GENTE QUE CONOCÍ EN LOS
SUEÑOS
LUIS MATEO DÍEZ
A Antonio Martínez Asensio,
en la complicidad y en la alegría. Siempre. Mo Gutiérrez Serna
LOS VIAJES FANTASMALES
1
Salía por las tardes, muy a
última hora, cuando todavía no habían encendido las farolas pero estaban a
punto de hacerlo.
En Broza la iluminación callejera
sigue siendo tenue, como si la costumbre del ahorro de los tiempos precarios
continuara viva, aunque la urbe ya no ofrezca aquella imagen desteñida de lo
que fue una posguerra calamitosa y, sin haber llegado a la bonanza de otras
Ciudades de Sombra que ya gastan en oropeles lo que podría ser un comedido
ahorro del erario público, bien pudiera tener algún detalle para que a los
vecinos se les suavizara el gesto sombrío con una mínima gratificación.
Aurelio Recuero no echaba en
falta esas precariedades de la urbe donde llevaba viviendo tantos años. La
totalidad del tiempo compensaba cualquier veleidad, y lo que pudiera recordar
de un pasado que no tenía límite era parecido a lo que cada atardecer asumía en
sus apariciones.
Cruzaba la primera esquina de la
calle Celada, el adoquinado que subsistía bajo la pisada de tantas generaciones
y, con igual resistencia a las ruedas de los carros y de los coches, al
transporte de las mercancías y al de los pasajeros que, por una u otra
necesidad, rodaban a las tareas diarias sin que dicho adoquinado hubiese
sufrido otras dramáticas alteraciones que las de las escaramuzas de un
amotinamiento o un episodio bélico.
No era Broza, en todo caso, una
de las Ciudades de Sombra más castigadas por esos avatares.
Seguía resignada el decurso de
las existencias rutinarias e indolentes de sus vecinos, tradicionalmente acogidos
a una suerte de cansancio vital que apenas se descompensaba con las estaciones,
sin que el invierno crudo los congelara o ardiesen en el verano.
2
Lo que en Broza pudiera suceder,
o hubiera sucedido desde tiempos inmemoriales, lo sabía mejor que nadie Aurelio
Recuero, ya que, como él mismo confesaba, no era posible asomar a la calle
todas las tardes, ir y venir sin que la inquietud amortiguara la curiosidad de
ver y mirar lo que tantas veces sucede y, sin muchas complicaciones, perderse
en las barras y mostradores de los establecimientos consabidos, unos y otros
sin solución de continuidad, ya que todos quedaban a su alcance, aunque
hubiesen cerrado y desaparecido o todavía no hubiesen abierto, según a la
década que correspondieran.
Por las esquinas de Benarés y
Valdivieso había malezas y la Broza de aquella lejanía era un erial en los
barrios posteriores y, lo que resulta todavía más improbable, un campamento de
guerreros invasores o una charca de ranas o el humedal de las aves migratorias,
según los siglos que corriesen.
Los tiempos cruzados igual que
las esquinas resultaban el mismo voy y vengo de las fantasmagorías y las
ocurrencias, sin que nadie tuviera nada que opinar de lo que pudiera escucharse
como una voz de ultratumba o del temblor del espíritu que palpitaba sin
estorbos.
Era la misma voz que se iba con
la corriente de aire cuando alguien abría la puerta, o se quedaba a media
palabra cuando la cerraban de golpe.
3
Lo decía Aurelio Recuero en el
Fanal, tres esquinas más tarde y cuando a la calle Cardenal Penuria le roban la
cuarta y ya no hay quinta que valga.
—Aves de sutil pelaje, plumas
multicolores, picos de oro y garras de esmeralda. Si queréis ver algunas de
ellas venís conmigo y, antes de que levanten vuelo, os las enseño. Para otearlas
hay que hacer de los siglos un pan como unas hostias, no son de hoy ni de
mañana, pero el tiempo no se atiene a la pesquisa si la compañía es la
necesaria. Los humedales son como poco del cuaternario.
A la clientela del Fanal no la
cogía de sorpresa.
Los fulgores fantasmales de
Aurelio Recuero siempre tenían una peculiar incidencia en las propuestas y las
observaciones: quería quedar bien, enseñar cosas, demostrar lo que una vida
ininterrumpida vale para el conocimiento y la memoria de las demás, cuando ni
la decrepitud ni la extinción tienen, aunque no suene muy bien, velas en el
entierro.
—Por Corco y Ampudia, al otro
lado de los cavernales y las miserias, donde ni siquiera pudiera pensarse en
una ciudad satélite o un empedrado de casas baratas. Lo que de la antigüedad
puede mostrarse, cuando ya ni siquiera la misma tiene sentido. Solo los seres
incorpóreos podemos ser guías en estos viajes sin dejar de ser bienaventurados.
4
Todo resultaba un juego de
esquinas en la configuración de Aurelio Recuero, tanto en sus pensamientos como
en las orografías, especialmente en las urbanas, con el mapa de Broza, y hasta
sus callejeros, superpuesto en la indeterminación de los siglos que, con las
fantasmagorías y las ocurrencias, se llenaba de contrastes y salpicaduras.
—El tiempo es el vecino de la
eternidad, no otra cosa menos mensurable —decía cuando el espíritu se le
aflojaba y hasta la clientela del Fanal se ponía nerviosa al verlo dubitativo.
—Vamos con la carta más alta, si
la baraja sigue en su sitio, aunque las copas, como siempre, me las pone Labro
en mi cuenta, a no ser que recele de un espíritu puro.
—Recelo de las cantidades —venía
a decir Labro, que había traspasado el Fanal a un comerciante de Armenta, pero
con la condición de quedarse con la misma encomienda en el establecimiento, lo
que le permitía pagar deudas y seguir donde estaba, con iguales clientes y
renovadas ilusiones.
—Lo que el Fanal fue antes, en la
línea de los antecedentes, tirando hacia atrás sin encaramarse demasiado, nos
llevaría a una cueva de Ali Babá, al cubil de una fiera que ya no tiene
descendencia, pues se trata de una especie extinguida, o a la caverna
propiamente dicha, y no precisamente la de Platón.
—Vuelas mucho, Recuero. El
antecedente más lejano —informó Labro— es un bisabuelo escondido en las
arpilleras cuando vinieron los franceses y se llevaron el copón de la
Colegiata. El tiempo en que Broza tuvo la peor invasión.
—Voy a la prehistoria, viví de
prestado cuando en la Edad del Bronce ni siquiera hacían machetes. Tuve una
granja de mastodontes y preñé a una corza. Las crías tenían por entonces
iguales atribuciones fueran de la especie que fueran, y los apareamientos eran
casuales. Tuvieron que pasar muchos milenios para que se impusieran la
moralidad y la enseñanza primaria. Ese bisabuelo es de ayer mismo, yo casi
hablo de la eternidad, si comparamos lo que el tiempo contiene.
5
A veces Aurelio Recuero daba
miedo, otras aprensión y casi siempre molestia. En el Fanal ya estaban hasta el
gorro de su petulancia, contando sin previo aviso lo que no era posible, aunque
la fatuidad de sus atribuciones fantasmales le permitiera cualquier dislate.
—Se le aguanta por lo que impone
—decía algún cliente abotargado—. Más por la causa que por el efecto, si
tenemos en cuenta que el alma la malvendió.
Algunos días hablaba más que
otros y era frecuente que hiciera ofertas para demostrar sus poderes y
posiciones: visitas al más allá y al más acá, circunvoluciones por la Broza
remota o navegaciones por el Nega, cuando el río primigenio era un torrente
alborotado o el afluente de un mar menor que mantenía la superficie sobre los
campos que acabarían aflorando en el ecosistema.
—Mares y desdichas, la placenta
de la tierra, el universo constreñido, lo que ni los yacimientos arqueológicos
vislumbran, con seres humanos todavía sin hacer, más monos que personas y
todavía muy descerebrados.
—¿El viaje es gratis…? —quería
saber alguno de los que todavía en el Fanal lo tomaban a broma, aunque la
inquietud de su aparición a todos resultaba ingrata.
—Viniendo conmigo sale lo comido
por lo servido. No hay tanto por ciento en las figuraciones de la imaginación,
las quimeras se comparten, no se cobran, otra cosa es aceptar una copa, si la
invitación se tercia. Cuando el tiempo ya no existe, tampoco puede haber
agencias de viaje.
6
La ronda no llegaba muy lejos.
Del Fanal a la Consumición y al
Retardo, entre las esquinas del barrio sucesivo, ya donde Broza no tenía
solidez urbana, apenas las sirgas del Nega, los senderos del ejido y los
últimos corrales.
Aurelio Recuero iba solo.
La compañía prometida jamás se
decidía, nadie se animaba aunque, para algunos, las turbulencias del pasado,
los siglos hechos añicos, los milenios que amontonaban la mugre de las
civilizaciones, la curiosidad casi llegaba a estar por encima de la
verosimilitud, y el propio encanto del disparate resultaba muy emotivo.
—Hay que hacerse a la idea, y
como vengo casi todos los días se puede pensar la decisión y evitar el arrojo,
no hace falta darse prisa. No se trata de la mera ilusión de los sentidos,
aunque también se precise, ni de una vana figuración de la inteligencia, que
tampoco es manca. Hay fundamento, y el que venga se resarce de la miseria
humana que concita la realidad. No quiero poneros la cabeza como un bombo,
tampoco existen riesgos mayores.
Le escuchaban sin demasiada
atención, pero era la voz lo que más subyugaba a los oyentes en lo que llegaba
a parecerse a una perorata informativa que, sin acabar de entender, no dejaba
de interesarles y conturbarles.
—A un espíritu no hay razón para
temerlo —decía Aurelio muy convencido— a no ser que se ponga estupendo y se
sature. Las fantasmagorías están en el orden de lo que llevo viviendo, sin que
un muerto se aparezca para asustar a los vivos pusilánimes. La aparición es la
razón de mi existencia y soy un aparecido al que le gusta ir por Broza, por los
sitios donde tomé las últimas copas, ahora ya las mismas y con igual costumbre,
las postreras, las de la eternidad y los inmortales.
7
Algo parecido podía escuchársele
cuando ya ni en la Consumición ni en el Retardo quedaban parroquianos, y por el
ejido y los últimos corrales se agriaba la brisa que subía del río y despertaba
a los pájaros que dormían en las choperas, no menos inquietos cuando los pasos
fantasmales se acercaban o daban la vuelta, sin que algunos perros dejaran de
ladrar asustados.
—Me voy con viento fresco —decía
entonces Aurelio Recuero, ya sin ganas de apurar la última copa y sin que en la
taberna se diluyera por completo el humo de su aureola, que en algunas
ocasiones había creado confusión entre quienes le reían la gracia y apreciaban
ese halo de una posible santidad, más propia de las personas buenas y cabales
que de los espíritus puros rescatados de ultratumba e imbuidos de igual
inocencia que falsedad.
La Broza del amanecer era la
misma desde su fundación y su inexistencia, un residuo peninsular que en las
estribaciones apenas simularía un grumo cartográfico, lo que el devenir hubiera
arrasado sin que ya nada pudiera vislumbrarse, a no ser que en esos amaneceres
morados estuvieran los fantasmas cubriendo el turno que les correspondiese, lo
que en el caso de Aurelio Recuero no era nada improbable, ya que le gustaba
aparecer lo más posible y, en la ronda, echar el cuarto a espadas y volver a
casa con la sensación del deber cumplido.
8
—No hay modo de que te quedes
donde tanto te gusta ir —solía reprocharle Belinda Suance, que estaba acostada
y se daba la vuelta cuando el hombre cerraba las contraventanas para que la luz
morada del amanecer no delatase las carnes disueltas y el espíritu desmayado.
—No me entienden, no me
acompañan. Unos se conturban, otros se aburren y los demás se hacen de rogar.
—Son ya demasiadas las correrías,
tenías que recogerte, aunque en casa tampoco haces mucha falta. Y otra cosa te
digo —remató Belinda Suance cuando ya el sueño la recuperaba—. Lo mismo cuando
salgas que cuando entres, tienes que cerrar la puerta.
—No me acostumbré cuando vivíamos
como una familia honrada, con hijos y obligaciones. Ahora no me lo pidas, no me
queda ninguna motivación, tengo perdido el pleito de la existencia y el honor
de haber sido alguien; ya ni entro ni salgo por la puerta, lo hago por las
rendijas.