita en todo esto pero como es la providencia quien la dirige, no protestaré por sus golpes. Seas tu, señora, u otro, la causa de esta pena, renuncio a averiguarlo, pero, puesto que te has librado de aquella que causaba tus inquietudes, líbrame a mí de quien me las da: que, desde este instante, Colas desaparezca de aquí. ¿Lo consientes, mi Señora?

—Faltaba más, mi Señor, me uno a ti y lo ordeno. Que la paz reine entre nosotros, que el amor y la estima recuperen sus derechos y que nada ni nadie nos separe en el porvenir.

Colas partió para jamás reaparecer y Louison fue enterrada. Jamás se conoció en toda la Champagne una pareja de esposos tan unidos como el Señor y la Señora de Longeville.

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