martes, 2 de abril de 2019

EL JUEZ CORROBORA J. S. Fletcher


EL JUEZ CORROBORA

J. S. Fletcher
D
ESDE el preciso instante en que Dickinson había detenido a Gamble, luego de acusarle de robo con escalo, el citado Dickinson tuvo la impresión de que en aquel asunto había algo fuera de lo corriente. La detención se efectuó con toda tranquilidad y sin el menor alboroto una tarde en que Gamble, completamente solo, salía del bar llamado «el orgullo de Londres» que se abría en Maida Vale. Lo que los transeúntes pudieron ver, si es que vieron algo, es que dos hombres correctamente vestidos se acercaban a un tercero, también correctamente vestido, y que, después de cambiar algunas palabras, se marchaban juntos como si les uniera una estrecha amistad. Pero Dickinson recordaba muy bien lo que Gamble le había dicho entonces.
—Está usted haciendo una tontería, muchacho… Y no se trata de una equivocación. Muy pronto lo comprobará… Mientras tanto…
Mientras tanto, naturalmente, no le quedaba otro remedio que acompañar a los dos policías hasta la comisaría más cercana, y esperar la acusación. Y esa acusación fue la siguiente: En la noche del 21 de noviembre último, él, Jack Gamble, había penetrado en el domicilio de Martín Felipe Tyrrell, en Avenue Road, St. John’s Wood, y robado diversos objetos, que se especificaban. Una vez más, Gamble volvió a menear la cabeza y a sonreír.
—No he sido yo, amigos —replicó—. Esta vez se han equivocado ustedes de tren…
Al policía que había acompañado a Dickinson se le despertó la curiosidad y miró a Gamble, que tenía una sólida reputación profesional.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó con acento amistoso—. ¿Tiene una coartada?
—Algo parecido, chico —contestó Gamble; y volviéndose a Dickinson, añadió—: ¿Cree usted haber sido muy listo? Pues no hay tal…
Aunque otras personas no opinaran igual, Dickinson se sabía inteligente; asimismo sabía que había derrochado habilidad y realizado grandes esfuerzos para la resolución de este caso particular, que, desde el comienzo, había sido puesto en sus manos. Lo había seguido con la paciencia y el talento que le concedieran un respetable lugar entre los miembros del Departamento de Investigación Criminal. Por lo demás, dicho caso era de características más bien vulgares. La casa del señor Tyrrell, que se alzaba independiente dentro de su propio jardín, había sido desvalijada una noche de todos los objetos de platería y joyería que había en ella. El robo se había realizado en absoluto silencio, sin que ninguno de sus moradores percibiese nada. Pero había quedado una huella…, dos huellas…, de la personalidad del autor. En el aparador del señor Tyrrell había una botella de whisky, varios vasos y una jarra de agua. El ladrón no había desistido la tentación de beber una copa. Y en la copa utilizada y en la jarra del agua había dejado la impresión de sus dedos. Dickinson, que tenía un extenso y especial conocimiento de los ladrones de alta clase que actuaban en la metrópoli, y que se pasaba horas estudiando los registros de huellas digitales, en cuanto vio rastros, se dijo: «¡Jack Gamble!»
Jack Gamble tenía una gran reputación. Era un inteligente muchacho, que vivía muy bien a expensas de sus habilidades. Cuando no estaba robando y escalando, andaba metido en otros oscuros negocios, especialmente en los relacionados con las carreras de caballos. A veces se mantenía dentro de la ley, y otras veces la dejaba a un lado. En una u otra forma, a menudo se había visto envuelto en dificultades; cuando fue detenido en la puerta de «El orgullo de Londres» hacía poco que había sido puesto en libertad, después de cierto tiempo de cárcel. Dickinson estableció sobre él una paciente vigilancia, y cuando vio aquellas huellas digitales no dudó ni un segundo de que Gamble iba a caer de nuevo en sus manos. Comparó las huellas con las registradas en los archivos policiales, y realizó después un minucioso trabajo para averiguar lo que Gamble había hecho la noche del robo. Cuando comprobó que Gamble había estado la mayor parte de la noche fuera de su casa, puesto que había salido de ella a las diez y no había regresado hasta las seis de la mañana siguiente, procedió a actuar… Dickinson era un ardiente partidario de la teoría de las huellas digitales y su entusiasmo se contagiaba a los que actuaban con él.
Sin embargo, ahora que ya tenía bajo llave al ladrón, Dickinson se sentía algo inquieto por la alegría de Gamble. Decidió, pues, no quitarle ojo de encima. Estuvo presente cuando Gamble fue llevado ante el magistrado, el cual, aunque no parecía firmemente convencido de la teoría de las huellas digitales, en aquella ocasión se dejó persuadir por la evidencia, y envió a Gamble a un tribunal. Y Gamble, esperando su traslado a la prisión hasta que se viese su causa, le hizo amistosos guiños a Dickinson, que había bajado a las celdas de la comisaría para echar un vistazo al ladrón.
—Cree usted que todo marcha bien, ¿eh? —exclamó Gamble—. Pues yo no opino así. Por el momento se ha salido con la suya, pero esperemos al final. ¿Cuándo se arreglará este lío? ¿La semana próxima? No puede usted imaginarse lo que va a salir de aquí…
Dickinson prefería sostener un trato amistoso con los criminales que caían en sus manos; adoptaba siempre la actitud de un profesor indulgente.
—Creo que su juicio se ventilará ante el juez de Stapleton —contestó amablemente—, y tendrá que convencerle a él con la coartada que tiene lista… ¿De qué se ríe?
Gamble había comenzado a reírse como si hubiera recordado repentinamente algo muy gracioso. Pero antes de que pudiera explicar el motivo de su hilaridad, un par de guardias se lo llevaron. Y Gamble se dejó llevar, sin dejar de reírse.
—Ya nos veremos, señor Dickinson —dijo, como despedida—. La próxima semana nos encontraremos en el Juzgado. ¡Y me temo que se llevará una sorpresa!
Todo eso contribuyó a que Dickinson se sintiera aún más intranquilo. Ante el magistrado, Gamble había adoptado una actitud, entre despreciativa y desafiante, que resultaba verdaderamente extraña. Ni siquiera se había preocupado de llamar a cierto hábil abogado que le había defendido en más de una ocasión. Con la mirada burlona y los labios sonrientes, había escuchado todo lo relativo a las huellas digitales y a su ausencia de casa durante las horas en que se cometió el robo. Al preguntársele que si tenía algo que alegar, replicó que lo diría en el momento y lugar adecuados. Había demostrado, en suma, tanta seguridad, que Dickinson comenzaba a intranquilizarse y hasta a dudar un poco. Pero recordó la indiscutible teoría —no hay dos huellas digitales parecidas—, y se sintió seguro de que las impresiones dejadas en el vaso y en la jarra del señor Tyrrell correspondían a las de los dedos de Jack Gamble.
Cuando la causa contra Gamble se vio en el Tribunal Central, ante la presidencia del juez Stapleton, sólo se presentaron evidencias circunstanciales y periciales. La verdad es que más de un espectador pensó que no se trataba de enjuiciar a Gamble, sino de enjuiciar la teoría de las huellas digitales.
Tales huellas estuvieron pasando una o dos horas por las manos del tribunal, de los jurados y del abogado; durante otro par de horas los peritos emitieron su informe y hablaron largamente sobre las teorías y procedimientos de autoridades tales como Bertillon, Herschel, Galton y Henri. Y mientras todo eso ocurría, Gamble —que había sido cortésmente invitado a ocupar una silla, porque se esperaba una larga duración de la vista—, escuchaba con expresión a ratos burlona, a ratos aburrida.
Había reiterado sus protestas de inocencia, y una vez más se había negado a contar con un defensor. Sin embargo, había preguntado con cierta ansiedad si podía alegar en defensa propia y llamar a un testigo; al contestársele afirmativamente, sonrió con burla y miró al sargento Dickinson.
Por fin, las cosas llegaron a su término. Todos los expertos habían declarado que las huellas halladas en casa del señor Tyrrell correspondían a las estampadas por el acusado en más de un registro oficial. Además, se habían presentado pruebas que demostraban que Gamble permaneció fuera de su alojamiento durante las horas en que el robo, sin duda alguna, se había cometido.
Sin embargo, no resultaba una causa muy sencilla. Los objetos sustraídos no habían sido hallados. Ni uno solo de ellos había sido encontrado en poder de Gamble. Tampoco se había podido demostrar que éste hubiera tenido en su poder tales objetos en algún momento determinado. Pero —aunque nada de eso fue mencionado en el Tribunal, de acuerdo con los principios de la Justicia británica—, todos sabían, hasta el juez y los jurados, que teóricamente nada deben saber, que Gamble era especialista en tales tramoyas, como los expertos en huellas digitales lo eran en su oficio, y la mayoría de las personas presentes esperaban escuchar el veredicto de culpabilidad que había de mandarle nuevamente a la cárcel.
Lo esperaban todos, menos Dickinson. El policía, después de declarar, se había retirado a un rincón, desde donde miraba recelosamente al acusado.
Dickinson se sentía desasosegado ante el aspecto de Gamble. En efecto; éste parecía demasiado indiferente, demasiado aburrido, demasiado superior a la situación. Dickinson pensó en un jugador que tiene todos los ases… y que cuenta, además, con otra carta escondida en la manga. Y cuando Gamble fue llamado a declarar en su propia defensa, y se dirigió sonriente a la tarima de los testigos, Dickinson comenzó a sentirse realmente desazonado. Quería condenar a Gamble, y empezaba a tener la sospecha de que esta vez no lo iba a lograr. Sin embargo, ¿por que?
Gamble prestó juramento con el fervor de quien en toda su vida no ha hecho otra cosa que prácticas religiosas. Posiblemente, en aquel momento se sintió de verdad importante. Sea como fuere, cuando se volvió hacia el juez, lo hizo con decoroso continente. El magistrado le observaba curiosamente.
—Como no dispongo de defensor —dijo Gamble—, quizá su señoría me permitirá hablar de acuerdo con mi criterio propio…
—Naturalmente, hable y explique lo ocurrido como mejor le parezca —replicó su señoría—. Es probable que usted sepa que podrá ser interrogado por la acusación al tenor de lo que usted declare, ¿no es así?
—Perfectamente, señor juez —contestó alegremente Gamble, sonriendo a los abogados que estaban frente a él—. Cualquiera de estos caballeros podrá formular las preguntas que desee.
Se detuvo, y trasladó su sonrisa a los doce jurados, que escuchaban con la boca abierta.
—Pues bien, señor juez, señores del jurado, lo que tengo que exponer aquí, en respuesta a la acusación que se me hace, es una coartada. Voy a probar una coartada, y cuando haya terminado de probarla, espero que se me absuelva. Con huellas digitales o sin ellas, lo cierto es que la noche en que se cometió el robo yo me encontraba a seis millas de St. John’s Wood. ¿Por qué? Pues porque estaba en otra parte.
Gamble, que tenía gran experiencia en el tejemaneje de los tribunales, ya fuera como actor principal o como espectador interesado, conocía muy bien la importancia que reviste en la oratoria una pausa dramática; y ahora hacía una, inclinado sobre la barandilla que rodeaba la tarima, mirando en torno con una sonrisa serena y triunfal. De pronto, reanudó su discurso, mientras llevaba con los dedos la cuenta de los extremos que aquél abarcaba.
—Para comenzar, señores —prosiguió—, se me acusa de haber penetrado en esa casa de Avenue Road, en St. John’s Wood, durante la noche del 21 de noviembre último; o sea, según la evidencia, entre las 10 de la noche del 20 de noviembre y las seis de la mañana siguiente. Pues bien, señores, desde las 10 de la noche del 20 de noviembre hasta las, 5’30 de la siguiente mañana, yo permanecí en Wimbledon.
Gamble pronunció la última palabra en un murmullo, mientras el juez le miraba escrutadoramente.
—¿Estaba usted… dónde? —preguntó, inclinándose hacia el acusado.
—¡En Wimbledon, señor juez! —repuso Gamble en voz alta—. En Wimbledon, donde vive su señoría.
El juez frunció el entrecejo. Era verdad que vivía en Wimbledon, en una hermosa residencia. Y su ceño fruncido significaba que no le placía demasiado el saber que el señor Jack Gamble había estado rondando por aquel selecto barrio.
—Continúe —ordenó con acento algo frío—. Decía usted…
—Decía que me encontraba en Wimbledon esa noche, señor juez —replicó Gamble, con una sonrisa que hizo que Dickinson se estremeciese en su rincón—. En Wimbledon, parte del tiempo, en verdad, y la otra parte del tiempo en Wimbledon Common, Pero, señores —continuó volviéndose a los jurados—, ustedes dirán que por qué me encontraba yo allí. Estoy aquí, señores, para decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… Debo, pues, ser sincero… Fui a Wimbledon con un propósito ilegal… que no llegó a realizarse…
Gamble hizo una pausa. Luego prosiguió, con un dedo apuntando hacia el presidente del jurado, un insignificante hombrecillo, cuyos ojos parpadearon.
—Voy a confesar la verdad contra mí mismo, para librarme de una acusación injusta. No pretendo negar, porque de nada me serviría, que anteriormente me he visto envuelto en dificultades a causa de pequeños asuntos de esta clase. Sufrí los resultados de uno de ellos, el último, en octubre pasado. Y entonces me dije a mí mismo: «Voy a acabar con este juego…, ya es hora de hacerlo». Pero el 17 o 18 de noviembre, no puedo precisar el día, un buen amigo mío que conoce mis habilidades se tropezó conmigo en Long Acre y me dijo confidencialmente: «Jack, hijo mío, si quieres ejecutar un pequeño trabajo muy dentro de tu especialidad, yo puedo indicarte cómo hacerlo». «¿De qué se trata?», le pregunté. «Oh, no es nada extraordinario. Un trabajito muy sencillo…» «Me he enterado que vives ahora en Wimbledon, ¿no?» «En efecto», contesté. «Pues bien», dijo mi amigo, «hay una hermosa casa situada en Wimbledon Common que pertenece a alguien a quien tú debes conocer por… por razones profesionales: me refiero al juez señor Stapleton».
—Espero que no pretenderá usted burlarse del tribunal, ¿eh? —exclamó el juez, con acento irritado—. Si es así…
—Todo es la pura verdad, señor juez —respondió Gamble—. Ya lo verá su señoría dentro de un minuto… Bien —continuó con aire triunfante, mientras el juez se reclinaba resignadamente en su sillón—, he aquí lo que me dijo mi amigo, cuyo nombre y dirección no daré a menos que sea absolutamente necesario: «El juez Stapleton, ese viejo pájaro, no baja por las noches las persianas de su casa, y cuando he pasado, frente a su comedor he podido ver a su señoría sentado a la mesa. En ese comedor hay un aparador que parece va a hundirse con el peso de las copas y fuentes de plata y de oro que lo llenan. Me he enterado de que el juez fue atleta en su juventud y que ganó muchos trofeos; después ganó más con la equitación. Sea como sea, ese aparador tiene lo suficiente como para valer la pena que hagas una visita al viejo zorro…»
»Cuando oí semejantes palabras, señores, me dije a mí mismo: «Vamos, nada se pierde si me doy una vuelta por Wimbledon Common y hago un pequeño reconocimiento…» Y de ese modo, a las nueve de la noche del 20 de noviembre último (les ruego que no se olviden esa fecha, señores) me trasladé a Wimbledon, busqué a mi amigo, y juntos nos dimos un paseo hasta la casa de que habíamos hablado, o sea, hasta la casa de su señoría.
Al decir esto, Gamble se volvió repentinamente hacia el juez y los ojos de todos los presentes hicieron lo mismo. Era indudable que el magistrado estaba entre irritado y perplejo. Miraba al acusado con expresión inquisitiva, y por un momento pareció que iba a decir algo; pero continuó en silencio, invitando con un gesto amable a Gamble a que continuara su relato. Este sonrió graciosamente y prosiguió:
—Durante aquel paseo, mi amigo (que es un caballero) me dijo: «La casa de su señoría está junto al camino, y las ventanas del comedor dan a ese camino». Efectivamente, las persianas estaban levantadas y pudimos mirar al interior. Ahora me permitiré solicitar la especial atención de su señoría hacia lo que mi amigo y yo vimos en tal oportunidad. El cuarto estaba brillantemente iluminado con luz eléctrica y en la estufa ardía un hermoso fuego. El aparador, que es de roble negro, estaba repleto de oro y plata: copas, vasos, bandejas, etc. Todo centelleaba bajo las luces. Y en ese cuarto había tres personas sentadas ante el fuego. Tal vez su señoría sepa de quienes se trata, cuando escuche la descripción que de ellas voy a hacer. Uno de los presentes era el propio juez, vestido de etiqueta… No necesito describirlo. Otro era la esposa de su señoría; estaba tejiendo, y les juro que me hizo pensar en mi anciana madre. Y el tercero…
El juez Stapleton se inclinó ligeramente hacia la tarima de los testigos y pareció escuchar ávidamente las palabras del acusado. Gamble le miró con el rabillo del ojo, y continuó:
—El tercero era un caballero anciano, alto y de hermosa figura, extranjero a juzgar por su aspecto, con una barba blanca cortada en punta y un bigote recortado, que fumaba un gran cigarro sentado entre su señoría y su digna esposa… También vestía de etiqueta y lucía en torno al cuello una cinta roja de la cual pendía una especie de medalla o de estrella. Era un grupo sereno y hogareño, con sus cigarros y sus copas.
El juez Stapleton, lanzando una mirada sombría hacia los miembros del tribunal, se enderezó en su asiento y, metiéndose la mano entre los pliegues de la toga, extrajo de algún bolsillo interior un cuadernillo de apuntes que colocó sobre el pupitre. Gamble suspendió su relato, pero una señal del magistrado le obligó a proseguir.
—Pues bien, señores; mi amigo y yo vimos eso, y después nos retiramos discretamente para ir a beber unas copas y comer algo. Y cuando terminamos la cena, me dijo mi amigo: «¿Qué opinas de ese trabajito, Jack? Se trata de algo sencillo, ¿no te parece? Sobre todo para un caballero de tu habilidad». «Tal vez», repliqué modestamente, «pero me gustaría examinar el terreno cuando la casa esté tranquila». «No hay ni un gato ni perro», me dijo él, «su señoría no los soporta». «Los gatos no me preocupan», dije yo; «incluso he llegado a trabajar mientras un par de gatos contemplaban con interés mis actividades. Pero con los perros ya no es igual. ¿Estás seguro de que no los hay?» «Podría jurarlo», contestó el otro. «Su señoría detesta a los perros. Sólo le gustan los caballos». «Muy bien», le dije. «Entonces esperaremos un poquito…» «Sí, conviene echarles un vistazo a las puertas y a las ventanas», agregué. «Pero no me propongo operar esta noche, sino en otra ocasión». Conversamos después sobre diversas cosas y a eso de las doce y media me fui a rondar la casa de su señoría.
Mientras tanto, el juez Stapleton había abierto su cuadernillo de notas y, después de consultarlo, lo volvió a cerrar. Ahora, con la barbilla entre las manos, observaba a Gamble con una mezcla de perspicacia y diversión. Estuvo mirándole así todo el tiempo que duró su alegato.
—Ahora bien, señores —dijo Gamble, inclinándose aún más sobre la barandilla, como si pretendiera hablar confidencialmente con los miembros del tribunal—. Ustedes han visto con qué sinceridad les hablo, acusándome incluso…, porque, desde el momento en que entré en el jardín de su señoría, estaba donde no debía estar… y con intenciones de cometer un delito. Sólo que no me proponía cometerlo esa noche, sino en otra ocasión, es decir, un par de noches más tarde. Por entonces, mis propósitos se limitaban a echar un vistazo. Y así lo hice, con mucho cuidado. Examiné las puertas y ventanas delanteras, traseras y laterales. Comprobé con satisfacción que no había perro alguno.
Y eventualmente lancé una mirada atenta a la ventana del comedor donde estaba el aparador de marras. Mientras me dedicaba a mis actividades, silencioso como un ratón, brilló de pronto una luz en el cuarto y apareció su señoría con un candelabro en la mano. Para probar que no miento, puedo decirles que su señoría llevaba un pijama con franjas blancas y rojas, y un chal de lana blanca sobre los hombros. Yo les pregunto a ustedes, señores, y también a su señoría, ¿cómo podría yo saber todo eso si no me hubiera encontrado allí?
Sobrevino otra pausa dramática que aprovechó Gamble para lanzar una mirada desdeñosa a Dickinson. Luego, en medio de un profundo silencio; continuó hablando:
—Y más aún, señores… Un segundo después, aparecía el otro caballero…, el de la blanca barba y el bigote recortado. También llevaba una luz. Comprendí entonces que ambos habían saltado del lecho por algo que yo no acababa de determinar, porque estaba seguro de no haber hecho el menor ruido, ya que sólo estaba mirando por la ventana. Ambos hablaron un momento, y después su señoría salió al vestíbulo para volver al cabo de unos instantes vestido con un grueso abrigo y trayendo en la mano una linterna. Al ver eso, señores, abandoné el jardín y me escondí entre los árboles del otro lado de la carretera. Haría un par de minutos que estaba allí cuando apareció un guardia, y oí que su señoría le llamaba desde la puerta principal. Entonces resolví volver a casa de mi amigo, y en ella estuve hasta la salida del tren de obreros, en el cual me embarqué camino de Londres. ¡Y ahí tienen ustedes! Ahora, me permitirán una pregunta: ¿cómo podría haberme encontrado en Avenue Road esa noche, si estaba en Wimbledon? Solicito de su señoría que, como un caballero que es, corrobore cuanto he dicho…
La atención del tribunal se transfirió del acusado al juez. Todos los ojos se volvieron hacia el señor Stapleton. Y éste comenzó a hablar:
—Se trata, ciertamente, de una notable declaración, la del acusado. Me coloca en una situación curiosísima. Se me solicita que sirva de testigo sin dejar de ser juez. Si esta causa hubiera sido encargada a alguno de mis colegas, supongo que el acusado hubiese hecho la misma defensa, y requerido mi declaración en favor suyo. Pues bien, he de decirles que cuanto el acusado nos ha dicho me parece la verdad más absoluta. Es verdad que tengo desde hace muchos años un prejuicio contra las persianas y cortinas que cierran las ventanas. Es también verdad que conservo sobre mi aparador cierta cantidad de artículos de oro y de plata, que imagino se verán desde el camino cuando las luces del comedor están encendidas. No atribuyo mucha importancia, en esta causa, a dichos detalles, porque el acusado pudo haberlos conocido en cualquier momento. Sin embargo —en ese momento el juez cogió su cuadernillo de notas—, es imposible negar que en la noche del 20 al 21 de noviembre acaecieron sucesos en mi residencia.
»Esa noche recibí a un amigo mío, el señor Paul Lavonier, el famoso sabio francés, invitado por mí a cenar y hospedarse en mi casa. Es, precisamente, el caballero descrito por el acusado. Usaba, en efecto, el collar y la estrella, de una condecoración muy apreciada por él. Es verdad que a eso de la una de la madrugada me pareció oír ruidos en el jardín, y que bajé al comedor, y que el señor Lavonier fue a reunirse conmigo, que me puse el abrigo y que cogí una linterna que guardo en el vestíbulo; y que éste examinó el jardín sin encontrar nada sospechoso. Y, sinceramente —continuó el juez sonriendo—, no veo como ese individuo, que sin duda presenció tales cosas en mi residencia, en Wimbledon, ha podido a la vez cometer un robo con escalo en el sector norte de Londres. Puede aducirse que partió de Wimbledon apenas huyó de mi casa, a eso de la una de la madrugada, para trasladarse en el acto a Avenue Road. Pero recordarán ustedes, señores del jurado, que según la evidencia del señor Tyrrell, él estuvo en pie hasta las dos de la madrugada, y que se acostó sólo durante dos horas porque tenía que tomar el tren en Kings’s Cross, y que es casi seguro que el robo tuvo lugar entre las dos y las cuatro. Ahora bien, a esas horas no circulan trenes entre Londres y Wimbledon, y es extremadamente improbable que el acusado pudiera trasladarse desde un punto como mi casa, en donde estaba sin duda a eso de la una y media o una y cuarto, a otro, situado a muchas millas de distancia, antes de las cuatro de la madrugada. Por supuesto, estoy confirmando informalmente la declaración del acusado… Realmente, no veo cómo podría evitarlo. La acusación se basa exclusivamente en esas huellas digitales, y haré algunas observaciones relativas a la materia. —Dirigiéndose al fiscal, inquirió—: ¿Desea usted preguntarle algo al acusado?
—Sí, si su señoría me lo permite —respondió el fiscal. Y volviéndose al acusado, preguntó:
—¿Por qué no dijo usted todo eso cuando el magistrado le interrogó hace unos días?
—Porque prefería decirlo aquí —replicó Gamble.
—¿Sabía usted que su señoría iba a venir a esta causa?
—Me enteré de ello cuando me lo dijo Dickinson —contestó Gamble, señalando al detective.
—¿Se proponía usted entonces llamar como testigo a su señoría?
—¡Naturalmente!
—¿Por qué no ha llamado usted a ese amigo suyo de Wimbledon?
—¿Cómo? ¿Iba a traicionarlo, después de hacerme un favor? Eso, nunca.
—No era necesario que usted nos hubiera hecho saber eso. Podría haberle llamado para probar que la mayor parte de la noche la había pasado en Wimbledon, sin revelar los motivos. Además de lo que ha dicho, ¿qué pruebas tiene usted de haber estado en Wimbledon?
Gamble sonrió e introdujo sus dedos en un bolsillo del chaleco. Tras breve rebusca, extrajo de él un trozo de cartón.
—Esta —dijo—. Un billete de Wimbledon a Waterloo. No me lo pidieron. Vea la fecha.
Hubo algunas consultas entre los miembros del jurado, y luego, el juez Stapleton, sacándose las gafas, se volvió y comenzó a hablar sobre el sistema de huellas digitales. Dickinson frunció el ceño y tocó con el codo a un colega que estaba sentado junto a él. Sabía que su señoría era bastante escéptico respecto a dicho sistema, y esperó que ocurriese lo que justamente iba a ocurrir dentro de los inmediatos veinte minutos. El jurado, después de deliberar, regresó con el veredicto de «No culpable». Y Gamble abandonó su estrado en calidad de hombre libre.
El ex-acusado buscó a Dickinson para reírse abiertamente de él.
—¿No se lo advertí, señor genio? —dijo, haciéndole una mueca—. ¿No le anuncié que iba a hacer una tontería?
Dickinson se limitó a dar media vuelta y marcharse a tomar una copa.
Dickinson estaba convencido de que Gamble había engañado al tribunal, de que había sido él quien robó en Avenue Road. Pero no acertaba a imaginar el procedimiento a que Gamble había recurrido. Le vigiló durante algún tiempo, y cada vez que se encontraban, el ladrón le miraba burlonamente. La burla en cuestión se refería tanto a lo que había ocurrido como al hecho de que Gamble se conducía bien y no daba motivos para que Dickinson le detuviera. A su vez, el policía le vigilaba estrechamente, pero sin poder conseguir indicio alguno en su contra. De pronto, Gamble desapareció de Inglaterra, y sólo algún tiempo después tuvo Dickinson noticias suyas. Se las confió uno de sus extraños individuos del hampa que no son criminales ni ladrones y que, por no ser ni lo otro, carecen del honor que existe entre los delincuentes.
—No sabe usted nada de Gamble, ¿verdad? —le preguntó el individuo aquel—. Y nunca sabrá más de él, se lo aseguro. Ahora vive en Australia.
—¿Es de veras?
—Claro que lo es —explicó el otro, riéndose como si se acordase de algo muy divertido—. ¡Qué jugada le hizo a usted con aquel asunto de Avenue Road! Muchos sabían cómo se llevó aquello. Yo también lo sabía. Y ahora que Jack está muy lejos de nosotros, creo que no importará que se lo cuente. Fue así: Cuando Jack salió libre de su última estancia en la cárcel, él y otro compañero se pusieron a estudiar una nueva hazaña. Decidieron intentar un golpe, muy bien fraguado, que debía llevarse a cabo simultáneamente en dos puntos muy alejado el uno del otro. La casa de Avenue Road y la casa del juez, en Wimbledon Common. Acordaron hacerlo la misma noche. Jack liquidó fácilmente el asunto de Avenue Road. El otro fue a Wimbledon, y no pudo cumplir sus propósitos. Fue él quien tuvo aquellas aventuras que Jack contara en el tribunal. Al día siguiente, informó minuciosamente a Jack de todo lo que le había ocurrido, sin olvidar el menor detalle, y le dio aquel billete de ferrocarril. Convinieron entre ambos que si alguno de ellos era detenido por el asunto de Avenue Road, aprovecharía lo ocurrido en Wimbledon para presentar una coartada. Le tocó a Jack, y relató ante el tribunal todo lo que le había sucedido a su compinche, afirmando que había sido él el protagonista de aquellas incidencias. ¡Algo muy sencillo y muy bien pensado!

Dickinson replicó diciendo que siempre había considerado muy inteligente a Jack Gamble. Y se marchó. Poco después, hacía una visita al juez Stapleton, y le daba noticia de las revelaciones que acababan de hacerle, con lo cual aumentó el bagaje de conocimientos de su señoría.

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