viernes, 8 de mayo de 2020

La máquina de asesinar Gaston Leroux 1923 Narrativa, Novela, Misterio e Intriga ARGUMENTO



           
La máquina de asesinar
Gaston Leroux
1923
Narrativa, Novela, Misterio e Intriga

ARGUMENTO


Un barrio parisino vive asolado por el terror que siembran las apariciones de un misterioso galán que secuestra a una hermosa joven. Crímenes, misterio, suspense, personajes memorables. Son los ingredientes que sabiamente administrados cautivarán al lector.

Segunda parte de «La muñeca sangrienta» por motivos editoriales, ya que al parecer el autor escribió la obra continuada. Todas las virtudes de la primera parte están presentes en esta «continuación», añadiendo vigor, interés y suspense aún mayores, pero con la gran ventaja de resolver los puntos que quedan oscuros una vez terminada «La muñeca sangrienta». El estilo, más ligero que con su obra más conocida, «El fantasma de la ópera», resulta delicioso, sobre todo por los destellos de humor que acompañan a numerosos personajes. Recomendable para los amantes de la novela de suspense y que disfruten con el estilo de Leroux.


PRÓLOGO


«¡La máquina de asesinar!»… ¿Qué es este nuevo invento? Realmente, ¿se hacia sentir su necesidad?

Quizá, en fin de cuentas, no se trata nada más que del viejo invento salido de las manos de Dios en los más bellos días del Edén y que había de llamarse el Hombre.

En verdad, la Historia, desde los primeros dibujos en las paredes de tus cavernas hasta los más recientes estantes de nuestras bibliotecas, demuestra que aún no se ha encontrado mejor mecanismo para derramar la sangre.

Querer enmendar la plana al Creador es propio de un genio diabólico, es una nueva forma de la eterna lucha entre el Príncipe de las Luces y el Príncipe de las Tinieblas.

El Mal se desliza por donde quiere. Para quienes hayan leído «La muñeca sangrienta», que constituye el origen de este relato, no puede haber duda alguna de que se domicilió en la tienda del viejo relojero de la Ile-Saint-Louis, ni de que era él quien animaba con sus maleficios el triple misterio que en aquel barrio antiguo, aún grisáceo por el polvo de los siglos, hacía intervenir, por una parte, a la inquietante familia del viejo Norbert, el cual pasaba por buscar el movimiento continuo, ayudado de su hija, la bella Cristina, y de su sobrino, el disector Jaime Cotentin; por otra parte, al marqués de Coulteray, aquel ser eternamente joven, que no se sabia exactamente si tenía cuarenta o doscientos años y que al lado de la marquesa, su mujer, siempre pálida y agonizante, formaba un extraño tipo de vampiro; y, por otra parte, al terrible Benito Masson, el encuadernador artístico de la calle del Santísimo Sacramento, que acababa de ser condenado a muerte y ejecutado por haber quemado en su hornillo a media docena, cuando menos, de mujeres jóvenes y bonitas.

A este propósito, conviene citar aquí la última frase del anterior volumen, titulado La muñeca sangrienta. El autor calificaba de «sublime» la aventura de Benito Masson. ¿En qué podía consistir la sublimidad de una aventura que llevaba a su héroe a una muerte tan ignominiosa? Es que la aventura, según el autor, no hacia más que empezar… Afirmación que resultaba muy extraña aplicada a un hombre a quien se le acababa de cortar la cabeza… Por eso se necesitaba un segundo volumen, el presente, que hemos titulado La máquina de asesinar con objeto de que dicha afirmación quede explicada de una manera quizá temible, pero desde luego normal…

… Normal, si, porque está de acuerdo con la Ciencia, la cual nos protege, nos sostiene, nos alienta en esta incursión vertiginosa al borde del Gran Abismo…

— ¿La ciencia? —preguntará alguien—. ¿No se hablaba ahora mismo de Satanás?

— Está bien… Está bien… La verdad es que algún día se llegará a un acuerdo respecto al nombre que ha de darse a cuanto nos aleja del Primitivo Candor…
G. L.

1. LA «MANZANILLA» DE LA SEÑORITA BARESCAT


He aquí un callejón tranquilo, dormido hace dos siglos, donde el mayor acontecimiento del día para ciertos fósiles que acaban de secarse tras la puerta de su tienda o las cortinas de su balcón, es una pareja de turistas perdidos, una visita inesperada del vecino, la salida inopinada de una joven con vestido nuevo, las entradas repetidas de la señorita de la relojería en casa del encuadernador… De pronto, en el barrio se supo que el encuadernador había sido detenido por haber tostado a media docena de pobres mujeres que se convirtieron en humo, y se supo asimismo que había sido sorprendido en aquella tarea infernal por la misma hija del relojero, la cual escapó por un verdadero milagro a la muerte que le esperaba.

No es difícil figurarse la perturbación producida por aquel espantoso drama en las costumbres del rincón que era la Ile-Saint-Louis, y, particularmente, entre las relaciones de la señorita Barescat.

Desde el muelle de Béthune hasta la Estacado se vivía bajo el «régimen del terror», como decía la señora Langlois, ex asistenta del terrible. Benito.

Los cerrajeros de la Ile-Saint-Louis habían hecho el gran negocio durante los meses transcurridos entre la detención y la ejecución de Benito Masson. Nunca tuvieron las puertas más cerrojos; nunca fueron mejor cerradas por la noche.

¿Por miedo a qué?… ¿A que escapara Benito Masson?

Tal vez; pero había otra cosa…

Ya nadie iba a la relojería desde que se había concretado el rumor de que también allí había «un gran misterio», según el señor Birouste, dueño de una herboristería. «Un gran misterio —añadía— no aclarado en modo alguno por el proceso del encuadernador».

Unos hablaban a media voz de un secuestrado; otros, como Birouste, aseguraban que se trataba de un enfermo excepcional a quien el disector, ayudado por el relojero y su hija, trataba de una manera excepcional.

— Si lo guardan tanto —añadía—, quizá se deba a que es peligroso… Sólo puedo decirles que yo sé que el disector lo hace manipulaciones en el cráneo… ¡Deseemos, para bien del barrio, que no escape!…

Como se ve, las palabras del señor Birouste no eran nada tranquilizadoras en un momento en que la Íle-Saint-Louis no necesitaba, a decir verdad, que le dieran nuevos motivos de inquietud.

Sin embargo, la ejecución de Benito Masson en Melun había calmado muchos nervios. En ciertas trastiendas fueron reanudadas poco a poco las veladas. Así es que podremos asistir a la «manzanilla» que era servida los miércoles y los sábados, cuando habían dado las nueve, en San Luis de la Isla.

Aquélla no fue la más brillante de las «manzanillas». Solamente la honraron tres personas. Pero lo que en ella ocurrió, por su importancia inmediata y por sus consecuencias incalculables, la convirtió en una «manzanilla» histórica…

El primero en acudir fue el señor Birouste, vecino contiguo de la señorita Barescat y que, precisamente por su cualidad de herborista, le facilitaba la manzanilla a precio reducido. Fue seguido por la señora Caraus, que alquilaba sillas en la iglesia y que era protegida del señor Lavieuville, mayordomo de la misma iglesia y persona de importancia. Pero aquella noche el principal prestigio de la pequeña reunión fue, desde luego, la señora Langlois.

Como ya hemos podido ver, ésta, aunque asistenta, no era una cualquiera, pues había tenido posición. Luego de estar empleada en un almacén, se había casado y dirigido un pequeño negocio de modas, en el que pronto quebró, aunque muy honradamente. Muerto su marido, trabajaba como una mercenaria, pero «con la frente alta», para saldar con los últimos acreedores y recobrar el perdido honor. Aquella César Birotteau hembra se había quedado en el barrio teatro de su desastre para que asistiera a sus esfuerzos de hormiga, y, si Dios quería, a su triunfo.

Antes de lo sucedido a Benito Masson, cuyo pobre mobiliario tanto tiempo había limpiado la señora Langlois, ésta era apreciada en el barrio. Y para recobrar ese aprecio y demostrar que era la primera en regocijarse del castigo supremo que aguardaba al monstruo, había tenido el atrevimiento, a pesar de ser una débil mujer, de ir a Melun, debidamente informada sobro el día de la ejecución por el señor Lavieuville, en casa del cual trabajaba dos horas diarias, y que era íntimo amigo de un alto funcionario judicial. Y en Melun asistió desde primera fila, según ella decía, al suplicio del Barba Azul de Corbilléres.

El heroísmo demostrado por ella en semejante trance, y el relato, facilitado de visu, de un acontecimiento tan impacientemente esperado, casi la habían puesto «de moda», por lo cual no hay que asombrarse de que la señorita Barescat la hubiera invitado a su «manzanilla»…

Todos la hicieron objeto de grandes halagos, y hasta el gato de la paquetera le dedicó el más cariñoso de sus maullidos…

Así se llegó a las nueve y media, que era como acercarse al minuto histórico.

— Ignoro —dijo la señorita Baroscat— si esta noche tendremos el gusto de poseer al señor Tannegrin; pero no lo esperaremos mucho tiempo. El que tarde, que se fastidie. ¿Quién quiere manzanilla?

— Es una lástima —dijo la viuda de Camus, la que alquilaba sillas—. Tiene mucha simpatía… Pero dado el frío que hace, sentirá el reumatismo…

Luego de recordar así al señor Tannegrin, que ya se había retirado de la profesión de leguleyo, y que a la hora de los postres decía monólogos, se rindieron honores a la manzanilla de la señorita Barescat, que ésta sabía aderezar «con una miajita de anís estrellado», lo cual, según la que alquilaba sillas, contribuía a hacer «un brebaje exquisito».

— El té —explicaba la señorita Barescat— impide dormir, mientras que la manzanilla es digestiva y buena para el intestino… En cuanto al anís estrellado…

— Nombre vulgar de la badiana —espetó gravemente el señor Birouste, el herborista—, planta de la familia de las magnoliáceas, antiespasmódica, galactóloga, estimulante, indicada para las flatulencias…

— ¡Ya está usted con las palabras raras! —exclamó la viuda de Camus, que echaba de menos la presencia del señor Tannegrin, el que decía monólogos.

— Además —añadía el señor Birouste, que era un verdadero pozo de ciencia—, con el anís se elabora el… anís…

— A mí me gusta mucho —proclamó la señora Langlois, que hasta entonces no había dicho nada.

Se daba perfecta cuenta de su importancia y sabía que sus palabras eran muy esperadas. Así es que se reservaba. Se hacía rogar para referir la ejecución de Melun, como una señorita de la antigua pequeña burguesía para ponerse al piano.

Finalmente, a ruegos de todos, se decidió. Contó el heroico viaje en todos sus detalles. No olvidó nada. Con una recomendación del señor Lavieuville había ido seguidamente a casa del abogado general, «a quien había encontrado aún en la cama», y que la había recomendado al capitán de la gendarmería, el cual la había colocado en primera fila y la había recogido en sus brazos cuando cayó la cuchilla, pues entonces estaba «más muerta que viva».

Birouste insinuó:

— También él…

— ¿También él?…

— Sí; también él estaba más muerto que vivo…

— ¿Cómo es posible?… ¿Un capitán de la gendarmería?

— ¡No! Hablo del guillotinado…

— ¡Ah! ¡Hablando se entiende la gente!…

— Así es —dijo la señorita Barescat, interviniendo diplomáticamente— que usted, señora Langlois, se ha atrevido a mirarle cara a cara, ¿no es eso?… ¡Quieto. Mysti!… No sé qué le pasa esta noche al gato, que no puede estar tranquilo.

— Sí… Lo he mirado y nuestras miradas se han encontrado… Me ha reconocido… ¡Ay! ¡Cuántas cosas hemos dicho en un instante!… Me parece que no se alegrará…

— Es probable… —confirmó Birouste.

— No hay manera de hablar con usted —declaró la viuda de Camus, que lo tenía cierta ojeriza—. Si interrumpe tantas veces, no vamos a enterarnos en toda la noche…

— Mientras tanto —observó la señora Langlois sonriendo ácidamente—, el señor Birouste estaba tranquilamente en la cama.

— ¿Tiene usted noticias particulares de sus últimos momentos, de cómo se despertó en la prisión, por ejemplo? —se apresuró a preguntar la señorita Barescat, que sabía que su deber era impedir que a su alrededor se envenenase la discusión.

— ¡Oh, no me hable usted de eso!… Cuando le despertaron, porque dormía como una marmota, preguntó: «¿No es muy temprano?»…

La señorita Barescat volvió a interrumpir:

— ¿Ha leído usted los versos que ha dejado?

La señora Langlois respondió:

— Sí; los he leído en los diarios… Yo también tengo versos suyos, versos escritos de su mano…

— No…

— Sí… Además, los he traído… Pensé que tal vez me valieran dinero… Se los cogí de la carpeta un día que le limpiaba la mesa… ¡También estaban dedicados a Cristina!…

— ¡Es curioso! —exclamaron simultáneamente la Barescat y la Camus.

Mientras tanto, la señora Langlois sacaba de su bolso un papel que desplegó y que estaba cubierto de líneas desiguales —prueba de que eran versos—; pero escrito con una letra extraordinaria, de signos enormes, que parecían combatirse o confundirse en un caos multicolor, porque unos signos eran verdes, otros rojos, o azules, o amarillos, y alrededor de ellos había garabatos de fulgurante matiz morado. Los manuscritos de Barbey d'Aurevilly eran, al lado de aquello, los manuscritos de un niño cuidadoso.

He reunido mis pecados… (Los invitados: ¡No le faltaban, no!), los he amontonado delante de mí y he llorado… (¡No faltaba más, no faltaba más!) Hacia el cielo partía una caravana. Me he echado a la espalda mis pecados y la he seguido. Pero un ángel se me ha aparecido diciéndome: «Dónde vas tan lastimosamente con la carga que llevas, nunca llegarás al Paraíso». Y el ángel, Cristina, me ha ayudado a llevar la carga.

— Es definitivo, tiene gracia —concluyó la señorita Barescat—. Le ha ayudado a ir al Paraíso.

— ¡Qué letra! —exclamó la viuda de Camus—. ¡Nunca la olvidaré!

— Es una letra de asesino —sentenció Birouste, que se había colocado los lentes.

— Otra noticia —añadió la señora Langlois, mientras guardaba cuidadosamente el manuscrito—. La Escuela de Medicina ha reclamado su cabeza.

— Ya lo han dicho los periódicos.

— Pero ¿saben ustedes quién se la ha llevado?

— No.

— Pues alguien que no es desconocido en el barrio…, al menos yo Jo he conocido en seguida… Estaba a la puerta del cementerio como si temiera que le arrebatasen la mercancía.

— Apuesto cualquier cosa a que es Bautista —exclamó el señor Birouste.

— ¿Quién es ese Bautista? —pregunto la señorita Barescat.

— El empleado del anfiteatro de la Facultad de Medicina de quien ya les he hablado a ustedes, el ayudante de Jaime Cotentin…

— Ya lo recuerdo —exclamó a su vez la señorita Barescat—. Es aquel tipo repugnante que llevaba una caja bajo el brazo cuando iba por la noche a la relojería.

— Eso es.

— La última vez que lo vi —añadió la señorita Barescat— fue el mismo día en que ejecutaron al tal Benito… Serían las nueve y media o poco más. A la puerta de la relojería se detuvo un automóvil, cosa que recuerdo perfectamente, porque es extraordinario… Del automóvil bajó ese hombre… El coche se marchó inmediatamente… Se abrió la puerta de la relojería y apareció en ella el mediquillo para coger la caja que le traían… La puerta se cerró en seguida… Y desde entonces ya no volvió a abrirse la puerta de la tienda. Esa casa parece ahora una tumba.

— Continúa el misterio —dijo seriamente el señor Birouste.

Tras un silencio, preguntó la señorita Barescat:

— ¿Qué piensa usted de todo esto, señor Birouste?

— No pienso —declaró solemnemente Birouste—. Reflexiono…

— Dénos usted su opinión, señora Langlois —pidió la de Camus—, porque Birouste siempre se burla de nosotras.

La señora Langlois preguntó a su vez:

— ¿Está usted segura de que eso no ocurrió la misma mañana de la ejecución?

— Estoy segura de lo que digo.

— ¿Y ese Bautista llevaba la caja?

— La llevaba.

— Es que también la llevaba en Melun.

— Entonces —exclamó la de Camus—, es que ese Bautista llevó la cabeza al novio de Cristina.

— Con los médicos nunca sabe una a qué carta quedarse —sentenció la señora Langlois—. Yo lo digo porque he trabajado en casa de uno de ellos… Pues bien: en su despacho tenia una serie de verdaderas calaveras, que empleaba como pisapapeles… Semejantes sacrilegios debieran prohibirse…

Está usted diciendo niñerías —sentenció Birouste.

Y las tres callaron, porque a juzgar por el tono de aquellas palabras, habían comprendido que Birouste hablaba en serio, como hombre que tenía algo que decir.

Y he aquí lo que dijo:

— La ciencia se debe a esos sacrilegios…

No creemos calumniar a nadie diciendo que el señor Birouste era un cominero, un espíritu mezquino. Claro está que sólo nos referimos a aquel herborista, porque conocemos a otros herboristas que tienen verdadero ingenio y talento.

La naturaleza le había creado una posición mixta entre dos reinos: era más que el tendero de ultramarinos, pero menos que el farmacéutico. Por cierto que él, a pesar de ello, tenía amplias pretensiones. A pretexto de conocer las leyes que rigen la conservación de las plantas creía conocer las que regían la naturaleza entera. Y ante él no podía aludirse a la ciencia, a sus milagros, a lo que nos reserva en un próximo porvenir, sin que se irguiera como antaño el señor de Prudhomme en cuanto se trataba de la guardia nacional o de las grandes instituciones del país que había tenido el honor de «darle a luz».

Como él decía:

— No me asombra nada de lo que se hace en nuestros días.

Ya hemos visto también que nada asombraba a Jaime Cotentin, el cual, ciertamente, era un espíritu magnífico. Esto equivale a decir que los problemas profundos más importantes y que hacen que el término medio de las inteligencias se hurte a su consideración unen, sin embargo, a los espíritus mezquinos y a los espíritus magníficos, con la pequeña diferencia, no obstante, de que donde los espíritus magníficos demuestran todavía cierta inseguridad, los espíritus mezquinos afirman categóricamente. De ello puede sacarse la conclusión de que nunca se ha de sonreír de lo que diga un imbécil o un hombre de genio, porque, a veces, tienen ellos razón, mientras se equivocan las personas razonables…

La señorita Barescat, la viuda de Camus y la señora Langlois seguramente profesaban estas verdades elementales, porque estaban muy lejos de la sonrisa.

El conservador de la adormidera y del tomillo, del malvavisco y de la bardana, pasó revista a su auditorio. Auditorio que, por lo demás, despreciaba profundamente, según demostraban ciertas frases más o menos humorísticas e irrespetuosas para con el sexo al que pertenecía la madre del señor Birouste. Pero el caso es que aquellas damas le prestaban atención. Y mirándolas con severidad, dijo:

— No hablen nunca ligeramente de los hombres de ciencia… Me sacan ustedes de mis casillas cuando tratan despectivamente a Jaime Cotentin… Jaime Cotentin, señoras mías, es un hombre genial… Si ustedes no lo sabían, permítanme que se lo enseñe. Ha publicado artículos que ustedes no sabrían comprender, pero que a mí me han hecho reflexionar… Además, la Facultad de Medicina tiene puestos los ojos en él, y se espera de sus trabajos uno de esos milagros que hacen época en la historia de la Humanidad. ¿Cuál es? Eso ya no lo puedo precisar… ¿Tiene algo que ver con ello la presencia en la relojería de ese desconocido que, según la señora Langlois, se llama Gabriel?… Quizá. Un sobrino mío, Celestino, a quien ustedes conocen, que ha empezado trabajando en mi casa, que ahora estudia medicina, que hace prácticas en la Facultad y que conoce a Bautista, ha oído hablar de él como de un ayudante tan valioso como misterioso, encargado de poner a la disposición de Jaime Cotentin piezas anatómicas que le entregan ciertos profesores en condiciones completamente excepcionales…

Esas piezas anatómicas, que todavía tienen la palpitación de la vida, permiten, sin duda alguna, que el joven módico se entregue a experimentos in aninux vili seguramente relacionados con las teorías que solamente ha abordado en sus notables comunicaciones a la Nueva Revista de Anatomía y de Fisiología Humanas. Estas teorías plantean claramente la cuestión de dónde acaba la vida y dónde empieza la muerte. Y han de saber ustedes que con su posible restauración de la energía utilizable en los seres vivos podemos tener la esperanza de que llegará un momento en que suprimiremos la muerte.

— ¿Suprimiremos la muerte? —prorrumpió la señorita Barescat en un grito lleno de esperanza.

— ¡Oh! Todavía no hemos llegado a eso —repuso Birouste a manera de una ducha fría.

— Por desgracia —suspiraron las otras señoras.

— De todos modos, quizá no estemos lejos de ello —añadió Birouste corno si estuviera inspirado por un presentimiento—. ¿Qué hacemos hoy sino suprimir la muerte en casi todas las partes de la persona?… ¿Acaso la cirugía no rehace casi por completo al individuo?… La última guerra le ha dado una ocasión de rehacer por completo rostros humanos. Y por intervención de la mecánica, una locomoción artificial ha venido a añadir su milagro al de la cirugía. Se ha llegado a hacer que reviva un corazón muerto, lo cual, evidentemente, es cosa inaudita.

— ¿Cómo puedo ser eso tan portentoso? —exclamó la señorita Barescat anhelante, porque frecuentemente tenía ahogos y estaba convencida de que moriría del corazón.

— De la manera más sencilla, señorita. Se abre una puerta en las costillas.

— ¿Ya eso le llama usted sencillez?

— Por esa puerta, el cirujano ha practicado presiones rítmicas que han restablecido la circulación suspendida, es decir, ¡ha resucitado al muerto!

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía la viuda de Camus, verdaderamente pasmada.

— Pues aún hay cosas más interesantes.

— ¡Ca! ¡No es posible!

— ¿Han oído ustedes hablar de Carrol?

— Los periódicos han llevado su nombro…

— Es uno de aquellos para quienes los norteamericanos han creado el Instituto Rockcfeller. Pues bien: eso Carrel ha conservado un corazón vivo en un frasco sumiéndolo en cierto suero que solo él conoce. Y el corazón vivo todavía.

— ¿Vivo todavía?

— Todavía… Lo mismo hace con un trozo de cerebro y lo mismo podría hacer con un cerebro entero.

— ¡Es increíble! —exclamó la señorita Barescat—. Entonces, ¿ese Jaime Cotentin es un sabio de esa clase?

— Yo, luego de haber leído de él lo que les he dicho y lo que no les he dicho, porque, repito, hay cosas que ustedes no podrían comprender, opino que algún día dejará muy atrás a todos los Carrel y a todos los Rockefeller del inundo…

— No lo creo… Entonces, ¿habrá hecho experimentos con Gabriel?

— Yo, señorita Barescat no conozco el secreto de los dioses o de los sabios, que son los dioses actúalos. Me he limitado a emitir hipótesis. El hombre de ciencia no vivo más que de hipótesis.

— No me extrañaría —aventuró la Barescat— que ese Gabriel fuera simplemente un mutilado de guerra al que pretendan arreglar un poco… ¿Quiere más manzanilla, señora de Camus?

— Muchas gracias, señorita Barescat.

— Gabriel es muy guapo —dijo la señora Langlois.

— Me gustaría verlo de cerca —acabó declarando el ama de la casa.

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