sábado, 2 de mayo de 2020

CAJA DE HERRAMIENTAS 70. Mientras escribo. Stephen King.


CAJA DE HERRAMIENTAS
70
1
Mi abuelo era carpintero.
Hacía casas, tiendas, bancos;
fumaba Camel sin parar
y clavaba planchas con clavos.
Era un hombre muy cabal,
que cepillaba bien sus puertas
y votaba a Eisenhower
porque Lincoln ganó la guerra.
Es una de mis letras favoritas de John Prine, quizá porque mi abuelo
también era carpintero. Tiendas y bancos no sé, pero casas hizo muchas Guy
Pillsbury, y dedicó la tira de años a que el Atlántico y los duros vientos
invernales de la costa no se llevaran la casa que tenía en Prout’s Neck el
famoso pintor Winslow Homer. La diferencia es que Fazza fumaba puros. El
fumador de Camel era mi tío Oren, en cuyas manos quedó la caja de
herramientas al jubilarse Fazza. No recuerdo que estuviera en el garaje el día
en que se me cayó el bloque de cemento en el pie, pero debía de ocupar su
emplazamiento habitual, al lado del rincón donde guardaba mi primo Donald
sus palos de hockey, sus patines de hielo y su guante de béisbol. Era una caja
de las grandes, con tres pisos, dos de los cuales (los de encima) se podían
quitar, y divididos los tres de manera muy ingeniosa, como cajitas chinas.
Huelga decir que estaba hecha a mano, a base de maderas, clavitos y tiras de
latón, y en la tapa unos cierres que a mi vista infantil parecían los de la
fiambrera de un gigante. La tapa tenía un forro interior de seda, que en aquel
contexto resultaba un poco extraño, y más por el dibujo: rosas rojo claro
medio borradas por la grasa y la suciedad. La caja tenía un asidero grande en
cada lado. Puedo asegurar que en Wal-Mart o Western Auto no se veían cajas
de herramientas comparables. Al quedársela mi tío, encontró al fondo, grabada
en latón, una reproducción de una marina famosa de Homer (creo que La
resaca). Después de unos años hizo que se la autentificara un experto en
Homer de Nueva York, y tengo entendido que la vendió a los pocos años por
bastante dinero. El cómo y el porqué de que llegara a manos de Fazza son un
misterio, pero el origen de la caja no tenía nada de enigmático: se la había
hecho él.
Un verano ayudé al tío Oren a cambiar una mosquitera del fondo de la
casa, porque se había roto. Creo que tenía ocho o nueve años. Me acuerdo de
haberlo seguido con la de repuesto en la cabeza, como los nativos de las
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películas de Tarzán. Mi tío llevaba la caja a la altura del muslo, cogida por las
dos asas. Iba vestido como siempre, con pantalones caquis y una camiseta
blanca
limpia. Su pelo entrecano, de corte militar, brillaba de sudor. Tenía un Camel
colgando del labio inferior. (Años después, viéndome llegar con un paquete de
Chesterfíeld en el bolsillo de la camisa, el tío Oren le dedicó una mirada
desdeñosa y lo definió como «tabaco de calabozo».)
Cuando llegamos a la ventana donde se había roto la mosquitera, el tío
Oren dejó la caja en el suelo con un suspiro de alivio. Dave y yo habíamos
intentado levantarla varias veces del suelo del garaje, cada uno por un asa,
pero apenas se movía. Claro que éramos pequeños, pero calculo que, llena del
todo, la caja de herramientas de Fazza pesaba entre cuarenta y sesenta kilos.
El tío Oren me dejó abrir los cierres. La bandeja superior contenía todas
las herramientas de uso habitual. Había un martillo, una sierra, alicates, dos
llaves inglesas fijas y otra graduable, un nivel (con su mágica ventanita
amarilla en el centro), un taladro (cuyas diversas brocas estaban perfectamente
ordenadas en las profundidades) y dos destornilladores. Mi tío me pidió uno.
—¿Cuál? —pregunté.
—El que sea —contestó.
La mosquitera rota tenía tornillos de los de agujero en forma de estrella,
y es verdad que daba igual usar un destornillador normal o de cruz. Esa clase
de tornillos se quitan metiendo la punta del destornillador en el agujero y
haciéndolo girar como las llantas de coche después de haber soltado las
tuercas.
El tío Oren retiró los tornillos (un total de ocho, que me dio a mí para
tenerlos a mano) y quitó la mosquitera rota. Luego la dejó apoyada en la pared
y levantó la nueva. Coincidían perfectamente los agujeros de los dos marcos,
el de la mosquitera y el de la ventana. Al comprobarlo, el tío Oren soltó un
gruñido de satisfacción. Entonces fui dándole uno a uno los tornillos, los
metió en los agujeros y los apretó por el mismo procedimiento de antes,
insertando el destornillador y haciéndolos girar.
Cuando la mosquitera estuvo fija, el tío Oren me dio el destornillador
pidiéndome que lo pusiera en la caja de herramientas y la cerrara. Yo obedecí,
pero estaba perplejo. Le pregunté por qué había llevado la caja de Fazza por
toda la casa si sólo necesitaba un destornillador. Podría habérselo metido en el
bolsillo trasero de los pantalones.
—Ya, Stevie —dijo él mientras se agachaba para coger las dos asas—,
pero es que no sabía si tendría que hacer algo más. ¿Entiendes? Siempre es
mejor llevar todas las herramientas, porque corres el riesgo de encontrarte con
algo que no esperabas y dejar a medias la faena.
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Es una manera de decir que para sacar el máximo partido a la escritura
hay que fabricarse una caja de herramientas, y luego muscularse hasta poder
llevarla. Quizá entonces, en lugar de dejar una faena a medias, se pueda coger
la herramienta indicada y poner manos a la obra de manera inmediata.
La caja de herramientas de mi abuelo tenía tres niveles. La tuya debería
tener al menos cuatro. Supongo que podrían ser hasta cinco o seis, pero llega
un punto en que crece demasiado la caja para ser portátil, con lo cual pierde su
mayor virtud. También tienes que disponer de vanos compartimientos para los
tornillos y las tuercas, pero su situación y contenido es cosa tuya.
Advertirás que ya tienes casi todas las herramientas necesarias, pero te
recomiendo volver a examinarlas una por una al guardarlas en la caja.
Conviene verlas como si fueran nuevas, acordarse de su función y, si hay
alguna oxidada (lo cual es muy posible, sobre todo si hace tiempo que no se
utiliza a fondo), limpiarla.
La bandeja superior es para las herramientas normales. La más normal,
el pan del escritor, es el vocabulario. En este caso puedes aprovechar lo que
tengas sin ningún sentimiento de culpa ni de inferioridad. Es lo que dijo la
puta al marinero vergonzoso: «Oye, guapo, que no es cuestión de lo que
tienes, sino de cómo lo usas.»
Hay escritores con un léxico enorme, el tipo de persona que no ha
fallado una sola respuesta en los concursos de vocabulario de la tele desde
hace como mínimo treinta años. Un ejemplo:
Las cualidades de correoso, indeteriorable y casi
indestructible eran atributos inherentes a la forma de
organización de la cosa, pertenecientes a algún ciclo
paleógeno de la evolución de los invertebrados que se hallaba
fuera del alcance de nuestras capacidades especulativas.
—H. P. Lovecraft, En las montañas de la locura
¿Qué tal? Ahí va otro:
En algunas [tazas] no se advertía la menor señal de que se
hubiera plantado algo; otras presentaban tallos marrones y
agostados, testimonio de inescrutables estragos.
—T. Coraghessan Boyle, Budding Prospects
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Alguien le arrebató la venda a la anciana, y fue apartada de
un manotazo junto con el malabarista. Al congregarse todos
para dormir, y crepitar al viento las llamas bajas de la
hoguera cual si estuviera viva, seguían los cuatro en cuclillas
en los márgenes de la lumbre, rodeados de extraños enseres y
viendo combarse las llamas bajo la ventisca como si fueran
absorbidas al vacío por alguna vorágine, un vórtice en aquel
desierto con respecto del cual quedaban derogados el tránsito
del hombre y todos sus cálculos.
—Cormac McCarthy, Blood Meridian
También hay escritores que emplean vocabularios más reducidos y
sencillos. Parece casi innecesario dar ejemplos, pero pondré unos cuantos de
los que prefiero.
Llegó al río. Lo tenía delante.
—Ernest Hemingway, El río de los dos corazones
Pillaron al niño haciendo guarrerías debajo de las gradas.
—Theodore Sturgeon, Some of Your Blood
Pasó esto.
—Douglas Fairbairn, Shoot
Algunos dueños eran amables porque no les gustaba lo que
tenían que hacer; otros estaban enfadados porque no les
gustaba ser crueles, y otros eran fríos porque ya hacía tiempo
que se habían dado cuenta de que sólo se podía ser dueño
siendo frío.
—John Steinbeck, Las uvas de la ira
Destaca la frase de Steinbeck. Tiene 44 palabras, 33 de ellas
monosílabas o bisílabas. Quedan once de más de dos sílabas, pero no
corresponden a palabras cultas, sino a formas verbales, pronombres... La
estructura presenta cierta complejidad, pero el vocabulario no se aleja
demasiado del de los libros infantiles. Las uvas de la ira es indiscutiblemente
una buena novela. Considero que Blood Meridian también, aunque no
entienda del todo muchas partes. ¿Y qué? Tampoco sé descifrar muchas de
mis canciones favoritas.
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Por otro lado, hay material que no sale en el diccionario pero que sigue
siendo vocabulario. Verbigracia:
—Qué hay, Lee —dijo Killian—. Qué-tal-hombre-qué-tal.
—¡Has logrado acojonar... a ese... mamón!
—Pues ejjjjjjj...
—¡Sherman... asqueroso traidor hijoputa!
—¡Marica de mierda!
—Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades
Es un ejemplo de transcripción del vocabulario de la calle. Hay pocos
escritores que igualen el talento de Wolfe para ponerlo por escrito. (Otro que
sabe es Elmore Leonard.) A veces lo callejero acaba en el diccionario, pero
sólo cuando está bien muerto. Y dudo que «¡Brrraaannnggg!» figure en el
diccionario de ninguna academia.
Pon el vocabulario en la bandeja de encima, y no hagas ningún esfuerzo
consciente de mejorarlo. (Claro que lo harás al leer, pero... luego lo comento.)
Poner al vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por
vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo.
Es como ponerle un vestido de noche a un animal doméstico. El animal pasa
vergüenza, pero el culpable de la presunta monería debería pasar todavía más.
Propongo desde ya una promesa solemne: no usar «retribución» en vez de
«sueldo», ni «John se tomó el tiempo de ejecutar un acto de excreción»
queriendo decir que «John se tomó el tiempo de cagar». Si consideras que tus
lectores podrían considerar ofensivo o impropio el verbo «cagar», di «John se
tomó el tiempo de hacer sus necesidades» (o «John se tomó el tiempo de ir de
vientre»). No es que quiera fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo
y cotidiano. Recuerda que la primera regla del vocabulario es usar la primera
palabra que se te haya ocurrido siempre y cuando sea adecuada y dé vida a la
frase. Si tienes dudas y te pones a pensar, alguna otra palabra saldrá (eso
seguro porque siempre hay otra), pero lo más probable es que sea peor que la
primera, o menos ajustada a lo que querías decir.
Lo de «querer decir» es muy importante. Si tienes alguna duda, piensa
cuántas veces has oído frases como: «Es que no puedo describirlo», o «No es
lo que quería decir». Piensa cuántas veces lo has dicho tú, con más o menos
frustración. Las palabras sólo reflejan contenidos. Aunque se escriba como los
ángeles, casi nunca se logra expresar plenamente lo que se pretendía decir.
Hecha esa precisión, ¿a quién se le ocurre empeorar las cosas eligiendo una
palabra emparentada en segundo o tercer grado con la que se quería usar?
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Y otra cosa: que no te cohiba tener en cuenta el decoro. Como dijo
alguien, una cosa es hacerle a la condesa una visita en domingo, y otra un
besito en las domingas. Quedaría mal.

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