EL
JUEZ CORROBORA
J. S. Fletcher
D
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ESDE el preciso instante en
que Dickinson había detenido a Gamble, luego de acusarle de robo con escalo, el
citado Dickinson tuvo la impresión de que en aquel asunto había algo fuera de
lo corriente. La detención se efectuó con toda tranquilidad y sin el menor
alboroto una tarde en que Gamble, completamente solo, salía del bar llamado «el
orgullo de Londres» que se abría en Maida Vale. Lo que los transeúntes pudieron
ver, si es que vieron algo, es que dos hombres correctamente vestidos se
acercaban a un tercero, también correctamente vestido, y que, después de
cambiar algunas palabras, se marchaban juntos como si les uniera una estrecha
amistad. Pero Dickinson recordaba muy bien lo que Gamble le había dicho
entonces.
—Está usted
haciendo una tontería, muchacho… Y no se trata de una equivocación. Muy pronto
lo comprobará… Mientras tanto…
Mientras
tanto, naturalmente, no le quedaba otro remedio que acompañar a los dos policías
hasta la comisaría más cercana, y esperar la acusación. Y esa acusación fue la
siguiente: En la noche del 21 de noviembre último, él, Jack Gamble, había
penetrado en el domicilio de Martín Felipe Tyrrell, en Avenue Road, St. John’s
Wood, y robado diversos objetos, que se especificaban. Una vez más, Gamble
volvió a menear la cabeza y a sonreír.
—No he sido
yo, amigos —replicó—. Esta vez se han equivocado ustedes de tren…
Al policía que
había acompañado a Dickinson se le despertó la curiosidad y miró a Gamble, que
tenía una sólida reputación profesional.
—¿Qué quiere
usted decir? —preguntó con acento amistoso—. ¿Tiene una coartada?
—Algo
parecido, chico —contestó Gamble; y volviéndose a Dickinson, añadió—: ¿Cree
usted haber sido muy listo? Pues no hay tal…
Aunque otras
personas no opinaran igual, Dickinson se sabía inteligente; asimismo sabía que
había derrochado habilidad y realizado grandes esfuerzos para la resolución de
este caso particular, que, desde el comienzo, había sido puesto en sus manos.
Lo había seguido con la paciencia y el talento que le concedieran un respetable
lugar entre los miembros del Departamento de Investigación Criminal. Por lo
demás, dicho caso era de características más bien vulgares. La casa del señor
Tyrrell, que se alzaba independiente dentro de su propio jardín, había sido
desvalijada una noche de todos los objetos de platería y joyería que había en
ella. El robo se había realizado en absoluto silencio, sin que ninguno de sus
moradores percibiese nada. Pero había quedado una huella…, dos huellas…, de la
personalidad del autor. En el aparador del señor Tyrrell había una botella de whisky, varios vasos y una jarra de agua. El ladrón no
había desistido la tentación de beber una copa. Y en la copa utilizada y en la
jarra del agua había dejado la impresión de sus dedos. Dickinson, que tenía un
extenso y especial conocimiento de los ladrones de alta clase que actuaban en
la metrópoli, y que se pasaba horas estudiando los registros de huellas
digitales, en cuanto vio rastros, se dijo: «¡Jack Gamble!»
Jack Gamble
tenía una gran reputación. Era un inteligente muchacho, que vivía muy bien a
expensas de sus habilidades. Cuando no estaba robando y escalando, andaba
metido en otros oscuros negocios, especialmente en los relacionados con las carreras
de caballos. A veces se mantenía dentro de la ley, y otras veces la dejaba a un
lado. En una u otra forma, a menudo se había visto envuelto en dificultades;
cuando fue detenido en la puerta de «El orgullo de Londres» hacía poco que
había sido puesto en libertad, después de cierto tiempo de cárcel. Dickinson
estableció sobre él una paciente vigilancia, y cuando vio aquellas huellas
digitales no dudó ni un segundo de que Gamble iba a caer de nuevo en sus manos.
Comparó las huellas con las registradas en los archivos policiales, y realizó
después un minucioso trabajo para averiguar lo que Gamble había hecho la noche
del robo. Cuando comprobó que Gamble había estado la mayor parte de la noche
fuera de su casa, puesto que había salido de ella a las diez y no había
regresado hasta las seis de la mañana siguiente, procedió a actuar… Dickinson
era un ardiente partidario de la teoría de las huellas digitales y su
entusiasmo se contagiaba a los que actuaban con él.
Sin embargo,
ahora que ya tenía bajo llave al ladrón, Dickinson se sentía algo inquieto por
la alegría de Gamble. Decidió, pues, no quitarle ojo de encima. Estuvo presente
cuando Gamble fue llevado ante el magistrado, el cual, aunque no parecía
firmemente convencido de la teoría de las huellas digitales, en aquella ocasión
se dejó persuadir por la evidencia, y envió a Gamble a un tribunal. Y Gamble,
esperando su traslado a la prisión hasta que se viese su causa, le hizo
amistosos guiños a Dickinson, que había bajado a las celdas de la comisaría
para echar un vistazo al ladrón.
—Cree usted
que todo marcha bien, ¿eh? —exclamó Gamble—. Pues yo no opino así. Por el
momento se ha salido con la suya, pero esperemos al final. ¿Cuándo se arreglará
este lío? ¿La semana próxima? No puede usted imaginarse lo que va a salir de
aquí…
Dickinson
prefería sostener un trato amistoso con los criminales que caían en sus manos;
adoptaba siempre la actitud de un profesor indulgente.
—Creo que su
juicio se ventilará ante el juez de Stapleton —contestó amablemente—, y tendrá
que convencerle a él con la coartada que tiene lista… ¿De qué se ríe?
Gamble había
comenzado a reírse como si hubiera recordado repentinamente algo muy gracioso.
Pero antes de que pudiera explicar el motivo de su hilaridad, un par de
guardias se lo llevaron. Y Gamble se dejó llevar, sin dejar de reírse.
—Ya nos
veremos, señor Dickinson —dijo, como despedida—. La próxima semana nos
encontraremos en el Juzgado. ¡Y me temo que se llevará una sorpresa!
Todo eso
contribuyó a que Dickinson se sintiera aún más intranquilo. Ante el magistrado,
Gamble había adoptado una actitud, entre despreciativa y desafiante, que
resultaba verdaderamente extraña. Ni siquiera se había preocupado de llamar a
cierto hábil abogado que le había defendido en más de una ocasión. Con la mirada
burlona y los labios sonrientes, había escuchado todo lo relativo a las huellas
digitales y a su ausencia de casa durante las horas en que se cometió el robo.
Al preguntársele que si tenía algo que alegar, replicó que lo diría en el
momento y lugar adecuados. Había demostrado, en suma, tanta seguridad, que
Dickinson comenzaba a intranquilizarse y hasta a dudar un poco. Pero recordó la
indiscutible teoría —no hay dos huellas digitales parecidas—, y se sintió
seguro de que las impresiones dejadas en el vaso y en la jarra del señor
Tyrrell correspondían a las de los dedos de Jack Gamble.
Cuando la
causa contra Gamble se vio en el Tribunal Central, ante la presidencia del juez
Stapleton, sólo se presentaron evidencias circunstanciales y periciales. La
verdad es que más de un espectador pensó que no se trataba de enjuiciar a
Gamble, sino de enjuiciar la teoría de las huellas digitales.
Tales huellas
estuvieron pasando una o dos horas por las manos del tribunal, de los jurados y
del abogado; durante otro par de horas los peritos emitieron su informe y
hablaron largamente sobre las teorías y procedimientos de autoridades tales
como Bertillon, Herschel, Galton y Henri. Y mientras todo eso ocurría, Gamble
—que había sido cortésmente invitado a ocupar una silla, porque se esperaba una
larga duración de la vista—, escuchaba con expresión a ratos burlona, a ratos
aburrida.
Había
reiterado sus protestas de inocencia, y una vez más se había negado a contar
con un defensor. Sin embargo, había preguntado con cierta ansiedad si podía
alegar en defensa propia y llamar a un testigo; al contestársele
afirmativamente, sonrió con burla y miró al sargento Dickinson.
Por fin, las
cosas llegaron a su término. Todos los expertos habían declarado que las
huellas halladas en casa del señor Tyrrell correspondían a las estampadas por
el acusado en más de un registro oficial. Además, se habían presentado pruebas
que demostraban que Gamble permaneció fuera de su alojamiento durante las horas
en que el robo, sin duda alguna, se había cometido.
Sin embargo,
no resultaba una causa muy sencilla. Los objetos sustraídos no habían sido
hallados. Ni uno solo de ellos había sido encontrado en poder de Gamble.
Tampoco se había podido demostrar que éste hubiera tenido en su poder tales
objetos en algún momento determinado. Pero —aunque nada de eso fue mencionado
en el Tribunal, de acuerdo con los principios de la Justicia británica—, todos
sabían, hasta el juez y los jurados, que teóricamente nada deben saber, que
Gamble era especialista en tales tramoyas, como los expertos en huellas
digitales lo eran en su oficio, y la mayoría de las personas presentes
esperaban escuchar el veredicto de culpabilidad que había de mandarle
nuevamente a la cárcel.
Lo esperaban
todos, menos Dickinson. El policía, después de declarar, se había retirado a un
rincón, desde donde miraba recelosamente al acusado.
Dickinson se
sentía desasosegado ante el aspecto de Gamble. En efecto; éste parecía
demasiado indiferente, demasiado aburrido, demasiado superior a la situación.
Dickinson pensó en un jugador que tiene todos los ases… y que cuenta, además,
con otra carta escondida en la manga. Y cuando Gamble fue llamado a declarar en
su propia defensa, y se dirigió sonriente a la tarima de los testigos,
Dickinson comenzó a sentirse realmente desazonado. Quería condenar a Gamble, y
empezaba a tener la sospecha de que esta vez no lo iba a lograr. Sin embargo,
¿por que?
Gamble prestó
juramento con el fervor de quien en toda su vida no ha hecho otra cosa que
prácticas religiosas. Posiblemente, en aquel momento se sintió de verdad
importante. Sea como fuere, cuando se volvió hacia el juez, lo hizo con
decoroso continente. El magistrado le observaba curiosamente.
—Como no
dispongo de defensor —dijo Gamble—, quizá su señoría me permitirá hablar de
acuerdo con mi criterio propio…
—Naturalmente,
hable y explique lo ocurrido como mejor le parezca —replicó su señoría—. Es
probable que usted sepa que podrá ser interrogado por la acusación al tenor de
lo que usted declare, ¿no es así?
—Perfectamente,
señor juez —contestó alegremente Gamble, sonriendo a los abogados que estaban
frente a él—. Cualquiera de estos caballeros podrá formular las preguntas que
desee.
Se detuvo, y
trasladó su sonrisa a los doce jurados, que escuchaban con la boca abierta.
—Pues bien,
señor juez, señores del jurado, lo que tengo que exponer aquí, en respuesta a
la acusación que se me hace, es una coartada. Voy a probar una coartada, y
cuando haya terminado de probarla, espero que se me absuelva. Con huellas
digitales o sin ellas, lo cierto es que la noche en que se cometió el robo yo
me encontraba a seis millas de St. John’s Wood. ¿Por qué? Pues porque estaba en
otra parte.
Gamble, que
tenía gran experiencia en el tejemaneje de los tribunales, ya fuera como actor
principal o como espectador interesado, conocía muy bien la importancia que
reviste en la oratoria una pausa dramática; y ahora hacía una, inclinado sobre
la barandilla que rodeaba la tarima, mirando en torno con una sonrisa serena y
triunfal. De pronto, reanudó su discurso, mientras llevaba con los dedos la
cuenta de los extremos que aquél abarcaba.
—Para
comenzar, señores —prosiguió—, se me acusa de haber penetrado en esa casa de
Avenue Road, en St. John’s Wood, durante la noche del 21 de noviembre último; o
sea, según la evidencia, entre las 10 de la noche del 20 de noviembre y las
seis de la mañana siguiente. Pues bien, señores, desde las 10 de la noche del
20 de noviembre hasta las, 5’30 de la siguiente mañana, yo
permanecí en Wimbledon.
Gamble
pronunció la última palabra en un murmullo, mientras el juez le miraba
escrutadoramente.
—¿Estaba
usted… dónde? —preguntó, inclinándose hacia el acusado.
—¡En
Wimbledon, señor juez! —repuso Gamble en voz alta—. En Wimbledon, donde vive su
señoría.
El juez
frunció el entrecejo. Era verdad que vivía en Wimbledon, en una hermosa
residencia. Y su ceño fruncido significaba que no le placía demasiado el saber
que el señor Jack Gamble había estado rondando por aquel selecto barrio.
—Continúe
—ordenó con acento algo frío—. Decía usted…
—Decía que me
encontraba en Wimbledon esa noche, señor juez —replicó Gamble, con una sonrisa
que hizo que Dickinson se estremeciese en su rincón—. En Wimbledon, parte del
tiempo, en verdad, y la otra parte del tiempo en Wimbledon Common, Pero,
señores —continuó volviéndose a los jurados—, ustedes dirán que por qué me
encontraba yo allí. Estoy aquí, señores, para decir la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad… Debo, pues, ser sincero… Fui a Wimbledon con un
propósito ilegal… que no llegó a realizarse…
Gamble hizo
una pausa. Luego prosiguió, con un dedo apuntando hacia el presidente del
jurado, un insignificante hombrecillo, cuyos ojos parpadearon.
—Voy a
confesar la verdad contra mí mismo, para librarme de una acusación injusta. No
pretendo negar, porque de nada me serviría, que anteriormente me he visto
envuelto en dificultades a causa de pequeños asuntos de esta clase. Sufrí los
resultados de uno de ellos, el último, en octubre pasado. Y entonces me dije a
mí mismo: «Voy a acabar con este juego…, ya es hora de hacerlo». Pero el 17 o
18 de noviembre, no puedo precisar el día, un buen amigo mío que conoce mis
habilidades se tropezó conmigo en Long Acre y me dijo confidencialmente: «Jack,
hijo mío, si quieres ejecutar un pequeño trabajo muy dentro de tu especialidad,
yo puedo indicarte cómo hacerlo». «¿De qué se trata?», le pregunté. «Oh, no es
nada extraordinario. Un trabajito muy sencillo…» «Me he enterado que vives
ahora en Wimbledon, ¿no?» «En efecto», contesté. «Pues bien», dijo mi amigo,
«hay una hermosa casa situada en Wimbledon Common que pertenece a alguien a
quien tú debes conocer por… por razones profesionales: me refiero al juez señor
Stapleton».
—Espero que no
pretenderá usted burlarse del tribunal, ¿eh? —exclamó el juez, con acento
irritado—. Si es así…
—Todo es la
pura verdad, señor juez —respondió Gamble—. Ya lo verá su señoría dentro de un
minuto… Bien —continuó con aire triunfante, mientras el juez se reclinaba
resignadamente en su sillón—, he aquí lo que me dijo mi amigo, cuyo nombre y dirección
no daré a menos que sea absolutamente necesario: «El juez Stapleton, ese viejo
pájaro, no baja por las noches las persianas de su casa, y cuando he pasado,
frente a su comedor he podido ver a su señoría sentado a la mesa. En ese
comedor hay un aparador que parece va a hundirse con el peso de las copas y
fuentes de plata y de oro que lo llenan. Me he enterado de que el juez fue
atleta en su juventud y que ganó muchos trofeos; después ganó más con la
equitación. Sea como sea, ese aparador tiene lo suficiente como para valer la
pena que hagas una visita al viejo zorro…»
»Cuando oí
semejantes palabras, señores, me dije a mí mismo: «Vamos, nada se pierde si me
doy una vuelta por Wimbledon Common y hago un pequeño reconocimiento…» Y de ese
modo, a las nueve de la noche del 20 de noviembre último (les ruego que no se
olviden esa fecha, señores) me trasladé a Wimbledon, busqué a mi amigo, y
juntos nos dimos un paseo hasta la casa de que habíamos hablado, o sea, hasta
la casa de su señoría.
Al decir esto,
Gamble se volvió repentinamente hacia el juez y los ojos de todos los presentes
hicieron lo mismo. Era indudable que el magistrado estaba entre irritado y
perplejo. Miraba al acusado con expresión inquisitiva, y por un momento pareció
que iba a decir algo; pero continuó en silencio, invitando con un gesto amable
a Gamble a que continuara su relato. Este sonrió graciosamente y prosiguió:
—Durante aquel
paseo, mi amigo (que es un caballero) me dijo: «La casa de su señoría está
junto al camino, y las ventanas del comedor dan a ese camino». Efectivamente,
las persianas estaban levantadas y pudimos mirar al interior. Ahora me
permitiré solicitar la especial atención de su señoría hacia lo que mi amigo y
yo vimos en tal oportunidad. El cuarto estaba brillantemente iluminado con luz
eléctrica y en la estufa ardía un hermoso fuego. El aparador, que es de roble
negro, estaba repleto de oro y plata: copas, vasos, bandejas, etc. Todo
centelleaba bajo las luces. Y en ese cuarto había tres personas sentadas ante
el fuego. Tal vez su señoría sepa de quienes se trata, cuando escuche la
descripción que de ellas voy a hacer. Uno de los presentes era el propio juez,
vestido de etiqueta… No necesito describirlo. Otro era la esposa de su señoría;
estaba tejiendo, y les juro que me hizo pensar en mi anciana madre. Y el
tercero…
El juez
Stapleton se inclinó ligeramente hacia la tarima de los testigos y pareció
escuchar ávidamente las palabras del acusado. Gamble le miró con el rabillo del
ojo, y continuó:
—El tercero
era un caballero anciano, alto y de hermosa figura, extranjero a juzgar por su
aspecto, con una barba blanca cortada en punta y un bigote recortado, que
fumaba un gran cigarro sentado entre su señoría y su digna esposa… También
vestía de etiqueta y lucía en torno al cuello una cinta roja de la cual pendía
una especie de medalla o de estrella. Era un grupo sereno y hogareño, con sus
cigarros y sus copas.
El juez
Stapleton, lanzando una mirada sombría hacia los miembros del tribunal, se
enderezó en su asiento y, metiéndose la mano entre los pliegues de la toga,
extrajo de algún bolsillo interior un cuadernillo de apuntes que colocó sobre
el pupitre. Gamble suspendió su relato, pero una señal del magistrado le obligó
a proseguir.
—Pues bien,
señores; mi amigo y yo vimos eso, y después nos retiramos discretamente para ir
a beber unas copas y comer algo. Y cuando terminamos la cena, me dijo mi amigo:
«¿Qué opinas de ese trabajito, Jack? Se trata de algo sencillo, ¿no te parece?
Sobre todo para un caballero de tu habilidad». «Tal vez», repliqué
modestamente, «pero me gustaría examinar el terreno cuando la casa esté
tranquila». «No hay ni un gato ni perro», me dijo él, «su señoría no los
soporta». «Los gatos no me preocupan», dije yo; «incluso he llegado a trabajar
mientras un par de gatos contemplaban con interés mis actividades. Pero con los
perros ya no es igual. ¿Estás seguro de que no los hay?» «Podría jurarlo»,
contestó el otro. «Su señoría detesta a los perros. Sólo le gustan los
caballos». «Muy bien», le dije. «Entonces esperaremos un poquito…» «Sí,
conviene echarles un vistazo a las puertas y a las ventanas», agregué. «Pero no
me propongo operar esta noche, sino en otra ocasión». Conversamos después sobre
diversas cosas y a eso de las doce y media me fui a rondar la casa de su señoría.
Mientras
tanto, el juez Stapleton había abierto su cuadernillo de notas y, después de
consultarlo, lo volvió a cerrar. Ahora, con la barbilla entre las manos,
observaba a Gamble con una mezcla de perspicacia y diversión. Estuvo mirándole
así todo el tiempo que duró su alegato.
—Ahora bien,
señores —dijo Gamble, inclinándose aún más sobre la barandilla, como si
pretendiera hablar confidencialmente con los miembros del tribunal—. Ustedes
han visto con qué sinceridad les hablo, acusándome incluso…, porque, desde el
momento en que entré en el jardín de su señoría, estaba donde no debía estar… y
con intenciones de cometer un delito. Sólo que no me proponía cometerlo esa
noche, sino en otra ocasión, es decir, un par de noches más tarde. Por
entonces, mis propósitos se limitaban a echar un vistazo. Y así lo hice, con
mucho cuidado. Examiné las puertas y ventanas delanteras, traseras y laterales.
Comprobé con satisfacción que no había perro alguno.
Y
eventualmente lancé una mirada atenta a la ventana del comedor donde estaba el
aparador de marras. Mientras me dedicaba a mis actividades, silencioso como un
ratón, brilló de pronto una luz en el cuarto y apareció su señoría con un
candelabro en la mano. Para probar que no miento, puedo decirles que su señoría
llevaba un pijama con franjas blancas y rojas, y un chal de lana blanca sobre
los hombros. Yo les pregunto a ustedes, señores, y también a su señoría, ¿cómo
podría yo saber todo eso si no me hubiera encontrado allí?
Sobrevino otra
pausa dramática que aprovechó Gamble para lanzar una mirada desdeñosa a
Dickinson. Luego, en medio de un profundo silencio; continuó hablando:
—Y más aún,
señores… Un segundo después, aparecía el otro caballero…, el de la blanca barba
y el bigote recortado. También llevaba una luz. Comprendí entonces que ambos
habían saltado del lecho por algo que yo no acababa de determinar, porque
estaba seguro de no haber hecho el menor ruido, ya que sólo estaba mirando por
la ventana. Ambos hablaron un momento, y después su señoría salió al vestíbulo
para volver al cabo de unos instantes vestido con un grueso abrigo y trayendo
en la mano una linterna. Al ver eso, señores, abandoné el jardín y me escondí
entre los árboles del otro lado de la carretera. Haría un par de minutos que
estaba allí cuando apareció un guardia, y oí que su señoría le llamaba desde la
puerta principal. Entonces resolví volver a casa de mi amigo, y en ella estuve
hasta la salida del tren de obreros, en el cual me embarqué camino de Londres.
¡Y ahí tienen ustedes! Ahora, me permitirán una pregunta: ¿cómo podría haberme
encontrado en Avenue Road esa noche, si estaba en Wimbledon? Solicito de su
señoría que, como un caballero que es, corrobore cuanto he dicho…
La atención
del tribunal se transfirió del acusado al juez. Todos los ojos se volvieron
hacia el señor Stapleton. Y éste comenzó a hablar:
—Se trata,
ciertamente, de una notable declaración, la del acusado. Me coloca en una
situación curiosísima. Se me solicita que sirva de testigo sin dejar de ser
juez. Si esta causa hubiera sido encargada a alguno de mis colegas, supongo que
el acusado hubiese hecho la misma defensa, y requerido mi declaración en favor
suyo. Pues bien, he de decirles que cuanto el acusado nos ha dicho me parece la
verdad más absoluta. Es verdad que tengo desde hace muchos años un prejuicio
contra las persianas y cortinas que cierran las ventanas. Es también verdad que
conservo sobre mi aparador cierta cantidad de artículos de oro y de plata, que
imagino se verán desde el camino cuando las luces del comedor están encendidas.
No atribuyo mucha importancia, en esta causa, a dichos detalles, porque el
acusado pudo haberlos conocido en cualquier momento. Sin embargo —en ese
momento el juez cogió su cuadernillo de notas—, es imposible negar que en la
noche del 20 al 21 de noviembre acaecieron sucesos en mi residencia.
»Esa noche
recibí a un amigo mío, el señor Paul Lavonier, el famoso sabio francés,
invitado por mí a cenar y hospedarse en mi casa. Es, precisamente, el caballero
descrito por el acusado. Usaba, en efecto, el collar y la estrella, de una
condecoración muy apreciada por él. Es verdad que a eso de la una de la
madrugada me pareció oír ruidos en el jardín, y que bajé al comedor, y que el
señor Lavonier fue a reunirse conmigo, que me puse el abrigo y que cogí una
linterna que guardo en el vestíbulo; y que éste examinó el jardín sin encontrar
nada sospechoso. Y, sinceramente —continuó el juez sonriendo—, no veo como ese
individuo, que sin duda presenció tales cosas en mi residencia, en Wimbledon,
ha podido a la vez cometer un robo con escalo en el sector norte de Londres.
Puede aducirse que partió de Wimbledon apenas huyó de mi casa, a eso de la una
de la madrugada, para trasladarse en el acto a Avenue Road. Pero recordarán
ustedes, señores del jurado, que según la evidencia del señor Tyrrell, él
estuvo en pie hasta las dos de la madrugada, y que se acostó sólo durante dos
horas porque tenía que tomar el tren en Kings’s Cross, y que es casi seguro que
el robo tuvo lugar entre las dos y las cuatro. Ahora bien, a esas horas no
circulan trenes entre Londres y Wimbledon, y es extremadamente improbable que
el acusado pudiera trasladarse desde un punto como mi casa, en donde estaba sin
duda a eso de la una y media o una y cuarto, a otro, situado a muchas millas de
distancia, antes de las cuatro de la madrugada. Por supuesto, estoy confirmando
informalmente la declaración del acusado… Realmente, no veo cómo podría
evitarlo. La acusación se basa exclusivamente en esas huellas digitales, y haré
algunas observaciones relativas a la materia. —Dirigiéndose al fiscal,
inquirió—: ¿Desea usted preguntarle algo al acusado?
—Sí, si su
señoría me lo permite —respondió el fiscal. Y volviéndose al acusado, preguntó:
—¿Por qué no
dijo usted todo eso cuando el magistrado le interrogó hace unos días?
—Porque
prefería decirlo aquí —replicó Gamble.
—¿Sabía usted
que su señoría iba a venir a esta causa?
—Me enteré de
ello cuando me lo dijo Dickinson —contestó Gamble, señalando al detective.
—¿Se proponía
usted entonces llamar como testigo a su señoría?
—¡Naturalmente!
—¿Por qué no
ha llamado usted a ese amigo suyo de Wimbledon?
—¿Cómo? ¿Iba a
traicionarlo, después de hacerme un favor? Eso, nunca.
—No era
necesario que usted nos hubiera hecho saber eso. Podría haberle llamado para
probar que la mayor parte de la noche la había pasado en Wimbledon, sin revelar
los motivos. Además de lo que ha dicho, ¿qué pruebas tiene usted de haber
estado en Wimbledon?
Gamble sonrió
e introdujo sus dedos en un bolsillo del chaleco. Tras breve rebusca, extrajo
de él un trozo de cartón.
—Esta —dijo—.
Un billete de Wimbledon a Waterloo. No me lo pidieron. Vea la fecha.
Hubo algunas
consultas entre los miembros del jurado, y luego, el juez Stapleton, sacándose
las gafas, se volvió y comenzó a hablar sobre el sistema de huellas digitales.
Dickinson frunció el ceño y tocó con el codo a un colega que estaba sentado
junto a él. Sabía que su señoría era bastante escéptico respecto a dicho
sistema, y esperó que ocurriese lo que justamente iba a ocurrir dentro de los
inmediatos veinte minutos. El jurado, después de deliberar, regresó con el
veredicto de «No culpable». Y Gamble abandonó su estrado en calidad de hombre
libre.
El ex-acusado
buscó a Dickinson para reírse abiertamente de él.
—¿No se lo
advertí, señor genio? —dijo, haciéndole una mueca—. ¿No le anuncié que iba a
hacer una tontería?
Dickinson se
limitó a dar media vuelta y marcharse a tomar una copa.
Dickinson
estaba convencido de que Gamble había engañado al tribunal, de que había sido
él quien robó en Avenue Road. Pero no acertaba a imaginar el procedimiento a
que Gamble había recurrido. Le vigiló durante algún tiempo, y cada vez que se
encontraban, el ladrón le miraba burlonamente. La burla en cuestión se refería
tanto a lo que había ocurrido como al hecho de que Gamble se conducía bien y no
daba motivos para que Dickinson le detuviera. A su vez, el policía le vigilaba
estrechamente, pero sin poder conseguir indicio alguno en su contra. De pronto,
Gamble desapareció de Inglaterra, y sólo algún tiempo después tuvo Dickinson
noticias suyas. Se las confió uno de sus extraños individuos del hampa que no
son criminales ni ladrones y que, por no ser ni lo otro, carecen del honor que
existe entre los delincuentes.
—No sabe usted
nada de Gamble, ¿verdad? —le preguntó el individuo aquel—. Y nunca sabrá más de
él, se lo aseguro. Ahora vive en Australia.
—¿Es de veras?
—Claro que lo
es —explicó el otro, riéndose como si se acordase de algo muy divertido—. ¡Qué
jugada le hizo a usted con aquel asunto de Avenue Road! Muchos sabían cómo se
llevó aquello. Yo también lo sabía. Y ahora que Jack está muy lejos de
nosotros, creo que no importará que se lo cuente. Fue así: Cuando Jack salió
libre de su última estancia en la cárcel, él y otro compañero se pusieron a
estudiar una nueva hazaña. Decidieron intentar un golpe, muy bien fraguado, que
debía llevarse a cabo simultáneamente en dos puntos muy alejado el uno del
otro. La casa de Avenue Road y la casa del juez, en Wimbledon Common. Acordaron
hacerlo la misma noche. Jack liquidó fácilmente el asunto de Avenue Road. El
otro fue a Wimbledon, y no pudo cumplir sus propósitos. Fue él quien tuvo
aquellas aventuras que Jack contara en el tribunal. Al día siguiente, informó
minuciosamente a Jack de todo lo que le había ocurrido, sin olvidar el menor
detalle, y le dio aquel billete de ferrocarril. Convinieron entre ambos que si
alguno de ellos era detenido por el asunto de Avenue Road, aprovecharía lo
ocurrido en Wimbledon para presentar una coartada. Le tocó a Jack, y relató
ante el tribunal todo lo que le había sucedido a su compinche, afirmando que
había sido él el protagonista de aquellas incidencias. ¡Algo muy sencillo y muy
bien pensado!
Dickinson
replicó diciendo que siempre había considerado muy inteligente a Jack Gamble. Y
se marchó. Poco después, hacía una visita al juez Stapleton, y le daba noticia
de las revelaciones que acababan de hacerle, con lo cual aumentó el bagaje de
conocimientos de su señoría.
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