jueves, 18 de septiembre de 2014

Adolfo Bioy Casares.Un Campeón Desparejo.

En Un Campeón Desparejo, Bioy narra las peripecias de Luis Ángel Morales, un taxista de Buenos Aires, ex alcoholico, de buen corazón y poco inteligente. La novela empieza cuando Luis Ángel Morales recoge a dos extraños tipos que le dan a beber una extraña poción que le transforma la vida. De ahí en adelante, Luis Ángel Morales se convierte en un hombre increible, de salvador de amas de casa y de putas bonaerenses. Pero es más que Hulk. Imagínense una versión de Hulk dirigida por Godard en Buenos Aires.
Particularmente, lo que más me agrada de la novela es como Bioy va desbaratando todas las conjeturas que uno se va haciendo acerca del desenlace de la novela. Como un semáforo, la trama va cambiando de un punto a otro y volviendo de nuevo al punto de inicio. De los escritores recientes, me parece que César Aira tiende a esas vueltas, pero en Bioy hay una gracia y un manejo de un lenguaje llano y sencillo de una precisión y una riqueza incomparable.

 

Adolfo Bioy Casares

 Un campeón desparejo



 Título original: Un campeón desparejo

Adolfo Bioy Casares, fecha de publicación del original.


  I


Lo tomaron en Tupungato y Almafuerte. Morales pensó que serían médicos del Hospital Penna; o tal vez un médico y un practicante. Se dijo: «Penna. Qué nombre para un hospital». Expli-caría después: «Pavadas que a uno se le ocurren y que, llegado el momento, ayudan a recordar, porque el taximetrero no se acuerda de todos sus viajes». Uno de los pasajeros ordenó:
—A Callao y Corrientes, por favor.
Notó el «por favor». «La gente educada a veces da buen trato», reflexionó, y los miró por el espejito. El viejo, que era de baja estatura, tenía la cabeza redonda como una bocha. Una bocha de pelo muy blanco, rapado, o poco menos. Llevaba lentes de un modelo que nunca había visto: sin patillas, ni borde, prendidos de la nariz por una pinza metálica.
A cada rato se los sacaba, los frotaba en un pañuelo que se pasaba después por los labios, quizá para secarlos. Tenía la cara blanca, en partes rosa-da y paspada. El otro, el joven, era tan alto que tocaba con la cabeza el techo. De tez pálida, de pelo negro, con más de un costurón en la cara, parecía un buitre acurrucado. Hablaba con voz grave, que resonaba tristemente. Vestía un traje impecable, cruzado, «azul eléctrico».
Al llegar por Chiclana a Pavón, sin duda en un descuido momentáneo, Morales le cruzó el Rambler a un particular. El particular aceleró ruidosa-mente, lo emparejó, lo encaró de coche a coche y le espetó un insulto. Él contestó:
—Tiene razón.
Observó el viejo:
—Créame: admiro su sangre fría. Un sujeto así me subleva.
—Y no es tan claro que tenga razón —comentó Morales— porque yo venía a estar a su derecha. Si soy otro, acelero, me distancio, me bajo y lo espero con los brazos cruzados.
—No es para menos —dijo el viejo—. A un sujeto así, yo mismo le pegaría.
Convino Morales:
—Aunque no me gustan las peleas, yo también.
—¿Entonces? —preguntó el joven, en voz muy triste.
—Entonces tengo que aguantarme. Para no recibir (no se si me entienden) encima del insulto una paliza.
Cuando tomaron Entre Ríos, el viejo observó:
—La violencia es desagradable.
—Estoy en un cien por ciento con usted —dijo Morales— pero que un compadrón se permita cualquier atropello y quedarse mirando es para morirse. Lo que pasa es que a mí el físico no me acompaña.
A la altura de Alsina, Morales creyó oír unas palabras que los pasajeros murmuraron. Le pareció que uno preguntaba: «¿De acuerdo?», y que el otro convenía: «De acuerdo».
Cuando iban llegando, el más joven dijo:
—Por favor, entre a la playa del hotel.
El pedido le molestaba un poco, pero como no sabía por qué, obedeció. Al fin y al cabo esas personas lo habían apoyado. Pensó, a manera de conclusión: «Vale la pena entenderse con la gente».
La entrada quedaba a la izquierda y la playa, o garaje, era un sótano. Con voz grave, espesa como jarabe, indicó el joven:
—Por allá. Al fondo. Cerca de los ascensores del cuerpo que da a Corrientes. Ya puede estacionar. No se preocupe, señor. Vamos a retribuir como corresponde, por todas las molestias que le causamos. Cierre su coche. El profesor tuvo un vahído. No está lo que se dice bien. Déme una mano para llevarlo arriba.
Morales pensó: «Esto no me gusta nada», pero pensó también: «¿Cómo no darle una mano a un prójimo que a lo mejor la necesita?».
El progreso fue lento, porque no sólo había que evitar que tambaleara el profesor, sino también que se desplomara. Era notable lo que pesaba ese hombre bajito. Tuvo que sostenerlo, camino a los ascensores y cuando llegaron arriba. Entraron, lo recostaron en un diván. Un desorden de libros, frascos, retortas y una balanza eran el único indicio de que alguien vivía en ese departamento amueblado. El joven anunció:
—Voy a suministrar al profesor algo que lo reanime. Le pido que se quede con él un minuto, mientras preparo el reconstituyente.
El joven fue a otro cuarto. Aunque de buen color, el profesor no abría los ojos y, de vez en cuando, resoplaba. Morales miraba los muebles, tapizados de terciopelo verde, con sincera admiración.
Trajo el joven un vaso casi lleno de un líquido oscuro, de tono morado. El profesor lo bebió y recuperó su vitalidad tan prodigiosamente, que al verlo nadie creería que estuvo enfermo, ni que podría estarlo. Morales comentó:
—Un tónico de primera.
—Desde luego —convino el joven—. Como que es una fórmula del profesor. Este brebaje, cuya eficacia salta a la vista, no trae complicaciones y tiene gusto a frambuesas.
—Me han dicho que es una fruta muy rica.
—A todo el mundo le gusta. ¿Quiere probar?
—No, gracias.
—¿Seguro?
—Seguro. Póngale por caso que me saque el cansancio que tengo. Mañana ¿qué hago? Yo vivo cansado. Más vale resignarse, que estar pendiente de un tónico.
—Le doy la razón —dijo el profesor.
—¿Cuántas horas por día trabaja?
—Digo doce, como todos los taximetreros, pero trabajo diez, como todos.
—No me extraña que esté cansado —admitió el profesor.
—Pero el cansancio —observó Morales— no pre-cisa de las diez horas. Empieza antes del trabajo, después de una noche bien dormida. Me le-vanto cansado.
El viejo preguntó:
—Entonces ¿por qué no prueba el tónico?
—Yo no bebo alcohol.
—En el tónico no hay alcohol. Usted va a saber lo que es vivir sin cansancio. Una experiencia que le recomiendo.
—A lo mejor tiene razón —dijo Morales—. En la inteligencia de que no tiene alcohol.
—No tiene. Mi ayudante va a prepararle una dosis.
El joven se metió en el otro cuarto. No tardó en volver. Trajo una botella con un líquido morado, un frasco de vidrio, con un poco de polvo, de color de plata, un vaso y una cuchara. Echó en el vaso una cucharada de polvo y después el líquido. Ordenó:
—Revuelva bien.
—El líquido es el vehículo; el polvo, el agente —explicó el profesor.
Morales revolvió, hizo una pausa para juntar coraje y, de un trago, bebió el contenido. Tenía gusto a ciruelas pero, lo que en verdad se notaba, era el polvo, muy áspero al tragar y hasta pi-cante. «Como si uno tragara limaduras de fierro», pensó. Cuando empezó a toser, el profesor le llenó el vaso. El segundo trago barrió, casi to-talmente, las partículas de polvo pegadas en la garganta.
—¿Le gustó? —preguntó el joven.
—Como tragar un puñado de arena —observó Morales.
—¡Caramba! —exclamó el profesor—. Le resultó muy desagradable.
—No, ¿por qué?
El profesor le palmeó el hombro y dijo:
—Para cualquier cosa, ya sabe dónde nos en-cuentra.
En ese momento de la conversación, Morales exclamó en un murmullo:
—Qué vergüenza.
Perdió el conocimiento. Lo primero que sintió después fueron palmadas en la cara.
—Tuvo un vahído —dijo el joven.
—Como el profesor —recordó Morales.
—¿Está bien? —preguntó el profesor.
—Perfectamente —dijo Morales—, aunque a lo mejor tembleque, con algo muy raro en los ojos.
—¿Qué siente? —preguntó el profesor.
—Como si estuvieran calzados en campanas de metal. Me lloran un poco.
—Qué incómodo —dijo el profesor—. ¿Ninguna otra molestia?
—Ninguna. Salvo que siento la boca, no sé cómo decirles, un poco desnivelada.
—Cuando tuvo ese vahído —sugirió el profesor— a lo mejor se golpeó la mandíbula.
—Un uppercut y quedó fuera de combate —dijo el joven, como quien celebra una ocurrencia in-geniosa.
—Siento la boca propiamente como si viniera del dentista con una muela postiza recién coloca-da. No sé si me entienden.
—Se va a acostumbrar —declaró el joven, que parecía imperturbable—. Faltan los datos para el archivo. ¿Dirección?
—¿Mi casa?
—Su casa.
—Yerbal 1317. El último conventillo del barrio.
—Todo lo bueno se acaba —dijo el profesor.
—¿Teléfono? —preguntó el joven.
—No tengo. Pueden llamarme al garaje Fragata Sarmiento, donde guardo, a cuadra y media de casa. No sé qué me sucede, pero en este momento no me acuerdo del número del teléfono. Lo sé de memoria. Van a encontrarlo en guía. Es el único garaje Fragata Sarmiento.
—¿Su nombre?
—Fragata Sarmiento.
—No. El suyo.
—¿El mío? Morales. Luis Ángel Morales.
—Un ángel —dijo el profesor.
Le pagaron a entera satisfacción. Porque esto lo puso de buen ánimo, se atrevió a bromear, a decir:
—Ahora sólo faltan los datos para mi archivo.
¿Cómo se llaman ustedes?
El profesor masculló palabras, entre las que «si quiere» fueron perceptibles, y a continuación dijo claramente:
—El profesor Nemo y su ayudante Apes.
El ayudante preguntó:
—Y ese cansancio ¿desapareció por completo?
—La verdad que no.
Porfió Apes:
—Para mí que usted se equivoca. Tiene que haber desaparecido.
—No pierda nunca su franqueza —encareció el profesor— y no se deje mandonear por nadie.
De todos modos, porque las quejas aburren, no dijo que seguía también la incomodidad en los ojos y en la boca.
Salió por Callao y al cruzar Corrientes, vio la hora en el reloj público. Pensó: «No puede ser. No estuve dos horas en ese departamento. Hasta los relojes japoneses andan mal en Buenos Aires». Cuando llegó a Melo, de nuevo tuvo que parar. Le preguntó la hora a otro taxista. Era la que vio en Corrientes.

Fuente: N.N.

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