ESPERANDO A BECKETT
BUSCA Y REBUSCA
A pesar de
que Samuel Beckett dramaturgo haya gozado de
una decisiva preponderancia sobre Beckett novelista, es en sus seis novelas[1]
donde se hace patente su originalidad;
sus obras de teatro no aportan más que una acotación marginal a lo que ya las novelas indican con espacio
más dilatado y fuerza más intensa. Las obras teatrales
en sí —Esperando a Godot, Fin de partida,
La
última cuita, Acto sin palabras, por
ejemplo— no son más que fragmentos
de las novelas, episodios inmersos en un contexto más amplio. El
auténtico Beckett —arrogándonos la
pretensión de definirlo— es el novelista
que, de forma casi arbitraria, desmenuzó sus novelas en fragmentos etiquetándolos de tragicomedias,
monólogos, mimos, etc.
Las dos primeras novelas de Beckett —Murphy
(1938) y Watt (publicada
en 1953, pero escrita en 1942-1944)— fueron
redactadas en inglés y se desarrollan en un ambiente decididamente inglés, pero
aquel novelista, hijo de Irlanda, tendría que asociarse bien pronto a una forma continental
de ver las cosas, tanto desde el punto de vista literario como
filosófico. En filosofía rechazaría de plano el
racionalismo y la lógica ingleses en favor de la división cartesiana
entre cuerpo y alma. Y en literatura, se encuentra más próximo
a Proust, Céline, Sartre, Camus y Ionesco, así como a escritores
experimentalistas como Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute, que a los novelistas
ingleses de los últimos cien años. Sólo muestra cierta afinidad
con Joyce,
y tal vez con Dickens, y ello menos por el contenido
que por ciertos patrones y técnicas que se repiten en sus obras.
Beckett es un Joyce que se ha avinagrado, un Joyce sepultado
después de Ulises. Si Stephen
Dedalus hubiera fracasado en todas sus empresas y, en consecuencia, se
hubiera convertido en un haragán, un vago o un escritor sin
tesis, podría haber encajado en alguna de las novelas de
Beckett, en las que casi todos los protagonistas son escritores que
hacen la crónica de sus fastidiosas odiseas. Sus
narraciones, sin finalidad ninguna —precisamente su misma esencia
es la ausencia de todo objetivo— son aventuras
egocéntricas que registran todo aquello que mantiene su
propio pasado ante ellos, dado que su presente ya no
les aporta placeres. Sin embargo, incluso su pasado es
penoso: una desabrida sucesión de desventuras y
oportunidades perdidas, de relaciones forzadas que jamás
desearon, de empleos y familias y gente extraña... todo pululando
en derredor suyo para torturarlos. En todos los
ejemplos van adquiriendo gradualmente conciencia de la
absurda diferencia entre sus menguadas esperanzas y
su realización, más menguada todavía.
La utilización del absurdo existencial se convierte para Beckett —al igual que
ocurriera con Camus— en un ingenio
metafísico que servirá para explorar la existencia, adoptando diversas formas. La «realidad» de una
novela de Beckett es un sueño exagerado, una dilatada pesadilla que abarca pasado y futuro, una manifestación
fluida de algo aparentemente
preconsciente. El mundo de la primera
novela de Beckett, Murphy, tiene
pocas de aquellas piedras de toque
que esperaríamos encontrar incluso en la novela simbolista. Comparadas con Murphy,
las obras simbolistas de
Conrad, Lawrence y Joyce no parecen otra cosa que proyecciones realistas de problemas cotidianos. Constituyendo
en mayor medida la presentación de un problema
filosófico que una novela en el sentido corriente. Murphy en algunos
aspectos parece realizada a partir de
los mismos materiales que El extranjero, cuya
primera versión fue concebida por
Camus no mucho tiempo después de que
fuera publicada la novela de Beckett.
Sin querer forzar el paralelismo, el lector podrá ver en ambas
novelas el intento del protagonista de permanecer inocente, de
eludir los disparatados contactos que el mundo espera de
él. Murphy se mece en el balancín, desnudo, atado (como un héroe
griego castigado por los dioses), pero con el espíritu libre. Nadie influirá en
su espíritu: «Y la vida en su espíritu le proporcionaba
placer, un placer tal, que placer no era la palabra». Ambas novelas
contienen una reprobación rousseauniana del mundo: la
negativa de Meursault a llorar en el entierro de su madre es la
negativa de Murphy frente al trabajo. En las dos
circunstancias los protagonistas deben afrontar lo absurdo de la
existencia para establecer la trágica intensidad de sus
propias vidas. Cada uno vive de forma distinta a lo que de él se espera y, a
pesar de ello, los dos abrigan la esperanza de no ser juzgados.
Aunque no existan verdades eternas, Murphy trata de encontrar la Verdad en su mecedora;
desnudo y atado se esfuerza por dejar tras él un mundo de falsas apariencias, en
una contemplación de la realidad que lo hace similar a Buda. Para Murphy el
mundo real es como aquella caverna de apariencias de Platón, mientras que su
propia «caverna interior» es el verdadero mundo.
Un
personaje central en Beckett se encuentra en perpetuo conflicto con los objetos
que lo rodean, ya que únicamente él tiene realidad. Al igual que Descartes
separaba el cuerpo del alma para tratar, después, de reintegrarlos, Beckett
divorcia a las personas de los objetos para tratar, más tarde, de hallar alguna
relación entre ellos. La novela francesa de última hora, cuyo arquetipo sería
la obra de Alain Robbe-Grillet, Michel Butor y Nathalie Sarraute es, en cierto
sentido, una acotación marginal a la producción de los veinte últimos años de
Beckett. Robbe-Grillet presenta un mundo en el que «las cosas son las cosas y
el hombre sólo es el hombre», es decir, las cosas siguen siendo impenetradas,
«objetos duros y secos» ajenos a nosotros.
Un
protagonista para Beckett, ya se trate de Murphy, de Watt, de Molloy o de
Malone, ha rehusado desde largo tiempo a la complicidad con los objetos. O, de
otro modo, los objetos han seguido fuera de su alcance. En cualquier caso, se
encuentra aislado del resto del mundo, ajeno a los deseos y necesidades de
éste. La dicotomía entre su espíritu y su cuerpo encuentra analogía en el mundo
exterior en la dicotomía entre los seres y los objetos. Así pues, el mundo de
Beckett opera por mitades, y la dialéctica en cualquier novela dada se
producirá siempre que dichas mitades entren en colisión, siempre que se origine
la tensión entre el cuerpo y el espíritu, por un lado, y los seres y los
objetos, por otro.
Con este
esquema básico, no es de extrañar que los personajes de Beckett estén faltos de
una clara identidad. En virtud del mismo hecho de encontrarse divididos, no pueden identificar que sean, y en virtud del mismo
hecho de encontrarse el mundo dividido, no pueden ser identificados con nada
ajeno a sí mismos. En consecuencia, todas sus novelas adoptan la forma de una búsqueda, sobre todo la búsqueda estrecha de un yo que,
irónicamente, no se diferenciará
jamás de lo que realmente es el personaje. Es, por supuesto, en la acentuación de este motivo simbólico —aquel en que el personaje busca su
perdida personalidad, que equivale a
un paraíso o a un infierno perdido— donde Beckett se asocia a los escritores de
vanguardia de este siglo. No
obstante, a pesar de lo familiar del
tema, en su desarrollo en Beckett constituye el producto exclusivo de un espíritu original.
En busca de identidad, cósmica en su propósito, un personaje central en
Beckett deja muy atrás al mundo cotidiano. Además, para Beckett, la búsqueda no
es melodramática ni trágica sino cómica: la búsqueda de un yo
que incluso el protagonista sabe no puede rescatarse. Cuando
alguien busca con la esperanza de encontrar algo que lo elude
constantemente, el resultado será trágico para él; pero
cuando busca conociendo que lo que le escapa ahora
seguirá escapándole y sigue buscando prescindiendo del
éxito, el resultado suele ser gracioso. Una persona así se convierte en un tipo
particular de loco, víctima de chistes efectivos, ironías cósmicas, experiencias
paradójicas; aunque ninguno de tales contratiempos importe
realmente. El que busca no hace otra cosa más que representar
simplemente lo que él sabe es un juego. Esto es lo que
ocurre con los protagonistas de Beckett: reconocen que
las divisiones que los han escindido jamás podrán ser
salvadas y que de ellos se espera (¿quién lo espera?) que
aguarden, actúen y tengan esperanzas. Todos los
personajes de Beckett esperan a Godot, cada uno a su modo, y aquél no llegará jamás.
Puesto que Godot aliviaría los males que les
aquejan y tal solución es en sí
misma una imposibilidad en un mundo absurdo.
En un mundo que ni castiga ni recompensa, las aspiraciones,
la esperanza, la ambición, la misma voluntad carecen
evidentemente de todo sentido. Nadie conseguirá nada: Murphy
muere, resultado indirecto de conseguir empleo. Molloy
llega hasta la habitación de su madre, pero, ¿con qué
fin? Moran busca a Molloy y cada vez va asemejándose
más a su tullida presa. La búsqueda termina en un círculo.
Malone espera la muerte, decrépito, desamparado. El
Innombrable trata de averiguar qué o quién sea él. Y en un mundo en el que es
inasequible la consecución, la tragedia lo es también. Están ausentes intencionadamente
la evolución y desenvolvimiento necesarios a la tragedia,
puesto que tragedia presupone un sentido coherente dentro
del mundo. Viene a indicar que los fines que se persiguen,
la voluntad, las aspiraciones actuarán dentro de una
estructura social que, cuando menos en potencia, es progresiva,
y es del todo evidente que este género de mundo está
ausente en Beckett. Tan al margen que son casi inexistentes,
los personajes de Beckett actúan, no obstante, con
tan intenso ardor que convierte en heroísmo el simple
hecho de ensartar un orinal con un bastón o de encontrar
un trozo de lápiz. Los personajes de Beckett sufren
en su mundo en miniatura, pero en su sufrimiento
está ausente el heroísmo. Para Beckett, al contrario de lo
que ocurre con Faulkner, el sufrimiento carece de
connotaciones heroicas. Por no tener sentido, el sufrimiento
resulta más bien cómico. Tal vez por esta razón se haya
acusado a Beckett de escribir anti-novelas: novelas que
niegan la vida y que encuentran graciosa esta misma negación.
Para Beckett el haragán es una entidad metafísica, una persona
tan alejada de la sociedad «normal» que sus actos y
comportamiento se producen casi en forma cósmica. Al separar al personaje de los objetos
que lo rodean y al escindir, además, al
personaje en cuerpo y alma, Beckett es capaz de crear cierto tipo de realidad
fragmentada. Poblado por holgazanes,
vagabundos, inadaptados y lisiados,
este mundo es un collage de imágenes surrealistas prendidas entre sí con alfileres en virtud menos
de su fuerza narrativa y más de
estados sentimentales en el individuo. Los matices del sentimiento lo van a
resolver todo y aquí es donde
Beckett apunta el conflicto filosófico
central que impregnará toda su obra.
Si los únicos hechos susceptibles de ser investigados son
los estados del sentimiento, del espíritu o del pensamiento,
entonces, ¿cómo se explica la existencia de las cosas? Si una
cosa no es más que lo que resulta evidente para los
diversos sentidos, entonces es que, en realidad, no hay objeto que posea
sustancia o forma por sí mismo: su forma, evidentemente, dependerá
de la apariencia que adopte para los diferentes sentidos en distintos momentos.
Por consiguiente, tendremos que mostrarnos escépticos casi
radicales frente a las cosas. En el pensamiento cartesiano, al igual que en
Beckett, el espíritu importaba más que la materia, lo subjetivo
era más significativo que lo objetivo. Según Descartes, el único medio de que pudiera
conseguirse que el espíritu pactara con los cuerpos era a
través de Dios. El argumento manifestaba lo siguiente: dado que Dios infunde al
hombre una intensa inclinación a creer en los cuerpos, de no existir dichos cuerpos
indicaría que Dios nos engaña; pero como, dada la naturaleza
de Dios, esto es imposible, entonces es que los cuerpos existen.
¿Qué ocurrirá, no obstante, si eliminamos a Dios del universo,
tal como hace Beckett? ¿Qué relación podrá haber entre el hombre y los objetos
externos que lo circundan, si es eliminada la fuerza conectiva, para llamarla
de algún modo? El hecho cierto es que el resultado será una
especie de caos, el caos de las novelas de Beckett, donde el único
orden impuesto es el que aportan los propios personajes, los cuales
enuncian el problema a través de sus mismos
escritos. El hecho es que Beckett sustituye
a Dios al hacer que el personaje se convierta en un sustituto autor que creará, entonces, su propio mundo y que, por sí mismo, inferirá la conexión
necesaria entre alma y cuerpo. La utilización que hace Beckett del autor anatematizado, asumiendo funciones similares a
las de Dios, es un recurso familiar
a Baudelaire y a Rimbaud. Los
escritores de Beckett —Molloy, Moran, Malone, el Innombrable— crean todos sus propios mundos y su problema más importante estriba únicamente en
resolver este dilema filosófico: la
necesidad de acercarse a los objetos, de apresar los objetos, de hacer las
paces con el mundo de los objetos. Su problema más sencillo —o el más difícil— suele ser el de poner las manos en
las cosas elementales que les son precisas. No cabe duda de que Beckett minimizó sus necesidades —una piedra, un
lápiz, una libreta, un bastón, un
paraguas, una bicicleta— al objeto de reducir la relación entre persona y objeto
a los primeros principios, en cuyo estadio el problema podrá «resolverse» a través de procedimientos más
cómicos que trágicos.
El hacer hincapié en las cosas sirve igualmente para otra función:
la de aportar firmes raíces en el mundo de la realidad con
el fin de ofrecer consuelo frente a la tortuosa corriente que
es la conciencia de los protagonistas. Joyce, por ejemplo,
atajó la fuente verbal de Bloom intercalando hábilmente en
la narración numerosas referencias a Dublín, de forma que Bloom quedó dotado de
sustancia, al mismo tiempo que de espíritu, a través de lo que le rodeaba.
Beckett opera de forma parecida. Sin valerse de Dublín como
telón de fondo, emplea los puntales corrientes de la
vida cotidiana para infundir una dimensión espacial a sus
novelas. El hecho de hacer hincapié en los objetos —sin importarle su
mediocridad ni su vileza— impide que sus personajes se sutilicen, partiendo de la existencia
positiva, camino de estados puros del ser. Ya hemos visto que
tal toma de conciencia de la dimensión espacial como
contrapunto de los estados sentimentales de los personajes, ha venido a
ser la raison d'être de una «nueva
ola» de escritores franceses como Robbe-Grillet.
Esta importancia que Beckett, y los escritores franceses,
conceden a la dimensión espacial indica un curioso rodeo en torno a la obra de
Proust, con su acentuación de la dimensión temporal de la
memoria. El propio Beckett vio en las novelas de Proust, y a en 1931, el camino a
través del
cual el arte descifraría los misterios del universo y halló en la utilización que hace Proust de la memoria involuntaria una herramienta temporal como forma
de desguarnecer certeramente de todos
los aditamentos para llegar a lo
esencial. En una carta dirigida a Antoine Bibesco, Proust había explicado qué entendía él por memoria involuntaria, teoría valiosa para Beckett
en dos aspectos: tanto por su influencia inmediata sobre él como en un medio que, más tarde, ha de procurar su
reacción a las dimensiones
temporales en conjunto.
La memoria involuntaria se ocupa de aquella parte del cerebro
que acumula sensaciones pasadas, censuradas —por decirlo
así— por la memoria voluntaria, y que podrá evocarse
a través de un perfume, un sabor o una sensación
momentánea, a cuyas cosas Proust llamaría más tarde momentos
privilegiados. La memoria involuntaria, al igual que
la conciencia psicoanalítica, contiene un pasado
recordado a medias, a medias olvidado, que podrá invocarse
en cualquier momento de revelación repentina.
Un viaje a través de la memoria involuntaria es un intento
de amalgamar todo el tiempo, penetrando por debajo de la
superficie hasta aquellas profundidades que contribuyan a definir la «realidad»
de un ser humano. Es un recurso antinaturalista, destinado a un sondeo psicoanalítico
del carácter y la personalidad, y esto sería precisamente lo que atraería al
joven Beckett. Y, a pesar de que más adelante abandonaría el interés que sintiera por
el tiempo en sí mismo, el método habría de infiltrarse de
forma curiosa en su propia obra. Al ahondar en la memoria involuntaria,
Beckett descubriría un paraíso perdido, de hecho el único paraíso
auténtico tanto para Beckett como para Proust precisamente por la razón de ser
un paraíso perdido. La memoria es, por supuesto, el único medio de
desvelarlo. Por ello Proust trabajaría en sus siete
volúmenes. No obstante, para Beckett el paraíso perdido no podrá recuperarse ni
siquiera en la memoria porque, por un hecho paradójico, la imposibilidad de recuperar
lo perdido es lo que lo convierte en paraíso. Esperar más
será esperar en vano, negar lo que es realmente la
vida. Para Molly, por ejemplo, el paraíso transmite la
reminiscencia de su madre que él trata de recuperar
emprendiendo su imposible búsqueda; pero, de dar con
ella, la realidad negaría la visión paradisíaca y, en consecuencia,
la búsqueda sería infructuosa y una derrota en sí misma. Por tanto, toda la
búsqueda que presentan las novelas de Beckett —ya sea en las obras de
preguerra, Watt y Murphy, ya en las de postguerra, Molloy, Malone muere y El Innombrable— está predestinada
al fracaso. Una vez perdido el propio paraíso personal —y
en el mundo de Beckett jamás se podrá ni siquiera tener
conciencia de tal pérdida— queda esta realidad que es
con la que uno vive. Si el lector acepta esta actitud común
a muchos de los protagonistas de Beckett, percibirá
algunas de las restricciones bajo las que viven dichos personajes. Estos seres
no tienen ilusiones, puesto que cuando no se tiene un paraíso real en el que
puedan cifrarse
las esperanzas o en el que se pueda soñar, las ilusiones son ilusorias.
Existe en Beckett, tal vez como consecuencia directa de su
actitud frente a Proust y frente a todo lo que Proust propugna,
un áspero realismo que trata de suavizar por medio de
recursos cómicos procedentes de autores tan dispares como Joyce,
Sterne y Swift. En las novelas de preguerra, que escribió en
inglés, se hace más evidente la influencia de los escritores
ingleses y los temas son menos desesperanzados, aun siendo
sombríos, pero en las novelas de postguerra, escritas en francés, cuya composición,
al decir de Beckett, es fundamental para toda su ideología, los
recursos son menos explícitamente atribuibles a Joyce o
a Swift, presentando mayor afinidad con elementos grotescos
propios de Camus y Sartre. A pesar de todo, en ambos períodos
se evidencia la característica de Beckett: un haragán, un vagabundo o un
intruso, el necio de la época isabelina reducido, por desintegración, a una sombra
de su prístina personalidad. Sin esplendor ninguno, ya intrínseco, ya de tipo
vicario arrebatado tal vez a su noble maestro, el intruso de
Beckett se convierte en arquetipo de un mundo en declive: el loco universal. Ahora,
el vagabundo será el patrón, simplemente por el hecho de que no
existe otro modelo. Estragón y Vladimir, esperando al
que jamás-ha-de-llegar Godot; Moran en su extraña búsqueda de Molloy para, al
hallarlo, salvar una parte de su propio yo; Murphy tratando de eludir el trabajo
y torturándose más de lo que le torturaría el mismo trabajo; Watt en su intento de
ver a Mr. Knott, a quien sirve fiel y mudo;
Malone esforzándose para vivir entre
Dish (la comida) y Pot (los excrementos); el Innombrable anhelando el silencio pero forzado a un chorro de palabras, todos ellos son «gladiadores
moribundos» —para repetir la feliz
frase de Horace Gregory— los cuales ponen a prueba los límites de un mundo insensato, martirizados por su misma
integridad.
Aun cuando se encuentren próximos a la no existencia —
«A veces, ciertamente, es casi ridículo»— no aceptan sus papeles
como seres grotescos y patéticos. Su vitalidad y el hecho de que no se vengan
abajo en situaciones destructivas es algo que nos deja
atónitos. Los esfuerzos que hace Murphy para no trabajar se convierten en una
saga de la ingenuidad y la braveza humanas. Desafía a toda la sociedad
para poder ser él mismo, de la misma forma que Moran lo
abandonará todo —su hijo, su dignidad, su honorabilidad,
su caldeada casa— para buscar a Molloy, al que únicamente
conoce por el hecho de que Molloy, mezclado entre todos nosotros,
pulsa una cuerda.
Por muy disparatados que puedan ser los personajes de Beckett
—se hacen dignos por sus propios méritos, y por el hecho de
esperar algo que ya saben no ha de ser nada—, son personajes
cómicos en un mundo trágico. Reducidos a Lear en el
matorral, éste que fuera noble en otro tiempo y que ahora está mucho menos
capacitado que su bufón, se enfurecen y despotrican contra toda restricción y, al hacerlo,
se formulan importantísimas preguntas: ¿en qué tiempo hablará
una persona cuando su vida, al tiempo que sigue su
curso, ha cesado ya, o tal vez ni prosiga ni haya terminado?,
¿qué sentido tiene la carne cuando la experiencia ha
negado toda forma de esperanza?, ¿para qué se vive cuando ni
la carne ni el espíritu proporcionan placeres y el
recuerdo produce sólo dolor?, ¿qué sentido tienen las
aspiraciones y los fines que se persiguen para los que no se
encaminan a ningún objetivo ni tienen conexión ninguna con nada ajeno a sí
mismos?, ¿qué ocurre cuando se deja de creer en Dios y en el hombre, cuando Dios es imposible
y el hombre es repugnante?, ¿qué hay que pensar cuando
la vida pierde todo su sentido y la muerte es algo que no
se tiene la fuerza de buscar?
Estas son las preguntas que se hacen los gladiadores de Beckett, sin que
ninguno de ellos espere respuesta satisfactoria. La calidad de su desesperanza
sobrepasa la de todo personaje literario, contando tal vez con el Ferdinand
Bardamu de Céline y el Gulliver de Swift. Las dos no-entidades de Fin de partida que han sobrevivido a su
tiempo y que ahora buscan la-vida-y-la-muerte en cubos de basura son símbolos
aptos del mundo de Beckett; seguir buscando sería buscar la vida, y los seres
de Beckett están todos orientados hacia la muerte. Para ellos el dolor y la
aflicción son una curiosa forma de salvación en un mundo que intenta, con
engaño, hacerles creer que son felices.
¿Cómo,
pues, llega a convertir Beckett esta forma de ver las cosas en algo cómico,
puesto que es cómico a pesar de que se trate de una comedia restringida? Su
recurso más importante es principalmente el uso que hace de la lengua, que se
mofa, injuria, hostiga, y exaspera, sin dejar de ser en todas ocasiones la
lengua manejada por las manos de un experto. En segundo lugar, emplea la
parodia, la comedia grosera, el chiste de efecto retardado, la yuxtaposición de
desemejantes, la equiparación de lo familiar con lo no familiar, todo ello
encaminado a la creación de una realidad fantástica a la vez que grotescamente
real.
En Murphy, el personaje que da título a la
obra sigue un plan que obedece a un horóscopo de Ramaswami Krishnaswami
Narayanswami Suk para los nacidos bajo el signo de La Cabra. La persona en
cuestión que, en este caso, es Murphy, de seguir la profecía de Suk tendrá el
éxito asegurado y, por ello, Murphy se asesora con Suk a cada nuevo cambio de
su fortuna. Sin embargo, Murphy sabe que sus «perspectivas de conseguir empleo
eran las mismas en los dos sitios, en todos los sitios»: él es el último hombre
hasta el que puede llegar Suk. Murphy es el hombre que tiene negado el éxito,
el hombre orientado hacia la muerte. Las
profecías de Suk son para el oportunista,
el mundano, el osado, para aquel hombre de condición arrojada dispuesto al sacrificio y a la convivencia con tal
de prosperar; y, sin embargo, Suk es el Dios de Murphy. Las mismas cualidades, pues, de la búsqueda de Murphy, atrapado como se encuentra entre lo que le
profetiza Suk y su propia ansia de
descanso y de silencio, son las de la
humorada y del insulto. Naturalmente que Suk es un falso profeta, en pro de un
mundo en competencia pero, a pesar
de ello, para Murphy no existe nadie más
en quien creer. Sin embargo, a pesar de que modifica sus ideas para que encajen con las de Suk, Murphy
reconoce también la futilidad de un
Dios, cualquiera que éste sea.
Porque Murphy admite en sus adentros que él no es del gran mundo: «Yo soy del mundo pequeño». Y se pregunta, a pesar de seguir a Suk: ¿Por qué ha de
cultivar «las ocasiones que originan
el fracaso, después de haber ya
contemplado una vez los ídolos beatíficos de su caverna?». Y Beckett comenta, en palabras de Arnold Geulinex, cartesiano belga del siglo xvii: Ubi nihil vales, ibi nihil
velis. ¡Su epitafio a Murphy!
Suk, el trabajo, la industria, el pordiosear por el parque, son
cosas todas hostiles a la naturaleza de Murphy y todas ellas
engendran la comedia, puesto que Murphy sólo se encuentra a sus
anchas en su mecedora, desnudo, en estado contemplativo: Dios
budista que contempla la nada. Retrayéndose hasta la oscuridad de su propia existencia
cavernícola, purificado casi hasta salirse de la existencia,
Murphy pinta su espíritu «como una gran esfera hueca,
cerrada herméticamente al Universo exterior. Esto no
era un empobrecimiento, puesto que no excluía nada
que no contuviera». Un espíritu que anhela el descanso y
el silencio postreros se ve obligado a entrar en contacto con una sociedad que
va tras la competencia, el trabajo, la ambición. Y el resultado es cómico. Murphy
ingresa en el Magdalen Mental Mercyseat Hospital, no como paciente
sino como auxiliador general, y encuentra atractivas las celdas acolchadas y su
desván, parecido al útero, parecido a una tumba. Bien acogido por los pacientes,
sobre todo por uno que juega al ajedrez, encantado de
que los esquizofrénicos graves resistan todo tratamiento
encaminado a convertirlos en seres «normales», y
encontrando que las celdas acolchadas son un retiro
perfecto, Murphy disfruta de paz interior en el manicomio
durante el día y de reposo en su desván por la noche. Su apartamiento es
virtualmente completo y muere como un hombre relativamente feliz, desgajado tal como
está del mundo. Quemado por la estufa de gas, será más tarde
incinerado y esparcidas sus cenizas en una taberna, las
cuales, después, serán barridas para no distinguirse de las
colillas, las cerillas, el vómito y los demás desechos que
hay por el suelo. Este es el fin de Murphy, y es un fin
triunfante, puesto que se extingue en la muerte hasta aquel extremo que
anhelara cuando se mecía, como un Buda, en su balancín. Sus
esparcidas cenizas, perdidas entre la basura y la inmundicia son un símbolo de su modo
de vivir y de lo que fue él: las profecías de Suk son derrotadas en toda la
línea.
Watt, escrita cuatro
años después de Murphy, se compone
de una serie sucesiva de parodias. Watt se presenta a
trabajar en casa de una persona desequilibrada: Mr. Knott. De
la misma manera que el nombre de Watt indica una
perpetua pregunta (What?) sin posibilidad de respuesta,
Knott igualmente señala una perpetua respuesta (No-t) sin
posibilidad de pregunta. Pero Watt no conocerá jamás
a su amo, por lo que Knott no podrá decir No
directamente a Watt. Knott es literalmente la negación de la
cordura, la negación de la vida. La vida cotidiana en
casa de Knott se desarrolla de forma tan atenuada —el
ritmo del loco— que toda actividad adquiere cualidades
míticas, como, por ejemplo, la enorme preparación de las comidas: conglomerado
de alimentos y bebidas necesarios para la supervivencia, sin ninguna concesión
al paladar ni a un posible disfrute de las mismas.
La vida en casa de Knott discurre a paso de tortuga, y
los servidores se mueven como si el hado les hubiera condenado a su
trabajo, y después, se atuvieran a las consecuencias.
La impersonalidad conduce a una comedia de enredo: Watt intenta
conocer a Knott sin conseguirlo y, en el momento de ser despedido —a través de intermediarios—,
todavía no se ha enfrentado con él. Como en El castillo de Kafka, la ausencia de este careo es
indicativa de la ausencia de movimiento en toda la narración, y el
humor trágico de las cosas que no llegan a producirse
se convierte por sí mismo en sustancia de la novela. Beckett
detiene el trabajo de Watt en cierto momento del
tiempo, dando la impresión de que todos los momentos
son el mismo, como en éxtasis, el momento absoluto. En
relación con esto, Beckett expone a la consideración
interminables y desatinadas preguntas para rebuscar un
sentido a partir de las mismas, no encontrando nada a no ser el mismo momento:
la pregunta de Watt (¿para
qué?) carece de sentido.
Condición del empleo que ofrece Mr. Knott es que la persona
que se ocupará de su comida deberá encontrar un perro que
comerá cuanto deje Knott. El perro no deberá comer más que
lo que deja y, por tanto, no recibirá alimento entre
las comidas, aunque bien pudiera ser que nada se le
dejase, es decir, deberá tener apetito bastante para dar
cuenta de la comida íntegra caso de que Knott no tenga gana de
comer. Éste es, pues, un problema que entraña
diversas posibilidades que Watt deberá solucionar a fuerza de fatigas; y se
aplica al mismo como si su propia supervivencia dependiera en última instancia de surtir de
provisiones al perro. Watt elabora con todo detalle las posibles relaciones
entré Knott y el perro, creando a partir del
disparate un ingenioso sistema de
oferta y demanda, una virtual teoría económica. En un mundo de la nada (de
Knotts) Beckett apunta que los únicos
problemas que tienen sentido son los de la existencia y supervivencia
inmediatas; y una idea de este género
será fructífera porque no depende de nada a no ser de la propia ingenuidad. El
resolver este tipo de problema —en el
que aquí intervienen perros y comida y, en otro lugar, piedras que chupan, sombreros, zapatos, lápices y otras cosas insignificantes— forma parte del
intento de Watt de distinguir lo
real de lo ilusorio. El perro y la comida
son reales, pero Knott no lo es. Próximo a Mallarmé en su acercamiento a la nada como esencia de la existencia, Beckett
utiliza la casa de Knott precisamente como
algo que refleja la nulidad. La casa de Knott es igual que la caverna de Platón o que una sala de
espejos mágicos, en la que la imagen
reflejada va alejándose más y más de
la realidad, hasta el punto de que, en definitiva, no podrá diferenciarse la imagen reflejada del
sentido original. Beckett escribe
que «el sentido atribuido era ahora el sentido inicial perdido y vuelto
a recuperar, y ahora era un sentido
completamente distinto del sentido
inicial, y ahora era un sentido transformado —después de una demora de duración mudable y de
penalidades más o menos grandes—
partiendo de su inicial falta de sentido».
En una prosa que es seria a la vez que es parodia de lo serio, Beckett apunta que los embrollos y las
soluciones de Watt, a la manera de
un rompecabezas, no son sino intentos
de llenar de sentido el vacío. Incluso el mismo nombrar las cosas resulta difícil, ya que únicamente existe la cosa, no su nombre. «Y Watt, en general,
prefería tener que habérselas con
cosas cuyo nombre no conocía —aunque
ello fuera también doloroso para Watt— que a tener que habérselas con cosas cuyo nombre conocido, el nombre reconocido, no era ya, para él, el
nombre».
Todos estos recursos no son sino formas de producir ruido
en medio del silencio. Y, a lo menos, el ruido conducirá
hasta la comedia. Watt dispone un enorme aparato de
labor humana inútil para suministrar a un perro la
ración que Knott deja en el plato. Y esta situación está montada y
vuelta a montar en una lengua que reitera una y otra
vez, repite, reacomoda, reafirma, preocupada constantemente
por cosas ridículas. Para no malgastar sustancia
carente de valor, Watt pone en marcha una maquinaria que
multiplica infinitamente el desgaste original. Como
visión simbólica del universo, este problema y su solución
constituyen el rasgo característico de Beckett.
La reiteración de nombres, palabras, situaciones, prendas de vestir,
elementos del mobiliario —la reiteración en todas sus posibles formas— es
absolutamente normal en Beckett y contribuye a dotar de sustancia a novelas carentes
de fuerza narrativa. Cuando el lector se tropieza con una larga
serie de palabras repetidas en diversos órdenes, podrá
preguntarse para qué sirven exactamente ya que no
suelen ser sino líneas simplemente tediosas o páginas
enteras que podrían omitirse. El movimiento en dirección hacia adelante de la
novela se detiene así que se producen las diferentes permutaciones y combinaciones y
llega a agotarse toda la disposición. ¿Será éste un chiste particular
de Beckett, que éste se permite a costa del lector diligente,
atento a la mínima palabra? O acaso sea que, dado que la
preocupación de Beckett no se centra en la narración,
deberá llegar a la sustancia de diferente manera, y uno de
los caminos es a través del mismo idioma: una forma de
distraer al lector con palabras, corrientes y poco comunes. Esto
equivaldrá a escuchar sílabas, por sí mismas, una
vez abandonado todo deseo de comunicación, de forma parecida al efecto que
consigue Joyce con sus listas de palabras en su Retrato y en Ulises.
A menudo Beckett utiliza las palabras al igual que el pintor
abstracto usa de las líneas: nada más que para el significado
del color y de la forma. Cada elemento, línea o palabra, tienen valor por sí
mismos. Beckett podrá atraer directamente la atención hacia las palabras y la sintaxis, comentando el empleo hábil de un modo
subjuntivo o de una voz pasiva. Y aun
en otro aspecto, palabras repetidas y colocadas una y otra vez en las
frases, imponen los objetos al lector. Más
adelante, en Watt, las palabras:
cómoda, cama, ventana y fuego se ordenan una y otra vez hasta que la estancia,
al igual que el propio Mr. Knott, se
hace proteiforme a despecho de su misma falta de sentido. Las palabras, en
insistente repetición, sustituyen el
ojo de la cámara; el autor elabora imágenes a base de introducirlas pulverizadas en el lector hasta
que éste se siente forzado a ver para
salvarse. Como parodia de la técnica
naturalista, esto no es sino Naturalismo llevado hasta su fin lógico.
En la época en que Beckett abandonara el inglés como lengua
literaria para abrazar el francés, sus visiones se habían desplazado a imágenes todavía
más grotescas, indudablemente influido por
la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas pero, con todo, la atmósfera
general de «chiste cósmico a costa del
hombre» subsiste todavía. En la
trilogía que se inicia con Molloy (1951)
hay cambios evidentes, sobre todo un
ahondamiento más acusado del punto
de vista y una preocupación por el hombre trágico, mientras que, antes, el
que asomaba era el hombre cómico. Ya no
volverá a presentarse el «final feliz» que vimos en Murphy, donde el
personaje que da título a la obra desaparece entre la basura de los
suelos de una taberna y consigue el
anonimato por el que siempre había suspirado.
Ahora, la desaparición y el anonimato, aun siendo deseables, están fuera del alcance de los personajes que deberán luchar a ciegas contra la vida sin
tener siquiera la posibilidad de
gozar de una muerte esperanzada. El
aislamiento, el enajenamiento, la falta de identidad —ésta llevada hasta un
extremo que acaso sólo hayan igualado
los personajes de Kafka— constituyen los elementos habituales de la
trilogía.
Aquí, el hombre no sólo está aislado de los objetos sino de su propia
especie. No presenta una posible identificación con la
naturaleza como sucedáneo de sus fallos ni como solaz ante la duda del propio
yo. Por consiguiente, los haraganes, vagabundos y parias están más allá de toda
esperanza de salvación, ya que sólo pueden sobrevivir como
lo que son. Incluso los mismos monólogos a que se entregan
sirven para recordarnos que únicamente pueden hablar sobre sí
mismos. Al llevar Beckett su mundo cartesiano a su expresión más
cabal, se suscita la duda absoluta del mundo exterior con el subjetivismo de los personajes
como defensa contra el medio que les rodea. Además, apenas si existe el libre
albedrío, asemejándose los protagonistas a monigotes sujetos a leyes físicas
que escapan al propio control. Los objetos sólo adquieren su
aspecto desde el punto que se observan, dado que el pensamiento
es mucho más importante que la materia exterior. Al primero lo vemos
transformarse en un flujo de conciencia que mana (¿o gotea?): efusiones de aquellos
que deben expresarse a pesar de que, por encima de toda otra cosa, lo que
anhelan es el silencio.
Los personajes de Beckett hablan incluso cuando hay poco
que decir. Sienten preocupación por lo que pudiera-haber-ocurrido,
por el otro mundo que ellos no habitan. Beckett
declara: de haber tenido dentadura, habrían masticado; de no haber sido
lisiados, podrían haber caminado; de haber experimentado el deseo sexual, se habrían
dado al acto con fruición; de haber sido la vida diferente, podrían
haber sentido el amor. Todas sus vidas se desarrollan
según el condicional de los verbos, puesto que son las
condiciones las que limitan las posibilidades de sus
reacciones. Molloy habría incluso llegado al suicidio de no
atemorizarle el dolor. Y toda su búsqueda se centra en
poder establecer contacto con su madre, cuyo paradero
constituye un problema, «...me sentía inclinado a situar este
asunto entre yo y mi madre, pero jamás lo conseguí.»
¿Estamos seguros de que ella existe? Molloy vive en un estadio
intermedio entre las torturas del infierno y las delicias del cielo,
sin probabilidad de que se opere un cambio; como sus compañeros, los personajes de
las novelas de Beckett, vive en un purgatorio donde todo es dudoso
y el mismo recuerdo resulta sofocante.
En el
purgatorio, el problema consiste en conseguir o
en recuperar la propia identidad. Molloy conseguirá solamente la identidad cuando se enfrente con su
madre, a la cual ama y odia a la
vez. En plena búsqueda, se vuelve a
ella y, cariñosamente, invoca su recuerdo de una forma que es típica de
Beckett: «¡ Ah, vieja zorra, buen trago me dio, ella y sus repugnantes invencibles genes!». Los dos permanecen unidos gracias a la afección venérea
que comparten, nexo común de
enfermedad y de dolor.
Con el fin de fijar su humanidad y completarse a sí mismo,
Molloy deberá encontrar a su madre, al igual precisamente
que Moran que, en la segunda mitad de la novela, deberá
encontrar a Molloy para completarse a sí mismo. La
novela se convierte en un círculo que se arrolla y desarrolla en
torno a las pesquisas, a los intentos de conseguir la
identidad a través de la identificación con otro ser;
intento evidente de trazar determinada línea de comunicación,
por muy experimental e inútil que pueda ser. El propio
Moran juega con la idea de Molloy, reconociendo que un Molloy —hambriento,
lisiado, tiritando
de frío, desvalido, yendo tras algo que tanto nosotros
como él sabemos que jamás ha de encontrar— es parte de todos. Molloy no es ningún extraño para Moran: es su doble. La persona que anda tras otra lo que
en realidad busca en ella es una
parte de sí misma para, al encontrarla,
descubrir lo que ella misma es. Y la persona perseguida, igualmente, debe
perseguir y ser perseguida, y a su
vez... La madre de Molloy es su compinche asexuada, y el hijo, como la madre, es viejo y decrépito; y Moran, como Molloy, es un lisiado que se
arrastra hacia su fatal destino con
unas piernas a las que ha abandonado la fuerza y la energía.
No es por azar que los personajes de Beckett sean indeterminados
desde el punto de vista sexual. Molloy es, en realidad,
impotente, y Moran se masturba a la más mínima
ocasión. Moran escribe en su informe: «Finalmente pude
conseguir un beneficio del hecho de estar solo, sin otro
testigo que Dios al masturbarme. Seguramente que mi
hijo habrá tenido la misma idea y se habrá interrumpido al
ir a masturbarse. Espero que esto le resultará más
placentero que a mí». Y Molloy, engañado por la mujer,
que posee un perro que él ha matado por accidente, medita: «No sigas
atormentándote, Molloy, hombre
o mujer, ¿qué más da?»
Molloy y Moran pueden arreglárselas prescindiendo del
amor, a pesar de que también lo busquen; Molloy encuentra su
naturaleza insensata mientras que Moran apenas tiene
energía suficiente para masturbarse. Los dos han oído hablar
de sentimientos sexuales y a Molloy le gustaría
experimentarlos antes de morir. La búsqueda del amor se
convierte en parodia del amor. Y Molloy descubrirá la gran
pasión tras la que va todo el mundo en una vieja, enjuta
y lisa no mejor que una cabra.
La interrupción que se produce en plena novela, cuando
la línea narrativa se aparta de Molloy —que busca a su madre—
para ocuparse de Moran y de su hijo —que buscan a
Molloy— es básicamente completa, tanto desde el punto de
vista filosófico como psicológico'. Juntos, los cuatro —en
realidad tres, porque Molloy y Moran son mitades de una
persona— forman una diluida familia de tres
generaciones, que abarca a partir de la abuela, pasa por el hijo y
llega hasta el nieto. Algo así como un grupo familiar de
Henry Moore con el agujero divisorio en el centro. El
grupo de Beckett tiene tropiezos al querer establecer
contactos entre los individuos. Molloy, por un lado, es el
padrastro del hijo de Moran, y Moran quizá sea el hijastro de
la madre de Molloy, la cual, a su vez, es la madre de la
madrastra del hijo de Moran, y así sucesivamente
siguiendo un mecanismo típico de Beckett.
Y, ¿quién es Moran?, ¿qué sabe de Molloy? Moran se identifica
a sí mismo al describir al Molloy que jamás ha visto.
«Tenía
muy poco espacio. El tiempo lo tenía también
limitado. Estaba constantemente con prisas,
como presa de la desesperación, tras objetivos extremadamente próximos. Prisionero ahora se lanzaba en pos de yo
no sé qué encogidos confines, y perseguido
ahora buscaba refugio cerca del centro.
Jadeaba. No tenía más que levantarse dentro de mí para que yo me
sintiera lleno con su resuello. Incluso a campo abierto, que era como si se
franqueara el paso a través de la jungla con fragor inmenso. A pesar de ello, avanzaba aunque lentamente. Se tambaleaba, de uno a otro lado, igual
que un oso.»
Moran va tras esta imagen de Molloy, como Ashab tras la
ballena blanca, no para sí mismo, sino en «favor de una causa
que, aun cuando precisaba de nosotros para ser llevada a cabo,
en su esencia era anónima, y subsistiría, rondando los
pensamientos de los hombres cuando ya no existieran sus
miserables artesanos».
Cuando Moran está entregado a la búsqueda, tiene la ocurrencia
de que busca a más de un Molloy, quizá a tres o cuatro: el que vive dentro de él;
su caricatura de Molloy; la versión de
Molloy que da Gaber (el mensajero) y,
finalmente, el hombre real de carne y hueso. A éstas podrían añadirse otras versiones, incluyendo la de
la madre de Molloy —de existir ésta—
y la del hijo de Moran —de saber lo
que anda buscando—. Puesto que si Molloy es una parte de Moran, entonces el hijo de este último, al contribuir a encontrar a Molloy, completará
también una parte de sí mismo. Cuando Molloy encuentre a su madre —meta imposible de toda evidencia— el hijo de
Moran encontrará indirectamente otra
parte de sí mismo, y así sucesivamente.
El moverse en círculo forma, naturalmente, parte del esquema, ya que el propio
Moran, incapaz de encontrar a
Molloy, vuelve en redondo hacia su casa al final de la novela. Y el libro que comenzaba así: «Es medianoche.
La lluvia golpea las ventanas», termina de
este modo: «No era medianoche. No llovía». Al negar lo que afirmara en un principio, completa la narración.
No existe, evidentemente, una respuesta final, como Beckett indica
cuando hace una depuración de los elementos
utilizados en Molloy para Malone Muere y El Innombrable, escritos
en el año mil novecientos cuarenta y tantos, y publicados en 1952 y 1953
respectivamente. Sin embargo, existen diversas vías de especulación. Es posible
que el intento de Beckett fuera discurrir sobre la cualidad
cíclica de la experiencia humana, de forma parecida al Finnegans Wake de Joyce, según las
teorías de Vico. En el ciclo, el individuo es reducido, desechado, casi
resulta sobrante; ¿para qué una sola vida humana irá contra los
vastos episodios periódicos de las épocas históricas?
Para Beckett, el construir tal ciclo de experiencia humana
equivale a destruir al personaje, a eliminar las figuras
centrales, a borrar diferencias con el fin de mostrar las
similitudes que existen entre los hombres. Cuando la mayoría de sus
contemporáneos ingleses se aplicaban en revelar
diferencias, Beckett ha demostrado aquello que los iguala: de
ahí las indagaciones, tanto hacia el interior como hacia
afuera. Parece que Beckett quiera indicar que cuando los
hombres suprimen toda dependencia con el exterior lo que queda es el
holgazán, el vagabundo, el proscrito. El
común denominador es la búsqueda para que
sea posible la supervivencia y que todos los hombres participen en ella. En el ciclo, los objetivos
del hombre pierden su sentido. ¿Qué
son los éxitos personales?, ¿qué es un protagonista?, ¿qué, el carácter
propiamente dicho?, ¿qué, la sociedad, con sus restricciones y sus advertencias? Lo que importa es la posibilidad de
que el hombre diga, incluso en las peores condiciones imaginables: «Existo
y sobrevivo a mi manera». Todos los protagonistas de Beckett hacen esta
afirmación, y su capacidad de reconocer
únicamente este aspecto de la vida hace
que las reglas de la narración corriente pierdan su sentido. En consecuencia,
la narración, el argumento, la historia,
la estructura realista desaparecen en las novelas de Beckett con la misma rapidez con que
desaparece en sus personajes el
deseo de llegar a una meta o de ver sus esfuerzos coronados por el
éxito.
Malone muere, así como su
sucesor, carece de la relativa claridad de Molloy;
los dos, Malone y el Innombrable, en aquella novela, se han ido depurando gradualmente de forma
que el tiempo y el espacio, e incluso el
nombre, se confunden con el caos de sus deseos y frustraciones. Habiendo ido a parar a una casa en la que se acoge a los necesitados, Malone ha
vuelto a un «paraíso» parecido al útero que, en diversos aspectos, es parecido
al infierno. Minimizado en sus deseos hasta convertirlos en los de un niño —vive en una situación que está entre el
plato de la comida y el orinal donde defeca—; no es más que un conducto entre dos agujeros: el de entrada por donde recibe la comida y el de salida
por donde elimina los desechos. Ha
acudido a tal sitio para morir,
siendo su única actividad la de escribir acerca de sí mismo con un lápiz y una libreta, que lo eluden
constantemente.
Para crear
cierto orden en el caos, Malone se ve obligado
a escribir, y su historia se ocupa del hombre, Macmann. Así como Molloy escribió para hablar de la búsqueda que había emprendido y Moran para hablar
de la suya —las dos relaciones
ocupadas en el hombre— de la misma
manera lo hace ahora Malone y, más adelante, el Innombrable, que trata de dar forma a la confusión contando historias acerca de Mahood (¿Manhood?).
Los tres escritores intentan
conservar las imágenes en algo más
sólido que la memoria y todos ellos escriben —arte— como medio de hacer inmortal el momento. En su
largo ensayo sobre Proust, Beckett
reconoce este uso tradicional del
arte; y aquí lo vemos tratando de retener el momento creando tensiones entre cuatro elementos:
el propio escritor como persona, la historia al ser escrita, la capacidad que el escritor tiene de escribir y
aquella historia más larga que
incluye al escritor desde el punto de vista del autor.
Malone escribe acerca de Sapo —la especie en sí— una historia que tiene
sentido universal. Sale Sapo para entrar en el mundo y
conoce a los Lamberts; Lambert se ocupa en matar
cerdos a cuchilladas, es decir, practica un arte antiguo y mortífero. Después,
Sapo se desvanecerá de la historia y aparece Malone, como si aquélla fuera su historia;
y, en realidad, ¿cuál es la diferencia?, ¿podrá señalarse una
diferencia? Y, conseguido este estadio, ¿entre qué
cosas habrá que diferenciar? A Malone lo único que le preocupa son las cosas
que necesita: la libreta, el lápiz, el plato
y el orinal, cuando, tiene hambre o
cuando se apercibe de un urgente espasmo.
Girando en torno a Malone e indistinguibles del mismo, son los Murphys,
Merciers, Molloys, Morans y Malones. Este último uso de Malone indica que tal
vez éste no sea real o que exista únicamente fuera de sí mismo,
sugiriendo además que su presencia como escritor es no-sustancial,
simple esparcimiento del autor. Y Malone, ¿existe
siquiera él? Y, de ser así, ¿qué es su historia?
En esta trilogía posterior a los horrores de los años de guerra,
Beckett se ocupa de los interrogantes acerca de la validez de la
misma realidad. En Murphy y Watt, según hemos visto,
intentó establecer cierta relación con los objetos reales,
a pesar de que éstos permanecían, en su mayor parte, fuera del control del
hombre. En la trilogía de postguerra, Beckett ya no separa hombres de objetos, ni
lo subjetivo de lo objetivo. Se interroga ahora acerca de si existe siquiera
algo llamado existencia y pregunta qué hay dentro y
qué fuera. Esta postura, evidentemente acarrea un
gambito filosófico tradicional, pero rara vez se ha convertido
en materia de la novela hasta tal extremo. Es verdad que
Joyce en Finnegans Wake fundió
sujeto y objeto, Earwicker con el medio que le rodeaba, pero este
acto de fusión indica que el autor cree en las cosas que funde.
En cambio Malone pregunta: «¿A cuántos he matado, ya
dándoles en la cabeza, ya prendiéndoles fuego? Así de
pronto sólo recuerdo cuatro, todos desconocidos, jamás
conocí a ninguno». Uno de los que ha matado, reconocemos que bien pudiera
ser él mismo, y éste sería el diario de un
muerto, la historia de un hipotético
Malone escribiendo sobre un Malone muerto.
Malone termina como empezó, siendo su primera línea: «Pronto estaré
completamente muerto por fin a pesar de
todo». Y su última: «...quiero decir/jamás allí él querrá nunca/nunca nada/allí/ya más...». Malone se
desvanece y murmura al salir de la existencia, lloriqueando, declinando camino de la nada. ¿Existió acaso
alguna vez? El
Innombrable comienza así: «¿Dónde
ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?»:
todas las preguntas temporales y
espaciales que hace el hombre sobre sí mismo
para poder identificarse. Y el comienzo es típico del conjunto. El Innombrable es incapaz de
orientarse, estando todo su monólogo
encaminado a adjudicarse nombre,
lugar y tiempo. Dice: «...no pediría otra cosa de mí que saber que lo
que oigo no es el sonido inocente y
necesario de cosas mudas constreñidas a permanecer, sino la palabrería impregnada de terror del
condenado a silencio». La palabrería
y el silencio forman los nódulos gemelos de su conducta: se ve constreñido a
charlar en tanto que lo que desea es
silencio, combinándose una cosa con
la otra. Tiene que charlar, ya que únicamente a través del habla determinará que existe; dejar de charlar
equivaldría a destruirse. Y, sin embargo, reconoce que la palabrería en sí no conduce a nada. «Entretanto sería
estúpido discutir de pronombres y
otros elementos de la charlatanería.
El sujeto no importa, no lo hay». Aquí hay un encuentro de la gramática con el tema. En otro lugar, sus preocupaciones
siguen siendo las mismas: «...dime lo que siento y te diré quién soy». Pero no es así de sencillo. Puesto que él no entenderá lo que le diga la
gente cuando le hablen de él. Su
identidad debe seguir disfrazada, él debe
vivir únicamente de y con palabras, «...no hay necesidad de boca, las palabras están por doquier, dentro de mí, fuera de mí, bien, bien, hace un minuto que
yo no tenía cuerpo, las oigo, no hay necesidad de oírlas, no hay necesidad de cabeza, imposible pararlas, imposible
parar, estoy en las palabras, hecho
de palabras, palabras de otros, qué
otros, el lugar también...» Palabras descorporeizadas identifican al Innombrable pero, irónicamente, no
existe palabra para su nombre.
Cuando el Innombrable afirma que «...dónde estoy, no sé,
nunca sabré, en el silencio no sabes, tienes que seguir, no
puedo seguir, seguiré», hay la imagen de un ciego sin nombre
encaminándose por el mundo en una dirección que no conoce,
un mundo de cuya existencia ni siquiera está, seguro.
Meursault, comparado con él, tiene valores, comprensión
(aun siendo desequilibrada y enigmática) y creencias:
sabe hacia dónde va, esto es, hacia toda aquella
experiencia que haga que sus sentidos experimenten cierta comezón.
Para un personaje de Beckett no existe este sentido de triunfo, por secundario
que sea. No hay conciencia de que exista
una abstracción como el triunfo. Las abstracciones denotan un mundo donde es posible el heroísmo, y el heroísmo ha sido barrido por generaciones
sucesivas de Malones, Murphys,
Merciers, Watts e Innombrables. Ellos y Sapo, Macmann y otros como ellos
son todo cuanto queda; y, para ellos, el creer en abstracciones querría decir que creen en su propia corporeidad,
en la misma medida que nosotros
únicamente podemos calibrar una
abstracción contraponiéndola a algo real. Una vez más, Beckett pregunta: ¿Qué es real? ¿Qué no lo es? El Innombrable
prosigue sin integridad (¿qué es?), sin creencias (¿en qué?), sin identificación (¿cómo se llama?), (¿dónde está?), sin saber por qué es culpable,
sin deseo de vivir, sin ninguno de
aquellos puntales en que el hombre suele
apoyarse. Sobrevive y seguirá sobreviviendo sólo porque su cuerpo sigue funcionando. En un universo que no tiende a nada, y sin contar ni siquiera con un
nombre, no hay salvación, puesto que
no hay pecado. Y aunque hubiera
pecado tampoco habría salvación. Como expresión de la desesperanza de la postguerra, de desesperación cósmica, y más que ninguna otra obra de nuestro
tiempo —exceptuando acaso la de Céline— la trilogía de Beckett capta el nihilismo y el pesimismo del hombre que
no cree ni en Dios ni en sí mismo. Sus personajes tienen buenas intenciones y, al contrario de los de Céline, no
sienten el odio. Pero su destino todavía es peor. Puesto que, por lo menos, el
Bardamu de Céline consigue su identificación gracias a aquello que combate, pero a Malone y a Molloy de Beckett se les niega este placer elemental.
Cuando odian su vehemencia sólo
puede volverse contra ellos mismos,
y su lucha por la supervivencia en el destructivo elemento de la no-vida es su
único medio de identificación, por desesperanzado que sea y por muy abandonados que se encuentren. Aquel momentáneo y casi
ilusorio fulgor de esperanza que ve
Camus en el absurdo trabajo de
Sísifo, Beckett lo transforma en la desesperada búsqueda del hombre por encontrar respuestas que le serán
negadas por siempre jamás.
Frederick R. Karl
El innombrable
Samuel Beckett
Título original: L'INNOMMABLE
Traducción de R. Santos Torroella
© Les Editions de Minuit, París, 1953
© Editorial Lumen, Barcelona, 1966
© Por la presente edición, Ediciones Orbis, S.A.
Traducción cedida por Editorial Lumen
ISBN: 84-7530-164-9
D.L.B. 9930-1983
Impreso y encuadernado por
Primer industria gráfica, s.a. Provenza, 388 Barcelona
Sant Vicenc dels Horts
Printed in Spain
Edición digital: Octubre 2007
Scan: Adrastea. Corrección: Unamas
[1] Murphy (1938), Watt (1953), Molloy (1951), Malone
meurt (1952), L'Innommable (1953), -Comment cest (1961).
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