viernes, 1 de julio de 2022

Frontispicio 25 Samuel Beckett. GENIOS. HAROLD BLOOM.



 

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Frontispicio 25

Samuel Beckett

La única investigación fértil es la excavatoria, la inmersiva, una

contracción del espíritu, un descenso. El artista es activo, pero en sentido

negativo, condensando la nulidad de los fenómenos extracircunferenciales,

ahogándose en el núcleo del remolino24.

Este texto está tomado de la monografía de Beckett sobre Proust

(1931), pero no se refiere a Proust y tampoco a Joyce, una presencia

escondida e innombrada. Lo que oímos es un extraordinario reconocimiento

propio y la profecía de la obra posterior, más importante, de

Beckett: la trilogía (Molloy, Malone muere, El innombrable), Cómo es, Fin

departida y La última cinta de Krapp. En estas excavaciones, contracciones,

inmersiones y descensos Beckett permanece dentro de la circunferencia

del yo y descubre su genio para la negación. Su afinidad genuina

es con Kafka, el rival maestro de la negativa.

¿Tiene corazón un remolino? Prácticamente todos los protagonistas

de Beckett se parecen al cazador Graco de Kafka, cuyo barco de muerte

carece de timón. Krapp enciende la última cinta y admite que perdió la

felicidad pero sigue exultante por el fuego en su interior. La energía

negativa, tanto en Beckett como en Kafka, se remonta a la aterradora

Voluntad de vivir de Schopenhauer, que busca ciegamente engendrar

vida para seguir adelante cuando no es posible seguir adelante. Así es

Pozzo en Esperando a Godot: “Dan a luz a horcajadas sobre la sepultura,

la luz brilla un instante, y de nuevo se hace de noche” .

El pesimismo cósmico de Schopenhauer nos permite asociarlo con

el budismo, por una parte, y con el gnosticismo, por la otra. Para Beckett

su protestantismo era una mitología muerta, pero su sensibilidad siguió

siendo oscuramente protestante. Si el remolino tuvo un corazón, este

fue el protestantismo vaciado de fe y de esperanza, pero no de caritas.

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Samuel Beckett

1906 | 1989

e l g e n io d e b e c k e t t es el de quien llega tarde y es exquisitamente

consciente de ello. En la tradición europea -a la cual se unió al escribir

gran parte de su primera obra en francés-, es el heredero de James Joyce

y de Marcel Proust y, en menor medida, de Kafka. En la tradición angloirlandesa

protestante, vino después de su amigo, el pintor Jack Butler

Yeats, y su hermano, el poeta y dramaturgo William Butler Yeats. Podría

decirse que entre Joyce -una especie de hermano mayor de Beckett- y

Proust -sobre quien escribió una monografía sobresaliente- completaron

el desarrollo de la novela europea como género artístico. Ulises,

Finnegans Wake y En busca del tiempo perdido llevaron la tradición hasta

el límite.

La trilogía de Beckett -Molloy, Malone muere, El innombrable— se

las arregla para ir un paso más allá y sin embargo a Beckett no lo alcanzó

la posmodernidad, ese término tan inadecuado. El teatro de Ibsen, Pirandello

y Brecht también llega a una conclusión en las tres grandes

obras de Beckett: Esperando a Godot, Fin de partida, La última cinta de

Krapp. Después de Beckett hay que regresar al pasado literario —y nuestras

intenciones no importan-. Representa la perfección de lo que quizás

empezó con Flaubert y que ya no tuvo más futuro después de Cómo

es y La última cinta de Krapp.

Pero la conclusión de Flaubert, o de Proust, o incluso de Kafka, no

me interesa tanto como la culminación de James Joyce en Beckett. Aunque

Murphy (compuesta en 1935-36 y publicada en 1938) es la obra de

un hombre que se acerca a los treinta y que se encuentra bajo la influencia

de Joyce, sigue siendo una novela genial y es el libro más gracioso

de Beckett. Las grandes novelas cómicas son escasas; me divertí mucho

leyendo Murphy por primera vez hace más de medio siglo y sigue haciéndome

feliz, razón por la cual me referiré a ella aquí. Recuerdo

haberla comparado con una de las primera comedias de Shakespeare,

Trabajos de amor perdidos; ambas son festines de la lengua. Como Shakespeare,

Beckett descubre toda la gama de sus recursos verbales y por

primera vez les permite desplegarse lascivamente.

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Beckett escribió Murphy en Londres, mientras se psicoanalizaba tres

veces a la semana y disfrutaba y padecía su soledad. Leída desde Watt,

la trilogía, y Cómo es, Murphy es una novela asombrosamente tradicional,

escrita en inglés -en el inglés de James Joyce, para ser precisos-. Era

un libro a partir del cual Beckett debía progresar y desarrollarse, pero

muchos lectores comunes y corrientes sienten que algo muy valioso y

bello se perdió para siempre. Beckett no habría podido quedarse ahí,

pero atesoro mi vieja copia de Murphy forrada en tela, comprada y leída

en 1957. La alegría y la frescura de releerlo no ha disminuido con los

años.

Sólo Beckett podría basar la estructura de una novela tan salvaje

como Murphy en los procedimientos de Jean Racine, cuyas obras el joven

académico Beckett había enseñado con entusiasmo. Los personajes de

Racine están gobernados por fuerzas inevitables, como los de Murphy.

Es un salto en el tiempo y en el espacio desde la corte de Luis xiv hasta

el Londres y el Dublín de mediados de los treinta, pero el joven y ágil

Beckett se deleitaba con esas incongruencias. También se divirtió diseñando

su vulgar historia con una base metafórica: Baruch Spinoza y

Joyce son los genios conductores de Murphy. Murphy sustituye el amor

a Murphy con el amor intelectual a Dios de Spinoza, y toda la novela

vibra con el más elocuente de los principios de Spinoza (y la menos americana

de todas las doctrinas), según el cual deberíamos aprender a amar

a Dios sin esperar su amor a cambio.

Murphy, deliciosamente anticuada, recurre a un narrador que no

duda en interrumpir y en interpretar mientras que el pobre Murphy,

el protagonista, se muestra falto de voluntad. Murphy es (una especie

de) héroe spinozista a merced del narrador raciniano. Y sin embargo el

narrador es muy joyceano y refleja los esfuerzos que Joyce hace en Ulises

para distanciarse tanto de Stephen como de Poldy. En Murphy, una farsa

maravillosamente bulliciosa, Beckett lucha por distanciarse de su protagonista.

James Knowlson, su mejor biógrafo, lo expresa así en Damned

to Fame (1996):

Sobre todo, Murphy expresa, de manera radical y con un perspicaz

enfoque, ese impulso a sumergirse en sí mismo, a la soledad y a la paz interior

cuyas consecuencias Beckett estaba tratando de resolver en su propia

vida personal a través del psicoanálisis.

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Así como Joyce puede desprenderse de Stephen pero no de Poldy

(a pesar del arte y del esfuerzo), Beckett tuvo que admitir que se había

involucrado demasiado en la muerte de Murphy; hubiera deseado “mantener

a los muertos bajo control y continuar tan campante y terminar

tan brevemente como fuera posible. Escogí esta opción porque me pareció

que era la más consistente con el manejo general de Murphy, con

una mezcla de compasión, paciencia y burla” . Beckett sabía que esto no

funcionaría y por eso sigue siendo el sobreviviente de Murphy o, más

bien, un Murphy que sobrevive. Pero preferimos el sabor del personaje

y de su libro; he aquí el espléndido primer párrafo:

El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo.

Murphy lo evitaba, sentado, como si estuviera libre, en un pasaje del West

Brompton. Allí, durante algo así como seis meses, había comido, había

bebido, había dormido, se había vestido y desnudado, en una jaula de tamaño

mediano orientada al noroeste y que dominaba un ininterrumpido

panorama de jaulas de tamaño mediano orientadas al sudeste. Pronto tendría

que arreglárselas de otro modo, porque el pasaje estaba condenado a

la demolición. Pronto tendría que empaquetar y empezar a comer, a beber,

a dormir, a vestirse y desnudarse, en un ambiente del todo extraño25.

La primera frase es famosa y Murphy tampoco se libra. Siete bufandas

lo atan a su mecedora. ¿Cómo se las arreglará para eludir su corazón?

“Una vez revestido y en libertad de funcionar, era como Petrushka en

su jaula” .

Se nos cuenta que Murphy estudió recientemente en Cork con el

gran pitagórico Neary, uno de los atractivos del libro -e l otro es su discípulo,

Wylie-. También son adorables Celia, la puta irlandesa enamorada

de Murphy, y su abuelo paterno, Willoughby Kelley. Murphy

-como Beckett, que en ese momento tuvo que someterse a la exigencia

de su madre de conseguir un empleo bien remunerado- es presionado

por Celia para que haga otro tanto, pero con resultados nulos, hasta que

amenaza con partir. Su propia perdición empieza cuando cede a las pretensiones

de Celia, como lo averiguamos retrospectivamente.

Antes de la decadencia, Beckett nos lleva a la heroica Oficina Postal

General en Dublín, donde MacDonagh y MacBride, y Connolly y

Pearse, y sus compañeros igualmente martirizados se resistieron a Gran

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Bretaña por última vez. Después viene la escena en la cual el maestro

pitagórico Neary, enloquecido de amor, intenta romperse la cabeza contra

las nalgas de la estatua yacente del héroe celta Cuchulain. Su discípulo

Wylie lo rescata de las garras de la Guardia Civil alegando locura

y conduce al sabio a un bar subterráneo donde lo revive con brandy.

Entonces nos cuenta de su desesperación erótica:

En cuanto miss Dwyer, desesperando de recibir las mercedes del teniente

de aviación Ellman, dio a Neary toda la felicidad que un hombre

puede desear, se confundió ella con el fondo frente al cual había destacado

tan placenteramente. Neary escribió a herr Kurt Koffka requiriendo

una explicación inmediata. No había recibido todavía respuesta26.

La esencia de Beckett es esa piedra de toque cómica, así haya refinado

posteriormente su arte con gran complejidad. Desilusionado por

esta asimilación del personaje con el suelo, Neary se enamora de la señorita

Cunihan, que anuncia su fidelidad a Murphy, quien se encuentra

en Londres. Muchos infortunios después, cuando ya nadie está

enamorado de nadie, el espléndido trío formado por Neary, Wylie y la

señorita Cunihan se traslada a Londres donde conocen a Celia, y todos

juntos van a identificar los restos calcinados de Murphy, víctima (para

llamarlo de alguna manera) de un incendio en el asilo donde trabajaba

de asistente. Pero la trama no es importante en Murphy, donde el lenguaje

lo es todo. ¿Quién podría olvidar “las nalgas calientes y untadas

de mantequilla de la señorita Cunihan” ? Y, de entre todas las alusiones

a la doble amonestación de San Agustín de no desesperar y tampoco

exultar, dado que uno de los ladrones se salvó y el otro se condenó, ¿qué

puede ser superior al sermón pitagórico de Neary?

—Siéntense los dos frente a mí -dijo Neary—, y no desesperen. Recuerden

que no hay ningún triángulo, por obtuso que sea, que carezca de una

circunferencia que pase por sus tres malditos vértices. Y recuerden también

que un ladrón se salvó27.

James Joyce era un gran admirador de Murphy, hasta el punto de

que se sabía de memoria el magnífico párrafo de la penúltima sección

en el que las cenizas de Murphy se riegan en el piso de la taberna:

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Unas cuantas horas más tarde, Cooper extrajo el paquete de cenizas

de su bolsillo, donde lo había guardado para más seguridad, y lo arrojó

con ira a un hombre que lo había ofendido gravemente. El paquete rebotó,

estalló, cayó de la pared al suelo, y allí se convirtió en seguida en objeto

de muchos dribblings, pases, despejes, mareajes, desmarcajes e incluso

obediencias al reglamento. A la hora de cerrar, el cuerpo, la mente y el alma

de Murphy estaban liberalmente repartidos por el pavimento del salón;

y antes de que otra aurora tiñera de gris la tierra habían sido barridos con

la arena, la cerveza, las colillas, los vidrios, las cerillas, los escupitajos, los

vómitos28.

El vigor de este párrafo es maravilloso y terrible. Beckett expió su

demora añadiendo su Purgatorio al Infierno de Kafka. Los dos, Kafka y

Beckett, son responsables de dos tercios del Dante del siglo xx, y eso es

todo lo que podían darnos en una época en la que el Paraíso ya no se

podía componer.

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