Prefacio
Me temo que el señor Sherlock Holmes puede llegar a convertirse en uno de esos tenores famosos que, habiendo sobrevivido a su tiempo, se sienten tentados de repetir una y otra vez sus reverencias de despedida ante su indulgente público. Esto tiene que terminar, y debe seguir el camino de toda carne, real o imaginaria. A uno le gusta pensar que hay un limbo fantástico para las criaturas de la imaginación, donde los guapos de Fielding pueden aún cortejar a las bellas de Richardson, donde los héroes de Scott pueden aún pavonearse, el encantador cockney de Dickens suscitar una sonrisa, y los hombres mundanos de Thackeray seguir sus respetables carreras. Quizás en algún humilde rincón del Walhalla, Sherlock y su Watson puedan encontrar acomodo por un tiempo, mientras alguien más astuto, con algún incluso menos astuto camarada, ocupa la escena que ellos han dejado libre.
Su carrera ha sido larga, aunque es posible exagerarla. Los caballeros decrépitos que se me aproximan y declaran que sus aventuras formaron las lecturas de su infancia, no encuentran por mi parte la respuesta que ellos parecen esperar. Uno no se congratula de escuchar sus propias citas personales manejadas con tan poca amabilidad. De hecho Holmes hizo su aparición en Estudio en Escarlata y El Signo de los Cuatro, dos pequeños folletines que aparecieron en 1887 y 1889. Fue en 1891 cuando Escándalo en Bohemia, la primera de la larga serie de historias cortas, apareció en The Strand Magazine. El público parecía agradecido y deseoso de más, así que desde esa fecha, hace treinta y nueve años, se ha producido una serie ininterrumpida, que cuenta ahora con no menos de cincuenta y seis historias, reeditadas en Las Aventuras, Las Memorias, El Regreso y El Último Saludo, y ahí quedan estas doce, publicadas durante los últimos años, y recogidas aquí bajo el título de El Archivo de Sherlock Holmes. Él comenzó sus aventuras en el corazón de la última era victoriana, atravesó el brevísimo reinado de Eduardo, y se las ha arreglado para sostener su pequeño nicho incluso en estos febriles días. De este modo sería exacto decir que quienes primero lo leyeron, cuando eran jóvenes, han vivido para ver a sus propios hijos, ya crecidos, seguir las mismas aventuras en la misma revista. Es un impresionante ejemplo de la paciencia y la lealtad del público británico.
Yo estaba completamente resuelto, al término de Las Memorias… a llevar a Holmes a su final, pues sentí que mis energías literarias no debían ser dirigidas exclusivamente en una dirección. Ese pálido rostro limpiamente rasurado y esa figura de miembros desgarbados se estaban llevando una cuota indebida de mi imaginación. Lo hice, pero afortunadamente, ningún juez de primera instancia se había pronunciado por los restos, y así, después de un largo intervalo, no me fue difícil responder a tan aduladora demanda y corregir mi precipitada actuación. Nunca lo he lamentado, ya que no he encontrado en la práctica actual que tales encendidas piezas cortas me hayan impedido explorar y encontrar mis limitaciones en ramas variadas de la literatura, tales como la historia, la poesía, las novelas históricas, la investigación psicológica y el drama. Si Holmes no hubiera existido, no podría haber hecho más, aunque él pueda haber resistido en el camino de exploración de mi obra literaria más seria.
Y así, lector: ¡Adiós, Sherlock Holmes! Y gracias por vuestra pasada constancia. Espero que tal regreso haya sido una distracción de las preocupaciones cotidianas, y que haya estimulado el cambio de pensamiento que solo puede encontrarse en el reino mágico de las novelas.
ARTHUR CONAN DOYLE.
Fuente:
Traducción: Dominio Público
Traducción del Prefacio: Teresa Medina
Ilustraciones de Alfred Gilbert y Howard K. Elcock, publicadas en The Strand Magazine
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