VILLA
FILOMELA
Agatha Christie
–H
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ASTA luego, cariño.
—Hasta luego,
nena.
Alix Martin,
inclinada sobre la puertecilla rústica, siguió con los ojos la figura de su
marido, que se alejaba por el camino del pueblo.
Cuando al
doblar un recodo, se perdió de vista, Alix continuó apoyada allí,
acariciándose, distraída, un rizo de su espeso cabello castaño, mirando a la
lejanía con ojos soñadores.
Alix Martin no
era bella ni, en estricto rigor, bonita siquiera. Pero su rostro, aunque no
fuese ya el de una mujer en la flor de la juventud, era tan dulce y radiante
que a sus antiguos compañeros de oficina les hubiese costado trabajo
reconocerla. Porque la que fue de soltera Alix King pasaba sólo por mujer
laboriosa, algo brusca de manera y evidentemente eficaz en cuanto hacía.
Alix se había
graduado en una difícil escuela. Durante quince años, de los dieciocho a los
treinta y tres, se había ganado su pan —y siete de aquellos años también el de
su madre inválida—, trabajando como taquimecanógrafa. Y la lucha por la
existencia había endurecido las líneas juveniles de su rostro de muchacha.
Cierto que
había tenido su novelita de amor con Dick Windyford, un compañero de oficina.
Alix, muy femenina en el fondo, había reparado sin darlo a entender, en los
buenos ojos con que Dick la miraba. Exteriormente habían sido amigos y nada
más. Dick debía atender con su parco salario a la educación de un hermano menor
y no podía, de momento, pensar en casarse.
Y de pronto
vino sobre Alix la liberación del fatigoso trabajo cotidiano. Un pariente
lejano, al morir, legaba a su prima varios miles de libras, las suficientes
para garantizar una renta de doscientas al año. Para Alix esto era la libertad,
la independencia, la vida. Ella y Dick no tenían por qué esperar más.
Pero Dick
reaccionó de un modo insólito. Nunca había hablado directamente de amor a Alix.
Y entonces habló menos que nunca. La eludía, mostrábase sombrío y taciturno.
Alix comprendió. Al convertirse en una mujer con cierta fortuna, la delicadeza
impedía a Dick pedirla en matrimonio.
Ella no le
juzgó mal, y ya pensaba seriamente en dar los primeros pasos para un
entendimiento mutuo, cuando por segunda vez sobrevino en su vida lo inesperado.
Conoció a
Gerardo Martin en casa de una amiga. Gerardo se enamoró de Alix repentinamente
y al cabo de una semana eran novios. Alix, que nunca se había considerado a sí
misma como «una de esas que se enamoran de cualquiera», quedó completamente
desconcertada.
—¡Un completo
desconocido! ¡No sabes una palabra sobre él!
—Sé que lo
quiero.
—¡En una
semana!
—No todos
necesitan once años para enterarse de que están enamorados de una muchacha
—dijo Alix con acritud.
Dick se puso
lívido.
—Te he querido
desde que te conozco. Y yo creía que tú también me querías.
—También yo lo
creía —repuso Alix con acento de sinceridad—. Pero no sabía lo que era el amor.
Dick se
enfureció de nuevo. Hubo ruegos, súplicas, incluso amenazas contra el que le
había suplantado. Alix quedó sorprendida al ver el volcán que se ocultaba en
aquel hombre de aspecto tan ecuánime y al que creía conocer tan bien.
A la sazón, en
la mañana soleada, mientras se apoyaba en la verja de la casita, Alix recordaba
aquella prostera entrevista con Dick. Llevaba casada un mes y se sentía
dichosa, idílicamente dichosa. Pero, en la ausencia momentánea del esposo, que
lo era todo para ella, un matiz de inquietud invadía su perfecta felicidad. Y
la causa de esa inquietud era Dick Windyford.
Tres veces
desde su matrimonio había tenido Alix el mismo sueño. Lo circunstancial
difería, pero lo esencial era idéntico: veía muerto a su marido y a Dick
inclinado sobre él, y estaba segura de que era la mano de Dick la que había
asestado el golpe fatal.
Pero, por
horrible que esto fuera, había en el sueño otra cosa más horrible aún, una cosa
que al despertar le parecía siempre, no sabía por qué, perfectamente natural e
inevitable: ella se sentía contenta de que su esposo hubiera
muerto, y a veces daba las gracias al asesino. El sueño siempre concluía
de la misma manera: lanzándose en brazos de Dick.
Nada dijo de
esto a su marido, pero se sentía más conturbada de lo que quería reconocer.
¿Sería una advertencia, una advertencia contra Dick Windyford?
El sonido del
teléfono dentro de la casa sacó a la joven de sus pensamientos. Entrando,
descolgó el receptor. Y al oír la voz que sonaba en el auricular, vaciló y hubo
de apoyarse en la pared.
—¿Quién dice
que es?
—Yo, Dick
Windyford. Pero, ¡qué voz tienes, Alix! No te había conocido.
—¡Oh! —dijo
Alix—. ¿Dónde… dónde estás?
—En «Las Armas
del Viajero». ¿No se llama así? ¿O no conoces el nombre de la taberna de
vuestro pueblo? Estoy de vacaciones y las aprovecho para pescar. ¿Hay
inconveniente en que vaya a visitaros esta noche, después de la cena?
—No vengas
—repuso Alix—. Es imposible.
Tras una
pausa, la voz de Dick, repentinamente modificada, sonó de nuevo.
—Perdón —dijo
fríamente—. No quería molestaros…
Alix le
interrumpió. Su contestación al joven había sido, en realidad, extraordinaria.
¡Cómo debía de tener los nervios para habérsele ocurrido una cosa así!
—Quiero decir
—explicó con la voz más natural que pudo— que tenemos un compromiso para esta
noche. Pero ven a comer mañana con nosotros.
Dick debió
notar la poca cordialidad de la voz de Alix.
—Gracias
—repuso con la frialdad de antes—, pero estoy para irme de un momento a otro.
Todo depende de que lleguen un par de amigos a quienes espero. Adiós, Alix. —Y
en seguida, con un acento distinto en absoluto, agregó—: Que seas muy feliz…
Alix colgó el
aparato, aliviada.
—No conviene
que venga —murmuró—, no conviene que venga. Pero, ¡qué tonta soy! No sé lo que
me pasa.
Cogió un
sombrero de paja que había en una mesa y salió al jardín deteniéndose a leer la
inscripción esculpida sobre el pórtico: «Villa Filomela».
—¿No te parece
un nombre demasiado fantástico? —había preguntado a su marido poco antes de
casarse.
—¡Cómo se ve
que eres una chica de Londres! —había contestado él afectuosamente, riendo—.
Apuesto a que no has oído cantar un ruiseñor. Y más vale que sea así. Los
ruiseñores sólo cantan para los enamorados. En las noches de verano los oiremos
cantar en nuestro jardín…
Y ahora,
recordando que, en efecto, los había oído, Alix se ruborizó, feliz.
Gerardo había
encontrado «Villa Filomela» y habló de ella a su novia con mucha exaltación.
Había hallado un sitio único, ideal para ellos, una joya de las que no se ven
dos veces… Y cuando Alix visitó la casa se sintió tan encantada como su
prometido. Cierto que la situación del edificio era algo aislada, porque
distaba dos millas del pueblo más próximo, pero la casa en sí era exquisita,
con su arquitectura a la antigua y a la par con todas las comodidades
necesarias, como baños, calefacción, luz eléctrica y teléfono. Alix quedó
prendada de la casa inmediatamente. Mas entonces surgió una dificultad. El
propietario, hombre rico, que había arreglado la morada a su gusto, no quería
alquilarla, sino venderla.
Gerardo Martin
poseía una buena renta, pero no podía tocar el capital. A lo sumo le sería
hacedero reunir mil libras. Y el propietario pedía tres mil. Alix, encantada de
la casa, acudió en ayuda de su novio. Su capital personal era fácil de
convertir en metálico, puesto que consistía en bonos al portador. Y dijo que le
agradaría mucho contribuir con la mitad de su dinero a la compra de la casa.
Así «Villa Filomela» se convirtió en propiedad del matrimonio, sin que Alix
hubiera lamentado nunca su decisión. Verdad era que las criadas no gustaban de
aquella soledad rural —y por eso no tenían sirvienta alguna—, pero Alix, antes
privada por su trabajo de atender a la vida doméstica, estaba ansiosa de
cumplir su papel de ama de casa y le placía preparar las comidas y atender a
las faenas hogareñas.
El jardín,
opulento de flores, se hallaba al cuidado de un anciano jardinero, que venía
del pueblo dos veces por semana.
Al salir de la
casa, Alix quedó sorprendida al ver al anciano ocupado en los planteles. El
hecho le extrañó porque el jardinero había sido contratado para que acudiese
viernes y lunes y aquel día era miércoles.
—¿Qué hace
usted, Jorge? —preguntó, acercándose.
El viejo se
incorporó llevándose la mano a su ya longeva gorra.
—El viernes el
señor de quien llevo las tierras va a dar una fiesta a sus colonos y yo voy y
me digo: «¿Qué más le da al señor Martín y a su señora que yo vaya por una vez
el miércoles en lugar del viernes?»
—Está bien
—repuso Alix—. Procure divertirse en la fiesta, ¿eh?
—Para mí sí
que me divertiré —repuso Jorge—. Siempre es bueno llenarse la panza hasta no
poder más y saber que no tié uno que pagar ná. Es un señor muy cabal con sus
arrendatarios y siempre hace las cosas con rumbo. Además, voy y me digo: «Así
me dirá la señora, antes de irse, qué quiere que plantemos mientras está
fuera». Porque no sabrá usté cuando vuelve, ¿verdá?
—¿Fuera? Yo no
me voy fuera.
Jorge la miró.
—¿No se van
ustés a Londres mañana?
—No. ¿Quién le
ha dicho semejante cosa?
Jorge ladeó la
cabeza.
—El mismo
señor Martin me lo dijo ayer en el pueblo. Me dijo que se iban pa Londres
mañana y que no sabe cuando vuelven.
—Le ha
entendido usted mal —rió Alix.
No obstante,
se preguntaba qué habría podido decir Gerardo al hombre para inducirle a tal
error. No habían ni soñado en irse a Londres. Ella no quería volver a Londres
nunca.
—¡Con lo poco
que me gusta Londres! —añadió en voz alta.
—¡Ah! —dijo
Jorge, plácido—. Pa mí que debo haber entendido mal, aunque creí entender muy
rebien. M’alegro de que se queden aquí. No sé pa qué quiere la gente ir a
Londres. Yo nunca he querido ir. Lo malo ahora es que hay demasiaos coches. En
cuanto una persona tié un coche ya no hace más que pensar en andar, danzando
por ahí. El señor Ames, antiguo propietario de esta casa, era el tío más
tranquilo del mundo hasta que compró una cosa de esas. Y antes de un mes ya
había puesto en venta la casa. Y eso que había gastáo no sé cuanto en poner luz
eléctrica, y grifos en tós los dormitorios y tó eso. «No le pagarán lo gastao»,
le dije. Y él dijo: «Me darán dos mil libras por la casa, ni una menos.» Y así
fue.
—Pues fueron
tres mil —sonrió Alix.
—Dos mil
—afirmó Jorge—. Siempre qu’hablamos me dijo que pedía eso.
—Le aseguro
que fueron tres mil —insistió Alix.
—Las mujeres
nunca entienden de números —declaró Jorge, incrédulo—. Es imposible que el
señor Ames tuviera la carota de pedir a tós dos mil libras y luego ir y pedirle
a usté tres mil.
—No fue a mí.
Fue a mi marido.
Jorge volvió a
inclinarse sobre las flores.
—El precio
eran dos mil —manifestó, tenaz.
Alix, sin
molestarse en discutir más, empezó a componer un ramillete de flores.
Mientras
volvía hacia la puerta, con su fragante carga, divisó entre las hojas de un
arriate un objeto pequeño, de color verde obscuro. Al recogerlo, comprobó que
era el cuaderno de notas de su marido.
Lo abrió
sonriente, examinando las anotaciones. Ya desde el principio de su vida
matrimonial había advertido que el impulsivo y emocional Gerardo tenía, sin
embargo, la poco corriente virtud de la escrupulosidad y el método. Daba mucha
importancia a la puntualidad en las comidas y siempre organizaba de antemano
sus días con toda precisión.
Mirando el
cuadernito, Alix sonrió al ver, con fecha 14 de mayo: “Casamiento con Alix a
las 2,30 en San Pedro.”
«¡Grandísimo
tonto!», pensó Alix. Y de pronto, mientras volvía las páginas se detuvo.
—«Miércoles,
18 de junio… Es la fecha de hoy. A ver…
En la hoja
correspondiente a aquel día leíase, con la clara letra de Gerardo: «9 de la
noche». Y nada más. ¿Qué se propondría Gerardo hacer a las 9 de aquella noche?
Sonrió al pensar que, en una novela, el encuentro de una indicación así podría
dar motivo de alguna sensacional revelación. Sin duda el nombre de otra mujer…
Repasó las páginas anteriores. Datos jeroglíficos sobre citas de negocios,
datos, fechas, pero sólo un nombre femenino: el suyo.
Y, no
obstante, mientras, con el cuaderno en el bolsillo y las flores en la mano,
entraba en la casa, Alix, experimentaba una vaga inquietud. Las frases de Dick
Windyford repercutían en sus oídos, como si Dick estuviera a su lado: «Ese
hombre es un completo desconocido. No sabes nada sobre él».
Era verdad.
¿Qué sabía sobre él? Nada. Gerardo tenía cuarenta años. Debía haber conocido a
otras mujeres antes que a ella.
Alix,
impaciente, movió la cabeza. Tenía cosas más importantes en qué pensar. ¿Diría
a su marido que Dick había telefoneado, o no se lo diría?
Existía la
posibilidad de que Gerardo se hubiera encontrado con Dick en el pueblo. Pero
entonces lo mencionaría al volver y evitaría a su esposa aludir al caso. De
todos modos Alix sentía el íntimo deseo de no hablar de Dick con su marido.
Si le hablaba
de él, Gerardo propondría invitar a Dick. Y esto llevaría a Alix a explicar que
ya Dick había pedido que le recibiesen, siéndole esto denegado por ella, con
una excusa. Y cuando Gerardo le preguntase los motivos de tal negativa, ¿qué
podría ella decir? ¿Contar su sueño? Gerardo reiría o, y esto era peor, daría a
la cosa más importancia de la que tenía en realidad.
Al fin, no sin
cierto rubor, Alix decidió callar. Era la primera cosa que ocultaba a su marido
y eso le producía cierta desazón.
Cuando oyó a
Gerardo regresar a la casa, poco antes de comer, Alix entró en la cocina y
fingió ocuparse en ella, para ocultar su confusión.
En seguida
resultó obvio que Gerardo no había visto a Dick y Alix sintióse a la vez
turbada y tranquilizada. De ahora en adelante tendría que seguir un sistema de
ocultamiento respecto al caso.
Sólo después
de cenar, mientras se sentaban en el gabinete de vigas de roble, con las
ventanas al jardín, del que llegaban, en alas del aire nocturno, perfumes de
malvas y azucenas, recordó Alix el cuadernito de su marido.
—Mira lo que
he encontrado antes entre las flores —dijo, tendiéndoselo—. Ahora sé todos sus
secretos.
—No hallarás
ninguna culpabilidad en ellos —respondió Gerardo moviendo la cabeza.
—¿Y esa cita a
las nueve de esta noche?
Él pareció
algo turbado por un instante, pero luego sonrió como si la cosa le pareciese
muy divertida.
—Es una cita
con una muchacha muy mona, Alix. Tiene el cabello castaño y los ojos azules, y
se te parece mucho.
—No te
entiendo —repuso Alix, con fingida severidad—. No eludas lo esencial.
—No lo hago.
En realidad, me proponía revelar unas fotografías esta noche y quería que me
ayudases.
Gerardo Martin
era muy aficionado a la fotografía. Tenía una máquina algo anticuada, pero
excelente, y solía revelar sus placas en una bodeguita que había acondicionado
como cámara obscura.
—¿Y te
proponías revelarlas precisamente a las nueve? —inquirió, humorística, Alix.
Gerardo
pareció algo molesto.
—Hijita
—dijo—, las cosas deben disponerse con exactitud.
Es el modo de
hacerlas bien.
Alix guardó
silencio un par de minutos, sin dejar de mirar a su marido, que se recostaba en
su silla, fumando. Destacaba claramente sobre el fondo obscuro de la habitación
su cara afeitada. Y, de pronto, como manando de algún lugar desconocido, afluyó
al alma de Alix una oleada de pánico, que la hizo exclamar, a pesar suyo:
—¡Ay, Gerardo!
Me gustaría saber más cosas de ti.
Su marido la
contempló, atónito.
—¡Si sabes
sobre mí todo lo que se puede saber! Ya te he hablado de mi infancia en
Northumberland, de mi juventud en África del Sur, y de los diez últimos años
pasados en el Canadá, donde pude hacerme una fortunita.
—Todo eso son
cuestiones de negocios —dijo Alix con desdén.
—Ya sé a qué
te refieres —exclamó Gerardo, riendo—. A cosas de amor. Todas las mujeres son
iguales: no les interesa más que lo personal.
Alix sintió
seca la boca. De todos modos, murmuró con voz precisa:
—El caso es
que debes haber tenido amoríos. Y yo quisiera saber…
Siguieron dos
minutos de mutismo. Gerardo Martin había fruncido el entrecejo y en su rostro
se pintaba una evidente indecisión. Luego habló gravemente, sin huellas ya de
su acento burlón de poco antes:
—Vamos, Alix…
¿En qué piensas? ¿Me consideras un Barba Azul o cosa por el estilo? No te niego
que he tenido amoríos» pero ninguna mujer ha significado nada para mí hasta que
tú y yo nos conocimos.
Su voz sonaba
con una sinceridad que calmó a su mujer.
—¿Estás
satisfecha ahora, Alix? —preguntó él, sonriendo y mirándola con cierta
curiosidad—. ¿Por qué se te han ocurrido estos temas tan desagradables?
Alix,
levantándose, comenzó a pasear con inquietud.
—No sé
—repuso—. Estoy nerviosa desde la mañana.
—Es curioso
—murmuró Gerardo en voz baja, como si hablase consigo mismo—. Muy curioso…
—¿El qué?
—Mujer, no me
mires así. Es curioso que te sientas de ese modo tú, ordinariamente tan serena,
tan juiciosa…
—Todo se ha
reunido para enfadarme hoy —contestó Alix, forzando una sonrisa—. Hasta el
viejo Jorge, con su ridícula idea de que nos marchábamos a Londres. Me dijo que
se lo habías anunciado tú.
—¿Cuándo le
has visto? —exclamó Gerardo.
—Ha venido a
trabajar hoy en lugar del viernes.
—¡Maldito
imbécil! —profirió Gerardo, con aspereza.
Alix le miró,
sorprendida. El rostro de su marido parecía convulso de rabia. Jamás le había
visto tan airado. Notando la extrañeza de la joven, Gerardo procuró recobrar el
dominio de sí mismo.
—Repito que
ese viejo es un imbécil —volvió a insistir.
—¿Qué le
dijiste para que se le ocurriera semejante idea?
—¿Yo? Nada.
Aunque ahora recuerdo que le indiqué, bromeando, que quizá me marchase mañana a
Londres. Y el muy necio lo tomó seriamente. O acaso ya no oiga bien. Le habrás
quitado ese absurdo de la cabeza, ¿verdad?
Y esperó con
ansiedad la contestación de Alix.
—Claro; pero
es de esos viejos testarudos que, cuando se meten una idea en la cabeza, no
quieren desprenderse de ella.
Y contó a
Gerardo la insistencia del viejo en afirmar que la casa había costado dos mil
libras. Gerardo, tras callar un instante, dijo en voz lenta:
—Ames estaba
dispuesto a tomar dos mil libras en dinero contante y mil en hipoteca. Supongo
que ese debe ser el origen del error del viejo.
—Es probable
—convino Alix.
Miró al reloj
y apuntó a las manecillas con el dedo.
—Si quieres
revelar las placas, bajemos, Gerardo. Faltan cinco minutos para las nueve.
—He cambiado
de idea —dijo Gerardo, con una singular sonrisa—. No tengo ganas de revelar
nada esta noche.
El alma
femenina es una cosa curiosa. Cuando la noche de aquel miércoles se retiraron a
la alcoba, Alix se sentía sosegada y contenta. Su dicha, momentáneamente
amenazada, salía triunfante del choque.
Pero al
atardecer del día siguiente, Alix percibió que ciertas fuerzas sutiles se
obstinaban en minar su felicidad. Dick no había vuelto a telefonear, y sin
embargo Alix creía sentir su influjo en acción. Una y otra vez volvían a la
mente de la joven las palabras de Dick: «Ese hombre es un completo desconocido.
No sabes nada sobre él». Luego recordó con precisión el rostro de su esposo
mientras decía: «¿En qué piensas? ¿Me consideras un Barba Azul o cosa por el estilo?»
¿Por qué habría dicho aquello Gerardo? Porque en su faz había algo como una
advertencia, como una amenaza; Era como si la hubiese conminado: «No trates de
investigar mi vida. Pudieras encontrarte con alguna cosa que no te guste».
En la mañana
del viernes, Alix estaba convencida de que en la vida de Gerardo había existido
una mujer, cuyo recuerdo ocultaba él a su esposa como Barba Azul ocultaba a las
suyas su cámara secreta. Y los celos de Alix, lentos en despertar, se alzaban
ahora tumultuosos.
¿Era con una
mujer la cita que él tenía para el miércoles a las nueve? La historia de las
fotografías que Gerardo pensaba revelar, ¿no sería una mentira urdida de
momento?
Tres días
antes ella hubiera jurado que conocía completamente a su esposo. Y ahora se daba
cuenta de que era para ella un extraño del que nada sabía. Evocó la indignación
de Gerardo contra Jorge, un detalle mínimo, sí, pero probaba que Alix no
conocía en realidad a su marido.
El viernes
había algunas cosas que hacer en el pueblo, y ella propuso ir por la tarde a
ejecutarlas, mientras Gerardo se quedaba en el jardín, mas, con sorpresa suya,
Gerardo se opuso vehementemente, insistiendo en ir él mientras ella permanecía
en casa. Alix hubo de ceder, pero la insistencia de su esposo la sorprendió e
intrigó. ¿Por qué tenía él tantos deseos de impedirle que fuese al pueblo?
·
entonces
se le ocurrió una explicación que lo aclaraba todo. ¿Habría en efecto
encontrado Gerardo a Dick? ¿Se habrían despertado los celos de Gerardo,
dormidos antes, como le ocurriera a ella misma? ¿No querría su marido evitar
que ella se viera de nuevo con Dick Windyford? Tan bien encajaba semejante
explicación en los hechos, y era tan satisfactoria para Alix, que ésta se
apresuró a darla por admitida.
Y, sin embargo, después del té,
seguía sintiéndose inquieta y desasosegada. Luchaba con una tentación que la
había asaltado desde que saliera Gerardo. Al fin subió al cuarto de su marido,
procurando engañarse con el pretexto de que la habitación necesitaba limpieza.
Incluso empuñó un plumero.
«Si estuviese
segura —pensaba—, si estuviese segura de que él…» Y en vano reflexionó que
Gerardo debía haber destruido tiempo atrás cualquier papel que pudiera
comprometerle. A eso su mente femenina alegaba que los hombres guardan a veces
las pruebas acusadoras más contundentes, guiados por un impulso de excesivo
sentimentalismo.
·
al
fin Alix sucumbió. Con las mejillas arreboladas por la vergüenza de su acto,
comenzó a revolver fajos de cartas y documentos, a registrar cajones, incluso a
escrutar los bolsillos de las ropas de su esposo. Sólo dos cajones estaban
cerrados: el más bajo de la cómoda y el más pequeño de los de la derecha del
pupitre. Pero Alix había perdido todo recato moral y se sentía segura de que en
uno de aquellos dos sitios encontraría las pruebas de la existencia de la
imaginaria mujer que la obsesionaba.
Recordó que Gerardo solía dejar
sus llaves encima del aparador. Las cogió y empezó a probarlas. La tercera
abría el cajoncito del escritorio. Dentro había un talonario de cheques, una
cartera bien repleta de billetes y un paquete de cartas atado con bramante.
Alix,
palpitante, desanudó el paquete. Después, con el rostro más sonrojado aún,
volvió las cartas al cajón. Porque las misivas eran suyas, ella misma las había
escrito a Gerardo antes de casarse.
Se dirigió a
la cómoda, más por cerciorarse de que no dejaba cosa alguna por registrar, que
esperando averiguar nada.
Pero ninguna
de las llaves entraba en la cerradura del cajón bajo. Alix acudió en busca de
las llaves propias y halló, con satisfacción, que la del armario ropero se
adaptaba a la del cajón cerrado de la cómoda. Abrió éste y nada vio, salvo un
rollo de recortes de periódicos, sucios y amarillentos por los años.
Alix exhaló un
suspiro de alivio. No obstante, examinó los recortes, anhelosa de saber qué
temas habían interesado a Gerardo hasta el punto de hacerle guardar los
recortes a ellos concernientes. Aquellos recortes, todos de periódicos
americanos, fechados siete años atrás, se referían al proceso del célebre bígamo
y estafador Carlos Lemaitre, de quien se sospechaba que daba muerte a sus
mujeres. Bajo el pavimento de la casa que habitaba fue hallado un esqueleto, y
de las demás mujeres con quienes se casó no se había vuelto a tener noticias.
Lemaitre se
había defendido con consumada destreza, apoyado por uno de los mejores
leguleyos de los Estados Unidos. El veredicto escocés de «No probado» habría
sido el más conforme al caso de Lemaitre. A causa de aquel veredicto, se le
declaró inocente de la acusación principal, condenándole a una prolongada
prisión por los demás delitos.
Alix recordaba
el interés despertado por el caso hacía tres años, cuando Lemaitre se fugó de
su encierro, sin ser hallado nunca. La personalidad de aquel hombre y su mucho
influjo sobre las mujeres habían sido bastamente tratados en la prensa inglesa,
así como la excitación mostrada por Lemaitre ante el tribunal, sus apasionadas
protestas de inocencia y los desmayos que a veces le acometían, motivados por
una enfermedad del corazón, aunque los maliciosos solían atribuirlos a
fingimiento.
En los
recortes figuraba el retrato de Lemaitre, y aquel retrato reproducía el rostro
de un caballero barbado, de aspecto intelectual.
¿Qué otra cara
le recordaba la de aquel retrato? De pronto, estremecida, comprendió que era la
cara de Gerardo. Los ojos y las cejas tenían marcada semejanza con los de su
marido. Acaso por ello guardase Gerardo el recorte, como curiosidad. Examinando
el texto inmediato a la fotografía, Alix supo que en el cuaderno de notas del
acusado habían sido halladas fechas que se creían las de los días en que él dio
muerte a sus víctimas. Más abajo se podía leer la declaración de una mujer, que
había identificado a Lemaitre por el hecho de que éste tenía un lunar en la
muñeca izquierda, junto a la palma de la mano.
Alix, soltando
los papeles, quedó petrificada. En la muñeca izquierda, precisamente junto a la
palma de la mano, su marido tenía una pequeña cicatriz…
Pareciole que
el cuarto giraba a su alrededor. Luego pensó con asombro en la certeza del
hecho que había descubierto: ¡Gerardo Martín era Carlos Lemaitre! Ahora,
aceptada la verdad notoria, acudían a su memoria detalles sueltos que encajaban
entre sí como los trozos de un rompecabezas.
La casa había
sido pagada sólo con el dinero de Alix, con los bonos al portador que ella
diera a Gerardo. Hasta su sueño resultaba claro. El subconsciente de Alix había
temido siempre a Martin y ansiaba huir de él. Y aquel subconsciente había
anhelado la ayuda de Dick Windyford. También por esto aceptaba ella la verdad
tan fácilmente, tan sin titubeos. Alix se sentía segura de ir a ser pronto, muy
pronto acaso, otra de las víctimas de Lemaitre.
Y de pronto se
le escapó un grito. ¡El miércoles, a las 9 de la noche! La bodega con sus
baldosas, tan fáciles de levantar… Una vez Lemaitre había enterrado en una
bodega a una de sus víctimas. Sí, Gerardo había planeado el crimen para las 9
del miércoles. Pero anotarlo de antemano, metódicamente, era una locura. Aunque
no, era lógico. Gerardo anotaba siempre sus ocupaciones y para él un asesinato
no constituía sino un asunto cualquiera.
¿Y qué la
había salvado? En un relámpago lo vio: el anciano Jorge.
Ahora se
explicaba la ira repentina de su marido. Sin duda había preparado el asunto
diciendo a todos, en el pueblo, que él y su mujer pensaban marchar a Londres
unos días más tarde. Pero Jorge se presentó a trabajar sin ser esperado, habló
con Alix y ésta desmintió la especie. Era demasiado arriesgado cometer el
asesinato aquella misma noche, ya que Jorge podía negar lo del viaje a Londres.
¡Qué casualidad! De no haberse mencionado por coincidencia aquello… Alix se
estremeció.
No había
tiempo que perder. Debía huir antes de que llegase su marido. Apresuradamente
hundió los recortes en el cajón y echó la llave.
Y en seguida
quedó inmóvil como una piedra. Había oído abrir la cancela del jardín. Su
esposo volvía.
Tras un
instante de inmovilidad, Alix, de puntillas, se dirigió a la ventana y miró, al
socaire de la cortina.
Sí, su marido.
Venía sonriendo y tarareando una cancioncilla. Llevaba en la mano un objeto que
casi paralizó el corazón de Alix; una azada nueva.
El instinto de
Alix lo adivinó todo. ¡El crimen se iba a cometer aquella misma noche!
Quedaba una
probabilidad de salvación. Gerardo, tarareando, se dirigía a la parte posterior
de la casa.
Sin vacilar,
Alix bajó corriendo las escaleras y salió al jardín. Pero en aquel momento
reapareció su marido.
—Hola —dijo—.
¿Adonde vas con tanta prisa?
Alix se
esforzó desesperadamente en fingir tranquilidad. La probabilidad se había
disipado por el momento, mas si era prudente, podía volver a tenerla luego.
Incluso ahora quizá…
—Iba a dar un
paseo hasta el extremo de la calleja y volver —murmuró con voz que sonó
insegura en sus oídos.
—Bien —dijo
Gerardo—. Iremos los dos.
—No, Gerardo,
déjame. Me siento nerviosa y me duele la cabeza. Prefiero ir sola.
Él la miró
atentamente. Alix creyó notar una expresión de sospecha en su marido.
—¿Qué te pasa,
Alix? Estás pálida. Y tiemblas…
—Nada —repuso
ella, fingiendo una brusquedad sonriente—. Me duele la cabeza y nada más. Un
paseo me sentará bien.
—Pero no te
sentará peor porque yo te acompañe —rió Gerardo—. Así que iré contigo, quieras
o no.
Alix no osó
protestar más. Si él comprendiese que ella sabía…
Se esforzó en
recuperar sus maneras usuales. Pero parecíale que él la miraba con recelo de
vez en cuando, como si no hubiese quedado convencido del todo. No, las
sospechas de Gerardo no se habían disipado por completo.
Cuando
volvieron a la casa, él insistió en que ella se tendiese en el diván y fue en
busca de colonia para humedecerle las sienes. Obraba igual que siempre, como un
marido atento. Alix se sentía tan desamparada como si estuviese presa de pies y
manos en un cepo.
El no la
dejaba sola ni un minuto. La acompañó a la cocina y le ayudó a llevar al
comedor los fiambres que ella había preparado. Alix no tenía el menor deseo de
cenar, pero procuró comer algo y parecer natural y contenta. Experimentaba la
firme impresión de estar defendiendo su vida. Estaba sola con aquel hombre, a
varias millas de distancia de todo socorro, absolutamente a merced de él. Su
única posibilidad era adormecer las sospechas de Gerardo, conseguir que éste la
dejase sola unos momentos y entonces ir al teléfono y
pedir auxilio. No tenía más que esta probabilidad de salvación.
Una esperanza
momentánea la sostuvo al pensar que ya Gerardo había aplazado sus propósitos
por una vez. ¿Y si le dijera que Dick Windyford había anunciado su visita para
aquella noche?
Las palabras
temblaron en sus labios, pero las rechazó apresuradamente. Gerardo no se
contendría esta vez. En sus ademanes, bajo su calma aparente, había una
resolución, una firmeza que daba vértigos a la temerosa mujer. Diciendo lo de
Dick, no lograría sino precipitar el crimen. Sería muy capaz de asesinarla inmediatamente
y luego telefonear a Dick manifestándole que tenían que salir por cualquier
motivo. ¡Si Dick Windyford tuviese la ocurrencia de presentarse en la casa
aquella noche! ¡Si Dick…!
En su mente
brilló una repentina idea. Miró de soslayo a su marido, como si temiera que él
leyese su pensamiento. Al formar aquel plan, se sintió más fuerte, hasta el
punto de recobrar su naturalidad en tal grado que ella misma se maravilló.
Preparó el
café y lo sacó al pórtico de la casa, donde solían tomarlo cuando hacía buena
noche.
—A propósito
—dijo Gerardo de improvisto—, revelaremos esas fotografías luego, ¿eh?
Alix, aunque
sintió un escalofrío, respondió con fingida indiferencia:
—¿No puedes
revelarlas solo? Estoy algo cansada.
—No nos
llevará mucho tiempo —sonrió él—. Y te aseguro que después no sentirás
cansancio alguno.
Y soltó una
carcajada, como si encontrase muy graciosas sus propias palabras. Alix tembló.
Tenía que ejecutar su plan en aquel mismo instante… o nunca…
Levantóse.
—Voy a
telefonear al carnicero —dijo—. No te muevas, haz el favor.
—¿Al carnicero
a estas horas?
—Ya sé que
tiene cerrada la carnicería, bobo. Pero él está en casa. Mañana es sábado y
quiero que me traiga temprano unos filetes de ternera, antes de que se acaben.
El hombre lo hará con gusto.
Se dirigió
rápidamente al vestíbulo y cerró la puerta.
—No cierres
—oyó decir a Gerardo.
—Si no cierro,
entran muchas mariposas nocturnas. Las odio. ¿Tienes miedo de que me vaya a
declara al carnicero?
Descolgó el
auricular y pidió, en voz apagada, comunicación con «Las Armas del Viajero». Le
dieron comunicación inmediatamente.
—Haga el favor
de llamar al señor Windyford, si sigue ahí.
En aquel
instante le dio un vuelco el corazón. Su marido entraba.
—Sal, Gerardo
—dijo ella, con tono caprichoso—. No me gusta que haya nadie presente mientras
telefoneo.
Él, riendo, se
dejó caer en una butaca.
—¿Es realmente
al carnicero a quien telefoneas?
Alix se sentía
desesperada. Dick iba a acudir al teléfono. ¿Qué hacer? ¿Pedirle socorro a todo
evento?
Y entonces,
mientras oprimía nerviosamente la llave que en aquel tipo de teléfonos hace que
la voz sea oída o no al otro extremo según se abra o se cierre, le acudió al
cerebro un nuevo plan.
«Será difícil
—pensó—. Tendré que conservar toda mi sangre fría, pensar las palabras justas y
no titubear. Pero creo que lo conseguiré.»
Sonó la voz de
Dick, respondiendo.
Alix exhaló un
profundo suspiro. Soltó la llave y dijo con firmeza:
—Aquí la señora Martín, de «Villa
Filomela». Venga (y soltó la llave) mañana por
la mañana con media docena de buenos filetes de ternera (apretó la llave de
nuevo). Es muy importante (soltó la llave). Gracias,
señor Hexworthy. Dispense que le llame tan tarde, pero realmente considero esos
filetes como (apretó la llave) asunto de vida o muerte
(soltó la llave una vez más). Sí, mañana por la mañana (oprimió la llave
nuevamente). Venga lo más pronto posible…
Colgó el
receptor en el gancho y se volvió a su marido, respirando con fuerza.
—¿Siempre le
hablas así al carnicero? —preguntó Gerardo.
—Ya sabes cómo
solemos expresarnos las mujeres —contestó ella, con negligencia.
Se sentía muy
excitada. Gerardo no sospechaba, y Dick, aunque no entendiese el aviso,
acudiría sin duda.
Pasó al
gabinete, seguida de Gerardo, y encendió la luz.
—¿Sabes que te
encuentro muy animada? —dijo Gerardo, mirándola con curiosidad.
—Es que se me
ha pasado el dolor de cabeza.
Alix acomodose
en la butaca de siempre, y sonrió a su marido, que se había sentado frente a
ella. Estaba salvada. Eran sólo las ocho y veinticinco, y Dick llegaría antes
de las nueve.
—No me ha
gustado hoy el café —quejose Gerardo—. Estaba muy amargo.
—Es de una
clase nueva. He querido probarlo. Pero si no te gusta no lo traeré más,
querido.
Cogiendo una
labor, empezó a trabajar. Gerardo leyó unas cuantas páginas de un libro. Luego,
mirando al reloj, suspendió la lectura.
—Son las ocho
y media. Vamos a la bodega a revelar las fotos.
La labor se
deslizó de los dedos de Alix.
—Aún no.
Esperemos hasta las nueve.
—No, hija, son
las ocho y media y ésta es la hora que yo había decidido. Así podrás acostarte
más temprano.
—Preferiría
esperar hasta las nueve.
—Ya sabes que
cuando señalo una hora no la rectifico. Vamos, Alix. No quiero aguardar ni un
solo minuto.
Alix,
mirándole, sintió que la invadía una oleada de terror. Gerardo se había quitado
la máscara; sus manos se crispaban, fulguraban sus ojos, se pasaba la lengua
sin cesar por sus labios secos. Ya no se esforzaba siquiera en disimular su
agitación.
«No puede
esperar —pensó Alix—. Está como loco.»
Él le puso una
mano en el hombro, empujándola para que se levantase.
—Vamos, hija…,
o te llevo a la fuerza.
Hablaba con
jovialidad, pero en sus palabras había un tono feroz que no se cuidaba de
ocultar. Con un esfuerzo supremo, ella se desprendió de su marido y apoyose en
la pared. Estaba indefensa. No podía huir, no podía hacer nada… ¡y él se
acercaba a ella!
—Vamos, Alix.
—No, espera…
—y, con un grito, tendió las manos, en un impotente gesto de defensa—. Espera.
Tengo que confesarte una cosa…
—¿Confesarme?
—preguntó él, curioso, deteniéndose.
—Sí,
confesarte.
Había dicho
aquellas frases al azar, pero ahora se asía a ellas con desesperación.
—Algún amorío
anterior, ¿eh? —murmuró él con expresión de desprecio.
—No —dijo
Alix—. Algo más. Una cosa que puede… que puede llamarse crimen.
Y entonces vio
que había acertado en el punto justo. La atención de Gerardo parecía
concentrarse en aquellas palabras. Alix, notándolo, recuperó ánimos. Otra vez
se sentía dueña de la situación.
—Siéntate y te
lo contaré todo —dijo en voz baja.
Y Alix ocupó
su butaca de antes. Incluso volvió a coger la labor. Tras su disfraz de calma,
pensaba e inventaba febrilmente. Necesitaba urdir un relato que cautivase la
atención del oyente hasta que llegaran socorros.
—Te he
asegurado —empezó Alix, lentamente— que he sido taquimecanógrafa durante quince
años seguidos. Esto no es verdad del todo. Ha habido dos intervalos en mis
tareas: el primero teniendo yo veintidós años. Por entonces conocí a un hombre
de edad, con una pequeña fortuna. Se enamoró de mí y me propuso que nos
casáramos. Lo acepté y lo persuadí para que hiciese un seguro de vida a mi
favor.
Vio un
repentino y profundo interés en los ojos de su marido, y continuó con renovada
confianza.
—Durante la
guerra yo había servido en un hospital, donde me familiaricé con el uso de toda
clase de drogas y venenos raros.
Se detuvo,
reflexionando. Gerardo mostraba claro interés, el interés propio del asesino
por el asesinato. Alix había contado con ello y acertaba. Dirigió una mirada al
reloj. Eran las nueve menos veinticinco.
—Existe cierto
veneno, una especie de polvillo blanco, que produce la muerte aun tomando una
cantidad muy pequeña. ¿Entiendes de venenos?
Preguntó esto
con cierta inquietud. Si él entendía de venenos, era menester hablar con mucha
cautela.
—No —dijo
Gerardo—. No sé casi nada de esa materia.
Ella respiró,
tranquilizada.
—Habrás oído
hablar de la hioscina, ¿verdad? Pues hay otra droga que obra de manera
parecida, pero sin dejar la menor huella. Cualquier médico, viendo a un
envenenado por ese tóxico, certificaría muerte por colapso. Yo había robado una
pequeña cantidad de la droga y la tenía guardada.
Calló,
reuniendo sus energías.
—Sigue —dijo
Gerardo.
—No me atrevo.
Otra vez…
—Ahora —ordenó
él, impaciente—. Quiero saberlo todo.
—Estuvimos casados
un mes. Yo me portaba muy bien con mi anciano marido. El me ponderaba mucho
ante los vecinos. Todos sabían lo buena esposa que era yo. En el café que
preparaba todas las noches, una de ellas, estando los dos solos, puse en la
taza de mi esposo el alcaloide mortal…
Alix,
callando, reenhebró cuidadosamente su aguja. Ella, que nunca había trabajado en
una comedia, se revelaba en aquel instante como una magnífica actriz. Vivía
literalmente el papel de envenenadora a sangre fría.
—Yo permanecía
muy serena, mirándole. De pronto abrió la boca y dijo que se ahogaba. Abrí la
ventana. En seguida me dijo que no podía moverse. Y entonces murió.
Calló,
sonriendo. Faltaba un solo cuarto de hora para las nueve. No tardaría en llegar
el socorro.
—¿A cuánto ascendía el
seguro? —preguntó Gerardo.
—A dos mil
libras. Sólo que las invertí en especulaciones y las perdí. Volví a trabajar en
la oficina de antes, pero me proponía que aquello no durase mucho. Entonces
conocí a otro hombre. Yo había vuelto a la oficina con mi nombre de soltera.
Aquel hombre no sabía que yo era viuda. Se trataba de un joven bien parecido y
bastante rico. Nos casamos, sin pompa, en Sussex. No quiso hacer un seguro de
vida, pero otorgó testamento en mi favor. Le gustaba que yo le preparase el café,
como le ocurría a mi primer marido.
Alix sonrió,
meditativa, y añadió con naturalidad:
—Porque yo
preparo muy bien el café…
Y continuó:
—Yo tenía
algunas amistades en el pueblo donde vivíamos. Y todas se disgustaron mucho
cuando, una noche, mi marido murió de repente de un ataque cardíaco. Al médico
no creo que le pasara igual. No es que sospechase de mí, pero le extrañó la
muerte repentina de mi marido. Después, no sé por qué (presumo que por rutina),
volví a la oficina una vez más. Mi segundo esposo me dejó cuatro mil libras.
Esta vez no especulé con ellas: las invertí en valores. Y más tarde, como
sabes…
Pero aquí se
interrumpió Gerardo con el rostro congestionado, ahogada la voz, apuntaba a su
mujer con un dedo tembloroso.
—¡El café!
¡Dios mío, el café…!
Ella le miró,
atónita.
—¡Ahora
comprendo por qué estaba tan amargo! ¡Ah, malvada! Has vuelto a cometer uno de
tus crímenes…
Los brazos del
hombre se crisparon en los de su asiento. Parecía a punto de saltar sobre ella.
—¡Me has
envenenado!
Alix, aterrorizada,
se retiró hasta la chimenea. Abrió los labios para denegar, pero se contuvo. Un
instante más, y Gerardo la acometería. Alix concentró todas sus fuerzas. Sus
ojos, dominadores y persuasivos, se fijaron en los de él.
—Sí —dijo—: te
he envenenado. Y el veneno está desarrollando ya su acción. No puedes moverte
de tu asiento, no, no puedes…
¡Oh, si
lograra retenerle unos minutos!
¿Qué era
aquello? ¡Pasos en el camino! El chirrido de la verja. Pisadas en el jardín… La
puerta se abría.
—¡No puedes
moverte! —repitió.
Corrió hacia
la puerta y huyó del cuarto, yendo a caer, medio desvanecida, en brazos de Dick
Windyford.
—¡Dios mío,
Alix! —exclamó él.
Y se volvió al
hombre que le acompañaba, alta figura vestida con el uniforme de la policía.
—Vea lo que ha
sucedido en ese cuarto, guardia.
Tendió a Alix
cuidadosamente en un diván y se inclinó sobre ella.
—¡Pobrecita!
—murmuró—. ¡Pobrecita! ¿Qué te han hecho?
Los párpados
de Alix se agitaron y sus labios pronunciaron el nombre de Dick. En aquel
momento el policía tocó el hombro del joven.
—No hay nada
en el cuarto más que un hombre en una silla. Parece como si hubiera sufrido un
susto tremendo, y…
—¿Y qué?
—Y hubiera
muerto de repente.
Les sobresaltó
la voz de Alix. Hablaba como en sueños, cerrados los ojos, igual que si citase
la frase de un relato:
—Y entonces
murió…
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