LITERATURA DE RESCATE.
Honoré de Balzac nació
el 20 de mayo de 1799 en Tours (Francia). Honoré de Balzac falleció el
18 de agosto de 1850. Fue enterrado en el camposanto Pére Lachaise, donde
Victor Hugo pronunció el discurso fúnebre.
***
De su primera época de
escritor —en la que se dice era mantenido por una casada— data este terrorífico
novelón, que no firmó con su nombre- Hoy lo rescatamos, considerándolo un
excelente relato, loco, apasionante, aunque sin duda descuidado en su redacción,
dadas las condiciones en que fue escrito. Casi podríamos decir que publicamos
un Balzac inédito, firmado en su día por su «alter ego», Horace de Saint-Aubin.
La tenebrosa historia de un hombre cuya vida no tenía fin, que necesitaba alimentarse de juventud, como un vampiro, para continuar su larga fatiga, que conocía todas las ciencias, que sabía todos los secretos, y cuya centenaria experiencia influyó en las decisiones del mismísimo Napoleón.
Ideas contenidas en este caudaloso y fantástico libro pueden considerarse precedentes de «La semilla del diablo» y su satánica gestación, y de la escenografía de «El fantasma de la Opera». Balzac insistió en este asunto de la vida eterna escribiendo «Melmoth reconciliado» donde utiliza el personaje Melmoth (pariente próximo de su Centenario) de Charles R. Maturin.
La tenebrosa historia de un hombre cuya vida no tenía fin, que necesitaba alimentarse de juventud, como un vampiro, para continuar su larga fatiga, que conocía todas las ciencias, que sabía todos los secretos, y cuya centenaria experiencia influyó en las decisiones del mismísimo Napoleón.
Ideas contenidas en este caudaloso y fantástico libro pueden considerarse precedentes de «La semilla del diablo» y su satánica gestación, y de la escenografía de «El fantasma de la Opera». Balzac insistió en este asunto de la vida eterna escribiendo «Melmoth reconciliado» donde utiliza el personaje Melmoth (pariente próximo de su Centenario) de Charles R. Maturin.
(Fragmento. Novela. EL
CENTENARIO).
Traducción
de Mercedes Juste, Portada:
«Collage» original de Emma Cohen
Una colección dirigida por Juan Tébar
Título
original: «Le centenaire»
© De esta traducción para Biblioteca del Terror, Ediciones Forum
Córcega, 273-277. Barcelona-8
Diseño de interiores: Mauricio d'Ors
Retrato de Balzac: «Photo Lapi Viollet»
I.S.B.N.: 84-85604-71-7 (obra completa)
I.S.B.N.: 84-7574-042-1
Depósito legal: M. 34.598-1983
Distribución: MIDESA Distribuidora de Ediciones.
Carretera de Irún, Km. 13,350 (Variante de Fuencarral). Madrid-20
Composición: Fernández Ciudad, S. L.
Imprime
GREFOL, S. A., Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid)
Printed
in Spain. Impreso en España
El peñasco de Grammont — El general La
joven — Un juramento
Hay noches cuyo espectáculo es
imponente, y su contemplación nos abisma en un recogimiento lleno de
encanto. Me atrevo a decir que son pocas las personas que no han sentido en su
alma esa nostalgia osiánica producida por la visión nocturna de la inmensidad
de los cielos.
Esta forma de sueño del
alma se impregna del carácter de aquel que lo experimenta, y
causa entonces pacer o pena, o incluso una especie de sentimiento que participa
de estos dos extremos sin ser ninguno de ellos.
Nunca se encontrará, creo,
un paraje más propicio a los efectos de esta meditación que el encantador paisaje
que se descubre desde el pico de la montaña de Grammont, ni una noche tan
adecuada para tales ideas como la del 15 de junio de mil ochocientos diez y...
En efecto, unas nubes de formas extrañas formaban mágicas y móviles estructuras
aéreas, que empujadas por un viento rápido, dejaban en el firmamento espacios
sin velo. La luna irradiaba una luz pálida y a menudo eclipsada que sólo
iluminaba las extremidades y las hojas exteriores de los árboles, sin penetrar
en las sombrías masas de follaje que se alzaban en la campiña como negros
fantasmas.
Había llovido durante la
mañana, y el suelo reblandecido sofocaba el ruido de los pasos. El viento se
levantaba por rachas y su violencia sólo se desataba por completo en la alta
región de las nubes. La noche era, pues, tranquila y majestuosa.
Se destacaban en este
escenario la risueñas llanuras de Turena y los verdes prados que, del lado del
Cher, preceden a la capital de esta provincia.
El follaje sonoro de los
álamos desperdigados por el campo parecía quejarse bajo el esfuerzo de la
brisa. La lechuza fúnebre y el buarillo dejaban oír sus chillidos lentos y
lastimeros. La luna plateaba la extensa capa de agua del Cher. Algunas
estrellas centelleaban acá y allá entre las nubes y a través de un vapor
blanco. En fin, la naturaleza, adormecida, parecía soñar. En ese momento una
división completa del ejército de España volvía a París para ponerse a las
órdenes de su soberano.
Las tropas alcanzaban Tours,
cuyo silencio iban a romper con su llegada.
Aquellos viejos soldados de
tez curtida caminaban día y noche y atravesaban su patria sacudiéndose el polvo
recogido en el suelo indómito de España. Se les oía silbar sus canciones
favoritas. El ruido fugitivo de sus pasos resonaba a los lejos, y a los lejos
destellaban en el campo las bayonetas de sus fusiles.
El general Béringheld
(Tulio), abandonando su división, se había detenido en la cima del Grammont, y
este joven ambicioso, desengañado de sus sueños de gloria, contemplaba la
escena que se había ofrecido súbitamente a su mirada.
A fin de poder entregarse en
paz al hechizo que le había prendido, echó pie a tierra, despidió a los dos
edecanes que le acompañaban, y reteniendo solamente a Jacques Butmel, apodado
Lagloria, antiguo guardia consular y devoto servidor suyo, se sentó sobre un
montículo de hierba, buscando un tema nuevo para su vida futura y pensando en
todos los acontecimientos que habían colmado su vida pasada. Apoyó su cabeza en
la mano derecha colocando el codo sobre sus rodillas, y en esta postura posó la
mirada en el delicioso pueblo de Saint-Avertin, volviéndola, sin embargo,
algunas veces hacia el cielo, como si hubiera buscada un consejo en aquel libro
misterioso.
El viejo soldado se había
sentado y, con la cabeza en la hierba, parecía no pensar en nada que no fuera
dormir un momento. Los motivos del general para detenerse en plena noche en la
montaña de Grammont no le preocupaban.
Daremos una perfecta idea
del carácter de este buen hombre si decimos que los menores deseos de su amo
representaban para él lo que un decreto del Gran Señor para un verdadero
creyente.
—¡Ah, Marianina! ¿Me has
sido fiel? —exclamó Béringheld después de un momento de meditación.
Estas palabras se escaparon
involuntariamente del corazón entristecido del general, que nuevamente se hundió
en la profunda reflexión que se había apoderado de él.
Tulio contemplaba la pradera
desde hacía más o menos diez minutos, cuando divisó a una joven muchacha,
vestida de blanco, que avanzaba con preocupación campo a través. Tan pronto
caminaba precipitadamente, como disminuía su marcha dirigiéndose siempre hacia
el pie de la montaña sobre cuya cima se hallaba sentado Béringheld.
Estudiando con atención
todos los movimientos de esta joven, el general creyó al principio que la
demencia la arrastraba a este paseo nocturno. Pero cuando percibió una débil
luz que iluminaba el flanco del peñasco, cambió de opinión. Su curiosidad se
vio excitada en sumo grado, pues el porte y la actitud de la joven indicaban su
pertenencia a una familia posiblemente acomodada.
Sus andares y su cintura
eran gráciles. Un chal colocado con arte protegía su cabeza del fresco de la
noche. Su cinturón, de color rojo, destacaba sobre la blancura de su vestido.
Aquel trayecto solitario y nocturno, aquel paso desigual y la luz que iluminaba
el pie del peñasco de Grammont, formaban un conjunto de circunstancias creadas
para justificar la curiosidad de Béringheld y lo que siguió.
Abandonó su sitio y comenzó
a descender la colina para alcanzar a la muchacha que se hallaba ya en el
terraplén del Cher[1]
. Su intención era hablarle antes de que llegase al pie de la roca.
El general había dado apenas
tres pasos, cuando un rayo de luz, al caer sobre una sepecit de soto que adorna
el flanco de la montaña, le permitió distinguir un vapor blanco y muy móvil que
reconoció como un humo espeso que se escapaba del seno de aquella roca.
Esta circunstancia le
sorprendió tanto más, cuanto que la estación en que se hallaban en aquel
momento explicaba mal la presencia de una lumbre en el lugar al que la joven se
dirigía.
Béringheld poseía una
energía, una fuerza de deseo que no le permitían moderar sus sentimientos. Su
corazón estaba repleto de un ardor irresistible que volcaba en todo. Así, pues,
empezó a correr, y bajó por la montaña más como un lobo que se lanza tras su
presa que como un joven que se apresura a dar consejo a la imprudencia o a
proteger la debilidad.
La joven lo descubrió y, al ver brillar los adornos del uniforme del
general, concibió un temor muy natural. Creyendo poder hurtar su maniobra a la
aguda mirada de Béringheld, abandonó el terraplén y avanzó con mayor lentitud
por en medio de los árboles de los prados e intentó esconderse
cuidadosamente detrás de los troncos de los olmos, en los salientes del
terraplén o debajo de los arbustos.
Sin embargo, por muchas
precauciones que tomó, le fue imposible engañar al general, que muy pronto se
halló a poca distancia del montículo donde se había refugiado. Ella se detuvo
al darse cuenta de que no podía evitar al extranjero que la perseguía.
Béringheld por su lado,
movido por algún impulso inexplicable, permaneció en su lugar y estudió con
mayor atención a la joven desconocida.
Existen fisonomías que
traicionan instantáneamente los sentimientos anímicos por medio de signos
certeros que, a su vez, reconocen de una ojeada aquellos que han observado la
naturaleza.
En un momento, el general
adivinó el carácter de la joven. Sus ojos grandes, redondos y brillantes,
revelaban por. su movilidad un alma inclinada a la exaltación. Su frente amplia
y sus labios bastante gruesos parecían proclamar qué grande era su corazón, qué
generoso y orgulloso, pero de ese orgullo que no excluye la confianza ni la
bondad.
No hay que pensar, sin embargo,
que esta joven fuera bella. Tenía eso que llaman una fisonomía, un semblante
distinguido, y lo que aún gustó más a Béringheld, un semblante
inspirado.
Todo lo que en el rostro del
hombre expresa exaltación se hallaba tan concentrado en los rasgos de la
muchacha solitaria, que el general dedujo sin vacilar que una pasión violenta
guiaba a la joven.
Todo en ella indicaba más
tristeza y sufrimiento que melancolía. Por lo demás, era fácil intuir que el
origen de aquel dolor no era una enfermedad física, sino que su negra
preocupación se debía a circunstancias, por así decirlo, externas.
El general cesó de
observarla y avanzó hacia el montículo desde el cual la desconocida, de pie y
atenta, miraba a Béringheld con un sentimiento en el que se mezclaban la
inquietud, el temor y la curiosidad.
Aquí debo hacer notar que
Tulio llevaba su sombrero de general de tal manera, que la proyección del
cuerno cubría de sombra su cara.
La joven no pudo distinguir
el rostro del oficial hasta que éste puso el pie sobre el montículo de césped.
En cuanto pudo observarlo retrocedió algunos pasos, dejando escapar un gesto de
sorpresa que Béringheld tomó por temor.
—Espero, señorita —dijo el
general—, que no se sorprenda de que me haya apresurado a venir a ofrecerle mi
ayuda, al verla sola, de noche en medio de estos prados, cuando los militares
pasan a cada instante por esta ruta. Si mi presencia la importuna y si mi
ofrecimiento le parece una indiscreción, hable... Soy el general Béringheld.
Este título y este nombre quizá la persuadan de que no tiene nada que temer de
mí.
Al oír el nombre de
Béringheld, la joven se acercó al general y, sin proferir una sola palabra, con
la mirada clavada aún en el rostro del célebre guerrero, se inclinó respetuosamente.
Pero su reverencia estaba impregnada del mismo asombro e indecisión que se
reflejaban en su rostro. Siguió contemplando con fijeza y estupor los rasgos de
Tulio después de enderezarse.
El general, ante la actitud
extática de la joven desconocida, se convenció definitivamente de que sufría
una enajenación mental. La miró dolorosamente y exclamó:
—¡Pobre desgraciada!...,
aunque no tenga razones para estar satisfecho de la constancia y la sensatez de
tu sexo, no tengo más remedio que compadecerte. Tu estado prueba que al menos
tus sentimientos no eran débiles y que has amado con delirio.
—¡Eh, general!, ¿qué le hace
pensar así de mí?... Mi sorpresa es muy natural, y puedo explicársela
fácilmente sin faltar a lo que he prometido. Voy a una cita...
—¿Una cita, señorita?
—Una cita, general —replicó
la joven con un tono y un acento que bastaron para desconcertar a Béringheld—,
una cita de la que me vanaglorio. Pero el hombre que espero se parece tanto a
usted, que la visión de su cara me ha sorprendido profundamente.
Apenas hubo pronunciado la
joven estas palabras, cuando el estupor que se había apoderado de ella pasó al
alma intrépida del general. Palideció, se tambaleó, y a su vez miró a la
desconocida con ojos extraviados.
Hubo un momento de silencio
durante el cual la extranjera examinó la transformación del rostro del general,
y fue ella quien habló primero.
—¿Puedo preguntar yo ahora
qué razón hay para que mis palabras hayan desconcertado al general Béringheld?
El general, invadido por mil
recuerdos penosos, exclamó:
—¿Se trata de un hombre
joven?
—General, no puedo responder
a su pregunta.
—Si mis sospechas tienen
alguna base, señorita, corre usted los peores peligros, y no sé por qué medios
hacérselo ver.
—Caballero —prosiguió ella
con una ligera sonrisa—, no corro el menor riesgo. No es la primera vez que
acudo a esta cita.
El general hizo el gesto de
un hombre al que le han quitado un enorme peso de encima.
—Hija mía —dijo con tono
paternal—, quizá permanezca en Tours. No cabe duda de que volveré a verla en
sociedad. Sus gestos, su tono, me indican que es usted una joven dama,
esperanza de una familia distinguida. Por su honor, acepte mi brazo... y vuelva
a la ciudad. Un presentimiento secreto me dice que es usted el juguete del que
espera, y... tarde o temprano, le ocurrirá una desgracia... Aún está a tiempo,
venga...
La muchacha dejó escapar un
gesto de altivez que demostraba que esa sospecha la hería.
—¡Ah, perdóneme, señorita! —Prosiguió
Tulio—. Si no me inspirase ningún interés no le hablaría de esta manera. Y...
por poco que los motivos de esta cita se apoyen en un sentimiento profundo, me
ve usted dispuesto a servirla con toda la diligencia de una antigua amistad.
Al terminar estas palabras
dieron las once en Saint-Gatien. Las campanadas traídas por el viento fueron
escrupulosamente contadas por la desconocida.
—General —dijo—, he venido
bastante deprisa y tengo tiempo de explicarle por qué circunstancias una joven
de mi edad, mi porte, mi cuna, se encuentra, en medio de la noche y en las praderas
del Cher, esperando una señal extraña, mientras los míos me creen entregada a
un sueño pacífico. Me debo a mí misma aclarar unas sospechas que no dejarían de
convertirme mañana en la fábula de la ciudad. Pues usted no podría resistirse a
hablar de ello.
Estas últimas palabras
fueron acompañadas de una sonrisa ligeramente irónica, que dio a su fisonomía
una gracia mordaz.
—¡Ay!, señorita, se lo
suplico por lo que más quiera. Por su madre, por usted misma, dígame si el
hombre que la ha hecho venir a este lugar es joven o viejo... ¡Si es cierto que
se me parece!... También, yo, soldado acostumbrado a todo lo que la guerra
tiene de peligros y horrores, tiemblo por usted... ¡Si fuera
él!... ¡Pobre niña!...
—General —dijo ella tomando
una actitud severa que la luz de la luna resaltaba, impresionando a la
imaginación—, general, no me pregunte... Es más, cuando yo haya terminado mi
sencillo relato, cuando oiga la señal, no siga mis pasos, no me retenga,
júremelo.
—Se lo juro —dijo el general
con tono grave.
—¿Por su honor? —prosiguió
ella con expresión de temor.
—Por mi honor —repitió el
general.
En aquel momento, Béringheld
miró hacia la colina. Vio al humo, más negruzco, más abundante, formar una nube
espesa.
La muchacha también se
volvió hacia aquel lado con una ansiedad visible. Luego posó su mirada durante
algún tiempo sobre la luz vacilante y débil que se escapaba del pie de la
montaña.
Ella y Béringheld se
observaron después de haber contemplado juntos la roca, y por un momento se
sumieron en unas reflexiones que, a juzgar por la expresión de sus rostros,
parecían coincidir.
Finalmente, la joven dijo
aún al general:
—Júreme que no irá al Agujero de
Grammont, es decir, al lugar donde brilla esa luz. Júremelo,
general.
Esta petición fue acompañada
por una expresión suplicante y asustada que revelaba cuánto temía la muchacha
un rechazo.
—Se lo prometo —contestó el
general.
La alegría inocente que
manifestó la desconocida probaba el candor virginal de su alma. Se sentó
arreglando su chal sobre la hierba y, mostrando con el dedo al general una
piedra que le servía de asiento, esperó que acabaran de pasar algunos
militares, así como un médico que, volviendo a caballo de alguna visita
urgente, se había detenido en el camino para intentar reconocer a las personas que
distinguía vagamente.
Pareció mirar al general y a
la muchacha con sorpresa, pero en seguida partió al galope.
Entonces la bonita turonense comenzó su relato más o menos en estos
términos...
[1] Las orillas del Loira y afluentes están bordeadas de terraplenes para
evitar las inundaciones. (N.
de la T.)
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