miércoles, 16 de noviembre de 2022

LA CATÁSTROFE DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM Nathaniel Hawthorne

 




LA CATÁSTROFE DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM

Nathaniel Hawthorne

Un joven corredor de tabaco, llegado de Morristown, donde hizo buen negocio con el diácono de la corporación de cuáqueros, se dirigía a la aldea de Parkers Falls, sobre el Salmón River. Tenía un lindo carrito verde, con una caja de cigarros pintada en cada lado, y, en la parte trasera un cacique indio enarbolando una pipa y una rama de tabaco. El joven que guiaba una vivaz yegüita, era audaz para los negocios, y por lo mismo querido por los yankees, quienes, según les he oído decir, prefieren que los afeiten con una navaja filosa antes que con una gastada. Era, sobretodo, el favorito de las muchachas hermosas de Connecticut, a las que hacía regalos de su mejor tabaco, pues sabía que las campesinas de Nueva Inglaterra son, generalmente, maestras en el arte de fumar pipa. Además, como se verá más adelante, el muchacho era preguntón, charlatán, siempre ávido de novedades y deseoso de repetirlas.

Después de un temprano desayuno en Morristown, el joven, cuyo nombre era Dominicus Pike, había hecho siete millas a través de bosques solitarios, sin hablar una palabra con nadie, salvo consigo mismo y con la yegüita mora. Eran ya cerca de las siete, y tenía tantas ganas de un comadreo matutino como tiene un tendero de leer el diario de la mañana. La gran oportunidad se le presentó cuando, después de encender su cigarro con una lupa, vio descender un hombre de lo alto de la colina a cuyo pie estaba detenido el carrito verde. Dominicus notó que traía un atado al hombro, en la punta de un palo, y que avanzaba con paso fatigado pero resuelto. No parecía haber partido con el fresco de la mañana, sino haber caminado toda la noche y estar resuelto a seguir andando todo el día.

Buenos días tenga usted, señor —dijo Dominicus, cuando se fue acercando—. Lleva buen trote. ¿Cuáles son las últimas novedades en Parker’s Falls?

El hombre bajó sobre los ojos el ala del ancho sombrero gris y contestó, casi de mal humor, que no venía de Parker’s Falls, nombre que el muchacho había mencionado naturalmente, pues era la meta de su jornada.

En ese caso —respondió Dominicus Pike— diga las últimas novedades de donde venga. No me empeño en Parker’s Falls. Cualquier sitio es interesante.

Molesto el viajero, que era un personaje de tan mala presencia como para temer su encuentro en un bosque solitario, dudó un momento, como si buscara novedades en su memoria, o reflexionara sobre la conveniencia de referirlas. Al fin, subiendo al estribo del carro, murmuró al oído de Dominicus, aunque hubiera podido gritar sin que ningún ser humano lo oyera:

—Recuerdo una pequeña noticia. Anoche el viejo Fíigginbotham, de Kimballton, fue asesinado a las ocho, en su huerto, por un irlandés y un negro. Lo colgaron de la rama de un peral, donde lo hallaron esta mañana.

Apenas dio esta horrible nueva, el forastero reanudó la marcha con más rapidez que nunca. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Dominicus lo invitó a fumar un cigarro habano y a contarle los pormenores. El muchacho silbó a su yegua y subió la cuesta, pensando en el doloroso destino del señor Fíigginbotham, a quien conocía por haberle vendido muchas docenas de cigarros negros, cigarros de chala y tabaco en hoja. Le sorprendió la rapidez con que había corrido la noticia. Kimballton estaba como a sesenta millas; el asesinato había sido cometido la noche antes a las ocho y, sin embargo, Dominicus ya lo sabía a las siete de la mañana, cuando, con toda seguridad, la propia familia descubría el cadáver colgando del peral. Era como si el forastero calzara botas de siete leguas, «suele decirse que las malas noticias vuelan —pensó Dominicus Pike—; pero esto gana al mismo tren. El tipo debería alquilarse para repartir por expreso el mensaje del presidente».

Resolvió la dificultad suponiendo que el narrador hubiera equivocado en un día la fecha del asesinato; con esta rectificación, nuestro amigo no vaciló en desparramar la noticia por todas las tabernas y almacenes del camino, vendiendo mazos de cigarros cubanos entre no menos de veinte auditorios horrorizados. Era invariablemente el primero en dar la noticia, y lo agobiaron de tal modo con preguntas que no pudo menos que completar el cuadro hasta convertido en un minucioso relato. Encontró un dato que lo confirmaba. El señor Higginbotham era comerciante; un amigo, antiguo dependiente, a quien Dominicus relató los hechos, recordó que el viejo acostumbraba regresar a su casa por la tarde, atravesando el huerto con el dinero y los papeles importantes en el bolsillo. El dependiente no se apesadumbró demasiado con la catástrofe del señor Higginbotham y dio a entender —lo que el muchacho había descubierto en sus transacciones con él— que era un viejo duro, más agarrado que un tornillo. La heredera sería una linda sobrina que ahora tenía una escuela en Kimballton. Con la distribución de noticias pro bono público, y el hacer negocios por su cuenta, Dominicus se demoró tanto en el camino, que decidió hacer noche en una taberna, a poco menos de cinco millas de Parker’s Falls. Después de cenar encendió uno de sus mejores cigarros, se instaló en el bar y se explayó tanto en el relato del crimen que este le tomó su buena media hora. Había unas veinte personas oyéndolo, de las que diecinueve le escucharon como al Evangelio. La vigésima era un viejo granjero, que hacía poco había llegado a caballo, y que, apartado en un rincón, fumaba su pipa. Cuando se acabó el cuento se puso de pie deliberadamente, colocó su silla frente a Dominicus y lo miró cara a cara, echando el más horrible humo que el buhonero había olido en su vida.

—¿Firmaría usted en declaración jurada —le preguntó en el tono de un juez rural— que el viejo Higginbotham ha sido asesinado en su huerto anteanoche, y que lo encontraron ahorcado en el gran peral, ayer de mañana?

—Yo repito lo que me han dicho —respondió Dominicus, tirando su cigarro a medio fumar—. No digo que lo he visto; no puedo jurar cómo lo mataron.

—Pero yo puedo jurar —dijo el granjero— que si a Higginbotham lo asesinaron anteanoche, yo he bebido un vaso de bíter con su fantasma esta mañana. Como somos vecinos, me llamó a su tienda, me convidó, y luego me pidió le hiciera un negocito por el camino. No parecía informado de su propia muerte.

—¿Entonces no es verdad? —exclamó Dominicus Pike.

—Si lo fuera, lo hubiera mencionado —dijo el granjero, y puso de nuevo su silla en el rincón, dejando consternado a Dominicus.

¡Triste resurrección del señor Higginbotham! El buhonero no tuvo ánimo para volver a mezclarse en la conversación, pero se reconfortó con un vaso de agua y ginebra y se fue a la cama donde soñó toda la noche que lo habían ahorcado en el gran peral. Para esquivar al granjero (cuya muerte le hubiera regocijado más que la de Higginbotham), Dominicus se levantó al alba gris, ató la yegüita y trotó velozmente hacia Parker’s Falls. La fresca brisa, el camino húmedo de rocío y la deliciosa aurora estival reanimaron su espíritu, y quizá lo hubieran inducido repetir la vieja historia si hubiera encontrado a alguno que la escuchara. Pero no encontró ni yunta de bueyes, ni vagonetas, ni coche, ni jinete, ni caminante, hasta que al cruzar el río Salmón vio a un hombre llegar penosamente al puente, con un atado al hombro en la punta de un palo.

—¡Buen día, señor! —dijo el buhonero parando a su yegua—. Si viene de Kimballton o de ese vecindario, quizás me pueda contar la verdad de lo ocurrido al señor Higginbothan. ¿Realmente lo asesinaron hace dos o tres noches un irlandés y un negro?

Dominicus habló demasiado aprisa para observar que el forastero tenía un buen porcentaje de sangre negra.

Al oír esta súbita pregunta, el etíope pareció cambiar de piel, su cutis cobrizo tomó un blanco espectral, y, temblando y tartamudeando, contestó así:

—No, no fue un hombre de color, fue un irlandés el que lo ahorcó anoche a las ocho. Yo salí a las siete. Su gente no lo habrá encontrado aún en el huerto.

Aquí, el hombre de color se interrumpió, y aunque parecía muy cansado echó a andar a un paso que hubiera rendido a la yegua del buhonero. Dominicus siguió mirándolo con gran perplejidad. Si el crimen no se había cometido hasta el martes por la noche, ¿quién era el profeta que lo había predicho, con todos sus detalles, el martes de mañana? Si el cadáver del señor Higginbotham no había sido aún descubierto por su propia familia, ¿cómo podía el muchacho, a más de treinta millas de distancia, saber que estaba ahorcado en un huerto, sobre todo habiendo partido de Kimballton antes que hubieran ahorcado al infeliz?

Estas ambiguas circunstancias, unidas al asombro y al terror del forastero, hicieron pensar a Dominicus en dar el grito de alarma y proclamar al mulato cómplice del crimen, que esta vez parecía haberse perpetrado.

«Que el pobre diablo se escape —pensó el buhonero—. No quiero tener sobre mi conciencia su negra sangre; colgar al negro no va a descolgar al viejo. Ya sé que es un pecado; pero ¡cómo rabiaré si resucita por segunda vez a desmentirme!».

En estas meditaciones, Dominicus Pike llegó a las calles de Parkers Falls, que, como todos saben, es un pueblo tan próspero cual pueden hacerlo sus tres hilanderías de algodón y su fábrica. La maquinaria no estaba aún en movimiento, y sólo había algunas puertas abiertas cuando Dominicus bajó al establo de la taberna y cumplió su primera tarea: encargar para la yegua tres cuartos de avena. La segunda tarea fue, claro está, participar al caballerizo la catástrofe del señor Higginbotham. Juzgó prudente, sin embargo, no precisar demasiado la fecha del espantoso crimen, y también ignorar si lo habían perpetrado un irlandés y un mulato, o sólo un irlandés. No lo contaba como cosa propia, o de alguien determinado, sino como un rumor general.

El cuento corrió como fuego entre leña seca, y se comentó tanto que ya nadie recordaba su origen.

El señor Higginbotham era muy conocido en Parker’s Falls, pues era uno de los propietarios de la fábrica y considerable accionista de las hilanderías de algodón. Los habitantes vieron interesada su propia prosperidad. Fue tal la excitación, que la Parker’s Falls Gazette anticipó su día fijo de salida y apareció con media hoja en blanco y una columna en cuerpo doce realzada con mayúsculas. «¡HORRIBLE ASESINATO DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM!». Entre otros detalles espeluznantes, el relato en letras de molde describía la marca de la cuerda alrededor del cuello del muerto, y hacía constar los miles de dólares que habían robado; también se comentó con gran simpatía la aflicción de su sobrina, que salía de un desmayo para caer en otro, desde que habían encontrado al tío colgado en el gran peral, con los bolsillos para afuera. El poeta del

pueblo conmemoraba el dolor de la joven con una balada de 17 estrofas. Los hombres principales se reunieron y, en consideración a los servicios prestados a la ciudad por el señor Higginbotham, resolvieron distribuir impresos ofreciendo una recompensa de 500 dólares por la captura de los asesinos, y la devolución de los bienes robados. Mientras tanto, toda la población de Parker’s Falls, compuesta de tenderos, patrones de pensiones, empleados de fábrica, obreros y chicos de escuela, se lanzó a la calley mantuvo una terrible locuacidad que compensaba el ruido de las maquinas de hilanderías, silenciadas por respeto al difunto. Si al señor Higginbotham le hubieran gustado las honras póstumas, su fantasma se hubiera complacido en este tumulto.

Nuestro amigo, con su entrañable vanidad, olvidó las debidas precauciones; se subió a la bomba del pueblo, y se proclamó portador de la noticia auténtica que había causado tan maravilloso asombro. Se convirtió en el hombre del día, y ya había iniciado una nueva edición del suceso, con el tono de un predicador de campaña, cuando la diligencia apareció en la calle de la aldea. Había viajado toda la noche, y debía haber cambiado caballos en Kimballton a las tres de la mañana.

Ahora sabremos todos los detalles —gritó la muchedumbre.

El coche entró en el patio de la taberna, seguido por un millar de personas; porque si alguien se había ocupado de sus propios asuntos hasta entonces, ahora los abandonaba para saber los pormenores. El buhonero, que llevaba la delantera, descubrió dos pasajeros, súbitamente despertados de una cómoda siesta, y ahora en el centro del tumulto. Todo el mundo se les fue encima con diversas preguntas, lanzadas a la vez; la pareja quedó muda, aunque la componían un abogado y una mujer. «¡El señor Higginbotham, el señor Higginbotham!», rugía el gentío. «¿Cuál es el fallo? ¿Han aprehendido a los asesinos? ¿Todavía está desmayada la sobrina? ¡Higginbotham! ¡Higginbotham!».

El cochero no decía una palabra; sólo maldecía al fondista por no traer pronto los caballos de repuesto. El abogado, ni dormido perdía la cabeza; lo primero que hizo, después de enterarse de la causa del barullo, fue sacar una libreta colorada. Mientras tanto, Dominicus Pike, que era un joven galante, y que adivinaba que una lengua femenina contaría la historia tan volublemente como la de un abogado, había ayudado a la joven a bajar del coche. Era una hermosa historia de amor, y no una de muerte.

—Señoras y señores —dijo el abogado—, tenderos, obreros y muchachas: —puedo asegurarles que una equivocación inexplicable, o tal vez una maliciosa mentira destinada a desacreditar al señor Higginbotham, ha producido esta singular baraúnda. Pasamos por Kimballton, a las tres de la mañana, y nos habrían informado del asesinato

si se hubiera cometido. Pero tengo una prueba casi tan concluyente como lo sería la misma negativa verbal del señor Higginbotham. He aquí un escrito, relacionado con una demanda suya en los Tribunales de Connecticut, que me entregaron de su parte. Está fechado anoche a las diez.

El abogado exhibió la fecha y firma del escrito, que irrefutablemente probaba que ese perverso señor Higginbotham estaba vivo cuando lo escribió, o (quizá lo más probable) estaba tan absorbido por los negocios de este mundo que los continuaba en el otro. Pero pronto llegó un testimonio inesperado. La joven, después de escuchar la explicación del buhonero, alisó sus rizos y, apareciendo en la puerta de la taberna, pidió con modestia que la escucharan.

—Buenas gentes —dijo— soy la sobrina del señor Higginbotham.

Un murmullo de asombro estremeció a la muchedumbre al ver tan alegre y rosada a la afligida sobrina, que habían imaginado —fiados en la autoridad de la Parker’s Gazette— desmayada, a las puertas de la muerte. No faltaron, algunos maliciosos que dudaran del dolor de una sobrina a quien le ahorcan un tío rico.

—Ustedes ven —prosiguió con una sonrisa— que esta peregrina historia es infundada en lo que a mí concierne, y creo poder afirmar que lo es igualmente en lo relativo a mi querido tío. Gracias a su bondad tengo un hogar en su propia casa, aunque contribuyo enseñando en una escuela. He salido de Kimballton esta mañana, para pasar unas cortas vacaciones con una amiga, a unas cinco millas de Parker’s Falls. Mi generoso tío, cuando me oyó bajar la escalera, me llamó desde la cama, y me dio dos dólares con cincuenta para pagar la posta, y otro dólar para gastos extras. Puso después su cartera bajo la almohada, me dio un apretón de manos, y me aconsejó poner unos bizcochos en la cartera, en vez de desayunarme por el camino. Estoy bien segura de haber dejado vivo a mi querido pariente, y confío en encontrarlo así a mi vuelta.

La joven saludó al terminar su discurso, que fue tan discreto y dicho con tal gracia y propiedad, que todos pensaron que podía ser preceptora en la mejor academia del país. Pero un forastero podría suponer que el señor Higginbotham era aborrecido en Parker’s Fall y que él había dispuesto una acción de gracias por el asesinato; tal fue la furia de los habitantes al conocer el engaño. Los obreros de la hilandería que decretó honores a Dominicus Pike dudaban entre untarlo con alquitrán, emplumarlo y pasearlo, o refrescarlo con una ablución de la misma bomba donde se había encaramado para proclamarse portador de la noticia. Los principales, por consejo del abogado, hablaron de denunciarlo por el delito de circular noticias falsas, alterando la tranquilidad pública. Sólo salvó a Dominicus de una sanción popular o de una acción judicial un elocuente

llamado de la joven en su favor. Dirigiendo a su protectora unas palabras de íntima gratitud, subió a su carrito verde y salió del pueblo, bajo el bombardeo de los chicos de la escuela, que encontraron buenas municiones de guerra en los barrizales y charcos vecinos. Toda su persona quedó tan embarrada por los proyectiles que casi pensó en volverse a suplicar la ablución que, aunque no bien intencionada, hubiera sido una obra de caridad.

Sin embargo, el sol brilló sobre el pobre Dominicus, y el barro, emblema de todas las manchas de inmerecido oprobio, pudo, ya seco, ser cepillado fácilmente. Pronto levantó su ánimo y no pudo contener la risa al pensar en la polvareda que su historia había levantado. El bando produciría el arresto de todos los vagabundos del país; el artículo de la Parker’s Gazette sería reproducido desde Maine hasta Florida, y quizá comentado en los diarios de Londres; y más de un avaro temblaría por su bolsa y su vida al conocer la catástrofe del señor Higginbotham. El buhonero meditaba con fervor en los encantos de la joven maestra, y juró que Daniel Webster nunca se asemejó tanto a un ángel como la señorita Higginbotham al defenderlo del furioso populacho de Parker’s Fall.

Dominicus estaba ahora en la barrera de Kimballton, y resolvió visitar el lugar, aunque los negocios lo habían alejado del camino más directo a Morristown. Al aproximarse al lugar del supuesto crimen, continuó dando vueltas en su cabeza el asunto, y se quedó asombrado del aspecto que el caso asumía. Si nada hubiera ocurrido que corroborara el cuento del primer viajero, podía considerárselo una broma; pero era evidente que el hombre de color tenía conocimiento del cuento o del hecho, y había un misterio en su culpable mirada despavorida cuando Dominicus lo interrogó de súbito. A esta singular combinación de incidentes se añadía que el rumor coincidía exactamente con el carácter y hábitos del señor Higginbotham, y que en su huerta existía un gran peral, cerca del cual pasaba todas las tardes. La evidencia circunstancial resultaba tan sólida que Dominicus no creía de igual peso el autógrafo del abogado y la declaración de la sobrina y, haciendo averiguaciones por el camino, supo que el señor Higginbotham tenía a su servicio a un irlandés de reputación dudosa, a quien había tomado sin recomendaciones.

—Que me ahorquen —exclamó Dominicus en alta voz al alcanzar la cumbre de un monte solitario— si creo que el señor Higginbotham no ha sido ahorcado antes de verlo con mis propios ojos y oírlo de sus propios labios.

Estaba oscureciendo cuando llegó a la oficina de control en la barrera de Kimballton, a un cuarto de milla de la aldea de ese nombre. La yegüita lo acercaba rápidamente a un jinete que pasaba al trote el portón, unas varas más adelante. Este saludó al guardia y

siguió hacia la aldea. Dominicus conocía al guardia, y mientras le daba cambio, se cruzaron entre ellos las acostumbradas observaciones sobre el tiempo.

—Supongo —dijo el buhonero echando atrás su látigo, para dejarlo caer, como una pluma sobre el anca de la yegua— que no ha sabido nada del viejo Higginbotham en los últimos días.

—Sí —contestó el guarda—. Acababa de pasar el portón, justamente cuando usted llegaba. Puede verlo por allá si la oscuridad no se lo impide. Ha estado en Woodfield esta tarde, en una venta fiscal. El viejo siempre charla conmigo y nos damos la mano; pero esta noche me saludó como diciendo «cóbrese», y siguió, porque vaya donde vaya, tiene que estar siempre de vuelta a las ocho.

—Así me han dicho —replicó Dominicus.

—Nunca he visto, un hombre tan flaco y amarillo —continúo el guarda—. Yo me decía ahora mismo: parece más un fantasma, o una momia, que un hombre de carne y hueso.

El buhonero aguzó la mirada entre las sombras y distinguió al remoto jinete en el camino de la aldea. Le pareció reconocer las espaldas del señor Higginbotham; pero en el crepúsculo, y envuelto en el polvo que levantaba su caballo, la figura aparecía opaca e inmaterial; como si la forma del misterioso viejo estuviera modelada de tinieblas y de luz gris. El buhonero se estremeció.

«El señor Higginbotham ha vuelto del otro mundo por la barrera de Kimballton», pensó.

Sacudió las riendas y siguió adelante, guardando la misma distancia a espaldas de la sombra gris, hasta que una curva del camino se la ocultó. Al llegar a este punto, el buhonero no vio ya al jinete, pero se encontró al comienzo de la calle del pueblo, no lejos de unos cuantos comercios y de dos tabernas agrupadas alrededor del campanario de la Junta. A su izquierda había un muro de piedra y una puerta, más allá de la huerta, a lo lejos de un campo segado, y al final una casa. Esta era la propiedad del señor Higginbotham, cuya morada se levantaba junto al antiguo camino, relegado al fondo por la nueva barrera. Dominicus conocía el lugar; y la yegüita instintivamente se paró en seco, porque él no tenía conciencia de haber tirado las riendas.

—¡Por Dios, no puedo franquear esta puerta! —dijo temblando—. No volveré a ser yo, hasta que vea si el señor Higginbotham está colgado del peral.

Saltó del carro, ató la rienda al poste de la entrada y corrió por la verde senda del bosquecito; como si el demonio lo persiguiera. En ese instante el gran reloj daba las ocho, y a cada campanada Dominicus saltaba de nuevo y aceleraba la carrera, hasta que vio el árbol fatal en el centro solitario del huerto. Una gran rama se alargaba desde el viejo tronco retorcido y proyectaba en ese lugar una sombra profunda. Algo parecía luchar bajo la rama.

El buhonero nunca había pretendido tener más valor que el conveniente a un hombre de hábitos pacíficos, ni pudo explicar después su valor en esta espantosa emergencia. Lo cierto es que se adelanto, que derribó con el cabo del rebenque a un fornido y gran irlandés, y encontró, no ya ahorcado en el gran peral, sino temblando debajo, con una soga al cuello, al señor Higginbotham en persona.

—Señor Higginbotham —exclamó Dominicus, trémulo—, usted es un hombre honrado, dígame la verdad. ¿Lo han ahorcado, o no?

Si el enigma no ha sido adivinado, pocas palabra bastarán para explicar la sencilla tramoya por la cual este acontecimiento futuro proyectó una sombra anterior. Tres hombres habían planeado el robo y el asesinato del señor Higginbotham; dos de ellos sucesivamente se acobardaron y huyeron cada uno demorando el crimen en una noche; el tercero estaba cometiéndolo cuando un campeón providencial, obedeciendo ciegamente la llamada del destino, apareció en la persona de Domicus Pike.

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