domingo, 3 de mayo de 2020

El breve misterio de los Misterios Largos La obra de Gaston Leroux

 

El breve misterio de los Misterios Largos

 

 

            La obra de Gaston Leroux
             
            Ni Sherlock Holmes ni Auguste Dupin (el detective creado por Edgar Allan Poe) lograron desentrañar uno de los casos más difíciles de toda su carrera, y quizá uno de los más difíciles de la historia del misterio literario en sí: su duración. A diferencia de los misterios de la realidad, algunos de los cuales —la propia realidad es un buen ejemplo— duran toda nuestra vida y se prolongan en las vidas de los demás, el misterio literario, al menos el buen misterio literario, es breve por naturaleza. Sherlock Holmes y Auguste Dupin sabían que podían enfrentarse a cualquier adversario, salvo al aburrimiento del lector.
            Pero el enigma de la difícil existencia de los Misterios Largos merece un análisis. Es, como diría Holmes, «un problema de tres pipas». Y veremos que, allí donde el detective inglés y el americano fracasaron, un resuelto investigador francés consiguió triunfar.
            Procedamos como verdaderos detectives, indagando en primer lugar si existe realmente un misterio que resolver. ¿Es cierto que la solución del caso de los Misterios Largos no fue descubierta por Holmes o Dupin? A primera vista, así es en lo que a este último atañe. La propia obra de Poe, salvo su Gordon Pym y su esotérico ensayo Eureka, está formada por cuentos cortos y poemas. Curiosamente, Poe, a quien todos los dedos acusadores señalan como verdadero inventor de la novela policíaca (y acentuamos aquí la palabra «novela»), situó el primero de sus cuentos en París, quizá anticipando de manera profética, en uno de esos raptos metafísicos a los que era tan aficionado, el nacimiento del detective que realmente resolvería el caso: y así, El doble asesinato de la calle Morgue presenta al detective Auguste Dupin en unas cuantas páginas y nos abre las puertas a un horror fascinante, «bestial» en todos los sentidos de la palabra. Otras dos historias —entre ellas la extraordinaria Carta robada— no superan el límite de páginas necesario para prolongar debidamente el misterio.
            Es verdad que lo que ocurre con el detective inglés es distinto. La presentación que nos hace Conan Doyle de él, o la que nos hace su factótum, el doctor Watson, es una novela en toda regla: Estudio en Escarlata. A lo largo de su prolífica vida de ficción, Holmes participará en otras novelas como El sabueso de los Baskerville y El valle del terror. De modo que quizá el detective aficionado que todo lector lleva dentro puede apresurarse a señalar que fue Sherlock Holmes quien descifró los curiosos códigos del misterio de más de cien páginas. Pero la verdad, como suele decirse, es muy distinta.
            Si examinamos con lupa las aventuras de Sherlock, veremos que Conan Doyle no era ni de lejos tan bueno en las obras de largo aliento y necesitaba «rellenarlas» con pequeños relatos del género histórico que tanto le agradaba. Salvo El sabueso de los Baskerville (y ahora veremos el truco que usó en ésta), el misterio de sus aparentes «novelas» holmesianas termina pronto, y la segunda parte de tales obras está dedicada a explicar los antecedentes del caso haciendo que el lector se remonte a tiempos remotos. En lo que respecta a los Baskerville, una hábil componenda del autor permite que Holmes se eclipse durante casi la mitad de la novela, convirtiendo ésta en una especie de bitácora de Watson, confinado en la soledad de los páramos. Es decir —y aquí hallamos una pista importante sobre el Misterio de los Misterios Largos—, no es que no pueda prolongarse un relato de misterio: es que, para hacerlo, es preciso, al parecer, frenar el desarrollo y apartar del escenario al investigador. En teoría, un investigador que se pasara más de cien páginas buscando huellas y entrevistando a testigos perpetraría de inmediato el crimen más imperdonable de cuantos puede cometer un detective: el asesinato a sangre fría del interés del lector. ¿O no?
            El escritor francés Gaston Leroux demostró que esto no siempre es así. Y hallar las claves que utilizó para resolver el Misterio de los Misterios Largos, por complejas que sean, es el propósito de esta introducción.
            Procederemos como cualquier detective, y examinaremos en primer término el lugar de los hechos: sus obras de misterio, ¿son novelas? Tomemos como ejemplo El misterio del cuarto amarillo o El perfume de la Dama de Negro. Un examen superficial nos revela que fueron publicadas en forma de folletines. Los investigadores torpes confundirán el efecto con la causa y afirmarán que no podían dejar de ser novelas, ya que fueron publicadas por entregas, como las obras de Dickens. Pero observemos que el misterio, lejos de resolverse, se embarulla: las aventuras de Holmes también fueron publicadas por entregas, y, para complicar todavía más el asunto (como ocurre en los clásicos misterios cuando se presenta, casi al final, una prueba inesperada y distinta), hubo otro escritor muy anterior a Gaston Leroux y al propio Doyle que habló de detectives y escribió larguísimas novelas publicadas en forma de folletín: Wilkie Collins. De modo que la forma de publicarlas no sólo no parece la clave del enigma, sino que lo complica más. ¿Es, por tanto, falso que Poe y Doyle fueran los padres del relato policíaco? ¿Ya se escribían novelas policíacas antes de que Rouletabille —el detective de Leroux— comenzara su andadura? Bien, no es exactamente así. La verdad no es la que aparenta ser. Las obras del inglés Wilkie Collins, compuestas en el siglo XIX, contienen misterios, pero no se asientan en ellos para desarrollarse y llenar páginas. En realidad, lo que hace Collins —y de forma magistral— es crear personajes que se turnan hablando en primera persona y revelándonos sus formas de ser y sus profundidades. A Collins no le interesa saber quién o cómo lo hizo, sino crear una galería de historias y personajes fascinantes que se adhieren al misterio como la nieve a una bola de nieve. Sus aparentes «novelas de misterio» son novelas psicológicas en las que el interés por el misterio en sí se diluye mientras avanzamos a través de los densos monólogos de sus protagonistas.
            Por lo tanto, Wilkie Collins es inocente. No fue el creador de los Misterios Largos, y tampoco resolvió el caso. Y en cuanto a los folletines de las pseudonovelas de Holmes, ya hemos explicado que no pueden considerarse «novelas de Holmes» al cien por cien.
            Esto nos lleva de nuevo a Leroux, porque «cuando se han descartado todas las posibilidades, la que queda, por improbable que parezca, ha de ser la verdad». Y si Leroux carece de antecesores de sus obras, entonces debe ser Leroux la clave del misterio que intentamos desentrañar.
            ¿Cómo logra este enorme, victorhuguesco escritor francés, perteneciente a esa clase de amantes de la buena mesa y la buena vida, prolongar sus relatos de misterio sin que el interés decaiga? Bien, supongo que eso es lo que cada lector tendrá que descubrir por sí mismo en las páginas que siguen. Pero yo puedo adelantarles algunas pistas: una organización cuidadosa, minuciosa casi, como la de un verdadero rompecabezas, pero de esos que venden en grandes cajas repletos de minúsculos recortes, o más bien como las construcciones de Lego; cierto interés por los personajes, no comparable al de Collins, pero tampoco anecdótico; una pasión admirable por el diálogo, por la pregunta y la respuesta socráticas, donde el lector participa casi como un testigo mudo. Y, last but not least, el amor por el desafío de la lógica, por el verdadero misterio, que no se resuelve nunca en dos patadas sino a lo largo de muchos y muy considerables esfuerzos. ¿Es posible averiguar en menos de cien páginas cómo se ha cometido un crimen en un cuarto completamente hermético? La respuesta es: no, si el misterio está bien creado. Y El misterio del cuarto amarillo lo está, y desafía nuestra lógica una y otra vez, guiándonos por caminos falsos y conduciendo al más avezado de los lectores hacia metas que se revelan como espejismos, hasta que al fin el gran Leroux alza el telón y la verdad, hasta entonces enmascarada —como en su famosa novela El fantasma de la ópera—, nos permite contemplar su terrible rostro. Y El perfume de la Dama de Negro, donde de nuevo aparece el detective Rouletabille, es otro buen ejemplo de esa persecución lógica que nos obliga a emprender Leroux. No en vano, grandes cultivadores de la novela policíaca posterior, como Agatha Christie o John Dickson Carr, han experimentado auténtica devoción por el autor del Cuarto amarillo, y viendo los viejos retratos del escritor francés uno se pregunta hasta qué punto ese otro grande y aventurero detective belga no fue heredero, no sólo lógico (la propia Agatha lo confesó así) sino «biológico» de las creaciones y la apariencia física del propio Leroux.
            En cualquier caso, el lector tiene ya en sus manos la clave del enigma. Y a lo largo de las páginas que siguen, comprobará que el Misterio de los Misterios Largos es, a fin de cuentas, muy breve, y se llama Gaston Leroux.
             
            JOSÉ CARLOS SOMOZA
Fuente:
Título original: Le mystère de la chambre jaune & Le perfume de la Dame en noir

            Gaston Leroux, 1907

            Traducción: J. L. Samo


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