jueves, 8 de septiembre de 2022

EL HACEDOR DE SOMBRAS – BOLA NEGRA. VÍCTOR HUGO FERNÁNDEZ. ESCRITOR COSTARRICENSE.

 


EL HACEDOR DE SOMBRAS – BOLA NEGRA

De la humanización de lo divino a la divinización de lo humano, la nueva narrativa de Jorge Méndez Limbrick sigue voluntariamente encerrada en los laberintos oscuros del verdugo

En una carta célebre, el novelista francés Gustave Flaubert escribía que en una obra narrativa: “el autor debe estar en su obra como Dios en el universo: presente en todas partes, pero sin que se le vea en ninguna”. Existen obras que, dada su compleja estructura, la abundancia de personajes y escenarios narrativos cuando leemos sentimos que ingresamos en un nuevo mundo, completamente autónomo, con sus reglas, sus mandamientos y hasta su panteón de dioses. Muchas veces estos dioses novelados se alejan de los conceptos tradicionales y por el contrario se aparecen en el mundo narrado, actúan en él, lo ordenan, lo regulan e incluso hasta son capaces de modificarlo. Pero detrás de todos ellos se encuentra ese otro Dios invisible pero plenipotenciario que describe Flaubert y que apunta al autor de la obra, que aunque no sea visible se sabe de su presencia.

La lectura efectuada a la reciente novela del autor costarricense Jorge Méndez Limbrick titulada El hacedor de sombras Bola negra -que circula bajo el sello de la editorial Costa Rica-  deja esa sensación acerca de la existencia de una deidad superior ajena al relato que sin embargo ejerce presión constante sobre los dioses menores que habitan la historia y que la mueven en distintas direcciones. Esta obra constituye la tercera de una trilogía iniciada con Mariposas negras para un asesino (EUNA, 2005) y continuada en El laberinto del verdugo (ECR, 2010). Se puede leer con total independencia de las obras anteriores, aunque sin duda alguna y dado que es una trilogía, existen varias alusiones a personajes y situaciones ocurridas en las obras anteriores que, de muchas formas, generan sentido y justifican acciones de la obra que nos ocupa. Don Julián Casasola Brown por nombrar solo a un personaje clave en las obras anteriores -aunque ya fallecido- es imposible que en esta nueva obra no venga a desempeñar una presencia importante, en este caso a partir de un documento que se refiere a él, a su vida, a su acciones, a sus grupos cercanos de amigos y colaboradores, documento que aparece hacia el final de la obra como una gran revelación en la forma de un cuaderno personal, casi que un diario, en poder de uno de los personajes-narradores principales de la historia que nos ocupa, el abogado Henry de Quincey. Documento gracias al cual se efectúan grandes revelaciones

A lo largo de su carrera como escritor, la obra de Méndez Limbrick ha recibido múltiples etiquetas, todas ellas erróneas a mi juicio, pues se dice que las suyas son novelas negras y no lo son, ni siquiera son novelas policiales, porque no hay misterio que resolver, aunque se suceden demasiados crímenes en sus páginas, pero la obra está concebida como un enorme alegato judicial, que es muy diferente. Tampoco la suya es novela gótica, porque acá lo gótico es únicamente apariencia, una forma visual reflejada en el vestuario de algunos personajes, una manera de asociar a ciertos individuos con los submundos plásticos e imagineros de cierto tipo de música rock que emplea lo oscuro, el llamado misterio gótico, como un mecanismo de mercadeo y no como un estilo de vida profundamente arraigado en su interior, moviendo los hilos del relato. La obsesión con lo gótico no la convierte en una novela gótica. En todo caso, la obra de Méndez Limbrick está muy por encima de ese etiquetado que le han conferido sus editores previos. Incluso esta obra que nos ocupa, me atrevo a cuestionarle su formato de novela, aunque reconozco que es un enorme mural narrativo construido a partir de múltiples historias, todas ellas inteligentemente hilvanadas entre sí. Ese Dios de Flaubert acá se manifiesta mediante el entramado minucioso que sostiene todo el edificio narrativo y que, aunque imperceptible es el que le da total sentido a la obra que no solo es compleja sino extensa y minuciosa en sus detalles.

En esta nueva obra el gansterismo continúa mostrándose como un estilo de vida, por eso, la naturalización de la corrupción y la falta de moral son componentes esenciales de esta narrativa donde no aparece un asesino, ni una prostituta, sino que todo el universo narrativo está conformado por seres de alguna manera corruptos, descompuestos, torcidos, turbios, inconexos, cuyas vidas son vistas con naturalidad, como si no existiera otra forma de ver el mundo que esa. Uno como lector termina de leerla saturado de droga, licor, decadencia, de excesos y violencia. 

Se trata de un mundo sucio, corrupto, en el que la moral se aplica contrario a las normas socialmente establecidas, donde prevalecen la muerte por violencia, por consumo de drogas, por abandono, por desesperación, por deseo de calzar en el engranaje corrupto y ascender dentro de los estratos más podridos de la sociedad, que funcionan en paralelo y se alimentan de las acciones oscuras de mucha gente en apariencia respetable.

Muchos personajes parecen tener un origen espurio, provienen de los bajos fondos, sus orígenes se extienden hasta los barrios marginales de la ciudad, emplean un lenguaje a ratos afectado por su origen, pero dentro de la historia ocupan protagonismo, adquieren voz y cuentan su historia. Ello ocurre porque toda la historia se construye sobre relatos de malandros, de seres decadentes, de individuos que están en transición, que vienen de hacer mal o de experimentar el mal causado por otros. En medio de todo ello aparecen espacios inciertos y ominosos, cargados de una atmósfera siniestra donde cualquier cosa perversa puede ocurrir, desde un crimen hasta una violación y ambas acciones con la misma naturalidad que les permite el escenario general de la historia.

Esta novela me resulta particularmente interesante por la forma de articularse en capas. Múltiples historias conjuntadas dentro de una estructura con avances y regresiones: historias que corren paralelas entre sí y se juntan y se aparean en algunos episodios, donde coinciden elementos, ya sea personajes o un espacio determinado, de los múltiples que abundan en ese universo paralelo que coexiste en la periferia de la ciudad, espacios dentro de los cuales florecen con naturalidad lo perverso y siniestro.

En mi forma de leerla, me interesa esta novela por la manera inteligente y cerebral como presenta la historia, que no es una historia sino la fusión de múltiples anécdotas y acciones que viajan en el tiempo, hacia atrás y hacia delante y adquieren unidad gracias a la uniformidad de la variopinta población de personajes que ocupan los diferentes estratos de la historia y que son los conductores del hilo narrativo. Es una historia de personajes, de personajes consumidos en atmósferas siniestras, donde la decadencia se celebra y se tolera, nunca se censura. Donde se vive y se muere con igual naturalidad.

El discurso narrativo es puntual, pulcro, pero exige atención del lector en todo momento para no perder el hilo de la historia que no es uno sino muchos, incontables hilos que coexisten entre sí y se unen en el lector que es quien en última instancia les confiere sentido.

Con esta novela, su autor nos dice que es posible hacer literatura y centrarse predominantemente en la estructura narrativa, en el andamiaje que se emplea para montar el teatro de personajes tan complejo que presenta. Por momentos parece que estamos frente a la lectura de un enorme expediente judicial, donde se documentan distintas capas de un complejo caso de pillaje que comprende oscuros grupos organizados, encargados de la distribución de drogas y cometer crímenes, respaldados y estimulados por estructuras superiores de mando que controlan el trasiego y el narcotráfico a nivel internacional. El discurso posee ese tono por momentos asfixiante que caracteriza a la documentación jurídica, en su afán de ser exhaustiva y exponer hasta las vísceras, sin preocuparse de la belleza aleatoria o posible que es inherente al lenguaje mismo. Así como el abogado no le interesa la inocencia de su defendido, pues de eso no se trata el derecho, en esta narrativa no interesa la belleza del lenguaje sino su capacidad corrosiva, su capacidad expositiva. En su afán de revelar lo oculto, la obra transite por senderos oscuros, donde lo que resaltan son las sombras, esas sombras a las que alude directamente su título.

La escritura es ruda, violenta, agresiva, mal hablada, en este sentido múltiples voces generan un mosaico lingüístico cuyos modismos indican procedencia social e incluso orientación espiritual. Hay un determinismo social expresado mediante el uso lingüístico de una amplia galería de personajes de la novela. Pero es sin duda una novela más de estructura narrativa que de lenguaje propiamente; en ese sentido a este fraile lo seduce la estrategia cerebral con que se articula la historia y me impresiona menos su fluidez narrativa, que sacrifica belleza por precisión.

Uno viene a esta obra a descubrir qué es lo que ocurre y apreciar la forma en que se despliega la historia. Lingüísticamente la narrativa se vuelve práctica, funcional, puntual, busca revelar más que encantar Más que un estilista del lenguaje, Méndez Limbrick es un maestro estructural No encuentro en nuestra escena narrativa contemporánea un narrador que maneje estos complejos andamiajes conceptuales a la hora de contar la historia. En este sentido, su propuesta moderniza el escenario y propone otras alternativas para manejar el realismo, donde el ojo múltiple de voces se centra exclusivamente en escenarios marginales, en submundos, los cuales no son vistos como transitorios sino como definitivos. No en balde esta es la tercera obra de una trilogía.

La novela ocurre en la periferia de la urbe, de una urbe sin personalidad alguna, salvo puntuales referencias geográficas que pudieran generar algún sentido de ubicación en los lectores familiarizados con la capital de San José de Costa Rica, donde gran parte de la novela se ubica. Pero estas referencias resultan truculentas, pues funcionan únicamente como referencias físicas que se divorcian radicalmente de sus referentes reales. Son escogencias del autor para ubicar en un tiempo y una geografía la historia, en el entendido que el relato funda en sí mismo su propia geografía y el tiempo discurre de manera yuxtapuesta, con constantes avances y retrocesos, retrocesos que incluso se devuelven hasta otros personajes y escenas de novelas previas a esta, que completa una trilogía a cuyas obras previas nos asomamos cautelosamente en pasajes del discurso narrativo que nos ocupa en esta ocasión.

Aunque hay una voz narrativa bastante protagónica, representada en Henry de Quincey abogado que posee suficiente información hacia atrás y hacia adelante y maneja los principales hilos narrativos, existen además una multiplicidad de voces menores que se combinan admirablemente para construir un mural polifónico que mantiene la dinámica y la movilidad del discurso narrativo. Habría sido importante que el Gran Archivero de la noche le ofreciera a la historia, como apéndice, un esquema de voces y locaciones significativas dentro de la totalidad del relato. Ello habría guiado mejor a los lectores sin duda que, en todo momento, deben mantenerse alerta ante los cambios de voces y escenarios narrativos. Habría sido un documento muy propio del perfil de este personaje y sus funciones dentro de la novela, como proveedor cercano de información al narrador De Quincey.

Varios hilos narrativos vinculados a personajes de la obra nos permiten armar un edificio de acontecimientos donde todo parece tener alguna importancia y al final descubrimos que lo que parece importante no es tal. Henry de Quincey, Lazarus Zapata Infante, El Gran Archivero de la Noche -un anciano de nombre Juan Fernández- el Mamulón Zúñiga, Rodolfo -monosabio-, todas voces -estas entre otras- con diferente graduación y presencia en el relato, que de pronto parecen arrojar luz a la totalidad de la historia para al final resultar todo, solo una ilusión, un extenso alegato abierto pero oscuro y sombrío a la vez.

No se recomienda buscar respuestas en esta obra, porque el relato no conduce a ninguna parte sino a la celebración del acto mismo de contar, en un ejercicio tan lúdico como perverso, que nos invita a mirar la descomposición social como un resultado a veces propio de nuestra naturaleza animal que, aunque disimulada con mármoles, togas y protocolos judiciales, se sale de control cada vez que bajamos hasta la cripta Spencer y nos ponemos a jugar de dioses, mientras decidimos quien vive y quién muere. Al final, en la obra leída, parece que descubrimos que los dioses no juegan a decidir quién vive y quién muere, sino que somos los mismos humanos quienes tomamos esas decisiones, amparados en falsas concepciones divinas. Porque, ¿qué es el mal? sino una manera de sentirnos bien, con o sin drogas, una manera de reconocer en lo perverso y lo oscuro una forma de vivir y morir.

FUENTE:

https://poesiadecostarica.com/yo-escribo/2022/el-hacedor-de-sombras-bola-negra/



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