lunes, 4 de mayo de 2020

Gaston Leroux Rouletabille en el palacio del zar. (Fragmento. Cap. I ).


En la última página de El perfume de la Dama de negro supimos que el zar reclamaba a Rouletabille para solucionar un caso enrevesado, mientras el Comité revolucionario le amenazaba con no dejarle llegar vivo a San Petersburgo si aceptaba la oferta. Aquella misma noche Rouletabille tomó el tren. También Leroux, su creador, había estado como periodista en San Petersburgo, escenario de su novela. En medio de una red de envenenadores y asesinos invisibles, donde no faltan secuestros, suplantaciones, bombas vivientes y juicios sumarísimos, brilla la prodigiosa mente de Rouletabille, en uno de esos juegos de lógica que solo pueden resolverse como un enigma o un jeroglífico.



 Gaston Leroux

Rouletabille en el palacio del zar

Rouletabille - 3








 
La presente obra es traducción directa e íntegra del original francés en su primera edición, publicada originalmente por entregas en el suplemento literario de L'Illustration en 1913, y editada el mismo año en forma de libro en el volumen tercero de Les Aventures extraordinaires de Joseph Rouletabille reporter por Editions Pierre Lafitte et Cie, París. Las ilustraciones, originales de Cristina Pérez Navarro, han sido realizadas expresamente para esta edición.


 
 
I
Alegría y dinamita

Bárinia[1], el joven extranjero ha llegado.
—¿A dónde lo has llevado?
—¡Oh! Se ha quedado en la caseta.
—Te dije que lo condujeras a la sala de Natasha. ¿No me has entendido, Ermolai?
—Perdóname, bárinia, pero cuando intenté registrarlo el joven extranjero me propinó una buena patada en el vientre.
—¿Le dijiste que se registra a todo el mundo antes de entrar en la propiedad, que esas son las órdenes, y que incluso mi madre se somete a ellas?
—Se lo dije, bárinia, y le hablé de la madre de la señora.
—¿Y qué respondió?
—Que él no es la madre de la señora. Estaba furioso.
—Está bien, hazlo pasar sin registrarlo.
—Al pristav[2] no le gustará.
—Lo ordeno yo.
Ermolai se inclinó y bajó al jardín. La bárinia abandonó la galería donde acababa de tener esta conversación con el viejo intendente del general Trebasof, su marido, y regresó al comedor de su dacha[3] de las Islas, donde el alegre consejero imperial, Iván Petróvich, relataba a los divertidos comensales su última aventura en Cubat[4]. Reinaba allí una gran alegría, y el menos alegre no era el general, que extendía sobre un sillón una pierna de la que aún no disponía libremente tras el penúltimo atentado de fatales consecuencias para su viejo cochero y sus dos caballos píos. La divertida anécdota del siempre amable Iván Petróvich (un anciano pequeño y bullicioso, calvo como una bola de billar) databa de la víspera. Después de haberse —como decía él— récuré la bouche[5] (pues estos caballeros no ignoran nada de nuestra bella lengua francesa, lengua que hablan como la propia y que gustan de usar entre ellos para no ser entendidos por el servicio), después de haberse enjuagado la boca con un gran vaso de «espumoso y burbujeante vino de Francia», estalló en carcajadas:
—Nos reímos de lo lindo, Fiódor Fiódorovich: cantamos a coro en la Barca[6], y luego, cuando los gitanos se marcharon con su música, bajamos hasta el río para refrescarnos las piernas y lavarnos la cara al fresco del amanecer, cuando una sotnia[7] de cosacos de la guardia pasó por allí. Yo conocía al oficial que estaba al mando y lo invité a venir y brindar a la salud del emperador en Cubat. Este oficial es un hombre, que conoce las marcas desde su más tierna infancia y que puede jactarse de no haber bebido jamás un vaso de vino de Crimea. Con solo oír la palabra champán grita: «¡Viva el emperador!». Un verdadero patriota. Aceptó. Y nos pusimos en camino, alegres como chiquillos despreocupados que recuerdan historias de la escuela. Toda la sotnia nos seguía, además del grupo de clientes que tocaba la flauta de pico y los izvóschiki[8] por detrás, todos en fila: ¡una auténtica procesión! Al llegar a Cubat, me avergüenzo de dejar a los compañeros de mi amigo en la puerta. Los invito. Ellos aceptan, naturalmente. Pero los suboficiales también tenían sed. Yo conozco la disciplina. Tú sabes, Fiódor Fiódorovich, que siempre he defendido la disciplina. El estar alegre, una mañana de primavera, no es razón para olvidar la disciplina. Hice beber a los oficiales en un gabinete particular y a los suboficiales en el salón del restaurante. En cuanto a los soldados, que también tenían sed, les hice beber en el patio. De este modo, palabra, no había mezclas extrañas. Pero hete aquí que los caballos relinchaban. Eran bravos caballos, Fiódor Fiódorovich, que también querían beber a la salud del emperador. Me encontraba en un buen aprieto por culpa de la disciplina. ¡La sala, el patio, todo estaba lleno! ¡Y no podía subir a los caballos a un gabinete particular! Dispuse, pues, que les llevasen champán en cubos y entonces se produjo esa fastidiosa mezcla que tanto había intentado evitar: una gran confusión de botas y cascos de caballo; sin duda la cosa más divertida que había visto en mi vida. Pero los caballos eran los más alegres de todos y danzaban como si les hubiesen puesto una tea bajo el vientre, y todos, palabra, estaban dispuestos a pisotear a sus caballeros, a poco que estos no fuesen de la misma opinión que ellos respecto a la ruta a seguir. Desde la ventana del gabinete particular gozábamos de lo lindo ante semejante follón de botas y cascos en danza. Pero los caballeros llevaron a los caballos al cuartel, con gran paciencia, porque los caballeros del emperador son los mejores del mundo, Fiódor Fiódorovich. ¡Cómo nos reímos! A su salud, Matrena Petrovna.
Estas últimas y atentas palabras iban dirigidas a la generala Trebasof, quien se encogió de hombros ante la insólita historia del alegre consejero imperial. Matrena Petrovna no intervino en la conversación más que para calmar al general, que quería «castigar» a toda la sotnia —hombres y caballos— con el calabozo. Y mientras los invitados reían con la aventura, ella le dijo a su marido, en su tono firme de gran mujer:
—Fiódor, no irás a dar importancia a lo que cuenta nuestro viejo y loco Iván. Es el hombre más imaginativo de la ciudad, con ayuda del champán.
—¡Iván!… ¡No es cierto que ordenases servir el champán en cubos a los caballos! ¡Viejo jactancioso! —protestó con envidia Atanasio Georgevich, el abogado famoso por su buen diente, que se jactaba de contar las mejores historias de borracheras y lamentaba no haber inventado esta.
—¡Palabra de honor! ¡Y de primera calidad! Había ganado cuatro mil rublos en el círculo de comercio y salí de esta pequeña fiesta con cincuenta kópeks[9].
Pero, junto al oído de Matrena Petrovna se inclinó Ermolai, el fiel intendente de campaña que jamás se quitaba, ni siquiera en la casa, su traje de nanquín[10] color avellana, su cinturón de cuero negro, sus holgados pantalones azules y sus botas relucientes como espejos (como corresponde a todo intendente de campaña recibido en casa de un superior, en la ciudad). La generala se levanta, tras una leve y amistosa inclinación de cabeza a su hermosa hija Natasha, quien la sigue con la mirada hasta la puerta, indiferente en apariencia a las cariñosas palabras del ayudante de campo de su padre, el soldado Borís Murazof, autor de hermosos versos sobre la muerte de los estudiantes moscovitas fusilados en sus barricadas.
Ermolai condujo a su señora al salón y allí le mostró una puerta que había dejado entreabierta que daba a una sala que precedía a la habitación de Natasha.
—¡Ahí está! —dijo en voz baja.
Ermolai hubiera podido callarse, pues la generala habría sido igualmente advertida de la presencia de un extranjero en la sala por la actitud de un individuo que vestía un abrigo marrón, ribeteado con el astracán sintético característico de los abrigos de la policía rusa (lo que permite reconocer a un agente secreto a primera vista). El policía estaba en el salón, a cuatro patas, y veía lo que ocurría en la sala por el estrecho espacio iluminado que quedaba entre la puerta semiabierta y la pared, cerca de los goznes. De este modo, toda persona que intentase acercarse al general Trebasof era observada, sin darse cuenta, después de haber sido registrada en la caseta (medida que se había adoptado tras el último atentado).
La generala golpeó suavemente la espalda del hombre arrodillado con esa mano heroica que salvara la vida de su marido y en la que aún quedaban huellas de la terrible explosión (último atentado en el que Matrena Petrovna había cogido con la mano la caja infernal destinada a hacer volar por los aires al general). El individuo se puso en pie y se alejó sigilosamente hasta la galería, donde se tumbó sobre un canapé simulando de inmediato un sueño profundo, pero vigilando en realidad el acceso al jardín.
Y Matrena Petrovna pasó a ocupar su puesto tras la ranura de la puerta y observó lo que ocurría en la sala. Por lo demás, esto no tenía nada de excepcional. Ella siempre daba el visto bueno a todo y a todos. Merodeaba a cualquier hora del día o de la noche alrededor del general como una perra guardiana, dispuesta a atacar, a enfrentarse al peligro, a recibir los golpes, a morir por su amo. Todo empezó en Moscú, después de la terrible represión —las masacres revolucionarias tras los muros de Presnia—, cuando los nihilistas[11] supervivientes dejaron tras ellos un cartel condenando a muerte al victorioso general Trebasof. Matrena Petrovna no vivía sino para el general. Había declarado que no le sobreviviría. Tenía dobles razones para cuidar de él.
… Pero había perdido la confianza…
Habían ocurrido en su casa cosas que le hacían desconfiar de su vigilancia, de su instinto, de su amor… Solo había hablado de ellas con el jefe de policía, Kuprian, quien a su vez se las comunicó al emperador… Y hete aquí que el emperador le envía, como último recurso, a este joven extranjero… Joseph Rouletabille, reportero…
¡Pero si era un chiquillo! Matrena Petrovna estudiaba, sin comprender, aquella joven cabeza redonda, aquellos ojos claros y —a primera vista— extraordinariamente ingenuos: ojos de niño. (Es cierto que en un primer momento la mirada de Rouletabille no resulta en absoluto de una profundidad de pensamiento sobrehumana, pues, de pie junto a la mesa de los zakuski[12] en medio de la sala, el joven parece únicamente ocupado en devorar a cucharadas los restos de caviar que quedan en las tarrinas). Matrena observó el frescor rosado de las mejillas, la ausencia de vello en el mentón: ni un solo pelo de barba… el cabello rebelde, formando volutas sobre la frente… ¡Ah! La frente, la frente, por ejemplo, era curiosa. Sí, era, a fe mía, una curiosa frente con dos protuberancias sobre las cejas, mientras que la boca se ocupaba… se ocupaba… se diría que Rouletabille no había comido en ocho días. En ese momento hacía desaparecer una magnífica rodaja de esturión del Volga, contemplando con interés una ensalada de pepinos a la crema, cuando apareció Matrena Petrovna.
Quiso excusarse de inmediato y habló con la boca llena:
—Le pido perdón, señora, pero el zar ha olvidado invitarme a comer.
La generala sonrió y le dio un fuerte apretón de manos, al tiempo que le rogaba que se sentase:
—¿Ha visto a Su Majestad?
—De allí vengo, señora. ¿Tengo el honor de hablar con la generala Trebasof?
—La misma. ¿Y usted es el señor…?
—Joseph Rouletabille en persona, señora; no añado «para servirla» porque aún no sé nada. Es precisamente lo que acabo de decirle a Su Majestad: esas historias de nihilistas a mí no me conciernen, ¿no es cierto?…
—¿Entonces? —preguntó la generala, bastante divertida con el tono que tomaba la conversación y el aire un poco atolondrado de Rouletabille.
—¡Entonces, nada! Yo soy reportero, ¿no es verdad? Es lo primero que le dije a mi director en París… no quiero tomar partido en asuntos de revolución que no conciernen a mi patria. A lo cual mi director me respondió: «No se trata de tomar partido. Se trata de ir a Rusia e informarse sobre la situación de los partidos políticos. Empezará por entrevistar al emperador». Y yo le dije: «¡En ese caso, de acuerdo!». Y tomé el tren.
—¿Y ha entrevistado al emperador?
—Sí, eso no ha sido difícil. Contaba con llegar directamente a San Petersburgo —explicó—; pero después de Gátchina, el tren se detuvo y el gran mariscal de la corte vino a mí y me rogó que le siguiera. ¡Nada más halagüeño! Veinte minutos más tarde me encontraba en Tsárskoie Seló, ante Su Majestad… Me estaba esperando. Comprendí de inmediato que se trataba de un asunto fuera de lo común…
—¿Y qué le dijo Su Majestad?
—Es un buen hombre. Su Majestad. Me tranquilizó de inmediato cuando le hice partícipe de mis escrúpulos. Me dijo que no se trataba de hacer política, sino de salvar al más fiel de sus servidores, que estaba a punto de ser víctima del más extraño drama familiar que quepa imaginar…
La generala se puso en pie, completamente pálida.
—¡Ah! —dijo, simplemente…
Y Rouletabille, a quien nada se le escapaba, vio temblar su mano sobre el respaldo de la silla.
El joven continuó, como sin reparar en absoluto en la emoción de la generala:
—Su Majestad añadió textualmente: «Se lo pido yo; y la generala Trebasof. ¡Vamos, señor, ella le espera!».
Entonces Rouletabille se calló, esperando a que la generala hablase a su vez.
Ella se decidió, tras reflexionar un instante.
—¿Ha visto a Kuprian? —preguntó.
—¿El jefe de policía? Sí… El gran mariscal me acompañó de nuevo a la estación de Tsárskoie Seló; el jefe de policía me esperaba en la de San Petersburgo. ¡Imposible ser mejor recibido!
—Señor Rouletabille —elijo Matrena, que se esforzaba visiblemente por recuperar toda su sangre fría—, no soy de la opinión de Kuprian y… tampoco —en este punto bajó la voz temblorosa— soy de la opinión de Su Majestad. Prefiero advertirle de inmediato… para que no tenga que lamentar el haber intervenido en un asunto en el que hay… riesgos… riesgos terribles… ¡No! Aquí no hay ningún drama familiar… La familia es muy pequeña, muy pequeña… el general, su hija Natasha, nacida de un primer matrimonio, y yo… No puede haber ningún drama familiar entre nosotros tres… Se trata simplemente de mi marido, señor, que ha cumplido con su deber de soldado defendiendo el trono de Su Majestad…, mi marido, al que quieren asesinar… No hay nada más, nada más, mi querido y joven huésped…
Y, para ocultar su aflicción, se dispuso a cortar una gran loncha de ternera con zanahorias en gelatina.
—No ha comido: tiene hambre. Es terrible, mi querido muchacho… Va usted a cenar con nosotros y luego… nos despediremos…, sí…, me dejará sola… Intentaré salvarlo yo sola… claro que sí… lo intentaré.
Y una lágrima cayó sobre la ternera con zanahorias. Rouletabille, que sentía que la emoción de esta valerosa mujer se apoderaba de él, se puso rígido para no dejar traslucir nada…
—Yo podría ayudarla —dijo—. El señor Kuprian me ha dicho que se trata de un auténtico misterio… y mi oficio consiste precisamente en desentrañar misterios…
—Ya sé lo que piensa Kuprian —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. ¡Pero si yo tuviera que pensar un solo día lo que Kuprian piensa, preferiría estar muerta!
Y la buena de Matrena Petrovna levantó hacia Rouletabille sus hermosos y grandes ojos brillantes, llenos de lágrimas contenidas… y al momento añadió:
—¡Pero coma, mi querido y joven huésped, coma!… Mi querido muchacho, tendrá que olvidar todo lo que Kuprian le ha dicho… cuando regrese a la bella Francia.
—Se lo prometo, señora…
—El emperador le ha hecho hacer este gran viaje… Yo no quería… ¿Tiene gran confianza en usted? —preguntó ingenuamente, mirándolo con gran atención entre sus lágrimas.
—Señora, se lo voy a explicar. Tengo en mi haber unos cuantos asuntos sobre los cuales el emperador ha sido detalladamente informado y además, al emperador le está permitido leer los periódicos de vez en cuando. Había oído hablar sobre todo (pues se ha hablado de ello en el mundo entero, señora) del misterio del cuarto amarillo y del perfume de la Dama de negro[13]
Aquí, Rouletabille miró de soslayo a la generala y advirtió la gran mortificación que, sin lugar a dudas, expresaba su franca fisonomía; su absoluta ignorancia de aquel misterio amarillo y aquel perfume negro.
—Mi querido amigo —dijo ella, con voz cada vez más velada—, tendrá que perdonarme, pero hace mucho tiempo que ya no tengo vista para leer…
Y ahora, las lágrimas le corrían por el rostro… le corrían.
Rouletabille no lo resistió más. De pronto recordó que aquella heroica mujer había sufrido en el atroz combate cotidiano contra la muerte que ronda. Tembloroso, cogió sus manos pequeñas y regordetas con los dedos cargados de anillos:
 
—¡Señora, no llore! Quieren matar a su marido. ¡Pues, de acuerdo, seremos por lo menos dos para defenderlo, se lo juro!
—¿Incluso contra los nihilistas?
—¡Pues claro, señora, contra el mundo entero!… Me he comido todo su caviar: ¡soy su huésped!…, ¡soy su amigo!…
Mientras decía esto, estaba tan emocionado, tan sincero y tan gracioso, que la generala no pudo evitar sonreír entre lágrimas. Le hizo sentarse de nuevo muy cerca de ella.
—El jefe de policía me ha hablado mucho de usted. Fue de repente, por azar, después de que ocurriera el último atentado y algo misterioso que luego le contaré. Exclamó: «¡Ah! ¡Necesitaríamos un Rouletabille para desentrañar esto!». Al día siguiente volvió. Había estado en la corte. Allí, al parecer, se habló mucho de usted. El emperador quería conocerlo… Y así se han hecho las cosas, por mediación de la embajada, en París…
—Sí, sí…, y naturalmente, todo el mundo se ha enterado…, ¡qué bien!… Los nihilistas no tardaron en advertirme que jamás llegaría a Rusia con vida. Eso, además, me decidió a venir. Me gusta llevar la contraria por naturaleza[14].
—¿Y cómo ha sido el viaje?
—No ha ido mal…, gracias. En el tren descubrí de inmediato al joven eslavo encargado de mi muerte y llegué a un acuerdo con él…, es un muchacho encantador: lo hemos resuelto muy bien.
Rouletabille comía en aquel momento platos extraños a los que le resultaba difícil denominar. Matrena Petrovna le puso su mano pequeña y regordeta sobre el brazo:
—¿Habla en serio?
—Muy en serio.
—¿Un vasito de vodka?
—Nunca tomo alcohol.
La generala vació el vasito de un trago:
—¿Y cómo lo descubrió? ¿Cómo lo supo?
—En primer lugar, llevaba gafas. Todos los nihilistas llevan gafas cuando viajan. Además, yo tengo un buen truco. Un minuto antes de salir de París hice subir a uno de mis amigos al pasillo de los coches-cama, un reportero que hace todo lo que le pido sin pedir nunca explicaciones, el padre Candeur. Le dije: «Padre Candeur, vas a gritar, de pronto, con todas tus fuerzas: “¡Vaya, ahí está Rouletabille!”». El padre Candeur gritó entonces: «¡Vaya, ahí está Rouletabille!». Y al momento, todos los que estaban en el pasillo se volvieron y todos los que ya estaban en los compartimientos se asomaron, menos el hombre de las gafas. Ya lo sabía.
La generala miró a Rouletabille, que estaba rojo como la cresta de un gallo y bastante azorado por su fatuidad.
—Esto que le digo se merece, quizá, una bofetada, señora; pero desde el momento en que el emperador de todas las Rusias tenía el deseo de conocerme yo no podía permitir que cualquier hombrecillo con gafas metiera las narices en mis asuntos. No era natural. En cuanto el tren se puso en marcha, fui a sentarme junto a este señor y le hice partícipe de mis reflexiones. Había acertado. El viajero se quitó las gafas y, mirándome fijamente a los ojos, me confesó que le alegraba tener una pequeña charla conmigo antes de que me ocurriese algo lamentable. Media hora más tarde llegábamos a un acuerdo cordial. Le había hecho comprender que iba simplemente a cumplir con mi oficio de reportero y que siempre estarían a tiempo de disgustarse si yo no obraba con prudencia. En la frontera alemana me permitió seguir mi camino y regresó tranquilamente a su nitroglicerina.
—¡Ahí lo tiene, «amenazado», usted también, mi pobre muchacho!…
—¡Oh! ¡Aún no nos tienen!…
Matrena Petrovna tosió. Ese nos acababa de darle un vuelco a su corazón. ¡Con qué tranquilidad aquel muchacho, al que hacía tan solo una hora aún no conocía, se disponía a compartir los peligros de una situación que despertaba la compasión de todos, pero de la cual los más valerosos se apartaban con tanta prudencia como terror!
—¡Ah, mi querido amigo!… ¿Un poco de este magnífico buey ahumado de Hamburgo? Usted cuénteme novedades y lo acompañaremos con un poco de anís.
Pero el joven ya estaba llenando su vaso de pivo[15] rubia, espumeante y fresca:
—Ahora —dijo—, señora, la escucho. Cuénteme cómo fue el primer atentado.
—Ahora —dijo Matrena—, vamos a cenar…
Rouletabille agrandó los ojos.
—¿Pero, señora, qué es lo que acabo de hacer?
La generala sonrió. Todos los extranjeros eran iguales. Por comer unos entremeses, unos zatkuski, se imaginan que el anfitrión les va a dejar tranquilos. No saben comer.
—Vamos al salón. El general le espera. Están todos a la mesa.
—Se supone que yo ya lo conozco.
—Sí, se conocieron en París. Es lo más natural del mundo que, al estar de paso en San Petersburgo, venga a hacerle una visita. Lo conoce incluso muy bien, lo suficiente para que él le ofrezca su entera hospitalidad. ¡Ah, escuche! ¡Mi hermosa hija también!… Sí, Natasha cree que su padre le conoce —añadió, ruborizándose.
Empujó la puerta del gran salón que había que atravesar para ir al comedor.
Desde donde se encontraba, Rouletabille podía ver todos los rincones del salón, la galería, el jardín y la caseta de la entrada, junto a la verja. En la galería, el hombre del abrigo marrón con cuello de astracán sintético parecía continuar su sueño sobre el canapé; en una de las esquinas del salón, otro individuo, silencioso e inmóvil como una estatua, y vestido con el mismo abrigo marrón y astracán sintético, de pie y con las manos en la espalda, parecía como petrificado ante una colorida acuarela en la que se veía una puesta de sol que alumbraba como una antorcha la flecha de oro de San Pedro y San Pablo. En el jardín, junto a la caseta, tres gabanes marrones erraban como almas en pena por el césped o ante la puerta de entrada. Rouletabille retuvo a la generala con un gesto, volvió a la salita y cerró la puerta.
—¿Policías? —preguntó.
Matrena Petrovna le hizo una seña con la cabeza al tiempo que se llevaba el índice a su pequeña boca ingenua, como se acostumbra a hacer con el dedo y la boca para recomendar silencio. Rouletabille sonrió.
—¿Cuántos son?
—Diez, relevados cada seis horas.
—Eso significa cuarenta desconocidos cada día en su casa.
—¡Desconocidos no! —repuso ella—… ¡Policías!…
—¿Y a pesar de ello ocurrió el golpe del ramo de flores en la habitación del general?
—¡No!… En ese momento, solo eran tres… Desde entonces pasaron a ser diez.
—No importa… Pero después de tener a los diez ocurrió…
—¿Qué? —preguntó ella, ansiosa.
—Lo sabe muy bien… lo del suelo…
—¡Cállese! —ordenó ella.
Y fue a echar un vistazo a la puerta, observando con atención al policía-estatua frente a su puesta de sol… Luego dijo:
—No lo sabe nadie… Ni siquiera mi marido…
—Eso me dijo Kuprian… Entonces, él le asignó a esos diez agentes…
—¡Exacto!
—Pues bien, va usted a empezar por echarlos a todos de aquí.
Matrena Petrovna le cogió la mano, atónita.
—¿No lo dirá usted en serio?
—¡Sí! ¡Hay que saber de dónde viene el golpe! Aquí hay cuatro clases de personas: la policía, los criados, los amigos y la familia… Alejaremos primero a la policía. Que se le prohíba la entrada en la casa. No ha sabido protegerles. No tiene nada que lamentar. Y si, una vez se hayan ido, no vuelve a producirse otro hecho preocupante, podremos dejar que Kuprian continúe la investigación, sin molestarse, en casa.
—Pero usted no conoce a la policía de Kuprian. Es admirable. Estos valerosos hombres han dado muestras de una abnegación…
—Señora, si yo me encontrara frente a un nihilista, lo primero que me preguntaría sería esto: ¿es policía? Lo primero que me pregunto ante uno de vuestros agentes es: ¿no será nihilista?…
—¡Pero no querrán irse!
—¿Alguno de ellos habla francés?
—Sí, su jefe, el que está ahí, en el salón.
—Llámelo, se lo ruego.
La generala se acercó al salón e hizo una seña. El hombre apareció. Rouletabille le tendió un papel que el otro leyó.
—Va usted a reunir a sus hombres y a abandonar la villa —ordenó Rouletabille—. Vaya a Jefatura y dígale al señor Kuprian que yo lo he ordenado y que exijo que el servicio policial en la villa sea suspendido… hasta nueva orden.
El hombre se inclinó, parecía no comprender, miró a la generala y le dijo al joven:
—¡A sus órdenes!
Salió.
—Aguarde un momento aquí —le rogó la generala, que no sabía qué actitud adoptar y cuya inquietud daba realmente lástima.
Y desapareció tras el hombre vestido con abrigo de astracán sintético. Un momento después regresó. Parecía aún más agitada.
—Le ruego que me perdone —murmuró—, pero no podía dejarlos ir así. Estaban muy apenados. Me han preguntado si habían hecho algo mal, si habían faltado a sus obligaciones. Les he tranquilizado con una nachái[16].
—Dígame toda la verdad, señora. Les ha pedido que no se alejen demasiado, que permanezcan en los alrededores de la villa, que la vigilen lo más de cerca posible.
—Es cierto —admitió la generala, ruborizándose—. Pero se han marchado de todos modos. Tienen que obedecerle. ¿Qué era ese papel que le ha enseñado?…
Rouletabille sacó de nuevo su pase lleno de matasellos, de signos, de letras cabalísticas, de las que no entendía ni jota. La generala tradujo en voz alta:
—«Orden a todos los agentes de vigilancia en la villa Trebasof de obedecer fielmente al portador de la presente. Firmado: Kuprian».
—¡Es posible! —murmuró Matrena Petrovna—. Pero Kuprian jamás le habría dado ese papel si hubiera podido imaginar que se serviría de él para expulsar a sus agentes.
—¡Evidentemente! Yo no le pedí su opinión, señora, créame… Pero mañana lo veré y me comprenderá…
—¿Y mientras, quién va a vigilar? —preguntó ella.
Rouletabille volvió a tomarle las manos. La veía sufrir, presa de una angustia casi enfermiza. Sentía lástima de ella. Deseaba inspirarle confianza de inmediato.
¡Nosotros! —dijo.

Ella miró sus ojos tan claros, tan profundos, tan inteligentes; su cabeza sólida, su frente voluntariosa, toda aquella juventud ardiente que se entregaba a ella para tranquilizarla. Rouletabille esperaba que dijera algo. No dijo nada. Lo abrazó con todo su corazón.

Fuente: EPUB.

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