miércoles, 16 de noviembre de 2022

LA CATÁSTROFE DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM Nathaniel Hawthorne

 




LA CATÁSTROFE DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM

Nathaniel Hawthorne

Un joven corredor de tabaco, llegado de Morristown, donde hizo buen negocio con el diácono de la corporación de cuáqueros, se dirigía a la aldea de Parkers Falls, sobre el Salmón River. Tenía un lindo carrito verde, con una caja de cigarros pintada en cada lado, y, en la parte trasera un cacique indio enarbolando una pipa y una rama de tabaco. El joven que guiaba una vivaz yegüita, era audaz para los negocios, y por lo mismo querido por los yankees, quienes, según les he oído decir, prefieren que los afeiten con una navaja filosa antes que con una gastada. Era, sobretodo, el favorito de las muchachas hermosas de Connecticut, a las que hacía regalos de su mejor tabaco, pues sabía que las campesinas de Nueva Inglaterra son, generalmente, maestras en el arte de fumar pipa. Además, como se verá más adelante, el muchacho era preguntón, charlatán, siempre ávido de novedades y deseoso de repetirlas.

Después de un temprano desayuno en Morristown, el joven, cuyo nombre era Dominicus Pike, había hecho siete millas a través de bosques solitarios, sin hablar una palabra con nadie, salvo consigo mismo y con la yegüita mora. Eran ya cerca de las siete, y tenía tantas ganas de un comadreo matutino como tiene un tendero de leer el diario de la mañana. La gran oportunidad se le presentó cuando, después de encender su cigarro con una lupa, vio descender un hombre de lo alto de la colina a cuyo pie estaba detenido el carrito verde. Dominicus notó que traía un atado al hombro, en la punta de un palo, y que avanzaba con paso fatigado pero resuelto. No parecía haber partido con el fresco de la mañana, sino haber caminado toda la noche y estar resuelto a seguir andando todo el día.

Buenos días tenga usted, señor —dijo Dominicus, cuando se fue acercando—. Lleva buen trote. ¿Cuáles son las últimas novedades en Parker’s Falls?

El hombre bajó sobre los ojos el ala del ancho sombrero gris y contestó, casi de mal humor, que no venía de Parker’s Falls, nombre que el muchacho había mencionado naturalmente, pues era la meta de su jornada.

En ese caso —respondió Dominicus Pike— diga las últimas novedades de donde venga. No me empeño en Parker’s Falls. Cualquier sitio es interesante.

Molesto el viajero, que era un personaje de tan mala presencia como para temer su encuentro en un bosque solitario, dudó un momento, como si buscara novedades en su memoria, o reflexionara sobre la conveniencia de referirlas. Al fin, subiendo al estribo del carro, murmuró al oído de Dominicus, aunque hubiera podido gritar sin que ningún ser humano lo oyera:

—Recuerdo una pequeña noticia. Anoche el viejo Fíigginbotham, de Kimballton, fue asesinado a las ocho, en su huerto, por un irlandés y un negro. Lo colgaron de la rama de un peral, donde lo hallaron esta mañana.

Apenas dio esta horrible nueva, el forastero reanudó la marcha con más rapidez que nunca. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Dominicus lo invitó a fumar un cigarro habano y a contarle los pormenores. El muchacho silbó a su yegua y subió la cuesta, pensando en el doloroso destino del señor Fíigginbotham, a quien conocía por haberle vendido muchas docenas de cigarros negros, cigarros de chala y tabaco en hoja. Le sorprendió la rapidez con que había corrido la noticia. Kimballton estaba como a sesenta millas; el asesinato había sido cometido la noche antes a las ocho y, sin embargo, Dominicus ya lo sabía a las siete de la mañana, cuando, con toda seguridad, la propia familia descubría el cadáver colgando del peral. Era como si el forastero calzara botas de siete leguas, «suele decirse que las malas noticias vuelan —pensó Dominicus Pike—; pero esto gana al mismo tren. El tipo debería alquilarse para repartir por expreso el mensaje del presidente».

Resolvió la dificultad suponiendo que el narrador hubiera equivocado en un día la fecha del asesinato; con esta rectificación, nuestro amigo no vaciló en desparramar la noticia por todas las tabernas y almacenes del camino, vendiendo mazos de cigarros cubanos entre no menos de veinte auditorios horrorizados. Era invariablemente el primero en dar la noticia, y lo agobiaron de tal modo con preguntas que no pudo menos que completar el cuadro hasta convertido en un minucioso relato. Encontró un dato que lo confirmaba. El señor Higginbotham era comerciante; un amigo, antiguo dependiente, a quien Dominicus relató los hechos, recordó que el viejo acostumbraba regresar a su casa por la tarde, atravesando el huerto con el dinero y los papeles importantes en el bolsillo. El dependiente no se apesadumbró demasiado con la catástrofe del señor Higginbotham y dio a entender —lo que el muchacho había descubierto en sus transacciones con él— que era un viejo duro, más agarrado que un tornillo. La heredera sería una linda sobrina que ahora tenía una escuela en Kimballton. Con la distribución de noticias pro bono público, y el hacer negocios por su cuenta, Dominicus se demoró tanto en el camino, que decidió hacer noche en una taberna, a poco menos de cinco millas de Parker’s Falls. Después de cenar encendió uno de sus mejores cigarros, se instaló en el bar y se explayó tanto en el relato del crimen que este le tomó su buena media hora. Había unas veinte personas oyéndolo, de las que diecinueve le escucharon como al Evangelio. La vigésima era un viejo granjero, que hacía poco había llegado a caballo, y que, apartado en un rincón, fumaba su pipa. Cuando se acabó el cuento se puso de pie deliberadamente, colocó su silla frente a Dominicus y lo miró cara a cara, echando el más horrible humo que el buhonero había olido en su vida.

—¿Firmaría usted en declaración jurada —le preguntó en el tono de un juez rural— que el viejo Higginbotham ha sido asesinado en su huerto anteanoche, y que lo encontraron ahorcado en el gran peral, ayer de mañana?

—Yo repito lo que me han dicho —respondió Dominicus, tirando su cigarro a medio fumar—. No digo que lo he visto; no puedo jurar cómo lo mataron.

—Pero yo puedo jurar —dijo el granjero— que si a Higginbotham lo asesinaron anteanoche, yo he bebido un vaso de bíter con su fantasma esta mañana. Como somos vecinos, me llamó a su tienda, me convidó, y luego me pidió le hiciera un negocito por el camino. No parecía informado de su propia muerte.

—¿Entonces no es verdad? —exclamó Dominicus Pike.

—Si lo fuera, lo hubiera mencionado —dijo el granjero, y puso de nuevo su silla en el rincón, dejando consternado a Dominicus.

¡Triste resurrección del señor Higginbotham! El buhonero no tuvo ánimo para volver a mezclarse en la conversación, pero se reconfortó con un vaso de agua y ginebra y se fue a la cama donde soñó toda la noche que lo habían ahorcado en el gran peral. Para esquivar al granjero (cuya muerte le hubiera regocijado más que la de Higginbotham), Dominicus se levantó al alba gris, ató la yegüita y trotó velozmente hacia Parker’s Falls. La fresca brisa, el camino húmedo de rocío y la deliciosa aurora estival reanimaron su espíritu, y quizá lo hubieran inducido repetir la vieja historia si hubiera encontrado a alguno que la escuchara. Pero no encontró ni yunta de bueyes, ni vagonetas, ni coche, ni jinete, ni caminante, hasta que al cruzar el río Salmón vio a un hombre llegar penosamente al puente, con un atado al hombro en la punta de un palo.

—¡Buen día, señor! —dijo el buhonero parando a su yegua—. Si viene de Kimballton o de ese vecindario, quizás me pueda contar la verdad de lo ocurrido al señor Higginbothan. ¿Realmente lo asesinaron hace dos o tres noches un irlandés y un negro?

Dominicus habló demasiado aprisa para observar que el forastero tenía un buen porcentaje de sangre negra.

Al oír esta súbita pregunta, el etíope pareció cambiar de piel, su cutis cobrizo tomó un blanco espectral, y, temblando y tartamudeando, contestó así:

—No, no fue un hombre de color, fue un irlandés el que lo ahorcó anoche a las ocho. Yo salí a las siete. Su gente no lo habrá encontrado aún en el huerto.

Aquí, el hombre de color se interrumpió, y aunque parecía muy cansado echó a andar a un paso que hubiera rendido a la yegua del buhonero. Dominicus siguió mirándolo con gran perplejidad. Si el crimen no se había cometido hasta el martes por la noche, ¿quién era el profeta que lo había predicho, con todos sus detalles, el martes de mañana? Si el cadáver del señor Higginbotham no había sido aún descubierto por su propia familia, ¿cómo podía el muchacho, a más de treinta millas de distancia, saber que estaba ahorcado en un huerto, sobre todo habiendo partido de Kimballton antes que hubieran ahorcado al infeliz?

Estas ambiguas circunstancias, unidas al asombro y al terror del forastero, hicieron pensar a Dominicus en dar el grito de alarma y proclamar al mulato cómplice del crimen, que esta vez parecía haberse perpetrado.

«Que el pobre diablo se escape —pensó el buhonero—. No quiero tener sobre mi conciencia su negra sangre; colgar al negro no va a descolgar al viejo. Ya sé que es un pecado; pero ¡cómo rabiaré si resucita por segunda vez a desmentirme!».

En estas meditaciones, Dominicus Pike llegó a las calles de Parkers Falls, que, como todos saben, es un pueblo tan próspero cual pueden hacerlo sus tres hilanderías de algodón y su fábrica. La maquinaria no estaba aún en movimiento, y sólo había algunas puertas abiertas cuando Dominicus bajó al establo de la taberna y cumplió su primera tarea: encargar para la yegua tres cuartos de avena. La segunda tarea fue, claro está, participar al caballerizo la catástrofe del señor Higginbotham. Juzgó prudente, sin embargo, no precisar demasiado la fecha del espantoso crimen, y también ignorar si lo habían perpetrado un irlandés y un mulato, o sólo un irlandés. No lo contaba como cosa propia, o de alguien determinado, sino como un rumor general.

El cuento corrió como fuego entre leña seca, y se comentó tanto que ya nadie recordaba su origen.

El señor Higginbotham era muy conocido en Parker’s Falls, pues era uno de los propietarios de la fábrica y considerable accionista de las hilanderías de algodón. Los habitantes vieron interesada su propia prosperidad. Fue tal la excitación, que la Parker’s Falls Gazette anticipó su día fijo de salida y apareció con media hoja en blanco y una columna en cuerpo doce realzada con mayúsculas. «¡HORRIBLE ASESINATO DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM!». Entre otros detalles espeluznantes, el relato en letras de molde describía la marca de la cuerda alrededor del cuello del muerto, y hacía constar los miles de dólares que habían robado; también se comentó con gran simpatía la aflicción de su sobrina, que salía de un desmayo para caer en otro, desde que habían encontrado al tío colgado en el gran peral, con los bolsillos para afuera. El poeta del

pueblo conmemoraba el dolor de la joven con una balada de 17 estrofas. Los hombres principales se reunieron y, en consideración a los servicios prestados a la ciudad por el señor Higginbotham, resolvieron distribuir impresos ofreciendo una recompensa de 500 dólares por la captura de los asesinos, y la devolución de los bienes robados. Mientras tanto, toda la población de Parker’s Falls, compuesta de tenderos, patrones de pensiones, empleados de fábrica, obreros y chicos de escuela, se lanzó a la calley mantuvo una terrible locuacidad que compensaba el ruido de las maquinas de hilanderías, silenciadas por respeto al difunto. Si al señor Higginbotham le hubieran gustado las honras póstumas, su fantasma se hubiera complacido en este tumulto.

Nuestro amigo, con su entrañable vanidad, olvidó las debidas precauciones; se subió a la bomba del pueblo, y se proclamó portador de la noticia auténtica que había causado tan maravilloso asombro. Se convirtió en el hombre del día, y ya había iniciado una nueva edición del suceso, con el tono de un predicador de campaña, cuando la diligencia apareció en la calle de la aldea. Había viajado toda la noche, y debía haber cambiado caballos en Kimballton a las tres de la mañana.

Ahora sabremos todos los detalles —gritó la muchedumbre.

El coche entró en el patio de la taberna, seguido por un millar de personas; porque si alguien se había ocupado de sus propios asuntos hasta entonces, ahora los abandonaba para saber los pormenores. El buhonero, que llevaba la delantera, descubrió dos pasajeros, súbitamente despertados de una cómoda siesta, y ahora en el centro del tumulto. Todo el mundo se les fue encima con diversas preguntas, lanzadas a la vez; la pareja quedó muda, aunque la componían un abogado y una mujer. «¡El señor Higginbotham, el señor Higginbotham!», rugía el gentío. «¿Cuál es el fallo? ¿Han aprehendido a los asesinos? ¿Todavía está desmayada la sobrina? ¡Higginbotham! ¡Higginbotham!».

El cochero no decía una palabra; sólo maldecía al fondista por no traer pronto los caballos de repuesto. El abogado, ni dormido perdía la cabeza; lo primero que hizo, después de enterarse de la causa del barullo, fue sacar una libreta colorada. Mientras tanto, Dominicus Pike, que era un joven galante, y que adivinaba que una lengua femenina contaría la historia tan volublemente como la de un abogado, había ayudado a la joven a bajar del coche. Era una hermosa historia de amor, y no una de muerte.

—Señoras y señores —dijo el abogado—, tenderos, obreros y muchachas: —puedo asegurarles que una equivocación inexplicable, o tal vez una maliciosa mentira destinada a desacreditar al señor Higginbotham, ha producido esta singular baraúnda. Pasamos por Kimballton, a las tres de la mañana, y nos habrían informado del asesinato

si se hubiera cometido. Pero tengo una prueba casi tan concluyente como lo sería la misma negativa verbal del señor Higginbotham. He aquí un escrito, relacionado con una demanda suya en los Tribunales de Connecticut, que me entregaron de su parte. Está fechado anoche a las diez.

El abogado exhibió la fecha y firma del escrito, que irrefutablemente probaba que ese perverso señor Higginbotham estaba vivo cuando lo escribió, o (quizá lo más probable) estaba tan absorbido por los negocios de este mundo que los continuaba en el otro. Pero pronto llegó un testimonio inesperado. La joven, después de escuchar la explicación del buhonero, alisó sus rizos y, apareciendo en la puerta de la taberna, pidió con modestia que la escucharan.

—Buenas gentes —dijo— soy la sobrina del señor Higginbotham.

Un murmullo de asombro estremeció a la muchedumbre al ver tan alegre y rosada a la afligida sobrina, que habían imaginado —fiados en la autoridad de la Parker’s Gazette— desmayada, a las puertas de la muerte. No faltaron, algunos maliciosos que dudaran del dolor de una sobrina a quien le ahorcan un tío rico.

—Ustedes ven —prosiguió con una sonrisa— que esta peregrina historia es infundada en lo que a mí concierne, y creo poder afirmar que lo es igualmente en lo relativo a mi querido tío. Gracias a su bondad tengo un hogar en su propia casa, aunque contribuyo enseñando en una escuela. He salido de Kimballton esta mañana, para pasar unas cortas vacaciones con una amiga, a unas cinco millas de Parker’s Falls. Mi generoso tío, cuando me oyó bajar la escalera, me llamó desde la cama, y me dio dos dólares con cincuenta para pagar la posta, y otro dólar para gastos extras. Puso después su cartera bajo la almohada, me dio un apretón de manos, y me aconsejó poner unos bizcochos en la cartera, en vez de desayunarme por el camino. Estoy bien segura de haber dejado vivo a mi querido pariente, y confío en encontrarlo así a mi vuelta.

La joven saludó al terminar su discurso, que fue tan discreto y dicho con tal gracia y propiedad, que todos pensaron que podía ser preceptora en la mejor academia del país. Pero un forastero podría suponer que el señor Higginbotham era aborrecido en Parker’s Fall y que él había dispuesto una acción de gracias por el asesinato; tal fue la furia de los habitantes al conocer el engaño. Los obreros de la hilandería que decretó honores a Dominicus Pike dudaban entre untarlo con alquitrán, emplumarlo y pasearlo, o refrescarlo con una ablución de la misma bomba donde se había encaramado para proclamarse portador de la noticia. Los principales, por consejo del abogado, hablaron de denunciarlo por el delito de circular noticias falsas, alterando la tranquilidad pública. Sólo salvó a Dominicus de una sanción popular o de una acción judicial un elocuente

llamado de la joven en su favor. Dirigiendo a su protectora unas palabras de íntima gratitud, subió a su carrito verde y salió del pueblo, bajo el bombardeo de los chicos de la escuela, que encontraron buenas municiones de guerra en los barrizales y charcos vecinos. Toda su persona quedó tan embarrada por los proyectiles que casi pensó en volverse a suplicar la ablución que, aunque no bien intencionada, hubiera sido una obra de caridad.

Sin embargo, el sol brilló sobre el pobre Dominicus, y el barro, emblema de todas las manchas de inmerecido oprobio, pudo, ya seco, ser cepillado fácilmente. Pronto levantó su ánimo y no pudo contener la risa al pensar en la polvareda que su historia había levantado. El bando produciría el arresto de todos los vagabundos del país; el artículo de la Parker’s Gazette sería reproducido desde Maine hasta Florida, y quizá comentado en los diarios de Londres; y más de un avaro temblaría por su bolsa y su vida al conocer la catástrofe del señor Higginbotham. El buhonero meditaba con fervor en los encantos de la joven maestra, y juró que Daniel Webster nunca se asemejó tanto a un ángel como la señorita Higginbotham al defenderlo del furioso populacho de Parker’s Fall.

Dominicus estaba ahora en la barrera de Kimballton, y resolvió visitar el lugar, aunque los negocios lo habían alejado del camino más directo a Morristown. Al aproximarse al lugar del supuesto crimen, continuó dando vueltas en su cabeza el asunto, y se quedó asombrado del aspecto que el caso asumía. Si nada hubiera ocurrido que corroborara el cuento del primer viajero, podía considerárselo una broma; pero era evidente que el hombre de color tenía conocimiento del cuento o del hecho, y había un misterio en su culpable mirada despavorida cuando Dominicus lo interrogó de súbito. A esta singular combinación de incidentes se añadía que el rumor coincidía exactamente con el carácter y hábitos del señor Higginbotham, y que en su huerta existía un gran peral, cerca del cual pasaba todas las tardes. La evidencia circunstancial resultaba tan sólida que Dominicus no creía de igual peso el autógrafo del abogado y la declaración de la sobrina y, haciendo averiguaciones por el camino, supo que el señor Higginbotham tenía a su servicio a un irlandés de reputación dudosa, a quien había tomado sin recomendaciones.

—Que me ahorquen —exclamó Dominicus en alta voz al alcanzar la cumbre de un monte solitario— si creo que el señor Higginbotham no ha sido ahorcado antes de verlo con mis propios ojos y oírlo de sus propios labios.

Estaba oscureciendo cuando llegó a la oficina de control en la barrera de Kimballton, a un cuarto de milla de la aldea de ese nombre. La yegüita lo acercaba rápidamente a un jinete que pasaba al trote el portón, unas varas más adelante. Este saludó al guardia y

siguió hacia la aldea. Dominicus conocía al guardia, y mientras le daba cambio, se cruzaron entre ellos las acostumbradas observaciones sobre el tiempo.

—Supongo —dijo el buhonero echando atrás su látigo, para dejarlo caer, como una pluma sobre el anca de la yegua— que no ha sabido nada del viejo Higginbotham en los últimos días.

—Sí —contestó el guarda—. Acababa de pasar el portón, justamente cuando usted llegaba. Puede verlo por allá si la oscuridad no se lo impide. Ha estado en Woodfield esta tarde, en una venta fiscal. El viejo siempre charla conmigo y nos damos la mano; pero esta noche me saludó como diciendo «cóbrese», y siguió, porque vaya donde vaya, tiene que estar siempre de vuelta a las ocho.

—Así me han dicho —replicó Dominicus.

—Nunca he visto, un hombre tan flaco y amarillo —continúo el guarda—. Yo me decía ahora mismo: parece más un fantasma, o una momia, que un hombre de carne y hueso.

El buhonero aguzó la mirada entre las sombras y distinguió al remoto jinete en el camino de la aldea. Le pareció reconocer las espaldas del señor Higginbotham; pero en el crepúsculo, y envuelto en el polvo que levantaba su caballo, la figura aparecía opaca e inmaterial; como si la forma del misterioso viejo estuviera modelada de tinieblas y de luz gris. El buhonero se estremeció.

«El señor Higginbotham ha vuelto del otro mundo por la barrera de Kimballton», pensó.

Sacudió las riendas y siguió adelante, guardando la misma distancia a espaldas de la sombra gris, hasta que una curva del camino se la ocultó. Al llegar a este punto, el buhonero no vio ya al jinete, pero se encontró al comienzo de la calle del pueblo, no lejos de unos cuantos comercios y de dos tabernas agrupadas alrededor del campanario de la Junta. A su izquierda había un muro de piedra y una puerta, más allá de la huerta, a lo lejos de un campo segado, y al final una casa. Esta era la propiedad del señor Higginbotham, cuya morada se levantaba junto al antiguo camino, relegado al fondo por la nueva barrera. Dominicus conocía el lugar; y la yegüita instintivamente se paró en seco, porque él no tenía conciencia de haber tirado las riendas.

—¡Por Dios, no puedo franquear esta puerta! —dijo temblando—. No volveré a ser yo, hasta que vea si el señor Higginbotham está colgado del peral.

Saltó del carro, ató la rienda al poste de la entrada y corrió por la verde senda del bosquecito; como si el demonio lo persiguiera. En ese instante el gran reloj daba las ocho, y a cada campanada Dominicus saltaba de nuevo y aceleraba la carrera, hasta que vio el árbol fatal en el centro solitario del huerto. Una gran rama se alargaba desde el viejo tronco retorcido y proyectaba en ese lugar una sombra profunda. Algo parecía luchar bajo la rama.

El buhonero nunca había pretendido tener más valor que el conveniente a un hombre de hábitos pacíficos, ni pudo explicar después su valor en esta espantosa emergencia. Lo cierto es que se adelanto, que derribó con el cabo del rebenque a un fornido y gran irlandés, y encontró, no ya ahorcado en el gran peral, sino temblando debajo, con una soga al cuello, al señor Higginbotham en persona.

—Señor Higginbotham —exclamó Dominicus, trémulo—, usted es un hombre honrado, dígame la verdad. ¿Lo han ahorcado, o no?

Si el enigma no ha sido adivinado, pocas palabra bastarán para explicar la sencilla tramoya por la cual este acontecimiento futuro proyectó una sombra anterior. Tres hombres habían planeado el robo y el asesinato del señor Higginbotham; dos de ellos sucesivamente se acobardaron y huyeron cada uno demorando el crimen en una noche; el tercero estaba cometiéndolo cuando un campeón providencial, obedeciendo ciegamente la llamada del destino, apareció en la persona de Domicus Pike.

martes, 15 de noviembre de 2022

PREMIO CERVANTES 2022. Obra entera Poesía y prosa Rafael Cadenas 2 Prólogo a la segunda edición Un testimonio sobre la Obra entera de Rafael Cadenas Darío Jaramillo Agudelo

 


Obra entera

Poesía y prosa

Rafael Cadenas

2

Prólogo a la segunda edición

Un testimonio sobre

la Obra entera de Rafael Cadenas

Darío Jaramillo Agudelo

1. Comienzo con un reparo

El volumen que contiene la Obra entera de Rafael Cadenas lleva como subtítulo “Poesía

y prosa”. Mi tarea consiste en dejar el testimonio de lector y resulta embarazoso tener

que comenzar con un reparo a ese subtítulo, un reparo que, creo, también resume mi

reveladora experiencia con este poeta venezolano, a quien admiro desde la primera y

alucinada lectura de Falsas maniobras, hace un millón de recuerdos, y que ahora he

podido agarrar completo en esta Obra entera felizmente editada por el Fondo de

Cultura Económica.

Es imposible hallar una frontera clara entre la poesía y la prosa de Rafael Cadenas. Y

que conste que con esta primera observación, sólo primera porque proviene de la

carátula, no me refiero al invento que hicieron los modernistas de un artefacto

infelizmente denominado prosa poética, muy seguramente procedente del francés. En

sus orígenes y en sus primeras intenciones, la prosa poética de los modernistas poseía

sentido y rindió sus frutos. Lo que siguió inficionó la prosa de un tono inspirado y

grandilocuente que hoy nos pone a huir a todos, y que alcanzó su soporífero cenit en un

exitoso colombiano de entonces, José María Vargas Vila.

No, no estoy hablando de la prosa poética, compendio de elegancia y buen decir,

pletórica de alusiones helénicas y de circunloquios art noveau. Cuando aludo a la

dificultad de hallar un claro límite entre la poesía y la prosa de Cadenas, me refiero a

que, en su Obra entera, sin distingos, es constante la preocupación por el misterio

esencial del mundo. En un extremo puede estar, sí, el abordaje analítico, por ejemplo en

los Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística, pero aun en estos casos, el intento

consiste en traspasar el umbral de la conciencia, en una indagación interminable donde

nos descubre que “la palabra Dios designa lo que no tiene nombre”. El aforismo, con

toda su concisión, con el filo que tiene que poseer para cortar una capa ignorada de la

realidad o del lenguaje, es también un medio limítrofe entre la poesía y la prosa. Y

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están, además, los poemas en prosa, prosas que son poemas y que enfrentan, como en

toda su Obra entera, la luz quemante y enceguecedora de las revelaciones, la tiniebla

estremecedora de quien mira hacia su adentro.

Aquí, en un punto aparte, se me ocurre una explicación de este singular don.

Conjeturo que la tierra estaba abonada. No en vano Venezuela es la tierra de José

Antonio Ramos Sucre, que en su breve vida dejó una consistente y misteriosa obra

poética escrita en prosa.

2. Rafael Cadenas: fechas

Ramos Sucre y Juan Sánchez Peláez son los antecedentes más claros en una tradición

que heredan dos poetas coetáneos y que, con los dos anteriores, son la más alta

contribución de Venezuela a la poesía escrita en castellano durante el siglo XX: Eugenio

Montejo (1938-2008) y Rafael Cadenas, nacido en Barquisimeto, estado de Lara, el 8 de

abril de 1930. Relata José Balza que, muy joven, ya en Caracas, en la universidad,

Cadenas se enfrenta a la dictadura militar desde su militancia comunista y esto lo lleva

al exilio. “Importa mucho añadir —escribe Balza— que desde hace casi 40 años se

considera independiente y ha sostenido en numerosas entrevistas y charlas que no se

debe pertenecer a partidos porque perdemos la libertad.” Vive en la isla de Trinidad, en

el delta del Orinoco, “regresa a Caracas en 1956 y durante tres décadas permanece

inquietamente inmóvil en la ciudad. Trabaja como profesor de literatura inglesa,

estadunidense y española. Traduce a Lawrence, Nijinski, Whitman, Cavafy, Segalen,

Pessoa, etcétera”.

Discreto, silencioso, tímido, incómodo en toda figuración, huidizo de ella, Rafael

Cadenas, a pesar de su invisibilidad, es considerado hoy un clásico vivo en Venezuela.

El periódico caraqueño Últimas noticias del 16 de septiembre de 2001 publicó una

encuesta que se hizo a 10 personajes, entre profesores, críticos, periodistas, políticos,

historiadores, acerca de los 10 libros que más han influido en los venezolanos en los

últimos 60 años. En el resultado predominan los textos de políticos —Venezuela,

política y petróleo de Rómulo Betancourt es el más mentado—, de interpretación de la

realidad (cualquier cosa que eso sea) de historia. Queda poco terreno para la literatura

y, en ella, mucho más para la narrativa que para la poesía; tan sólo dos poetas son

citados más de una vez: Vicente Gerbasi, y Cuadernos del destierro de Cadenas, que es

mencionado por tres de los encuestados.

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3. Una isla

Una isla, el poemario que abre esta Obra entera, puede leerse como una secuencia de

poemas que van del amor al desamor. Comienza, sin embargo, con una especie de

poética:

Si el poema no nace, pero es real tu vida,

eres su encarnación.

Habitas en su sombra inconquistable.

Te acompaña

diamante incumplido

El amor aparece y el poeta lo reconoce, “vengo de los ojos de una mujer”, y se sabe

vencido:

Mi fortaleza,

mi última línea,

mi frontera con el vacío

ha caído hoy.

Y vienen los descubrimientos del amor, hermosa, memorablemente expresados aquí,

como cuando declara: “juntos somos anteriores a nosotros”, o como cuando, a manera

de invocación, de culto devoto, escribe:

Tú apareces,

tú te desnudas,

tú entras en la luz,

tú despiertas los colores,

tú coronas las aguas,

tú comienzas a recorrer el tiempo como un licor,

tú rematas la más cegadora de las orillas,

tú predices si el mundo seguirá o va a caer,

tú conjuras la tierra para que acompase su ritmo

a tu lentitud de lava,

tú reinas en el centro de esta conflagración

y del primero

al séptimo día

tu cuerpo es un arrogante

palacio

donde vive

el

temblor.

Vendrá una evidencia más dolorosa y más mezquina: “Los días de los amantes también

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pasan” y entonces deja este testimonio que muestra bien, además, cómo son los poemas

en prosa de Cadenas:

Partí de tus brazos sin saber adonde iba. El barco nos empequeñecía hasta hacernos desaparecer. Con

temblor. Ahora no me reconozco. Sólo espero que de mí nazca otro hombre unido. Ojalá pudiera

devolverte el esplendor que me entregaste. Te pertenece, pero estoy estancado, estancado como una

piedra y no podré buscarte.

Y al final, dando tumbos, dice: “Voy de cerco en cerco. Atestiguo derrumbes. Busco lo

que solo no puede encontrarse, y se hace tarde”.

4. Los cuadernos del destierro

El comienzo de Los cuadernos del destierro es uno de los más sobrecogedores y

extraordinarios de la poesía en nuestro idioma: “Yo pertenecía a un pueblo de grandes

comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de

amor”. Ya clásico, su perfección lo ha fijado en la memoria emocionada de la tradición

oral venezolana y en la curiosidad insaciable de todo aquel que lo oiga por primera vez.

Este comienzo, además, marca el tono de un poema narrativo exuberante, imbuido

del aire húmedo y salino y verde del Caribe: “Isla, deleitable antífona […] Dominio del

verde […] Calles manchadas de fluidos vegetales, de baba ebria, de sexo negro, de

mugres provisionales, de hálitos sacros, de africanas flexiones, de alas de loto, de

mandarines venidos a menos, de dragones rotos, de fosforescencias de tigra, de aires

balsámicos de amplios valles búdicos”. Inevitable pensar en Saint John Perse, en Álvaro

Mutis, en las enumeraciones e imágenes de Enrique Molina. Y me refiero al tono

porque el poema, lo que dice y la manera de decirlo poseen su propia demoledora

fuerza, sus propias demoledoras energías, porque son varias. El paisaje inescapable, los

ritos de magia, las liturgias más esotéricas, por ejemplo, pero una sobre todas, una

historia personal de transformación, de metamorfosis, de dolorosa y liberadora

iniciación.

“¿Dónde está el rostro que me legaron mis padres?” El poema comienza con un

descendimiento a los infiernos. El “yo” poético perdió su identidad —“yo no era el

mismo”, “yo era el guardián de mi propia desgracia”— y en tiempo presente nos

declara: “He resuelto mis vínculos. Ya soy uno […] Fatídico, doble, sensual, echadas las

cuentas para mis logros futuros, me he desposado con un nuevo esplendor”. En este

estado, viene uno de los apartes más líricos del libro:

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He entrado a región delgada.

Todo lo que canta se reúne a mis pies como banderas que el tiempo inclina.

Aquí el mundo es una estación amanecida sobre corales.

Ésta es la morada donde se depositan los signos de las aguas, el légamo de los navíos, los mendrugos

cargados de relámpagos.

Éste es el huerto de las especies clamorosas, la temporada de arcilla que el océano erige.

Ésta es la fruta de un piélago muerto, la columna desesperada del hambre.

Ésta es la salobre campana de verdor que el fuego crucifica, la tierra donde una tribu oscura embalsama

un clavel.

Ésta es la tierra trémula del día, la rosa al rojo vivo inscrita en los anales de la selva.

“Todo aquí es génesis” y “los días lucen desterrados”. El poeta está rodeado de un

mundo mágico, atractivo y aterrador al mismo tiempo: “Yo visité la tierra de luz blanda

[…] Pasé un día cerca del lugar donde duermen los ahorcados. Era la época que en los

brujos habían partido a los campos de arroz destruyendo todos los talismanes”. A la

mitad de Los cuadernos del destierro viene un balance descarnado: “Mi historia es un

largo recuento de inauditas torpezas, de infértiles averiguaciones, de fabulosas fábricas

[…] El amor me conducía con inocencia hacia la destrucción” y sigue un largo

monólogo, también antológico, que comienza:

Estoy aquí.

Muerto pero aún andando, desnudo, recreado en las hojas de fuego, devolviéndome hacia mi final,

dado al tiempo sin armas, espíritu del vino, excelente en el sufrimiento, sin títulos como los resucitados,

ojo de huracanes, devorador de sus pies, propenso a falsificar, hermanado con la muerte, mimado,

entre vocaciones terrestres, victimario y víctima dentro de un mismo silencio…

En Los cuadernos del destierro también consta el interludio amoroso, rodeado de un

antes de búsquedas y de ansias y de un después de desolación y de vacío. En el

entreacto está la locura de la carne:

Sólo tú misma en el acto. Extendida, carnosa, húmeda. Un temblor sin lapso. Sin equívoco. Torbellino

en torno de la flor de blando terciopelo, acorazonada, que nace del clima de tus piernas como de un

grito nocturno. Flor que se liba. Sombra de flor. En la sinfonía ciega de las corrientes lozana forma de

mis manos sin ojos. Cuerno remoto de los rendimientos.

[…]

Amo los blandos linderos de inefable tinte, ondulantes en la selva enana y espléndidamente libre que

sobresale de tu cuerpo como mil vocecillas frutales, el letífico aroma, el muelle calor, el ansioso tremar.

Toda tú adunada por mareas geométricas a mi piel. Toda presión, jadeo, huída, retorno, blancor,

demencia. Nadadora. Extensión que amamanta mi vicio. Sombra del láudano sobre mi pesado tiempo.

Después, “como en las estaciones llega el olvido” y “ésta es la historia de un fracaso

más”. Entretanto “mi poema llega entre estallidos a su solución. Su última palabra tiene

que ser en forma de pregunta y dispuesta como a punto de fuga”. El final se resuelve en

incertidumbre —“no puedo predecir lo que vendrá”— y con el narrador “enredado en

los hilos como un personaje mal llevado por su autor […] en el extremo menos

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iluminado del escenario”.

Los cuadernos del destierro, en su aspecto formal, ha sido visto, y con razón, como un

libro atípico en la retórica habitual de Cadenas. Aquí se trata de un desbordamiento, de

una catarsis, de una entonación que, el mismo texto lo reconoce al final, es la de un

monólogo actoral. No obstante, los problemas esenciales de su poesía, los misterios más

hondos, flotan entre la exuberancia del paisaje y la catarata enumerativa que luego

abandonará.

Este libro es fruto de la reflexión que le produce el exilio y en él está la más

desgarradora expresión del desterrado: “Mi piel echa de menos tu caricia, tierra”.

5. Falsas maniobras y derrota

Con Falsas maniobras, acaso sin proponérselo, Rafael Cadenas reiteró su talento para los

comienzos inolvidables. Frecuente y merecidamente citado, así comienza Falsas

maniobras: “Hace algún tiempo solía dividirme en innumerables personas. Fui

sucesivamente, y sin que una cosa estorbara a la otra, santo, viajero, equilibrista”.

Aun con la maestría y la contundencia de este comienzo, es claro el cambio de tono

con respecto a Los cuadernos del destierro. Antes, marcado por la magia del lugar

desconocido, extraño al paisaje salobre, embriagado por un lenguaje deliberadamente

enriquecido por la complejidad de la experiencia y por el barroco misterioso que se

desprende del aire antillano, las palabras son alusivas y la realidad es elusiva. Ahora

impera la claridad y cierto retintín de irremediable burla de sí mismo que viene del

lenguaje conversacional, que no imposta el tono de lo sagrado, que más bien es un

llamado desde lo cotidiano a la conciencia de la propia, a veces inevitablemente cómica

y siempre presente, miseria, con el segundo poema del libro, titulado “Pasatiempo”:

“Por la mañana exploro las paredes de mi cuarto en busca de nuevos agujeros. Pongo en

ellos cartón piedra, jirones de ropa inservible, trozos de periódicos. Encima les pego

pequeñas tarjetas con vehementes recados. Son exhortaciones anotadas

apresuradamente en letra grande”. Pero así como Los papeles del destierro es un

desollamiento en clave iniciática, Falsas maniobras es también un desollamiento, sólo

que en clave conversacional, como quien habla del clima. “El monstruo” es literalmente

eso, la descripción de un desollado y comienza así: “El hombre sin piel se levanta tarde,

evita los comunes tropiezos, rehuye toda relación. Cualquier rozamiento, que en

nosotros no pasa de producir cierta sensación de pérdida, a él se le puede transformar

en un desarreglo prolongado…”.

9

En Falsas maniobras nos habla un hombre común, débil, mezquino, que se examina

con desasimiento y un humor involuntario que procede de la literalidad de las

descripciones, por ejemplo, con respecto a la prisa: “En una ciudad instalada sobre la

prisa fue condenado por incurrir en retraso […] Salía disparado como se le indicaba,

pero siempre terminó deteniéndose a ver pasar a los otros […] Los que iban a gran

velocidad lo apremiaban desde sus propias inmovilidades”. El “yo” poético procede de

un personaje que no entiende las reglas de juego que le toca vivir y que inventa sus

propios hábitos. Ante la agresividad, por ejemplo: “Cuando un rostro se vuelve

amenazante, lo desdibujo pacientemente […] De noche practico esa cautela. Me acerco

al rostro, recuerdo todos los incidentes, tomo un trapo húmedo, ordinario, maligno con

el que deshago suavemente el dibujo”. Este personaje tiene su propio gimnasio con los

siguientes elementos:

[…] Una esterilla para hacer contorsiones que producen olvido.

Un hueco en triángulo donde me oculto para no ver.

Una cuerda donde me castigo por toda la prudencia del día.

Un artefacto en forma de O en el que me doblo para evitar los reclamos de mi conciencia.

Una barra horizontal sobre la cual me río de mis intenciones.

Una tabla donde doy golpes innecesarios que podrían estar mejor dirigidos.

Un pequeño extensor de idiota que me estira por todos los frutos que no tomé, los actos que no hice,

las palabras que no me atreví a decir.

Una soga donde extorsiono mi brazo derecho por todas mis indecisiones, olvidos, cambios.

En el mismo tono, entre desparpajado y cómico, velando porque el poeta no sea el

iluminado sino el más falible, el más impráctico, el más torpe de los hombres, Rafael

Cadenas le canta al fracaso:

Cuanto he tomado por victoria es sólo humo.

Fracaso, lenguaje de fondo, pista de otro espacio más exigente, difícil de entreleer es tu letra.

Cuando ponías tu marca en mi frente, jamás pensé en el mensaje que traías, más precioso que todos los

triunfos.

Tu llameante rostro me ha perseguido y yo no sabía que era para salvarme.

Por mi bien me has relegado a los rincones, me negaste fáciles éxitos, me has quitado salidas.

Era a mí a quien querías defender no otorgándome brillo […]

Estos poemas admiten una lectura literal y desprevenida, donde un hombre común,

demasiado tímido y común, admite sus desajustes con el mundo. Pero también, sin

ningún ánimo de crítico de realidad, dedicado con saña a los cauterios y arañazos que

el poeta se inflige a sí mismo, Falsas maniobras desnuda los desajustes del mundo, la

prisa, la siempre estúpida prisa, la competencia, el mercado del éxito y el fracaso. Sólo

que lo hace sin señalarlos, más bien con un susurro que quiere ser objetividad y no

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queja, el poeta habla de su propia condición.

El poema que mejor expresa el tono de Falsas maniobras es “Derrota”, a la vez el

poema más antologado y más conocido de Cadenas. También su comienzo es un

referente obligado de la poesía venezolana: “Yo que nunca he tenido un oficio”, y se

desarrolla como enumeración acumulativa donde se autodefine como “imbécil y más

que imbécil de nacimiento” y con todas las debilidades imaginables. Con esto logra una

identificación, entre hilarante y azorada, del lector con el poema: es sencillo, todos nos

hemos sentido así y se necesita ser demasiado imbécil para no haberse sentido imbécil

alguna vez. Se han señalado algunas semejanzas de “Derrota” con “Tabaquería” de

Pessoa: si bien ambos son una confesión de fracaso, nada más diferente que el tono de

estos maravillosos poemas. “Derrota” es, además, el poema emblemático de una época,

de una generación y su perduración insinúa que es, también, el poema necesario para

ciertos momentos de la vida.

6. Intemperie

Transcurrieron 11 años, entre 1966 y 1977, para que aparecieran más libros de poemas

de Rafael Cadenas después de Falsas maniobras, cuando vieron la luz Intemperie y

Memorial.

En Intemperie hay un cambio de tono con respecto a los anteriores libros. En Los

cuadernos del destierro, según vimos, la salmodia ceremonial y el tono acezante del

exorcismo exigen la adjetivación y la exuberancia propias de una liturgia. Hay un “yo”

poético diferente al “yo” de Falsas maniobras, que susurra sus declaraciones de

ineptitud frente al mundo y reconoce en su coloquio —sin aspavientos ni

recriminaciones— todas las atrocidades de su corazón. He dicho que hay humor en

este libro y ahora me corrijo. Hay risa, sí, pero no proveniente de una intención

humorística: nos reímos por el modo tan directo, tan descriptivo, de los desajustes que

siente frente al mundo. Nos reímos por identificación. Nos reímos para no echarnos a

llorar.

En Intemperie también hay un “yo” poético, pero su tono es muy otro. Éste reniega,

se queja y llega a calentarse en el poema y a hacerse advertencias: “Los gritos deben

quedar para el cuarto”:

Ya sé.

Hay que escribir con distancia —no lejanía—

para, sobre todo, propiciar el pudor […]

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Aquí, sospecho que sólo en apariencia, pierde el control. O si es de verdad que lo

pierde, se tendría que concluir que, aun así, mantiene una descarnada lucidez y se

expone a sí mismo en el poema:

Que cada palabra lleve lo que dice.

Que sea como un temblor que la sostiene.

Que se mantenga como un latido.

Quiero exactitudes aterradoras.

Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a

ellas.

“Estamos hasta los huesos de tinieblas”, dice, y esta declaración casi puede entenderse

como la síntesis de una larga crisis:

Se hunde uno,

se atasca,

se desoye

y vuelve a unirse. Un pantano.

No es broma.

Hay encallamientos peores que la ilusión.

Encallado en la noria de la rutina, “en una antesala donde todos trajinan para olvidar”,

la queja es por las privaciones del empantanamiento:

Ya el delirio no me solicita.

Vivo sobre la sal, levantándome y cayendo, día tras día. Como, ando, me acuesto sobre lo que me

sostiene sin pedir una aclaración, sin esperar nada. Soy cuerpo. Me llamo tensión, debilidad, silencio,

piel, nervio, olor, yerro. Me arrastro, toco hierba, me hago suelo. Lo inefable no me quiere.

Hace años dejé de preguntar. Desistí en un filo.

7. Memorial

Memorial es el nombre del otro volumen publicado en 1977 por Rafael Cadenas. El

libro reúne varios conjuntos con fechas sucesivas: Zonas (1970), Notaciones (1973) y

Nupcias (1975).

En Anotaciones, un conjunto de reflexiones sobre la poesía, en cierto modo clave de

lectura de sus propios textos, dice Cadenas: “Los libros se forman solos. Van haciéndose

al hilo de los días como una historia. Nunca me he propuesto ‘escribir un libro’. Ellos

nacen, como mis palabras, con el vivir cotidiano. Mi reflexión es fragmentaria. Los

‘poemas’ son momentos”. Esta apreciación parece mucho más ajustada a Memorial que

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a sus anteriores libros, que los veo más orgánicos, con un trabajo de escogencia o de

orden de los poemas que, en mi caso de lector, les confiere una especie de argumento.

En Memorial los poemas aparecen mucho más “con el vivir cotidiano”. En cuanto al

otro punto de la cita, “mi reflexión es fragmentaria”, se me antoja capital en la obra de

Cadenas, tanto así que, aparte de la fragmentación como clave de lectura de los poemas,

el tema es central en ensayos como Literatura y realidad y Apuntes sobre san Juan de la

Cruz y la mística, si bien su tratamiento es distinto.

En Memorial se van superponiendo poemas o series de poemas, unos en verso y

otros en prosa, casi al azar, casi todos muy breves y ninguno aislado, todos conectados

con el contexto inmediato, de modo que el clima anímico se sostiene en secuencias. En

Zonas, por ejemplo aparece un amor, un amor que se prolonga de modo que “cada

encuentro nos protege de la memoria”. Es allí en donde aparece esta hermosísima

declaración de amor:

Siempre traes a esta sequedad la fragancia

del misterio.

Siempre eres igual

a lo que me sostiene.

Pero también acechan los enemigos, los fanáticos, los inquisidores. Acecha y acosa

alguien dentro del “yo” que nos habla porque “la palabra no es el sitio del resplandor,

pero insistimos, insistimos, nadie sabe por qué”, sin cansarse de expresar de mil

maneras el mismo autoreclamo en todas sus variantes: “Es recio haber gastado días,

meses, años en defenderse sin saber de quién. Recio no poder ver el rostro del que

asedia. Recio ignorar lo que nos devasta”. En la primera parte de Notaciones la

sensación es de vacío, de sequedad. La palabra “nada” se repite como referente

irremediable, la pérdida, la intuición de haber tomado siempre el rumbo equivocado,

ese no hallarse, de nuevo esa fragmentación:

Nada es pleno en nosotros,

los más escindidos.

Ni el sufrimiento.

Espejos que se miran

Dividiéndose.

El mismo tono de abdicación —así se titula uno de sus más hermosos poemas— posee

la última parte de Notaciones. Y en medio de las dos partes una serie de poemas breves,

brevísimos, Presencia, sobre los ojos, y que se cierra con uno de los textos más

conocidos de Cadenas:

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¿Qué hago

yo detrás de los ojos?

Allí está ese consejo, menos conocido, que por sí mismo define la actitud general de

esta poesía, cualesquiera que sean los tonos que adopte:

Deja que los ojos

se recuperen de ti.

La última parte de Memorial se titula Nupcias y es, ya su nombre lo dice, un conjunto de

poemas predominantemente amorosos. Antes, en un breve poema en prosa, ya ha

calibrado el valor del asunto: “Sólo he conocido la libertad por instantes, cuando me

volvía de repente cuerpo”. Aquí se trata de un amor áspero y los poemas en general son

de catarsis:

Estas líneas

no son poemas.

Respiraderos…

“Florecemos en un abismo” ha escrito y el amor —a pesar de sus rispideces— es el

único refugio:

Tu cuerpo

es la sal

que en definitiva

acalla como una música

el sordo rumor de la fuente envenenada.

8. Amante

El subsiguiente libro de Cadenas, Amante, apareció en 1983. El “yo” poético se dirige a

una parte de sí mismo que parece ajena, el amante que existe dentro de él, pero actúa

como un visitante, a veces como alguien extraño:

Llegas

no a modo de visitación

ni a modo de promesa

ni a modo de fábula

sino

como firme corporeidad, como ardimiento, como inmediatez.

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La originalidad de este libro amoroso consiste en que el interlocutor de la voz poética es

alguien que está entre el mismo pellejo, quien actúa en el trance amoroso y que puede

ser descrito por el yo poético como si fuera otro a quien se observa con la distancia de

un desconocido:

Soy sólo espectador.

Una nostalgia

me toma.

Como un lamento de la piel.

Ella te inició,

pero yo deambulo frente a la puerta,

aun sabiendo que no me debo a mí.

—Ni un solo átomo mío es mío—.

“Ni un solo átomo mío es mío.” Ya lo había dicho en Derrota: “No soy lo que soy ni lo

que no soy”:

No sé quién es

el que ama

o el que escribe

o el que observa.

A veces

entre ellos

se establece, al borde,

un comercio extraño

que los hace indistinguibles.

Conversación

de sombras

que se intercambian.

Cuchichean,

riñen,

se reconcilian,

y cuando cesa el murmullo

se juntan,

se vacían,

se apagan.

Entonces toda afirmación

termina.

9. Gestiones

El conflicto de identidad —los que soy, los que no soy, los que fui, los que me invaden,

otros que van y vuelven, al interior de la piel—, que se revela en los diferentes tonos y

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registros en sus libros, continúa en Gestiones (1992):

¿Quién es ese que dice yo

usándote

y después te deja solo?

No eres tú,

Tú en el fondo no dices nada.

Él sólo es alguien

que te ha quitado la silla,

un advenedizo

que no te deja ver, un espectro

que dobla tu voz.

Míralo

cada vez que asome el rostro.

Las partes que cierran Gestiones son De poesía y poetas y Rilke. Allí encuentro, en un

poeta que desde su primer verso está indagando quién es y enunciando definiciones de

sí mismo, la frase que más aproximadamente sintetiza a Cadenas como poeta:

Soy

apenas

un hombre que trata de respirar

por los poros del lenguaje.

También allí se manifiesta la más desnuda retórica de este poeta, acaso el no-lente para

leerlo:

No quiero estilo,

sino honradez.

10. Realidad y literatura

Hablé de conflicto de identidad cuando más bien debí referirme a la ardua lucha por la

eliminación del yo. Así lo plantea Cadenas en el primero de los ensayos de esta Obra

entera, titulado Realidad y literatura y fechado en 1972.

Al iniciar este comentario comencé por decir que no encuentro frontera entre la

prosa y la poesía de Rafael Cadenas. Y esto es evidente hasta la página 487 de la Obra

entera, cuando los poemas en prosa o en líneas quebradas se alternan con absoluta

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fluidez. En la página 487 comienzan los ensayos y allí la prosodia, el orden del discurso,

el rigor de las citas, todo, pareciera conducir a hallar en estas diferencias el abismo

limítrofe entre la poesía y la prosa de Cadenas. La diferencia incide también en mi

comportamiento como lector. El ensayo exige una concatenación mental, una

continuidad, que no es condición necesaria para leer poesía. En el caso concreto de mi

experiencia con Obra entera leí los poemas primero uno tras otro, pero luego me

devolví interminables veces sobre un determinado poema, sobre cierto verso,

gobernado simplemente por el azar. Si nos atenemos a estas convenciones, está

legitimado el subtítulo de “poesía y prosa”. Existe, sin embargo, una identidad mucho

más profunda: es sorprendente la coherencia entre las indagaciones de los ensayos y los

destellos de los poemas.

Realidad y literatura parte de la famosa carta de John Keats a Richard Woodhouse

del 27 de octubre de 1818, donde afirma que el poeta “no tiene yo” y reafirma que “un

poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad”. Cadenas se

pregunta en qué consiste esa carencia y emprende un análisis de la percepción. Cree,

con Valéry, que “la mayoría de las personas ven mediante el intelecto más bien que con

los ojos” y cita al autor del Cementerio marino: “… perciben más según un léxico que de

acuerdo con su retina”. Para Cadenas “este mecanismo de abstracción, aunque

indispensable para el hombre, es en cierto modo responsable de su miseria. Lo ha

dotado de la capacidad de manejar ideas, pero a cambio de alejarlo de las cosas”.

El daño está allí:

La mente es una parte con pretensiones de todo […] Pero la mente no se presenta en el mundo como

mente; lo hace en forma de yo; al referirnos a alguien no pensamos en una mente sino en un yo. El yo es

un centro personal creado por la mente […] De la sensación a la palabra hay un trecho, el espacio de

una magnificencia, pero también de un desequilibrio: los seres humanos, en lugar de demorarse en ese

espacio silencioso en que ocurre el contacto primordial, acuden apresuradamente a refugiarse en las

palabras.

Advierte Cadenas que el problema no consiste “en que hemos desembocado al

pensamiento y no al hecho de haber pretendido fundar nuestra vida sobre él. Como

medio de conocimiento, el pensamiento es limitado, y en la vida su efecto es negativo

cuando invade zonas que no le corresponden, cosa que ocurre constantemente. Es este

último aspecto el que más nos interesa subrayar. “El pensamiento, como la palabra, se

basa en la memoria”, precisa y, por lo tanto,

[…] la palabra tiene una carga de pasado, emotiva, intelectual, física, que choca con la frescura de la

sensación, absorbiéndola, asimilándola a su marco, quitándole su fuerza prístina. Un polo doblega al

otro polo, produciéndose la supeditación de lo real a lo abstracto […] la relación hombre-universo

tiene lugar entonces a través de la mente que se desentiende de la sensación […] Pero ¿cómo despertar a

la incandescencia del mundo, cómo hacer de los sentidos verdaderas fuentes de vida, cómo romper la

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“marmita intelectual”, como llamaba Lawrence a la mente cuando la veía por su cara usurpadora?

Para Cadenas la pregunta es crucial y la respuesta es descorazonadora: “Dentro de

nuestra cultura, y probablemente dentro de cualquier otra, hay una total incompetencia

para habérselas con este problema”.

Con respecto a la poesía, su papel para ayudarnos a salir de esta encrucijada consiste

en que “el nombrar poético estaría encargado de acercarnos a la cosa y dejarnos frente a

ella como cosa”. Para conseguir ese logro la poesía deberá superar el culto exagerado

por el lenguaje —“no quiero estilo sino honradez”, dice el poema de Gestiones—, y tiene

un papel difícil: “Le asignábamos un trabajo doloroso, un trabajo que tiene mucho de

desenmascaramiento, y completábamos la idea de una literatura implacable”.

En fin, a lo que aspira Cadenas es a una “soberanía de lo sencillo, lo natural, lo que

está ahí, todo lo cual es, al mismo tiempo, el misterio”. Se trata de “establecer una

relación directa, no basada en la ideación, con los seres y las cosas”, en fin, de un

mundo “en el cual las ideas ocupen un lugar más modesto”.

11. anotaciones

Realidad y literatura parte de la cita de Keats, se alimenta de otros autores de la

literatura y llega a conclusiones en el mismo plano de la literatura, de la poesía. Pero

todo el desarrollo de este ensayo, todas sus implicaciones, trascienden el terreno de lo

meramente literario y apuntan al desbarajuste fundamental, irremediable y progresivo

de las reglas del juego de la sociedad humana y de la manera como el individuo

desarrolla sus facultades y ordena sus valores. Un conocimiento más abarcador, más

abiertos los sentidos al misterio del mundo, más entregados al silencio de la mente —

no se puede oír y pensar al mismo tiempo—, sin prisas ni frivolidades, una

desyoización: he ahí la aspiración, al parecer irrealizable, todavía sin camino.

El ensayo, pues, va más allá de lo que plantea, deja de lado la literatura —no sin

antes recordar que ésta es asunto de minorías y que a los escritores “en realidad, los oye

poca gente y el mérito de sus dones no les corresponde del todo”— y se explaya en

terrenos que tocan con los procesos de percepción, de abstracción, de verbalización y

memoria y con la manera como ellos han construido, acorralándolo, al hombre actual,

en fin, la palabra no se menciona en el ensayo pero se trata de un texto metafísico. Y

como decía Machado, y el mismo Cadenas lo recordó en las palabras de agradecimiento

cuando, en 2001, la Casa de Poesía Pérez Bonalde le dedicó la semana de poesía:

“Poetas sin una metafísica son sólo señoritos que hacen versos”.

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Anotaciones (1983) va más directamente al poema y a la poesía. En cierto momento

llega a los enunciados de una (anti)estética que bien se acomoda a la experiencia que he

tenido como lector de sus versos:

El poema es una forma, un molde, un artificio.

¿Cómo hablar con naturalidad dentro de ese marco cada vez más estricto, de esa pauta hoy tan

compleja?

El poeta tiene que aprender un modo peculiarísimo de expresión, volverse especialista, ocultar; lo que

está reñido con mi modo de ser.

No quiero apartarme de la voz con que vivo.

En la presentación de una entrevista publicada en 1998 por El Universal la autora, María

Ramírez Ribes, comienza por decir que “Rafael Cadenas es probablemente el único

poeta en Venezuela que agota cualquier edición”. Conjeturo que esto se debe a que se

trata de un hombre que respira “por los poros del lenguaje” y que sus lectores

aprendemos de él, nos llenamos de sus palabras, liberadoras porque invitan a vaciarnos

de palabras. Cadenas está en las antípodas de cierta poesía: “Según muchos poetas

modernos, es de mal arte decir, decir algo. Creen que todo está en ocultar, poner en

clave, hacer difícil el hallazgo del presunto tesoro”. Sin aludir a ella, Cadenas se está

refiriendo a una división —¿histórica, biológica?— entre clases de poetas, creo que

permanente, y que en nuestra lengua se patentiza con el enfrentamiento entre Góngora

y Lope de Vega. Góngora piensa que la misión del poeta es bruñir el lenguaje, ir en

arabescos, sin asir nunca el objeto, rodeándolo, describiéndolo sin nombrarlo, elusiva y

alusivamente. En el otro extremo, Lope de Vega defiende la difícil facilidad, el camino

más directo —que seguirá siendo el más sorprendente—, la capacidad de

descubrimiento, la fuerza poética del habla, el lenguaje de todos los días:

Ese que llama el vulgo estilo llano

encubre tantas fuerzas que quien osa

tal vez acometerle suda en vano,

y su facilidad dificultuosa

también convida y desanime luego.

Lope contra Góngora, Góngora contra Lope, pato contra cisne, cisne contra pato. En las

polémicas e insultos que los enfrentaron se encuentra en blanco y negro la antinomia

que vengo examinando. En un poema “a los apasionados por Lope de Vega”, escribe

Góngora:

Patos del agua chirle castellana

que de su rudo origen fácil riega

y tal vez dulce inunda nuestra vega,

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con razón Vega por lo siempre llana…

Lope reacciona furioso diciéndole: “Zambúllome de pato por no verte, ¡oh calavera

cisne!” y la polémica se enriquecerá más tarde con Quevedo quien, no obstante,

contribuirá a la preeminencia de los usos cultistas.

Las posiciones antinómicas continúan a lo largo de la historia y, en esa prolongada

toma de posiciones —que, sospecho, irremediablemente obedece a diseño mental—

Rafael Cadenas se sitúa: “Estoy lejos del poema como cosa de arte”. Cadenas halla que

“la poesía moderna tiende a convertirse en un corpus hermético. Se hace para un

círculo de iniciados; por los poetas para los poetas. Forman un pequeño ouroboros. Los

poetas, al decir de Cocteau, son ‘mandarines que se susurran secretos al oído’ ¿Qué ha

pasado? ¿Se trata de un fatum histórico? ¿Es un tremendo desvío?” Más adelante

responde a esta pregunta de manera concluyente: “¡Cuántos espejismos engendra el

pequeño ouroboros de los poetas condenados a escribir para poetas!”

Para nuestro poeta “la poesía tiene que ver esencialmente con la vida […] En la

poesía se ha de sentir el sabor de eso que, siendo lo más presente, no conocemos”. Por

esto mismo, a partir de una cita de R. H. Blyth —“La verdadera vida poética es la vida

corriente de todos los días”—, Cadenas señala que “la frase podría servir de punto final

a toda una historia, la de una poesía que pretendió constituirse en un mundo

autónomo, una poesía poco religiosa, una poesía que no vio nunca la insondabilidad del

mundo real, corriente, ordinario, ese mundo que un cambio de mirada puede hacer

centellear, pues un grano de arena es tan asombroso como un sol; ambos pertenecen al

misterio”.

Contra toda prescripción retórica, contra todo sistema o posición de escuela, desde

la vida, Cadenas se pregunta y se responde:

¿Qué me ha llevado (o traído) como de la mano, naturalmente, a un inestilo? Mi rechazo a toda

literatura en la que se siente, sobretodo, el deseo del autor por lucir sus atavíos, mi rechazo a la

brillantez, a la locuacidad demasiado “inteligente”, a la facilidad de expresión casi siempre vecina del

facilismo perezoso, automático, habitual, del surco verbal acostumbrado; mi rechazo a la ingeniosidad,

más reñida con el espíritu que la misma ineptitud expresiva; mi rechazo a todo lo que no ha sido

trabajado. Prefiero, prefiero no, se me impone la vía humilde, casi torpe, trabajosa, que por encima de

todo va en busca de la expresión necesaria.

Como una ascética, Cadenas adoptó desde siempre una marginalidad que obedecía a

imperativos íntimos, a fuerza de ser excluyentes con los de la república literaria. Poco

después de 40 años de la publicación de su primer libro, esa marginalidad ha sido

aceptada por la fuerza misma de los hechos y hoy Cadenas, sin renunciar a su actitud,

de seguro por esa misma actitud, es un clásico vivo de la poesía en nuestro idioma.

20

12. En torno al lenguaje

En torno al lenguaje apareció en 1985. Allí, Cadenas —refiriéndose a Venezuela en

unos juicios que bien pueden extenderse a todo el ámbito de la lengua— señala la

decadencia y el empobrecimiento del idioma. El tema no se refiere al bien decir, a la

elegancia o al engolamiento y tiene raíces mucho más profundas: “Hablar y pensar son

funciones que se vinculan de modo indisoluble”, dice Cadenas, de modo que “podría

afirmarse que, en gran medida, el hombre es hechura del lenguaje”.

Dedica un capítulo a Karl Kraus a quien cita cuando dice: “La civilización actual es

una vasta conspiración contra todo asomo de vida interior”. Según Cadenas, en Kraus

“se juntan dos obsesiones: la crítica a nuestra civilización y el culto a la lengua, así como

una nota más específica: la visión de la crisis moderna a través de la decadencia del

lenguaje”.

El siguiente capítulo se refiere a las alarmas planteadas en El defensor por don Pedro

Salinas, que lo llevan a señalar “la enorme responsabilidad de una sociedad humana

que deja al individuo en estado de incultura lingüística” y pinta el cuadro de esta

manera:

¿No nos causa pena, a veces, oír hablar a alguien que pugna, en vano, por dar con las palabras, que al

querer explicarse, es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones, dándose golpazos,

de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega al final una deforme semejanza de lo que hubiera

querido decirnos? Esa persona sufre como una rebaja de su dignidad humana. No nos hiere su

deficiencia por vanas razones de bien hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica, no.

Nos duele mucho más adentro, nos duele en lo humano; porque ese hombre denota con sus tanteos,

por los empujones a ciegas por las nieblas de su oscura conciencia de la lengua, que no llega a ser

completamente, que no sabemos nosotros encontrarlo. Hay muchos, muchísimos inválidos del habla,

hay muchos cojos, mancos, tullidos de la expresión.

Plantea Cadenas que en Venezuela —y donde dice Venezuela léase cualquier país,

que yo sepa léase Colombia— “nunca se ha enseñado castellano. Lo que se ha hecho es

majar la cabeza de los estudiantes con el estudio que más aleja del idioma y con mucha

frecuencia lo torna aborrecible: el estudio de la gramática. Ésta ha sido una perniciosa

confusión”. Cadenas ve en la enseñanza de la literatura, del gusto por la lectura ociosa,

la vía de salvación del idioma. Critica las escuelas de letras y afirma que “se necesitan

maestros y profesores que tengan un gusto genuino por la literatura […] Éste no es un

problema de técnicas o metodologías o programas sino de sensibilidad. La sensibilidad

es el elemento que no puede estar ausente”.

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13. Dichos

Hace poco tiempo, un editor ingenioso lanzó una colección de aforistas. Unos porque lo

son, como Jules Renard o Litchenberg. Otros porque son autores que poseen el don

especial de soltar perlas que resaltan en medio del poema o el párrafo. De este modo el

editor en cuestión imprimió libros de aforismos de Montaigne y de Oscar Wilde,

aforismos que en realidad son subrayados de sus escritos. Sin duda se trata de

escritores con vocación aforística. En México, un lector cuidadoso se dedicó a

seleccionar aforismos entre los poemas de Francisco Hernández, un excelente poeta de

estirpe aforística.

Rafael Cadenas es, igualmente, un poeta de estirpe aforística. Y en su caso por un

doble motivo: es autor de aforismos y en sus poemas y ensayos abundan las expresiones

con vocación aforística. “Los lectores de poesía buscan, en el fondo, revelaciones”,

escribe Cadenas, y un buen aforismo es precisamente eso, una revelación. Gozne entre

prosa y poesía, la escritura aforística de Cadenas es otro buen argumento para derruir

las fronteras entre poesía y prosa que él mismo ya había demolido en Anotaciones: “Soy

prosa, vivo en la prosa. La poesía está allí, no en otra parte. Lo que llamo prosa es el

habla del vivir, que siempre está traspasado por el misterio”.

Sin intentar ser exhaustivo, sin repetir algunos ya citados, repasando al azar los

subrayados de esta Obra entera copio algunos destellos aforísticos entresacados de

poemas o de ensayos:

Escribo como quien se inclina sobre el cuerpo que ama.

Solamente llevo lo que me he quitado.

Estamos hartos hasta los huesos de tinieblas.

Cada quién lleva un fantasma incómodo.

Realidad, una migaja de tu mesa es suficiente.

Un día, de tanto verte, te vi.

¿Dónde estabas tú a mi lado?

La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos, nadie sabe por qué.

Sé que si no llego a ser nadie, habré perdido mi vida.

Florecemos en un abismo.

Lo andado nos sitia.

Todo desenmascaramiento de nosotros mismos, aunque resulte doloroso, nos acerca a la verdad.

Desenmascararse no es más que desprenderse de lo inesencial.

Todas las palabras que se digan sobre el silencio están condenadas por él mismo. Esta fatalidad

descalificadora lo protege de antemano.

La quiebra de la lengua es la quiebra de la cultura, de la sociedad y del espíritu.

El lenguaje está cargado hasta los bordes de tiempo. Nos sumerge en el pretérito o nos lo trae a

nuestro hoy.

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El principal aporte de la radio parece ser volver estridente la vulgaridad, aporte por lo demás

superfluo en nuestro medio.

Dichos, el volumen de aforismos de Cadenas, fue publicado en 1995. En una nota al

pie, el poeta anota: “Comencé a escribir estos Dichos en 1970; llevaban el nombre de

Irreflexiones…” El libro es breve, cosa que se le agradece a un libro de aforismos y, por

lo mismo, son bastante atinados y responden a las obsesiones principales del poeta. Con

mi propio lápiz, al margen, he subrayado mis preferidos. He aquí algunos:

Sondear en ese extraño que uno es. Pero ¿quién indaga? Alguien perdido sale a buscar a alguien

perdido.

Vivir en el misterio: frase redundante.

No hay diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario.

El pensamiento ignora lo infinito: pero tampoco conoce fundamentalmente lo finito, si bien se mira,

pues éste no puede concebirse fuera de lo infinito.

Todo hombre es antiquísimo, pero no lo quiere saber.

Lo esencial no es de ninguna época.

No se puede escribir cosa valedera sin haber estado en el infierno.

Cubres lo que los otros descubren.

Sólo en un sitio puede ser derrotada una sociedad: en el pecho de cada hombre.

Nada natural es malo. Hay que vocear esa frase. Ponerla como grito en el cielo.

Desde que vi mi pobreza dejé de sentirme pobre.

Cuando nada pedimos, el mundo destella.

Tú creas la voz; pero ella también te crea.

14. Apuntes sobre san juan de la cruz y la mística

Ya en Realidad y literatura Cadenas había negado su fe en alguna trascendencia distinta

a la que encuentra en el mundo material y en la índole humana. Vale la pena copiar in

extenso esa desgarrada visión:

No creemos en ninguna tradición espiritual, en ninguna idea, como idea, en ningún símbolo, ningún

culto, ningún cielo. ¡Se ha especulado tanto! ¿Nunca nos cansaremos? Orientes, alquimias, sistemas,

drogas, filosofías, métodos, espiritualismos. Ilusiones. Sólo conocemos una realidad: el ser humano

sufriente, incapaz de vivir con plenitud, incapaz de lanzar por la borda los problemas autocreados,

incapaz de ponerle fin al dolor; el ser humano, víctima de su propia psique, de sus opiniones, sus ideas,

sus prejuicios; el ser humano ahogado por su miedo —el telón de fondo real de su vida—; el ser

humano crucificado por su existencia mecánica, vivida como repetición, llena de rigideces; el ser

humano que “proyecta” su angustia en todo lo que hace, creando división, sufrimiento, agonía; el ser

humano atenazado por sus propios productos: odios, afán de notoriedad, deseo de poder, todo para no

verse y para sentirse y para compensar su propia importancia en el cuadro de las cosas; el ser humano

consciente del desastre que ha creado y sigue creando, pero como imposibilitado para detenerse.

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Cualquier idea brota de este mismo marco y no hace más que nutrirlo; nutrir la historia del hombre, la

épica del error.

Me preguntaba cómo puede alguien, con esa perspectiva, leer a san Juan de la Cruz.

Y en este ensayo me encuentro la confirmación de su punto —“la palabra Dios designa

lo que no tiene nombre”— y, de entrada una admiración no carente de críticas a la

mística cristiana en general y a san Juan de la Cruz en particular; les señala desprecio

por las criaturas, el trato del cuerpo como enemigo. Admira, sí, su lenguaje, su don para

“acuñar expresiones indelebles”, como aquélla de que el alma debe irse “quitando

quereres”.

Para Rafael Cadenas “las religiones se han secado” y la búsqueda no está afuera, en

lo invisible; retoma la frase de Eckhart —“Dios está más cerca de mí que yo mismo”—

para afirmar que el misterio está aquí, que no hay vías iniciáticas: “Tal vez cuando se

prescinde de la idea de camino, de distancia a recorrer y cobra su intensidad el

presente, puede sentirse la cercanía del misterio”. En efecto,

Solemos hablar del misterio del universo sin incluirnos, como de cosa ajena, como si no formáramos

parte de él, como si no le perteneciéramos. A estas alturas podríamos darnos cuenta de que ese misterio

nos constituye; de que somos misterio, de pies a cabeza; de que el misterio está en cada poro, cada

célula, cada átomo que nos forma. El espacio más familiar, el espacio donde nos movemos, el espacio

cotidiano, es el mismo de las estrellas.

15. Final

Rafael Cadenas es un poeta que leen los poetas con respeto creciente. A pesar de sus

prevenciones, sin duda justificadas, acerca de las mercancías de valores, prestigios y

éxitos que circulan en la república literaria, Cadenas es un autor respetado y premiado y

admirado entre sus colegas. En Venezuela es considerado hoy un clásico vivo y

comienza a extenderse este juicio entre los poetas del ámbito hispánico. No obstante

que se niega en sus poemas a seguir la retórica imperante, y se impone liberarse de

cánones, liberarse para ser liberadores, la crítica lo acoge, de seguro por la misma

razón, porque canta a su modo personal e intransferible y esto lo vuelve único.

Existen muchos lectores de literatura que están prevenidos con la poesía. Y con

razón, con las mismas razones que Rafael Cadenas está prevenido. A estos lectores les

recomiendo, a la fija, la lectura de Obra entera. No le aconsejaría a alguien ajeno a la

poesía que se vaya de vacaciones acompañado del Polifemo de Góngora, o del Poema

heroico a san Ignacio de Loyola de Domínguez Camargo, o con los versos de Lezama

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Lima, aún más, temería por mi error entregándole a ese lector la obra de José Antonio

Ramos Sucre. Pero no dudo en recetarle la Obra entera de Rafael Cadenas. Poesía de

creciente prestigio entre poetas, a pesar de eso se deja leer con verdadera pasión por los

simples mortales, pues deliberadamente ha sido escrita para ellos desde su misma

mortalidad, desde la vida que reivindica siempre.

Cadenas posee el don de la fluidez, una fluidez que no es fruto de la facilidad sino

del empeño en la precisión. Esto lo convierte en un poeta para poetas, que lo es, y en

términos superlativos, aun contra sus intenciones. Pero es algo más. Por esta fluidez, es

un poeta que pueden leer quienes habitualmente leen libros distintos a la poesía. Será

una lectura apasionante, ya dije que fluida, y tendrán en sus manos a un poeta que les

dirá cosas nuevas, que volverá palabras asuntos que todos sentimos sin poder

verbalizar, que les revelará sensaciones profundamente humanas y que —con un guiño,

con un horror sensato— les ayudará a conocerse.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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