El breve misterio de los Misterios Largos
La
obra de Gaston Leroux
Ni
Sherlock Holmes ni Auguste Dupin (el detective creado por Edgar Allan Poe)
lograron desentrañar uno de los casos más difíciles de toda su carrera, y quizá
uno de los más difíciles de la historia del misterio literario en sí: su
duración. A diferencia de los misterios de la realidad, algunos de los cuales
—la propia realidad es un buen ejemplo— duran toda nuestra vida y se prolongan
en las vidas de los demás, el misterio literario, al menos el buen misterio
literario, es breve por naturaleza. Sherlock Holmes y Auguste Dupin sabían que
podían enfrentarse a cualquier adversario, salvo al aburrimiento del lector.
Pero
el enigma de la difícil existencia de los Misterios Largos merece un análisis.
Es, como diría Holmes, «un problema de tres pipas». Y veremos que, allí donde
el detective inglés y el americano fracasaron, un resuelto investigador francés
consiguió triunfar.
Procedamos
como verdaderos detectives, indagando en primer lugar si existe realmente un
misterio que resolver. ¿Es cierto que la solución del caso de los Misterios
Largos no fue descubierta por Holmes o Dupin? A primera vista, así es en lo que
a este último atañe. La propia obra de Poe, salvo su Gordon Pym y su esotérico ensayo Eureka, está formada por cuentos cortos y poemas. Curiosamente,
Poe, a quien todos los dedos acusadores señalan como verdadero inventor de la
novela policíaca (y acentuamos aquí la palabra «novela»), situó el primero de
sus cuentos en París, quizá anticipando de manera profética, en uno de esos
raptos metafísicos a los que era tan aficionado, el nacimiento del detective
que realmente resolvería el caso: y así, El
doble asesinato de la calle Morgue presenta al detective Auguste Dupin en
unas cuantas páginas y nos abre las puertas a un horror fascinante, «bestial»
en todos los sentidos de la palabra. Otras dos historias —entre ellas la
extraordinaria Carta robada— no
superan el límite de páginas necesario para prolongar debidamente el misterio.
Es
verdad que lo que ocurre con el detective inglés es distinto. La presentación
que nos hace Conan Doyle de él, o la que nos hace su factótum, el doctor
Watson, es una novela en toda regla: Estudio
en Escarlata. A lo largo de su prolífica vida de ficción, Holmes
participará en otras novelas como El
sabueso de los Baskerville y El valle
del terror. De modo que quizá el detective aficionado que todo lector lleva
dentro puede apresurarse a señalar que fue Sherlock Holmes quien descifró los
curiosos códigos del misterio de más de cien páginas. Pero la verdad, como
suele decirse, es muy distinta.
Si
examinamos con lupa las aventuras de Sherlock, veremos que Conan Doyle no era
ni de lejos tan bueno en las obras de largo aliento y necesitaba «rellenarlas»
con pequeños relatos del género histórico que tanto le agradaba. Salvo El sabueso de los Baskerville (y ahora
veremos el truco que usó en ésta), el misterio de sus aparentes «novelas»
holmesianas termina pronto, y la segunda parte de tales obras está dedicada a
explicar los antecedentes del caso haciendo que el lector se remonte a tiempos
remotos. En lo que respecta a los Baskerville, una hábil componenda del autor
permite que Holmes se eclipse durante casi la mitad de la novela, convirtiendo
ésta en una especie de bitácora de Watson, confinado en la soledad de los
páramos. Es decir —y aquí hallamos una pista importante sobre el Misterio de
los Misterios Largos—, no es que no pueda prolongarse un relato de misterio: es
que, para hacerlo, es preciso, al parecer, frenar
el desarrollo y apartar del escenario al investigador. En teoría, un
investigador que se pasara más de cien páginas buscando huellas y entrevistando
a testigos perpetraría de inmediato el crimen más imperdonable de cuantos puede
cometer un detective: el asesinato a sangre fría del interés del lector. ¿O no?
El
escritor francés Gaston Leroux demostró que esto no siempre es así. Y hallar
las claves que utilizó para resolver el Misterio de los Misterios Largos, por
complejas que sean, es el propósito de esta introducción.
Procederemos
como cualquier detective, y examinaremos en primer término el lugar de los
hechos: sus obras de misterio, ¿son novelas? Tomemos como ejemplo El misterio del cuarto amarillo o El perfume de la Dama de Negro. Un
examen superficial nos revela que fueron publicadas en forma de folletines. Los
investigadores torpes confundirán el efecto con la causa y afirmarán que no
podían dejar de ser novelas, ya que fueron publicadas por entregas, como las
obras de Dickens. Pero observemos que el misterio, lejos de resolverse, se
embarulla: las aventuras de Holmes también fueron publicadas por entregas, y,
para complicar todavía más el asunto (como ocurre en los clásicos misterios
cuando se presenta, casi al final, una prueba inesperada y distinta), hubo otro
escritor muy anterior a Gaston Leroux y al propio Doyle que habló de detectives
y escribió larguísimas novelas publicadas en forma de folletín: Wilkie Collins.
De modo que la forma de publicarlas no sólo no parece la clave del enigma, sino
que lo complica más. ¿Es, por tanto, falso que Poe y Doyle fueran los padres
del relato policíaco? ¿Ya se escribían novelas policíacas antes de que
Rouletabille —el detective de Leroux— comenzara su andadura? Bien, no es
exactamente así. La verdad no es la que aparenta ser. Las obras del inglés
Wilkie Collins, compuestas en el siglo XIX, contienen misterios, pero no se asientan
en ellos para desarrollarse y llenar páginas. En realidad, lo que hace Collins
—y de forma magistral— es crear personajes que se turnan hablando en primera
persona y revelándonos sus formas de ser y sus profundidades. A Collins no le
interesa saber quién o cómo lo hizo, sino crear una galería de
historias y personajes fascinantes que se adhieren al misterio como la nieve a
una bola de nieve. Sus aparentes «novelas de misterio» son novelas psicológicas
en las que el interés por el misterio en sí se diluye mientras avanzamos a
través de los densos monólogos de sus protagonistas.
Por
lo tanto, Wilkie Collins es inocente. No fue el creador de los Misterios
Largos, y tampoco resolvió el caso. Y en cuanto a los folletines de las
pseudonovelas de Holmes, ya hemos explicado que no pueden considerarse «novelas
de Holmes» al cien por cien.
Esto
nos lleva de nuevo a Leroux, porque «cuando se han descartado todas las
posibilidades, la que queda, por improbable que parezca, ha de ser la verdad».
Y si Leroux carece de antecesores de sus obras, entonces debe ser Leroux la
clave del misterio que intentamos desentrañar.
¿Cómo
logra este enorme, victorhuguesco escritor francés, perteneciente a esa clase
de amantes de la buena mesa y la buena vida, prolongar sus relatos de misterio
sin que el interés decaiga? Bien, supongo que eso es lo que cada lector tendrá
que descubrir por sí mismo en las páginas que siguen. Pero yo puedo
adelantarles algunas pistas: una organización cuidadosa, minuciosa casi, como
la de un verdadero rompecabezas, pero de esos que venden en grandes cajas repletos
de minúsculos recortes, o más bien como las construcciones de Lego; cierto
interés por los personajes, no comparable al de Collins, pero tampoco
anecdótico; una pasión admirable por el diálogo, por la pregunta y la respuesta
socráticas, donde el lector participa casi como un testigo mudo. Y, last but not least, el amor por el
desafío de la lógica, por el verdadero misterio, que no se resuelve nunca en
dos patadas sino a lo largo de muchos y muy considerables esfuerzos. ¿Es
posible averiguar en menos de cien páginas cómo se ha cometido un crimen en un
cuarto completamente hermético? La respuesta es: no, si el misterio está bien
creado. Y El misterio del cuarto amarillo
lo está, y desafía nuestra lógica una y otra vez, guiándonos por caminos falsos
y conduciendo al más avezado de los lectores hacia metas que se revelan como
espejismos, hasta que al fin el gran Leroux alza el telón y la verdad, hasta
entonces enmascarada —como en su famosa novela El fantasma de la ópera—, nos permite contemplar su terrible rostro.
Y El perfume de la Dama de Negro,
donde de nuevo aparece el detective Rouletabille, es otro buen ejemplo de esa
persecución lógica que nos obliga a emprender Leroux. No en vano, grandes
cultivadores de la novela policíaca posterior, como Agatha Christie o John
Dickson Carr, han experimentado auténtica devoción por el autor del Cuarto amarillo, y viendo los viejos
retratos del escritor francés uno se pregunta hasta qué punto ese otro grande y
aventurero detective belga no fue heredero, no sólo lógico (la propia Agatha lo
confesó así) sino «biológico» de las creaciones y la apariencia física del
propio Leroux.
En
cualquier caso, el lector tiene ya en sus manos la clave del enigma. Y a lo
largo de las páginas que siguen, comprobará que el Misterio de los Misterios
Largos es, a fin de cuentas, muy breve, y se llama Gaston Leroux.
Fuente:
Título original: Le mystère de la
chambre jaune & Le perfume de la Dame en noir
Gaston
Leroux, 1907
Traducción:
J. L. Samo
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