miércoles, 30 de enero de 2019

LITERATURA DE RESCATE. Honoré de Balzac. Novela. EL CENTENARIO.


LITERATURA DE RESCATE.
Honoré de Balzac nació el 20 de mayo de 1799 en Tours (Francia). Honoré de Balzac falleció el 18 de agosto de 1850. Fue enterrado en el camposanto Pére Lachaise, donde Victor Hugo pronunció el discurso fúnebre.
***
De su primera época de escritor —en la que se dice era mantenido por una casada— data este terrorífico novelón, que no firmó con su nombre- Hoy lo rescatamos, considerándolo un excelente relato, loco, apasionante, aunque sin duda descuidado en su redacción, dadas las condiciones en que fue escrito. Casi podríamos decir que publicamos un Balzac inédito, firmado en su día por su «alter ego», Horace de Saint-Aubin. 
La tenebrosa historia de un hombre cuya vida no tenía fin, que necesitaba alimentarse de juventud, como un vampiro, para continuar su larga fatiga, que conocía todas las ciencias, que sabía todos los secretos, y cuya centenaria experiencia influyó en las decisiones del mismísimo Napoleón. 
Ideas contenidas en este caudaloso y fantástico libro pueden considerarse precedentes de «La semilla del diablo» y su satánica gestación, y de la escenografía de «El fantasma de la Opera». Balzac insistió en este asunto de la vida eterna escribiendo «Melmoth reconciliado» donde utiliza el personaje Melmoth (pariente próximo de su Centenario) de Charles R. Maturin.

 Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
(Fragmento. Novela. EL CENTENARIO).
Traducción de Mercedes Juste, Portada: «Collage» original de Emma Cohen
Una colección dirigida por Juan Tébar
Título original: «Le centenaire»
© De esta traducción para Biblioteca del Terror, Ediciones Forum
Córcega, 273-277. Barcelona-8
Diseño de interiores: Mauricio d'Ors
Retrato de Balzac: «Photo Lapi Viollet»
I.S.B.N.: 84-85604-71-7 (obra completa)
I.S.B.N.: 84-7574-042-1
Depósito legal: M. 34.598-1983
Distribución: MIDESA Distribuidora de Ediciones.
Carretera de Irún, Km. 13,350 (Variante de Fuencarral). Madrid-20
Composición: Fernández Ciudad, S. L.
Imprime GREFOL, S. A., Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España



El peñasco de Grammont — El general La joven — Un juramento
Hay noches cuyo espectáculo es  imponente, y su contemplación nos abisma en un recogimiento lleno de encanto. Me atrevo a decir que son pocas las personas que no han sentido en su alma esa nostalgia osiánica producida por la visión nocturna de la inmensidad de los cielos.
Esta forma de sueño del alma se impregna del carácter de aquel que lo experimenta, y causa entonces pacer o pena, o incluso una especie de sentimiento que participa de estos dos extremos sin ser ninguno de ellos.
Nunca se encontrará, creo, un paraje más propicio a los efectos de esta meditación que el encantador paisaje que se descubre desde el pico de la montaña de Grammont, ni una noche tan adecuada para tales ideas como la del 15 de junio de mil ochocientos diez y... En efecto, unas nubes de formas extrañas formaban mágicas y móviles estructuras aéreas, que empujadas por un viento rápido, dejaban en el firmamento espacios sin velo. La luna irradiaba una luz pálida y a menudo eclipsada que sólo iluminaba las extremidades y las hojas exteriores de los árboles, sin penetrar en las sombrías masas de follaje que se alzaban en la campiña como negros fantasmas.
Había llovido durante la mañana, y el suelo reblandecido sofocaba el ruido de los pasos. El viento se levantaba por rachas y su violencia sólo se desataba por completo en la alta región de las nubes. La noche era, pues, tranquila y majestuosa.
Se destacaban en este escenario la risueñas llanuras de Turena y los verdes prados que, del lado del Cher, preceden a la capital de esta provincia.
El follaje sonoro de los álamos desperdigados por el campo parecía quejarse bajo el esfuerzo de la brisa. La lechuza fúnebre y el buarillo dejaban oír sus chillidos lentos y lastimeros. La luna plateaba la extensa capa de agua del Cher. Algunas estrellas centelleaban acá y allá entre las nubes y a través de un vapor blanco. En fin, la naturaleza, adormecida, parecía soñar. En ese momento una división completa del ejército de España volvía a París para ponerse a las órdenes de su soberano.
Las tropas alcanzaban Tours, cuyo silencio iban a romper con su llegada.
Aquellos viejos soldados de tez curtida caminaban día y noche y atravesaban su patria sacudiéndose el polvo recogido en el suelo indómito de España. Se les oía silbar sus canciones favoritas. El ruido fugitivo de sus pasos resonaba a los lejos, y a los lejos destellaban en el campo las bayonetas de sus fusiles.
El general Béringheld (Tulio), abandonando su división, se había detenido en la cima del Grammont, y este joven ambicioso, desengañado de sus sueños de gloria, contemplaba la escena que se había ofrecido súbitamente a su mirada.
A fin de poder entregarse en paz al hechizo que le había prendido, echó pie a tierra, despidió a los dos edecanes que le acompañaban, y reteniendo solamente a Jacques Butmel, apodado Lagloria, antiguo guardia consular y devoto servidor suyo, se sentó sobre un montículo de hierba, buscando un tema nuevo para su vida futura y pensando en todos los acontecimientos que habían colmado su vida pasada. Apoyó su cabeza en la mano derecha colocando el codo sobre sus rodillas, y en esta postura posó la mirada en el delicioso pueblo de Saint-Avertin, volviéndola, sin embargo, algunas veces hacia el cielo, como si hubiera buscada un consejo en aquel libro misterioso.
El viejo soldado se había sentado y, con la cabeza en la hierba, parecía no pensar en nada que no fuera dormir un momento. Los motivos del general para detenerse en plena noche en la montaña de Grammont no le preocupaban.
Daremos una perfecta idea del carácter de este buen hombre si decimos que los menores deseos de su amo representaban para él lo que un decreto del Gran Señor para un verdadero creyente.
—¡Ah, Marianina! ¿Me has sido fiel? —exclamó Béringheld después de un momento de meditación.
Estas palabras se escaparon involuntariamente del corazón entristecido del general, que nuevamente se hundió en la profunda reflexión que se había apoderado de él.
Tulio contemplaba la pradera desde hacía más o menos diez minutos, cuando divisó a una joven muchacha, vestida de blanco, que avanzaba con preocupación campo a través. Tan pronto caminaba precipitadamente, como disminuía su marcha dirigiéndose siempre hacia el pie de la montaña sobre cuya cima se hallaba sentado Béringheld.
Estudiando con atención todos los movimientos de esta joven, el general creyó al principio que la demencia la arrastraba a este paseo nocturno. Pero cuando percibió una débil luz que iluminaba el flanco del peñasco, cambió de opinión. Su curiosidad se vio excitada en sumo grado, pues el porte y la actitud de la joven indicaban su pertenencia a una familia posiblemente acomodada.
Sus andares y su cintura eran gráciles. Un chal colocado con arte protegía su cabeza del fresco de la noche. Su cinturón, de color rojo, destacaba sobre la blancura de su vestido. Aquel trayecto solitario y nocturno, aquel paso desigual y la luz que iluminaba el pie del peñasco de Grammont, formaban un conjunto de circunstancias creadas para justificar la curiosidad de Béringheld y lo que siguió.
Abandonó su sitio y comenzó a descender la colina para alcanzar a la muchacha que se hallaba ya en el terraplén del Cher[1] . Su intención era hablarle antes de que llegase al pie de la roca.
El general había dado apenas tres pasos, cuando un rayo de luz, al caer sobre una sepecit de soto que adorna el flanco de la montaña, le permitió distinguir un vapor blanco y muy móvil que reconoció como un humo espeso que se escapaba del seno de aquella roca.
Esta circunstancia le sorprendió tanto más, cuanto que la estación en que se hallaban en aquel momento explicaba mal la presencia de una lumbre en el lugar al que la joven se dirigía.
Béringheld poseía una energía, una fuerza de deseo que no le permitían moderar sus sentimientos. Su corazón estaba repleto de un ardor irresistible que volcaba en todo. Así, pues, empezó a correr, y bajó por la montaña más como un lobo que se lanza tras su presa que como un joven que se apresura a dar consejo a la imprudencia o a proteger la debilidad.
La joven lo descubrió y, al ver brillar los adornos del uniforme del general, concibió un temor muy natural. Creyendo poder hurtar su maniobra a la aguda mirada de Béringheld, abandonó el terraplén y avanzó con mayor lentitud por en medio de los árboles de los prados e intentó esconderse cuidadosamente detrás de los troncos de los olmos, en los salientes del terraplén o debajo de los arbustos.
Sin embargo, por muchas precauciones que tomó, le fue imposible engañar al general, que muy pronto se halló a poca distancia del montículo donde se había refugiado. Ella se detuvo al darse cuenta de que no podía evitar al extranjero que la perseguía.
Béringheld por su lado, movido por algún impulso inexplicable, permaneció en su lugar y estudió con mayor atención a la joven desconocida.
Existen fisonomías que traicionan instantáneamente los sentimientos anímicos por medio de signos certeros que, a su vez, reconocen de una ojeada aquellos que han observado la naturaleza.
En un momento, el general adivinó el carácter de la joven. Sus ojos grandes, redondos y brillantes, revelaban por. su movilidad un alma inclinada a la exaltación. Su frente amplia y sus labios bastante gruesos parecían proclamar qué grande era su corazón, qué generoso y orgulloso, pero de ese orgullo que no excluye la confianza ni la bondad.
No hay que pensar, sin embargo, que esta joven fuera bella. Tenía eso que llaman una fisonomía, un semblante distinguido, y lo que aún gustó más a Béringheld, un semblante inspirado.
Todo lo que en el rostro del hombre expresa exaltación se hallaba tan concentrado en los rasgos de la muchacha solitaria, que el general dedujo sin vacilar que una pasión violenta guiaba a la joven.
Todo en ella indicaba más tristeza y sufrimiento que melancolía. Por lo demás, era fácil intuir que el origen de aquel dolor no era una enfermedad física, sino que su negra preocupación se debía a circunstancias, por así decirlo, externas.
El general cesó de observarla y avanzó hacia el montículo desde el cual la desconocida, de pie y atenta, miraba a Béringheld con un sentimiento en el que se mezclaban la inquietud, el temor y la curiosidad.
Aquí debo hacer notar que Tulio llevaba su sombrero de general de tal manera, que la proyección del cuerno cubría de sombra su cara.
La joven no pudo distinguir el rostro del oficial hasta que éste puso el pie sobre el montículo de césped. En cuanto pudo observarlo retrocedió algunos pasos, dejando escapar un gesto de sorpresa que Béringheld tomó por temor.
—Espero, señorita —dijo el general—, que no se sorprenda de que me haya apresurado a venir a ofrecerle mi ayuda, al verla sola, de noche en medio de estos prados, cuando los militares pasan a cada instante por esta ruta. Si mi presencia la importuna y si mi ofrecimiento le parece una indiscreción, hable... Soy el general Béringheld. Este título y este nombre quizá la persuadan de que no tiene nada que temer de mí.
Al oír el nombre de Béringheld, la joven se acercó al general y, sin proferir una sola palabra, con la mirada clavada aún en el rostro del célebre guerrero, se inclinó respetuosamente. Pero su reverencia estaba impregnada del mismo asombro e indecisión que se reflejaban en su rostro. Siguió contemplando con fijeza y estupor los rasgos de Tulio después de enderezarse.
El general, ante la actitud extática de la joven desconocida, se convenció definitivamente de que sufría una enajenación mental. La miró dolorosamente y exclamó:
—¡Pobre desgraciada!..., aunque no tenga razones para estar satisfecho de la constancia y la sensatez de tu sexo, no tengo más remedio que compadecerte. Tu estado prueba que al menos tus sentimientos no eran débiles y que has amado con delirio.
—¡Eh, general!, ¿qué le hace pensar así de mí?... Mi sorpresa es muy natural, y puedo explicársela fácilmente sin faltar a lo que he prometido. Voy a una cita...
—¿Una cita, señorita?
—Una cita, general —replicó la joven con un tono y un acento que bastaron para desconcertar a Béringheld—, una cita de la que me vanaglorio. Pero el hombre que espero se parece tanto a usted, que la visión de su cara me ha sorprendido profundamente.
Apenas hubo pronunciado la joven estas palabras, cuando el estupor que se había apoderado de ella pasó al alma intrépida del general. Palideció, se tambaleó, y a su vez miró a la desconocida con ojos extraviados.
Hubo un momento de silencio durante el cual la extranjera examinó la transformación del rostro del general, y fue ella quien habló primero.
—¿Puedo preguntar yo ahora qué razón hay para que mis palabras hayan desconcertado al general Béringheld?
El general, invadido por mil recuerdos penosos, exclamó:
—¿Se trata de un hombre joven?
—General, no puedo responder a su pregunta.
—Si mis sospechas tienen alguna base, señorita, corre usted los peores peligros, y no sé por qué medios hacérselo ver.
—Caballero —prosiguió ella con una ligera sonrisa—, no corro el menor riesgo. No es la primera vez que acudo a esta cita.
El general hizo el gesto de un hombre al que le han quitado un enorme peso de encima.
—Hija mía —dijo con tono paternal—, quizá permanezca en Tours. No cabe duda de que volveré a verla en sociedad. Sus gestos, su tono, me indican que es usted una joven dama, esperanza de una familia distinguida. Por su honor, acepte mi brazo... y vuelva a la ciudad. Un presentimiento secreto me dice que es usted el juguete del que espera, y... tarde o temprano, le ocurrirá una desgracia... Aún está a tiempo, venga...
La muchacha dejó escapar un gesto de altivez que demostraba que esa sospecha la hería.
—¡Ah, perdóneme, señorita! —Prosiguió Tulio—. Si no me inspirase ningún interés no le hablaría de esta manera. Y... por poco que los motivos de esta cita se apoyen en un sentimiento profundo, me ve usted dispuesto a servirla con toda la diligencia de una antigua amistad.
Al terminar estas palabras dieron las once en Saint-Gatien. Las campanadas traídas por el viento fueron escrupulosamente contadas por la desconocida.
—General —dijo—, he venido bastante deprisa y tengo tiempo de explicarle por qué circunstancias una joven de mi edad, mi porte, mi cuna, se encuentra, en medio de la noche y en las praderas del Cher, esperando una señal extraña, mientras los míos me creen entregada a un sueño pacífico. Me debo a mí misma aclarar unas sospechas que no dejarían de convertirme mañana en la fábula de la ciudad. Pues usted no podría resistirse a hablar de ello.
Estas últimas palabras fueron acompañadas de una sonrisa ligeramente irónica, que dio a su fisonomía una gracia mordaz.
—¡Ay!, señorita, se lo suplico por lo que más quiera. Por su madre, por usted misma, dígame si el hombre que la ha hecho venir a este lugar es joven o viejo... ¡Si es cierto que se me parece!... También, yo, soldado acostumbrado a todo lo que la guerra tiene de peligros y horrores, tiemblo por usted... ¡Si fuera él!... ¡Pobre niña!...
—General —dijo ella tomando una actitud severa que la luz de la luna resaltaba, impresionando a la imaginación—, general, no me pregunte... Es más, cuando yo haya terminado mi sencillo relato, cuando oiga la señal, no siga mis pasos, no me retenga, júremelo.
—Se lo juro —dijo el general con tono grave.
—¿Por su honor? —prosiguió ella con expresión de temor.
—Por mi honor —repitió el general.
En aquel momento, Béringheld miró hacia la colina. Vio al humo, más negruzco, más abundante, formar una nube espesa.
La muchacha también se volvió hacia aquel lado con una ansiedad visible. Luego posó su mirada durante algún tiempo sobre la luz vacilante y débil que se escapaba del pie de la montaña.
Ella y Béringheld se observaron después de haber contemplado juntos la roca, y por un momento se sumieron en unas reflexiones que, a juzgar por la expresión de sus rostros, parecían coincidir.
Finalmente, la joven dijo aún al general:
—Júreme que no irá al Agujero de Grammont, es decir, al lugar donde brilla esa luz. Júremelo, general.
Esta petición fue acompañada por una expresión suplicante y asustada que revelaba cuánto temía la muchacha un rechazo.
—Se lo prometo —contestó el general.
La alegría inocente que manifestó la desconocida probaba el candor virginal de su alma. Se sentó arreglando su chal sobre la hierba y, mostrando con el dedo al general una piedra que le servía de asiento, esperó que acabaran de pasar algunos militares, así como un médico que, volviendo a caballo de alguna visita urgente, se había detenido en el camino para intentar reconocer a las personas que distinguía vagamente.
Pareció mirar al general y a la muchacha con sorpresa, pero en seguida partió al galope.
Entonces la bonita turonense comenzó su relato más o menos en estos términos...



[1] Las orillas del Loira y afluentes están bordeadas de terraplenes para evitar las inundaciones. (N. de la T.)

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